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Aquella noche, cenando en casa de Lotty, expliqué lo frustrante que había resultado el día. Después de escuchar mi descripción del pastor Hebert, Lotty dijo que le parecía que debía de padecer Parkinson.
– La mirada fija y la dificultad para hablar son cosas que se ven en un estado avanzado de la enfermedad. Debe de tener noventa años, ¿no? No sabemos tratar la enfermedad ni controlar esos síntomas, sobre todo en un hombre tan anciano.
– Probablemente sufra otros problemas, o su hija no tendría miedo de él -repliqué-. Es una sesentona, su padre depende de ella, pero le permite darle órdenes como si fuera un robot.
– Sí, los lavados de cerebro también dan síntomas difíciles de tratar -dijo Lotty, con una irónica sonrisa-. Esta tarde he visto a Karen Lennon en una reunión de personal. Le preocupa haber cometido un error presentándote a su paciente. A su cliente, debería decir.
– Es un poco tarde para echarse atrás, teniendo en cuenta que hoy me he dedicado a escarbar en el pasado y he conseguido que todas las mujeres de la iglesia del pastor Hebert se llamaran por teléfono.
– Creo que es eso lo que la preocupa -se rió Lotty-. Karen es muy joven. No sabe la agitación que una detective puede provocar en una comunidad cerrada.
– Debería llamarme y no tratar de que tú lo hagas por ella. Pero hablaré con ella mañana por la mañana -gruñí.
– Pero no te enfurezcas con ella como lo has hecho conmigo -replicó Lotty-. Si trabajaras con otra gente, en vez de estar en un agujero tú sola, comprenderías lo natural que ha sido para ella hablar conmigo durante la reunión.
– Después de pasar todo el día con gente que se crispa cuando me ve aparecer, preferiría estar sola en un agujero. Siempre y cuando tuviera una máquina de capuccinos.
– Sí, decoraremos el agujero y lo haremos gemütlich, acogedor. Cada mañana te mandaré un mensajero con una botella de leche fresca, fruta y queso. -Me estrujó la mano-. Todavía estás dolida por lo ocurrido con Morrell, ¿verdad?
– Dolida, no exactamente. -Jugué con los pesados cubiertos de plata-. Me hago preguntas. ¿Cómo es posible que haya llegado a esta edad y no haya sido capaz de mantener una relación estable? En el fondo de la mente, siempre me imaginé con un hijo, una familia, a estas alturas de la vida.
– No te critico, Victoria -dijo Lotty, arqueando las cejas-, Dios sabe que no tengo ningún derecho a hacerlo, pero no has vivido como una persona que quisiera tener un hijo.
– No, he sido un pimentero toda la vida. Mi padre me llamaba así, porque echaba polvo de pimienta en las narices de cualquier hombre que se me acercara. ¿Es eso lo que quieres decir?
– No, querida. Tú eres irascible, yo también, y mucha gente lo es. Pero tú antepones la comunidad a tu persona. Es una forma diferente de la enfermedad femenina, esa misma que criticabas ahora mismo en Rose Hebert. Los clientes te necesitan, las mujeres del albergue te necesitan, hasta yo te necesito. Los hombres pueden anteponer la comunidad pero, cuando llegan a casa, se sumergen en la vida doméstica. Las mujeres, en cambio, somos en cierto modo como monjas: si tenemos una vocación muy fuerte, desatendemos las necesidades privadas.
Sus palabras me hicieron sentir terriblemente sola.
– Soy una monja no célibe -intenté bromear, pero se me quebró la voz-. En cambio, tú has conseguido salir adelante sin Max.
– Después de pasar muchos años tan sola como tú, querida. -Lotty sonrió con tristeza.
Las ventanas curvadas reflejaban las velas de la mesa del comedor. Miré las llamas múltiples que se formaban en el cristal y noté que se me relajaba la tensión que había acumulado en los hombros a lo largo de todo el día.
