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33 Despistando la vigilancia

Cuando Peter y Rachel se marcharon, tuve una larga conversación con el señor Contreras, que incluyó la promesa de hacerlo partícipe de cualquier acción necesaria para rescatar a Petra. Incluso compartí con él la lista que había hecho de las cosas raras que había visto en mi prima durante las últimas semanas: lo de la pelota de béisbol, su interés inagotable por el contenido de mi baúl, su deseo de ver todo lo que se guardaba en la vieja casa familiar de Back of the Yards, su empeño en visitar la casa de mi infancia en el Southside, su presencia en el apartamento de la hermana Frances hacía unos días y lo de la bomba de humo que había obligado a la familia Andarra a abandonar la casa del Southside, la noche antes de la muerte de la hermana Frankie.

Al principio, el señor Contreras hizo una encendida defensa de la juventud de Petra y su impulsividad; sin embargo, cuando llegué a lo de su presencia de madrugada en el Centro Libertad, incluso él se inquietó.

– Pero, muñeca, si estaba haciendo algo que no debía, sería porque algo o alguien la empujaba a ello. Hazme caso, esa Chiquita es oro en paño y no se te ocurra pensar otra cosa. Cuando llegues al final de esta historia, descubrirás que detrás estaba Johnny Merton, recuerda bien lo que te digo.

– Primero, encontrémosla. Ya hablaremos entonces de quién movía los hilos, ¿de acuerdo?

El anciano asintió a regañadientes y calló mientras yo imprimía un par de retratos que le había tomado a Petra con el móvil. También imprimí varias fotos de chicas rubias que encontré en la red: de celebridades, de gente que había puesto su foto en un blog y, para terminar, unas cuantas mías.

Descargué la instantánea que les había hecho a Alito y Strangwell en la cafetería del Prudential. No era muy nítida, pero fue la única que pude encontrar de Alito. Strangwell, por el contrario, aparecía en muchas partes. En su página web, se lo podía ver en compañía de varios políticos de Illinois, de presidentes de los Estados Unidos y de un juez del Tribunal Supremo, y con gente famosa como Michael Jordan. Supongo que, si acudías a Strangwell a pedirle ayuda, estos retratos te mostraban qué clase de accesos te abría una minuta de mil dólares a la hora. Imprimí un par de copias y saqué una de Dornick de Mountain Hawk.

El señor Contreras se marchó por fin cuando me metí en el baño a prepararme para salir. Mientras me embadurnaba la cara y los brazos con cremas protectoras, me pareció que no estaba bien ocuparme de mi cuerpo de aquella manera, cuando la vida de mi prima podía estar en peligro. Me puse el sombrero y los guantes, comprobé el cargador de la pistola y guardé el arma en la funda y, finalmente, salí por la puerta de atrás.

Jake Thibaut estaba en su porche con una taza de café.

– Vaya indumentaria. ¿Vas de incógnito en una plantación de la guerra de Secesión?

Intenté sonreír, pero la voz se me quebró al responder.

– Es por el incendio. Por el… Lo siento, mi prima ha desaparecido de una manera que me inquieta bastante. Tengo que ir a ver qué averiguo.

Jake descendió los cinco peldaños hasta el rellano común.

– ¿Necesitas que te ayude en algo? En cualquier cosa que no exija llevar un arma ni proezas físicas de ninguna clase…

Empecé a decir que no, pero entonces recordé que Thibaut había visto a la gente que había irrumpido en mi apartamento cuando se marchaba, a primera hora de la mañana del martes. Saqué la carpeta de fotografías del portafolios y se las enseñé.

– Sé que estaba oscuro y que las fotos no son muy buenas, pero esos tipos que viste, ¿podrían ser algunos de éstos?

– Es imposible saberlo -respondió, dando unos golpecitos con la punta del dedo en la foto de Alito y Strangwell-. Están sentados, así que no puedo saber su estatura. Éste -señaló a Alito- es bastante corpulento, pero… tendría que verlos caminando. Yo mido la estatura de la gente comparándola con Bessie. Mi contrabajo -añadió al ver mi cara de desconcierto.

Volví a guardar las fotos. Cuando ya bajaba los escalones, Jake añadió:

– Tenían un aspecto amenazador, recuérdalo.

Asentí lacónicamente. Amenazador se quedaba muy corto para describir cómo actuaban aquellos hombres.

Salí por la verja de atrás y recogí el coche en el callejón. En el frenesí en que habíamos estado todos desde la noche anterior, nadie había hablado de ir a comprobar si Petra estaba en su casa, drogada o… muerta. Mi primera parada sería en su apartamento; después, me dirigiría al Southside.

