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Cuando llegas a casa con la sensación de que te han machacado por todas partes en la Guerra de los Cien Años y lo que más te apetece es tumbarte en la bañera una década entera para que el agua te alivie las heridas, lo último que quieres es encontrar el brillante Pathfinder de tu fogosa prima aparcado delante de casa. Intenté pasar sin que me vieran ante la puerta de mi vecino, pero los perros me traicionaron, gimiendo y rascando la madera. Al cabo de un momento, irrumpieron todos en el vestíbulo: los perros, la prima y el señor Contreras.
– Gracias a la foto del tío Sal, he logrado una especie de ascenso -gritó Petra-. ¡Lo estamos celebrando! ¡Entra!
Protesté débilmente alegando mi cansancio, pero no me hicieron caso. El señor Contreras entró en su casa para traerme una copa de champán, mientras los perros saltaban a mi alrededor gimiendo como si hubiese estado un siglo fuera de casa. El alboroto hizo salir al vestíbulo a la otra vecina. Es una cirujana plástica que se siente permanentemente ultrajada por los perros. Siempre intenta presionar a la comunidad de propietarios para prohibir las mascotas en el edificio, pero la familia coreana del segundo piso, que tiene tres gatos, está de nuestra parte.
– Pero, ¿que no ve que los perros no hacen ningún daño? -le gritó Petra a la doctora-. Son supersimpáticos. ¿Ve a Mitch? Podría darle de comer en mi propia boca, ¿verdad, chico?
Se puso un taco mexicano entre los labios y animó al perro a que saltara y lo cogiera. Antes de que la cirujana sufriese una embolia o llamara a la policía, hice pasar a todo mi equipo a la sala de estar del señor Contreras.
– Las brasas están casi a punto -dijo el anciano con una radiante sonrisa-. Sólo íbamos a esperarte cinco minutos más, cariño, pero ahora ya puedo poner los bistés en la parrilla.
El champán no me gusta mucho y, cuando el señor Contreras salió a poner la carne -un regalo del tío Peter- en la barbacoa, vacié la copa en el fregadero y subí a casa a buscar un whisky. Miré la bañera con anhelo, pero me conformé con una ducha rápida. Con la ropa y el pelo limpios y un vaso de Johnny Walker, me sentí si no resucitada, al menos con fuerzas suficientes para tratar con las personalidades expansivas que estaban reunidas en el primer piso.
Todos estaban en el patio y los perros se habían sentado muy atentos junto a la barbacoa por si uno de los bistés caía al suelo. La risa espontánea de Petra llegaba hasta la escalera y también oí a Jake Thibaut que tocaba el contrabajo en la puerta vecina. Habría sido agradable sentarme en los peldaños, escuchar la música y tomar el whisky, pero dejé que el deber me guiara y bajé al jardín.
– ¿Y tu ascenso? -pregunté a Petra-. ¿Significa eso que ahora trabajas directamente para Brian Krumas?
– ¡Ya me gustaría! Bueno, tal vez no. En las altas esferas de la campaña hay mucha responsabilidad. Tienes que asegurarte de que todos los datos sean correctos, que los discursos no contengan errores, que Brian sepa quién dice qué sobre él y qué debe tener en cuenta. Estoy contenta de ser una abeja obrera aunque el señor Strangwell, que es… el principal asesor de Brian, se ha reunido conmigo. Quiere que le pase la misma información que le paso a mi verdadera jefa.
– Eso es como un gran ascenso en el escalafón -dije-. Y tu verdadera jefa, ¿cómo se lo ha tomado?
– Oh, Tania está acostumbrada a que el personal cambie de posición. Es muy enrollada. Me habría gustado que la hubieses conocido en la fiesta, pero se pasó casi toda la noche con los enviados de los medios nacionales.
– ¿Cómo es Strangwell? No lo he visto nunca, pero en Chicago uno no puede estar involucrado en política, aunque sea marginalmente, sin conocerlo. Si es el asesor personal de Krumas, eso tal vez signifique que el partido, a nivel nacional, quizás esté preparando la candidatura de Krumas a presidente después de que termine la legislatura de Barack Obama.
– Ese hombre da miedo. -Petra se estremeció exageradamente-. Es tan serio… En la campaña todos los demás somos jóvenes y bromeamos y hacemos el trabajo, pero él es Don Serio. En mi grupo lo llamamos el Estrangulador de Chicago. [1] Cuando te mira y te dice que quiere que hagas algo, buf, será mejor que dejes lo que tengas entre manos y te pongas con lo que él te ordena. Y aun así, siempre tienes miedo de que no salga bien hecho.
– ¿Y qué te pide que hagas?
