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Tomamos la vía rápida hacia el sur en silencio. Petra mantuvo el rostro deliberadamente vuelto hacia la ventana, mirando los viejos montones de escoria y los bungalows medio derrumbados sin hacer comentario alguno.
Aquélla siempre había sido la zona más dura de la ciudad. Cuando las acererías llenaban el paisaje con nubes de polvo tóxico, casi todo el mundo tenía buenos empleos. Ahora, esas acererías ya no existen, como tampoco existe el ganado que llegaba a los mataderos. Casi toda la gente del sur de Chicago que tiene la suerte de poseer un empleo trabaja cobrando el salario mínimo en garitos de comida rápida o en el gran almacén By-Smart de la calle Ciento tres.
Ahí, la tasa de desempleo ha estado por encima del veinticinco por ciento durante más de dos décadas y, por lo general, en los delitos callejeros participan varias pistolas. Esquivé socavones tan grandes que se tragarían un camión y me detuve ante la casa de Houston donde me había criado.
– Es aquí. -Traté de sonar alegre.
No lo conseguí. El dintel de cristal emplomado de la puerta delantera seguía allí, pero dos de los pequeños prismas de cristal en forma de diamante habían desaparecido. Gracias a aquellos prismas, Gabriella creía que no habitaba en una más de las decrépitas viviendas del barrio sino en una casa con un toque de distinción. Una vez al mes, abrillantábamos el cristal y quitábamos el polvo de hierro que se había incrustado en el marco.
– Aquélla era mi habitación -dije, señalando la ventana de ojo de buey del desván-. Cuando no volvía loca a mi madre, miraba la calle desde ahí arriba.
– ¿Qué hacías? -inquirió Petra, vacilante.
– Mi primo Boom-Boom… En realidad, también es primo tuyo. ¿Tu padre no te ha hablado de él? Boom-Boom era una estrella del hockey, pero lo mataron hace unos doce años. Él y yo saltábamos al lago Calumet desde el espigón para nadar en verano, y en invierno patinábamos. Ahí fue donde practicó su lanzamiento con efecto. Un invierno, caí por un agujero del hielo y lo que más miedo nos dio fue que Gabriella se enterase. Para ir a Wrigley Field, montábamos en los topes del metro si no teníamos dinero para el billete y, una vez en el estadio, nos encaramábamos a la hiedra de detrás de las gradas y entrábamos sin pagar.
– ¡Oh! Papá siempre decía que eras muy alocada, pero yo creía que lo decía porque eres feminista. Odia a los partidarios de la emancipación de la mujer. No sabía que fueras tan traviesa cuando eras pequeña.
– ¿Por qué crees que soy investigadora privada? -Sonreí-. No soportaba todas las normas y regulaciones de la oficina de los Abogados de Oficio. Y ellos tampoco me soportaban a mí. Arnie Coleman, el juez que estaba con Harvey Krumas en tu fiesta, era el jefe de la unidad criminal de los abogados de oficio cuando yo trabajé allí. Siempre puntuaba muy bajo mi rendimiento, pero lo hacía porque yo no quería participar en su juego.
Petra iba a abrir la puerta pero, al oírme decir aquello, se detuvo.
– ¿Qué juego es ése?
– En la Veintiséis con California todo es política. La justicia no importa, y que obtengas un buen trato para tu cliente, tampoco. Sobre todo si es un vulgar criminal de la calle. En cuanto algo huele a política, ya sea por la brutalidad policial o porque se ha detenido al hijo de una persona muy bien relacionada o a otra que intenta escalar posiciones, los casos se deciden para ayudar a la carrera de alguien. En ese pozo de porquería, Arnie era probablemente el instigador más hábil que nunca haya conocido, y obtuvo su recompensa. Ahora es juez de apelación y amigo del padre de tu candidato. Si Brian llega a senador, Arnie será juez federal.
– ¡Vic! -gritó con el rostro encendido-. ¡Brian no es así! ¿Por qué tienes que ser tan cínica y negativa?
