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15 Un viejo juicio… o algo parecido

Poco antes de las tres, me despertó otro pequeño drama familiar: Ruthie, la hija del señor Contreras, que llegaba de Rolling Meadows con sus dos hijos, le gritaba a su padre desde el umbral. Mitch y Peppy ladraban enfurecidos.

Una vez más, me asomé a la ventana que da a la calle a curiosear. Los perros movían la cola al tiempo que ladraban para demostrar que no tenían intención de hacerles daño serio. Ruthie estaba a la entrada y sus dos hijos adolescentes se habían quedado un poco rezagados, con aspecto de preferir haber estado en cualquier otro sitio menos allí. Desde arriba, tuve una nítida visión de las raíces negras del pelo teñido de rubio de Ruthie.

– ¡Hemos de enterarnos de lo que ocurre por las noticias! No tienes la decencia de llamar y decir, «ah, por cierto, voy a reunirme con todos los peces gordos del mundo», y mucho menos invitarnos a mí y a tus nietos a que te acompañemos. ¡Somos de tu misma sangre y tú apareces en la tele con esa supuesta detective!

Mi prima Petra entró inesperadamente en escena, bailando por la acera, con unos vaqueros pitillo, las botas de tacón alto y un pliego de periódicos bajo el brazo. Los perros corrieron a saludarla y los ladridos se convirtieron en exclamaciones de alegría.

– ¡Tío Sal! -La voz ronca de Petra ahogó el gemido nasal de Ruthie-. ¡Mira, tío Sal! Fue una fiesta fabulosa, ¿verdad? Todos estábamos increíblemente guapos, ¿no es cierto? Y tú eres una estrella, tío Sal. ¿Has visto el Herald-Sta? ¡Y el Washington Post ha utilizado la misma foto!

Corrí al lavabo y estuve un minuto bajo la ducha fría. Aquella mañana, en mi soñolienta ida y vuelta al Loop, no me había preocupado de mirar la prensa, pero había metido un ejemplar del Star en el portafolios. Lo abrí.

En la primera página de la sección de Chicago había una foto del señor Contreras con Brian Krumas. Krumas, con un mechón que le caía sobre la frente a lo Bobby Kennedy, tenía una mano en el hombro del señor Contreras mientras, con la otra, lo tomaba del brazo por debajo del codo, de forma que la cámara enfocaba de lleno las medallas del vecino. Su Estrella de Bronce brillaba tanto como la sonrisa del candidato. El valor de Petra en la campaña debía de haberse cuadriplicado de la noche a la mañana por haber conseguido preparar aquella foto.

Me puse unos vaqueros y una camiseta y bajé a unirme a la fiesta o lo que fuera aquello.

– Un autógrafo, un autógrafo -dije, poniéndole delante mi ejemplar al vecino. Lucía una sonrisa tan ancha que temí que se le partieran las orejas.

– ¿Verdad que está maravilloso? -dijo Petra-. ¡Tío Sal, eres un héroe! Ahora ya no habrá quien te pare.

– ¿De qué agujero has salido tú? -quiso insultarla Ruthie, aunque Petra no le hacía caso-. No recuerdo ninguna prima llamada Petra. Su verdadera familia somos nosotros.

Los hijos de Ruthie se avergonzaron y el señor Contreras se ofendió, pero Petra hizo caso omiso de ella y me pidió que dejara subir a los chicos a mi apartamento y usar mi ordenador.

– Sale en YouTube. Le gustará verse. Y a vosotros también os gustará, ¿no?

Los nietos del señor Contreras avanzaron arrastrando los pies y murmurando entre dientes, unos adolescentes avasallados por la sexualidad de valquiria de Petra. El teléfono de mi prima sonó mientras subíamos la escalera. La chica miró el número, anunció que la llamaban de la oficina y que tenía que contestar.