– En realidad, más o menos lo mismo que he hecho hasta ahora, buscar los ataques a Brian en los medios, ver qué pasa en la calle, pero de una manera más centrada, ¿sabes? -Apuró el champán -. Bueno, ya basta de esa aburrida campaña. ¿Y tú? ¿Has ido a ver a algún encantador de serpientes?
– ¿Serpientes? ¡Ah, los Anacondas! Muy bien, primita. Cuando vea a Johnny Merton lo llamaré así y ya veremos cómo reacciona. No, no. Sólo estoy escarbando en el pasado. Más aburrido que la campaña, te lo aseguro.
– ¿Y por qué lo haces? ¿Sigues la pista al criminal más buscado de América, uno que lleva huido cuarenta años o así?
– Si Vic se pusiera a investigar uno de esos casos viejos, sólo lo haría para demostrar que el FBI o la policía o quien fuera habían arrestado a la persona indebida. Si las cosas no las hace ella, no se hacen bien. -El tono de mi vecino me dio a entender que aquello no era un cumplido.
– Entonces, ¿metieron en la cárcel a alguien y lo condenaron por asesinato cuando era inocente? -inquirió Petra abriendo tanto los ojos que las largas pestañas con máscara le quedaban planas contra las cejas.
– No sé si el tipo que busco es culpable o inocente. Ha desaparecido.
– Pues déjalo en paz -dijo el señor Contreras con dureza.
– Lo haría -respondí despacio-. Pero… leí la transcripción del juicio… y mi padre fue el agente que practicó la detención. Y… quiero saber qué sucedió cuando lo detuvo.
El señor Contreras dijo que razón de más para que lo dejase en paz.
– Quién sabe lo que tuvo que afrontar tu padre cuando estaba en el cuerpo. Con tu manera sesgada de mirar las cosas, seguro que lo interpretas de la peor manera posible.
– ¿Y si pegó a un hombre indefenso? ¿Qué buena interpretación quiere que haga de ello? -grité.
– Lo que quiero decir es, ¿y qué si lo hizo? Ante un tribunal todo el mundo parece indefenso e impotente, pero no sabes nada. ¿Desenfundó una pistola, atacó a tu padre, amenazó su vida? No puedes juzgar sólo con el final de la historia, tienes que conocer también el principio y la parte del medio.
– El tío Sal tiene razón -terció Petra-. Yo no conocí al tío Tony, pero papá habla a menudo de él. Era una buena persona, Vic. No puedes ir por ahí inventando historias para demostrar que no lo era.
– No es eso lo que hago. Sé mejor que vosotros dos lo buena persona que era. Crecí a su lado. -Me froté los ojos de cansancio-. Petra, ¿en 1967, Peter todavía estaba aquí? No recuerdo cuándo se trasladó a Kansas City.
– Yo no estaba, así que no lo sé seguro -esbozó aquella sonrisa que guardaba tanto parecido con la de mi padre-, pero me parece que fue en 1970 cuando Cárnicas Ashland cambió de ciudad, o tal vez fue en 1972. Sé que papá y mamá no se casaron hasta 1982. Ella era una especie de debutante local o algo así. La reina del American Royale, ya sabes, la gran feria de ganado. La Reina y el Rey de las Carnes, así llamo yo a sus fotos de boda.
– Me gustaría saber qué recuerda Peter del verano del 66 -dije tras la debida carcajada-. Todavía vivía con la abuela Warshawski en la Cincuenta y siete con Fairfield. Seguro que se acuerda de los disturbios de Marquette Park.
– Siempre dice que eso fue lo que arruinó el South Side. El barrio empezó a cambiar. La abuela Warshawski tuvo que mudarse más al norte para huir de la delincuencia. -Al ver mi expresión, Petra deambuló incómoda por el jardín.
Las líneas de falla raciales de la ciudad atraviesan mi familia, así como el resto del South Side. Al marcharse del barrio, mi abuela había llorado. De pequeña, ver llorar a una anciana me desconcertaba.
La abuela Warshawski intentaba explicar sus sentimientos conflictivos y confusos sobre la raza, sobre el cambio que se estaba produciendo en el barrio. «Sé lo difícil que es ser extranjero en esta tierra, kochanie, pero a esos negros no los conozco. Y el abuelo ha muerto. Peter pronto encontrará esposa. Mis amigos se han marchado. No puedo quedarme aquí sola. Me da miedo ser la única blanca de la calle.»
A la sazón, yo tenía once años y discutía con ella, beligerante y farisaica, ya entonces. ¿Era aquello lo que me impedía vivir con alguien? El señor Contreras acababa de acusarme de eso: yo era la única que sabía hacer bien las cosas.
