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El viejo y los perros me ayudaron a comprobar que en mi apartamento no había intrusos ni explosivos. El señor Contreras se ofreció a prepararme la cena, pero estaba tan cansada que no tenía hambre. Tan pronto se marcharon, me acosté y enseguida me quedé profundamente dormida. Estaba tan cansada que ninguna de mis inquietudes me perturbó, pero cuando sonó el teléfono a la una de la madrugada, me desperté al instante.
– ¿Petra? -dije, poniéndome al aparato.
– Señora Warshawski, ¿es usted? -La voz femenina al otro lado del hilo sonaba insegura.
– ¿Quién es? -pregunté, angustiada.
– Lo siento, la he despertado otra vez. Parece que sólo tengo coraje para llamarla de madrugada.
Estaba tan segura de que era Petra quien llamaba, o alguien pidiendo un rescate, que no se me ocurría quién podía ser. Me recosté en la cama y traté de calmarme. El corazón me latía con tanta fuerza que me impedía pensar.
– He visto lo de su prima en las noticias. Cuando un ser amado desaparece, la preocupación es terrible.
Era una voz plana y dubitativa. Detrás de ella sonaron los pitidos de los buscapersonas hospitalarios. ¡Rose Hebert! Se me puso la piel de gallina. La mujer había secuestrado a Petra para que comprendiera lo mucho que había sufrido al perder a Lamont Gadsden.
– Sabiendo lo que está sufriendo, me siento culpable de no haber sido del todo sincera con usted. -Respiró hondo, del mismo modo en que lo había hecho la última vez que había llamado de madrugada, cuando había reconocido, dolorosamente, su amor por Lamont Gadsden.
– Usted me preguntó si sabía otro nombre que Steve Sawyer hubiera utilizado, y le dije que no. Sin embargo, en los sesenta, los Anacondas se ponían nombres africanos. El nombre en clave de Lamont en la banda era Lumumba.
Se produjo un largo silencio, durante el cual pensé que iba a echarme a reír histéricamente. Petra había desaparecido, quizá la habían secuestrado, y lo único que se le ocurría a Rose era pensar en su amante, desaparecido hacía tanto tiempo. Me costó reaccionar, pero al final le pregunté cuál era el nombre de guerra de Steve.
– No lo sé pero, probablemente, era africano. Como ya le dije, Johnny Merton puso a su hija un nombre africano. Johnny estaba muy interesado en todos esos movimientos africanos por la independencia. A Lamont lo hizo estudiar la figura de Lumumba y aquel verano, antes de que desapareciera, cuando intentaba convencerme de que me liberara con él, Lamont me habló de Lumumba y del Congo…
Su voz se perdió en la confusión de los recuerdos de la adolescencia, cuando la liberación se aplicaba tanto a la política como al sexo. Me pregunté por qué Rose no me lo había contado antes, si había algo en mí que le diera a entender que el nacionalismo africano me resultaba ofensivo.
Rose respondió a mi callada pregunta con su voz medio muerta.
– Supongo que temía que, si le hablaba de Lamont y Lumumba, tal vez… Bueno, algunas personas, incluso papá, piensan que si te pones el nombre de un líder africano, eres prácticamente un comunista. Y me dio miedo que no quisiera buscar a Lamont.
Conseguí articular unas palabras de agradecimiento y le dije que no se preocupara, que también intentaría encontrar a Lamont buscándolo por su nombre de guerra.
– ¿Hay algo más que me convenga saber? ¿Algo de lo que podamos hablar esta noche? Durante la próxima semana, será difícil contactar conmigo.
Se quedó pensativa unos instantes, pero luego decidió que no tenía más secretos que revelarme, al menos aquella madrugada. Cuando colgó, seguí acostada pero no pude conciliar el sueño. Mi cerebro empezó a saltar de nuevo entre las confusas ideas que se me habían ocurrido la tarde anterior. Lumumba. Intenté pensar en Patrice Lumumba, pero no fue una buena meditación y las imágenes de su tortura y muerte se mezclaron con las de la muerte de la hermana Frankie, mis temores por Petra y los temores por mi propia seguridad.
Me senté. Hacía poco había oído el nombre de Lumumba. Mi mente lo relacionaba con mi padre, pero aquello no tenía sentido. Era mi madre, no mi padre, la que se interesaba por la política internacional. Seguro que fue ella la que habló de la muerte de Lumumba. A la sazón, yo era demasiado joven y resultaba imposible que hubiese retenido el nombre.
Fui a la sala y puse en marcha el portátil. Me senté en el sofá con las piernas cruzadas e hice una búsqueda de Lumumba. Había muerto en 1961. Era imposible que recordase una conversación sobre él debido a mi corta edad. Como estaba completamente despierta y me sentía activa, busqué en las bases de datos que utilizo para consultar historiales. Encontré a un cantante con ese nombre y a un médico de Nueva York, pero una búsqueda más a fondo evidenció que los dos eran tan jóvenes que no podían ser Lamont Gadsden con un nombre nuevo.
