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A simple vista nadie creería que hubiese conexión alguna entre el asesinato de aquel hombre y los acontecimientos que cambiaron mi concepción de la vida. A decir verdad, los hechos relacionados con Wendell Jaffe no tenían nada que ver con la historia de mi familia, pero los homicidios muy raras veces son sucesos aislados y nadie ha dicho nunca que las revelaciones tengan que darse de manera lineal. Mi investigación sobre el pasado del muerto fue lo que motivó las pesquisas sobre el mío propio y al final me resultó muy difícil separar las dos historias. Lo trágico de la muerte es que no puede cambiar nada. Lo trágico de la vida es que nada permanece igual. Todo empezó con un telefonazo, no para mí, sino para Mac Voorhies, uno de los vicepresidentes de la compañía de seguros La Fidelidad de California, para la que yo trabajaba antaño.
Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada con autorización para ejercer en California y tengo el centro de operaciones en Santa Teresa, que está a ciento cincuenta kilómetros al norte de Los Angeles. Mi vinculación con Seguros LFC había terminado en diciembre del año anterior y en el ínterin no se había presentado ninguna oportunidad para volver a State Street número 903. Durante los últimos siete meses me habían cedido un despacho en el bufete de Kingman e Ives. Lonnie Kingman se dedica sobre todo a los casos criminales, pero también le gustan las complejidades de los casos relacionados con los daños y perjuicios involuntarios y los fallecimientos de muerte antinatural. Hace años que recurro a él cuando necesito asesoría jurídica. Es un nombre bajo y corpulento, practica el culturismo y siempre está dispuesto para pelear. John Ives es el espíritu sereno que prefiere los desafíos intelectuales de las apelaciones. Soy la única persona que conozco que no tiene por costumbre despreciar a todos los abogados del mundo. Además, por si alguien quiere saberlo, me gustan los polis; todos los que estén entre mí y la anarquía.
El bufete de Kingman e Ives abarca toda la planta superior de un pequeño edificio del centro. En él trabajan Lonnie, su socio John Ives y un abogado llamado Martin Cheltenham, que es el mejor amigo de Lonnie. El grueso del trabajo diario lo llevan dos secretarias, Ida Ruth y Jill. Además tenemos una recepcionista que se llama Alison y un pasante que se llama Jim Thicket.
El despacho al que me mudé había sido antes una sala de reuniones con una cocina improvisada. Cuando Lonnie se hizo con el último despacho que quedaba libre en el segundo piso, hizo habilitar otra cocina y un cuarto para la fotocopiadora. En mi despacho hay espacio suficiente para el escritorio, la silla giratoria, los archivadores, un pequeño frigorífico y una cafetera de filtro; también hay un amplio cuarto trastero que está lleno de cajas de embalar y que no he abierto desde la mudanza. Aparte de las dos líneas telefónicas que comparto con el resto del personal, dispongo de otra privada. Aún conservo el viejo contestador automático, aunque Ida Ruth me coge los encargos en caso de necesidad. Hubo un tiempo en que traté de encontrar otro despacho en alquiler. Había ahorrado suficiente dinero para costearme el traslado. Durante el epílogo de un caso en el cual había trabajado antes de Navidad cayó en mis manos un cheque de veinticinco mil dólares. Abrí una cuenta bancaria y comenzó a producirme intereses. Entonces comprendí que vivía casi en el mejor de los mundos posibles. Tenía un despacho muy bien situado y era estupendo trabajar con personas a mi alrededor. Uno de los escasos inconvenientes de vivir sola es que, cuando sales, no hay nadie a quien puedas decir adónde vas. Al menos ahora, los compañeros y compañeras del bufete conocían mi paradero en todo momento y siempre podía ponerme en contacto con ellos si necesitaba ayuda.
