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Terminamos de ordenar poco después de la una. El señor Contreras dejó los perros conmigo como protección y me aseguré de que todos los pestillos de las puertas y ventanas estaban bien cerrados por dentro, pero aun así dormí mal. Cada vez que Mitch se rascaba o que sonaba la bocina de un coche, me despertaba con un sobresalto y se me aceleraba el corazón, convencida de que al minuto siguiente invadirían mi casa o me arrojarían un cóctel molotov por la ventana.
Finalmente, alrededor de las cinco, las primeras luces del día me hicieron sentir suficientemente segura y pude conciliar el sueño.
Los perros me despertaron a las nueve con sus gañidos, impacientes por bajar al patio trasero. Salí detrás de ellos y me senté en el porche con la cabeza apoyada en las rodillas hasta que el calor del sol en la nuca me recordó que no debía estar al aire libre sin protección.
Volví dentro, pues, e intenté de nuevo comunicar con mi prima. Petra respondió cuando ya pensaba que la llamada iba a desviarse otra vez a su buzón de voz.
– Eh, Vic, esto…, no podré encargarme de eso que me pides.
– ¡Petra! Casi no te oigo. ¿Qué sucede?
– Ahora no puedo hablar contigo.
Su voz seguía llegándome casi en un susurro. En tono enérgico, exigí que me explicara inmediatamente qué había estado haciendo en mi apartamento.
– No he pasado por allí -me aseguró-. Sólo cuando fui a hacerte la cama y preparar lo demás.
– ¿No revolviste nada en busca de esa pelota que querías?
– Bueno, sí, miré en el baúl, pero volví a guardarlo todo como estaba, así que no te irrites conmigo. Mira, Vic, ahora no puedo hablar. Tengo que dejarte. Y no puedo dedicarme a buscar a esos hombres, lo siento.
Petra susurró todo aquello tan deprisa, antes de colgar, que no me dio ocasión de decir nada más. Me acerqué a la ventana y contemplé la calle con gesto ceñudo. La otra noche había alardeado ante mi prima de que era muy experta en detectar mentirosos, pero ahora no estaba segura de serlo tanto. Alguien muy habilidoso estaba enredándome, pero no acababa de estar segura de si utilizaba a mi prima, o de si ésta participaba voluntariamente en la trama o era una simple espectadora circunstancial.
Rocé el cordón de las persianas y me di cuenta de que estaba situada de tal manera que quedaba a la vista de todo el mundo desde la calle, si alguien quería apuntarme con un arma o arrojarme una bomba incendiaria. En cuanto a Petra, no importaba lo que hubiera hecho o dejado de hacer, era imposible imaginarla lanzando un cóctel molotov contra nadie. O la bomba de humo que había obligado a salir de la casa de mi infancia a sus actuales inquilinos, el fin de semana pasado. El señor Contreras tenía razón. Mi prima era exuberante y descuidada, pero no mezquina, ni cruel. Así la habría descrito si hubiera tenido que poner algo en una evaluación de competencias.
Los perros gemían y rascaban la puerta de atrás y fui a abrirles. Hinque una rodilla y hablé con ellos:
– Esta tarde, cuando se ponga el sol, os sacaré a dar un buen paseo, pero por ahora nos quedamos aquí.
Con mucho cuidado, me vestí con una camiseta de cuello alto, unos pantalones holgados y una chaqueta de lino que me tapaba los brazos y el pecho. Me puse los guantes blancos de algodón que debía llevar para protegerme las manos y encontré un sombrero de paja de ala ancha que me ponía a veces para ir a la playa. Cuando terminé, parecía Escarlata O'Hara protegiendo su frágil piel, pero era inevitable que así fuera.
Para completar mi equipo de protección, me dirigí a la caja fuerte del fondo del armario del dormitorio. El o los intrusos habían registrado mi guardarropa, pero no habían descubierto la caja, que estaba empotrada en la pared detrás del zapatero. A veces, tengo documentos tan importantes, que no quiero dejarlos en el despacho por la noche. Salvo éstos, lo único que guardo ahí es el juego de collar y pendientes de diamantes de mi madre y mi Smith & Wesson.
Me aseguré de que el arma siguiera limpia -hacía meses que no me acercaba por la galería de tiro- y comprobé el cargador. No estaba segura de que estuviese en el punto de mira de nadie pero, cuando me ajusté la cartuchera a la cintura, me sentí un poco mejor.