– No lo soy -repliqué-, pero es que, cuando pienso en Arnie y en sus jugadas sucias… Cuidado, tenemos compañía.
Llevaba rato observando a unos jóvenes por el retrovisor. Se habían agrupado en el extremo norte de la manzana y se intercambiaban insultos y silbaban a las mujeres que pasaban mientras trabajaban ostensiblemente en una desvencijada camioneta Dodge. En el suelo, había un radiocasete del que sonaba un rap atronador. No tenía que haber pasado tanto tiempo rememorando. Mientras yo estaba perdida en los recuerdos de la infancia, habían empezado a caminar hacia nosotras.
La banda miró por las ventanas del Mustang y, al ver que éramos dos mujeres y que Petra era joven, empezaron a sacudir el coche.
– ¿Qué diablos hacéis aquí? -preguntó el que estaba más cerca.
Eché todo el peso del cuerpo hacia la derecha, cambié de dirección de repente y abrí la puerta tan deprisa que lo golpeé en la barbilla. Me apeé enseguida. El labio inferior le sangraba.
– ¡Puta! -gritó-. ¿Por qué me has hecho esto?
Hice caso omiso de sus comentarios y miré a sus amigos.
– Hola, chicos, ¿por qué no volvéis a vuestro coche? Me parece que hay unos críos ahí tocando vuestro estéreo.
Miraron calle arriba, donde dos muchachos jugueteaban con el aparato. Dos de los pandilleros se marcharon a encargarse de los chicos, pero el herido y sus dos amigos se quedaron a mi lado. Petra seguía dentro del coche pero, cuando su portezuela quedó sin vigilancia, saltó al asfalto. Los tipos se volvieron a mirarla, incluso el que tenía el labio partido.
– ¿Alguno de vosotros conoce a la señora Andarra? Anoche hice una búsqueda en Lexis para saber los nombres de los inquilinos actuales.
– ¿Quién quiere saberlo? -preguntó uno de ellos, que llevaba tatuajes de los Latin Kings.
– Quiero hablar con ella. Y lamentaré mucho tener que decirle que un miembro de su familia se ha comportado como un gamberro de la calle a plena luz del día.
Empezaron a murmurar entre ellos y finalmente retrocedieron unos pasos.
– Os vigilamos. Si la molestáis, os llevaréis vuestro merecido -dijo de nuevo el latin king.
– ¿Eres su nieto? Eso está bien. A las abuelas nos gusta saber que nuestros nietos se preocupan de nosotras. -Pasé el brazo por el hombro de Petra y la empujé hasta la acera y la puerta delantera de la casa.
Era extraño llamar al timbre de la puerta de una casa en la que había entrado y salido libremente durante veintiséis años. Oímos que el sonido moría en el interior de la vivienda. Al cabo de unos momentos, cuando el latin king subió a la acera y nos siguió, la puerta se abrió lo que daba de sí una gruesa y corta cadena y una mujer miró por la rendija.
– Es tu turno -le dije a Petra.
Mi prima le explicó en español cuál era nuestra misión, pero la señora Andarra se mostró inflexible. No podíamos entrar, no. Tal vez no teníamos malas intenciones, pero, ¿cómo podía saberlo? Y si fuera sólo estaba Gerardo, todavía menos. Si su hijo estuviera en casa, sería otra historia. Pero había mucha gente que quería robarte y te contaba mentiras. Petra le suplicó y trató de convencerla con su español de aula, pero la mujer no cedió.
Nos volvimos.
– Camina con la cabeza alta, finge tranquilidad. Esta acera es tuya -le dije.
– ¿Y qué haremos si nos atacan? -susurró Petra.
– Rezaremos nuestras oraciones -respondí y, luego, añadí en voz alta-: ¡Gerardo, tu abuelita está preocupada por ti. No le gusta verte perder el tiempo sin tener nada que hacer! ¡Quiere verte con un buen trabajo y no muerto en la morgue como tus amigos!
