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Desde el tren, llamé a la comisaría del Distrito Cuarto para hablar con Conrad Rawlings. Por supuesto, debería haber ido a verlo antes de visitar a la señora Andarra, pero me había parecido que no podía perder el tiempo pidiendo el permiso de la policía para hablar con gente de la órbita de mi prima.
Conrad, como era de esperar, estaba molesto. Sin embargo, había visto las noticias sobre Petra y estaba más interesado en averiguar por qué se encontraba ella en la escena de un crimen cometido en su jurisdicción, que en recriminarme a mí que no lo hubiera llamado antes.
– ¿Deseas darnos el nombre de alguien más a quien se pueda situar en la escena del crimen? Ya sabes que los policías no podemos obligar a responder. Las leyes nos impiden obtener respuestas a preguntas que podrían ayudar a resolver delitos. Pero si te apetece contarnos algo…
Hice caso omiso del tono de sarcasmo y contesté:
– Le he enseñado a la señora Andarra una foto de Larry Alito con Les Strangwell, pero no ha creído reconocerlos.
– Deletrea los nombres.
Lo oí teclear ante el ordenador.
– ¿Conoces algún motivo especial por el que un policía y un político (un político que apesta, por lo que he encontrado en Google) habrían de estar involucrados en una invasión de domicilio de tres al cuarto?
– Alito es ex policía y está husmeando en esta historia en alguna parte, de alguna manera. Strangwell es el jefe de mi prima en la campaña de Krumas.
– ¿Y sólo por eso sospechas que es un villano? ¿Porque cualquiera que intente mandar a las mujeres Warshawski tiene que ser un criminal?
– No puedo hablar de esto ahora. No puedo, mientras tú me hables con ese tono hostil y yo esté loca de preocupación.
Colgué. Una detective loca de preocupación es inútil. Me descalcé, levanté los pies y me senté con las piernas cruzadas en el asiento. Hice varias inspiraciones lentas y profundas e intenté vaciar de miedos mi mente, para llenarla con una lista útil de cosas por hacer.
La policía y el FBI habían recorrido la calle donde tenía el despacho para ver si alguien podía describir a los hombres que acompañaban a Petra o, al menos, el coche que llevaban… si es que iban en coche. Naturalmente, no compartirían los resultados conmigo. No quería volver a dar todos aquellos pasos por mi cuenta: en aquella parte de Milwaukee debía de haber varios cientos de personas, entre comercios y viviendas. Pero podía hablar con Elton Grainger. No logré recordar si lo había visto el día anterior. Normalmente, durante el día estaba en el café del otro lado de la calle y quizá se acordara de haber visto a Petra con su séquito, si no estaba demasiado borracho.
La compañera de habitación de Petra en la facultad, Kelsey Ingalls. Mi tía no quería darme su número de teléfono, pero Kelsey podía ser la persona a la que Petra le contara sus confidencias. Seguramente, podría dar con ella en alguna de las bases de datos a las que estaba suscrita.
Las dos tareas exigían que pasara por mi despacho, pero, cuando el tren se detuvo en la estación de Randolph Street, me di cuenta de que estaba debajo del edificio donde tenía su sede central la campaña de Krumas. Quizá Petra había confiado en un compañero de trabajo. Quizá Les Strangwell me diría en qué había estado trabajando mi prima. ¿Qué era lo que había dicho la hija de Johnny? Suficientes «quizás» para construir una teoría nueva.
Recorrí el laberinto de pasillos subterráneos y encontré mi sombrero donde lo había dejado, escondido detrás de la palmera de la maceta. No era un tanto a favor del personal de limpieza, pero me facilitó las cosas. Guardé la gorra de los Cubs y la sudadera de CHICAGO en el portafolios. Me había olvidado otra vez de la pelota de béisbol. Allí estaba, también. Con todo aquello dentro, el portafolios abultaba tanto que no pude cerrarlo del todo.
