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24 Incendio en la residencia

A las seis de la tarde del lunes llamé al timbre del apartamento de la hermana Frankie, en los límites de Uptown. La hermana vivía en una caja de cerillas, en uno de esos característicos edificios sin rasgos destacables que se erigieron en los años sesenta, con ventanas de marco metálico a ras de las paredes de ladrillo que no dejaban el menor reborde para colocar un macetero. En los bajos del edificio había una oficina del Centro Libertad Aguas Impetuosas; el resto del edificio parecían ser apartamentos privados, alguno de ellos ocupados por monjas: F. Kerrigan, OP, y C. Zabinska, BVM, por ejemplo. A juzgar por los otros nombres y por los juguetes abandonados que vi en la entrada, parecía que también vivían allí diversas familias.

El edificio daba directamente a la acera, sin un palmo de césped entre ésta y la puerta. Nadie que se asomara por las grietas entre los ladrillos o a las ventanas abiertas, donde unos ventiladores intentaban dar vida a una brisa vespertina, podría acusar a las religiosas de faltar a su voto de pobreza.

Al cabo de un minuto, volví a pulsar el timbre. Habría sido sencillísimo abrir la cerradura con una tarjeta de crédito, pero me apoyé en la puerta y contemplé la calle mientras esperaba. Alguien había puesto en marcha un aspersor en la esquina y unos chicos jugaban a entrar y salir corriendo del chorro de agua. Unas parejas se abrazaban en la parada del autobús o en la alcoba. Sentada en el banco de la parada del autobús, una mujer con las piernas cual palillos extendidas al frente como las de una muñeca de trapo se golpeaba los muslos con puño tembloroso, murmurando: «No puedes decirme eso, no puedes decirme eso.» Unos chiquillos encendían petardos en el callejón: sólo faltaba una semana para el Cuatro de Julio.

Había tenido un día muy lleno y, de no haber estado tan impaciente por oír lo que la hermana Frances podía recordar de aquel día en Marquette Park, hacía cuarenta años, me habría ido a casa a cenar y acostarme temprano.

Karen Lennon había llamado hacia el mediodía para agradecerme que hubiera visitado a la señorita Claudia.

– La señorita Della se ha enfadado, pero yo me alegro de que no esperaras a que te diera la luz verde. Ahora, la señorita Claudia se siente mucho más en paz. Creo que, sabiendo que alguien se ha comprometido a encontrar a su sobrino, ya está preparada para morir.

Aquel comentario me había alarmado. Cuando había visto a la anciana me había dado cuenta de su fragilidad, pero no había imaginado que estuviese tan cerca de la muerte.

Lennon procuró tranquilizarme.

– El médico dice que está estable, pero eso, en las embolias, también puede cambiar rápidamente. Sin embargo, después de verte y de comprobar que la tomabas en serio, puede que se sienta menos angustiada y que eso la ayude a recuperar fuerzas.

Cuando colgué, sentí un nuevo aguijonazo de urgencia en la búsqueda de Lamont, pero no sabía qué más podía hacer. Presenté una segunda petición para ver a Johnny Merton en la penitenciaría. Para cuando me concedieran la visita, quizá se habría producido algún trato, «un favor por favor» que hiciera que el jefe de los Anacondas quisiera hablar conmigo.

– La lengua pársel de Harry Potter, eso es lo que necesito -murmuré en voz alta mientras me cepillaba los dientes-. Un idioma para comunicarme con las serpientes.

La puerta se abrió de improviso a mi espalda.

– ¿Detective? Soy Frankie Kerrigan. Lamento haberla hecho esperar. Teníamos una reunión sobre nuestros refugiados de Iowa.

Frankie Kerrigan era una mujer delgada y nervuda que rondaba los setenta, con un cabello rizado canoso que antaño había sido pelirrojo y el rostro y los brazos pecosos y tostados por el sol. Vestía camiseta y vaqueros y el único distintivo de su vocación era una sencilla cruz de madera que pendía de una fina cadena.

Pareció darse cuenta de que andaba buscando signos de su condición de religiosa, puesto que me dedicó una sonrisa y dijo:

– Me pongo la toca y el traje talar cuando tengo que hablar con un juez, pero aquí, en casa, prefiero los vaqueros. Entre, detective.

La seguí al vestíbulo.

– Ya sabe que soy investigadora privada, ¿verdad? No soy policía.

– Sí, lo recuerdo. No sé cómo prefiere que se dirijan a usted.

– Casi todos me llaman Vic.

El vestíbulo era un revoltijo de carritos de bebé y bicicletas, como el de cualquier edificio urbano. En cambio, a diferencia de la mayoría, los pasillos y escaleras estaban perfectamente limpios; mientras subía los peldaños al trote detrás de la monja, me llegó el olor de desinfectante. En la esquina del rellano había una hornacina con la imagen de la Virgen de Guadalupe. En lo alto del primer piso, un Jesús lloroso me miraba desde una cruz de un palmo.

– ¿Qué tal por Iowa? -pregunté mientras ella abría la puerta de su apartamento.

– Deprimente. Quinientas familias arruinadas por esas ridículas batidas, mujeres y niños que se ven en la calle, el negocio que les daba empleo cerrado por falta de mano de obra. Hacemos cuanto podemos, pero la atmósfera judicial es tan punitiva hoy día, que todos nuestros esfuerzos resultan bastante infructuosos.

Me condujo a una sala amueblada con sencillez, pero acogedora: un sofá cama con una luminosa colcha y un par de sillas con cojines a juego y unas estanterías de libros de madera clara, llenas desde el suelo hasta el techo. Junto a una ventana abierta había un ventilador. En la otra ventana se veía una repisa con una jardinera de flores rojas y anaranjadas.