Gerardo miró hacia la casa y luego a nosotras. Habíamos hablado con su abuela, sabíamos cómo se llamaba. Yo me estaba inventando lo que podía haber dicho la mujer, pero con un chico como él no costaba imaginarlo. Gerardo se mordió el labio y nos dejó pasar. Montamos en el Mustang sin ninguna otra incidencia con la banda, aunque todos se plantaron con expresión desafiante hasta que doblamos la esquina al final de la calle y nos perdieron de vista.
– ¡Buf, Vic! He pasado tanto miedo que creía que iba a mearme encima. Cuando heriste a ese tipo, pensaba que los otros iban a atacarnos.
– Sí, yo también lo he pensado, pero, a plena luz del día… Y cuando un pendenciero ha recibido un golpe, se siente más inseguro en su territorio. De noche, en un callejón oscuro, ahora yo sería comida para las ratas.
– ¿Podrías haberlos frenado, si nos atacaban?
– No. Les habría infligido serios daños pero yo, contra cinco jóvenes, pocas posibilidades tenía a menos que tú fueras una pandillera.
– ¿Me tomas el pelo? Yo sé usar bien los codos en el volley playa pero eso es todo. ¿Podrías enseñarme algunos movimientos? Si nos metemos en un nuevo lío, no quiero ser la damisela impotente mientras tú te diviertes.
– Ya he cubierto mi cuota de estancias hospitalarias después de haberme «divertido», pero me encantará enseñarte algunos movimientos. Todas las mujeres deben saber qué hacer cuando se hallan en un apuro. El ochenta por ciento es una cuestión mental, no física. Como ha ocurrido ahora. Aposté a que Gerardo tenía demasiado miedo de su abuela como para atacarnos delante de su casa.
Nos dirigimos en coche hacia el norte en un apacible silencio. De repente, advertí que no había oído el timbre del teléfono de mi prima ni una sola vez en todo el día.
– Lo he apagado porque sabía que, si me ponía a hablar, te molestaría, pero he enviado mensajes de texto mientras conducías. -Hizo una pausa y añadió-: No es que quiera enojarte de nuevo, pero, ¿llegaste a mirar las cosas de tu padre?
– Lo único que encontré fueron rubíes, su dentadura postiza y unos planes secretos para invadir Canadá.
– ¿Canadá? ¿Y por qué querría invadir Canadá? ¿Por qué no México? ¡Habríamos tenido inviernos más templados! En serio, Vic, ¿no encontraste diarios o algo así?
– No, querida. Sólo sus viejas pelotas de softball y una de béisbol de los White Sox. Ésa tal vez tenga algún valor. Está firmada por Nellie Fox.
– ¿Nellie? ¿Una mujer jugando con los White Sox? Papá nunca me ha…
– Oh, querida Petra, Nellie era el diminutivo de Nelson, no de Eleanor. Fue un segunda base Guante de Oro de los White Sox. En cualquier caso, la bola está muy gastada, llena de agujeros. No sé por qué Tony la conservó. Tal vez la cogió para tu padre y se le olvidó dársela. Peter es seguidor de los White Sox, ¿verdad?
– Como vivimos en Kansas City, nuestro equipo es los Royals, pero papá tiene especial debilidad por los Sox.
Hablamos de béisbol el resto de camino hacia el norte. Cuando iba a dejar a Petra, ésta volvió a referirse a nuestro pequeño encontronazo con los gamberros de la calle de mi antigua casa de Chicago Sur.
– No se lo digas a papá, por favor. Cree que soy como una niña de seis años que no reconoce el peligro. Y cree que tú eres una megafeminista alborotadora. Si se entera de que he cortejado el peligro yendo contigo, te despellejará para la cena y a mí me encerrará en un convento.
– Primero tendrá que pillarme. Y no temas, no te encerrará en un convento. Tu padre y yo no hablamos nunca.