Me presenté al guardia del vestíbulo, que telefoneó a la oficina de la campaña. Pronunció notablemente bien mi apellido y pensé que Petra debía haberlo acostumbrado a él. El guardia inspeccionó mi pasaporte, imprimió un pase y me indicó los ascensores que me llevarían a la planta 41.
Cuando salí del ascensor, apenas tuve tiempo de admirar los grandes carteles en rojo, blanco y azul, con la brillante sonrisa de Brian y sus ojos intensos. Una mujer de treinta y tantos, con una mata de rizos pelirrojos, cruzó apresuradamente las puertas dobles de cristal para recibirme. Vestía desenfadadamente, una camisa amarilla cuyos faldones asomaban en parte sobre una falda estampada de flores, y empezó a hablar casi antes de que las puertas estuvieran abiertas.
– ¿Dónde te…? ¡Oh! ¿Quién es usted? -La mujer, que hasta aquel momento agitaba las manos en gesto de irritación, las dejó caer a los costados, flácidas.
– V.I. Warshawski… ¿Y usted?
– ¡Ah, la prima de Petra, la detective! Petra olvida su identificación cada dos por tres y tienen que llamar de recepción para que la autoricemos a pasar. He pensado que eso significaba que por fin aparecía. ¿Dónde está?
– Me gustaría saberlo. Quiero averiguar en qué andaba trabajando para ver si me da alguna pista sobre dónde puede haber ido.
La mujer echó una mirada titubeante a las puertas de cristal.
– Quizá será mejor que pregunte al señor Strangwell. Últimamente, ha trabajado más para él que para mí.
– ¿Y usted es…? -Entrecerré los ojos, tratando de recordar si Petra había mencionado alguna vez el nombre de su jefa.
– Tania Crandon. Dirijo el Ciberbatallón, que es donde empezó Petra. Ahora es tan importante que ya sólo recibe órdenes del señor Strangwell -añadió. Cuando se dio cuenta de lo resentida que parecía, el cuello y el escote se le sonrojaron de esa manera, a ronchas, que aflige a la gente de piel muy blanca.
Llevaba la tarjeta de identificación en torno al cuello y la acercó a un lector situado junto a las puertas. Cuando se abrieron con un chasquido, la seguí al centro de mando de la campaña. Su móvil emitió un pitido para anunciar que tenía mensajes entrantes. Los leyó y escribió respuestas mientras pasábamos entre los voluntarios de la campaña. Éstos se congregaban en torno a pantallas de ordenador, discutían en los rincones, atendían teléfonos fijos y móviles y se comunicaban noticias a gritos por encima de los paneles que los separaban.
Allí, la señora Crandon parecía de la tercera edad. La mayoría del personal no era mayor que Petra y todos, sin distingos de raza o género, parecían compartir la energía exuberante de mi prima. Tal vez iba en serio que Krumas señalaba un cambio en la política al uso de Illinois.
Varios jóvenes se acercaron a Tania con preguntas. Uno pidió por mi prima. Sin ella, no podían dar información acerca de unos rumores sobre prospecciones petrolíferas en el bosque nacional Shawnee, ya que la investigación la había hecho Petra.
– Ven a verme después del almuerzo -le dijo Tania-. Tendré algo para ti entonces.
Nos dirigimos al rincón sudoeste de la planta. Aquella zona, con una fila de despachos a lo largo de la pared sur, estaba más tranquila. El despacho grande de la esquina tenía una antesala, donde una secretaria manejaba la centralita telefónica con la desenvoltura de George Solti dirigiendo la orquesta. Tania se inclinó hacia ella y le murmuró algo al oído. La secretaria me miró con sorpresa, hizo una llamada, pulsó una tecla en el ordenador de la mesa y abrió la puerta del despacho.