Luego, en la mejor tradición de los detectives, fui de puerta en puerta preguntando si alguien había visto a la persona que había entrado en mi apartamento. No entendía cómo habían podido saltarse todos mis cerrojos sin forzarlos. Naturalmente, varios vecinos estaban ausentes, en el trabajo, pero la mayor de las dos ancianas noruegas, que llevaba una década viviendo en el segundo piso, se hallaba en casa, igual que la abuela de la familia coreana. Ninguna de las dos había visto u oído nada inusual.
Jake Thibaut salió a la puerta en camiseta y pantalones cortos, con los ojos hinchados. Lo había despertado, pero no podía hacer otra cosa. ¿Cómo iba a saber a qué hora se había acostado? Al principio, no me reconoció.
– Es el cabello -decidió finalmente-. Te has cortado todos los rizos.
Me pasé los dedos por el pelo a cepillo y puse una mueca de dolor al tocarme las magulladuras. Si no me miraba en el espejo, seguía olvidándome de mi corte de pelo.
– ¿Oíste algo en mi apartamento, anteanoche? Entró alguien y lo revolvió todo.
– ¿Anteanoche? -Se frotó los ojos-. Estuve tocando en Elgin. No llegué a casa hasta las dos, más o menos, pero tal vez vi salir a tus intrusos. Estaba sacando el contrabajo del maletero del coche y vi a dos tipos que no conocía bajando por esa escalera.
Contuve el aliento y pregunté:
– ¿Negros? ¿Blancos? ¿Jóvenes?
Jake movió la cabeza.
– Pensé que quizás eran clientes tuyos que te visitaban en secreto, por lo que no me acerqué. Tenían ese aire a lo Edward G. Robinson que te hace pensar que será mejor que te mantengas a distancia.
– ¿Iban en coche o a pie?
– Estoy bastante seguro de que subieron a un gran todoterreno calle arriba, pero no sé mucho de coches y no puedo decirte de qué marca era.
– ¿No viste merodeando por aquí a una mujer alta con los cabellos erizados, verdad?
Jake se echó a reír.
– ¿Te refieres a la chica que viene a visitarte…? Tu prima, ¿no es eso? No. Vino unas cuantas veces a ver al viejo durante tu ausencia, pero no era uno de ellos. Esos tipos eran corpulentos, no altos y espigados.
Me marché con una mezcla de alivio y preocupación: alivio ante la certeza de que Petra no había participado en aquel acto, y preocupación acerca de quién habría enviado a aquella gente a registrar mi apartamento.
Recogí mi coche del callejón, donde lo había dejado el señor Contreras después de rescatarlo. El portafolios se había quedado en el portaequipajes cuando había ido a visitar a la hermana Frankie, hacía un millón de años. Cuando lo abrí para guardar unos papeles para las citas que había programado para la tarde, lo primero que vi fue la pelota de béisbol. Me había olvidado por completo de que la había puesto allí.
Me reí de mí misma por lo bajo. Pobre Petra. Si se le hubiese ocurrido mirar en el coche, podría haberme birlado la pelota de marras sin que yo lo sospechara. La levanté al sol y la observé, entrecerrando los párpados tras los cristales oscuros de las gafas. Estaba gastada y manchada. Alguien había jugado con ella, quizás el abuelo Warshawski. El abuelo murió cuando yo era pequeña, pero había sido un gran aficionado de los Sox.
La pelota también tenía unos agujeros y aquello me desconcertó. Un par de ellos la atravesaban completamente, lo que me llevó a preguntarme si mi padre y su hermano Bernie habrían pasado un sedal de pescar por aquellos agujeros para colgarla y entrenar con el bate. Volví a guardar la pelota en el portafolios y me dirigí a mi despacho.
Hasta que se había rendido bajo el peso de las llamadas de los medios, Marilyn Klimpton había hecho un buen trabajo de selección de papeles y expedientes. Aunque se habían acumulado bastantes mensajes y era preciso clasificar algunos documentos entrantes, la oficina tenía bastante buen aspecto, sobre todo en comparación con los montones de papeles que había encontrado a mi regreso de Italia.
Puse en marcha el ordenador y consulté el resumen de mensajes de mi servicio de llamadas. Además de las insistentes llamadas de los periodistas y algunas preguntas de clientes, había una absurda amenaza de la mujer de Gestión de Emergencias de que no anduviera jugando con posibles pruebas de delitos. También había un mensaje de Greg Yeoman, el abogado de Johnny Merton. Mi nombre aparecía en la lista de visitas autorizadas a Stateville para el día siguiente por la tarde y el abogado quería que le confirmase que iría.