Pasamos a temas de conversación más alegres: el plan que teníamos de ir a Ravinia a comer en el campo y a escuchar el concierto de Denyce Graves, la nueva compañera de perinatal de Lotty que había proclamado que le entusiasmaba Jane Austen. «Es la que estuvo en África estudiando los monos, ¿verdad?» Hacia las nueve, Lotty me mandó a casa porque tenía trabajo a primerísima hora de la mañana. Ya no opera mucho, pero va muy temprano al hospital a supervisar el trabajo de sus compañeros.
Camino de casa, miré los mensajes del móvil. Había llamado Karen Lennon para decir que había pasado por el hospital de veteranos y que le había dado a Elton Grainger el nombre de un albergue donde tenían habitaciones para ex combatientes indigentes. Era una joven reverenda muy eficiente, de eso no había ninguna duda.
Cuando llegué a casa, el señor Contreras salió de su apartamento.
– Por fin has llegado, muñeca. No me acordaba de tu número de móvil y, como tu prima tampoco lo tenía, hemos estado aquí sentados, charlando, con la esperanza de que volvieras antes de medianoche.
– ¡Vic! -Petra apareció detrás de él mientras Mitch se le enroscaba en las piernas-. Me siento tan idiota… He perdido las llaves de casa y no sabía qué hacer, así que he pensado que podías acogerme por una noche, pero el tío Sal dice que seguramente podrás entrar en el edificio, que sabes abrir cualquier cerradura que no sea electrónica, así que aquí estoy.
En medio de su alegre carcajada sonó su móvil. Miró la pantalla, descolgó y respondió con un intenso relato de su vida hasta aquel momento, o al menos de la pérdida de las llaves, su visita al tío Sal y a mí, y cuándo se vería con todo el mundo una vez pudiera entrar de nuevo en su casa.
– ¿Ninguno de los dos ha oído hablar nunca de un cerrajero? -pregunté al tiempo que acariciaba a Peppy, que gemía reclamando atención.
– Sí, pero por acudir a estas horas me habrían cobrado cientos de dólares y no los tengo. En la campaña de Krumas apenas me pagan, ¿sabes? -Sonó de nuevo el móvil y repitió toda la historia.
– Creía que a tu padre no le importaría darte ese dinero -protesté cuando colgó-. Y no se trata de que no quiera dejarte dormir en el sofá.
– Si papá se entera de lo estúpida que he sido, no dejará de darme la lata diciendo que soy tan inmadura que no puedo vivir sola en una gran ciudad.
– Pero, ¿no fue Peter el que te consiguió el trabajo en la campaña de Brian Krumas?
– Sí, sí, así fue, pero esperaba que viviera en un convento o algo así. O en un apartamento compartido. Cuando supo que había alquilado uno yo sola, se puso hecho un basilisco.
Respondió a otra llamada. Llegado aquel punto, decidí que sería mejor llevarla a su casa y abrir la puerta que escucharla toda la noche al teléfono. El señor Contreras, Mitch y Peppy anunciaron que a ellos también les gustaría ver dónde vivía Petra, así que metí los perros en el Mustang y el viejo estuvo encantado de aceptar la invitación de Petra para ir con ella en el Pathfinder.
El apartamento de Petra estaba en un edificio de lofts del extremo elegante de Bucktown, a unas diez manzanas de mi oficina. Encontrar aparcamiento era difícil y tuve que ponerme ante una boca de riego amarilla y esperar que no me multaran.
Petra iluminó la puerta con una linterna mientras yo me arrodillaba en la acera y movía las ganzúas en el cerrojo. Entre tanto, recibió otra llamada telefónica.
– Mi prima es detective y está forzando la cerradura de mi casa -gritó para que lo oyese cualquiera que pasara por Wolcott Street-. No, te lo digo en serio, es como Navy: Investigación criminal o Salvando a Grace o algo así. ¡Resuelve asesinatos y tiene pistola y todo!
Le quité el teléfono y me lo metí en el bolsillo de atrás.
– Petra, querida, no hables así mientras hago una cosa absolutamente ilegal. Cualquier policía que patrulle por aquí cerca puede estar escuchando tu frecuencia. Y, además, hablas tan fuerte que te oirá cualquier vecino del edificio.