No había tenido tiempo de cambiar el amasijo de plástico fundido de mi cartera por un permiso de conducir nuevo, y no quería pasarme una hora explicándoselo a algún agente de tráfico, así que cubrí los escasos kilómetros entre mi casa y la de Petra ciñéndome al límite de cincuenta por hora, me detuve en todas las señales de stop e incluso frené cuando el semáforo se ponía en ámbar.

Mis ganzúas seguían en la guantera. Llamé al timbre de mi prima, pero no hubo respuesta, aunque lo hice sonar unos buenos treinta segundos. No quería que me vieran empleando mis herramientas a plena luz del día, por lo que entré por el probado sistema de llamar a todos los timbres del edificio. Normalmente, siempre hay alguien lo bastante confiado como para abrir a cualquiera y tuve suerte con el tercero que pulsé.

Corrí a la escalera y subí los peldaños de dos en dos hasta el cuarto piso. Cuando llegué a la puerta de Petra, me dolía el costado de los golpes que me iba dando la pistola que llevaba al cinto. La mujer que me había franqueado el paso gritaba por la escalera e hice un esfuerzo por templar la voz para responderle con una disculpa: me había equivocado de puerta. La voz de una mujer blanca educada la tranquilizó y murmuró una réplica. Oí que cerraba la puerta y me arrodillé ante la cerradura del piso de mi prima.

Me temblaban las manos. Iba despacio, agotadoramente despacio, y los guantes de algodón no dejaban de resbalar en las ganzúas. Me los quité, pero seguía sintiendo los dedos como si revolviera melaza con ellos.

Cuando entré finalmente, el apartamento estaba más silencioso que una iglesia. Un grifo goteaba en alguna parte. El tintineo del agua al caer era el único sonido que capté. Me descubrí cruzando de puntillas la gran habitación que constituía la mayor parte del piso, buscando alguna señal de mi prima o algo que me diera una pista de dónde había ido.

Petra no se había molestado mucho en amueblar la estancia. Tenía un sofá demasiado relleno, uno de esos armatostes como sacos, cubierto con una especie de dril gris oscuro. En su centro descansaba un oso de peluche enorme que miraba por la ventana con una sonrisa triste en la cara. Sus grandes ojos de plástico me pusieron nerviosa. Al final, lo puse boca abajo.

Había un televisor sobre una mesita con ruedas, otra mesa de ordenador rodante y un sillón a juego con el sofá. En la larga hilera de ventanas no había cortinas, sólo las persianas que venían con el apartamento.

Sólo había estado allí la noche que le había abierto la puerta, por lo que no tenía idea de qué podía faltar, si se había marchado por su propia voluntad. En el baño no había medicinas, pero el cepillo eléctrico y el irrigador bucal seguían en sus bases. El tubo de pasta de dientes estaba enrollado meticulosamente desde abajo.

En la parte donde dormía, Petra tenía un futón y un tocador. Vi una muda de ropa tirada de cualquier manera sobre el futón, rozando el suelo, y más prendas, unas mal colgadas de sus perchas y otras directamente caídas al suelo.

Un juego de cestas de mimbre junto a la cama contenía libros, revistas y una caja de preservativos. Tuve curiosidad por saber con quién estaba saliendo, o si la caja sólo estaba allí por seguridad. Hojeé El diario perdido de don Juan con la esperanza de que cayera del libro un diario perdido de Petra Warshawski, pero no vi nada de su puño y letra, ni siquiera un talonario de cheques. Con alguien de la generación Milenio, una nunca sabe si eso significa que se ha fugado llevándose el talonario, o si hace todas sus operaciones bancarias por internet.

Pero si algo esperaba encontrar era su portátil, para ver qué correos había enviado y a quién. Aunque Petra parecía hacer la mayor parte de sus comunicaciones por mensajes de texto, un ordenador podía guardar documentos más extensos, que me dieran una clave de lo que estaba haciendo. Por lo menos, podía ver qué páginas web había visitado últimamente.

La habitación grande daba paso a una cocina con una isla central embaldosada para trabajar y una gran cocina de vitrocerámica, con horno y una campana extractora grande como la de un restaurante. Los espléndidos electrodomésticos parecían un despilfarro en mi prima. En el frigorífico había vino, yogur de arándanos y poco más. Seguramente, por la mañana cogía un yogur y se lo tomaba en el autobús. A la hora del almuerzo, compraba un bocadillo y se lo comía en el trabajo. Y, por la noche, el grupo de amigos que se habría hecho salía a cenar a un tailandés o a un mexicano. Por lo menos, eso imaginé.

