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– ¿Qué demonios te llevas entre manos? -De cerca, mi tío tenía peor aspecto del que yo había imaginado. Tenía los ojos inyectados en sangre, iba sin afeitar y olía a alcohol rancio.
– ¿Qué demonios te llevas entre manos tú, Peter, permitiendo que Petra pague el pato para no tener que afrontar…?
– Zorra ignorante, maldita seas, estoy protegiendo a mi hija. -Por un momento, los dos pensamos que iba a pegarme.
– ¿Enviándola a buscar pruebas que Tony escondió para protegerte? ¿Implicándola en un incendio intencionado y allanamiento de morada en la casa donde viví de pequeña en Chicago Sur y en mi oficina y mi casa actuales?
– ¡Tú no sabes nada! -Sus bramidos hicieron detenerse a los ciclistas y corredores que pasaban. Debían de preguntarse si necesitaba ayuda.
Sonreí y saludé a los preocupados ciudadanos, que se alegraron de dejarnos solos con nuestra disputa. Mantuve la sonrisa en los labios y el tono de voz cordial. No había ninguna necesidad de atraer a una multitud.
– Sé que, en 1967, Steve Sawyer fue brutalmente torturado para que confesara un crimen que no había cometido. Sé que cumplió una pena de cuarenta años, una pena muy dura, en tu lugar. Y sé que él creía que había fotografías que realmente demostraban quién había matado a Harmony Newsome en Marquette Park durante aquellos disturbios de 1966. Sé que Larry Alito trajo las pruebas de ese crimen a nuestra casa de Chicago Sur en Navidades de 1967 y que Tony se encargó de que no fueras a la cárcel.
– Yo no maté a Harmony Newsome -dijo Peter con un bufido.
– Entonces, ¿quién lo hizo?
Peter miró a su alrededor para ver si alguien escuchaba.
– No lo sé -respondió.
– Muy hábil -dije-. Yo no fui, yo no estaba allí, yo no lo hice. Todos los policías y abogados oyen esas frases cien veces durante su primera semana en el trabajo. Tú no estuviste en Marquette Park, Tony no guardó las pruebas, Larry Alito…
– ¡Calla! Estuve en Marquette Park, ¿de acuerdo? ¿Es eso un crimen? Era el parque de mi barrio, todos mis amigos iban allí.
– ¿Y qué pasó? ¿Estabais jugando a béisbol y en mitad de la tercera entrada estalló esa gran algarada? Y luego, ¿qué ocurrió? ¿Te perdiste entre la multitud y empezaste a lanzar ladrillos y piedras y lo que fuera con la esperanza de que te señalaran el camino de regreso a casa?
– Eres tan hipócrita como la zorra de tu madre, que actuaba como la Virgen y todos los santos juntos.
– Llámame como quieras, matón de tres al cuarto, pero no insultes a Gabriella. -Acerqué mi cara a la suya con los brazos en jarras. Peter retrocedió.
El silencio persistió entre nosotros. Peter estaba nervioso, preocupado por lo que yo sabía o podía saber. Pero yo estaba cansada, de él, de pelear, de mí misma. Y cuando finalmente hablé de nuevo me costó un esfuerzo.
– Estuviste en Marquette Park en 1966, pero no mataste a Harmony Newsome ni sabes quién lo hizo, pero mandaste a Petra a buscar las pruebas, por si acaso salían a la luz y te complicaban la vida. En cambio, se la han complicado a Petra. A partir de todo eso, dime cómo la estás protegiendo.
Bajo la barba de dos días, su rostro había palidecido.
– No me vengas con sermones. De entrada, eres tú quien ha metido en líos a Petey presentándole a pandilleros y llevándola a los barrios bajos.
– No, no, no. -Me tapé las orejas con las manos para no oír aquella sarta de mentiras-. Me engatusó para que la llevara a ver todas las casas donde habíais vivido tú, Tony y la abuela Warshawski. Me pareció que Petra se estaba comportando de un modo extraño, sobre todo cuando quiso ver los trasteros de todas esas viviendas. Intenté que me contara por qué pero se negó. Pero, claro, ¡lo que quería era ver si Tony había dejado aquella fotografía!
– Te estás inventando todo esto para cubrirte tus propias espaldas, maldita seas.
– Peter, alguien identificó a Petra, la identificó junto a la casa de Houston Avenue mientras unos matones lanzaban una bomba de humo al interior para entrar en ella y ponerla patas arriba. ¿Qué la obligaste a hacer?
