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Los días siguientes fueron un periodo de frustrante inacción mientras se me curaban los ojos lo suficiente para ponerme a trabajar. Lotty me llevó a su casa y allí continué recuperando las fuerzas, utilizando el gimnasio del sótano de la vivienda y haciendo llamadas durante el día, mientras ella estaba en su consulta o en el hospital.
Mi primer día en la casa, el señor Contreras vino por la mañana, antes de que Lotty se marchara al trabajo. Trajo una maleta pequeña con ropa, que había hecho Petra; a él le habría dado vergüenza revolver en mi cajón de la lencería. También trajo a los perros, lo cual molestó a Lotty porque la casa estaba llena de mesas de cristal y obras de arte dignas de un museo, entre ellas una estatuilla de Andrómaca rescatada de las ruinas de la colección de piezas de sus abuelos. La energía exuberante de Mitch la puso tan tensa que concluyó la visita rápidamente, con el argumento de que yo no tenía aguante para más.
– ¿Yo? ¡Querrás decir tú! -repliqué. De todos modos, me llevé a los perros al pasillo de detrás de la cocina, donde esperamos el ascensor de servicio. La Chiquita quiere venir -dijo el señor Contreras-. Le he dicho que estaba seguro de que querrías verla.
– Desde luego. Cuanto antes, mejor. ¿Podrá usted acercarse a mi piso a recoger el cargador del móvil para que ella me lo traiga? -No podía abusar del teléfono de Lotty, pero necesitaba empezar a conectarme con el mundo de los vivos-. Y aquí tiene las llaves de mi coche. Por favor, haga que le lleve a Kedzie a recogerlo antes de que me pongan cien multas por exceso de tiempo de aparcamiento.
No me creí capaz de volver a utilizar mi viejo bolso. Al meter la mano para buscar las llaves, la había sacado cubierta de ceniza. Si la hermana Carolyn había sabido que era detective privada, era sólo porque el documento que estaba encima de todo cuando había abierto la cartera era mi licencia. Las tarjetas de crédito que tenía debajo se habían fundido con el carné de conducir. Llamé a las compañías de las tarjetas para que me las repusieran, pero para una nueva licencia de investigadora privada tendría que ir en persona a la oficina de la Secretaría de Estado.
Cuando el señor Contreras se hubo ido, Lotty se marchó a su consulta de Damen. Resistí el impulso de volver a acostarme y, en lugar de ello, llamé a la hermana Carolyn. Quería saber si había encontrado más fragmentos de botella en el apartamento de la hermana Frankie.
– Apenas se había marchado usted, llegó la policía. Querían saber quién había roto el precinto de la puerta. Les dije que debía de haber sido el intruso que perseguimos por la escalera. Pusieron un candado en la puerta, así que no podemos entrar.
– Una cizalla… -murmuré sin proponérmelo, al tiempo que flexionaba los dedos debajo de las gasas, como si estuviera empleando la herramienta con el candado.
– Pensaremos en eso -dijo la monja secamente-. Pero quiero saber quién está vigilando el edificio. Mientras estaba aquí, dijo que era el gobierno federal.
– Los federales vinieron a verme al hospital: alguien de Seguridad Nacional, alguien del FBI y agentes locales de la brigada de Explosivos e Incendios Intencionados. Fue el día después del fuego y no lo recuerdo con claridad. Saben quién vive en el edificio, todas las familias. Pensándolo bien, es probable que estén escuchando esta conversación, así que olvide lo de la cizalla.
– ¡Escuchas clandestinas! -La hermana Carolyn casi no podía articular palabra de la irritación.
Le sugerí que viniera a verme a casa de Lotty para poder hablar en privado. En cualquier caso, quería hablar con ella, ahora que tenía la cabeza más despejada, para averiguar cualquier cosa que pudiera haberle dicho la hermana Frankie sobre la participación de Steve Sawyer en el asesinato de Harmony Newsome.
