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La policía había acordonado el Navy Pier. Mientras el señor Contreras y yo enseñábamos nuestras invitaciones en la barrera y nos franqueaban el paso, no pude por menos de pensar en Stateville. Es cierto que aquí los polis nos trataban con deferencia porque llevábamos la identificación VIP de las personas que donaban diez mil dólares o más o que estaban relacionadas con la campaña, pero las barreras, la mismísima idea de que no estábamos nunca lejos de la guardia policial, me puso en tensión.
– ¿Estás bien, muñeca? ¿Quieres que montemos? -El señor Contreras me miró nervioso y señaló los autobuses turísticos que esperaban a los invitados para llevarlos a la punta este del muelle.
Reparé en que me había detenido en medio de la calle. Le sonreí, decidida a no arruinarle la diversión con mis miedos absurdos. El anochecer era cálido y agradable y los colores reflejados de la puesta de sol pintaban el horizonte oriental de un rosa grisáceo. Lo tomé del brazo y le dije que necesitaba caminar.
El muelle es un lugar extraño, con pinta de sala de baile barata, una versión turística de lo que Chicago significa: souvenirs y baratijas de nuestros equipos deportivos y del propio muelle, la gran noria con la que te elevas despacio sobre la ciudad mientras escuchas anuncios, los habituales puestos de comida grasa y la música muy alta, que no deja de sonar ni un instante. Unos altavoces colocados en lo alto de un poste cada tres metros garantizan que no puedas escapar nunca al ruido.
«Krumas por Illinois» se había adueñado del muelle. Los pequeños donantes festejaban en la punta oeste, bajo la noria, y los VIP's, medio kilómetro más al este. Como muestra del gran poder mediático de Krumas, nos vimos rodeados de las celebridades del Estado: el portavoz de Illinois en el Congreso, el fiscal general, altos funcionarios del condado, empresarios, abogados importantes y las luminarias de los medios locales.
En Chicago, no puedes ser conocido sin que tu camino se cruce con muchos de los sospechosos habituales. El señor Contreras disfrutó lo indecible al ver que muchas personas salían de entre la multitud para saludarme por el nombre. Vi a Murray Ryerson, del Herald-Star, con una mujer joven de cuerpo cuidadamente atlético, y a Beth Blacksin, la presentadora de las noticias vespertinas de Global Entertainment.
– ¿Ves, cariño? Te dije que tenías que ponerte elegante. Y mira, eres la chica más atractiva del lugar y todo el mundo lo sabe.
Me había puesto los pendientes de diamante de mi madre y un vestido escarlata hasta la pantorrilla y sin mangas que había comprado el verano anterior para asistir a una boda. Lo hice en parte para complacer al señor Contreras y en parte, debo confesarlo, para alardear. Quería que mi joven prima viese que, a mi edad, todavía se puede ser sexy. Dominantemente sexy. Al pensarlo, puse una mueca involuntaria. Esperaba que durante el rato que había pasado con Johnny no se me hubiera pegado nada. Qué deprimente resulta para una feminista sentir la necesidad de dominar a alguien y, encima, hacerlo con un vestido rojo.
Sin embargo, disfruté al encontrarme al que en otro tiempo fuera mi marido, Terry, también persona conocida y socio de uno de los bufetes internacionales de abogados más importantes de Chicago. Soltó un silbido a modo de saludo y me pasó el brazo por el hombro desnudo, demorándose demasiado para la tranquilidad de su esposa actual. Cuando les presenté al señor Contreras a él y a su esposa, el viejo reconoció los nombres y se rió, encantado.
– Creo que está preguntándose si no cometería un error dejándote, querida -susurró audiblemente mientras nos alejábamos.
– Si piensa en cómo traté a algunos de sus clientes importantes, seguro que no lo lamenta.
El señor Contreras se veía garboso vistiendo su único traje bueno. Sus condecoraciones y lazos llamaban la atención de los hombres como el que había sido brevemente mi esposo, tipos que se habían organizado cuidadosamente la vida para evitar cualquier servicio público, sobre todo los servicios donde pueden coserte a balazos. Ahora, ya demasiado mayores, lamentaban no poder jactarse de sus hazañas militares.
