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– ¿Ésta es tu idea de lo que debe ser una broma, Vicky?
Había esperado una hora para poder hablar con Bobby Mallory. Presentarse sin previo aviso a visitar a un alto mando de la policía no es nunca una idea brillante, pero al menos Bobby estaba en el edificio. El sargento que vigilaba el acceso a esas nuevas y relucientes oficinas situadas en Bronzeville no me conocía, pero Terry Finchley, uno de los ayudantes de Bobby, estaba cerca. No es que yo le caiga precisamente bien, pero le dijo con un gruñido al sargento que me dejara subir al piso de arriba a esperar que Bobby tuviese un hueco en la agenda.
Había llevado trabajo conmigo. Como la espera se prolongó, aproveché para responder a un montón de correos electrónicos y terminar un informe sobre el fraude que investigaba contra una compañía de componentes metálicos antes de que Bobby saliera a recibirme.
Me saludó con una mezcla de cariño y cautela. Sabía que yo no habría acudido a la comisaría si no tenía un favor que pedirle. Sin embargo, me pasó un brazo por el hombro, le ordenó a su secretaria que me trajera un café y empezó la conversación con las novedades familiares. Lo habían hecho abuelo por séptima vez pero estaba tan contento como si fuese la primera. Emití los pertinentes sonidos de alegría y escribí una nota en la PDA para que no se me olvidara comprarle un regalo de bautizo.
– Me han dicho que ese chico con el que sales ha regresado a Afganistán. No se habrá ido a la otra punta del mundo para huir de ti, ¿verdad?
– Ese chico es un hombre de cincuenta años y los dos descubrimos que Afganistán le resulta muchísimo más excitante que yo.
Me sorprendió la amargura de mi voz y Bobby también la notó. Antes de que él pudiera sondearme o comentar que mi falta de virtudes domésticas era lo que alejaba a los hombres de mí, me lancé a explicar mi historia, el rastro que intentaba seguir, por qué la investigación que hacía para Della Gadsden me había llevado al viejo juicio por el homicidio de Harmony Newsome.
– Si fue uno de mis casos, lo he olvidado -dijo.
– Pues en su momento tuvo mucha repercusión. Una activista de los derechos civiles resultó muerta en Marquette Park. Su familia ejerció mucha presión en el departamento y, al final, se practicó un arresto.
– Sigo sin acordarme. -Esbozó una lúgubre sonrisa-. Las familias siempre nos presionan para que practiquemos detenciones. En esa ocasión, así fue, ¿no? Y el individuo fue condenado. ¿Cuál es tu queja? ¿Que el veredicto estuvo contaminado? ¿Eres Madame Zelda, la maga que lo ve todo y lo sabe todo?
– No tenía pensado pedir la anulación del veredicto, aunque tal vez debería hacerlo -dije con labios apretados. Leer la transcripción del juicio fue como leer un curso elemental sobre juicios viciados, actos ilícitos y negligencia. El fiscal no pudo presentar el arma homicida y el abogado de oficio no llamó a ningún testigo. Los detectives, el fiscal y el juez se lo pasaron de maravilla, riéndose del habla y las costumbres de los negros del South Side, aunque sus palabras tampoco fueron un dechado de cortesía.
– El sistema judicial, en 1967, tenía fallos. No puedo arreglar los errores del pasado. Si me dices que ahora alguno de mis agentes utiliza un lenguaje soez, comunícamelo y tomaré cartas en el asunto.
– El agente que practicó la detención fue mi padre -dije con dificultad-. Intento averiguar qué ocurrió. La gente insinúa que Tony se pasó de la raya y…
– ¡Yo no me lo creo! -gritó Bobby-. Y me resulta increíble que tengas el descaro de venir aquí y difamar el nombre de tu padre. A él le importaban dos cosas: Gabriella y tú… Tú, por alguna razón que nunca he comprendido. El mejor agente, la persona más cariñosa, el amigo más íntimo. Y tú… tú tienes la cara dura de…
– ¡Bobby! -grité. Me puse en pie y me incliné mirando su airado rostro-. ¡Calla y escúchame! Yo tampoco quiero pensar mal de mi padre. Sé mejor que tú la clase de persona que era. Adiestró a miles de agentes. Muchos de ellos hicieron lo mismo que tú, emprendieron grandes carreras, pero él no se presentaba a los ascensos porque eso comprometía su… su código de honor.
»A Steve Sawyer le ocurrió algo después de que mi padre lo detuviera. Los tipos que conocen a Sawyer no quieren decirme nada, pero no cesan de insinuar cosas. Necesito saber.