– La gente se confunde muchas veces cuando le pides que identifique a alguien. Petra no estuvo allí. Tal vez hayas comprado al testigo…
– ¿Para meter en problemas a mi propia prima? ¿Por cualquier otra razón? -Me entraron ganas de agarrarlo por la cabeza y estampársela contra el muro de cemento que teníamos detrás.
– No entiendes que estoy loco de preocupación. Diré o haré lo que sea con tal de que Petra no sufra ningún daño. Y si eso significa acusarte a ti de cualquier cosa, lo haré.
– Sabes que no dejarán que Petra salga con vida de ésta -repliqué-. Cuando la encuentren, abandonarán su cuerpo en algún sitio donde puedan incriminar a uno de los chicos de Johnny Merton. Les gustaría que fuese Steve Sawyer, como ayer sugirió Dornick en la oficina de Strangwell. Ese tipo ya estuvo una vez en la cárcel en vez de ti, ¿por qué no una segunda?
– Por aquel entonces, Dornick me dijo que Sawyer era un criminal, Merton y él, los dos -prorrumpió Peter-. Y Sawyer fue a la cárcel por un delito distinto del que realmente cometió.
– ¿Has visto alguna vez a alguien poner electrodos en los huevos de un hombre y aplicarles electricidad? -inquirí.
Se revolvió y se llevó instintivamente la mano a la entrepierna.
– Al cabo de un rato, un rato más bien corto, esa persona dirá lo que sea para que paren. Tony vio que Larry Alito y George Dornick le hacían eso a Steve Sawyer. Intentó detenerlos pero le dijeron que lo hacían por ti.
– ¡Yo no maté a esa chica, maldita sea! -Peter tenía la cara empapada de sudor, aunque podía deberse al ardiente sol. A mí me dolía la cara porque el sol me daba en las quemaduras a través de la gorra de los Cubs.
– ¿Por qué enviaste a Petra a buscar las fotos?
– No lo hice -respondió con voz ronca-. Yo no sabía qué se llevaba entre manos. Rachel estaba preocupada por Petey, decía que la notaba rara, apagada, triste, algo impropio en ella. Y además, dejó de llamar todos los días como hacía antes. Pensé que se debía al trabajo en la campaña. Strangwell es un jefe muy estricto. Petey no está acostumbrada a tanta disciplina o responsabilidad.
– ¿Estuvo Les Strangwell contigo en Marquette Park en 1966?
– Les es amigo de Harvey -dijo, tras negar con la cabeza-. Lo ayudó en las relaciones públicas, le enseñó a llevar audiencias del congreso, ese tipo de cosas. Harvey era el principal cliente de Les antes de convertirse en su asesor político y, claro, Les se encargó de dirigir la campaña de su hijo.
– ¿Y Dornick? -insistí-. ¿Estaba en Marquette Park contigo?
– Dornick era policía. Estaba en el parque pero se encontraba en el cordón de protección alrededor de King. Nos cachondeamos de él por eso… -Al advertir lo mal que sonaban sus palabras en el contexto actual, se interrumpió.
– ¿Nos?
– Todos los chicos del barrio -murmuró.
– ¿Harvey Krumas, también?
– He dicho todos los del barrio y no diré más.
– Si no mataste a Harmony, ¿por qué Tony cedió y escondió pruebas cuando Dornick y Alito amenazaron con mandarte a la cárcel?
– Podrían manipular las pruebas y Tony lo sabía.
– ¿Y esa pelota de Nellie Fox? ¿Era prueba de algo?
– No sé de qué demonios estás hablando -murmuró con poca convicción.
– Eso fue lo que Alito llevó a casa, ¿verdad? La noche en que dijo que irías a prisión si Tony no la escondía…
– Esa pelota no demuestra absolutamente nada, joder. George pensó que había sido tan amable… -Se interrumpió al ver lo mucho que estaba revelando, y luego continuó-: Cuando le dije a Tony que yo no le había hecho nada a aquella chica negra, me creyó. ¿Por qué no haces tú lo mismo?
– Porque estás dispuesto a permitir que George Dornick me vuele la tapa de los sesos para protegerte una vez más, querido tío. Y pese a tus alegaciones de que harías cualquier cosa por Petra, no te veo presentándote ante Bobby Mallory y contándole toda la verdad para que tu hija pueda salir de donde está escondida y deje de temer por su vida. Me gustaría saber qué te dan que sea tan maravilloso como para dejar que los tuyos -tu hermano, yo y sobre todo tu hija- carguen con la culpa que sólo a ti corresponde.
Hice una pausa, esperando que dijera algo, que me diera algún argumento más que rebatirle. Al ver que callaba, empecé a bajar los peldaños que llevaban al paso subterráneo que cruzaba Michigan Avenue. Peter me llamó y me detuve al pie de la escalera.