– ¿Sí? ¿De veras? No… Estoy en casa de mi prima… Sí, mi prima Vic… Una media hora, supongo. -Colgó y se volvió hacia el señor Contreras para pedirle disculpas-. Lo siento, era Tania, mi jefa en la campaña. No me necesitan nunca para nada. Para nada importante, quiero decir. Es más, Tania me dijo que, como anoche trabajé tanto, hoy podía tomarme el día libre, pero ahora tengo que ir a la oficina para una reunión. Vic, ¿puedes enseñarle al tío Sal el vídeo que han subido a YouTube? Lo único que tienes que hacer es buscar el acto de anoche. Tengo que marcharme corriendo.

Bajó la escalera ruidosamente con sus botas de tacón alto, dejando a Ruthie más enojada todavía.

– ¿Quién se ha creído que es?

– Es mi prima, Ruthie, así que ya basta.

Llevé a la familia infeliz a mi apartamento y puse el portátil en marcha para todos. Los nietos podían buscar el vídeo de su abuelo en la Red pero, mientras todo el mundo gritaba, recibí un mensaje de texto. La transcripción del juicio por el homicidio de Harmony Newsome estaba lista y podía pasar a recogerla.

Tomé el metro al centro. Encontrar el expediente del proceso no había sido difícil pues en la administración del condado lo tenían todo microfilmado. Obtener la transcripción fue más difícil. El periodista que había transcrito el juicio llevaba muerto mucho tiempo. Su máquina y sus notas taquigráficas habían desaparecido. Encontrar a alguien que pudiera descifrar el documento no resultó barato. Tuve que pagar casi dos mil dólares por el trabajo y tendí la tarjeta de crédito con malhumor. La señorita Della iba a pagarme mil dólares por las pesquisas iniciales. Ya casi había cubierto la cifra. ¿Cuánto más podía permitirme trabajar sin cobrar?

Volví a mi oficina tan amargada por el dinero que estaba perdiendo con el caso, que no me apeteció echar un vistazo a la transcripción. Mi ayudante temporal escribía cartas y mensajes que yo le había dictado los días anteriores y me pasó una lista con media docena de llamadas que devolver.

Mientras esperaba que me pusieran con Darraught Graham, hojeé el expediente del juicio de Steve Sawyer. No era muy largo, para ser un juicio por homicidio: sólo tenía novecientas páginas, muchas de ellas llenas de respuestas de «sí» o «no». No mucha defensa. Cuando la secretaria personal de Darraught volvió a ponerse al teléfono y se disculpó por tenerme esperando tanto tiempo, un nombre saltó ante mis ojos.

Testimonio del agente que había procedido a la detención, Tony Warshawski. ¿Mi padre practicó la detención de Steve Sawyer? No podía ser. Mi padre había vuelto a mi vida en una increíble coincidencia. De repente, recordé el amargo comentario de Johnny Merton. Había dicho que era curioso que, de todas las personas del mundo, precisamente yo no supiera dónde estaba Steve Sawyer.

– ¿Vic? ¿Vic? ¿Estás ahí todavía?

– Caroline -dije débilmente-. Dile a Darraught que ya lo volveré a llamar o que, si es urgente, me llame al móvil esta noche.

Colgué sin esperar su respuesta y me llevé el expediente al sofá. No comprendía nada de nada: Merton, Sawyer, mi padre empezaron a arremolinarse en mi cabeza como una vieja peonza hasta que sentí tal mareo que se me nubló la vista.

– ¡Basta de melodrama! -dije en voz alta, sobresaltando a Marilyn Klimpton-. Relájate, Warshawski, cálmate.

Fui a la pequeña cocina que comparto con Tessa y me preparé un café solo. Sentada en el sofá cama de la oficina con las piernas cruzadas, volví al principio del documento y leí toda la transcripción. El juicio había durado un día y medio.

Harmony Newsome había muerto en Marquette Park el 6 de agosto de 1966. El día de la marcha a favor de los derechos civiles, acompañada de ocho horas de disturbios protagonizados con la comunidad local.

Al principio, la policía y los bomberos creyeron que Newsome se había desmayado, pero en la ambulancia, al ver que no conseguían reanimarla, constataron que estaba muerta. Debido a la confusión que reinaba en el parque y la cantidad de cascotes y mobiliario urbano, la policía no había podido situar el lugar exacto en el que había muerto ni había localizado el arma homicida.