– Si supiera algo, que no lo sé, no te lo diría. Lo publicarías en el Daily Worker o en algún otro periodicucho izquierdista de esos que se dedican a difamar…
– ¡Basta! -Me senté cansinamente-. Es difícil ser hija de policía, salir con policías y tener amigos policías, sabiendo lo que algunos de ellos hacen porque llevan la placa, pero si Tony no te habló de la detención de Sawyer, es que no hizo nada de eso. Quizás eso signifique que todo procedió legalmente. Creo que intentaré que George Dornick me lo cuente. O Larry Alito.
– ¿Dornick? ¿Alito? -Bobby se recostó en el asiento y calló de repente. Su expresión se volvió cautelosa-. ¿Por qué? -inquirió al cabo-. ¿Porque fueron los detectives que trabajaron en el caso? Bien, bien, bien… Dornick es un gran hijo de perra que ahora trabaja en el sector privado. Me gustaría ser una mosca en la pared y presenciar cómo lo haces para conseguir que te reciba.
– ¿Y Alito?
– Lo último que sé es que, al jubilarse, se fue a vivir a la cadena de lagos. Infórmame de cómo te ha ido con Dornick. Si terminas con la nariz rota, le enviaré una felicitación especial con el membrete del departamento.
Me puse en pie para marcharme. Una vez en el umbral, me volví hacia Bobby, que aún respiraba con dificultad.
– Bobby, ¿adivinas quién fue el abogado de oficio de Steve Sawyer? ¡Fue Arnie Coleman!
– ¿Y?
– Cuando trabajé con él en la oficina de los Abogados de Oficio, cerró tantos tratos con la Fiscalía del Estado, que parecía el asistente principal del fiscal. Como ya sabes, obtuvo su recompensa, pues lo nombraron juez de apelación estatal. La otra noche, el juez Coleman rondaba cerca de Harvey Krumas en esa gran fiesta de Navy Pier. -Al ver que Bobby no decía nada, añadí-: Y George Dornick es el asesor de Brian Krumas en cuestiones de terrorismo y seguridad nacional.
– ¿Qué quieres demostrar, Vicky? ¿Que Krumas conoce a mucha gente? -Bobby se dio una palmada en la frente como si acabase de caer en la cuenta-. Ah, ya lo entiendo. ¿Harvey Krumas amañó el juicio de Steve Sawyer hace cuarenta años, aunque por esa época no fuese más que un veinteañero del South Side sin ningún poder?
– Su padre era el dueño de Industrias Cárnicas Ashland -respondí.
– Sí, pero eso era un negocio de tres al cuarto antes de que Harvey se hiciera cargo de él y lo convirtiera en la gran empresa que es hoy día. Cuando ingresé en el cuerpo, Dornick se burlaba de Harvey diciendo que tenían los toros con las pelotas más… Bueno, no importa, pero en…
– ¿Dornick se burlaba de Harvey? -pregunté-. Harvey no era policía. ¿O sí?
– No, no. Dornick y él habían crecido en el mismo barrio, en Gage Park. Se juntaban con el hermano de Tony, tu tío Peter. ¿Insinúas que Harvey consiguió que Arnie Coleman no defendiera bien a su propio cliente y que Dornick consiguió sacarle una confesión falsa al detenido y que ahora Harvey los recompensa dejando que laman el culo de su hijo, y perdona la expresión? ¿Y has pensado que, en ese caso, Tony, tu padre, también formaría parte de ese círculo íntimo, porque torturó a Sawyer para Krumas?
Ahora me tocaba a mí sentirme incómoda. Me marché, sin intentar decir nada más pero, cuando llegué a mi oficina, busqué a Dornick y a Alito. Bobby me había puesto a la defensiva, pero la primera vez que había dicho sus nombres, había callado. El departamento de Policía de Chicago cuenta con unos trece mil hombres. Es cierto que Bobby lleva mucho tiempo en el cuerpo y conoce a mucha gente, pero no conoce a los trece mil. Sin embargo, aquellos nombres le habían sonado.
Como era de suponer, Bobby había conocido a Harvey Krumas y a mi tío Peter a través de mi padre. Si Peter y Harvey se habían criado con George Dornick, no era extraño que Bobby conociera también a Dornick. Y como Alito y Dornick trabajaban juntos, Bobby también conocía a Alito.
Tal vez le estaba dando demasiada importancia a la reacción de Bobby ante aquellos nombres, pero eso no me disuadió de buscar en la Red.