En el extremo oriental del muelle, mostramos de nuevo nuestras identificaciones de VIP y entramos en la gran sala de baile. El enorme edificio, con su techo tachonado de estrellas, había sido construido en 1916 con la idea de que sirviera para acoger este tipo de acontecimientos. Una orquesta, perdida en uno de los rincones, tocaba una rumba que apenas se oía por encima del bullicio de la multitud. Unos camareros de chaqueta blanca nos ofrecieron canapés, los miembros de la legislatura y del séquito del gobernador se abrazaban con lobistas y abogados, los relaciones públicas y los periodistas disparaban sus flashes a los invitados que sonreían solícitos, y cerca de cada entrada había apostados policías municipales en actitud sombría y vigilante.
Cuando entramos, una veinteañera nos dio unas agujas de solapa de Brian Krumas y, dondequiera que mirásemos, nos encontrábamos con la sonrisa radiante del candidato pegada a las mesas, sillas y columnas de la sala. Para rematarlo todo, habían colgado una foto de Brian que iba del techo al suelo, con su eslogan de campaña debajo: KRUMAS PARA EL CAMBIO EN ILLINOIS. Estaba flanqueado por el presidente de los Estados Unidos, el gobernador de Illinois y el alcalde de Chicago.
Nos abríamos camino hasta la mesa de las bebidas cuando noté que alguien me daba unos golpecitos en el hombro. Me volví y vi a Arnold Coleman, que había sido mi jefe en los juzgados del condado. Era un lacayo político que había tenido siempre cuidado de no pisar a un poderoso fiscal del Estado y había recibido una recompensa a cambio de ello: lo habían nombrado juez de apelación del Estado.
– ¡Vic! Cuánto me alegra ver que tienes tiempo para apoyar al joven Brian, aunque una campaña judicial no esté a tu altura.
– Juez Coleman, felicidades por el nombramiento. -Yo había rechazado una invitación a una fiesta de recogida de fondos para la campaña de Coleman (Illinois trata a sus magistrados como si fueran cualquier otra mercancía a la venta) y era evidente que Arnie se había hecho una lista de amigos y enemigos. Otra tradición de Illinois.
– ¿Qué, Vic, ya has aprendido a no meterte en líos? O, como decimos por aquí, ¿sabes tener la nariz limpia? -preguntó el juez con cordialidad.
– Me la limpio dos veces al día, magistrado, con la manga, como hacíamos cuando estábamos en la Veintiséis con California. Juez Coleman, éste es el señor Contreras.
Mi ex jefe soltó una falsa carcajada y se volvió hacia su grupo, haciendo caso omiso de la mano que le tendía mi vecino.
– Ésa no es manera de hablar con un juez, cariño -me regañó el señor Contreras.
– No sé. Por lo que he oído decir a mis antiguos compañeros de la asociación de abogados, la justicia en el juzgado de Coleman no sólo es ciega, sino que también es sorda y coja. El único sentido que le queda de los cinco es el tacto. Lo usa para palpar lo grandes que son los billetes que le ponen en la mano.
– Eso que dices es terrible. No puede ser cierto. La gente no lo toleraría.
Torcí la boca en una mueca involuntaria.
– Cuando trabajaba como abogada de oficio, Coleman y el fiscal del Estado, que a la sazón era Karl Swevel, competían por ver quién podía lograr mayores apoyos para los demócratas locales. A quién defendíamos y cómo lo hacíamos tenía un interés muy secundario para ellos, comparado con su afán por lamerles el culo a los potentados locales. Entonces, eso no le importaba a nadie y ahora tampoco parece importar.
Vi que mi vecino parecía seriamente agraviado -no sólo por las palabras que había utilizado sino también por lo que había dicho- y le di unas palmadas en el brazo para animarlo.
– Vayamos a buscar a la chica. Para que vea que hemos venido.
Nos abrimos camino entre el gentío hasta que nos tropezamos con Petra, que estaba cerca de una de las barras de bebida. Hablaba con un variopinto grupo de lobistas y legisladores. Todos ellos tenían la cara redonda y brillante de la gente que ha pasado demasiados años con la cabeza metida en el pesebre público.
Petra gritó de alegría y abrazó al señor Contreras.
