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9 Desenterrando la historia

Cuando colgó, intenté dormir de nuevo, pero la conversación había sido demasiado inquietante. Me tumbé en la cama y tenía el cuerpo tan tenso que apenas podía mantener los ojos cerrados. Me levanté, fui a la sala y me senté en el sillón con las piernas cruzadas. Peppy, que pasaba la noche en el apartamento, se levantó de su sitio junto a la puerta delantera para instalarse a mi lado.

Rose Hebert y Petra, que eran las dos mujeres adultas, llamaban «papá» a sus padres. Cuando tienes a papá en la cabeza, él es lo más grande que existe. No tiene nombre de pila ni una identidad más personal, como «mi» papá. Piensas que todo el mundo sabe quién es papá. ¿Significaba eso que mi tío era una presencia intimidatoria en la vida de Petra, o que todavía era demasiado joven?

Rose Hebert no era joven, desde luego. Tal vez no lo había sido nunca. La imaginé con diecinueve años, sentada en la oscuridad a la puerta del Waltz Right Inn, queriendo formar parte del grupo que se divertía, anhelando el amor. Y pasando el resto de la vida con papá, que le daba palizas cuando pensaba que la muchacha pecaba. Rose no había mencionado nunca a su madre. ¿Cuándo había dejado de formar parte de la ecuación la esposa del pastor Hebert?

La cuestión más importante, al menos en lo que se refería al trabajo que me había comprometido a hacer, tenía que ver con Johnny el Martillo. Lamont Gadsden había sido visto por última vez entrando en un local de blues en compañía de Johnny Merton la noche del 25 de enero. ¿Había traicionado a Johnny en algún asunto de drogas? Una pelea, una muerte -a manos de Johnny Merton o de algún otro agente Anaconda cuidadosamente elegido para la acción-, y luego cae el temporal de nieve, un hermoso manto que cubre cualquier rastro del apuñalamiento o la muerte a tiros de Lamont.

– Curtis Rivers también estaba en el bar -le dije a Peppy-. ¿Por qué me lo ha ocultado?

La perra movió la cola suavemente y yo acaricié sus sedosas orejas.

– No conoces a Merton -le dije- y tienes suerte. Tan pronto te hubiese visto, te habría cortado esa bonita cola para hacer orejeras. Pero, ¿tanto asustó a Curtis Rivers que éste no ha querido hablarme del asunto al cabo de cuarenta años?

Imaginé el Waltz Right Inn aquella noche de enero. Una noche de micro abierto, los artistas de blues más famosos de la zona que se pasan por allí, el buen humor a tope debido a las temperaturas casi veraniegas en enero, todo el mundo feliz menos la hija del predicador, que suda en su grueso abrigo de lana. Y Lamont Gadsden, que ha dejado la cena en casa de su madre para ir a hablar con el Martillo.

Por encima del sonido del piano de Alberta Hunter, Rivers oye la conversación entre Lamont y Merton. Esa misma noche, o a los pocos días, se produce una llamada telefónica del Martillo a Rivers: «Si dices una palabra de lo que sabes, tú también irás de cabeza al río, la cantera o cualquier otro lugar donde haya ido a parar el cuerpo de Lamont Gadsden.»

Lo imaginé, pero eso no significaba que hubiese ocurrido. Y, en cualquier caso, ¿qué podía saber Merton de Curtis Rivers para que continuara callado después de tanto tiempo? Además, Rivers no me había parecido un hombre que se amilanase a las primeras de cambio sólo porque le mentaran al hombre del saco.

Hice una mueca. El pastor Hebert y Merton el Martillo imponían la ley en West Englewood. Los dos castigaban a sus seguidores por infracciones de un código que sólo ellos tenían derecho a definir.

De pronto, caí en la cuenta de que no se me había ocurrido comprobar si se habían hallado cadáveres sin identificar después de la gran nevada. Eran las cinco y la biblioteca de mi antigua escuela no abriría hasta las ocho, por lo que me volví a la cama. Peppy me siguió, enroscó su cuerpo blando y dorado y lo apoyó en mi costado. La perra se sumió de inmediato en el dulce sueño de los limpios de corazón pero, a las seis, yo seguía despierta dándole vueltas mentalmente a todos mis encuentros con Johnny Merton. Los ojos me escocían de la falta de sueño.