George Dornick tenía cientos de entradas. Había fundado la empresa de seguridad Mountain Hawk al retirarse del cuerpo. En su sitio web leí que la compañía se había especializado en preparar a agentes de policía en todo el mundo para que hicieran tareas tan diversas como identificar y combatir a los terroristas y desmantelar laboratorios clandestinos de droga. Mountain Hawk ofrecía adiestramiento táctico para agentes que necesitaban aprender a desenvolverse en el cuerpo a cuerpo, así como en el empleo de porras eléctricas y otros «dispositivos de contención», cursos de supervivencia para tropas con bases en desiertos o montañas, y cómo utilizar un coche como arma ofensiva en un entorno urbano.
«Nuestros clientes contarán con una total confidencialidad y, aunque ofrecemos un adiestramiento de primera categoría, esa confidencialidad no nos permite darle una lista de clientes. Hemos trabajado con cuerpos de policía en todas las Américas, en ciudades, en selvas y en el extenuante desierto de Sonora. También hemos enviado nuestro personal experimentado a zonas de combate como apoyo a las tropas estadounidenses. Con oficiales y equipamiento en nueve puntos estratégicos de todo el globo, podemos presentarnos a su próxima reunión de adiestramiento en pocas horas.»
Encontré fotos de Dornick, alerta y en posición de combate, acompañado de todo el mundo, desde el alcalde de Chicago al presidente de Colombia. Vi a Dornick enseñando el uso de las porras eléctricas a las mujeres que vivían en un albergue que acogía a las que huían de la violencia doméstica y leí artículos sobre los contratos que había firmado en San Diego, Waco y Phoenix para realizar sesiones especiales de adiestramiento a las patrullas fronterizas. No encontré información de su vida como policía, pero había dejado el cuerpo hacía quince años.
Alito parecía más el típico poli. Había estado cuarenta años en el cuerpo y se había retirado a vivir a orillas de un pequeño lago en el norte de Illinois. Los pocos comentarios en la prensa que había sobre él contenían opiniones contradictorias. Citaban su coraje en un atraco a mano armada en un centro comercial de Roosevelt Road donde los atracadores habían tomado rehenes. Luego, al cabo de seis meses, lo acusaban de empleo excesivo de fuerza en el mismo incidente, por haber matado a los dos atracadores. También había herido a una de las rehenes, y por ello era criticado. Un compañero de trabajo, que no quiso revelar su nombre, explicó que Alito había dicho: «La rehén tiene suerte de estar viva, y los atracadores están mejor muertos, así que, ¿dónde está el problema?»
Dado que muchísimos ciudadanos pensaban que un atracador muerto le ahorraba a la ciudad muchos gastos en juicios, las cartas al director fueron, como era de esperar, favorables a Alito, para abogar a continuación por que todos los americanos fueran siempre armados hasta los dientes.
Miré unos momentos la pantalla del ordenador y luego busqué un mapa de la casa de Alito. Vivía dos kilómetros al sur de la frontera con Wisconsin, cerca de uno de esos pequeños lagos que tachonan las montañas que se alzan al noroeste de Chicago. Muchos habitantes de la ciudad tienen allí casas de segunda residencia. Algunos, como Alito, cuando se jubilan, viven allí todo el año.
Según la búsqueda en MapQuest, el recorrido de ciento diez kilómetros desde Western y North hasta el lago Catherine se cubría en ochenta minutos, pero los de esa página web suponían que conducías a las tres de la madrugada durante un insólito período en que ni la Kennedy ni los Edens estaban en obras. Llegué a la orilla norte del lago Catherine a las dos horas y media de salir de la oficina.
Es cierto que los pájaros gorjeaban, el sol brillaba y el aire era más limpio que en Milwaukee Avenue, pero yo estaba malhumorada y tenía muchas ganas de ir al baño. Aquello implicaba volver atrás hasta la estación de servicio más cercana, donde había gastado una pequeña fortuna llenando el Mustang, había usado unos baños misericordiosamente limpios y había comprado un perrito caliente para seguir adelante. Me había concentrado tanto en las búsquedas en la Red que me había saltado el almuerzo, una seria violación del lema de la familia Warshawski: «No te saltes nunca una comida.»
Eran casi las cinco de la tarde cuando por fin dejé la carretera en lo alto de Queen Anne's Lace Lane y bajé caminando hasta la morada de Alito. Vivía en una casa de tres plantas, encajada en un pequeño solar, y tenía los vecinos tan cerca como los habría tenido en el South Side de Chicago, pero, allí, estaba a pocos metros del agua.