– ¡Lo has logrado, tío Sal! ¡Qué fabuloso estás con todas tus condecoraciones! ¡Y tú, Vic, estás esplendorosa! ¡Por un momento no he sabido quién era la magnífica acompañante del tío Sal!
Soltó una sonora carcajada, y el grupo con el que estaba hablando, pese a ser unos viejos y ajados barones del partido, se unió a nosotros para delicia del señor Contreras. Petra lucía un vestido de chiffon estampado sobre unas mallas relucientes. Con los tacones de aguja, era casi más alta que cualquiera, yo incluida.
– Tengo que encontrar al senador…, al señor Krumas, quiero decir. Siempre se me olvida que todavía tenemos que elegirlo. Sé que querrá una foto con el tío Sal -explicó al grupo. Luego, se volvió hacia mi vecino y añadió-: Voy a llevarte a la mesa del tío Harvey, así sabré dónde encontrarte.
Tomó al señor Contreras del brazo y empezó a guiarlo entre la muchedumbre. Yo los seguí sumisamente. Con veintitrés años, Petra ya era toda una profesional que daba palmaditas en el hombro, se reía y agachaba la cabeza para oír lo que le gritaba una mujer que llevaba un audífono.
Cerca de la orquesta y el estrado había una decena de mesas festoneadas con globos rojos, blancos y azules y unos gigantescos letreros que rezaban RESERVADO. Muy pronto, nos tocaría escuchar una retórica de esas que conmueven el alma. Las mesas estaban reservadas a las personas que realmente habían hecho donaciones a la campaña. Según el programa, costaban ciento cincuenta mil dólares, quince de los grandes por asiento. Lo cual demuestra lo cierto del dicho de que los precios de las casas y terrenos dependen, fundamentalmente, de dónde estén situados. Las sillas eran de esas plegables de metal que se usan en los mercadillos para fines benéficos de las parroquias.
Cuando empezaran los discursos, los asientos se llenarían. Ahora, había unos pocos ocupados. Petra llevó al señor Contreras a la mesa número 1, que estaba delante del estrado. Jolenta Krumas, la madre del candidato, estaba sentada con un grupo de mujeres mayores que hablaban todas a la vez. Frente a ellas había dos mujeres más jóvenes. Reconocí a Jolenta porque la había visto en fotos de Brian y su familia aparecidas en la prensa. Pensé que las jóvenes eran una hermana y una cuñada, pero no eran atractivas como Jolenta. Ésta se sujetaba el espeso cabello castaño con abundantes hebras grises con un par de mariposas de diamantes y, pese a tener sesenta y tantos años, su pose seguía siendo perfecta. Escuchaba con interés lo que le decía la mujer sentada a su izquierda pero, cuando Petra se acercó, levantó la cabeza y esbozó una alegre sonrisa.
– ¡Tía Jolenta! Éste es Salvatore Contreras. Es mi nuevo tío honorario y sé que al futuro senador le encantará conocerlo y que le tomen una foto con él.
Jolenta Krumas se fijó en la hilera de brillantes condecoraciones prendidas en el traje del señor Contreras y sonrió de nuevo.
– Estás haciendo un trabajo espléndido, querida. Me aseguraré de que Harvey se lo cuente a tu padre la próxima vez que hablen. Y, dígame, Salvatore, ¿Petra no lo deja exhausto? Venga, siéntese, descanse un poco. Brian vendrá a acompañarnos dentro de un rato. En este momento está con unos amigos de Harvey. Ahora que se presenta a senador, me doy por satisfecha si lo veo en la misa de los domingos. ¡Esta fiesta de recogida de fondos será la primera vez que cenemos juntos desde hace meses!
Petra se volvió y me vio detrás de ella. Hizo una mueca de fingida contrición.
– Oh, tía Jolenta. Lo siento, he olvidado de presentarte a mi prima auténtica, Vic, Victoria. Es la vecina de arriba del tío Sal. Es detective. Vic, ésta es la madre del senador.
– Del futuro senador -la corrigió la mujer-. Todos esperamos que lo sea, pero todavía falta mucho para las elecciones. No seamos gafes, ¿de acuerdo?
