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25 Visitas alfabéticas: FBI, OGE, SN, DPC

Era noche cerrada y mi padre aún seguía de patrulla, enfrentándose a revueltas y disturbios en alguna parte de la ciudad a medianoche.

La gente le arrojaba cócteles molotov. Yo veía volar las botellas hacia su cabeza y gritaba, tratando de avisarlo, lo cual era una estupidez porque estaba a kilómetros de distancia y no me oía. Mi madre no tenía que saber que estaba asustada. Su preocupación no haría sino aumentar si, además de a ella misma, tenía que consolarme a mí.

Nuestra casa nunca llegaba a estar a oscuras de verdad. Las llamaradas de las acererías creaban una luz fantasmagórica incluso a las dos de la madrugada y el cielo, siempre amarillo de los vapores de azufre, tenía un fulgor mortecino toda la noche. La luz se filtraba por las cortinas y me hacía daño en los ojos. Me dolían los brazos y la garganta. Tenía la gripe. Y, al fondo, oía hablar a mi madre. Había venido un médico y me preguntaba cómo estaba.

– Estoy bien.

No podía decir que no me encontraba bien, con papá allí fuera, reprimiendo una algarada.

– ¿Cómo te llamas? -quiso saber el doctor.

– Victoria -dije, obediente, con voz ronca.

– ¿Cómo se llama el Presidente?

No me acordaba y empezó a entrarme pánico.

– ¿Estoy en la escuela? ¿Es un examen?

– Estás en el hospital, Victoria. ¿Recuerdas que viniste al hospital?

Era una voz de mujer; no era mi madre, pero era alguien que conocía. Hice un esfuerzo por dar con el nombre.

– ¿Lotty?

– Sí, Liebchen. -Su voz se inundó de alivio-. Lotty. Estás en mi hospital.

– Beth Israel -susurré-. No veo…

– Te hemos vendado los ojos para protegerlos de la luz durante unos días. Estás un poco chamuscada.

El incendio. Los cócteles molotov no los habían arrojado a mi padre, sino a la hermana Frankie.

– La monja… ¿Está…? ¿Cómo está?

– Ahora mismo la tienen en cuidados intensivos. Le salvaste la vida. -A Lotty le tembló la voz.

– Me duelen los brazos.

– Te los quemaste. Pero recibiste asistencia enseguida y sólo hay unas pocas zonas donde está comprometida la capa interna de la piel. Dentro de pocos días, estarás bien. Ahora, lo que quiero es que descanses.

Un hombre hablaba al fondo, en voz alta, exigiendo que respondiera a sus preguntas. Lotty le replicó con aquella voz que hacía que Max le dedicara una reverencia y la llamara Eure Hoheit, «Su Alteza», en alemán. La cirujana, cual princesa de Austria, aseguró al hombre que no permitiría que me hicieran ninguna pregunta oficial hasta estar segura de que me había recuperado de la conmoción.

Lotty me protegía. Podía descansar, podía relajarme y sentirme segura. Me adormilé y soñé que cabalgaba por un campo de violetas. Un tigre de dientes afilados como sables rondaba entre las violetas. Me agaché para ocultarme, pero me olió. Tenía quemaduras y olía como la carne a la parrilla del señor Contreras. Intenté gritar, pero tenía la garganta hinchada y no salía de ella sonido alguno.

Luché por recuperar la conciencia y me quedé tendida en la oscuridad, jadeando. Me palpé las manos. Las tenía envueltas en gasa y la menor presión me dolía porque todavía estaban hinchadas. Me toqué con cuidado los párpados chamuscados. También los tenía cubiertos con gasas.

Entró una enfermera y me pidió que valorara mi dolor en una escala del uno al diez.

– Creo que alguna vez me ha dolido más -susurré-. Un nueve. ¿Es de día o de noche?

– Es por la tarde. Ha dormido cinco horas y puedo administrarle más analgésicos ahora.

– ¿Cómo está la monja? ¿Cómo está la hermana Frankie?

Noté que la enfermera se movía cerca de mí.

– No lo sé. Acabo de entrar de turno. La doctora podrá decírselo.