Durante la última hora y media de aquella mañana de lunes de mediados de julio había hecho varias llamadas telefónicas relacionadas con la localización de cierta persona. Un detective privado de Nashville me había escrito para pedirme que comprobara las fuentes de información locales para dar con el paradero del ex marido de su cliente; se había descuidado en el pago de la pensión de los hijos y los atrasos se elevaban ya a seis mil dólares. Se creía que el sujeto en cuestión había salido de Tennessee en dirección a California con la intención de instalarse en algún lugar de los condados de Perdido o Santa Teresa. Me habían dado su nombre, la dirección anterior, la fecha de nacimiento, el número de la Seguridad Social e instrucciones de seguir cualquier pista que encontrase. También me habían proporcionado la marca y modelo del último vehículo que se le había visto conducir, así como el número de matrícula, que era de Tennessee. Ya había escrito dos cartas a Sacramento, que es la capital del estado de California: una para pedir información sobre el permiso de conducir del desaparecido y otra para averiguar si estaba registrada a su nombre la camioneta Ford de 1983 que conducía. A continuación me había dedicado a llamar a distintas compañías de servicios de la zona para saber si habían efectuado últimamente alguna operación a nombre del individuo. Hasta el momento todo había quedado en agua de borrajas, pero el trabajo me complacía. Por cincuenta dólares la hora, era capaz de hacer cualquier cosa.
Alison me llamó por el interfono y pulsé el botón de forma automática.
– ¿Sí?
– Tienes visita -dijo. Alison tiene veinticuatro años y es un torbellino. Tiene el pelo rubio hasta la cintura, sólo compra ropa de la talla 34 y los puntos que pone sobre las íes de su nombre tienen forma de corazón o de margarita, según su estado de ánimo en aquel momento, que siempre es excelente. A juzgar por el tono su voz parecía que me hablaba por uno de aquellos «teléfonos» que los niños de antaño construían con dos botes de conserva unidos por un cordel-. Un tal Voorhies, que tiene un seguro en La Fidelidad de California.
Al igual que en los tebeos, me imaginé con un signo de interrogación dibujado sobre mi cabeza. Hice un gesto de asombro y pegué la boca al aparato.
– ¿Está aquí Mac Voorhies?
– ¿Quieres que lo despache?
– Salgo enseguida -dije.
No podía creerlo. Mac era quien había supervisado casi todos los casos que me había encargado LFC. Había sido su jefe, Gordon Titus, quien me había puesto de patitas en la calle, y aunque había acabado por aceptar el cambio de empleo, se me encendía la sangre cada vez que pensaba en aquel personajillo. Durante un segundo acaricié la fantasía de que Gordon Titus había enviado a Mac para presentarme sus despreciables excusas. De lo más improbable, me dije. Repasé el despacho con la mirada y con la esperanza de que no se notase que estaba en época de vacas flacas. El despacho no era una pista de aterrizaje, pero tenía ventana, mucha pared blanca libre y una moqueta de pelo de color albaricoque que parecía cara. Con tres acuarelas enmarcadas y un frondoso ficus de más de un metro de altura me parecía que el lugar respiraba buen gusto. Bueno, sí, el ficus era de imitación (una especie de tela almidonada y pintada para que diese la impresión de que había acumulado polvo), pero no se podía saber a menos que se estuviera muy cerca de la planta.
Me habría mirado en el espejo (la llegada de Mac ya me había impulsado a ello), pero nunca llevo encima ninguno y, por otra parte, ya sabía el aspecto que tenía: pelo negro, ojos castaños y ni pizca de maquillaje. Como siempre, vestía tejanos y un jersey de cuello de cisne y calzaba botas camperas. Me humedecí la palma con saliva y me pasé la mano por las revueltas guedejas con la esperanza de alisar lo que ya era una corona de espinas. La semana anterior, en un ataque de nervios, había cogido las tijeras de las uñas y me había cortado todos los pelos que sobresalían. El resultado fue exactamente lo que estáis pensando.
Giré a la izquierda para acceder al pasillo y pasé ante varios despachos mientras avanzaba hacia la entrada. Mac estaba en recepción, junto a la mesa de Alison. Tiene sesenta y tantos años, es alto y muy serio, y le cubre el cráneo una semiesfera de pelo rizado y gris. Tiene los ojos negros y meditabundos, situados a distinto nivel en su cara alargada y huesuda. Fumaba un cigarrillo en vez del puro de costumbre y la ceniza le caía por la pechera del chaleco. Jamás se ha preocupado por estar en forma y tenía una complexión que parecía dibujada desde el punto de vista de un niño; brazos y piernas largos, y tronco corto y coronado por una cabeza pequeña.
– ¿Mac? -dije.
– Hola, Kinsey -dijo con un tono fabulosamente hostil.
Me dio tanta alegría verle que me eché a reír a carcajadas. Con la gracia de un cachorro salté sobre él y caí en sus brazos. Mi actitud le hizo esbozar una de sus infrecuentes sonrisas, que puso al descubierto una dentadura ennegrecida a causa del tabaco.