Tania entró con ella, pegada a sus talones. La puerta se cerró tan deprisa que no me dio tiempo a ver el interior, pero no tanto como para no oír la voz airada de mi tío, hablando en ásperos gritos. Así pues, Peter también quería saber qué le había encargado hacer Strangwell a su hija. Aquello me favorecía. Probablemente, el político sería más considerado con el padre que con la prima detective.
Unos cuantos sillones frente a las ventanas proporcionaban a los visitantes una vista del Frijol, la gran escultura de Millenium Park en cuyas curvas de acero inoxidable se ven reflejados el cielo, la ciudad y una misma. Me detuve un momento allí, observando a los turistas que se fotografiaban delante del monumento, pero la luz era tan fuerte que tuve que ponerme las gafas de sol, y con ellas no veía gran cosa.
Transcurrieron los minutos y dejé la ventana. Probé a abrir la puerta del despacho, pero estaba cerrada. Torcí el gesto y abandoné la zona en busca del Ciberbatallón. De pronto, tenía la sensación de que, si no encontraba a los compañeros de trabajo de Petra en aquel momento, me echarían de allí antes de que pudiera hablar con ellos.
Los voluntarios de la campaña estaban absortos en conversaciones, en mandar mensajes de texto o en hablar por el móvil. Por fin, un joven que me prestó atención me dijo que el Ciberbatallón estaba en el Sector 8.
– ¿Y por dónde se va al Sector 8?
– Aquí nos repartimos por plataformas. Comunicaciones ocupa la plataforma 1, la más próxima a los ascensores. En la plataforma 2 está Investigación y Desarrollo. El Sector 8, donde se ubica el Ciberbatallón, está a caballo entre las dos.
Tras esto, el joven dio por terminada la conversación y volvió a concentrarse en su ordenador.
Plataformas, sectores: era evidente que aquella gente había crecido jugando a demasiados juegos de ciencia ficción en sus consolas. La energía y la concentración de los voluntarios, que me habían parecido entretenidas al principio, empezaban a irritarme.
Cuando encontré por fin el Sector 8, vi a la chica que antes buscaba la información de Petra sobre las prospecciones petrolíferas en el parque forestal Shawnee. Unos cinco jóvenes -era difícil contarlos porque no pasaban mucho rato quietos- trabajaban en los ordenadores. Alguno de ellos tecleaba frenéticamente durante unos instantes; gritaba, «te mando esto, léelo antes de que lo cuelgue» y se levantaba. Enseguida, dos o tres voluntarios se levantaban de sus puestos, miraban lo que había en la pantalla, se sentaban a teclear un comentario y volvían a su sitio.
Finalmente, conseguí que me prestara atención un muchacho con un mechón de pelo negro que le caía ante los ojos.
– Petra Warshawski -dije.
– ¿Petra? No está. Ha desaparecido. Dicen que la han secuestrado.
Las palabras mágicas atrajeron a todo el grupo a la mesa del muchacho y se inició una discusión sobre si estaba secuestrada o en alguna misión secreta para Strangwell.
– Petra podría estar haciendo un trabajo confidencial para el Estrangulador -apuntó una chica que lucía varios piercings-. Nunca explica nada de lo que le encarga.
– ¿Dirigir un grupo de matones, tal vez? -sugirió el único afroamericano del grupo.
– El Estrangulador no tendría inconveniente en ametrallar a toda la oposición a plena luz del día -dijo la chica de los piercings-. Para eso no sería necesario trabajar clandestinamente.
– ¿Con quién hablaría Petra si tuviera que solucionar un problema difícil? -intervine.
Mi pregunta hizo que el grupo callara unos momentos, hasta que una chica vestida con vaqueros y varias capas de camisetas de tirantes respondió:
– Aquí no trabajamos así. Es más como si… Uno plantea, «¿cómo hago esto?», y lo discutimos entre todos y aportamos distintas ideas. La campaña de Brian habla de cambio, no de gloria personal. Por eso, aquí todos trabajamos en equipo.
– ¿Y si Petra tuviera un problema personal? -insistí.