El forense testificó que Newsome había muerto a causa de un objeto punzante que le había penetrado en el cerebro a través del ojo. Los detectives a cargo del caso, Alito y George Dornick, testificaron que, inmediatamente después de Navidad de 1966, un informante anónimo del barrio los había llevado a Steve Sawyer. De otro modo, y habida cuenta de la multitud que había en el parque cuando mataron a Newsome, probablemente nunca habrían detenido a nadie.

Marilyn Klimpton se acercó. Eran las cinco y media y se marchaba.

– Siento interrumpirla, pero la he llamado tres veces y no me ha oído. Tengo cinco cartas para que las firme. Y todavía tiene que devolverle la llamada a Darraugh Graham.

Esbocé la mejor sonrisa que pude y traté de leer el informe sobre el trabajo que había hecho la chica aquel día. Tan pronto como cerró la puerta, volví a concentrarme en la transcripción. Al cabo de tres días de reclusión, Sawyer había confesado el homicidio. Alito leyó la confesión en el juicio. Sawyer estaba enamorado de Newsome y ella no le correspondía. Y cuando se había marchado de la ciudad para estudiar en la universidad, se había vuelto una «pija».

Juez Gerry Daly: ¿Pija? ¿Es una palabra de gentes de color?

Ayudante del fiscal del Estado Melrose: Creo que sí, señoría.

Juez Daly: ¿Podría traducírmelo al inglés, letrado? (Risas en la sala)

Ayudante del fiscal del Estado Melrose: Creo que significa «esnob», señoría, pero yo tampoco hablo esa jerga.

Según la confesión de Sawyer, éste pensó que podía matarla durante los disturbios y que los blancos del parque cargarían con la culpa del homicidio. El juez Daly interrogó brevemente a Sawyer. El abogado de oficio asignado al acusado no presentó objeciones durante la lectura del testimonio, ni durante el interrogatorio del juez. No llamó a ningún testigo. No intentó sonsacar a Alito y a Dornick el nombre del chivato.

Las respuestas de Sawyer al juez fueron vagas e inconexas y no cesaba de decir: «Lumumba tiene mi foto. Tiene mi foto.»

El jurado deliberó durante una hora antes de emitir el veredicto y declararlo culpable.

Temblorosa, leí el testimonio de mi padre. Era como si mis pesadillas de madrugada hubiesen sido una profecía de lo que iba a encontrar allí. Mi padre, al que enviaron con la orden de detención, describía la conmoción de Sawyer y su intento de huir, describía cómo lo había esposado y le había leído sus derechos. La Ley Miranda era nueva de aquel año. La transcripción incluía algunos comentarios procaces que intercambiaron el fiscal Melrose y el detective Dornick acerca de los derechos de Sawyer.

Dornick y Alito fueron los detectives encargados del caso. Larry Alito había sido compañero de patrulla de mi padre durante un año en 1966. Mi padre no le tenía un gran aprecio y lo recuerdo quejándose de él a mi madre. Una noche, vino a casa deprimido: A Alito lo habían ascendido a detective mientras que él, Tony, con una experiencia diez veces superior, seguía siendo un uniformado. Mi madre intentó consolarlo: «Al menos, ya no tendrás que trabajar más con ese prepotente.»

El cielo se oscureció al otro lado de mis altas ventanas y yo continué sentada en el sofá, mirando al vacío. Cuando finalmente encendí la luz, vi que eran más de las ocho. Firmé las cartas y eché un último vistazo a la transcripción antes de guardarla con el expediente del caso Gadsden. Había cavilado tanto sobre mi padre, que me había pasado por alto el nombre del abogado de Steve Sawyer. Era Arnold Coleman, ex jefe mío y, ahora, juez. En 1966, era un inexperto abogado de oficio y estaba muy verde, pero resultaba increíble que lo estuviese tanto que no supiera que podía presentar objeciones ocasionales, como protestar por el lenguaje cargado de racismo que se había empleado durante el juicio.

¿Y por qué no había pedido la identidad del informante del detective Alito? ¿Podía tratarse de Lamont Gadsden?