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36 ¿Qué demonios ocurre?

Dejé a los hombres parando taxis en Michigan Avenue. Quería perderlos de vista a los tres antes de recuperar mi coche, pero aun así no fui directamente, sino que tomé un autobús en Michigan hasta el extremo meridional de Grant Park, donde sólo un puñado de turistas pasaba junto a los sin techo tumbados en la hierba y sería más fácil ver si tenía compañía.

Todo lo ocurrido en la reunión de la que acababa de salir había disparado múltiples alarmas. ¿Por qué Peter, en vez de estar con su esposa, o hablando con la policía, se había reunido con Harvey Krumas y George Dornick en la oficina del político más temido de Chicago? Y allí se habían repetido las advertencias de que no me metiera en la búsqueda de Petra, como si supiesen dónde estaba o tal vez hubieran recibido una amenaza o alguien hubiera pedido un rescate.

Hasta que me senté al pie de la estatua, en la corta escalinata, no me di cuenta de lo cansada que estaba. Utilicé la sudadera roja que llevaba en la cartera como almohada, me apoyé en gastados peldaños de cemento y cerré los ojos.

Para Peter, la pelota de béisbol tenía un significado importante, incluso devastador. Tanto Harvey Krumas como Dornick sabían de la existencia de aquella pelota, eso había quedado claro a través de sus reacciones. A Petra le habían ordenado que me la quitase. Por eso se había comportado de una manera tan extraña y me había contado aquella torpe excusa de que la quería para regalársela a su padre por su cumpleaños. Dornick o Krumas, o incluso Strangwell, sabían que yo la tenía porque, probablemente, Petra lo había contado en la oficina.

Casi oí su risa explosiva mientras informaba de ello a sus compañeros de plataforma en el Ciberbatallón: «¿Podéis creer que pensaba que los White Sox habían puesto a una mujer de segunda base? Si papá supiera que yo no conocía al tal Nellie Fox, me desheredaría. Mi prima dice que fue una gran estrella hace un siglo.»

Todos los colaboradores de la generación Milenio se pasaban la vida mandando mensajes de texto o escribiendo en Twitter. Nellie Fox, el jugador transexual, se habría convertido ese día en parte de las bromas de Twitter. Eso resultaba fácil de imaginar. Y, ¿a quién habían llegado esas palabras? ¿Al candidato? ¿Al Estrangulador de Chicago? ¿Al padre del candidato? Uno de ellos le dijo a Petra que tenía que quitarle la pelota.

Eso no me costaba imaginarlo, pero ignoraba si la pelota era lo que buscaban los matones que habían revuelto mi casa y mi oficina. ¿Por qué se habían llevado la foto del equipo de softball si lo que querían era la pelota?

– No tiene ningún sentido -dije en voz alta, de tan perdida que estaba en mis pensamientos.

– Eso es lo que yo he dicho siempre, que no tiene ningún sentido. Esos cohetes que mandan al espacio están alterando el clima. Y luego utilizan los teléfonos móviles para vigilarte y ver si sabes lo que se llevan entre manos.

El tipo que habló estaba al otro lado de la base de la estatua, en otro corto tramo de escaleras. Cuando se dio cuenta de que lo escuchaba, me pidió una limosna para poder comer algo. Lo miré sin verlo. «Utilizan los teléfonos móviles para vigilarte.»

Me estaban vigilando. Aquella mañana, me habían seguido. ¿Vigilaban también a Petra? Maldita sea, primita, ¿para quién estás trabajando? No trabajaba para Dornick. De otro modo, éste habría sabido dónde estaba. Tal vez lo sabía. Quizá, precisamente por eso, no quería que yo la buscara. Pensé en lanzar una moneda al aire. Cara, no sabe dónde esta Petra. Cruz, sí lo sabe.

¿De eso hablaban, reunidos en la oficina de Strangwell? ¿De qué repercusión tendría para la campaña de Brian Krumas que encontráramos a Petra o que siguiera escondida? ¿Era por eso por lo que mi tía había regresado a Overland Park, porque Dornick sabía dónde estaba la chica y la haría aparecer sana y salva? Pero aquello no tenía sentido. Petra había ayudado a unos matones a entrar en mi oficina y luego la habían escondido. Bueno, tal vez sí tenía sentido. No querían que nadie identificara a sus matones y por eso mantenían a Petra lejos de la policía.

Me dejé llevar por un impulso y llamé al móvil de Rachel. Me salió el buzón de voz y la llamé a su casa de Overland Park. Respondió un hombre que se negó a decir quién era y dónde estaba Rachel. Lo único que haría sería recoger mi mensaje.

