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46 El descubrimiento

Compuse un guión gráfico con una selección de fotos: la hermana Frankie con Harmony Newsome, Harmony con la mano encima de la pelota después de que se le clavara en la sien, Peter con el hombre que tal vez era Harvey Krumas, la ampliación de la pelota, el poli que se la guardaba en el bolsillo, la ampliación de su placa. Theo me permitió utilizar un ordenador para poner comentarios al pie de las fotos y redactar una carta dirigida a Bobby Mallory. Me dirigí a él formalmente, utilizando su grado, no porque me hubiera cabreado que se hubiese creído la disparatada acusación de Hazel Alito contra mí sino porque yo no sabía qué había hecho él en Marquette Park tantos años atrás. Era un novato de diecinueve años recibiendo el bautismo de fuego bajo el brazo protector del veterano agente Tony Warshawski.

¿Qué había hecho cada uno de ellos ese día en el parque?

Querido capitán Mallory:

Estas fotos fueron tomadas por Lamont Gadsden el 6 de agosto de 1966 en Marquette Park. Esta mañana he encontrado los negativos y ahora están guardados en un lugar seguro. Creo que las personas que allanaron mi casa y mi despacho la semana pasada buscaban estos negativos.

Como tal vez recuerde, en enero de 1967, Steve Sawyer fue detenido y condenado por el asesinato de Harmony Newsome (foto número 4). No se encontró nunca el arma homicida y la condena de Sawyer se basó sólo en una confesión no corroborada realizada después de que George Dornick y Larry Alito lo sometieran a tortura.

En su juicio, el señor Sawyer insistió en que Lamont Gadsden tenía pruebas que demostraban su inocencia. Las fotografías adjuntadas a este mensaje suscitan serias preguntas, al menos, sobre la cadena de protección de las pruebas en su juicio.

Antes de que le pida a la Fiscalía del Estado que instruya diligencias contra mí por la muerte de Larry Alito, le sugiero que revise este asesinato de 1966, el juicio de Steve Sawyer en 1967, y sobre todo, que averigüe la identidad del agente que llevaba la placa 8396.

Como protección, envío una copia de esta carta a mi abogado. También se lo notifico al juez Arnold Coleman, que fue el abogado de oficio de Steve Sawyer en su juicio, y a éste. Asimismo, se lo notifico a Greg Yeoman, que es el abogado actual de John Merton.

Si lo desea, puede dejar un mensaje a mi abogado acerca de las acciones que va a emprender para resolver el asesinato de 1966 y sus infundadas acusaciones contra mí en la muerte de Larry Alito.

Mientras Theo hacía una decena de copias de mi guión gráfico, llamé a mi abogado, Freeman Carter, y le dije que tenía unas pruebas tan comprometedoras que necesitaba guardarlas en una caja de seguridad.

– Ya me extrañaba no tener noticias tuyas, Warshawski. La policía se ha presentado en mi oficina pidiendo por ti, por lo que sabía que sólo era una cuestión de tiempo que recordases que tienes derecho a un abogado.

– Espero que no tengamos que llegar a eso, Freeman, pero deja que te haga un rápido resumen de lo que ocurre.

Le conté lo que sabía, le hablé de Lamont y Steve Kimathi, de Dornick, Krumas y mi tío. Incluso lo informé de que había encontrado la pelota de Nellie Fox en el baúl de las pertenencias de mi familia.

– ¿Y qué quieres que haga con esto? -quiso saber Freeman.

– Que guardes la pelota y las fotos y que frenes a la policía. Yo voy a tratar de encontrar a Petra y luego ya me preocuparé de todo lo demás.

Theo, que había oído el final de la conversación, dijo que Cheviot podía guardarme los negativos y las copias, pero le expliqué que la fiscalía podía obligarlos a entregarlo todo. Mi abogado tenía ciertos privilegios que mantendrían a raya al gobierno, al menos durante unos días. Lo que sí le pedí fue que me dejara utilizar su mensajero para enviar el guión gráfico a Bobby, al juez Coleman y a Greg Yeoman. Dejaría una copia en A medida para sus pies, si podía llegarme hasta allí sin que me siguieran, pero quería ver a Freeman Carter meter los originales y las cien copias que Theo había hecho en la caja de seguridad de su oficina.

De regreso, al pasar por el peaje, nos encontramos en medio de la densa hora punta de Chicago. «Hora lenta», deberían llamarle. Mientras avanzábamos, Karen me informó de las obras que estaban haciendo en el apartamento de la hermana Frankie en el Centro Libertad.

– Los obreros están haciendo un trabajo horroroso. Después de demoler el piso, lo único que han hecho es poner unos puntales. Empezaron a trabajar en el cableado eléctrico y fundieron los circuitos de todo el edificio. Y las hermanas no consiguieron que la administración de la finca volviese a dar la electricidad hasta que amenazaron con mandar piquetes a la casa del propietario.