Cuando trabajaba como abogada de oficio, aunque se suponía que yo estaba de su parte, aquel hombre me había atemorizado. Él me había llevado a pedir un número de teléfono que no constaba en la guía:

– No me estás representando todo lo bien que podrías, zorra. Me aseguraré de que, cuando te saquen del agua, no te reconozca ni tu madre.

– ¿Por eso ya no le queda ningún abogado de La Salle Street, señor Merton? ¿Están todos en el río Chicago con botas de cemento?

Cuando lo dije, me sorprendió haber pronunciado aquellas palabras sin que se me quebrase la voz, pero tuve que agarrar el bloc de notas con fuerza para controlar el temblor de las manos. Todavía ahora, el recuerdo del veneno del Martillo me impedía dormir. Quizás había intimidado a Rivers de manera parecida.

Me senté. Si no iba a conciliar el sueño, lo mejor sería que me pusiera en marcha. Dejé salir a Peppy por la puerta trasera y yo hice unos estiramientos en el porche mientras se calentaba la cafetera.

El cielo estival ya era de un azul intenso. Tomé el café, recogí a Mitch de la cocina del señor Contreras -llevaba un rato gruñendo de indignación al lado de la puerta porque estaba encerrado mientras que Peppy había salido a jugar- y eché una carrera con los perros hacia el lago. El agua seguía tan fría que, al zambullirme, casi se me cortó la respiración, pero nadé con ellos hasta la primera boya. Si conseguía que la sangre me circulara muy deprisa, quizá me sentiría como si hubiese dormido ocho horas.

No funcionó. Mientras conducía hacia el sur, todavía tenía los ojos cansados y seguía de mal humor, pero llegué a la biblioteca de la Universidad de Chicago en el preciso instante en que abrían las puertas. Compré un café y un cruasán en un pequeño bar de la vecindad y, contraviniendo las normas de la biblioteca, me colé con el desayuno en la sala de microfilms.

Saqué los carretes de todos los periódicos importantes de Chicago. En 1967, había ocho diarios, las ediciones matutinas y vespertinas de cuatro periódicos distintos. Empecé con el Daily News, el diario que leía mi padre. Le gustaba la columna de Mike Royko.

25 de enero de 1967, la víspera de la gran nevada. Es curioso lo poco que recordamos algunos acontecimientos que hemos vivido. Al pasar las páginas, no me sorprendió desconocer las noticias nacionales: el presupuesto de LBJ para la guerra, las protestas estudiantiles de Berkeley, que Reagan, gobernador de California, calificó de «trama comunista contra América» o la minifalda de la esposa de Charles Percy, recién elegido senador. A la sazón, yo estaba en quinto grado y todo aquello me pasaba por alto.

Las noticias locales sí que me sorprendieron. Había olvidado por completo los tornados que asolaron el South Side la víspera de la gran nevada, el gran temporal que Rose Hebert había mencionado.

El viento había derribado un edificio a medio construir en la Ochenta y siete con Stony, a cinco kilómetros de la casa donde pasé la infancia. Un policía resultó muerto. Miré las fotos de los cascotes. Los bloques de hormigón llenaban las calles como si fueran piezas de Lego que un niño enrabiado hubiese desparramado por toda la sala de su casa. Un Volkswagen escarabajo estaba enterrado en los cascotes hasta las ventanillas. Y entonces, al día siguiente, cayeron setenta centímetros de nieve que cubrieron los escombros, las acererías, las carreteras y todo Chicago, sepultando tanto a los vivos como a los muertos.

Mi recuerdo de la gran nevada no eran los tornados, ni el policía muerto -aunque todos los policías muertos eran motivo de ansiedad para mi madre y para mí-, sino Gabriella esperándome a la salida de la escuela. Mi madre no venía nunca a recogerme y, cuando la vi, me asusté pensando que le había ocurrido algo a mi padre.

Que la nieve la angustiara me resultaba divertido. Un temporal de nieve que formaba ventisqueros de metro y medio o de tres metros de altura era hilarante, casi un juego, y no un motivo de alarma. Sin embargo, después de un año de disturbios y protestas, durante el cual se había quedado levantada noche tras noche esperando que Tony volviera a casa -y yo observándola a veces desde lo alto de la escalera del desván o haciéndole compañía, sentadas a la mesa de la cocina- cada vez que mi madre hacía algo fuera de lo común, mi primer pensamiento era para mi padre.