– ¿La doctora Herschel? -pregunté, pero ya volvía a sumirme en las líneas quebradas y los colores del sueño de la morfina.

Encima de la mesa de la cocina había una pelota de béisbol que rodaba en una dirección y otra a causa de un tren de carga que hacía temblar la casa a su paso. Era Navidad y papá había ido al béisbol sin decírmelo. Él y mamá y un hombre que no conocía habían estado discutiendo en plena noche y sus voces subidas de tono me habían despertado.

– ¡No puedo hacerlo! -exclamó papá.

Y entonces mamá me oyó en la escalera y me gritó en italiano que volviera a la cama. Las voces de los hombres se redujeron a cuchicheos, hasta que el desconocido gritó:

– ¡Estoy harto de sermones, Warshawski! ¡No eres ningún cardenal, y mucho menos un santo, así que aparta tu crucifijo de plástico!

La puerta principal se cerró de un portazo y la pelota empezó a rodar. Ahora era una bala de cañón y rodaba hacia mi cabeza con la mecha echando chispas, y volví a despertar en la oscuridad, bañada en sudor. Tanteé la mesilla buscando agua. Había una jarra y un vaso, y mientras lo llenaba me derramé agua encima, pero me sentó bien.

Entró alguien con una taza de caldo. Me resultó extrañamente difícil encontrarme la boca con los ojos tapados, como si la pérdida de visión significara pérdida de equilibrio, de sensibilidad. Vino una enfermera a tomarme la temperatura y me preguntó por mi nivel de dolor.

– Estoy fatal -respondí con voz áspera-, pero basta de morfina. No soporto los sueños.

Quería lavarme el pelo, pero la enfermera dijo que ni hablar de ello hasta que me quitaran los vendajes y mandó a alguien para que me aseara con una esponja. Después, dormité a intervalos hasta que llegó Lotty.

– La policía quiere interrogarte, Victoria. Veo que has dejado de tomar morfina. ¿Sientes mucho dolor?

– El suficiente para saber que estuve en un incendio, pero no tanto como para proclamarlo a gritos. ¿Y la hermana Frankie?

Lotty me puso una mano en el hombro:

– Por eso quieren hablar contigo, Vic. No ha salido adelante.

– ¡No! -musité-. ¡No!

La hermana Frankie había estado con Ella Baker en la marcha de Selma y con Martin Luther King en Marquette Park. Se había sentado con hombres que estaban en el corredor de la muerte, había acogido a peticionarios de asilo guatemaltecos y había testificado a favor de inmigrantes. Y no había sufrido ningún mal hasta que había hablado conmigo.

Lotty me ofreció analgésicos para ayudarme a pasar el interrogatorio, pero yo acepté de buen grado el dolor de los brazos y el escozor de los ojos cuando se llenaron de mis inútiles lágrimas. Por pura suerte, seguía viva cuando debería estar muerta. V.I. Warshawski, traficante de muerte. Lo menos que podía pasarme era que sintiera un poco de dolor.

Noté unas presencias en la habitación. Dos hombres de la brigada de Explosivos e Incendios Intencionados se identificaron, pero percibí que había más gente y exigí saber quién los acompañaba. Escuché un ruido de pies arrastrándose y unos murmullos y, por último, el resto del grupo terminó de entrar y procedió a presentarse.

No reconocí ningún nombre: eran un hombre y una mujer de la Oficina de Gestión de Emergencias, nuestra rama local de Seguridad Nacional, y un agente de campo del FBI.

Lotty había levantado la cama de modo que estaba más o menos sentada, con los brazos al frente por encima de la sábana. La cánula intravenosa que subía hasta la bolsa por la que me administraban antibióticos y líquidos se balanceaba contra mi hombro. Mi amiguita de plástico y Lotty eran mi equipo contra la policía, el FBI y la Seguridad Nacional.

Los hombres de Explosivos e Incendios Intencionados anunciaron que iban a grabar la conversación. Uno de ellos preguntó si estaba dispuesta a hacer una declaración.

– Estoy dispuesta a responder preguntas, pero no voy a hacer una declaración formal hasta que vuelva a ver lo suficiente como para leer cualquier documento que me pidan que firme.