Hizo pucheros con un gesto exagerado, una parodia de llorica, pero sostuvo con firmeza la linterna hasta que salté el cerrojo. Subimos los tres tramos de escalera que llevaban a la puerta de su apartamento y allí repetí el proceso. El teléfono sonó dos veces más en el bolsillo del pantalón antes de que consiguiera abrir la puerta. Las llaves estaban dentro, tiradas en el suelo.
– ¡Míralas! -exclamó, soltando otra ronca carcajada-. Se me cayeron al salir. Llegaba tarde a una cita, así que las cogí a la vez que el café y el móvil, y no me di cuenta de que se me habían caído. Oh, Vic, eres un genio. Gracias, gracias, gracias. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Quieres una entrada para la fiesta de recogida de fondos que celebraremos en el Navy Pier? Cuesta dos mil quinientos dólares por cabeza. Brian estará allí, ¿no te gustaría conocerlo? Es posible que también pase el presidente, aunque nos han dicho que no contemos con ello. Hemos alquilado todo el lado este del muelle, será genial. Y tú, tío Sal, también deberías venir.
Yo había asistido a tantas fiestas de aquéllas que no me inmuté, pero el señor Contreras se ilusionó con la invitación. Un pase para un acto de altos vuelos. Eso haría aumentar su prestigio en sus visitas semanales al albergue, donde se reunía con sus antiguos compañeros sindicalistas para jugar al billar.
– ¿Necesitaré un esmoquin o algo? -preguntó el hombre, preocupado, cuando nos disponíamos a marcharnos.
– Póngase el mono de trabajo y la insignia del sindicato. Seguro que Krumas quiere aparecer como el candidato de los trabajadores -le aconsejé.
– ¡Vic! No seas tan cínica -me riñó Petra-. Pero, tío Sal, ¿es verdad que tienes una insignia sindical?
– No, pero gané la Estrella de Bronce, ¿sabes? Me hirieron en Anzio.
– Oh, ponte las condecoraciones. ¡Sería fabuloso! Pasaré antes por tu casa a cortarte el pelo. Kelsey y yo aprendimos a manejar las tijeras en África, acicalándonos la una a la otra.
Mientras regresábamos a casa, el señor Contreras se rió por lo bajo.
– Menuda muchacha, tu prima. Podría seducir a una piedra. Y tú deberías aprender de ella, ¿sabes?
– ¿Aprender a seducir? -Volvieron a mi mente los recuerdos de aquella tarde, de mi antiguo supervisor diciéndome que «mostrase mis encantos». -¿Cree que soy demasiado arisca?
– No te vendría mal sonreír más a la gente. Ya sabes lo que dicen, muñeca: con miel, se atrapan más moscas.
– Eso suponiendo que una quiera que la casa se le llene de moscas…
Esperé a que abriera la puerta y luego saqué a los perros para dar una última vuelta a la manzana.
¿Habría seducido Petra a Curtis Rivers? ¿Habría logrado que le dijera todo lo que sabía sobre Lamont Gadsden? Intenté imaginarme entrando en la tienda de Rivers con unas alegres carcajadas cosquilleándome en la garganta. Era más fácil imaginarme bailando un zapateado hacia atrás y con tacones altos.
Me serví un whisky y vi unas cuantas entradas del partido de los Cubs contra San Francisco. El juego del lanzador, el tendón de Aquiles perenne de los Cubs, empezó a asomar de nuevo su fea cabeza. Me acosté mientras mi equipo perdía por tres carreras en la quinta.
Estaba en medio de una horrible pesadilla en la que Petra reía sonoramente y un enjambre de moscas se me colaba por el escote, cuando me rescató el timbre del teléfono. Con el corazón desbocado, me senté y respondí.
– ¿Es la detective?
Era una mujer de voz suave y profunda pero, como yo estaba grogui, no fui capaz de identificarla. Miré el reloj. Eran las tres de la madrugada.
