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1 La furia de los Anacondas

Johnny Merton jugaba conmigo y los dos lo sabíamos. Para él, era un juego divertido. Cumplía incontables años de cárcel por delitos que iban del homicidio y la extorsión a la litigación excesiva. Tenía mucho tiempo libre.

Estábamos sentados en la sala de Stateville reservada a los abogados y a sus clientes. Me resultaba increíble que Johnny quisiera embaucarme, pensando que podría sacarlo antes de allí. Habían pasado tantos años desde que había dejado de trabajar como abogada criminal, que no podía ser una buena apuesta para ningún convicto y mucho menos para uno que habría necesitado a letrados del prestigio de Clarence Darrow y Johnnie Cochran, trabajando a turnos dobles, para tener la menor oportunidad.

– Quiero que el Proyecto Inocencia se ocupe de mí, Warshawski -anunció aquella tarde.

– Y usted, ¿de qué es inocente, exactamente? -Fingí tomar notas en mi libreta.

– De cualquier cosa de la que me acusen. -Sonrió, invitándome a pensar que estaba haciendo el payaso, pero no me reí. Aquel hombre podía ser cualquier cosa menos un bufón.

Johnny Merton tenía más de sesenta años. Durante mi breve labor como letrada suya, mientras trabajaba en la oficina de los Abogados de Oficio, se había mostrado como un hombre airado, cuya rabia ante el hecho de que le hubieran asignado otro abogado recién licenciado, y mujer, casi me imposibilitaba estar con él en una sala de comunicaciones. Se había ganado el apodo de «el Martillo» porque podía machacar a cualquiera con lo que fuese, incluidas sus emociones. Los veinticinco años transcurridos desde entonces -muchos de ellos entre rejas- no lo habían ablandado exactamente, pero sí había aprendido maneras mejores de enfrentarse al sistema.

– Comparados con los suyos, mis deseos son sencillos -dije-. Lamont Gadsden.

– Ya sabes, Warshawski, que la vida en prisión te quita muchas cosas y una de las que he perdido es la memoria. Ese nombre no me suena de nada.

Se retrepó en el asiento con los brazos cruzados. Los tatuajes de serpientes que se enroscaban desde sus bíceps, de modo que las cabezas reposaban en las muñecas, parecían retorcerse sobre su oscura piel.

– Se dice que usted conoce dónde están todos los Anacondas, pasados y presentes. Incluso el lugar donde reposan, si han dejado este mundo.

– La gente exagera, ¿no te parece, Warshawski? Sobre todo, delante de un policía o de un abogado.

– No busco a Lamont Gadsden por voluntad propia, Johnny, pero su madre y su tía quieren encontrarlo antes de morir. Aunque fuese amigo de usted, su tía continúa considerándolo un buen cristiano.

– Sí, cada vez que mencionas a la señorita Claudia me echo a llorar. Cuando estoy solo y nadie me ve, por supuesto. En el talego no puedes permitirte que te tachen de blando.

– Dudo que la ternura de corazón sea nunca su ruina -dije-. ¿Se acuerda de la hermana Frances?

– He oído hablar de ella, Warshawski. Ésa sí que era una verdadera cristiana. Y he oído que estabas con ella cuando Jesús la acogió en Su seno.

– Oye usted muchas cosas… -Aporté a mis palabras el punto justo de admiración y Johnny se mostró satisfecho, pero no dijo nada-. ¿No le interesa lo que me dijo antes de morir? -lo pinché.

– Uno puede inventar cualquier cosa sobre lo que haya dicho un muerto. Es un buen anzuelo, pero no morderé el cebo.

– ¿Y qué hay de los vivos? ¿No le interesa lo que su hija dice de usted?

– ¿Has hablado con mi hija? -Eso era una novedad para él y la rabia lo impulsó a ponerse en pie al tiempo que se le hinchaban las venas del cuello-. ¿Has molestado a mi familia y encima vienes a contármelo? Aléjate de mi hija. Lleva una vida que enorgullecería a cualquier padre y no quiero que una basura como tú se la estropee, ¿me has oído?

El guardia se acercó desde el rincón y le dio unos golpecitos en el brazo.

– Johnny, tranquilo, hombre.

– ¿Tranquilo? ¿Tranquilo? ¿Cómo quiere que esté tranquilo, cuando esta zorra, esta furcia, acosa a mi familia? No te contrataría como puta, Warshawski. Hueles que apestas.

El guardia llamó pidiendo refuerzos y acudió alguien con unas esposas para Johnny.

– El Proyecto Inocencia, ¿eh? -dije, recogiendo los papeles-. Déjese de bobadas y reconozca que le faltan luces para mantener su culo patético fuera de la cárcel.