De camino, esperando en la cola de pagar el peaje, había intentado dar con alguna estrategia para conseguir que Alito hablara conmigo. En uno de los seminarios a los que asistí antes de obtener la licencia de investigadora privada, habíamos aprendido «técnicas para realizar un interrogatorio fructífero». Lo primero que tienes que hacer es conseguir que el interrogado crea que estás de su parte. No hay que ser hostil. Hay que establecer algún punto común con el que él esté de acuerdo. Un «Larry, ¿así que torturaste a Steve Sawyer?» no sería una buena jugada de apertura. En cambio, podía probar con «Larry, estamos de acuerdo en que torturar a Steve Sawyer fue una cosa buena y necesaria, ¿verdad?»
La mujer de Alito abrió la puerta. Tenía la misma edad que su esposo, sesenta y tantos años, vestía un pantalón ancho verde oliva con muchos bolsillos y lucía unos rizos caoba sin lustre que me recordaron a una Gwen Verdon entrada en años. No sonrió ni me saludó con cortesía pero tampoco me cerró la puerta en las narices. Cuando expliqué que era la hija de uno de los viejos compañeros de su esposo en la policía y que esperaba que el detective Alito y yo pudiéramos charlar, su expresión se animó un ápice.
– Larry acaba de volver de jugar al golf. Se está duchando. Bajará dentro de un par de minutos. Yo estaba preparando la cena…
Se interrumpió de repente como si temiese que yo le pidiera que me invitara. Le dije que ése no era el caso y que tampoco le robaría mucho tiempo a su esposo. ¿Quería que esperase en el coche? Eso la impulsó a dejarme pasar a la parte de atrás, donde estaba a punto de poner las hamburguesas en la barbacoa.
La atestada sala familiar me recordó a la señorita Della. Como su apartamento, éste también estaba lleno de figuritas de porcelana. La señora Alito coleccionaba ángeles y gatitos en vez de criaturas de la jungla africana, pero todo estaba limpio y cuidadosamente ordenado, con diminutos platitos de leche delante de los gatos. Sentí picores en el cuero cabelludo. En aquellas exposiciones había desespero. Sin embargo, mientras la seguía por la sala hasta la cocina, emití los pertinentes sonidos de admiración.
– Es una casa pequeña, desde luego, pero sólo estamos Larry y yo. Tenemos un hijo, pero vive en Michigan y, cuando viene de visita, ponemos a los nietos en literas en el porche acristalado. Siéntese en la terraza y le diré a Larry que está aquí.
Me acerqué a la barandilla y miré alrededor. El lago Catherine se hallaba al final de la carretera, unos cincuenta metros al sur de la casa de Alito. Entre los sauces y las matas que crecían en la orilla, se vislumbraba el brillo del sol en el agua. Los vecinos del lado norte también asaban carne; los solares eran tan pequeños que las hamburguesas y los muslos de pollo me quedaban prácticamente debajo de la nariz. Aunque había comido el perrito caliente, todavía tenía hambre. Me entraron ganas de saltar la cerca y coger un muslo.
Una voz de hombre sonó con claridad procedente de la ventana que tenía encima de la cabeza.
– ¿Y no le has preguntado el nombre? Dios, Hazel, es que no piensas…
– Por el amor de Dios, Larry. Crees que todo el mundo quiere estafarte.
– ¿Y no le has preguntado qué quiere?
– Si quiere que sea su secretaria, señor Alito, tendrá que darme una paga extra. -El tono de Hazel estaba entre el sarcasmo y la seducción, una inquietante ventana a su relación.
Alito gruñó, pero la conversación se apagó y, al cabo de un momento, se reunió conmigo en la terraza. Recién duchado, el pelo ralo se veía oscuro porque estaba mojado, pero tenía los ojos tan enrojecidos como la punta de la nariz quemada por el sol. Llevaba en la mano una lata de cerveza y, a juzgar por el olor del aliento cuando se me acercó, debía de ser la quinta o la sexta de la tarde.
– Detective Alito, soy V.I. Warshawski, la hija de Tony Warshawski.
– ¿Es eso cierto? -me miró sin entusiasmo.
– Lo es -respondí con una radiante sonrisa-. Anoche, encontré una foto de su equipo de softball. Mi padre jugaba de primera base, creo. ¿Es así?
– ¿Cómo quieres que me acuerde? Muy bien, Tony Warshawski jugaba de primera base, ¿y qué? ¿Por qué no le pregunta a él?
– Ya sabe que mi padre lleva muerto unos años. -Reí cumplidamente.
– Sí, es cierto. Lamento no haber enviado flores, pero no mantuvimos el contacto.
– Y yo me hice detective, pero privada. No trabajo en el cuerpo de policía.
– Sabuesos. ¡Vaya gente molesta! -Dio un gran trago a la lata de cerveza y la dejó encima de la barandilla.