– Siento haberla despertado, pero he estado pensando en Lamont. Si dejo pasar un día más, tal vez no tenga el coraje de llamarla por segunda vez.
– Rose Hebert -dije su nombre en voz alta al reconocerla. -Sí, ¿qué quiere contarme de Lamont?
Una pausa, una respiración honda, los preparativos de la zambullida.
– Esa noche lo vi.
– ¿Qué noche? -Me apoyé en el cabezal de la cama, doblé las rodillas, puse la barbilla encima y traté de despertarme.
– La noche que se marchó de casa. El veinticinco de enero.
– ¿Quiere decir que Lamont fue a verla cuando dejó la casa de su madre?
– No, no vino a verme -dijo apresuradamente. De fondo, se oían los sonidos del hospital, los timbres que no cesaban, las sirenas de las ambulancias-. Yo había salido de la iglesia, del servicio de los miércoles. Papá tenía una reunión con los diáconos y me quedé sola y fui a dar un paseo. Hacía una temperatura tan agradable, ¿se acuerda?
La temperatura récord en un mes de enero que se dio justo antes de la gran nevada. Todas las personas que vivieron el episodio todavía se maravillan de ello.
– Fui a ver si encontraba a Lamont. Me sentía tan confusa que quería verlo. Y yo fingía que lo buscaba por asuntos relacionados con la iglesia; me engañaba, como hace usted, y me decía que quería que se uniera al grupo de jóvenes de la comunidad, que nos contase qué se sentía trabajando junto al doctor King, aun cuando papá desaprobaba que las iglesias se involucraran en la acción social.
Emitió un suspiro tembloroso, casi un sollozo, y añadió:
– Necesitaba verlo, que me acariciara de nuevo como había hecho aquel verano. Pero, como ya he dicho, fingía que me impulsaba una razón mucho más grande y pura.
Después de confesar aquel recuerdo que la avergonzaba, su respiración se volvió más tranquila y su voz recobró la profundidad.
– Lo encontré, es decir, lo vi, en la esquina de la Sesenta y tres con Morgan. Estaba con Johnny Merton e iban a entrar en el Waltz Right Inn. ¿Se acuerda de ese viejo local de blues? Hace veinte años que no existe pero, en aquella época, era el centro de entretenimiento de mi barrio. No era un sitio para mí, pues yo era la hija del pastor Hebert, pero allí acudía toda la juventud que estudiaba en el instituto conmigo…
– ¿Y Johnny y Lamont, qué hacían? -pregunté cuando se interrumpió.
– ¡Oh, no pude seguirlos! Mi padre se habría enterado al minuto. Me senté en la acera de enfrente y vi entrar y salir a chicos y chicas que conocía de toda la vida. Los miércoles era la noche de ir a la iglesia, pero también era la noche de las jam-sessions. A veces venían Alberta Hunter, Tampa Red, todos los grandes nombres, que tocaban con gente que empezaba. No sabe las ganas que tenía de ir allí en vez de a la iglesia. -El teléfono vibró de la pasión que había en su voz.
– ¿Vio salir a Johnny Merton y a Lamont?
– Papá me encontró antes de que Lamont saliera. Estaba sentada al otro lado de la calle, con el abrigo, aunque la temperatura seguía siendo muy alta. En enero, en mi familia, había que salir a la calle con abrigo. Pensé, menuda estupidez, dieciséis grados y yo con esta cosa gruesa de lana, y entonces llegó papá. Me pegó, me dijo que era una indecorosa, una pecadora, que los avergonzaba, a él y a Jesús, perdiendo el tiempo a la puerta de un bar como una mujer de la calle.
Las palabras salían de su boca como una manguera que me empapaba con su fuerza.