Pasé el registro al que deben someterse incluso los abogados al salir de Stateville. No había traído nada conmigo y también me marchaba con las manos vacías. Johnny y yo no nos habíamos intercambiado nada en los tres cuartos de hora que habíamos estado juntos. Sin embargo, para asegurarse del todo, los guardias registraron el maletero del coche.

Tan pronto estuve fuera del recinto de la cárcel, me detuve en la cuneta para estirar los brazos. Cuando esas puertas se cierran a tu espalda, la tensión se acumula hasta en los músculos más relajados y ni un solo segundo del tiempo que acababa de pasar entre aquellos muros me había tranquilizado.

Joliet, el lugar donde se halla la cárcel, está en el extremo de la periferia de Chicago más densamente poblada y yo llegaría a la carretera cuando todos los habitantes de los barrios occidentales se dirigían a casa. Sólo de pensar en el tráfico, noté más tensión en los hombros. Mientras avanzaba a paso de tortuga, anoté en mi agenda que había dedicado cuarenta y cinco minutos a la investigación de Lamont Gadsden. Hacía mucho que ya no ganaba dinero con el caso, pero no podía dejarlo, porque me había implicado en él profundamente.

Salí por el carril del paso elevado en Country Club Plaza y por fin me encontré cerca de calles que conocía y donde podría tomar atajos entre las autovías. Eran casi las siete y el sol de septiembre, cerca del horizonte, me deslumbraba cada vez que la calzada enfilaba hacia el oeste.

Necesitaba salir al aire libre a correr con mis perros. Quería expulsar Stateville de mis pulmones y de mis cabellos, y luego me apetecía enroscarme en el sofá con algo que beber en la mano y ver el partido de los Cubs contra los Cardinals. Sin embargo, tenía dos informes que terminar para el cliente con el que cubría mis necesidades básicas. Lo mejor sería pasar por el despacho, terminarlos y, después, disfrutar del partido.

Nada me previno de que el recorrido desde Joliet sería el rato más relajado de que iba a disfrutar en las horas siguientes. Cuando tecleé el código de acceso a la entrada del edificio, todo se veía normal. La cerradura se abrió con un resuello de ganso moribundo. Aquello tampoco era inusual. Tuve que empujar la puerta con el hombro para que se abriera. También normal.

Sólo después de abrir la puerta de mi oficina me llevé el sobresalto. Cuando encendí las luces del techo, vi todos mis papeles en el suelo. Habían vaciado los archivadores y habían sacado los cajones, que estaban tirados por el despacho sin orden ni concierto. Mis mapas militares colgaban de los bordes de sus estanterías.

– No… -me oí susurrar. ¿Quién me odiaba tanto que había desatado aquella furia contra mí?

Tuve un escalofrío y me rodeé el pecho con los brazos. Mi oficina es un gran establo dividido en pequeñas habitaciones, como las de una casita de muñecas. Hay muchos lugares donde esconderse. Retrocedí hasta el vestíbulo y dejé el portafolios en el suelo cuidadosamente, como si fuera un paquete de huevos que necesitase protección. Saqué el móvil del bolsillo de la chaqueta y llamé a la policía. Con el teléfono en la mano, recorrí de puntillas las distintas habitaciones.

Los intrusos habían escapado, pero habían desahogado su rabia en todas partes. Fui a la parte trasera y vi que habían revuelto mi sofá cama y habían desmontado la fotocopiadora. Sorteé los cajones volcados y entré en el cuarto donde tenía mi despacho. Allí, habían tirado de los cajones con tanta fuerza que la madera se había resquebrajado. Las mismas manos violentas habían destrozado mis manuales de referencia. El suelo estaba lleno de páginas arrancadas del Código Criminal de Illinois, como si fueran los restos de un desfile de la victoria. Los marcos del grabado de mi madre del palacio de los Uffizi y de mi litografía de Nell Choate Jones estaban abiertos y astillados, y los cuadros, tirados en el suelo bajo los añicos de cristal.

Me agaché y recogí el del palacio de los Uffizi, acunándolo como si fuera un niño. Al cabo de un rato, mi cerebro inactivo empezó a funcionar. No toques nada, por si la policía científica se toma el caso en serio.

¿Y qué había de Tessa, con quien comparto el alquiler del espacio? Fui a la zona del estudio donde Tessa se dedica a soldar grandes trozos de metal para convertirlos en esculturas de la era espacial, pero todo estaba en orden. Debía de haber estado allí por la tarde, porque persistía en el aire el leve olor acre de la soldadura. Con las manos sudorosas y el corazón desbocado, señales claras de ira y miedo, me senté ante su mesa de dibujo y esperé a que llegara la policía.