– Márchate de la ciudad, Vic. -Sacó la cartera e intentó darme un puñado de billetes de veinte-. Márchate de la ciudad hasta que todo esto haya pasado.
– Esto no pasará, Peter. Bobby Mallory ya está tirando del hilo de la pelota de béisbol. No me digas que tus amigos pueden obligarlo a suspender la investigación.
– Si Seguridad Nacional le dice a Mallory que suspenda la investigación, lo hará.
Después de la muerte de la hermana Frankie, Seguridad Nacional también me había interrogado y sus agentes querían saber qué me había dicho la monja antes de morir. ¿Lo habían hecho siguiendo instrucciones de Dornick? Dornick o Strangwell, ¿tenían tanta influencia que podían cerrar una investigación del departamento de Policía de Chicago?
– O sea que están esperando que entregue esas fotos antes de matarme -dije despacio-. Una vez tengan las fotos y yo esté muerta, se sentirán seguros.
Mi tío se revolvió, incómodo. Tal vez nadie se lo había dicho en voz alta, pero le habían dejado claro que Petra volvería a cambio de mí y de todas esas pruebas de lo ocurrido en Marquette Park que aún circulaban por ahí después de tantísimos años.
– ¿Adónde vas? ¿Qué harás? Si hablas con Bobby…
– No te lo diré porque no quiero ser un objetivo más fácil para tu compinche George de lo que ya soy. Si tienes algo que decirme, escríbeme un correo electrónico. Buscaré un lugar seguro donde leerlo de vez en cuando.
Me agarró por el brazo para obligarme a que hiciera una declaración pública de que abandonaría la investigación, pero yo estaba furiosa, asustada e iba mal de tiempo. Le di un empujón, recorrí a la carrera el paso subterráneo y salí al otro lado de la calle. Monté en el primer taxi libre que pasó y me dirigí a Millennium Park.
La piel de los brazos y de la cabeza me palpitaba en las zonas donde me había dado el sol. En el parque hay dos grandes fuentes de planchas de cristal y el agua cae desde lo alto de ellas y los niños bailan y se deslizan en la base. Puse los brazos ardientes y la cabeza debajo del agua sin importarme que se me empapara la ropa, aunque me situé medio de lado bajo la cascada para que no se me mojara la cadera y la pistola dentro de la funda.
No sé cuánto rato pasé relajándome bajo el agua, ajena a los niños ruidosos que me rodeaban. Luego caminé con los pies pesados como el plomo hasta la entrada del aparcamiento. Un hombre vendía el Streetwise.
– Vamos, hermosa, a ver cómo sonríe ese rostro magnífico que tiene. La vida no es tan mala, sobre todo cuando uno tiene un techo bajo el que cobijarse y una familia que lo quiera.
– No tengo ni lo uno ni lo otro. -Entré en el aparcamiento.
Una vez en el Honda de Morrell, me recosté en el asiento. La ropa empapada mojaba la tapicería de piel sintética. Imaginé la expresión de Morrell -de molestia rápidamente contenida- al ver que le dejaba el coche empapado. Contenida porque vería lo alterada que estaba, ahora que la confianza que yo tenía en la bondad esencial de mi padre había quedado socavada. Morrell era tan afectuoso -y por qué no decirlo, tan moral- que siempre antepondría la necesidad de compasión de otra persona a su necesidad de orden.
«Es por tu hermano.» Eso era lo que Steve Sawyer-Kimathi había contado que Dornick y Alito le habían dicho a Tony. «Estamos torturando a Kimathi por el bien de tu hermano.» Y Tony se había dado media vuelta y había permitido que lo hicieran.
«La vida no es tan mala, sobre todo cuando uno tiene un techo bajo el que cobijarse y una familia que lo quiera.» ¿Qué suerte de amor me había dado Tony, todos esos sabios y pacientes consejos? ¿Cuál era su fundamento? Y mi madre, ¿qué había sabido mi madre de Steve Sawyer y de su cuñado y de su propio marido?
Pensé en los hombres a quienes había conocido a lo largo de los años: mi ex marido, Murray, Conrad… Mi ex marido y Murray Ryerson eran hombres corrientes, ambiciosos, pero Morrell, al menos, era honrado, casi heroico. Tal vez yo llevaba algún tipo de mancha de la que nunca había sido consciente, algo que siempre me había negado a afrontar. Melodrama. El problema era que nunca había creído que mi padre pudiera tener la más mínima mancha.
Inesperadamente, fui presa otra vez de los sollozos, unos sollozos tan fuertes que me golpeé con el volante. Intenté no gritar en voz alta pues el último vestigio de racionalidad me decía que no llamase la atención.