– Tu e Bernardo, spericolati e testardi tutti i dui voi -me dijo en italiano, agarrándome de la mano enguantada-. ¡Los dos sois imprudentes y testarudos! Si no os detengo, os perderéis en la ventisca. Haréis algo tan peligroso que os costará la vida y a mí me romperá el corazón para siempre.

– ¡No soy una niña! ¡No me trates como a una niña delante de mis amigos! -le grité en inglés, soltando la mano.

Cuando no le respondía en italiano, se enfadaba. Yo, irritada, quería herir sus sentimientos. A decir verdad, había planeado ir a buscar a Boom-Boom, Bernard, que estudiaba en la Escuela Católica. Queríamos ir a ver si el río Calumet se había helado lo suficiente para poder patinar. Que me hubiera pillado me había puesto de mal humor, y la situación empeoró cuando llegamos a casa y me hizo tocar el piano durante una hora.

Ahora, sentada en la biblioteca, me miré los dedos y la pena me retorció las tripas como tan inútilmente suele hacer. Si hubiese accedido a los deseos de mi madre, que quería que estudiara música mucho más en serio, hoy podría ser una pianista decente, no talentosa pero sí competente. ¿Por qué me había resistido tan férreamente a tomar clases de piano? Mi madre me adoraba y yo también la quería muchísimo. ¿Por qué no quería hacer lo que era tan importante para ella? ¿Pudo deberse a que yo estaba celosa de la música? ¿Quién podía competir con Mozart, mi rival en sus afectos? Mi tradì quell'alma ingrata, el aria de Donna Elvira sobre los celos y la traición, de Don Giovanni, era una de las composiciones favoritas de Gabriella.

Estaba tan perdida en mis recuerdos que canté el primer verso en voz alta y me ruboricé al ver que todo el mundo, en la sala de lectura, se volvía a mirarme. Me hundí en el asiento y clavé los ojos en la pantalla que tenía delante.

Leí informes de homicidios acaecidos del 26 de enero en adelante, hasta finales de febrero. Cuarenta años atrás, como había menos, la prensa se ocupaba más de ellos, pero no vi que hubiera ningún cadáver sin identificar. También busqué en accidentes de coches y en la actividad de las bandas.

El Daily News había entrevistado a miembros de los Rangers de Blackstone, que decían ser la voz legítima del South Side negro. Iban a implicarse en el bienestar de la comunidad, afirmaban: crearían guarderías para niños, escuelas, centros de salud. Hice una mueca en aquella oscura sala de lectura. La banda había iniciado algunos de sus grandes proyectos pero, al final, lo único que hizo fue vender droga y montar redes de protección y prostitución.

Pasé al Herald-Star y en él leí los mismos homicidios y vi las mismas fotos de la ciudad con nieve hasta las vías del ferrocarril elevado. Una semana después de que el News hablara con los Rangers, el Herald-Star no quiso ser menos y publicó un artículo sobre los Anacondas de Avalon.

Me erguí en el asiento y, cuando empecé a leer acerca de Johnny el Martillo, se me olvidó la fatiga. En la entrevista del Herald-Star describía parte del trabajo que habían realizado los Anacondas durante el verano del 66, una temporada plagada de disturbios.

Miré el reloj. No podía cargar en la factura de la señorita Della el tiempo que pasara leyendo acerca de Johnny Merton. Me tragué los cinco artículos de la serie publicada por el Star un día de visita en las obras de la Sesenta con Racine, un día en la clínica que Merton decía que los Anacondas habían montado, fotos del Martillo dando de comer a su hija de ocho meses.

«La policía tilda a los Anacondas de banda criminal, ¿y por qué? ¿Por crear un programa de reparto de leche en las escuelas para los niños negros? ¿Por abrir una clínica en la Cincuenta y nueve con Morgan cuando en nuestra vecindad no hay nada de eso desde hace cincuenta años? ¿Por organizar a nuestra gente para que vote y encontrar un candidato auténtico para concejal del distrito Dieciséis?»

Aquélla era una faceta de Merton que yo ignoraba. Cuando lo vi cara a cara en aquella terrible celda de la Veintiséis con California, se había alejado por completo de su papel de organizador de la comunidad. Lo único que organizaba era cómo y cuándo extorsionar a los pequeños comercios o descuartizar a sus oponentes.