Eran las dos de la madrugada, el corazón de las tinieblas, el momento de la soledad más profunda. Pensé en Morrell, en Mazär-i-Sharif, y me pregunté si él también estaría despierto y se sentiría solo, o si lo acompañaría su vieja amiga Marcie Love. O tal vez una amiga nueva con la que sintonizara mentalmente mejor que conmigo.
Eran tiempos extraños los que estábamos viviendo, la Era del Miedo, con guerras interminables en todo el globo, sin saber nunca en quién podías confiar y en la que tus cuentas bancarias y tu correo electrónico eran un libro abierto para cualquier hacker de tres al cuarto. Aunque utilizo la Red constantemente, soy una detective al viejo estilo. Me salen mejor las cosas a pie y en persona que en el éter.
Alguien había atacado a Petra al viejo estilo, forzando la puerta de su apartamento. ¿Se habían hecho con su portátil, o mi prima se lo había llevado antes? Miré de nuevo las rudimentarias imágenes de la cámara de vigilancia que me había enviado a mí misma por email. No me pareció que ninguna de las personas que se habían colado en mi oficina -Petra y sus dos acompañantes- llevaran una mochila o algo lo suficientemente grande como para contener un portátil. Así que alguien había querido acceder a su portátil para leer sus correos, supuse, o para ver si había hecho búsquedas de líderes africanos.
Software espía. Petra había utilizado el ordenador de la oficina, mi gran MacPro una noche, a principios de verano. Por eso sabía el código de la puerta. Yo no era experta en alta tecnología pero sabía suficiente como para descubrir los sitios web a los que había accedido. Quizá me darían alguna pista. Y siempre sería mejor, desde luego, que quedarme allí sentada en la oscuridad sintiendo que la Era del Miedo me acorralaba.
Empecé a vestirme de nuevo pero, mientras me subía la cremallera de los vaqueros, hice una pausa. De ahora en adelante, tenía que suponer que, dondequiera que fuese e hiciese lo que hiciese, me seguiría una sombra de Seguridad Nacional o de Mountain Hawk o de ambos, y no se trataba de que me sorprendieran sola en la calle a medianoche. Aunque pudiera colarme en el coche, era posible, probable tal vez, que hubiesen instalado un localizador GPS, un chisme tan pequeño que yo no lo encontraría. De ese modo, no tendrían que salir a la calle conmigo y podrían controlarme igualmente. Podían utilizar su sofisticadísimo software de triangulación y vigilarme a través de internet.
Oí un golpe en la escalera trasera y se me aceleró de nuevo el corazón. Cogí la Smith & Wesson y fui hacia la cocina, caminando de puntillas sobre el suelo de azulejos. Apoyé la cabeza en la puerta, miré por el cristal y fui presa de otro burbujeo de histeria. El ruido lo había hecho Jake Thibaut, que cargaba el contrabajo por la escalera trasera hasta el tercer piso.
Bajé el brazo con la pistola y abrí la puerta de la cocina. Cuando Thibaut llegó al rellano, se sobresaltó casi tanto como yo cuando lo había oído.
– ¡V.I. Warshawski! ¡No me des estos sustos! La póliza de seguro no cubre la caída del contrabajo por la escalera si me sorprende una detective.
– Lo siento -dije-, estoy tan nerviosa últimamente que, cuando te oí llegar, creí que volvían los tipos que habían revuelto mi casa. ¿Dónde has tocado esta noche?
– En Ravinia. Y luego fuimos a tomar una copa. O tres. ¿Qué haces levantada a estas horas? ¿Alguna noticia de tu prima?
– Si alguien sabe algo de mi prima, no quiere decírmelo. -Comparé mis medidas con las de la funda del bajo. Se me estaba ocurriendo una idea-. ¿Estás muy borracho?
– Los contrabajistas no nos emborrachamos. Es una de nuestras características. Los instrumentos altos y largos proporcionan a quienes los tocan mucho aguante para el alcohol. ¿Por qué lo preguntas? ¿Quieres que te acompañe a tomar una cuarta copa?
– Quiero que me saques de aquí a escondidas dentro de la funda y me lleves a algún sitio donde pueda tomar un taxi sin que nadie me vea.
Se produjo una larga pausa.
– ¿Estás borracha? -preguntó al cabo.
– No, borracha no. Aterrorizada.
– Pues no tienes pinta de ser de las que se aterrorizan fácilmente. -Apoyó el instrumento en la puerta de su casa.
– No, claro que no. Nosotros, los investigadores privados, disfrutamos con el peligro y la muerte. No tenemos los mismos sentimientos que la gente corriente. Pero yo soy la nota discordante del club, porque me alteran tonterías como la muerte de una monja y la desaparición de una prima.
