173791.fb2
Por fin regresé a casa de Morrell y estaba tan agotada de la tormenta emocional que no me apetecía otra cosa que dormir. Cuando me desperté, eran las seis pasadas y fui a la cocina a prepararme un té. Entonces encontré la nota que había pasado Max por debajo de la puerta trasera camino de su casa.
Karen Lennon te buscaba esta tarde. Dice que tu cliente, la señorita Claudia, agoniza y ha preguntado intermitentemente por ti a lo largo de todo el día. También esta tarde el capitán Mallory ha llamado a Lotty a su consulta. A ella y al señor Contreras les he transmitido la noticia de que estás bien, pero he creído conveniente no decirles dónde te encuentras.
MAX
Bebí el té despacio. Me sentía como convaleciente de una devastadora enfermedad, como si la fiebre tuviera que regresar y llevárseme para siempre si me movía demasiado deprisa.
Bobby quería verme. Había ido a la clínica en persona, no había enviado a un subordinado. Conoce a Lotty y sabe que la sola visión de una placa de policía le despierta recuerdos tan terribles que incluso un buen policía es recibido con hostilidad por su parte, pero, aun así, si se hubiese tratado de una cuestión rutinaria, habría enviado a Terry Finchley. De ello se deducía que necesitaba verme como fuera y verme a solas.
Sin embargo, la señorita Claudia agonizaba. Quizás había muerto mientras yo lloraba en Millennium Park. Terminé el té y lavé la taza cuidadosamente. Morrell se enojaría si volvía a casa desde Afganistán y la encontraba sucia en el fregadero.
Miré el teléfono con anhelo. En la Era del Miedo, el problema es que no sabes si alguien escucha o no tus conversaciones, no sabes si puedes hablar con toda tranquilidad. Probablemente, podría hablar con Karen Lennon sin que nadie interceptara la llamada, pero la posibilidad de poner en peligro mi piso franco no me permitía basarme en probabilidades.
Era demasiado tarde para encontrar a Karen en Lionsgate Manor. Fui en coche hasta Howard Street, la línea divisoria de bares musicales y restaurantes baratos entre la frontera norte del Chicago mexico-ruso-paquistaní y Evanston, mucho más tranquilo, y encontré un teléfono público junto a la estación de metro. Para mi asombro, el cable del teléfono no estaba cortado y el aparato se veía entero. Cuando descolgué, me pidió que introdujera un dólar. Puse la batería del móvil un instante para buscar el número de Karen Lennon y luego la llamé a su móvil desde el teléfono público.
– ¡Vic, gracias a Dios! He intentado ponerme en contacto contigo desde anoche. Esta mañana, he llamado a Max y me ha dicho que andabas bajo tierra, así que gracias por salir a respirar y llamarme. Siento mucho lo que ha ocurrido con tu prima, pero la señorita Claudia pregunta por ti. He temido que muriese mientras estuvieses ilocalizable.
– Si voy ahora a Lionsgate Manor, ¿podré verla?
– Si voy contigo, no habrá problemas. Me encuentro en casa pero puedo estar allí dentro de veinticinco minutos. Te espero en la entrada principal, ¿vale?
– No, no vale. No sé cuánto tiempo tendré que estar escondida pero no puedo permitirme que nadie sepa dónde estoy. Nos encontraremos a la puerta de la habitación de la señorita Claudia.
Karen quiso saber cómo entraría en el edificio. Por la noche, había vigilancia privada. Le dije que no se preocupara por eso y que me diera el número de habitación. Empezó a poner objeciones pero la interrumpí.
– Por favor, me falta tiempo para todas las cosas que tengo que hacer. No desperdiciemos las últimas horas de la señorita Claudia discutiendo por esto.
Tomé Howard hasta que encontré una tienda que vendía uniformes y ropa de trabajo. En una gran institución hay varias maneras de ser invisible. En una residencia de ancianos, lo mejor es ser una empleada de la limpieza. Si te presentas con uniforme de enfermera, todas las demás te mirarán pensando que te conocen y estudiarán tu rostro con atención. Las empleadas de la limpieza, en lo más bajo de la escalera trófica, sólo reciben miradas superficiales. Encontré un mono gris, que me puse encima de los vaqueros, y una gorra de corte cuadrado. Para completar el disfraz, compré una gran fregona. Me metí la pistola en un bolsillo lateral. No era la manera más segura de llevar un arma de fuego, pero quería tenerla a mano.