De repente, me sentí muy cansada y fui a echarme un rato en la cama plegable de la habitación de atrás. Había olvidado responder a la llamada de Yeoman. La había recibido después de ver a la señorita Claudia en Lionsgate Manor, ahora me acordaba. El asesinato de la hermana Frances, mis propias lesiones, la invasión de mi apartamento: todo aquello había hecho que me olvidase por completo de Della Gadsden y su hermana. Permanecí allí acostada cerca de una hora. Finalmente, volví a levantarme y llamé a Greg Yeoman para confirmar que me desplazaría a Stateville el día siguiente.
Pensar en la hermana Frances me hizo recordar que quería saber más sobre la empresa encargada de la reforma del apartamento de la monja. Pensaba que Petra se ocuparía de buscar la información, pero ahora resultaba que no podía. Y, a decir verdad, tampoco era tanto trabajo.
La hermana Carolyn me había dado el nombre: Derribos Pequeño Gran Hombre y Construcciones Rebound. Las dos empresas eran propiedad de un hombre llamado Ernie Rodenko, con dirección en 300 West Roscoe. Parecía tratarse de una compañía mediana, con una facturación de unos diez millones anuales y especializada en rehabilitaciones tras incendios e inundaciones. La dirección la situaba en el cruce de Roscoe con Lake Shore Drive, que no era zona de comercios, por lo que el hombre debía de tener la oficina en su casa. Lo cual significaba que podía acercarme a visitarlo a última hora, cuando pudiera salir sin las pomadas, el sombrero y toda la parafernalia.
Anoté la dirección en la PDA y continué repasando mis mensajes. A primera hora de la tarde, una cita me llevó a un edificio en el este del Loop, al otro lado de la plaza en la que se alzaba el rascacielos donde tenía su sede central la campaña «Krumas por Illinois». Después de la reunión, me pregunté si debía pasar a ver a Petra, por si tenía algo que decirme cara a cara que no hubiera podido contarme por teléfono.
Desde luego, era posible que se hubiera llevado una bronca por recibir demasiadas llamadas personales. A su anterior jefe quizá no le importaba mucho la disciplina en el trabajo, pero ahora estaba a las órdenes de Les Strangwell y, por lo que sabía de él, sus empleados le pertenecían en cuerpo y alma. Una no perdía el tiempo en los proyectos de su prima cuando tenía que llevar a Brian Krumas al Senado. Decidí dejar en paz a Petra, por si su jefe la estaba vigilando de cerca.
Antes de volver a salir a la calurosa tarde estival, entré en la cafetería del vestíbulo del edificio de mi cliente a tomar un café con hielo. Mientras esperaba a que me sirvieran, dirigí una mirada ociosa en torno a mí y distinguí una cara conocida en una de las mesas agrupadas en el rincón de la cafetería. El cabello oscuro y escaso, peinado enérgicamente hacia atrás, y el rostro sonrojado y mofletudo: sí, lo había visto. Hacía dos semanas, en el lago Catherine.
¿Qué habría traído a Larry Alito al centro de Chicago un caluroso día de julio y a una cafetería, en lugar de a una cervecería? Me disponía a escabullirme en las sombras cuando me di cuenta de que el sombrero enorme, las gafas oscuras y los guantes resultaban un disfraz bastante bueno. Recogí el café y fui a sentarme en uno de los taburetes de la ventana, cerca de la mesa de Alito.
El hombre con el que hablaba tenía el aspecto habitual de un directivo medio de mediana edad. Algo tripudo, tenía un cabello rubio y fino que ya dejaba al descubierto la mitad del cráneo y que, sensatamente, llevaba muy corto en vez de intentar disimular la calva, cruzándoselo como un puente encima de la cabeza. Con la nariz respingona y la boca menuda, tenía la expresión de un bebé perpetuamente sorprendido. Sólo sus ojillos grises, fríos y astutos, dejaban claro que era él, y no Alito, quien llevaba la iniciativa en la conversación.