A la tenue luz que procedía de la ventana de la cocina, vi que me miraba pensativamente.
– ¿Y alguien va a dispararme o a incendiarme la casa si te llevo a Belmont Avenue?
– Todo es posible. ¿No te ha atracado nunca un yonqui que cree que puede vender tu instrumento para conseguirse un pico?
– Ésa es una de las ventajas de tocar un instrumento tan grande. -Thibaut se rió por lo bajo-. La gente sabe que no puede escapar corriendo con él calle abajo. Deja que ponga a Bessie en la cama y enseguida estoy contigo. Espero que vayas limpia. No quiero que la funda se llene de sudor, grasa o nada de eso.
Entré en casa y me quité cuidadosamente toda la crema protectora que llevaba en los brazos y en la cara. Advertí que tenía hambre. No había comido nada desde el desayuno del día anterior. La fatiga y la ansiedad me habían impedido pensar en la comida, pero de repente me sentí famélica. Thibaut entró en la cocina mientras me preparaba a toda prisa un emparedado de queso.
– Dentro de la funda no puedes comer -dijo-. Y, probablemente, tampoco puedas respirar. El viejo del piso de abajo, ¿me pondrá un pleito si te asfixias?
– No, sólo dejará que los perros muerdan el contrabajo.
Thibaut se sirvió un trozo del pecorino que yo comía.
– No puedo bajarte por las escaleras. No sé si la funda resistirá, pero seguro que yo, no.
– Bajaré por la escalera de delante y saldré al jardín por la escalera del sótano. Cuando hayas bajado, me arrastraré aprovechando tu sombra y esperaré a que llegues a la puerta trasera antes de montar en la funda. Desde allí, puedes llevarme calle abajo hasta tu coche.
Fui al baño a ponerme máscara en los pómulos para que no reflejasen la luz de las farolas de la calle. Esperaba no mancharle la funda al vecino. Me puse una cazadora azul marino y metí las llaves y la cartera nueva, con dinero y mi pasaporte dentro, en el bolsillo. Me cercioré de que el seguro de la Smith & Wesson estuviera puesto, me calé una gorra de los Cubs hasta las cejas y bajé la escalera delantera lo más silenciosamente que pude.
El único momento de dificultad fue cuando pasé ante la puerta del señor Contreras. Mitch soltó un agudo ladrido y gimió, pidiendo acompañarme. Una vez llegué al sótano, dejó de protestar.
Cuando descorrí el pasador de la salida del sótano, Thibaut bajaba con la funda el último tramo de peldaños del porche trasero. Esperé a que llegara al sendero y entonces lo seguí, confundida con su sombra. Lo hizo todo como un profesional, sin volverse a mirar atrás. En cambio, sacó un teléfono y se quejó a alguien llamado Lily:
– Además de borracha, tienes que estar muy colocada para querer practicar la pieza de Schulhoff a estas horas de la madrugada. Pero querida cigarra mía, tus deseos son órdenes para mí. Voy hacia allí.
Al llegar a la puerta trasera, conseguí meter mi metro sesenta y cuatro centímetros en el metro cuarenta y cuatro de la caja. Como Thibaut había dicho, apenas podía respirar. Los pocos minutos en que lo cargó, golpeando el suelo, hasta el callejón, jadeante y resoplando, donde dejó la funda en la plataforma de la puerta trasera del coche, fueron un tormento para el cuello y la columna vertebral.
Una vez en el asiento, abrió los cierres de la funda. Empujé la tapa unos centímetros con las rodillas a fin de poder estirar la columna.
Se sentó al volante y, sin mirar tampoco hacia atrás, me pidió la dirección de la oficina. Le dije que me dejara en Belmont, que ya tomaría un taxi.
– V.I. Warshawski, no he puesto en peligro la vida de este estuche que me ha costado dos mil doscientos dólares para llevarte a unas pocas manzanas de distancia. Dime dónde vas.
No se lo discutí. Me alegraba su oferta. Le dije que tomara recto hasta Wrigley Field y que fuera tomando distintas calles laterales hasta asegurarse de que nadie lo seguía. Finalmente, me dejó una manzana más al norte y al este de mi oficina. Si la oficina estaba vigilada, no quería que nadie introdujera el coche de Thibaut en una base de datos.
Flexioné la columna y estiré el cuello varias veces antes de inclinarme hacia su ventanilla para darle las gracias.
– ¿Quién es Lily?
– El fox terrier que teníamos en casa cuando yo era pequeño. Cuando lodo esto termine, tocaré un concierto para ti. El concertino de Schulhoff, para conmemorar mi actuación más emocionante desde que debuté en el Festival Marlborough.
Yo había apoyado los dedos en el borde de la ventanilla y él me los apretó. La calidez de su mano me acompañó mientras avanzaba agazapada a la sombra de los edificios de Oakley.