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Mientras yo hablaba con Bobby, Karen se había apostado junto a la ventana, tirando inútilmente del hilo de la cortina. Cuando colgué se volvió hacia mí.
– Ahí fuera hay muchos coches de policía. Normalmente, no hay nunca tantos. ¿Crees que…?
– Creo que prefiero no saberlo. -Miré frenéticamente a mi alrededor con la esperanza de que apareciera algún escondite, pero lo único que vi fue la fregona. A los polis no los engañaría con un mono de trabajo sin distintivos y una fregona por estrenar. Interrogarían a todos los empleados de la limpieza, incluso a la mujer con la que había subido en el ascensor.
– Los carros de las sábanas… Llevan la ropa sucia a algún sitio. ¿Adónde?
Karen se quedó unos momentos pensativa y luego pulsó una tecla de su teléfono.
– Soy la pastora Karen. He estado con uno de los pacientes en estado crítico y tengo sábanas manchadas. ¿Dónde puedo encontrar el cubo más cercano? Soy tan estúpida que me las he traído a la oficina… No, no, ya volveré a subir. Lo que quiero es sacarlas de aquí y, de todas formas, después de tocarlas, tendré que lavarme… Número once, sí, de acuerdo.
Abrió la puerta, miró alrededor y, apretando la boca en una firme y fina línea, me indicó con un gesto que la siguiera.
– Ascensor número once, vamos.
La seguí por el laberinto de corredores hasta un ascensor trasero para el servicio. Tenía los músculos cada vez más tensos. Oíamos los ecos chirriantes de las radios de la policía, los gritos asustados de los residentes de Lionsgate, que querían saber si había un asesino suelto en los pasillos, pero no vimos a ningún agente. Karen pulsó el botón del ascensor número once. Cerca había una escalera y oí ruido de pasos. Llegó nuestro ascensor pero yo me quedé paralizada, mirando la puerta de la escalera hasta que Karen me empujó al ascensor y pulsó un botón para que se cerrasen las puertas.
– Gracias -dije, respirando hondo-. Estoy perdiendo el temple.
Puso un dedo encima de mi boca, moviendo la cabeza hacia una cámara que había en el techo. Luego se puso a hablar frenéticamente sobre la necesidad de un servicio de limpieza que se ocupara más de los casos de sida del hospital.
– Ahora tengo que ducharme porque he estado tocando sábanas y jeringuillas infectadas. No sé por qué el servicio de limpieza no puede hacer más.
– Es lo que ocurre cuando esos servicios se externalizan -dije, hablando con el bronco y nasal acento del South Side-. Cobran por habitación, no por horas, y no hacen el mismo trabajo que haría un servicio de limpieza interno.
El ascensor era hidráulico y me pareció que, en el tiempo que nos llevó ir del segundo piso al subsótano, una brigada de limpieza podría haber desinfectado las quince plantas de la residencia. Karen y yo parloteamos sobre el sida y la desinfección hasta que me noté la boca como una campana con un badajo muy seco colgando. Finalmente, los mecanismos hidráulicos emitieron una suerte de silbido y se detuvieron.
Las puertas se abrieron a una especie de almacén. Había más de veinte carritos llenos de ropa de cama. Karen murmuró que el servicio de lavandería pasaría a recogerlos a medianoche. Las duchas para el personal estaban al fondo del almacén y, junto a ellas, había unos vestuarios cerrados con llave. Karen buscó una llave maestra en su manojo y abrió la puerta. Dentro había uniformes para tratar con material contaminado: monos, botas y todas esas cosas. Me dio un gorro, unos guantes, una máscara y un mono blanco y me dijo que me metiera en un carrito y me escondiera. Cogí la pistola y la Biblia de la señorita Claudia y me quité el mono gris, escondiéndolo en uno de los otros carritos. Luego me puse el que Karen me había dado, junto con el gorro, los guantes y la máscara, antes de esconderme en el carrito. Karen apareció al cabo de unos minutos y, cuando asomé la cabeza y la vi con el mono, el gorro, los guantes y la máscara, su aspecto se me antojó siniestro. Me enseñó una placa roja brillante que rezaba «¡PELIGRO, MUY CONTAMINANTE!» y luego me tapó con las sábanas. Me susurró que estaba colocando la placa encima del carrito y cruzamos los dedos esperando que todo saliera bien.
Empujó el carro hasta el ascensor. Me quedé agazapada mientras subía resoplando hasta la planta siguiente, donde se encontraba el aparcamiento. Allí la policía había establecido un puesto de control. Mientras el agente le preguntaba a Karen quién era y qué hacía, yo sudaba la gota gorda cubierta de ropa de cama.
– Voy a llevar estas sábanas infectadas de sida a nuestro servicio de lavandería lo más deprisa que pueda -dijo la reverenda.
