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Cuando desperté, Karen ya se había marchado a su reunión de primera hora de la mañana. Había hecho café y había dejado una nota junto a la cafetera, pidiéndome que la llamara al móvil antes de marcharme. «Alguien necesita saber dónde estás. Soy tu pastora. No pueden obligarme a testificar.»
Sonreí un poco ante la idea de que Karen fuese mi pastora personal. No le llegaba el periódico de la mañana, por lo que me senté en el sofá, con la taza de café, para ver el noticiario de la tele. Después del horror económico diario, la noticia de la muerte de Alito dominó los programas matinales.
Sólo Beth Blacksin, del Global Entertainment, insinuó una siniestra desavenencia entre amigos como móvil del crimen. Y aunque no mencionó nombres, explicó que Alito había hecho trabajos esporádicos de seguridad para una importante campaña política de Illinois. Le mandé a Murray un silencioso beso. Debía de haber hablado con Beth, ya que el grupo Global también era propietario del Star.
El reportaje de Beth obligaría a Dornick y a Les Strangwell a dedicar energía al control de daños, lo cual no les permitiría entregarse del todo a buscarnos a Petra y a mí. Por otro lado, dos de las cadenas habían mencionado a «una investigadora privada de Chicago a la que la policía quiere interrogar como sea después de saber que había proferido amenazas contra el fallecido». Una de ellas incluso mostró una foto mía. Por fortuna era una foto sacada de un periódico viejo. Me la habían tomado cuando tenía la cabeza llena de rizos, no con el corte a lo recluta que lucía ahora.
– Y yo también quiero interrogarte, Bobby -murmuré-. ¿A quién proteges? ¿Cuánto sabes de lo que ocurrió en 1967? Tú también estuviste en esos disturbios de Marquette Park.
Me vestí con los vaqueros y la camiseta de Karen. La noche anterior había lavado las bragas en el lavabo, pero los calcetines se hallaban en un estado lamentable. Decidí ponerme unos de Karen, aunque abrir los cajones de la cómoda para buscarlos me hizo sentir incómoda. Su ropa interior era seria y funcional, pero los calcetines eran caprichosos y casi infantiles. Los había de Hello Kitty y otros con ángeles y demonios de un color rojo chillón, pero elegí un par con Lisa Simpson saltando a la comba.
Esperaba no tentar demasiado a la suerte suponiendo que el teléfono de mi pastora no estaba pinchado. A fin de cuentas, Karen participaba en algunos programas del Centro Libertad y tal vez también la vigilaban los federales, pero, de todos modos, llamé a mi servicio de contestador y lo encontré inundado de llamadas de la prensa. Todo el mundo quería entrevistar a la investigadora privada a quien la policía quería interrogar como fuera.
Mis clientes se mostraron más quisquillosos. Pasé casi dos horas intentando convencer a dos bufetes de abogados de que no prescindieran de mí. Un tercero no me devolvió las llamadas, lo cual era perfectamente comprensible.
Bernardo, el gran gato rojo, apareció en la sala y decidió que yo era mejor compañía que no tener ninguna. Empezó a seguirme, enroscándoseme entre las piernas, y tuve que caminar con cuidado para no tropezar con él. Mientras quitaba las sábanas de la cama y volvía a convertirla en sofá, se subió a una mesa cercana y olisqueó la Smith & Wesson.
Saqué la pistola de en medio y empezó a explorar la Biblia de la señorita Claudia. Yo estaba concentrada en la pistola, comprobando el seguro y volviéndola a meter en la funda, por lo que no vi el salto del gato, sólo la Biblia que salía volando de la mesa.
– ¡Bernardo! -grité-. Anoche, ese libro ya sufrió lo suyo. No hace falta que lo tires al suelo. Nos lo han confiado.
El lomo, que se había rajado durante la huida por la lavandería, con la caída se abrió del todo. No quise pegarlo con cinta adhesiva porque el frágil cuero rojo se estropearía, por lo que decidí ponerle una goma elástica alrededor y dejarlo en casa de Karen hasta que tuviese tiempo de pegarlo adecuadamente.
Con la caída, la encuadernación se había abierto a lo largo del lomo y se había soltado el cuero de la tapa delantera. Cuando empecé a presionar el cuero alrededor de los bordes de los rígidos cartones de debajo para sostenerlo en su sitio, vi que, debajo de la guarda, asomaban unos negativos. Contuve una exclamación y me senté despacio, como si sostuviera una caja de huevos en la cabeza.