Una puerta, al lado del frigorífico, conducía a un pequeño rellano y una escalera de incendios. Cuando abrí, la puerta saltó de sus goznes inopinadamente y cayó al suelo. Me aparté de un salto justo a tiempo de que no me diera en la cabeza.

El ruido, la sorpresa de que la puerta se derrumbara al tocarla… Me apoyé en la encimera central, temblando. Cuando noté el corazón más o menos normal, vi que empuñaba la pistola en mi mano diestra. No me había dado cuenta de que la desenfundaba.

Quien había entrado por la parte de atrás no se había molestado en sutilezas como usar una ganzúa; sencillamente, habían hecho saltar los goznes del marco con una palanca y, al marcharse, habían dejado la puerta más o menos en su sitio.

¿Qué se habían llevado? ¿El ordenador? ¿A mi prima, a punta de pistola? Salí a la escalera de incendios y bajé los peldaños. En un rellano encontré colillas de cigarrillo, pero parecían antiguas, dejadas por un fumador al que habían mandado fuera a darle al vicio y no por un observador reciente. La escalera terminaba en una zona asfaltada que quedaba separada del callejón por una valla alta con un portón. Lo abrí. El pasador estaba echado, pero al otro lado de la valla había una batería de aparcamientos y el intruso podía haber esperado allí a que alguien aparcara para, sencillamente, entrar detrás de él.

Dejé abierto el portón y recorrí la calleja. El reluciente Pathfinder de mi prima seguía allí, bien cerrado. Lo abrí y busqué entre las multas y los envases de bebidas. Me puse de rodillas y miré debajo de los asientos y en la guantera, en el compartimento del neumático de repuesto, debajo del capó y de los parachoques. Detecté que Petra bebía un montón de batidos de fruta y agua embotellada, que no le iban los refrescos, que comía en El Gato Loco y que era descuidada con los recibos de las compras con tarjeta de crédito. Después de investigar el callejón, lo único que constaté, aparte de eso, fue que la gente bebía de noche y no se molestaba en buscar una papelera para los envases vacíos.

Volví al piso de Petra por la escalera de incendios. Tenía que hacer algo respecto a la puerta rota. Cuando abandonaba el edificio por la entrada principal, vi el nombre del administrador de la finca en una placa. Telefoneé para informar del desperfecto y, a continuación, hice una llamada a Bobby Mallory para decirle que alguien había entrado en el apartamento de Petra.

– Ese «alguien» no serías tú, ¿verdad, Vicki?

– Rompieron la puerta trasera para entrar. He estado allí hace un momento para ver qué podía faltar en el piso y me pregunto si le robarían el ordenador. O si tal vez la obligaron a punta de pistola a franquearles la entrada en mi oficina.

Bobby me interrogó sobre lo que se proponían hacer mis tíos. Cuando le dije que tenían una reunión con el FBI por la mañana, se mostró escéptico. El Buró, dijo, estaba demasiado ocupado en la vigilancia antiterrorista. Bobby no creía que pudieran encontrara Petra aunque la hubiesen secuestrado.

Sus comentarios no hicieron sino incrementar mi propio nivel de terror. Deseé saber si mi siguiente paso era o no una pérdida de tiempo. El miedo te paraliza, te dificulta actuar de manera creativa.

Había recorrido ya tres manzanas al volante cuando me di cuenta de que me seguían. Después de la bomba de humo, de los asaltos a mi casa y al despacho y de la desaparición de Petra, debía tomar triples precauciones y asegurarme de que nadie había puesto micrófonos o bombas en el coche antes de montar en él o, antes de entrar en algún sitio, dar un par de vueltas a la manzana para asegurarme de que no me seguían. Y fue ese sexto sentido que había desarrollado a lo largo de los años de profesión el que me hizo reparar en que el mensajero de la bicicleta, el mismo que venía pedaleando detrás de mí cuando iba de camino a casa de Petra, volvía a estar en mi retrovisor.

La bicicleta era una magnífica manera de seguir a alguien en la ciudad, pues podía reaccionar más deprisa que un coche a cualquier maniobra que yo hiciera. Por supuesto, no podía seguirme en una vía rápida como Lake Shore Drive, pero cualquiera que tuviese la astucia de emplear un mensajero para hacer un seguimiento debía de contar con un par de coches de apoyo.

Fingí que no me había dado cuenta y me incorporé a la autovía. No me molesté en comprobar si me seguían entre el tráfico. Si querían que los descubriera, se dejarían ver. Si no, la mejor estrategia que podía adoptar era no intentar esquivarlos ahora.

