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27 En la casa incendiada

Lotty entró en la habitación en aquel preciso momento, seguida de dos de los residentes y un estudiante, y mandó salir a Murray con un comentario que escocía como un latigazo.

Busqué a tientas un pañuelo de papel en la mesilla que tenía al lado. Lotty encontró la caja, pero me avisó de que no me restregara los ojos.

– ¿Cómo ha llegado Ryerson hasta aquí? -inquirió-. ¿Qué sucede en este hospital? ¿Doy una orden concreta para que se incumpla? He prohibido expresamente las visitas a tu habitación para asegurarme de que no te molestan los periodistas ni la policía. No lo invitarías tú, ¿verdad? -Lotty me tomó el pulso en el cuello y añadió-: Por eso no puedes tener visitas. Estás vulnerable. No deberías llorar de esa manera. Y me han dicho que esta tarde, mientras yo estaba en cirugía, has desaparecido un buen rato. ¿Lo has hecho para organizar este encuentro?

– He bajado a la cafetería a tomar un café y el paseo me ha agotado. Me he quedado dormida en una silla y no me he enterado de que me buscaban.

No me gustaba mentirle a Lotty, pero era casi la verdad. No obstante, me pregunté si no tendría razón ella; si, en el fondo, no había deseado ver a Murray. Habría podido delatarlo al servicio de seguridad apenas verlo en el vestíbulo, pero no lo había hecho. Tal vez mi cerebro inconsciente esperaba que él me encontrase.

Lotty refunfuñó y pidió a los residentes que la pusieran al día de mis progresos. Mientras el estudiante permanecía a un lado respetuosamente, los dos residentes revisaron los daños sufridos por mis córneas y nervios ópticos. Sentí un pinchazo de frustración, seguido de otra punzada más intensa de sentimiento de culpa. Estaba viva y me recuperaría. Quizá, mientras estaba de baja, podía entrenarme a dormir de día y trabajar de noche.

– Estoy pensando en llevarte a mi casa cuando te den el alta, mañana. -Lotty lo dijo como si estuviera adoptando un perro que hubiera sido devuelto a la perrera demasiadas veces por gente a la que mordía-. Me preocupa tu salud. Y tu seguridad.

– ¿Mi seguridad? Murray estaba diciendo que algunas fuentes piensan que los agresores me perseguían a mí, no a la hermana Frances. ¿Tú has oído algo parecido?

Lotty mandó salir a los residentes y al estudiante y se sentó en el borde de la cama, ceñuda.

– Yo me refería, más bien, a tu imprudencia. ¿Murray tiene alguna prueba?

– No lo sé. Lo has echado antes de que pudiera sacarle algo en claro. Ni me habría preocupado de eso si la mujer de Seguridad Nacional no hubiese insistido en que le contara lo que le había dicho la hermana Frances de la investigación sobre Harmony Newsome. -Dirigí la vista a la difusa silueta de Lotty y añadí-: No puedo ir a tu casa si soy el objetivo de unos tipos que lanzan bombas incendiarias. No puedo ponerte en riesgo de que sufras algún daño.

– Estarías más segura en mi casa que en la tuya. Tenemos conserje y sistema de seguridad. En tu edificio estás completamente expuesta a cualquier cosa. Y si alguien arroja otra botella de ésas, puede pasarles lo peor a los niños del primer piso.

– ¡Me siento tan impotente! -estallé-. Para salvar los ojos y la piel, debo quedarme quieta y a oscuras. Necesito salir ahí fuera y hablar con gente, necesito ponerme al ordenador y buscar datos. ¿Qué voy a hacer?

Lotty me rodeó con el brazo.

– ¿Todo eso tiene que hacerse hoy? Dentro de unos días podrás ir y venir, siempre que tengas precaución con el sol. Ya sabes cómo son las cosas en el hospital: te sientes más inútil allí que cuando sales.

Se quedó a mi lado hasta que trajeron la bandeja de la cena, a las seis, e insistió en que comiera algo que alguna vez debía de haber sido un pollo. Cuando se marchó, como no podía leer ni ver la tele, intenté dormir, pero no hice más que dar vueltas en la estrecha cama, preocupada por mi papel en la muerte de la hermana Frankie.