No podía decirle a un desconocido que preguntara a Rachel si Dornick sabía dónde estaba escondida Petra. Aquel hombre podía estar en cualquier lugar del mundo interceptando las llamadas de Rachel y Peter y podía trabajar para cualquiera.

Le di mi nombre y mi número, pero no otros detalles, y luego volví a preguntarle quién era.

– Alguien que responde al teléfono -respondió, colgando al momento.

Me abracé las rodillas contra el pecho. Después de la fiesta de recogida de fondos de Navy Pier, Les Strangwell había incluido a Petra entre sus colaboradores personales. Había sido entonces cuando de repente había anunciado su interés por la casa de mi infancia y la casa de Back of the Yards. Y por las posesiones de mi padre que guardaba en el baúl. Sabía que tenía la pelota, así que debía de ser otra cosa lo que Strangwell quería que mi prima buscara. ¿Una fotografía, ya que los intrusos se habían llevado la foto del equipo de mi padre? ¿Algo relacionado con las pelotas o los equipos de béisbol? ¿Qué podía tener yo que interesase a Les Strangwell y a George Dornick? Nada. Nada en absoluto a excepción, obviamente, de la pelota firmada por Nellie Fox, lo cual me llevó al punto de partida, girando como un globo. No, nada tan majestuoso como un globo. Girando en espiral como el agua hacia el desagüe.

A Peter y a George Dornick, la campaña de Brian no les importaba; sólo Les Strangwell y el padre del candidato la antepondrían a todo. Sin embargo, cuando me había presentado sin avisar, habían seguido hablando durante media hora a puerta cerrada. Discutían cómo tenían que hacerme frente, pero, ¿qué habían decidido hacer respecto a Petra? ¿Y por qué mi tía había regresado a casa?

– ¿Tal vez para ti era un juego, primita? ¿O acaso pronunciaron las místicas y mágicas palabras de «seguridad nacional» y tú los creíste? Te dijeron que no confiaras en mí bajo ningún concepto pero, ¿qué ocurre con el tío Sal?

– El tío Sal, no. Es el tío Sam. Es el tío Sam el que te vigila. Sabe cuándo duermes, cuándo estás despierta. Dice que lo hace por razones de seguridad nacional.

Mi compañero del otro lado del pie de la estatua seguía despotricando sobre la gente que lo vigilaba. Como yo también hablaba en voz alta, me resultaba difícil creer que estaba más cuerda que él. ¿Cuándo era paranoia solamente y cuándo era verdad que te vigilaban?

Me puse en pie y saqué cinco dólares para dárselos a mi compañero. Lo bueno de nuestras peroratas es que habían alejado a todo el mundo, aunque, en esta época en la que tanta gente proclama sus secretos a voces en el éter, resultaba difícil saber quién tenía amigos de verdad y quién los tenía invisibles.

Crucé Lake Shore Drive a la altura de Roosevelt Road y, a la puerta del museo de Historia Natural, esperé un autobús en dirección norte. Mi prima era la reina de los mensajes de texto. Cuando volvíamos juntas de Chicago Sur y le había mencionado que no había oído ni una vez su teléfono, confesó que había enviado mensajes de texto. ¿Le había mandado uno a Strangwell para decirle que no habíamos podido entrar en la casa de Houston Street? ¿Strangwell había enviado entonces a alguien para que lanzara la bomba de humo en mi antigua casa y poder buscar algo? ¿Qué?

Petra enviando mensajes de texto. También lo había hecho en el Centro Libertad. Estaba apoyada en el quicio de la puerta del apartamento de Carolyn Zabinska y su pulgar no paraba. Yo estaba un noventa por ciento inconsciente y Petra creyó que no me iba a dar cuenta, pero tal vez había llamado a la persona que recogió la bolsa de pruebas que yo había reunido, los trozos de vidrio de los cócteles molotov que quería enviar al laboratorio Cheviot para que analizaran cuál era el acelerante que habían utilizado.

Tanto el FBI como el departamento de Seguridad Nacional habían vigilado el edificio del Centro Libertad, pero sostenían que no tenían imágenes de la persona que había entrado y se había llevado mi bolsa de pruebas. Eso indicaba que sabían quién había entrado y no les importaba. O alguien que realmente tenía mucha influencia había convencido a los federales de que miraran hacia otro lado. Aquella noche me habían fotografiado al entrar, pero no a Petra. Y tampoco a la persona que había robado la bolsa de pruebas. Y entonces, al día siguiente, una empresa de construcción, pagada por un hombre que quería hacer una donación a las monjas del Centro Libertad, había arrasado el apartamento para reformarlo. Muy bonito.

