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39 Un coche diferente, una casa distinta

En el sueño, la señorita Claudia se cernía sobre mí. «Lamont regresará», dijo hablando con toda claridad. «Mi Biblia me lo dice.» Movió la Biblia encuadernada de cuero rojo delante de mis narices y se le cayeron las decenas de marcadores de cartón. Alargué las manos para cogerlos pero se convirtieron en fotografías y cayeron lentamente al suelo antes de que pudiera agarrarlos.

Si pudiera estudiarlas, me dirían dónde estaba Petra exactamente y por qué había huido. Sin embargo, cuando conseguí reunirías en mis manos, estallaron en llamas. Y de repente, me encontré sujetando a la hermana Frankie. Tenía la piel pálida y amarillenta bajo el cabello ardiendo en llamas. Tras ella, Larry Alito y George Dornick se reían, acompañados de Harvey Krumas y mi tío. Y Strangwell también estaba. Señalaba a mi tío y decía: «Ya sabes por qué tuvo que morir.»

Me desperté empapada en sudor y llorando. Por un momento, aquel espacio negro me desorientó. Pensé que volvía a estar en Beth Israel, con vendajes en los ojos. Palpé alrededor del colchón en busca del timbre para llamar a la enfermera pero, poco a poco, supe dónde estaba. Puse los pies en el suelo y busqué a tientas un interruptor, caminando despacio para no tropezar con los cajones tirados.

Eran las ocho de la mañana. Hacía mucho que tendría que haberme puesto en marcha. Mi compañera de espacio tiene una ducha en la parte trasera del estudio porque, como suelda trozos de acero y los pule con productos cáusticos, necesita un lugar donde lavarse. Me planté bajo una fría rociada de la ducha, intentando despertarme, y volví temblando a mi oficina para ponerme la misma ropa que el día antes.

Cogí la lista que había hecho de madrugada de las cosas que me parecía que Petra investigaba y me la llevé a la cafetería de enfrente. Mientras hacía cola para el café, vi a Elton Grainger en la calle, vendiendo el Streetwise y aceptando donaciones con su habitual reverencia tambaleante. Cogí el café, una bolsa de fruta, yogur, zumo y unos panecillos, y salí a verlo.

– ¡Elton! Tenía ganas de hablar con usted. -Le tendí la bolsa-. Sírvase lo que quiera. ¿Zumo, panecillos?

– Hola, Vic. -Me miró con sus ojos azules inyectados en sangre y luego los dirigió hacia la acera, incómodo-. Estoy bien. Hoy no necesito comida.

– Usted siempre necesita comida, Elton. Ya sabe lo que dijo el médico cuando se desmayó en junio: tiene que comer y dejar de beber. Si no, le ocurrirá otra vez.

– De eso ya me ocuparé yo. Usted no tiene que controlarme.

– De acuerdo. Nada de control. Ya sabe que hace dos días entraron en mi oficina y lo revolvieron todo. Quería saber si vio a los que entraron.

– Vic, ya se lo he dicho otras veces. No soy su portero.

– Un aguinaldo de Navidad anticipado para el no portero -dije, sacando un billete de veinte de la cartera-. Mi prima estuvo aquí. Me gustaría saber si puede identificar a las dos personas que iban con ella. Llevaban abrigos, aunque estamos en septiembre y hace calor.

Miró el dinero y sacudió la cabeza.

– Yo no conozco a ninguna prima suya. En serio.

– Mi prima, Elton, esa chica alta y bonita. La ha visto conmigo un par de veces, cuando usted salió del hospital. Petra.

– Lo siento, Vic. Sé que me salvó la vida y todo eso, pero es la primera vez que oigo hablar de su prima. -Se volvió para saludar a una pareja que iba a entrar en la cafetería-. El Streetwise. Hoy, nueva edición del Streetwise.

No conseguí que me mirase de nuevo. Le puse en la mano el billete de veinte y un panecillo de arándanos y caminé calle arriba en dirección a Armitage.

Estaba que echaba humo. Alguien había abordado a Elton y lo había asustado para que no hablara. El día anterior, antes de ir a Chicago Sur, tenía que haber pasado por la oficina y haber hablado con Elton. Si el hecho de que le hubiera salvado la vida, por no hablar del billete de veinte -el precio de una cama por una noche o de una semana en un dormitorio compartido-, no lo había hecho hablar, era que alguien lo estaba presionando de mala manera.

Strangwell no sobornaría personalmente a un indigente, estaba muy por encima de eso, pero conocía a otros que sí lo harían. Larry Alito, por ejemplo. Lo había visto con Les Strangwell el día antes de la desaparición de Petra. Strangwell le había hecho un encargo. «Sé qué quiere Les», habría respondido a cualquiera que lo hubiese llamado haciéndole preguntas. ¿Podía haber sido Dornick?

Me volví y entré en la oficina, donde una vez más estudié las imágenes de mi cámara de seguridad. Era imposible saber quién era quién. De no haber sido por mi tía Rachel, yo no habría nunca sabido que la figura del centro era Petra. Ahora, ampliando al máximo los detalles, me pareció que el hombre de su izquierda la agarraba por el brazo. Llevaba la gorra calada hasta las cejas y el cuello del abrigo subido hasta la barbilla, pero su constitución recordaba a la de Alito.

Intenté pensar a qué podría recurrir para que me dijera la verdad acerca de si había estado en mi oficina. A mis encantos juveniles, ciertamente no. ¿Le preocuparía la amenaza de que el FBI estaba investigando el caso? Si procedía de mí, en absoluto. Debido a los años pasados en el cuerpo, tendría muchos contactos, y una amenaza velada y vaga por mi parte no lo impresionaría. Sólo lo incitaría a hablar la posibilidad de que Dornick y sus compinches dejaran que cargase con toda la culpa.