– Ha pasado mucho tiempo -dijo.
– No puedo creer que estés aquí. Vamos a mi despacho y charlaremos un rato -dije-. ¿Te apetece un café?
– No, gracias. Acabo de tomar uno. -Se volvió para apagar la colilla, pero entonces se dio cuenta de que no había ceniceros a la vista. Miró a su alrededor con desconcierto y fijó su mirada en la maceta que decoraba el escritorio de Alison. Ésta se adelantó.
– Traiga, ya me encargo yo. -Alison le cogió la colilla de la mano, se acercó a la ventana abierta y la tiró a la calle. Un segundo después se asomó para comprobar que no había aterrizado en el interior de algún descapotable estacionado en el aparcamiento del edificio.
Mac me siguió por el pasillo, emitiendo respuestas tan educadas como convencionales a los detalles que le iba dando sobre mis circunstancias actuales. Cuando llegamos a mi despacho estábamos ya en sintonía. Pasamos al chismorreo y cambiamos noticias sobre los amigos comunes. El intercambio de impresiones me permitió observarle con detenimiento. El tiempo parecía haber corrido muy deprisa por sus facciones. Estaba más pálido. Calculé que había perdido alrededor de cinco kilos. Parecía cansado e inseguro, cosas ambas muy impropias de él. El Mac Voorhies de los viejos tiempos había sido brusco e impaciente, libre de ideas preconcebidas, decidido, sin sentido del humor y cauto. Era un hombre con quien daba gusto trabajar y yo admiraba su irritabilidad fácil porque nacía de su pasión por el trabajo bien hecho. Pero la chispa había desaparecido y no podía por menos de preocuparme.
– ¿Te encuentras bien? Te noto cambiado.
Hizo un ademán indignado con un inesperado brote de energía.
– Le están quitando toda la alegría al trabajo; es la verdad, te lo juro. Esos malditos ejecutivos que no hacen más que hablar de saldos finales. Conozco el mundo de los seguros… mierda, me he dedicado a esto durante mucho tiempo. LFC era antes una familia. Había una empresa que dirigir, pero lo hacíamos con humanidad y cada cual respetaba el terreno del otro. No nos apuñalábamos por la espalda ni estafábamos a los reclamantes. Pero ahora no sé qué pasa, Kinsey. El movimiento de personal resulta absurdo. Se aprieta tanto a los agentes que apenas tienen tiempo de sacar los bolígrafos del maletín. Todas las conversaciones sobre márgenes de beneficios y mantenimiento de los costes. En los últimos tiempos se me han quitado incluso las ganas de trabajar. -Hizo una pausa; parecía avergonzado y las mejillas se le riñeron de rojo-. ¿Te das cuenta? Parezco ya un viejo cascarrabias y la verdad es que no soy otra cosa. Me han propuesto una «jubilación anticipada negociada» y el diablo sabrá lo que esto significa. Lo que pasa es que quieren eliminar de la plantilla a los veteranos. Ganamos demasiado y estamos demasiado asentados en nuestras costumbres.
– ¿Y vas a aceptar?
– Todavía no he decidido nada, pero puede que sí. Puede que lo haga. Tengo sesenta y un años y estoy cansado. Me gustaría dedicarles algún tiempo a mis nietos antes de quedarme frito en una silla de ruedas. Marie y yo podríamos vender la casa y comprarnos una caravana, recorrer el país y visitar a toda la tribu. La visitaríamos por turnos para no cansar a nadie. -Mac y su mujer tenían ocho hijos ya mayores, todos casados y con un tropel de hijos. Arrinconó el tema con un aspaviento y con la atención fija en otra cosa-. Pero basta de historias. Me queda un mes para decidirme. Entretanto ha pasado algo y me he acordado de ti.
Esperé mientras Mac se tomaba su tiempo para abordar el asunto debidamente. Resultaba mucho más eficaz cuando preparaba el escenario a su gusto. Sacó una cajetilla de Marlboro y la sacudió para que sobresaliera un cigarrillo. Se secó los labios con la falange de un dedo y cogió el cigarrillo con los dientes. Sacó una caja de cerillas, encendió una y la apagó con una bocanada de humo. Cruzó las piernas y utilizó el dobladillo de los pantalones como cenicero, circunstancia que me hizo temer por la seguridad ígnea de sus calcetines de nailon.
– ¿Recuerdas la desaparición de Wendell Jaffe hace unos cinco años?