Arranqué con cuidado toda la guarda y allí, entre el cartón y el papel, había dos tiras de negativos metidas entre una lámina de papel cebolla. Corrí el riesgo de poner la batería un momento en el móvil para fotografiar los negativos tal como los había encontrado debajo de la guarda de la Biblia. Luego tomé fotos de mis dedos sacándolos. En cada tira había doce exposiciones. En la envoltura de papel de cebolla, en descoloridas letras mayúsculas, Lamont había escrito: FOTOS TOMADAS EN MARQUETTE PARK EL 6 DE AGOSTO DE 1966.
Acerqué los negativos a la lámpara de la mesa pero no vi nada. Tenía que encontrar a alguien con conocimientos probados y un verdadero cuarto de revelado, no una tienda de fotos ordinaria. El único sitio que se me ocurría era Cheviot Labs, un laboratorio de ingeniería forense que utilizaba con frecuencia. Tenían la sede en los suburbios del noroeste, lo cual significaba que debería arriesgarme a ir a Lionsgate y recoger el coche, pero prefería correr ese riesgo que confiar los negativos a un mensajero.
Llamé a Karen, que estaba terminando su reunión, y le dije que iría a recoger el coche de Morrell.
– He encontrado una cosa que tengo que llevar al laboratorio. Lo dejaré en tu casa hasta que recoja el coche porque no quiero que me pesquen con ello encima. Te dejaré una nota diciendo lo que tienes que hacer con eso en caso de que yo no vuelva.
– Vic, ¿está relacionado con Lamont? En caso afirmativo, fui yo la que te metí en este asunto. Iré contigo hasta el final. Estaré en casa dentro de un cuarto de hora. Espérame en el callejón.
No se lo discutí ni por cortesía. Me alegraba que mi pastora personal tomara las riendas. Envolví de nuevo los negativos en el papel cebolla y los metí entre las páginas de un ejemplar de Harper's.
Esperé la llegada de Karen mirando por la ventana de la cocina y, tan pronto apareció su Corolla turquesa, corrí escalera abajo. Mientras conducía, le conté que había encontrado las fotos que Steve Sawyer-Kimathi creía que lo exculparían en un juicio celebrado hacía cuarenta años.
Karen asintió y pisó más el acelerador. Llegamos al parque industrial de Cheviot Labs un poco antes de las once. Mientras íbamos hacia allí, había llamado a Sanford Rieff, mi contacto en la empresa, desde el teléfono móvil de Karen. Sanford salió a recibirnos al vestíbulo con el experto en fotografía de los laboratorios, nos lo presentó y se marchó corriendo a una reunión.
El hombre, que se llamaba Theo, vestía de negro como corresponde a un aspirante a escritor y hablaba con un grave acento eslavo. Tenía los dientes torcidos y llevaba una estrella de plata de cinco puntas en la oreja izquierda, pero manejó los negativos con cuidado, sacándolos del frágil papel cebolla en que los había envuelto Lamont para meterlos en una funda de plástico.
– Estas fotos pueden aportar pruebas de un asesinato -le dije-. Un asesinato cometido hace cuarenta años. Y tendrán que presentarse en un juicio, así que esmérese todo lo que pueda. Son las únicas pruebas que quedan, así que por favor no…
– ¿Que no las estropee? Comprendo. -Theo sonrió-. Están tomadas con una cámara Instamatic, la primera cámara que tuve. Era de segunda mano y la compré en el mercado negro de Odesa. Las trataré como si fueran mías.
Me permitió ver cómo registraba los negativos en una base de datos: el número de tiras, el número de fotos y mi nombre con la fecha y la hora en que se las había entregado.
– ¿Todo correcto? -dijo-. Tenemos parque, tenemos cafetería, así que pónganse cómodas. Quizá tarde una hora, quizá dos.
Yo estaba tan nerviosa que no podía sentarme en la cafetería. Karen salió conmigo pero se detuvo en un banco para hacer llamadas mientras yo recorría el perímetro de un pequeño lago. Los gansos canadienses, que se habían convertido en el azote del norte de los Estados Unidos, abarrotaban el parque, haciendo agujeros en el suelo con el pico y dejando unas desagradables deposiciones a su paso. Me alejé del sucio camino y entré en un pequeño bosque. Intenté no consultar el reloj pero no quería alejarme mucho del edificio de Cheviot.
Finalmente, poco después de la una, Theo salió a buscarnos, radiante como un obstetra a punto de anunciar un parto normal.
– Vengan -dijo-. He hecho muchas copias. Ampliadas, contrastadas. Verá en ellas todo lo que se pueda ver.
En la Biblia había veinticuatro negativos, pero Theo había sacado unas cien copias de ellos, cada una con exposiciones distintas, algunas cortadas para ampliar caras concretas. Las había pegado casi todas a las mesas de luz que había en la sala de reuniones. Algunas estaban ampliadas y colgadas en las paredes.