– Sí, creo que son constructores de una empresa fantasma, enviados por Harvey Krumas para asegurarse de que todas las pruebas del incendio intencionado quedaban destruidas. -Aquélla era una de mis mayores preocupaciones con respecto a Petra. ¿Habría enviado mensajes de texto a Dornick, a Alito o al propio Harvey para que fueran a buscar la bolsa con los fragmentos de botella que yo había recogido en el apartamento incendiado de la hermana Frankie?

Karen pasó a una noticia más alentadora. Aquel día, la señorita Claudia se encontraba con algo más de fuerzas. Karen había enviado a una ayudante a verla a ella y a otras pacientes graves, y la ayudante la había llamado para contárselo mientras esperábamos las copias de Theo.

– Fue como si el hecho de haberte dado la Biblia la hubiera descargado de un gran peso en el alma y ahora le quedasen algunas fuerzas más para su propia vida -dijo Karen-. Me pregunto si no había sabido desde siempre que las fotos estaban ahí dentro.

– ¿No crees que, de haberlo sabido, las habría sacado y habría mandado hacer copias? -objeté-. Lo que creo que ocurrió fue que Lamont le consultó a Johnny lo que había que hacer con las fotos, si debía correr el riesgo de testificar en el juicio de Sawyer.

– Quizá Lamont tenía copias, unas copias que desaparecieron cuando lo hizo él, pero fue tan hábil que dejó los negativos al cuidado de la única persona que realmente confiaba en él, su tía. No podía confiar en Rose Hebert, porque su airado padre la controlaba demasiado. Y tampoco podía confiar en Johnny, que quizá las utilizaría a cambio de salvar la propia piel en algún trato con la fiscalía. Pero Claudia lo adoraba y lo apoyaba, así que arrancó la guarda, introdujo los negativos y le dio la Biblia a su tía. Ésta debió de notar que las tapas eran irregulares y quizás hasta debió sospechar que en su interior había algo escondido, pero le daba miedo abrirlo y descubrir lo que era.

– ¿Por qué? -Karen avanzaba hacia el peaje de Deerfield Plaza. Saqué monedas de la cartera para pagar el importe exacto.

– Della no sabía nada de las fotos pero, como siempre afirmaba que Lamont vendía droga, Claudia debió de pensar que estaba guardando un paquete de heroína, ácido o lo que fuera.

Nos quedamos calladas un rato, pero mientras hacíamos cola en el peaje, Karen no dejó de mirarme, mordiéndose el labio. Finalmente, dijo:

– Hay algo que debería decirte pero, hasta ahora, no sabía cómo hacerlo. Cuando he hablado con mi ayudante, me ha dicho que unos hombres han ido a la residencia a preguntar por mí. A través de la jefa de enfermeras supieron que, anoche, tú y yo fuimos a visitar a la señorita Claudia. Creen que sé dónde estás.

– ¿Eran de la policía? -inquirí.

– Mi ayudante no sabe de esas cosas. -Karen sacudió la cabeza-. Imaginó que eran de la policía, pero no les pidió ninguna identificación. Y, después de todo lo que has dicho hoy, me pregunto si no serían hombres de la empresa de Dornick.

– Eso significa que tal vez hayan ido a tu casa. -Me froté las sienes-. Después de ver a mi abogado, será mejor que te acompañe a casa y me asegure de que no te han tendido una emboscada. Si son gente de Dornick, habrán averiguado tu número de móvil, lo cual significa que podrían estar rastreándonos.

Esbocé una sombría sonrisa.

– A mi alrededor, nadie está a salvo. Dornick está haciendo un buen trabajo transmitiendo este mensaje. Tal vez sería conveniente que tú y Bernardo os instalarais en una habitación vacía de Lionsgate Manor hasta que todo se aclare.

– No me ocurrirá nada, Vic. Cuando les explique que soy una pastora tan ingenua que no sabe cuáles son tus intenciones, me creerán. -Dibujó una O de sorpresa con sus labios de rosa y se rió-. Es por esta cara victoriana que tengo. Nadie me cree capaz de entender el mundo peligroso que me rodea. Eres tú la que corres riesgos.

El tráfico empezó a avanzar un poco más deprisa. Yo seguí vigilando la carretera por el espejo de la visera y por el de la ventanilla derecha. Junto a nosotras se movían los mismos coches. No sabía si alguno de ellos nos prestaba especial atención pero, al salir de la Kennedy hacia el Loop, empecé a fijarme en un BMW gris. Llevaba una colección impresionante de antenas y, durante los últimos kilómetros recorridos, parecía haber ido cambiando de lugar con un Ford Expedition de color negro. El Corolla turquesa de Karen era fácil de distinguir y no tuvieron necesidad de acercarse hasta que salimos de la autopista. Entonces, el BMW adelantó a dos taxis y un autobús y se situó delante de nosotras. El Expedition se acercaba por el carril contiguo.