Cuando llegué a Lionsgate, aparqué en una calle lateral por si tenía que marcharme corriendo. Con la fregona en la mano y la gorra calada hasta los ojos, bajé la rampa del aparcamiento subterráneo de la residencia y entré en el edificio por uno de los ascensores. Al llegar a la planta baja, para dirigirme a los ascensores principales, tuve que pasar por delante del puesto de vigilancia. Detrás del mostrador había una oronda mujer, con la chaqueta azul claro de los vigilantes de seguridad de Lionsgate, que miraba la televisión. Sin embargo, cuando pasé, levantó la vista. Me preguntó quién era y dónde estaba mi tarjeta de identificación.
Mi conocimiento del polaco se limita a unas cuantas frases formales aprendidas sin querer de la madre de Boom-Boom. Aquella noche, no dejé de caminar, pero grité en polaco que la cena estaba lista, que se estaba enfriando y que vinieran a la mesa enseguida, algo que le había oído decir a la tía Marie cuatrocientas o quinientas veces. La mujer sacudió la cabeza con esta suerte de incredulidad molesta que se otorga a los inmigrantes estúpidos, pero volvió a concentrarse en el televisor que tenía delante.
Subí en el ascensor con una empleada de la limpieza auténtica. Recogía las sábanas sucias y se apeó con su carrito en la octava planta. Cuando llegué a la habitación de la señorita Claudia, la señorita Della estaba sentada a su lado en la única silla de la estancia. Karen me estaba esperando y se acercó corriendo a saludarme en voz baja al tiempo que me tomaba del brazo y me llevaba hacia la cama de la anciana agonizante.
En la cama vecina había otra mujer que respiraba en cortas y jadeantes andanadas. A su lado, había un aparato que pitaba de vez en cuando. Corrí una cortina entre las dos mujeres para que pareciese que teníamos intimidad.
– Nuestros asuntos no han sido importantes para usted, ¿verdad? Le pagamos para que encontrara a Lamont y no lo ha hecho. Y creo que hace un mes que dejó de buscarlo. -La señorita Della me miró con el ceño fruncido.
– Y yo creo que su hermana quiere verme -dije lo más suavemente que pude-. ¿Cómo está?
– Algo más fuerte, quizá -respondió Karen-. Ha comido un poco de helado, dice la señorita Della.
La señorita Claudia dormía y su respiración, superficial y difícil, se parecía a la de su vecina. Me senté en la cama, pasando por alto el bufido indignado de mi cliente, y le tomé la mano izquierda a la anciana, la mano buena, y le di masaje.
– Soy V.I. Warshawski, señorita Claudia -dije con voz profunda y clara-. Soy la detective. Estoy buscando a Lamont. Le ha dicho a la reverenda Karen que quería verme.
Se movió un poco pero no despertó. Repetí varias veces aquella información y, al cabo de un rato, abrió los ojos.
– Tive -dijo.
– He encontrado a Steve -expliqué.
– Le pregunta si es usted la detective -me corrigió la señorita Della.
– Soy la detective, señorita Claudia, y he encontrado a Steve Sawyer. Está muy enfermo. Pasó cuarenta años en la cárcel.
– Triste. Duro. ¿Mont?
– Curtis, ¿se acuerda de Curtis Rivers? -Le estreché la mano con fuerza-. Curtis dice que Lamont está muerto, pero ignora dónde reposa su cuerpo. Dice que Johnny lo sabe.
Sus dedos respondieron débilmente a los míos.
– ¡Los Anacondas! -exclamó la señorita Della-. Sabía que había sido cosa suya.
– No creo que Johnny matase a Lamont, pero sí sabe lo que le sucedió. Haré todo cuanto esté en mis manos para que me lo cuente. -Le hablé despacio, sin saber hasta qué punto entendía mis palabras.