– No he notado nunca que los tuviera -dijo el afroamericano-. Por lo menos, antes de que el Estrangulador la sacara del equipo. Entonces, no sé si se le subió a la cabeza lo de trabajar para él, o si le pidió que hiciese algo que no le gustaba, pero dejó de salir a cenar con nosotros después del trabajo. No sabemos qué hace ni con quién habla.
– El Estrangulador es un auténtico genio de la organización -apuntó el primer joven con el que había hablado.
– Desde luego -asintió el afroamericano-. Pero no te gustaría ir con él a El Gato Loco, ¿verdad?
La chica de los pendientes se rió. Otra muchacha se acercó a preguntar quién se apuntaba a almorzar. Antes de que se marcharan todos, repartí unas cuantas tarjetas.
– Soy su prima. Petra ha desaparecido en unas circunstancias que me tienen muy preocupada. Y la policía de Chicago y el FBI están sobre el asunto también, por lo que me extraña que no hayan venido a hablar con vosotros. Si se os ocurre alguien en quien Petra pudiera confiar, o algo que haya dicho que pudiera indicarme por qué se ha esfumado, llamadme, por favor.
Antes de que terminara de hablar, ya estaban enviando correos con gran excitación. La policía, el FBI…: aquello era demasiado emocionante para no contárselo a alguien.
Regresé despacio a la esquina de la planta donde Strangwell, el Estrangulador, tenía su despacho. Aquellos jóvenes admiraban al jefe, pero le tenían miedo. Y, al mismo tiempo, estaban envidiosos de Petra porque la había escogido para trabajar con él.
Ahora, la puerta del despacho estaba abierta y Tania Crandon se encontraba en la antesala, ocupada con el móvil. La secretaria estaba de pie al lado de su mesa, hablando por el teléfono fijo. Strangwell observaba desde el quicio de la puerta, ceñudo.
– No sabíamos qué había sido de usted. -Tania guardó el teléfono.
– Ya. Esto es muy grande y es fácil perderse. -Sonreí amigablemente-. Quería hablar con los colegas de Petra para saber si se ha puesto en contacto con alguno de ellos.
– ¿Y lo ha hecho? -preguntó Strangwell.
– Creo que no. Dicen que se volvió muy reservada cuando empezó a trabajar para usted. ¿Fue una de las condiciones que le puso?
Los ojos fríos del hombre se volvieron un poco más gélidos.
– Por supuesto, espero que todo el que trabaje para mí proteja la confidencialidad de nuestros clientes. El hecho de que los del Ciberbatallón hablaran con usted sin permiso me hace pensar que no he sido suficientemente claro en comunicar esta regla.
Tania Crandon volvió a sonrojarse. Era evidente que el Estrangulador le achacaba a ella la culpa de que su equipo hubiese estado de conversación conmigo. Empezó a balbucear una disculpa, pero yo la interrumpí.
– Tiene usted un equipo joven y dinámico. Me parece que si reprime su espontaneidad, perderá las mejores cualidades de su trabajo. Soy V.I. War…
– Ya sé quién es. Su tío está aquí. Todos querríamos hablar con usted para asegurarnos de que no hará nada que pueda comprometer nuestra capacidad de encontrar a Petra.
No supe si se mostraba tan desagradable conmigo por haber hablado con sus colaboradores o porque era prima de Petra y ella había desaparecido de su entorno, o porque era su carácter, pero lo seguí a su despacho. Sabía que Peter estaba allí, desde luego, y no me sorprendió ver también a George Dornick, quien aconsejaba al candidato en temas de seguridad, pero me quedé pasmada al encontrarme, asimismo, ante Harvey Krumas.
De los cuatro hombres, Strangwell era el único que parecía sentirse a gusto, y sus ojos fríos y astutos me observaron para ver mi reacción al grupo. Harvey y Peter se sonrojaron, pero no logré descifrar si de cólera, temor u otra emoción. Incluso Dornick, hecho un pincel con su traje de shantung gris perla y camisa rosa, parecía incómodo.