Antes de marcharse, Lotty me había hecho prometer que me quedaría en casa, pero yo deseaba ponerme en movimiento. Después de hacer todo el ejercicio que pude y de tener una conversación por teléfono con Marilyn Klimpton, que estaba en mi oficina, deambulé por el piso de Lotty, impaciente. En la salita donde tenía la televisión (arrinconada) y los libros que no le cabían en la biblioteca (arrinconados), encontré un cesto de la costura con unas tijeras. Fui al baño y empecé a cortarme el pelo.
Cuando tenía cinco años, mi padre me regaló por Navidad una muñeca que tenía una enorme melena oscura, como un halo. Era el primer año de presidencia de JFK y todas las muñecas llevaban el peinado de Jackie. Boom-Boom y yo metimos la tijera al pelo de la muñeca y, cuando terminamos, tenía un aspecto muy parecido al que yo lucía ahora. Los dentistas no deben empastarse sus propias muelas y los detectives no deben cortarse el pelo ellos mismos. Sobre todo, si llevan las manos envueltas en vendajes de boxeador.
Poco después de la una, cuando ya pensaba que me volvería loca de la inactividad, se presentó la policía. Sabían que me habían dado el alta; probablemente, sabían que Lotty no estaba en casa. Era hora de hablar.
Me puse las gafas oscuras para subrayar mi condición de inválida. Sólo por prudencia, bajé en ascensor al vestíbulo para asegurarme de que eran agentes de verdad y no ladrones. En el hospital no había llegado a verles la cara, en realidad, pero el sonido de su voz me dijo que eran prácticamente el mismo grupo que me había interrogado la semana anterior.
El FBI había enviado otra vez a Lyle Torgeson, pero los federales habían reforzado su presencia con la de un agente de Seguridad Nacional. El ayuntamiento mandaba sólo a la mujer de la Oficina de Gestión de Emergencias, en lugar del dúo que había acudido a la habitación del hospital. Por el departamento de Policía de Chicago se presentaron los dos tipos de la brigada de Explosivos e Incendios Intencionados, un joven blanco con el pelo al cepillo que ya tenía una buena barriga y un latino de mi edad, medio calvo y con unas marcadas ojeras.
– No tengo permiso de la doctora Herschel para dejar entrar en su casa a estos visitantes -dije al conserje del edificio-. ¿Conoce una sala de reuniones que podamos utilizar?
– Está el despacho del administrador del edificio -asintió el hombre, titubeante-, pero es muy pequeño.
– Podemos llevarla a la Treinta y cinco con Michigan -sugirió el latino de Explosivos.
– ¿Traen una orden? ¿No? Entonces, hablaremos aquí. Al fin y al cabo, sólo somos seis.
El conserje llamó al administrador para saber si el despacho estaba libre y para que mandase a alguien a acompañarnos, de modo que él no tuviera que abandonar su puesto en la entrada.
La salita era muy pequeña, en efecto. Para caber los seis en torno a la mesa redonda, tuvimos que sentarnos con las rodillas bien recogidas. Yo lamentaba en cierto modo no haberlos dejado entrar en casa de Lotty; sin embargo, si estaban incómodos inhalando el mal aliento de los demás, que en el caso de la mujer de la OGE era muy acusado, no se quedarían mucho tiempo.
No me quité las grandes gafas de plástico, sobre todo para fastidiarlos. Seguro que querrían intentar leer mis tics faciales, seguir el movimiento de mis ojos, etcétera, y de este modo no podrían.
– Tiene usted el aspecto de haber salido malparada en una pelea de gatas -comentó Torgeson-. ¿Acaso metió el pelo en un rodillo de escurrir la ropa de la residencia de las monjas, cuando volvió por allí?
– Todo el mundo está grabando esto, ¿verdad? De modo que todos, el FBI, la OGE y el DPC, obtengan la misma transcripción útil. La verdadera pregunta -hice una pausa lo bastante larga para ver que todos se inclinaban hacia delante, esperando alguna valiosa revelación- es por qué, para una mujer que ha tenido un altercado, siempre se ha de emplear esa imagen de la «pelea de gatas». Estoy segura de que, con la investigación a que me han sometido, ya sabrán que tengo dos perros, así que probablemente respondería mejor a una metáfora referida a una pelea de perros. Y otra cosa más: su sexismo implícito hace que…
– Es suficiente -vociferó Torgeson-. Sabe usted muy bien a qué me refería.