Un poco antes de las ocho, entró una voluntaria con una bolsa de la compra que habían dejado para mí en la recepción. La ayudante de Murray me había traído la ropa. El sujetador era blanco, muy sencillo; yo no lo habría escogido nunca para mí, pero no importaba. De todos modos, con las manos vendadas no podía abrocharlo. Conseguí abotonarme la camisa y me puse los vaqueros. La ayudante me había traído la talla 40, como le había pedido. Después de un par de días de alimentación intravenosa, me habría entrado una 38.

El mero hecho de estar vestida otra vez me hizo sentir mejor. Me calcé de nuevo las suaves botas marrones y me eché un vistazo en el espejo del baño. Tendría que hacer algo con aquel cabello: parecía salida de una feria de monstruos.

El producto de desecho de la hospitalización es el plástico. La habitación estaba llena de bolsas, bandejas, orinales y recipientes en forma de plátano para echar los vómitos. Llené una bolsa con todo ello, hice un montón sobre la cama y lo cubrí con la sábana para que pareciera una paciente dormida, apagué todas las luces y me asomé al pasillo.

Las ocho en punto. Las visitas se marchaban y las enfermeras estaban repartiendo la medicación. Un grupo de gente entre la que mezclarse. Un golpe de suerte.

Recordé esa película donde Humphrey Bogart recibe una paliza y le administran narcóticos y, aunque la cabeza le da vueltas, consigue ponerse en pie y salir detrás de los malos. Siempre me había parecido una auténtica estupidez, absolutamente irreal.

Tenía razón. Intenté caminar con confianza a pesar de mi pelo estrafalario y de las grandes gafas de plástico pero, como a Bogart en El largo adiós, el pasillo empezó a dar vueltas a mi alrededor. Tuve que aferrarme a la pared para no caerme. Aquello no iba a resultar.

Cuando llegué al vestíbulo principal, estaba mareada y sudorosa. El hospital se hallaba a poco más de tres kilómetros del edificio donde vivía la hermana Frankie. Normalmente, habría ido andando, pero estaba muy lejos de sentirme normal. Aún tenía ocho dólares. No era suficiente para un taxi, pero sí para ir y volver en autobús.

Tambaleándome, anduve dos manzanas hacia el norte hasta una parada de autobús de Lawrence Avenue. Murray me había trastornado y me detuve varias veces, no sólo porque apenas me sostenía en pie, sino también para observar si tenía compañía, fuera de ladrones o de policías. Si era verdad que el objetivo del atentado había sido yo, esperaba que los autores me siguieran tan de cerca que supiesen que todavía estaba en el hospital. Aquella noche podía ser mi única oportunidad de volver a los apartamentos del Centro Libertad sin que nadie lo advirtiera.

Una cosa hay que decir del barrio de Uptown: allí, las mujeres con peinados estrafalarios que tienen problemas para tenerse en pie son cosa corriente. Mientras esperaba el autobús, pasaron dos mujeres parecidas a mí que se agacharon a recoger colillas en mitad de una feroz discusión a gritos. Nadie nos dedicó la menor atención a ninguna de las tres.

Un autobús se detuvo en la parada. Introduje dos de mis arrugados billetes en la rendija del dinero, con torpeza debido a los vendajes, y me dejé caer pesadamente en uno de los asientos reservados a ancianos e incapacitados. Me sentí desconectada del mundo que me rodeaba y, cuando llegué a la parada de Kedzie, tuve que darme instrucciones de cómo descender los peldaños.

Tenía el coche aparcado en Kedzie, pero las llaves estaban en el bolso que había dejado en el apartamento de la hermana Frankie. Recorrí Kedzie a pie para ver si podía meterme en el Mustang -llevo un juego de ganzúas en la guantera-, pero, naturalmente, había cerrado todas las puertas. No obstante, el ayuntamiento no me había olvidado: en el parabrisas encontré tres multas por excederme en el tiempo del parquímetro. Apreté los dientes pero dejé las multas. Aquella noche no podía hacer nada al respecto.

No me costó localizar el apartamento de la hermana Frankie desde la calle: las ventanas estaban cerradas con tablones y el cemento y los ladrillos de los marcos se veían chamuscados. Sin embargo, en varias ventanas de los pisos superiores había luz, lo cual significaba que el incendio se había sofocado con suficiente rapidez como para que las conducciones eléctricas y las cañerías no se vieran afectadas. Afortunadamente, nadie más había resultado herido ni se había quedado sin casa. También significaba que aquellos tarados federales no habían impedido hacer su trabajo a los bomberos.