Preparó té -«siempre he creído que el té caliente es lo mejor para beber cuando hace calor»-, pero no perdió un minuto en otros prolegómenos.

– No sabe lo feliz que estoy de que alguien vuelva a interesarse por el asesinato de Harmony. Era una joven admirable. La conocí cuando fui a Atlanta a trabajar con Ella Baker y Harmony era una de las voluntarias del SNCC, el Comité Coordinador de Estudiantes No Violentos. Estudiaba en Spelman, pero procedía de Chicago y regresó aquí al final del semestre de primavera para colaborar en la organización. Ya la habían detenido en tres ocasiones, en sentadas o intentando registrar votantes. Eso le proporcionó una especie de aureola y de credibilidad entre los jóvenes del barrio. -La hermana Frankie cogió una fotografía del modesto escritorio.

– Después de su llamada de la semana pasada, he encontrado esto. Me lo dio la madre de Harmony después del funeral. Y cuando inauguramos Centro Libertad, le pusimos el nombre en honor a ella, con palabras de su versículo favorito de la Biblia.

La vieja fotografía mostraba a la muchacha cuyo rostro había visto en el artículo del Herald-Star, pero más despierta y atractiva. Estaba al lado de la fundadora del SNCC, Ella Baker. Las dos sonreían, pero con una especie de gravedad en lo más hondo que transmitía perfectamente la importancia de su misión. En la instantánea, alguien había escrito: «Que la justicia se derrame como las aguas.»

Le devolví la foto.

– Espero que entienda -dije- que no estoy interesándome por su muerte, sino que intento dar con Steve Sawyer, el hombre que fue condenado por asesinarla. Usted me dijo por teléfono que no le había gustado el veredicto.

– En efecto, no me gustó. Y cuando me enteré de que lo habían detenido, intenté acudir a la policía. -La hermana Frankie frunció el entrecejo, con la mirada fija en su té-. Verá, Harmony y yo avanzábamos en la manifestación, una al lado de la otra, cuando de pronto cayó al suelo. Al principio pensé que era el calor. Tiene que entenderlo, el ruido era tan intenso, y el calor, y el odio… No nos oíamos entre nosotras, y mucho menos distinguíamos ninguna voz individual en el alboroto. Pero todos los jóvenes del barrio, todos aquellos pandilleros y maleantes, estaban apiñados en torno a los líderes -el doctor King, Al Raby y los demás-, cerca de la cabecera de la marcha. Nosotras, las mujeres, avanzábamos atrás… -Esbozó una sonrisa irónica-. Ya sabe, cuando se trata de la actuación o el reconocimiento públicos, las mujeres y los niños siempre son los últimos… A Harmony le dispararon desde el costado. En aquel momento, me quedé tan conmocionada que no fui capaz de pensar, y mucho menos de analizar lo que había sucedido. Ni se me ocurrió buscar a un asesino.

»Sin embargo, más tarde, después del funeral, cuando el espanto de lo sucedido en la marcha y de la muerte de Harmony remitió un poco, empecé a darle vueltas. El proyectil tenía que haber salido de la multitud, de la gente que se agolpaba a nuestro alrededor. Todos los de las bandas estaban delante, ¿entiende?, rodeando al doctor King y a Al Raby. Quien la mató estaba al costado, y eso significa que no pudo ser un negro. Esa turba habría matado a cualquier negro que anduviera en medio.

Me sentí decepcionada. Había alimentado esperanzas de encontrar algo sustancioso, una identificación explícita.

– Así pues, ¿no vio quién le disparó?

La hermana Frankie movió la cabeza.

– Me ofrecí a testificar en el juicio, pero el abogado de Steve Sawyer no quiso ponerme en la lista de testigos. Intenté insistir, pero me llamó el obispo y me dijo que estaba extralimitándome. El cardenal intentaba calmar los ánimos en la ciudad y allí estaba yo, excitándolos. -Sonrió con tristeza-. Hoy, eso no me detendría, pero entonces sólo tenía veintiséis años y no sabía hasta dónde podía llegar antes de que la jerarquía me frenara.

– ¿Y qué era lo que creyó que podía añadir? ¿Su opinión sobre dónde estaban los pandilleros en relación a usted y a Harmony?

– No. Era otra cosa. Uno de los chicos tenía una cámara. Estaba sacándonos fotos a nosotras y pensé que tal vez…

Un sonoro estampido la interrumpió a media frase. Un disparo de fusil… ¿Un M-80? Un cristal se hizo añicos con estrépito y en la ventana de las flores apareció un gran agujero en forma de estrella de mar. La hermana Frankie se puso en pie como un resorte al tiempo que una botella llena de líquido entraba volando por el hueco, con el trapo delator asomando de la boca.

– ¡Agáchese! -exclamé-. ¡Al suelo!

Ella ya se inclinaba a coger la botella cuando apareció una segunda, que la golpeó en la cabeza y estalló en llamas. Agarré la colcha del sofá cama, se la arrojé encima conmigo detrás, la envolví por completo y rodamos juntas por el suelo. Oí caer una tercera botella y, enseguida, unos gritos procedentes de la calle, un chirrido de neumáticos y, por encima de todo, el siseo del fuego, el chasquido de las llamas mientras el fuego prendía en los libros, las estanterías y en mi propia chaqueta. Sofocada por el humo y los vapores de la gasolina, rodé sobre la hermana Frankie tratando de apagar el fuego que me lamía las mangas de la chaqueta. Monja, colcha y detective rodamos hacia la puerta en un confuso montón. Levanté un brazo que enseguida notó los efectos de las llamas, busqué a tientas el picaporte y salimos a rastras al pasillo.