Uno del grupo, creo que el hombre de la OGE, llevaba una loción para después del afeitado tan perfumada que me revolvió el estómago. El grupo de Explosivos e Incendios Intencionados dirigía la investigación. Fue uno de sus miembros quien me hizo decir mi nombre, para que quedara constancia.

– V.I. Warshawski. -Mientras deletreaba el apellido, pensé en los ridículos trucos mnemotécnicos que siempre usaba Petra y tuve uno de esos horribles impulsos de echarme a reír que nos asaltan en momentos de pesar y de temor.

– ¿Qué hacía en el apartamento de la hermana Frances? -preguntó un miembro del equipo de Explosivos.

– Nos habíamos citado para hablar de un asesinato cometido hace cuarenta años.

Un murmullo recorrió la habitación y la mujer de la OGE preguntó a qué asesinato me refería.

– El de Harmony Newsome. La hermana Frankie…, la hermana Frances estaba con la señora Newsome cuando ésta murió.

– Díganos… Vicki, ¿no es eso? ¿Por qué está interesada en ese asesinato?

– No, nada de Vicki -repliqué-. Pueden llamarme señora Warshawski.

Se oyó un arrastrar de pies y más murmullos y la temperatura de la habitación subió unos cuantos grados. Bien. ¿Por qué había de ser yo la única que se sentía quemada?

– ¿Por qué está interesada en ese asesinato? -repitió la pregunta otra voz. Esta vez era el agente del FBI, Lyle Torgeson.

– No lo estoy… mucho.

Empecé a explicar mi búsqueda de Lamont Gadsden y, de pronto, me sentí tan cansada que pensé que iba a quedarme dormida a media frase. Me pareció que llevaba buscando a Lamont y a Steve Sawyer toda la vida.

– ¿Por qué acudió al apartamento de la hermana Frances? -insistió Torgeson.

– Ella me pidió que fuese -contesté-. Quería hablar conmigo. Decía que llevaba cuarenta años preocupada por el veredicto contra Steve Sawyer.

– ¿Por qué había de estarlo? -replicó uno de los detectives, belicoso, y leí entre líneas: «En el departamento de Policía de Chicago no llevamos ante el juez a inocentes.»

– No lo sé. Apenas cruzamos tres frases antes de que tirasen las bombas.

– ¿Qué le dijo la monja? -preguntó Torgeson.

– Que Iowa era deprimente.

– Nos han prevenido de que se cree usted muy graciosa -intervino el hombre de la OGE -, pero éste no es momento ni lugar.

– ¿Le doy la impresión de que estoy de guasa? -repliqué-. Me duele todo, estoy conmocionada y me gustaría pensar que han enviado ustedes al escenario del crimen una unidad para que registre a conciencia cada centímetro cuadrado del Centro Libertad y del edificio de las hermanas. También tengo cierta curiosidad por saber a qué viene la presencia aquí de la OGE y del FBI. ¿Creen que la muerte de la hermana Frances se ha debido a un acto terrorista?

Un jadeo de sorpresa y nuevos murmullos recorrieron el círculo de interrogadores.

– Cada vez que alguien se pone a arrojar bombas por ahí, sentimos curiosidad -dijo Torgeson finalmente-. Como ciudadana, tiene la obligación de colaborar en nuestra investigación.

– Como ser humano, lamento profundamente que la hermana Frankie haya muerto y que no pudiera hacer más para evitarlo.

– Díganos pues, como ser humano, qué dijo la hermana Frankie. -Las palabras de Torgeson estaban cargadas de sarcasmo.

– Dijo que Iowa era deprimente -repetí-. Acababa de volver de allí. Había ido a intentar ayudar a las familias de la gente que ustedes, los de Seguridad Nacional, detuvieron por el delito de trabajar en una planta de envasado de carne. Dijo que era… ¡Ah, ya lo entiendo…! -Me recosté en el colchón especial para quemados-. La hermana ayudaba a personas que están en el país ilegalmente. Por eso están todos ustedes aquí, resoplando como sabuesos de caza mal entrenados.