No oía nada de lo que decían porque la cafetería tenía ambiente musical con unos bajos potentes y resonantes. Los dos hombres repasaban unos papeles que habían sacado de un sobre y el que llevaba la voz cantante los golpeaba con el pulgar. No estaba contento con el trabajo que le presentaba Alito. Saqué el móvil y tomé una foto rápida de los dos mientras fingía que escribía un mensaje. Cuando se levantaron, esperé hasta que casi llegaron al vestíbulo principal antes de seguirlos.
Ya en el vestíbulo, se separaron sin dirigirse la palabra ni mirarse. El otro hombre se encaminó a la salida mientras Alito estudiaba la puerta de una agencia de FedEx contigua a la cafetería. Hinqué una rodilla para ajustarme los calcetines. Alito quizás hubiera sido un mal policía, pero había pasado tres décadas estudiando carteles de gente en busca y captura y podía reconocerme a pesar del disfraz. Arrodillada donde estaba, miré hacia la plaza y vi que el otro hombre se encaminaba al edificio donde tenía sus oficinas la campaña de Krumas.
Sonó el teléfono de Alito. Me incorporé y me desplacé a su espalda hasta un quiosco, donde compré un paquete de chicles. «Sí», le oí decir. «Ya me lo ha dicho Les y sé lo que quiere. ¿Me tomas por retrasado mental, que tienes que comprobar dos veces cada cosa que hago? […] ¡Oh, lo mismo digo, capullo!»
Cerró el móvil con un gesto de rabia y salió por la puerta giratoria, rojo de ira. Se lo había dicho «Les», ¿no era eso? El tipo del cabello rubio y los ojos fríos: ése era Les Strangwell.
Salí con el café a la plaza y me senté a la sombra. ¿Qué relación podía haber entre Strangwell y Alito? Por supuesto, es muy habitual que los ex policías hagan trabajos para otros, pero, ¿qué clase de trabajo de seguridad podía encargarle la campaña electoral de Krumas? ¡George Dornick! Dornick aconsejaba a Brian en asuntos de terrorismo y seguridad nacional. Era ex compañero de Alito. Tal vez le estaba arrojando unas migajas al colega.
Pero, ¿qué migajas? Pensé en mi piso. Allí había entrado alguien que sabía forzar cerraduras muy limpiamente. Un policía tendría acceso a toda clase de herramientas. Y George Dornick, con sus especiales servicios de seguridad, tenía acceso a más aún. Pero, ¿qué podía tener yo que pudiera querer Dornick, y mucho menos Les Strangwell? ¿La foto del equipo de softball de mi padre? Alito salía en ella, igual que Dornick, Bobby Mallory y un montón de tipos más.
Alito estaba orgulloso de haber servido en la policía. Aquello lo definía. No se me alcanzaba ningún motivo por el que pudiera querer la foto, si no era por pura inquina hacia mí. Pero tampoco había ningún motivo para que me la tuviera.
Me faltaban datos para elaborar una historia con pies y cabeza. Dejé de intentarlo y tomé el metro de regreso al despacho. Elton Grainger estaba en la entrada, hojeando una revista. Al principio, no me reconoció, pero cuando se enteró de que había estado en un incendio, fue todo solicitud.
– ¿Y una monja murió, dice? Oh, Vic, no tengo tele, no veo las noticias. Es terrible lo que cuenta. No me extraña que no la viera por aquí. ¿Cómo está esa encantadora prima suya?
– Encantadora, como siempre. -Intenté no rechinar los dientes-. ¿Ha venido alguien buscándome mientras no he estado?
– No estaba pendiente. Pero pondré un libro de visitas. Todo el que llame a la puerta, tendrá que inscribirse.
Parodió a un portero de hotel y tuve que reírme. Naturalmente, era ridículo pensar que el indigente prestaría atención a alguien que vigilase el despacho. Marqué la clave en la cerradura de la puerta y entré, sin apartar la mano de la empuñadura de la pistola, todavía en su funda.
Ya dentro, registré la oficina, desde el sofá cama hasta el cuarto de baño que compartía con mi coinquilina escultora, pero no había nadie. Respondí algunos correos, pero mi resistencia había llegado al límite y me marché a casa.
Cuando llegué, encontré a Petra con los perros en el patio de atrás. El señor Contreras tenía encendida la barbacoa y mi prima estaba sentada en la hierba, con los brazos en torno a Mitch, que saludó mi llegada alzando la cabeza para mirarme. Peppy, por lo menos, se acercó a recibirme.
– La pobre Chiquita está molida. La hacen trabajar demasiado -anunció el viejo-. Estamos preparando hamburguesas con maíz. ¿Te apetece?