Por otra parte, en 1967 ya era el jefe de una poderosa banda callejera. Tal vez había distorsionado los hechos para el periodista. En los años sesenta, muchos blancos progresistas creían que las bandas callejeras eran glamurosas y enrolladas. Muchos periodistas blancos anhelaban el prestigio que conllevaba haber entrevistado al líder de una banda.

«El alcalde cree que somos un peligro para la ley y el orden de las calles de esta ciudad, pero no fuimos nosotros los que lanzamos piedras a Martin Luther King, ¿verdad? Entonces, ¿cómo es que son los hermanos los que están entre rejas y no los blanquitos que volcaron coches y demás? Han acusado a Steve Sawyer del homicidio de Harmony Newsome sin pruebas, sin testigos, sin nada. La hermana Harmony fue a Marquette Park a proteger al doctor King. Y ahora quieren saber por qué no les sonreímos y bailamos claqué para ellos. ¿Y si fue un blanquito quien la mató en medio de esas algaradas? Eran ellos los que tenían armas, ¡pero no son los que están en la cárcel!»

El Star publicaba una foto de Harmony Newsome con su traje de promoción del instituto, y el pelo alisado cuidadosamente, de modo que le caía en ondas sobre sus hombros desnudos.

No fue la fotografía lo que me sorprendió y me llevó a tirar mi capuccino de contrabando sobre los vaqueros. Fue el pie: HOY EMPIEZA EL JUICIO CONTRA STEVE SAWYER, DETENIDO POR LA MUERTE DE HARMONY NEWSOME.

La columna lateral explicaba que el juicio de Sawyer era la culminación de meses de protesta por parte de los familiares y amigos de la muerta. Desde su asesinato, ocurrido en agosto del año anterior, cada noche se reunían delante de la comisaría de policía del Área 1. A Sawyer lo habían detenido por Año Nuevo, lo que significaba que estaban acelerando el proceso como si fuese un tren bala.

Me recosté en el asiento, intentando imaginar la situación. Steve Sawyer. Aquel debía de ser, o al menos podía ser, el amigo desaparecido de Lamont Gadsden. Leí todos los periódicos y, al final, encontré un pequeño párrafo en el Herald-Star. El 30 de enero, Steve Sawyer había sido condenado por el homicidio de Harmony Newsome. No daba más detalles. No se mencionaba el arma, ni el móvil, ni había, desde luego, ninguna alusión a Lamont Gadsden.

Hice una búsqueda superficial de personas no identificadas. Debido a la nevada, se habían producido bastantes muertes, pero aunque hojeé los periódicos hasta finales de abril, no encontré noticias sobre cadáveres sin identificar.

Mientras volvía a dejar las cajas en los estantes, me vino a la cabeza la señorita Della. Cuando, el día anterior, le había dado ese nombre a Karen, la anciana tenía que saber que Steve Sawyer había sido declarado culpable de homicidio. ¿Por qué no había incluido esa información? ¿A qué venía aquella falta de colaboración en una investigación que ella misma había iniciado? Sin embargo, yo había buscado el nombre de Steve Sawyer, junto con el de Lamont, en las bases de datos del departamento de Instituciones Penitenciarias de todo el país y no había encontrado el nombre de ninguno de los dos. ¿Significaba eso que Lamont también estaba cumpliendo condena en algún sitio?

Me crucé con estudiantes que tenían la cara hinchada de falta de sueño, nerviosos por los exámenes, el empleo o el amor. En el jardín de detrás de la biblioteca vi a una mujer de pelo cano que lanzaba pelotas a su perro. Parecían los únicos seres felices del campus.

Cuando yo estudiaba, la guerra de Vietnam perdía fuelle. Los estudiantes estaban nerviosos por si los reclutaban, pero no me pareció que los chicos de hoy pensaran demasiado en una guerra que se libraba a quince mil kilómetros de distancia. Aquello me llevó a pensar en Lamont Gadsden. Tal vez se había olvidado de decirle a su madre que lo habían reclutado. Sus huesos podían estar pudriéndose en el sudeste asiático.

Antes de ir a la oficina pasé por Lionsgate Manor. La señorita Della abrió la puerta todo lo que daba de sí la cadena, pero no me invitó a entrar. Le pregunté por Steve Sawyer.