– Tengo que comprobar todas las tarjetas de identificación del hospital -dijo. Tras un breve silencio, añadió-: ¿Usted es la pastora? ¿Y se ocupa de las sábanas? Me parece que no…
– Agente, parte de mi trabajo es certificar las muertes que se producen en el hospital, del mismo modo que recojo las posesiones del difunto y hago una lista de ellas para sus allegados. También es parte de mi trabajo quitar sábanas manchadas de sangre de las camas y llevármelas cuando fallece una paciente y el servicio de la limpieza ya ha terminado la jornada. No puedo dejar material infectado en una habitación toda la noche. Las habitaciones son compartidas y no quiero que la señora que comparte la habitación se despierte y vea las terribles secuelas de la muerte de su vecina. Pero si quiere llevarlas usted, le estaré muy agradecida. He empezado la jornada a las seis de la mañana y estoy cansada. Me encantaría ir a casa.
Quise aplaudirla y vitorearla. Era como si la pastora llevase años ahuyentando a la policía del hospital. Había sonado tan natural, tan amable, con su mezcla de advertencia y arrogancia… El agente se disculpó y enseguida le permitió que se llevara el carrito.
Botamos deprisa por el aparcamiento. Oí el chasquido de la llave del coche y el golpe de cuando abrió el maletero.
– Ahora levantaré las sábanas y así no nos verán desde el ascensor. Entonces, salta al maletero. Creo que podrás respirar, al menos hasta que estemos a salvo.
Era ella quien daba las órdenes y yo la seguía mansamente. Al cabo de un momento, el maletero se cerró. Oí el matraqueo del carrito que se alejaba, empujado por Karen. Y luego salimos tranquilamente del aparcamiento. Posiblemente, el policía que vigilaba el acceso interior había llamado a los agentes que custodiaban la salida, porque sólo hubo un breve alto y nos pusimos de nuevo en marcha.
Entre la funda del contrabajo y el maletero del Corolla, elegiría el maletero, pero sólo porque las sábanas acolchaban el suelo y podía levantar las rodillas. En los dos sitios, el aire escaseaba y agradecí que Karen decidiera que ya era seguro dejarme salir. Se había dirigido a una calle lateral del campus que albergaba los extensos hospitales y servicios sanitarios de la Universidad de Illinois.
Salí y busqué la pistola y la Biblia de la señorita Claudia entre las sábanas manchadas. Con tanto movimiento, los puntos de libro se habían salido, el lomo se había dañado y se habían arrugado algunas páginas. Las alisé y volví a introducir los marcadores entre ellas.
– ¿Qué quieres hacer, ahora? -dijo Karen.
– Me gustaría darte un beso enorme. Y me gustaría tomar una ducha. Si alguna vez te cansas del trabajo pastoral, podrías abrir una agencia de detectives.
– No quiero pasar por eso nunca más -se rió la reverenda-. Cuando tuve que explicarle al agente lo que hacía, creía que iba a salirme sangre de la cabeza empujada por la presión y que mancharía todo el suelo del aparcamiento. ¿Dónde quieres que vayamos?
El coche de Morrell todavía estaba cerca de Lionsgate Manor. Convinimos que lo más inteligente sería que, aquella noche, no apareciera más por allí. Lo único que yo quería hacer era llamar por teléfono. Hablar con Murray Ryerson y tratar de encontrar a la compañera de universidad de Petra.
– Puedes llamar desde casa -propuso Karen-. Mañana por la mañana tengo una reunión a primera hora y preferiría que durmieras en casa en vez de tener que llevarte a Evanston.
Tenía alquilado el segundo piso de una vieja casa de obreros en el Northwest Side. Estaba en una calle tranquila, a pocas manzanas del río, y tenía un pequeño balcón en el que tomaba el café por las mañanas. Me llevó al baño y me dio toallas y jabón. Yo medía diez centímetros más que Karen pero podía usar sus camisetas. Me dio una a fin de que la utilizara para dormir.
Cuando salí de la ducha, me encontré con que Karen había abierto una botella de vino y dispuesto un plato con queso y galletas saladas. Apareció de la nada un gato rojo que se enroscó entre sus piernas. Karen lo llamaba Bernardo. En cierto modo, y pese a los traumas del día, poder sentarme y hablar con naturalidad, reírme incluso, sin tener que preocuparme de quién estaba escuchando, me animó.
Después de un vaso de vino, me sentí con fuerzas para llamar a Murray y preguntarle los detalles de la muerte de Alito. Karen tenía un operador telefónico de esos que te permiten ocultar el número desde el que llamas, por lo que no tuve que preocuparme de aparecer en el identificador de llamadas de Murray. Naturalmente, en cuanto oyó mi voz quiso saber dónde estaba. Y muchas otras cosas tediosas.
– Murray, querido, como ya te dije, voy de un lado a otro y estoy ilocalizable. Cuanto más tiempo perdamos en cuestiones frívolas, menos tendremos para las importantes. No he escuchado las noticias, aunque sé que el cadáver de Alito ha aparecido a orillas del río, cerca de uno de esos grandes desguaces de metal. Cuéntame qué ha ocurrido.