Intervine antes de que Strangwell pudiera tomar el control completo del encuentro.
– Señor Krumas, nos conocimos en la fiesta de recogida de fondos de su hijo en el Navy Pier. George, ¿está aquí para sumarse a los esfuerzos de la policía por encontrar a Petra? Señor Strangwell, ¿puede contarnos en qué ha estado trabajando Petra los últimos diez días, aproximadamente? La han visto en lugares bastante raros y me ayudaría saber si la enviaba usted o iba por su cuenta.
– ¿Lugares raros? -dijo Dornick-. ¿Como cuáles?
– Como el Centro Libertad Aguas Impetuosas, unas noches después de que arrojaran las bombas incendiarias contra el local. -Me toqué el rostro sin darme cuenta-. Y como la casa de mi infancia, la noche que alguien arrojó una bomba de humo por la ventana.
– ¡Petra ni se acercaría por el South Side, a menos que tú la llevaras! -intervino mi tío-. ¡Maldita sea, Vic, si la has puesto ante una banda de maleantes…!
No obstante, a su explosión de cólera le faltó convicción, pues dejó que Dornick lo cortara a media frase.
– Strangwell dice que Petra hacía de detective para ti, Vicki.
– Vic -lo corregí.
Les Strangwell no hizo caso:
– Tuve que leerle la cartilla a Petra cuando descubrí que buscaba información para Vicki aquí, en horas de trabajo. Lo siento, Peter. Ahora, no puedo dejar de preguntarme si heriría su orgullo y la empujaría a desaparecer.
– No es que Petra sea hipersensible -dijo mi tío-, pero es usted un hijo de puta tan insensible, Strangwell, que tal vez fue más cruel de lo que usted mismo se daba cuenta en ese momento.
– Vaya coro tan extraño -dije, intentando no perder la calma porque me impediría ser ecuánime-. ¿Es eso lo que han estado haciendo mientras esperaba? ¿Ponerse de acuerdo en la letra y la música? ¿Petra salió corriendo porque Strangwell fue demasiado duro con ella? Yo le di un buen rapapolvo por haber hurgado en mis cosas personales y lo encajó sin el menor pestañeo, ¿y ahora me quieren convencer de que podría haberse esfumado porque su jefe hirió sus sentimientos?
– George está organizando un equipo -dijo Harvey Krumas-. Mire, Vic, sabemos cuánto quiere a su prima, pero alguien como usted, más que ayudarnos, nos perjudicará.
– ¿Qué significa eso de «alguien como yo»?
– Es usted una investigadora solitaria bastante ineficaz -afirmó Strangwell, tajante-. Ha sido incapaz de encontrar a una persona a la que lleva buscando desde hace más de un mes. Pero sí ha conseguido que mataran a una monja maravillosa…
Encajé el golpe exactamente donde él pretendía, justo debajo del diafragma, en ese punto donde tus entrañas se hacen un puño cuando piensas en todos los terribles errores que has cometido.
– Estoy impresionada de que se haya tomado tantas molestias en averiguar lo que hago. -Procuré mantener la voz firme-. De todos modos, no creo que deba desdeñar mi profesión.
– ¡No quiero que hagas nada! -Mi tío estaba al borde de las lágrimas-. Rachel se ha marchado para estar con las chicas y yo lo dejo todo en manos de George. El se encarga.
– ¿Qué te dijo Derek Hatfield cuando hablaste con el FBI? -pregunté-. ¿A él también le parece bien que el equipo de George se encargue de la investigación?
– Están sobrecargados de trabajo, Vicki -dijo Dornick-. Pondrán a trabajar a algunos agentes, desde luego, pero Hatfield sabe lo que puedo hacer y sabe que puede confiar en que mis hombres actuarán debidamente si resulta que estamos ante un caso de secuestro o de toma de rehenes.