La calle estaba tan concurrida como tres noches antes, llena de chicos, gente de compras, amantes y borrachos. La gente me miraba: el edificio era un escenario y yo era una nueva actriz en él, pero eso no podía evitarlo.

Me quité las gafas oscuras de plástico. El sol se había puesto, las farolas de la calle se habían encendido y la media luz del crepúsculo estival bañaba la ciudad. Seguramente, no me dañaría los ojos. Retirando un poco las vendas de la mano derecha, descubrí las puntas del pulgar y el índice y usé una patilla de las gafas para tantear el pestillo de la puerta. Como me había parecido ver la otra noche, era una cerradura muy sencilla de forzar. Esperé que, si los agentes estaban vigilando, no vinieran a por mí.

El hueco de la escalera olía a fregadero de laboratorio, un hedor químico, agrio y mohoso que se mezclaba con el de la madera quemada y mojada. En ausencia de linterna, la única luz procedía de una solitaria bombilla encendida dos pisos más arriba. Me preocupaba que faltara algún escalón y fui con cuidado de no tropezar en los escombros. Mi linterna también estaba en la guantera del coche. Hay que ver cuántas cosas facilita el dinero: ir a la ferretería más próxima y comprar una linterna. Tomar un taxi. Comprar ropa nueva. No es de extrañar que las mujeres con el aspecto que yo tenía en aquel momento anden por la calle vociferando incoherencias.

Me detuve en el rellano, delante de la Virgen de Guadalupe, apenas visible en la penumbra. Acaricié sus mejillas de madera, toscamente talladas. Habría sido maravilloso pensar que podía protegerme, creer que la hermana Frances estaba, en aquel mismo instante, acogida en su seno. Seguí ascendiendo con cautela hasta el primer piso y tomé el pasillo a la derecha en dirección al apartamento de la monja.

Allí, el corredor estaba aún más oscuro, puesto que las ventanas que daban a la calle estaban tapiadas con tablones. Cada paso era una apuesta, como deambular por una playa de rocas en plena noche. No distinguía con qué tropezaba: pedazos de tabique, cables, trozos de lámparas. Avancé tanteando la pared con la punta de los dedos para guiarme pero, cuando la pared desapareció, trastabillé. Mis manos se aferraron al aire y me encontré de rodillas entre los escombros.

Incluso a mis lesionados ojos, la cinta amarilla que delimitaba la escena del delito en la puerta del apartamento de la hermana Frances tenía un brillo mortecino en la oscuridad. Encontré el picaporte y tiré. El cerrojo no estaba echado. La puerta estaba precintada, pero cedió bajo un firme empujón con el hombro.

Dentro del apartamento, el aire era tan acre que me hizo saltar las lágrimas. Me puse las gafas para protegerme los ojos y volví a quitármelas. Los gruesos cristales oscuros me impedían ver absolutamente nada.

Retrocedí felinamente de la zona que había sufrido más daños. La hermana Frances había traído el té de la cocina y se me ocurrió que quizás encontraría una linterna allí. A oscuras, se pierde el sentido de la distancia y del espacio. Continué golpeándome con el mobiliario hasta que encontré una pared que pude seguir con cautela, paso a paso.

Finalmente, di con la puerta batiente que llevaba a la cocina. Me pareció la puerta entre el infierno y la normalidad. A un lado quedaban los restos quemados y empapados de la vida de la hermana Frankie; el otro parecía el decorado de una comedia familiar de los sesenta, todo limpio y ordenado. Allí, las ventanas no estaban tapadas y, a la luz de la escalera trasera y de las farolas de la calle, distinguí los contornos del horno, el frigorífico y las alacenas. Sobre la mesa estaban todavía la taza y el cuenco del desayuno de la monja, junto a una caja de copos de avena, todo dispuesto para la colación matinal que ya nunca tomaría. Probé a dar la luz, pero habían desconectado aquella parte del edificio.