– Hará cuanto pueda y obtendrá los mismos resultados que lo que llevamos de verano -gruñó la señorita Della-. Es decir, no averiguará nada.
Me contuve de contestar y mirarla y me concentré del todo en su hermana. La señorita Claudia permaneció un rato en silencio, respirando hondo y a conciencia como si se preparase para un esfuerzo importante.
– La Biblia -dijo, pronunciando perfectamente todas las consonantes-. Lamont… Biblia. Cójala.
Volvió la cabeza en la almohada para que viera lo que quería. La Biblia encuadernada en rojo estaba en la mesita de noche.
– Busque a Mont. Si está muerto, entiérrela con él. Si está vivo, désela. -Respiró hondo de nuevo para hacer acopio de fuerzas-. ¿Lo promete?
– Se lo prometo, señorita Claudia.
– ¿ La Biblia de Lamont? -La señorita Della estaba enfurecida-. Es la Biblia de la familia. Claudia, tú no puedes…
– Calla, Dellie… -Pero a la anciana el esfuerzo por hablar claro le había pasado factura y volvió a caer en unas sílabas medio inteligibles-. Anca, Anca, tive. Quiero dar.
La señorita Claudia me miró hasta cerciorarse de que tenía la Biblia y que me la metía en el gran bolsillo del mono de trabajo sin dejársela tocar a su hermana. Cerró los ojos y boqueó porque le faltaba el aire. La señorita Della nos obsequió a su hermana y a mí con amargas palabras. Sobre todo a su hermana, a quien sólo le preocupaba su apariencia, y en cambio nunca se preocupaba de lo mucho que ella trabajaba y hacía, y que había malcriado a Lamont aunque ella le dijera que, ahorrándole la mano dura, le había estropeado la vida. Si Claudia lo oyó, no dio muestras de ello. Hablar conmigo la había dejado extenuada. Supe que no dormía porque, de vez en cuando, abría los ojos y me miraba a la cara y luego el bolsillo del que asomaba la gran Biblia roja.
Sin soltarle la mano, le canté la canción de la mariposa, la nana preferida de mi infancia. Gira qua e gira là, poi resta supra un fiore; / Gira qua e gira là, poi si resta supra spalla di Papà. (Gira aquí y gira allá, y luego se posa en una flor; / gira aquí y gira allá, y luego se posa en el hombro de papá.)
La señorita Della se sorbió los mocos ruidosamente pero canté la canción varias veces, para tranquilizarme al tiempo que tranquilizaba a Claudia hasta que se quedó profundamente dormida. Cuando me puse en pie para marcharme, la señorita Della no se movió de su silla, pero la reverenda Karen me siguió hasta el vestíbulo.
– Sé que ahora mismo estás sometida a mucho estrés y estoy segura de que tu prima es tu principal preocupación, pero venir a ver a la señorita Claudia ha sido realmente una buena obra. -Me puso la mano en el antebrazo-. Ese hombre que has mencionado, Curtis… ¿Crees que dice la verdad sobre Lamont?
– Oh, creo que sí. No sabe lo que le ocurrió, pero Johnny Merton sí lo sabía y fue tan terrible que se sumió en el silencio. Y Merton… Bueno, tendrías que conocerlo y comprenderías que si para él una muerte supuso tal conmoción, tú y yo nos volveríamos locas… como el pobre Steve Sawyer. -Solté el brazo suavemente.
»El asunto de mi prima está relacionado con algo de Lamont, o de Johnny y Steve Sawyer y los Anacondas. El hombre que se encarga de la seguridad de la campaña de Krumas, donde trabajaba mi prima, fue el policía que interrogó a Sawyer hace cuarenta años y lo torturó para que confesase.
– ¿Lo torturó? -Karen contuvo una exclamación-. ¿Estás segura?
El cuerpo quemado y lacerado de Sawyer-Kimathi destelló en mi mente. «Dicen que soy el hombre que canta y baila… Se ríen.» ¿Cómo iba a olvidar yo eso?