– Cuando dio su nombre a la reverenda Karen, ¿no sabía usted que lo habían enviado a prisión?

– No emplee ese tono conmigo, joven. Usted quería los nombres de los amigos de Lamont. Yo le había dicho que a mí no me gustaban. Ahora ya sabe por qué.

– ¿Y qué ocurre con Lamont? -Tuve que hacer un esfuerzo para no gritarle a mi cliente-. ¿Él también está en la cárcel?

– Si supiera dónde está, no le habría pedido que lo buscara.

El toma y daca se prolongó infructuosamente unos minutos más. La anciana ignoraba dónde estaba ahora Steve Sawyer o no quería decirlo, una de las dos cosas, aunque yo no sabía cuál. Al final, me marché maldiciéndolas a ella, a la reverenda Karen y a mí misma por acceder a implicarme en aquel pantanal.

Sin embargo, para acabar de comprobarlo todo, al llegar a mi oficina llamé al Pentágono para preguntar si tenían algún expediente sobre Lamont. No esperaba que me dieran ninguna información, por lo que me sorprendió que la mujer del otro lado del hilo me contara que a Lamont lo habían llamado para ir a la guerra y que le habían dicho que se presentara en el centro de reclutamiento de su barrio en abril de 1967. Oficialmente, seguía figurando como ausente sin permiso.

– No ha tratado de encontrarlo, ¿verdad?

– Oh, querida, por aquel entonces yo ni siquiera había nacido -respondió la encargada de asuntos públicos del Pentágono-, pero supongo, por lo que he leído, que pensaron que era uno de los diez mil chicos que se escondieron, fuese en Canadá o en lo más recóndito de su vecindad. A menos que se cruzaran con el sistema legal en algún sitio, al pedir el carné de conducir o un crédito, o que alguien los delatara, no volvimos a saber nunca de ellos.

Lo cual me dejó donde había empezado, con una información que equivalía a cero. Bueno, eso no era del todo cierto: tenía a Johnny el Martillo para añadir a la mezcla. Y sabía lo que le había sucedido a Steve Sawyer, al menos hasta el 30 de enero de 1967.

EN AUSENCIA DE LA DETECTIVE II

– La señora detective ha venido hoy otra vez. -Della sostenía la mano de su hermana, apretándosela de vez en cuando para asegurarse de que la escuchaba-. Es una chica blanca, creo que ya te lo dije.

Claudia devolvió el gesto con sus dedos deformes. «Sí, te escucho. Sí, me dijiste que es blanca.»

– Ya ha utilizado casi todo el dinero que me avine a darle y no ha descubierto nada.

A Claudia le tembló el lado izquierdo de la boca y unas gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas. Después de la embolia, lloraba con facilidad. Siempre había sido una mujer emocional. «Una persona tan cariñosa», era la descripción más común que la gente hacía de ella y, debido a ello, Della se sentía más distanciada y amargada con el mundo en general. Claudia, sin embargo, no era una llorona. De muy joven, había aprendido, igual que Della, que las lágrimas eran un lujo que sólo podían permitirse los bebés y los ricos. Si veía un gorrión muerto en la carretera, se le rompía el corazón, pero no lloraba.

Ahora, en cambio, había que cuidar lo que se le decía. Y, a veces, Della se sentía retroceder en el tiempo a cuando tenía cinco años y Claudia era la niña más bonita de la manzana, con aquellos suaves rizos oscuros y una sonrisa con la que se ganaba a todo el mundo en la iglesia. Cuando su madre se iba a trabajar y la abuela Georgette no miraba, Della le robaba la muñeca a su hermana, o le pegaba. Por pura maldad. Lo sabía entonces y lo sabía ahora, pero una a veces se cansaba de ser siempre la juiciosa y responsable.

– ¿Todo bien por aquí? -preguntó una de las auxiliares de enfermería. Las dos hermanas estaban en el soleado porche, una suerte de jardín en la azotea, donde había plantas y una fuente diminuta. El perro que alguien había traído durante la semana como una buena acción bebía de la fuente para delicia de otros pacientes que habían sufrido una embolia, pero Della, cuando estaba allí, no permitía que el animal se acercase a Claudia. No soportaba a los perros. Y tampoco a los gatos. ¿Por qué alimentar y mimar a un animal cuando tantos niños se acostaban con el estómago vacío?

– Si necesito ayuda, ya se lo haré saber -respondió a la auxiliar con frialdad.