– Éste es Lamont, con Johnny Merton -le susurré a Karen mientras mirábamos la copia del primer negativo, en el que aparecían tres jóvenes negros, cogidos del hombro y luciendo las boinas que en aquella época usaban los aspirantes a revolucionarios-. Mira, los tatuajes de Johnny. Supongo que el tercero es Steve Sawyer. No había visto ninguna foto de cuando era joven.
Sus rostros eran solemnes pero alegres, preparándose para la gran aventura. Lamont no aparecía en ninguna de las otras fotos. En cualquier caso, la cámara era suya. Tenía unas cuantas fotos del principio de la manifestación, con Martin Luther King Jr en cabeza y Johnny muy cerca.
– Esto podría ser material de coleccionista -le susurré a Karen-. Cuando termine esta historia, la señorita Della podría venderlas y obtener algo de consuelo con el dinero.
Pasamos al rostro de Harmony Newsome, joven y ardiente. Iba del brazo de una monja de ojos solemnes.
– Frankie -murmuró Karen.
Lamont también había fotografiado rictus de odio en la multitud. Había captado uno de los panfletos racistas más crueles -QUEMADLOS COMO HICIERON CON LOS JUDÍOS- que cubría el parque y también una lata de refresco antes de que estallara en la cara de un policía. Los transeúntes, cuyos rostros se veían poco definidos, parecían vitorear.
A medida que aumentaba la violencia, las fotos se volvieron más borrosas pues la gente se movía demasiado para una pequeña Kodak sin trípode, pero casi todas ellas daban fe de un fragmento reconocible de la historia. Vimos a un hombre que lanzaba un proyectil, pero tanto él como el objeto se veían borrosos. En copias separadas, Theo había cortado la cara y el proyectil. El proyectil seguía sin distinguirse, pero el rostro tal vez fuera identificable.
– Creo que podía ser el Martillo -dije, mirando el antebrazo cubierto de serpientes que empujaba la cabeza del doctor King hacia abajo-. Aquel día, al doctor King le dieron con un ladrillo. Quizá Johnny intentaba ponerlo a salvo.
En la siguiente instantánea aparecía Harmony Newsome, con la mano en el costado de la cabeza. La mano tapaba algo redondo y blanquecino que parecía que se le había pegado ahí. En la foto siguiente, se había desplomado al suelo y la cosa blanca y redonda se le había caído de la mano. Theo había ampliado el objeto para que viéramos que se trataba de una pelota con una suerte de pinchos clavados.
A continuación, vimos la foto de un policía con el equipo antidisturbios, agachado recogiendo la pelota. En la foto siguiente, estaba de pie y se la metía en el bolsillo. Las dos instantáneas estaban borrosas pero se distinguía perfectamente lo que hacía.
Al pasar a la siguiente mesa de luz, solté un grito. Mi tío Peter, con la cara perfectamente enfocada, señalaba con el dedo -a modo de felicitación o de advertencia- al hombre que había lanzado el proyectil y que había entrelazado las manos encima de la cabeza y bailaba una especie de danza de la victoria. Sus facciones no se veían claras, pero Theo había hecho cuanto había podido con exposiciones y ampliaciones distintas. La mandíbula ancha y cuadrada y la mata de pelo rizado me hicieron pensar en un Harvey Krumas joven, pero no habría podido asegurarlo.
– Esa pelota. -Me acerqué a la mesa de luz con fotos de Harmony Newsome después de caer el suelo-. Quiero verlo lo más claro posible. Y también al policía. No veremos su cara, pero la placa está vuelta hacia el objetivo. ¿Podría obtener el número de la placa?
Theo había cargado todas sus copias con las diferentes exposiciones en un programa de ordenador.
– Siempre es mejor empezar con los negativos -explicó-, pero tal vez aquí haya información suficiente para comprender la historia.
Karen y yo nos apostamos detrás de él mientras pasaba las imágenes. En la pelota, debajo de los clavos, se veía la ancha F seguida de la o. Nellie Fox.
Contuve una exclamación. Sin la foto ya estaba segura, pero seguía siendo difícil confirmarlo. Aquellos orificios que creí que mi padre y mi tío Bernie le habían hecho a fin de poder colgarla y utilizarla para practicar el bateo eran de los clavos. Alguien había puesto clavos en una pelota de béisbol. Alguien la había lanzado y había alcanzado a Harmony Newsome en la sien. Y luego alguien había recogido la pelota y le había quitado los clavos.
Mientras Theo enfocaba el número de cuatro cifras de la placa del poli con el equipo antidisturbios, me mareé de aprensión pero, cuando finalmente pudimos leerla, solté un pequeño suspiro. No supe a quién pertenecía ésa, pero todavía recordaba de memoria el número de mi padre. Al menos no había sido él quien había escamoteado el arma asesina del escenario de un crimen.