Cuando oí la sirena, salí a recibir a los agentes. Un coche patrulla, cuyas luces estroboscópicas teñían el crepúsculo de las calles de un azul espectral, se detuvo ante el edificio. De él se apearon dos polis: una mujer joven y un tipo barrigudo de mediana edad.

Los detuve a la entrada para mostrarles el panel del cierre electrónico. Alguien que conocía la combinación había estado allí. O alguien con un dispositivo muy sofisticado. El barrigudo tomó nota. Preguntó cuántas personas conocían el código.

– La compañera con la que comparto el espacio. Las dos personas que trabajan para mí. No sé a cuántas personas les habrá dado la combinación la señora Reynolds, mi compañera de espacio.

– ¿Hay una salida trasera? -preguntó la mujer.

Los llevé por el pasillo hasta la puerta de atrás. Se cerraba sola y no tenía cerrojo por la parte exterior. La mujer iluminó con la linterna el suelo de cemento del exterior.

Vi una tira de goma blanca, una de esas pulseras elásticas que llevan ahora los chicos para mostrar su apoyo a cualquier cosa, desde las investigaciones para curar el cáncer de mama hasta el equipo de hockey de su facultad. Me arrodillé para recogerla, pero antes de mirarla ya sabía lo que llevaba escrito: UNO. Si llevabas aquello, se suponía que querías trabajar por un planeta unido en el amor y en la lucha contra el sida y contra la pobreza, todo a la vez. Mi prima Petra tenía una de aquellas pulseras. Le quedaba grande y, cuando gesticulaba, se le escapaba del brazo.

Petra. Petra aquí, en esta oficina, mientras se desencadenaba aquel tornado infernal. Se me nubló la visión y caí de bruces al suelo.

Los dos polis me ayudaron a levantarme, regresamos al interior y me preguntaron qué había descubierto.

– Mi prima -dije con la boca seca. Mi voz fue como un chirrido-. Mi prima Petra. Esto es cosa de ella.

Joven, confiada y hermosa, Petra había llegado a Chicago recién terminada la universidad para trabajar como becaria en la campaña de Brian Krumas para el Senado. Mi cerebro volvió a quedarse paralizado. Entonces me acordé de la cámara de vigilancia. Tengo una porque la puerta delantera queda lejos de mi despacho y no se ve desde el pasillo. Con dedos temblorosos, me dispuse a encender el ordenador. Habían arrancado el módem del aparato. El poli de mediana edad no se apartó de mi lado mientras buscaba los cables y volvía a conectarlos. Puse en marcha el ordenador y, cuando el Apple emitió sus acordes musicales de apertura, recé a un Dios en el que no creo. San Miguel, patrón de los policías y de los investigadores privados, por favor, haz que recupere mis archivos de vídeo.

Pasé las imágenes y los polis las observaron. Mi compañera de local había llegado alas 11.13 y se había marchado a las 16.07.

A las cuatro y diecisiete, mientras yo me despedía de Johnny Merton, se habían presentado tres personas con los sombreros calados hasta los ojos y los cuellos del abrigo bien subidos. Imposible reconocer sus caras o saber si eran hombres o mujeres. Todos tenían la misma estatura aproximada y, con aquellos abrigos tan grandes, era difícil adivinar su constitución. Me pareció que el de la izquierda era el más fornido y el del medio, el más delgado, pero no podía asegurarlo. Llamaron a la puerta delantera, oímos el timbre en la grabación y vimos que uno de ellos tecleaba el código del portero automático.

– ¿Quién más sabe el código? -preguntó el poli-. Aparte de las personas que ha mencionado…

– Mi prima… mi prima lo sabía. -Apenas podía articular palabra-. Una noche le dejé utilizar mi ordenador porque se había quedado sin acceso a internet.

– ¿Y aparece en esta grabación?

Congelé la imagen en la pantalla. Un profesional tal vez pudiera identificar el sexo o la raza en aquellas instantáneas llenas de grano, pero yo, no. Me encogí de hombros en señal de impotencia.

Llamé al móvil de Petra y me salió el buzón de voz. Llamé a las oficinas de la campaña de Krumas, pero ya estaban cerradas.

Los polis se pusieron en acción, transmitiendo los códigos: 44, 273, 60. Posible secuestro, posible asalto, posible robo con allanamiento de morada. Las posibilidades eran innumerables y espantosas. Empezaron a llegar coches patrulla mientras yo hacía la llamada telefónica más difícil: a mí tío Peter y a su esposa, Rachel, para decirles que su hija mayor había desaparecido.