– No creo que Tony le hiciera confidencias a Peter, o que tu padre se acuerde de ellas, después de tanto tiempo. Tenía muchas cosas de las que preocuparse, tú incluida, lo cual debía de ser un trabajo de jornada completa, pero quizá lo llame para preguntárselo.
– Yo lo haré, Vic. Hablo con papá y mamá prácticamente todos los días. Pero quizás el tío Tony dejó alguna clase de expediente. ¿Todavía tienes la casa donde vivía? Podríamos explorarla en busca de armarios secretos o algo así. -A Petra le brillaron los ojos de emoción.
– ¿Tú también quieres ser detective? -pregunté-. Petra Warshawski y el misterio del viejo armario. No, querida, en el sur de Chicago las casas se construían pared con pared. No había sitio para escondrijos secretos. Y, además, la vendí cuando murió. Tuve suerte de encontrar comprador, porque el barrio estaba tan degradado…
– ¿Y qué hiciste con sus cosas? ¿Escribía un diario?
– Tú te crees que era de esos policías de novela, como Adam Dalgliesh o John Rebus, que no paran nunca de buscar justificaciones a lo que hacen y a veces las ponen por escrito. Cuando Tony necesitaba relajarse, veía un partido de los Cubs o jugaba él un partido. O se tomaba una cerveza con tu tío Bernie. No cavilaba o escribía poesía.
– Pero, ¿no te dejó nada? -quiso saber Petra-. ¿Su bola favorita de jugar a los bolos o algo así?
– No, ni tampoco su acordeón de tocar polcas. ¿De dónde sacas esos estereotipos, Petra?
– Tranquila, querida -me regañó el señor Contreras-. Hay muchos hombres que juegan a bolos. Yo, no. Prefiero el billar. Y los caballos, aunque mi madre decía que, por culpa de los caballos, dejaría la escuela y me volvería un borracho.
Mi padre no había dejado demasiado. A diferencia de muchos otros policías, no coleccionaba armas. Sólo tenía el revólver de servicio, que devolví cuando falleció. Me quedé su única arma de refuerzo, una Smith & Wesson de nueve milímetros, para mi propio uso, y entregué la placa a Bobby Mallory.
Tenía el álbum de fotos que había mirado la otra noche, algunos recuerdos de softball, una medalla de premio por el salmón de cinco kilos que había pescado en el lago Wolf… He guardado algunas de las herramientas del pequeño taller que tenía detrás de nuestra vieja cocina. A veces las he utilizado para arreglar el desagüe del fregadero o para construir una pequeña estantería. Aparte de eso, sólo recordé haber conservado su uniforme de gala, que guardé en un baúl, con la música de mi madre y su traje de cantante de terciopelo tostado.
Petra quiso ver enseguida todos aquellos objetos. Cuando le expliqué que llevaba años sin abrir el baúl, dijo estar segura de que yo había olvidado algo que lo explicaría todo. El señor Contreras estuvo de acuerdo con ella.
– Ya sabes cómo es, cariño. Uno guarda cosas y se olvida de lo que son. Con las de Clara me ocurre lo mismo. Cuando fui a buscar sus joyas para dárselas a Ruthie, vi que había metido cosas de todo tipo en aquellas cajas. ¡Incluso sus dientes postizos!
– Lo sé, lo sé -asentí cansinamente-. Mi padre posiblemente tenía planes secretos para construir un coche que no consumiera gasolina, pero esta noche no voy a buscarlos. Estoy hecha polvo. Me voy a dormir.
Petra había bebido una buena cantidad de champán y, debido a ello, se mostró insistente y belicosa. Quería que subiéramos a casa de inmediato. Me cansé de discutir antes que ella y anuncié que me iba a la cama. Luego le sugerí que se quedase a dormir. No quería que condujese en aquel estado. A las once, cuando finalmente el señor Contreras me dio la razón, dejó que la metiéramos en un taxi.
Lo ayudé a recoger y dejé que su torrente de palabras me inundase. Sí, Petra era buena chica, y la noticia de su ascenso era estupenda. Sí, yo quizás era demasiado dura con ella. ¿No me acordaba de lo que significaba ser joven y entusiasta? Y luego fue a ver las carreras de caballos de su juventud. Lo dejé ante el televisor con un vaso de grappa en la mano y me llevé a Peppy al piso de arriba.
En mis sueños, sin embargo, me atacó un tigre con unos dientes como sables. Caí impotente al suelo ante él y, de repente, cambió de forma y se convirtió en mi padre.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> N. de los T.: «Estrangulador» («strangler», en inglés) suena muy parecido al apellido Strangwell.