– Por encima -dije. Por lo que recordaba, el velero de Jaffe había sido encontrado, abandonado y a la deriva, frente a las costas de la Baja California -. Refréscame la memoria. Es el tipo que se esfumó en el mar, ¿no?
– Al parecer sí. -Movió la cabeza con lentitud como si se preparase para hacerme un resumen del caso-. Wendell Jaffe y su socio, Carl Eckert, fundaron una sociedad inmobiliaria con objeto de explotar terrenos vírgenes, construir comunidades de propietarios, edificios de oficinas, centros comerciales, etcétera, etcétera. Aseguraban a los inversores la recuperación inmediata del quince por ciento, más la devolución de la inversión inicial en un plazo de cuatro años, todo ello sin que los socios percibieran beneficios. Como es lógico, se habían asignado un salario elevadísimo y un régimen de dietas a prueba de bancarrota. Como los beneficios tardaban en producirse, acabaron por amortizar a los inversores primitivos con el dinero de los inversores de última hora, de manera que el líquido pasaba de operación en operación y no había más remedio que buscar nuevos contratos para mantener el negocio a flote.
– En otras palabras, el timo de la pirámide -comenté.
– Sí. En el fondo creo que comenzaron con buenas intenciones, pero así es como acabaron. Wendell comprendió que no podían continuar de aquel modo hasta la eternidad y se cayó por la borda del velero. No se pudo recuperar el cadáver.
– Creo recordar que dejó la típica carta de los suicidas -dije.
– En efecto. Según todos los testimonios, venía manifestando los clásicos síntomas de la depresión: desánimo, anorexia, ansiedad, insomnio. El caso es que zarpó con el velero, escribió una carta a su mujer y saltó por la borda. En la carta decía que había pedido prestado todo el dinero que había podido para invertirlo en un negocio y que finalmente se había encontrado en un callejón sin salida. Debía a todo el mundo. Admitía que dejaba sin blanca a todo el mundo y que se sentía incapaz de afrontar las consecuencias. A todo esto, la mujer y los hijos no tenían dónde caerse muertos.
– ¿Qué edad tenían los hijos?
– El mayor, Michael, creo que tenía diecisiete. Brian tendría alrededor de doce. Dios mío, qué situación. La familia estuvo a punto de ir a parar al manicomio a causa del escándalo y más de un inversor se declaró en bancarrota. Al socio, Carl Eckert, lo metieron en la cárcel. Fue como si Jaffe hubiera decidido desaparecer momentos antes de que el castillo de naipes se derrumbara. El problema fue que no se encontró ninguna prueba concreta de su muerte. La mujer pidió a los tribunales que le asignaran un administrador que gestionase lo poco que el difunto había dejado. Las cuentas bancarias estaban a cero y la casa estaba hipotecada hasta los cimientos. Fue una lástima, a la viuda no le quedó ni un pañuelo para enjugarse las lágrimas. Hacía años que no trabajaba, desde el día en que se casó con Jaffe. De pronto se vio con dos hijos que mantener, sin un centavo en el banco y sin medios ni capacidad para hacer nada útil. Fue un golpe muy duro y eso que era una señora simpática. Desde entonces no se ha sabido nada en absoluto. Ni el menor rastro del muerto. Ni un mísero indicio.
– Pero ¿no estaba muerto? -dije, previendo el latiguillo final.
– A eso vamos -dijo Mac con cierto dejo de irritación. Me esforcé por contener las preguntas para dejarle que lo contara a su manera-. La duda acabó por plantearse. A la compañía de seguros no le hacía gracia soltar el dinero sin una partida de defunción. En particular porque al socio de Wendell lo acusaron de estafa y de robo. Por lo que sabemos, era un vivales que se dio a la fuga con la pasta para evitar el juicio. En público no hemos afirmado tanto porque tenemos que andarnos con pies de plomo. Dana Jaffe contrató a un detective privado para emprender la búsqueda, pero hasta el momento no se ha encontrado prueba alguna, ni en favor ni en contra -continuó Mac-. No se podía demostrar que estaba muerto, pero tampoco podía demostrarse que no lo estaba. Un año después del episodio la mujer solicitó que los tribunales declarasen muerto al marido y aportó como pruebas la carta y su depresión. También presentó declaraciones juradas y documentos semejantes, así como el testimonio del socio y de varios amigos. En aquel punto notificó a LFC que iba a reclamar lo que se le debía en calidad de única beneficiaría del marido. Emprendimos una investigación por nuestra cuenta, que hicimos a fondo. La llevó Bill Bargerman. ¿Te acuerdas de él?