No encontré ninguna lámpara, pero cogí una espátula y un cucharón de un bote junto a los fogones. Vi cerillas y una vela, pero cuando acerqué la mano para cogerlas, todo mi cuerpo se estremeció ante la idea de prender más fuego.

Volví con cuidado a la habitación de la entrada y la luz fantasmal que se filtraba desde la cocina me bastó para empezar a rebuscar entre los escombros. Quería encontrar mi bolso, pero lo que buscaba en realidad eran cristales de las botellas de los cócteles molotov.

Cuando había empezado el ataque, yo ocupaba una silla cerca de la puerta y tenía el bolso al lado, en el suelo. Me puse en cuclillas y avancé arrastrando los pies. Mis dedos tocaron una masa empapada que tomé por un cogollo de ensalada podrida, pero cuando me obligué a investigar un poco más, constaté que era un libro. El suelo estaba cubierto de libros abiertos y empapados y avancé entre ellos torpemente. Las piernas me temblaban de consternación, tanto como de fatiga.

Encontré una masa revuelta y mojada de gomaespuma que debía de haber sido el acolchado de la silla y pedazos del armazón, pero no di con el bolso. Sin embargo, en mitad de la habitación, una de mis torpes manos se cerró en torno a un fragmento de cristal. Me costó varios intentos colocar el pedazo de cristal en el cucharón con la espátula y pasarlo luego a uno de los vasos de plástico que llevaba en la bolsa. Tanteando el suelo, encontré fragmentos más grandes, el cuello de una botella y un pedazo que debía de ser parte del fondo, y también procedí a guardarlos en mis improvisados recipientes.

No tenía manera de fotografiar el punto en el que había encontrado aquel indicio, ni de etiquetar las bolsas de las pruebas, aunque tampoco podía certificar, de todos modos, que estuvieran libres de contaminación. Sin embargo, aunque no sirvieran para presentarlas ante un tribunal, por lo menos podían decirme algo útil acerca de los autores del atentado.

Me incorporé con esfuerzo. Tenía agujetas de fatiga por todo el cuerpo. Deseaba echarme en el suelo y rendirme al agotamiento allí mismo, sobre la pila de libros pastosos, y busqué a tientas una pared para sostenerme. Se me apareció el rostro de mi madre, el día que había vuelto de ver al médico y me dijo que no había esperanza, ni tratamiento, ni ayuda, con sus grandes ojos oscuros en contraste con la piel, que la enfermedad había vuelto transparente y luminosa.

«Mi querida Victoria. La pena y la pérdida y la muerte son parte sustancial de la vida en este planeta. Todos nos apenamos, pero es egoísta convertir esa emoción en una religión. Debes prometerme que abrazarás la vida, que no volverás nunca la espalda al mundo debido a tus pesares privados.»

Mi pesar había estallado entonces en sonoros sollozos de adolescente, primero, y luego en peleas a gritos con mi confuso y desamparado padre.

«Tu papá no es tan fuerte como tú y como yo, carissima. Necesita tu ayuda, no tu cólera. No te vuelvas contra él ahora.»

Sus palabras no me habían dado consuelo entonces, ni me lo daban ahora. Eran una carga, un peso que tenía que llevar, el de tener que sentirme más fuerte que cualquiera de los que me rodeaban. La hermana Frances había muerto. Tenía que ser fuerte para cuidar de ella en la muerte, dado que no había sido capaz de hacerlo en vida.

Desanduve mis pasos con cuidado, arrastrando los pies entre libros y tablas y cojines como una exploradora del Ártico que jamás alcanzaría el Polo. Ya estaba cerca de la puerta cuando, por debajo de ella, vi moverse una luz. Contuve el aliento y la luz se alejó. ¿Imaginaciones producto de mi fatiga? La luz volvió enseguida, un destello a lo largo del quicio. ¿ La OGE? ¿El FBI? ¿Ladrones? No tenía nada con que defenderme, excepto una espátula de cocina, y no me quedaban fuerzas para usarla.

La puerta se abrió. Una figura alta apareció en el umbral, dubitativa, y barrió la estancia con la luz de una linterna. De inmediato, volvió la cabeza para mirar a su espalda. El gesto hizo que moviera la luz hacia arriba e iluminara su figura, revelando unos cabellos como escarpias.

– ¡Petra! ¡Petra Warshawski! -exclamé-. ¿Qué haces aquí?