Los dedos de Lotty se cerraron con fuerza en torno a mi hombro: «Contente, Vic. Domina ese mal genio.»

– ¿Creen que su muerte está relacionada con su trabajo en Iowa?

– Esta tarde, somos nosotros los que hacemos las preguntas, Warshawski…

Era la mujer de la OGE, decidida a mostrarse tan dura como los hombres que la rodeaban. Esbocé una tensa sonrisa.

– Así pues, eso creen…

– No lo sabemos -dijo Torgeson-. Ignoramos si el objetivo del atentado era la hermana Frances u otro miembro del Centro Libertad. Incluso habría podido ser usted. Se ha hecho bastante impopular entre cierta gente de la ciudad.

La acusación era tan directa y tan inquietante que casi me perdí lo que decía la mujer de la OGE:

– Pensamos que el objetivo también podría ser alguna de las familias que viven en el edificio. Varias de ellas son ilegales y algunas trafican con drogas.

– Saben ustedes mucho de ellas -comenté-. Trabajan deprisa…

Estar privada de la vista tiene algo asombroso: una percibe las emociones de la gente mejor que cuando puede verla. Noté que Torgeson se replegaba sobre sí mismo y se aislaba como si hubiera caído una mampara de cristal entre él y el resto de la habitación.

– Lo saben porque han tenido bajo observación a las mujeres del Centro Libertad -continué-. Las han estado vigilando y les han pinchado el teléfono. El país se enfrenta a la amenaza del terrorismo internacional y ustedes andan detrás de un grupo de monjas.

– No estamos autorizados a hablar de nuestras actividades, ni se nos ha requerido que lo hagamos -soltó la mujer de la OGE. No le hice caso.

– Estaban vigilando a las hermanas y no supieron impedir un ataque con cócteles molotov…

– Reaccionamos con toda la rapidez posible -protestó Torgeson-. Estábamos actuando en secreto. Al principio, no parecía un ataque en serio; no vimos la importancia hasta que las llamas asomaron por las ventanas.

– ¿Y qué carajo pensaban que era, entonces? -pregunté a gritos.

La habitación quedó en completo silencio. Oí los ruidos del hospital, los buscapersonas, el chirrido de las suelas de goma sobre el suelo de linóleo gastado.

Uno de los agentes de Explosivos carraspeó:

– Díganos qué sucedió en el apartamento.

Sacudí la cabeza, agotada, y respondí:

– Oímos que se rompía el cristal de la ventana. Durante cinco segundos, creo que nos llegó el ruido de la calle. Unos niños habían lanzado petardos en el callejón. Pensé que era un M-80 que había fallado. -Detrás de las vendas, cerré los ojos e intenté recordar los escasos minutos que había pasado con la hermana Frankie-. Entonces vi entrar una botella por la ventana, vi el trapo y supe que era una bomba incendiaria. Le grité a la hermana Frances que se echara al suelo, pero ella se acercó a cogerla y, en aquel momento, llegó volando otra y… y…

»El fuego había prendido en ella. Con los ojos cerrados, vi que las llamas alcanzaban sus cabellos como alambres y que su piel se volvía blanca bajo las llamas amarillas.

Me descubrí temblando entre náuseas, mientras Lotty les decía a todos que tenían que marcharse.

– Necesitamos saber qué le dijo la hermana Frances a Warshawski acerca de Harmony Newsome.

– Si están ustedes en mi hospital en este momento, es sólo porque yo lo he consentido. Ahora les digo que es hora de que se marchen y eso harán.

– Doctora, tendrá usted muy buenas intenciones -replicó la mujer de la OGE -, pero nosotros traemos poderes del departamento de Seguridad Nacional, lo cual significa que hablaremos con Warshawski todo el tiempo que creamos conveniente.

Olí la furia de Lotty. Noté que mi tubo de plástico se movía y, de pronto, había dejado la habitación y bajaba por el trampolín acuático del lago Wolf, mientras Boom-Boom me llamaba a gritos. Pretendía hundirme en el lago, pero Gabriella lo apartó de mí y empecé a respirar otra vez.