Busqué el número de teléfono y llamé a su casa del lago Catherine. Respondió Hazel y pedí por su marido.

– Larry no quiere hablar con usted -dijo en su rasposo acento del South Side.

– Yo tampoco quiero hablar con él -repliqué-, pero tiene que saber algo. Supongo que le debo un pequeño favor ya que trabajaba con mi padre. Lo han identificado como uno de los hombres que obligó a Petra a entrar en mi oficina hace dos días.

Se quedó callada.

– Voy a llamar a Bobby Mallory, pero esperaré cuatro horas a hacerlo. Usted asegúrese de que Larry se entera de esto, ¿de acuerdo, señora Alito? Larry es uno de los que…

– ¡Ya la he oído la primera vez!

Se cortó la conexión y me quedé mirando el teléfono. Había prometido esperar cuatro horas antes de llamar a Bobby, pero no había dicho nada de la prensa. Llamé a Murray Ryerson al teléfono móvil y le di el mismo mensaje. A diferencia de Hazel Alito, Murray me formuló un montón de preguntas. Lo primero que quiso saber es quién lo había identificado.

– Murray, hay muchas posibilidades de que todas mis llamadas estén controladas, o por la oficina de Seguridad Nacional en Chicago o por la empresa de seguridad Mountain Hawk o por los dos, así que por teléfono no te daré información confidencial. En cualquier caso, no es una identificación sólida como una roca. Yo lo corroboraría con Les Strangwell, de la campaña de Krumas…

– ¿Strangwell? -La voz de barítono de Murray subió una octava-. ¿Tienes algún trapo sucio que preocupa a la campaña de Krumas? ¿Por qué iban a contratar…?

– Murray, querido, lo que estoy divulgando ahora mismo son rumores. No tengo datos confirmados. Y me parece que no tengo ningún trapo sucio que preocupe a la campaña de Krumas. Lo único que puedo decirte seguro es que, la semana pasada, Strangwell se encontró con Alito. Y le pidió a Alito que hiciera algo por él.

– ¿Dónde estás? ¿En la oficina? Llegaré dentro de veinte…

– No puedo concertar horas ni lugares de encuentro. Los próximos días estaré ilocalizable, así que esto es todo, por ahora.

Colgué al tiempo que él me lanzaba una andanada de preguntas. El teléfono sonó otra vez mientras recogía la cartera, las llaves y el arma. Me calé la gorra de los Cubs. Aquel día no me pondría ungüentos ni cremas hidratantes para la piel en proceso de recuperación. Los Cubs, siempre tan frágiles en su juego, tendrían que protegerme.

Cuando cerré la puerta de la oficina, el teléfono todavía sonaba. Si alguien controlaba mis llamadas, tenía sólo unos minutos para salir de la zona antes de que llegara alguien a vigilarme. No corrí calle arriba pero anduve deprisa hasta doblar a la izquierda en el primer cruce.

Tan pronto salí de Oakley, llegué a una tranquila calle de residencias donde resultaba fácil saber si alguien me seguía. Anduve hacia el norte y al oeste de forma aleatoria hasta que llegué a Armitage.

Tenía que encontrar un coche que no pudieran relacionar conmigo, pero no podía alquilar uno ya que no tenía carné de conducir. Y aun en el caso de que lo tuviera, si Seguridad Nacional me vigilaba, sabría al minuto si alquilaba un vehículo o compraba un billete de avión. Mientras hablaba con Murray, no sólo había pensado en cómo conseguir un coche sino también un agujero para vivir donde no pudieran seguir el rastro de mis idas y venidas.

Caminé hasta una parada del metro y, sin molestarme en mirar alrededor, fui hasta el Loop. Me apeé en Washington Street y caminé por el túnel subterráneo que llevaba al sótano del Daley Center, donde estaban los tribunales de infracciones de tráfico y otros tribunales civiles. Como iba armada, no podía hacer lo más seguro, es decir, cruzar las puertas de seguridad para ver si alguien me seguía, por lo que continué caminando por aquellos laberínticos corredores y llegué a la entrada subterránea de un moderno restaurante del Loop.

Los trabajadores del local acababan de empezar la jornada, entre ellos los repartidores hispanos y los encargados de la limpieza. Me miraron con suspicacia pero no intentaron detenerme. Entré hasta la cocina y encontré una salida que llevaba al aparcamiento. Subí la rampa hasta la calle y regresé a la parada del metro, donde tomé la línea roja en dirección norte hasta Howard Street.

Fue un trayecto largo en el que me entretuve observando los personajes variopintos que subían y bajaban. Cuando llegamos a los lindes de Evanston, tuve la razonable seguridad de que nadie me seguía. Transbordé al tren de Evanston y me bajé en la cuarta parada. Cuando me apeé, me encontré sola. No me siguió ninguna bicicleta ni pasaron coches arriba y abajo de la calle.

Morrell y yo habíamos roto en Italia, pero todavía tenía las llaves de su casa. Y sabía dónde guardaba una llave de su Honda Civic. No podría utilizar el teléfono para llamar a ningún conocido pero podía pasar las noches allí, moverme en coche por la ciudad e incluso cambiarme la ropa interior. Cuando entré, encontré mi sujetador de encaje rosa favorito, todavía colgado en el cuarto de baño. Pensaba que lo había perdido en Italia.