– Warshawski, contigo siempre va de dar y no recibir. Te compré una camisa, unos vaqueros. Me costó un buen rapapolvo de la doctora Herschel. ¿Y ahora me haces esto?
– Lo sé, Murray. Cada vez que te veo en ese Mercedes descapotable de color celeste, pienso, «mira, ahí va el reportero de la gente, que nunca piensa en sí mismo y siempre da a los demás». Así que, dame.
– ¡Maldita seas Warshawski! A Alito le dispararon a quemarropa. Lo hizo alguien que probablemente lo tenía cogido por el hombro, en plan colegas, y luego lo tiró del puente. Por lo que me han contado, la persona que lo mató creyó que caería al río o que quedaría enterrado entre la chatarra. En cambio, se posó sobre una pila que estaba separada para fundirla de nuevo. El tipo que manejaba la carretilla elevadora casi se desmayó, estuvo a punto de caer en una cinta de acero fundido.
Murray hizo una breve pausa y prosiguió:
– Mucha gente cree que es toda una coincidencia que me llamaras esta mañana para decirme que Alito había allanado tu oficina y que esta tarde haya aparecido muerto.
– Murray, en esta época, ¿alguien del Star se dedica realmente a corroborar los hechos? -Bebí otro sorbo de vino-. Lo digo para que protejáis el periódico de una posible demanda por libelo. Te dije que había encontrado un testigo que había identificado a Alito. Yo no lo vi porque no estaba allí. Mientras Alito allanaba el local, yo estaba en Stateville hablando con el Martillo.
– He hablado con la viuda -dijo Murray, haciendo caso omiso de mis comentarios. ¿Cómo se llama? ¿Hazel? Me ha dicho que tú lo habías amenazado.
– Sí, esto también lo he oído. A ella le dije exactamente lo mismo que a ti. Tengo un testigo que lo identificó. Punto. Final de la historia.
Hice girar la copa de vino observando cómo cambiaba la luz en la superficie. Yo también había cambiado la vida de Alito, haciendo girar una historia a su alrededor como si fuera vino en una copa.
– Pues claro que lo amenacé -proseguí con dureza-. Yo no sabía que mis palabras lo llevarían a la muerte. Esperaba que lo forzasen a hacer algo que lo traicionara. A él o a sus compinches, pero veo que lo que dije lo llevó a él y a sus compinches al límite.
»Alito no iba a cargar con la culpa él solo, sobre todo si el FBI o Mallory iban por él. Así que llamó a… A quienquiera que lo hubiese contratado. Digamos que era George Dornick, compañero suyo cuando estaban en el cuerpo. O a uno de los clientes de Dornick. Llamémosle Les, sólo para darle un nombre. Alito es un alcohólico. Cobra una pensión, tiene un barquito y nada más. Les y George temen que no aguante. Puede hacerles trabajos sucios, pero no se lo encargarán si va a poner a alguien como Bobby Mallory tras su pista.
– ¿Les? -dijo Murray en una explosión de ira-. ¿Les Strangwell?
– Buenas noches, Murray. Que tengas dulces sueños.
Colgué y miré a Karen con una mueca.
– Creo de veras que mandé a Alito a la muerte. Hoy no me gusto demasiado.
– ¿Alguien lo identificó realmente cuando entró en tu oficina?
– Fue una corazonada -respondí, sacudiendo la cabeza- y, al parecer, una corazonada muy precisa porque salió disparado a hablar con Dornick, o incluso con Strangwell.
Repetí la descripción del asesinato que me había dado Murray.
– Tuvo que ser Dornick -expliqué-. No me imagino a Strangwell abrazando a Alito. En cambio, su viejo compañero, el hombre que le encargaba trabajos esporádicos para que pudiera tener el barco y su pequeño bungalow junto al agua… Sí, Alito seguro que confiaba en él.
– Quizás hayas desencadenado los acontecimientos que lo llevaron a que lo asesinaran, pero no hay que ser codicioso con la culpa, ¿sabes? Si no hubiese sido la persona que allanó tu oficina, la llamada que le hiciste no habría cambiado en absoluto tu vida. -Karen me miró con vehemencia. Su cara joven y regordeta se veía ruborizada.
– Ser codicioso con la culpa… Eso me gusta. Todo el día me he sentido codiciosamente culpable. -La tristeza que había sentido por todo lo que había sabido de mi padre me invadió de nuevo en una oleada que me obligó a cerrar los ojos de dolor.
Cambié de tema. Al final, apuramos toda la botella de vino y nos reímos con historias familiares, como la de su abuela, cuyo padre no la dejó aprender a conducir y ella cogió el coche de la familia, lo hundió en el estanque donde bebían los caballos y luego, con toda tranquilidad, hizo la maleta y se marchó a Chicago.
Cuando finalmente ayudé a mi anfitriona a desplegar el sofá para convertirlo en una cama, era casi medianoche. Por primera vez en una semana, dormí ocho horas, como un bebé tranquilo.