La mujer, que también era negra, miró a Della con descaro.

– Su hermana necesita que le sequen las lágrimas. Eso es algo que usted podría hacer, señorita Della, si no quiere verme por aquí. Sin embargo, ya que he venido, lo haré con mucho gusto.

Se agachó junto a la silla de ruedas y le limpió la cara a Claudia con un pañuelo de celulosa.

– ¿Qué le ocurre, querida? ¿Hay algo que pueda traerle?

Como todas las demás personas del planeta, se dirigió a Claudia con una cantinela. Dios pone a prueba a los justos, de eso no cabía duda.

Cuando la auxiliar se marchó, Claudia se obligó a hablar y se esforzó por hacerlo con claridad.

– ¿Con quién ha habado la detetive?

– Ya te dije qué nombres le había dado. Los ha investigado todos. Tengo que reconocer que es muy cabal y una gran trabajadora. Ha encontrado al señor Carmichael, ya sabes, el profesor de física de Lamont en Lindblom, que le ha dicho que no ha vuelto a saber de él desde que se graduó. Ha hablado con Curtis Rivers, que dice que no recuerda cuándo fue la última vez que vio a Lamont. No encuentra a Steve Sawyer. Sabe que lo detuvieron por la muerte de Harmony Newsome, pero dice que nadie tiene idea de qué fue de él. Dice que ha comprobado expedientes de las prisiones, pero que no ha encontrado ni rastro.

Della calló. No le había gustado el modo en que la había mirado la detective, como si sintiera lástima de ella. No tenía ningún derecho a sentir lástima de ella, esa blanquita. ¿Creía que Steve Sawyer era el único negro que había entrado en prisión y había desaparecido?

– Teve, no. ¿Ecuerdas, Della? Teve, no. Nombe nuevo. ¿Qué nombe?

– ¿Qué quieres decir con eso de que no es Steve? Pues claro que era Steve Sawyer a quien detuvieron. Recuerdo a su madre, durante el juicio, aunque tú no lo recuerdes.

Claudia cerró el ojo bueno. Estaba cansada, demasiado cansada para discutir, demasiado cansada para saber si la memoria le estaba jugando una mala pasada, como le ocurría desde que había sufrido la embolia.

– ¿La chica anca ha habado con el astor? -preguntó tras respirar hondo.

– Oh, sí, la detective fue a verlo, pero ahora el pastor Hebert habla tan poco como tú. -Della hizo una pausa-. Dice que Rose vio a Lamont.

El lado izquierdo de la cara de Claudia cobró vida y esbozó una sombra de su vieja sonrisa.

– ¿Ándo? ¿Ónde?

– La misma noche que nos dejó. Al salir de la iglesia, Rose volvía caminando a su casa y lo vio entrar en un bar. Iba con Johnny Merton. -Della cruzó los brazos en un gesto de adusta satisfacción-. Siempre te dije que se relacionaba con esos Anacondas.

– ¡No! No endia dogas. ¡Mont no! -exclamó Claudia, respirando con dificultad por el esfuerzo de pronunciar bien las palabras y por el enfado que le había causado su hermana-. ¡Entira! ¡Entira! ¡Entira!

La auxiliar volvió corriendo, seguida de Karen. Della no había visto la llegada de la reverenda a la terraza.

– ¿Qué ocurre, señorita Della? -preguntó Karen mientras la auxiliar se ocupaba de Claudia.

– Esta mañana he hablado con esa detective que usted me buscó y estoy tratando de explicarle a mi hermana la información que me ha dado. No es fácil. Antes de que usted trajera a esa detective, ya le dije a Claudia que no sería fácil.

– ¿La señora Warshawski ha encontrado a Lamont? -La reverenda acercó una silla y se sentó entre las dos ancianas.

– Ha encontrado a alguien que lo vio entrar en un bar de blues con el jefe de una banda callejera la noche de su desaparición. Mi hermana no ha querido dar crédito nunca a que Lamont posiblemente vendía droga.

– ¡No drogas! -gritó Claudia, que seguía con nerviosismo la discusión-. ¡Oh, no uedo habar, no uedo eplicar! ¡Nacondas, bandas, sí! Malo, no. Mont, no malo.

Se echó a llorar de nuevo, unas lágrimas de rabia y frustración ante su incapacidad de hablar.