– Al día siguiente cayó la gran nevada. Por la mañana, fui al colegio, aunque tenía toda la cara hinchada y amoratada de los golpes que me había dado papá. Y agradecí tanto el temporal… Tuvimos que quedarnos a dormir en la escuela dos días. Dormí en el suelo, con todas las otras chicas. Ha sido la única vez en mi vida que fui una más. Blancas, negras, todas tumbadas en la oscuridad, hablando de las familias y los novios respectivos… Yo incluso conté que Lamont era mi chico… Bien, y cuando pasó el temporal y volví a casa, Lamont se había ido. Que yo sepa, nadie volvió a verlo. Y no podía ir a preguntarle a Johnny Merton. Alguien se lo habría contado a papá y yo no quería recibir otra…
«Otra paliza», dije para mis adentros cuando ella se quedó a media frase.
– ¿Preguntó por Lamont a alguno de sus amigos, a alguien que supiera de qué había hablado con Merton?
– Sí, pero lo hice pasado un tiempo. Primero, al no verlo nunca, pensé que me evitaba y que Dios me castigaba. Estaba tan confundida que no sabía si Dios me castigaba por no haberme fugado con Lamont cuando me lo pidió el septiembre anterior, o por dejar que me tocara… -Rose soltó una risa llena de vergüenza-. Finalmente, le pregunté a Curtis Rivers, pero eso fue al cabo de un mes o un mes y medio, y él estaba tan perplejo como yo por su desaparición.
– ¿Pertenecía Curtis Rivers a los Anacondas? -inquirí.
– Nunca supe quién pertenecía a la banda y quién no. Yo era la hija del predicador, la chica estirada, y no hablaban conmigo de la misma forma que hablaban con las otras chicas del barrio. Me parece que Curtis no era de los Anacondas. En cualquier caso, en mayo de aquel mismo sesenta y siete lo enviaron a Vietnam. Era un chico en el que todo el mundo confiaba: los miembros de las bandas, la gente normal… Curtis era un tipo honrado. Ojalá me hubiera enamorado de él y no de un chico malo de la calle como Lamont…
Se rió otra vez, en esta ocasión con menos amargura.
– Entonces, ¿la señorita Della tiene razón? ¿Lamont vendía droga?
– No de la manera en que ella lo explica. Por lo que cuenta, es como si todo el South Side anduviese flotando por culpa de la heroína que Lamont Gadsden vendía. Pero es como papá, te apartas medio centímetro del recto camino y ya eres una criatura de Satanás. Y después de la desaparición de Lamont, la hermana Della continuó haciendo la vida de siempre, como si no hubiera ocurrido nada, o incluso se volvió más estricta. En cambio, a la hermana Claudia le rompió el corazón que Lamont se marchara.
– La señorita Della dice que su hermana y ella fueron a la policía. ¿Oyó algo al respecto?
– Sí, sí fueron, pero la policía las trató de una manera muy desagradable. Era como si la policía detestase el trabajo que le había tocado hacer, proteger al doctor King aquel verano, me refiero al del sesenta y seis, y cuando se cruzaban con cualquier negro, se desquitaban con él. Yo las acompañé a la comisaría y los polis se comportaron como si esas dos mujeres hubiesen matado al presidente. ¿Eran unos cerdos? Pues claro que lo eran.
Noté el sobresalto que siempre me producía aquel insulto.
– ¿Cree que hay alguna posibilidad, alguna esperanza de encontrarlo? -dijo en voz baja y con timidez, como si temiera que me burlara de sus emociones más hondas.
Quería decirle algo que la animara, que la llenara de esperanza, que le devolviera la vida a su voz, pero sólo podía decirle la verdad: que Lamont Gadsden estaba muerto o tan escondido que nadie lo encontraría nunca a menos que él regresara por voluntad propia.
– Hablaré con Johnny Merton -me descubrí prometiendo-. Han pasado cuarenta años, pero tal vez Johnny recuerde de qué hablaron.
– No mencione mi nombre -me suplicó-. Si papá o las damas de la iglesia…
– No tiene por qué volver a casa con él. No es tarde para que empiece una nueva vida. Tengo el teléfono de…
– Oh, una vez tu espíritu se ha roto, no importa dónde repose tu cabeza por la noche. -Su voz se había cargado de nuevo de seriedad y cansancio-. Pero si se entera de algo, llámeme aquí, al hospital. Hago el turno de once a ocho, de jueves a lunes.