– Sí, sí, ojalá no fuera así pero… Sé que ocurrió. No lo entiendo, no lo entiendo todo, pero mi tío y Harvey Krumas, el padre del candidato, se criaron juntos y todavía se protegen el uno al otro. Los dos están implicados en ese asesinato que hubo en Marquette Park hace tantísimos años y eso significa que…
No pude continuar, no soportaba añadir que eso significaba que mi tío estaba involucrado en la muerte de la hermana Frankie porque su viejo colega Harvey se había apresurado a contratar a un equipo de demolición para que arrasara el lugar y cualquier prueba que yo pudiese encontrar quedase enterrada. Me presioné las sienes con las manos como si de ese modo pudiera expulsar de mi cabeza todo ese conocimiento de los hechos.
– Esto es terrible, Vic. ¿Por qué no vas a la policía?
– Porque Dornick es un ex poli con muchísimos amigos en el cuerpo y ya no sé si puedo confiar en él -respondí, esbozando una torcida sonrisa.
Karen empezaba a preguntarme qué relación tenía Lamont con Dornick, pero mis propias palabras me recordaron que Bobby Mallory había intentado ponerse en contacto conmigo. La interrumpí y le pregunté si podía utilizar el teléfono de su oficina para hacer unas cuantas llamadas.
Bajamos al segundo piso en silencio y Karen sacudía la cabeza de vez en cuando como si lamentara el dolor de las desgraciadas almas de las que le había hablado. Mientras abría la puerta de su oficina, conecté un momento el móvil para buscar el teléfono particular de Bobby que no aparecía en la guía. Eileen Mallory respondió a la llamada.
– Oh, Vicki, lamento mucho lo que le ha ocurrido a Petra. ¡Qué semana más terrible! No conocemos mucho a Peter pero dile, a él y a Raquel, que si podemos hacer algo, que si necesitan un sitio donde vivir, más ayuda del equipo de Bobby, sólo tienen que decirlo.
Le di las gracias, incómoda, y le dije que Bobby había intentado ponerse en contacto conmigo. Todavía no había llegado a casa y me dio su número de móvil. Y otro mensaje, uno personal para mí, tan cálido y afectuoso que los párpados me escocieron.
La respuesta de Bobby fue mucho menos tierna.
– ¿Dónde estás? -inquirió tan pronto respondí.
– Vagando por la ciudad como un fantasma demente -respondí-. Me han dicho que querías hablar conmigo.
– Quiero verte de inmediato.
– Eso no puede ser, Bobby -dije, mirando el rayado escritorio de Karen Lennon-. Me escondo de George Dornick con la esperanza de encontrar a Petra antes de que la encuentre él.
– Si Dornick te persigue y te trae a comisaría, le daré una medalla.
– Entonces tendrías que dársela en mi funeral y los dos podríais congratularos de que yo, y un montón de historias sucias del departamento, descansemos en paz.
No sabía cuánto tiempo tenía antes de que el equipo especializado en tecnología de Bobby rastreara la llamada, pero decidí que podía hablar por teléfono tres minutos más.
– Victoria, has traspasado una línea inaceptable. Siempre has creído que puedes hacer mi trabajo mejor que yo y los otros trece mil policías honrados y eficientes que componen el cuerpo. Siempre has creído que cuando te regañamos lo hacemos porque somos más estúpidos y más corruptos que tú, pero ahora te has pasado de la raya y no lo voy a permitir.
– ¿Por criticar a George Dornick? -inquirí.
– Por acusar, si no matar, a Larry Alito.
Yo estaba mirando el segundero del reloj de pared de la oficina de Karen para contar los minutos, pero aquella noticia me sobresaltó.
– ¿Alito ha muerto? -pregunté como una estúpida.
– Saca la cabeza de dentro del culo. -Bobby debía de estar realmente furioso para utilizar conmigo aquel lenguaje vulgar. Aunque yo no le caiga bien, siempre se ciñe a su código de no soltar palabrotas delante de las mujeres y los niños-. Esta tarde han encontrado su cuerpo junto al río. En Cortlandt. Y Hazel dice que esta mañana lo llamaste amenazándolo.