Yo dije que no con la cabeza:
– Leer la mente de los demás no es mi fuerte. Y yo no le he intervenido el teléfono a usted, así que no puedo basarme en sus conversaciones para saber lo que piensa, ni a qué se refiere.
– Señora Warshawski, sabemos que hace cuatro noches abandonó el hospital Beth Israel para volver al apartamento de la monja difunta… -Hablaba el blanco calvo de Explosivos. Al ver que yo no respondía, insistió-: ¿Y bien?
– ¿Me pregunta algo? -dije yo.
– ¿Qué hacía en el edificio de la monja hace cuatro noches? -replicó el hombre con la voz tensa del esfuerzo por no perder la paciencia.
– Hace cuatro noches estaba en el hospital -aseguré.
Cuando la monja me había acompañado de vuelta, había enseñado su pase al guardia de seguridad y se había detenido unos instantes a hablar con una enfermera. Nadie se había fijado en la monja nueva del servicio de atención a madres con VIH, que aguardaba en segundo plano, con la cabeza gacha. En la quinta planta, nadie había comentado nada sobre mi ausencia cuando había regresado a la habitación, ni a la mañana siguiente, por lo que no creía que nadie la hubiera advertido.
– La vieron entrar en el edificio del Centro Libertad -intervino la mujer de la OGE -. ¿Qué hacía allí?
– ¿Me vieron? -repetí-. Ah, ése es un truco muy viejo. Necesitaré más que eso para convencerme de que estaba en Kedzie y Lawrence, y no en mi cama del hospital.
La mujer sacó una serie de fotos de su maletín y las extendió sobre la mesilla redonda. Todos nos turnamos en echar un vistazo. Llevaban marcada la hora y fecha en que se habían tomado y en ellas aparecía una mujer de cabellos oscuros con unas cuantas hebras canosas, vestida con vaqueros y una camisa blanca. Estaban tomadas por detrás, de modo que no se veían las zonas donde le habían afeitado el pelo, detrás de las sienes. Tampoco se apreciaba que estaba usando la patilla de sus gafas de plástico para hacer saltar el pestillo de la cerradura de la puerta.
– No sé -comenté-. No veo que esa persona lleve una chaqueta donde ponga, «V.I. Warshawski». Y creo que me acordaría si hubiera estado allí. ¿Tiene alguna foto en la que aparezca saliendo, donde se me vea la cara? Por detrás, no sé reconocerme.
Se produjo un momento de silencio. Yo había salido del edificio vistiendo hábito de monja, con la cabeza gacha y dos hermanas pegadas, a mí, además de mi prima. Los agentes tenían las fotos pero, probablemente, no sabían qué hacer con ellas.
– Mire, Warshawski, no tiene por qué haber antagonismo entre nosotros -dijo el latino de Explosivos-. Estamos seguros de que usted juega en el mismo equipo que nosotros.
– ¿Y qué equipo sería ése, detective?
– El que se propone capturar al asesino de la hermana Frances -respondió.
– ¡Ah, eso sí que me gustaría! ¡No saben cuánto!
– Entonces, ¿por qué no nos explica qué hacía en ese apartamento?
Esta vez era el agente del FBI, Lyle Torgeson.
– No estuve allí -repetí con un bostezo.
– Olvidemos lo de hace cuatro noches -dijo Torgeson-. La noche del incendio… Reconoce que estaba allí esa noche, ¿no? Cuéntenos por qué.
– Sí, estuve. Fui a hablar con la hermana Frances acerca de Steve Sawyer.
– Eso ya lo sabemos -intervino el agente de Seguridad Nacional.
– ¿Tenían micrófonos ocultos en su casa? -inquirí-. Deben de ser de buena calidad, si sobrevivieron al incendio y han podido recuperarlos. No como esa mierda de armas que compran a China para venderlas a Afganistán.
– ¿Teníais micrófonos en la casa? -El detective blanco de Explosivos se volvió a los federales-. ¿Por qué cojones lo hacíais?
– Seguridad nacional -dijo el agente-. No puedo decir nada más.