Durante la reunión, Brian Krumas había dicho algo crítico. En su momento, me había parecido una suerte de acertijo, y ahora, repasando lo que recordaba de la conversación, no conseguía identificarlo. Era algo sobre su relación con mi tío, algo que vinculaba a mi tío con la hermana Frankie, pero cuanto más pensaba en ello, más se me difuminaba en la mente.

Petra no tomaba drogas. A pesar de que le había preguntado a Peter al respecto, estaba segura de ello. En cuanto al juego o algún otro vicio caro, no me lo imaginaba. Sin embargo, tampoco me la habría imaginado dejando entrar a dos matones en mi oficina.

Me estaba enredando como un plato de espaguetis fríos. Para conservar la cordura, tenía que pensar que Petra era una cómplice ignorante de las maquinaciones de Strangwell o que la había obligado a participar en ellas. Era como un cachorro grande y no una delincuente malvada. Si se había metido en algún lío, tenía que ayudarla. Si trataba de esconderse en esta ciudad grande y perversa, o si iba a dedo a casa de su amiga Kelsey, Seguridad Nacional o la empresa de seguridad de George Dornick, Mountain Hawk, podrían localizarla fácilmente. Tenía que avisarla. Saben cuándo duermes y cuándo estás despierta y, si envías mensajes de texto, pueden rastrearte tan deprisa que te pillarán por sorpresa.

Saqué el móvil. No tenía los hábiles pulgares de un veinteañero pero tecleé lo siguiente:

Petra: dondequiera que estés, deja de llamar y de mandar SMS.

Saca la batería del teléfono. Pueden localizarte por GPS. No te muevas hasta que te avise. Confía en mí. Vic.

«Confía en mí, por favor, primita -supliqué para mis adentros-. Te prometo que, si has caído en manos de unos malvados, no pondré en peligro tu seguridad; pero si estás escondida y asustada, déjame que arregle la situación. Voy a poner a mi mejor persona a trabajar en ello.»

A mí, por supuesto, también podían rastrearme a través del móvil. Para un grupo sofisticado, sería pan comido. Llamé a mi buzón de voz, dije que tendría el móvil desconectado un tiempo y di el número de mi servicio de recogida de mensajes para que la gente me llamara allí. Le quité la batería al teléfono y lo metí en el portafolios.

Mientras cavilaba sobre lo que sabía o no sabía, pasaron cinco autobuses. Monté en el siguiente, un número 6 que avanzó lentamente por Michigan y me llevó al hotel donde había dejado el coche por la mañana. Cuando tendí el ticket al cajero, éste me dijo que alguien ya había pagado mi aparcamiento. Le pedí que me enseñara el recibo, convencida de que se trataba de un error, pero el hombre me dijo que le habían pagado en efectivo. Ninguno de los empleados recordaba qué aspecto tenía el hombre que había pagado. El tipo había descrito el coche, les había dado el número del ticket e incluso había pagado recargo por haberlo perdido.

Strangwell, o Seguridad Nacional, querían que supiera que podían encontrarme y hacer conmigo lo que quisieran. Volví a casa conduciendo despacio por calles laterales, no porque quisiera controlar el coche que a buen seguro me seguía, sino porque estaba demasiado cansada para correr. Podían encontrarme y eliminarme. ¿Por qué no lo habían hecho ya? Tal vez creían que yo tenía lo que fuera que buscasen. Tan pronto como se lo diera, me liquidarían. La cabeza de la hermana Frankie, ardiendo en llamas, apareció ante mí y temblé con tanta violencia que tuve que aparcar junto a la acera hasta que se me pasó.

Una cacería. Una manada de podencos rodeando a una zorra coja y lisiada y a su ignorante y temerario cachorro. Eso éramos ahora mi prima y yo. Volví a mi madriguera porque no sabía adónde ir, pero llegar a casa no me hizo sentir más segura.

Llevé al vecino y a los perros al jardín trasero, lejos de cualquier vigilancia posible, y les expliqué la situación lo mejor que pude, habida cuenta de lo poco que yo la comprendía.

– ¿Crees que el padre de la Chiquita está metido en esto? -El señor Contreras estaba horrorizado.

– Creo que sabe lo que buscan sus amigos y que está asustado, pero no creo que pusiera a su hija en peligro a sabiendas.

– Y ella, ¿dónde está? -preguntó el viejo con inquietud.

Negué con la cabeza.

– Estoy tan cansada que no puedo pensar con claridad. Espero que haya huido con la esperanza de que no descubran dónde está. Si le telefonea, dígale que no llame la atención. Luego, dígale que cuelgue de inmediato para que no puedan rastrear la llamada. Estos tipos me tienen totalmente desconcertada. ¡Si tuviera la más mínima idea de lo que quieren!