Miré a mi tío:
– Petra suele llamar a Rachel una vez al día, por lo menos. ¿Se ha puesto en contacto en algún momento?
Hizo un gesto rudo, vacío.
– Cada vez que llamamos, sale el buzón de voz. ¿Por qué no puede contestar…?
– Parece que se ha agotado la batería -apuntó Dornick.
– Así pues, han usado los monitores de GPS para seguirla. -Enarqué las cejas-. ¿Dónde localizaron la última señal?
Dornick apretó los labios. No había querido revelarme que estaba siguiendo a Petra, pero no intentó enmendar el entuerto intentando negarlo.
– No nos pusimos a trabajar hasta esta mañana, así que no sabemos dónde fue después de escapar por la puerta de atrás de tu casa.
– Y ahora que tiene el consentimiento de Hatfield para que se encargue de la investigación el sector privado, ¿qué planes tiene?
Dornick esbozó una sonrisa:
– Lo primero que haremos, naturalmente, será interrogar a Merton.
– ¿De veras piensa que los Anacondas están involucrados en esto, Georgie?
Él se sonrojó al oír el diminutivo.
– No seas ingenua, Vicki… Vic. Sabes perfectamente que, a pesar de cumplir cadena perpetua en Stateville, Merton controla una buena parte de los barrios del sur y el oeste de la ciudad. Drogas, prostitución, robos de documentación. Podemos apretarlo donde duele.
– ¿Y dónde sería eso? -pregunté educadamente-. No puede cumplir más condena de la que ya tiene.
– Merton está muy orgulloso de su hija. Podemos presionarlo con ella.
– No pensaba que estuvieran tan unidos -apunté.
– Eso no significa que no se podrían como una furia si el bufete de abogados donde trabaja decidiera que la chica es un riesgo para la seguridad -dijo Dornick.
– Y si resulta que Merton no tiene nada que ver con la desaparición de Petra, ¿restituirán su buena fama a Dayo Merton y se ocuparán de que encuentre otro trabajo tan bueno como el que tiene ahora? -pregunté, y añadí, dirigiéndome a mi tío-: ¿Es así como querrías que trataran a Petra?
– Si ese hombre está detrás de su desaparición, ya está tratándola…
– Está bien. Así que empezarás apretándole las tuercas al Martillo. Y al mismo tiempo, por si acaso…
– Hablaremos con algunos Anacondas que le guardaban rencor a…, bien, digamos que a tu padre. Gente como ese Steve Sawyer al que has estado buscando.
– ¿Saben dónde está?
En los labios de Dornick se dibujó una leve sonrisa, de superioridad sobre todo.
– Tengo bastante confianza en que podré dar con él.
– Y también hablaremos con usted, Vic -dijo Strangwell-. Tenemos que saber qué trabajos le hacía Petra.
Peter miraba a Harvey Krumas con una expresión extraña, casi de súplica. Me pareció que los dos hombres contenían la respiración, pendientes de mi respuesta.
– Nada, en realidad. -Hablé despacio, estudiando sus rostros e intentando adivinar qué esperaban oír-. Cuando resulté herida en el incendio en que murió la hermana Trances, me lesioné los ojos. Me recomendaron que no mirara una pantalla de ordenador durante unos días y Petra se ofreció a buscar una dirección en una de mis bases de datos. Luego, me dijo que Strangwell la tenía muy ocupada y que no podía hacer la búsqueda.
– ¿Está diciendo la verdad? -preguntó Harvey Krumas.
– Mire, señor Krumas, es inútil que pregunte eso. Si le digo que sí, ¿me creerá? ¿Y por qué razón habría de decir que no? Además, ¿por qué se preocupa por eso? Son datos de fácil acceso para el público en general. ¿Qué importa si Petra los vio o no?
Antes de que ninguno de los hombres pudiera decir nada, se oyó una exclamación apagada al otro lado de la puerta y el chasquido de la cerradura. La puerta se abrió y entró en el despacho el candidato en persona.