Le dio unas palmaditas a Petra en la mano y después señaló una silla para que el señor Contreras se sentase. Todo el mundo que se acercaba lo miraba, preguntándose qué habría hecho para obtener un asiento tan cerca del poder. Cogí una copa de vino de la mesa de Krumas y, mientras buscaba una salida, oí a una mujer que le decía a su acompañante: «Oh, ése es el abuelo de Brian. Me lo acaba de decir un chico que estaba detrás de mí.» Me eché a reír. Así es como empiezan los rumores.
Salí del edificio y caminé hasta el extremo oriental del muelle, lejos de los vibrantes altavoces y de las interminables conversaciones complacientes. Ver y ser visto. Ver y ser visto.
Contemplé las ondulaciones que relucían en las negras aguas. Aquella noche, el muelle estaba lleno de dinero y todos esperaban que una parte fuese para ellos. O, al menos, un poco de glamour o una pizca de poder.
Como mi ex jefe. Hacía mucho tiempo que no pensaba en Arnie Coleman, pero él fue la razón principal de que dejara los tribunales. Si tenías un caso de importancia que el fiscal del Estado quería liquidar rápidamente, se suponía que tenías que pisar el freno en lo que se refería a interrogar a los policías o buscar testigos que apoyaran a tu cliente. Una vez, hice caso omiso de esa directiva y Coleman me dijo que, si volvía a ocurrir, me denunciaría al comité de ética de abogados del Estado.
Mi padre había muerto seis meses antes. Mi marido acababa de dejarme por Terry Felleti. Me sentía terriblemente sola y asustada. Podía perder la licencia para practicar la abogacía y, si eso ocurría, ¿qué haría? A la mañana siguiente, presenté la dimisión. Me puse en contacto con abogados defensores que ejercían privadamente e hice trabajos esporádicos para ellos. Y una cosa llevó a la otra y me hice investigadora privada.
Como llevaba un vestido sin espalda, empecé a sentir frío. Cuando volví a la fiesta, la orquesta tocaba un popurrí de aires marciales. Había aparecido el candidato, acompañado de su círculo íntimo. Krumas se abría paso entre una multitud que lo vitoreaba enfebrecida, estrechando una mano aquí, besando a una mujer allá, eligiendo siempre a una que estuviera en la periferia de un grupo, nunca a la más atractiva, al tiempo que avanzaba hacia el estrado.
Como Petra había dicho, en persona era extraordinariamente guapo. Te entraban ganas de acercarte y acariciarle aquella densa mata de pelo, y su sonrisa, incluso de lejos, parecía decir: «Tú y yo tenemos una cita con el destino.»
Estiré el cuello para ver si al señor Contreras le habían permitido quedarse en la mesa número 1. Lo localicé por fin, con expresión algo abatida, encajado entre la hermana de Brian -¿o era la cuñada?- y un joven corpulento que mantenía una conversación con otro hombre sentado a la izquierda de mi vecino. Me abrí paso hasta él, dispuesta a rescatarlo, si era eso lo que quería, o a quedarme cerca hasta que tuviera ganas de marcharse.
Harvey Krumas se materializó entre el gentío y se apostó detrás de donde estaba sentada su esposa, rodeado de un reducido grupo de amigos. Reconocí al jefe del Trust de Fort Dearborn, pero no a los demás, aunque un asiático corpulento debía de ser el presidente de una empresa de Singapur en la que Krumas tenía una gran participación.
El padre del candidato rondaba los setenta años y tenía un abundante cabello gris y ondulado y una cara cuadrada bajo la cual empezaba a asomar la papada. Cuando me vio al lado del señor Contreras, se inclinó hacia su esposa para preguntarle por mí. Esbozó una sonrisa y, con un gesto, me indicó que me acercase. Al pasar a su lado de la mesa, advertí que uno de sus acompañantes era Arnie Coleman.
– La pequeña Petra nos ha hablado de ti, su prima mayor, Vic, la detective. Tú eres hija de Tony, ¿verdad? Tony Warshawski era el serio y responsable de la calle -explicó a sus amigos-. A Peter y a mí nos sacó de unos cuantos líos. En aquella época hacíamos más locuras de las que podemos permitirnos estos días. Supongo que no conoces el viejo barrio de Gage Park, ¿verdad, Vic? Allí, ahora, no hay mucho que ver, aparte de un montón de pobreza y delincuencia al que una chica bonita como tú no debería acercarse.