Acepté de buen grado y subí a hacer una ensalada y buscar un vino. Dejé el sombrero y los guantes, bajé unos cojines y me tendí en la hierba donde pudiera verle la cara a mi prima. Parecía nerviosa y afligida pero, cuando vio que la observaba, intentó sonreír con su entusiasmo habitual.
– Yo también estoy bastante agitada. Era mi primer día de vuelta a la actividad. Esta tarde he tenido que ir a Prudential Plaza y, finalmente, le he echado una ojeada a Les Strangwell.
– No hablarías con él, ¿verdad? -preguntó Petra, casi sin aliento.
– No. Ni de ti, ni de nada más. Ese hombre tiene unos ojos muy raros, ¿no te parece?
Petra se estremeció, pero no respondió.
– ¿Tienes problemas en el trabajo?
El señor Contreras frunció el entrecejo y empezó a protestar, pero captó mi ligero gesto de cabeza y calló.
– ¡No, no! ¿Por qué habría de tener problemas? Hago todo lo que me mandan… y a la velocidad del rayo.
– Es que el otro día, por teléfono, parecías agitada. Y esta noche, definitivamente, no muestras tu habitual dinamismo de alto voltaje.
Petra se puso a jugar con su montón de pulseras de goma.
– Es lo que ha dicho el tío Sal: me hacen trabajar demasiado. Incluso tengo que volver a la oficina esta noche, tan pronto acabe de cenar la comida casera que me ha preparado el tío Sal. ¿Qué te ha llevado al centro? ¿Todavía buscas a ese pandillero desaparecido? ¿Pensabas que lo encontrarías en el edificio de Prudential?
– Sí, vendiendo bonos en su despacho de la planta quince. En realidad, mañana por la tarde voy a volver a Joliet. Johnny Merton, el principal encantador de serpientes, ha accedido a verme otra vez y espero que el asesinato de la hermana Frances lo empuje a decirme algo.
– ¿Irás a verlo mañana? -repitió, y me miró con preocupación.
– ¿Por qué no habría de ir?
– Es que… -Petra se mordió el labio-. No sé… Todavía no estás curada del todo y…
– Soy una energía renovable -repliqué. Cogí una de las hamburguesas del señor Contreras y me senté erguida para evitar que Peppy le diera un bocado-. Soy como Hércules, pero yo regenero mis órganos, mi piel y mi cerebro cada mañana.
Mi prima soltó una risa forzada, turbada, y cambió de tema, también de manera forzada y turbada. Le dio a comer a Mitch la mayor parte de su hamburguesa y se levantó para marcharse.
La seguí hasta la verja lateral.
– Petra, ¿qué tienes?
Sus grandes ojos se llenaron de lágrimas y me miró largamente, antes de responder:
– Déjame en paz, ¿quieres? ¿Siempre tienes que meterte en los asuntos de los demás?
– No, claro que no -respondí con calma-. Pero te estás portando tan…
– Sé lo que me hago. ¡Déjame en paz! -exclamó ella, y se marchó dando un portazo a la verja.
El señor Contreras y los perros se habían apresurado a acercarse.
– No la estarías culpando de lo que pasó en tu casa, ¿verdad?
Dije que no con la cabeza y murmuré:
– Ojalá hubiera pasado por su oficina, hoy. Quizá vaya mañana, cuando haya terminado con Johnny.
Pero al día siguiente, a la vuelta de la penitenciaría de Stateville, fue cuando descubrí que habían entrado en mi despacho y lo habían arrasado como si hubiera pasado por allí un huracán de fuerza 5. Fue cuando encontré la pulsera de goma blanca de Petra con la inscripción uno en el suelo de cemento, delante de mi puerta trasera. Fue la noche que pasé con Bobby Mallory y el FBI, intentando encontrar algún rastro de mi prima.
Después de esa noche sin dormir, llegaron el tío Peter y la tía Rachel. Mi tío desencadenó su propio huracán sobre mí, culpándome a gritos de lo que pudiera haberle sucedido a su hija. Intenté capear el temporal sin responder porque sabía que aquella furia desatada era la única manera en que sabía expresar su miedo. Yo también tenía el corazón en un puño, igual que mi tía. Finalmente, al cabo de varias horas de inútiles recriminaciones, Rachel lo llevó al centro para una reunión con el jefe de la oficina del FBI en la ciudad.