– El nombre me suena, pero creo que no lo conozco personalmente.
– Seguramente estaba entonces en la sucursal de Pasadena. Un buen hombre. Ahora está jubilado. El caso es que hizo lo que pudo, pero no hubo manera de demostrar que Wendell Jaffe estuviese vivo. Nos las apañamos para que se pospusiera la presunción de fallecimiento; de manera temporal. En vista de los problemas económicos del individuo, adujimos con éxito que era improbable que Jaffe se presentara voluntariamente en caso de que estuviera vivo. El juez falló en favor nuestro, aunque comprendimos que podía anular la sentencia en cualquier momento. La mujer estaba hecha un basilisco, pero le bastaba con esperar. Siguió abonando las cuotas de la póliza y al cabo de cinco años volvió a recurrir a los tribunales.
– Creí que tenían que transcurrir siete años.
– Hace un año cambiaron las leyes. La Comisión de Reforma del Código Civil ha modernizado el procedimiento para la certificación oficial del estado de una persona desaparecida. Hace dos meses, la mujer recibió el fallo del tribunal superior y Wendell fue declarado oficialmente muerto. La compañía no tenía elección. Y pagamos.
– Ay, el vil metal -dije-. ¿Cuánto?
– Quinientos mil.
– No está mal -dije-, aunque puede que la mujer los mereciese. No puede negarse que tuvo paciencia.
La sonrisa de Mac no duró ni un segundo.
– Habría podido tener una poca más. Dick Mills, un antiguo empleado de LFC, me ha llamado hace poco. Dice que ha visto a Jaffe en México. En un pueblo llamado Viento Negro.
– No me digas. ¿Cuándo te llamó?
– Ayer -dijo Mac-. Dick fue quien contrató la póliza de Jaffe y tuvo que hacer un montón de gestiones por su culpa. El caso es que tuvo que ir a México, a un lugar perdido que se encuentra entre La Paz y San José del Cabo, en el extremo sur de la Baja California. Dice que vio a Wendell en el bar del hotel, tomando unas copas con una mujer.
– ¿Así de sencillo?
– Así de sencillo -repitió-. Dick estaba esperando el autobús del aeropuerto y entró en el bar a tomar algo hasta que apareciese el conductor. Wendell estaba en la terraza, a un metro de él, con un enrejado de por medio. Dice Dick que lo primero que reconoció fue la voz. Algo pastosa, baja y con acento del sur de Texas. Primero hablaba en inglés, pero cuando se acercó el camarero se puso a hablar en español.
– ¿Vio a Dick?
– Parece ser que no. Según Dick fue la mayor sorpresa de su vida. Se quedó tan petrificado que estuvo a punto de perder el autobús. En cuanto llegó a su casa, cogió el teléfono y me llamó.
El corazón había empezado a latirme más deprisa. Ponedme en bandeja una oferta interesante y se me acelerará el pulso.
– ¿Y qué vais a hacer?
Mac dio un golpecito al cigarrillo y le cayó una mota de ceniza en el dobladillo de los pantalones.
– Quiero que te pongas en camino cuanto antes. Supongo que tienes el pasaporte en regla.
– Sí, claro, pero ¿y Gordon Titus? ¿Está al tanto del asunto?
– Deja que yo me encargue de Titus. El caso Wendell es una espina que tengo clavada desde que ocurrió. Quiero arreglarlo antes de abandonar LFC. Medio millón de dólares no es una cantidad irrisoria. Sería como el broche final de mis servicios a la empresa.
– Si es cierto lo que crees -dije.
– Dick Mills no ha cometido una equivocación en toda su vida. ¿Aceptas?
– Antes tengo que comprobar si puedo ausentarme del bufete. Dentro de una hora te llamaré para darte la respuesta.
– Como quieras. -Mac miró su reloj, se levantó y me puso un paquete en la esquina de la mesa-. No me demoraría más de lo que me has dicho si estuviese en tu pellejo. A la una tienes reservado un vuelo a Los Angeles. Cogerás el avión de México a las cinco. Los pasajes y la descripción de la ruta están en el paquete -dijo.
Me eché a reír. La Fidelidad de California y yo volvíamos a trabajar juntos.