– Warshawski trabajó para mí en la oficina de los Abogados de Oficio, Harvey -intervino Arnie Coleman-. Siempre se ensuciaba las manos de metérselas en la nariz.
A Krumas le sorprendió que Coleman convirtiera aquella charla de grupo en algo tan cargado de veneno, y a mí también. Quién habría imaginado que su animosidad seguía siendo tan intensa, después de los muchos años transcurridos…
– Teníamos unos clientes de cuidado, señor Krumas -expliqué-. Gentes como Johnny Merton, alias el Martillo. No sé si lo recuerda de los revoltosos años sesenta pero, en esa época, era todo un personaje del South Side.
– ¿Merton? -Krumas frunció el ceño-. El nombre me suena, pero no…
– Era el jefe de una banda callejera, Harvey -apuntó Coleman-. Seguramente viste su nombre en el periódico cuando finalmente conseguimos encerrarlo para siempre, después de que Vic le permitiera andar suelto durante demasiados años.
– ¿Es el hombre al que fuiste a visitar ayer? -preguntó Petra, que acababa de aparecer al lado de Krumas-. Vic fue a verlo a la cárcel y va todo cubierto de serpientes, ¿no dijiste algo así?
– Tatuajes -le conté a un pasmado Harvey.
– No estarás trabajando de nuevo para Merton, ¿verdad Vic? Está entre rejas por una razón. Ninguna investigadora rebelde podrá conseguir que le anulen las condenas, por más pruebas que presente a su favor -anunció Coleman.
– Oh, pero si no intenta sacarlo de la cárcel -terció Petra-. Está trabajando en un caso que se remonta a cuando papá y tú vivíais en Gage Park, tío Harvey. Un chico que desapareció durante una nevada o algo así. Le pedí que me llevara allí, a ver la casa donde vivía papá, ¡y fue increíble! ¡Cabría toda entera en el sótano de nuestra casa de Overland Park!
– ¿Un chico que desapareció durante una nevada? -Krumas se había quedado atónito.
– La gran nevada del sesenta y siete -expliqué, admirada de la capacidad de mi prima para transmitir noticias dislocadas. Miré a Coleman y, para ser malvada, añadí-: Un chaval negro, amigo de Johnny Merton. En 1966, protegieron al doctor King de los alborotadores en Marquette Park. ¿Estaba ya en la oficina de los Abogados de Oficio, juez Coleman? ¿Se aseguró de que esos buenos chicos que tiraban ladrillos fuesen declarados inocentes?
– En ese momento fue cuando la ciudad empezó a irse al carajo -gruñó Coleman-. Si tu padre fue policía, seguro que te lo ha contado.
– ¿Qué quiere decir, juez Coleman? -Noté que me brillaban los ojos.
– Me refiero a hombres a los que se ordenó que atacaran a sus vecinos, a gente honrada que iba a la iglesia y que intentaba proteger a su familia.
– ¿Se refiere al doctor King? -pregunté-. Si no me falla la memoria, él también iba a la iglesia…
– ¡Basta! -Jolenta Krumas se volvió para mirarnos-. Ésta es la gran noche de Brian. No quiero que la estropeen con discusiones y rencillas.
– Jolenta manda. -Harvey cruzó los brazos sobre los hombros de su esposa-. Y tiene razón, como siempre. Vic, estoy encantado de haber conocido a la hija de Tony. Me extraña que andes moviéndote en el South Side y no nos hayamos conocido. A partir de ahora, no te comportes como una desconocida.
Las palabras sonaron agradables, pero eran una despedida definitiva. Coleman sonrió con presunción mientras yo me retiraba al lado del señor Contreras y él se quedaba con el poder y la gloria. Sin embargo, al cabo de un momento, apareció el candidato. Brian besó a su madre, abrazó a su padre y, a continuación, Petra lo llevó a presentarle al señor Contreras. La flanqueaba la agente de relaciones públicas de la campaña y fue mi lado de mesa, no el de Arnie, el que empezaron a filmar las cámaras de Global Entertainment al mando de Beth Blacksin.