– Bonito recurso -murmuré-. En adelante, cada vez que haga algo especialmente embarazoso, exclamaré, «¡Seguridad nacional!» y me negaré a añadir una palabra más.
– Ya basta -me cortó Torgeson-. ¿Qué hacía en el apartamento de la hermana Frances?
– Seguridad nacional -fue mi respuesta.
Los dos detectives de Explosivos e Incendios Intencionados contuvieron una sonrisa. Entre los agentes de la ley federales y locales no reinaba la armonía suprema, precisamente. Los dejé picarse entre ellos unos momentos.
– Tengo una pregunta para ustedes -añadí entonces-. Ya saben por qué fui a ver a la hermana Frances: para hablar del caso de un hombre que fue condenado por la muerte de Harmony Newsome en Marquette Park, hace cuarenta años. Ese caluroso día de verano, la hermana estaba manifestándose con la víctima y me dijo que no creía posible que Steve Miller la matara. ¿Van a reabrir el caso?
– Ese hombre fue juzgado y condenado y cumplió la pena. No nos interesa. -Esto lo dijo el latino.
– Entonces, ¿a qué vino la última pregunta que me hizo la OGE en el hospital, eso de por qué me interesaba lo que tuviera que decir la monja sobre ese viejo caso?
– Creo que no lo escuchó bien. Estaba drogada y sufría grandes dolores -intervino Torgeson.
– Son ustedes los que tienen las grabaciones. -Me miré la punta de los dedos-. Repasen la conversación. No tengo nada más que decir al respecto.
El abigarrado despacho quedó en silencio un instante. Luego, el equipo de Explosivos empezó a hacerme preguntas que podía responder y les expuse paso a paso mi breve relación con la hermana Frances. No había nada que pudiera serles de utilidad, pero era la única testigo.
Cuanto más recordaba los cócteles molotov volando hacia nosotras, menos reales se me hacían. Llegué a hablar del episodio con cierta soltura, como si fuese un detalle de la trama de una novela de acción y no un suceso que había provocado una muerte.
Al terminar, pregunté qué residuo habían encontrado en las botellas: ¿gasolina?, ¿combustible de cohete?, ¿acelerante de combustión?
– No podemos responder a preguntas de este tipo -dijo el hombre de Seguridad Nacional-. Se refieren a una investigación relacionada con la seguridad nacional.
Esta vez me tocó a mí recordar que debía contenerme.
– ¿Qué hay de los autores? Deben de tener fotos de ellos, con la fecha y hora y todo lo demás, ¿no? Algo que puedan enseñar por ahí para ver si alguien los identifica…
– No podemos hacer comentarios. Es una investigación relacionada con la seguridad nacional.
– Pero esas fotos, no, ¿verdad? -Recogí de la mesa las instantáneas de mi entrada en el edificio del Centro Libertad-. Estupendo. Se las enseñaré a la hermana Carolyn, a ver si sabe quién puede ser la que aparece. Dado que esa noche había alguien en el apartamento de la hermana Frances, quizá pueda reconocer de quién se trata.
– Si no estuvo allí -intervino Torgeson-, ¿cómo sabe que había alguien en el apartamento de la víctima?
– Ustedes acaban de decírmelo.
Me puse en pie, con las fotografías en la mano. La mujer de la OGE se inclinó hacia mí, esparciendo su fétido aliento, y agarró las fotos.
– Son propiedad del gobierno y muy confidenciales.
– Lo sé, dije-. «Una investigación relacionada con la seguridad nacional.»
Ella me lanzó una mirada furibunda.
– Le recomiendo encarecidamente que no sugiera a una monja emplear una cizalla para entrar en un apartamento que ha sido precintado por la policía.
Le sonreí. Estábamos en plena partida de un juego en el que gana quien más tarda en perder la paciencia.
– Estamos en un condado donde los funcionarios cobran cien mil dólares al año por no trabajar, así que me alegra mucho ver que ustedes se ganan de verdad el sueldo que cobran de mis impuestos. Lo hace usted muy bien y me ocuparé de que aparezca una mención al respecto en su expediente personal.