– Estoy investigando un caso antiguo en el que mi padre y usted trabajaron.
No dijo nada pero le palpitó una vena del cuello.
– Steve Sawyer.
– No me suena de nada. -Su tono era indiferente, pero agarró la lata de cerveza y le dio un nuevo trago-. ¡Hazel, tráeme otra!
La mujer se hallaba junto a la barbacoa con un plato de carne cruda, esperando a que yo terminase para ponerse a preparar la cena. Hurgó en una nevera portátil que tenía junto a la parrilla y sacó otra lata. Qué velada tan divertida la suya…
– Tony y usted fueron compañeros de patrulla en 1966, y luego usted pasó a la división de detectives de…
– Puedo leer mi biografía en las páginas de obituarios. ¿Qué quiere? -Cogió la lata que le daba su mujer y la abrió.
– Fue un caso muy destacado de la época. Una activista de los derechos civiles resultó muerta durante una manifestación en Marquette Park y pasaron meses sin que se arrestara a nadie. Después, ustedes detuvieron a Steve Sawyer.
– Todos esos negros piojosos manifestándose en el parque… Ahora que lo ha dicho, me acuerdo perfectamente bien. -Alito sonrió con presunción.
– Yo no he dicho eso -repliqué-. He hablado de una manifestación a favor de los derechos civiles.
– Sí, una manifestación llena de negros piojosos? -Se rió y Hazel también soltó una risilla.
– Entonces, si se acuerda perfectamente bien, ¿quién fue el chivato? -inquirí apretando los labios.
– ¿Chivato? ¿Qué chivato?
– En el juicio, usted dijo que un informante había delatado a Sawyer. Nadie le preguntó por el nombre del informante. Yo, sí.
– Dios, ¡qué pregunta tan estúpida! Como si yo fuera a recordar a todos esos yonquis que necesitaban tanto un chute que delataban a sus amigos para obtenerlo…
– ¿Y qué hay de Lamont Gadsden? ¿Lo recuerda de sus tiempos de patrullero?
Aquella pregunta lo pilló desprevenido y se le derramó cerveza en la camiseta de los Sox. Gritó a Hazel para que le trajera una toalla. Mientras se secaba la camiseta, dijo:
– ¿De qué estábamos hablando?
– Lamont Gadsden.
– ¿Otro amigo suyo negro? El nombre no me suena de nada. Si ha venido por eso, ha desperdiciado un depósito de gasolina. -El tono y las palabras sonaron bien, pero tenía la frente perlada de sudor.
– Cuando Sawyer entró en la sala -lo miré fijamente-, estaba completamente desorientado. No sabía quién era ni dónde estaba, según consta en la transcripción del caso. ¿Qué recuerda de eso?
– Resbaló y tropezó con la reja de su celda. Si no la hubiera diñado, podría preguntárselo a Tony y le contaría lo mismo. Y ahora, ¡largo de mi propiedad, joder!
– ¿Qué quiere decir con eso de que Tony me habría contado lo mismo? -Era como si me hubiesen dado un puñetazo en el estómago.
– Pues lo que he dicho. Todo el mundo decía que tu padre era demasiado bueno para ser real. ¿El poli honrado, no el poli sobre el que caían quejas de la comunidad o que tenía al departamento de Asuntos Internos oliéndole los pantalones antes de que se los pusiera? Bien, yo podría contarte un par de cosas sobre San Anthony.
– Tal vez todo el South Side tenía razón cuando maldecía las entrañas de usted, pero Tony Warshawski era el mejor policía de Chicago. Fue usted muy afortunado, trabajando con él. Pero usted se volvió «pijo», como afirma que dijo Steve Sawyer, y se compró…
Vi la trayectoria de su puño un segundo tarde. Lo esquivé y no me dio en la mandíbula, pero el golpe me alcanzó el hombro izquierdo. Le propiné una patada en la espinilla y me lancé a su plexo solar, pero de repente me cayó agua sobre la cabeza, los ojos y la boca. Me costaba respirar. Hazel nos estaba mojando con la manguera, tanto a su marido como a mí. Alito y yo nos separamos, jadeantes. Lo miré fijamente unos instantes y luego me volví de repente para abrir la puerta de la cocina.
– No puede pasar por la casa, va toda mojada -comentó Hazel en su frío tono nasal.
La seguí por la terraza sin volverme a mirar a su marido. Me señaló un estrecho sendero que separaba la casa de la vivienda vecina. Mientras lo recorría, camino del coche, vi cortinas que se movían en todas las ventanas de la senda. Si yo tuviera que vivir con Larry Alito, no llenaría la casa de gatitos de porcelana. Tendría una gran colección de hachas.