Tomé la primera salida del centro y me detuve en el segundo hotel que encontré. Dejé el coche al chico de la puerta, después de explicarle que acudía a una reunión y que no me alojaba en el hotel, y entré.

Los hoteles y rascacielos del lado este del Loop están conectados por una red de pasillos subterráneos. Bajé las escaleras mecánicas del vestíbulo, me escabullí detrás de una columna y me arrodillé. No vi bajar a nadie detrás de mí, pero aun así me quité el sombrero a lo Escarlata O'Hara, que me hacía tan fácil de seguir, y lo dejé en una gran maceta, detrás de una palmera.

Esperé hasta que bajó un grupo de mujeres, charlando y riendo, y cuando estuvo a mi altura me sumé a ellas de modo que parecíamos caminar por el pasillo todas juntas. Las mujeres se dispersaron por una de las zonas subterráneas de locales de comida para llevar.

Me colé rápidamente en una tienda de regalos contigua y compré una gorra de los Cubs. Dediqué un buen rato a subir y bajar escaleras mecánicas, me detuve a tomar un yogur helado y en ningún momento vi el mismo rostro dos veces. Compré una sudadera roja con la leyenda chicago en otra tienda de regalos y me la puse por encima de la chaqueta de lino. Aunque el peso de la prenda bajo el calor del día me hizo sentir como si estuviera enfundada en un burka, con ella no era reconocible al instante.

Todavía en la red de subterráneos, me encaminé finalmente a mi destino original: la estación Illinois Central. Faltaban veinte minutos para el siguiente tren al South Side. Saqué un billete y esperé cerca de la puerta que conducía a las vías. Cuando se anunció mi tren, esperé hasta el último momento antes de cruzar la barrera y tomar la escalera. Me pareció que no me seguía nadie, pero nunca se sabe.

El lento trayecto al South Side fue como un viaje hacia atrás en el tiempo a través de mi vida. Era el trayecto que había hecho tantísimas veces con mi madre cuando era niña, pasando por delante de la Universidad de Chicago, donde mi madre quería que estudiase. «Lo mejor, Victoria. Tú debes tener lo mejor», decía cuando el tren se detenía allí y los estudiantes se apeaban.

La calle Noventa y uno. Final de la línea. El anuncio del revisor me provocó cierta desolación. Aquí termina la vida, pensé. Recorrí a pie las cuatro manzanas desde la estación hasta mi antigua casa.

Por lo menos, aquella mañana no estaban visibles el nieto de la señora Andarra y sus amigos, aunque pasé junto a un par de hombres con aspecto de indigentes que bebían de una botella envuelta en una bolsa de papel marrón, sentados en el bordillo de la acera. En alguna parte, por el estéreo de un coche sonaba un contrabajo tan potente que el aire vibraba con sus notas.

Cuando llegué ante mi vieja casa, observé los tablones que tapaban la ventana por la que habían arrojado la bomba de humo. Los prismas de la parte superior también estaban hechos añicos. Me fijé, entonces, en el farolillo de cristal decorativo que colgaba sobre la puerta principal y que todavía estaba intacto.

Llamé al timbre. Al cabo de unos minutos, cuando ya pensaba que la mujer había salido, la señora Andarra abrió la puerta lo que permitía la robusta cadena de seguridad.

– Esta ventana -farfullé en mi mal español, señalando el farolillo-. Mi madre amó esta ventana también.

Mi declaración no hizo sonreír a la mujer, pero al menos evitó que me cerrara la puerta en las narices. Recurriendo a mis cuatro palabras de español, mezcladas con inglés y algo de italiano, intenté explicar que era detective y que tenía unas fotografías que quería enseñarle. ¿Sería tan amable de echarles una mirada y decirme si alguna de las personas que aparecían en ellas había estado en su casa cuando habían arrojado la bomba por la ventana?

Mientras yo hablaba, no dejó de observarme por la rendija de la puerta, con una expresión ceñuda en el rostro de color nuez. Cuando terminé mis explicaciones, la señora Andarra aceptó la carpeta que le ofrecía. Como ya me temía, señaló a Petra sin el menor titubeo.

– ¿Es su hija? -preguntó.

Estaba harta de que todo el mundo pensara que Petra era hija mía, por lo que expliqué lacónicamente nuestro parentesco.

– Mi prima. ¿Y los hombres?

Me pareció que prestaba especial atención a la foto de Alito con Strangwell, pero no tenía modo de estar segura. Finalmente, la mujer movió la cabeza y dijo que no conocía a ninguno de ellos, ni los había visto. Regresé andando a la estación a esperar que el siguiente tren en dirección norte me devolviera a la civilización, o lo que fuese.