– Tenemos compañía -dije-. Saltaré del coche antes de que nos acorralen. Intentaré mandar a un policía hacia aquí.

Antes de que Karen tuviera tiempo de reaccionar o hablar o siquiera reducir la marcha, me metí el sobre con los negativos y las copias en la parte trasera de los vaqueros y abrí la puerta del pasajero. La agarré con fuerza, saqué los pies y el resto del cuerpo y, corriendo al lado del coche, cerré la puerta de golpe y salí disparada por LaSalle Street en dirección a la oficina de Freeman. Oí sonidos de claxon, gritos y chirridos de neumáticos. Cuando llegué a la acera, un mensajero montado en bicicleta empezó a hacer piruetas a mi alrededor, mientras que otro se me acercaba desde el lado sur.

Me metí por la primera puerta giratoria que encontré y corrí por la galería comercial. Oí pasos a mi espalda y los gritos de enojo de alguien contra quien había chocado mi perseguidor, pero no perdí tiempo mirando atrás.

El sobre se me clavaba en las nalgas, pero el dolor me recordaba que todavía llevaba mi preciada carga. Tendría que haberla guardado en el Cheviot. «Deja los lamentos para más tarde», me dije, jadeando, y adelanté a un trío de mujeres de paso lento para salir a toda velocidad por la puerta giratoria trasera.

Wells Street estaba llena de mensajeros en bicicleta. ¿Eran mensajeros auténticos? ¿Perseguidores? Imposible saberlo. Una bici subió a la acera y vino directa a mí, otra se me aproximaba por el costado. Vi el destello de una pistola en la mano del primer ciclista. Mientras levantaba el arma, me quité la gorra de los Cubs y rodé por el suelo. Cuando llegó a mi altura y me apuntó, le metí la gorra entre los radios de la rueda y la bicicleta se tambaleó y cayó. La pistola se disparó. La multitud gritó y se dispersó y yo subí corriendo las escaleras del metro elevado.

En aquel momento, un convoy entraba en la estación. Me colé delante de una hilera de pasajeros que esperaba para validar el billete y pasar el torno. Me gritaron enojados y el jefe de estación bramó por el micrófono, pero yo salté el torno y subí corriendo el tramo final de escaleras, consiguiendo meterme en un vagón en el preciso momento en que se cerraban las puertas.

El metro iba hasta los topes. Me derrumbé, apoyada en las puertas, jadeando, mientras la masa de viajeros me apretujaba. La pistola se me clavaba en el costado y el sobre en la espalda. Las piernas me temblaban del esfuerzo y de miedo. Pensé en Karen, a la que había dejado en Monroe Street. Esperaba que, al ver que yo escapaba, a ella la hubiesen dejado en paz. Por favor, por favor, que no resultase herida otra persona que se había implicado conmigo.

Pasaron varias paradas sin que yo me diera cuenta de dónde estaba. Me apartaba de las puertas al llegar a una estación y, cuando el metro se ponía en marcha, volvía a apoyarme en ellas. Finalmente, advertí que viajaba en la línea marrón en dirección norte. Y, dondequiera que me bajara, podía encontrar gente vigilándome. ¿Cómo de grande sería la operación que Dornick podía permitirse emprender contra mí? ¿Cuántas paradas del metro podía vigilar? ¿Lo estaba imaginando más poderoso de lo que realmente era?

No podía circular en metro para siempre y me bajé en la siguiente estación, Armitage Avenue. Está en el corazón de Yupilandia, llena de miles de pequeñas boutiques. Busqué una peluca con la que transformarme de veras, pero lo mejor que encontré fue otro sombrero, una gorra blanca de jugar a golf. Los mil dólares que había sacado la semana anterior iban menguando, pero también me compré una camisa nueva para sustituir la camiseta azul marino de Karen. Ésta era blanca y proclamaba el PODER-R-R FEMENINO. Tal vez se me contagiaría. Llevaba muchos días sin usar las gafas oscuras y los ojos me dolían del resplandor del sol. Entré en una farmacia y compré unas baratas. Y carmín de labios. Luego entré en una cafetería, pedí una infusión en taza grande y fui al lavabo a lavarme y a planear el siguiente paso.

Limpia y rehidratada, me sentí una pizca mejor, pero no se me ocurría ningún plan de acción, ninguna manera de salir de aquella zona, ningún destino útil donde buscar a Petra ni manera de hacer llegar las fotos a Freeman Carter. A aquellas alturas, Dornick ya habría encontrado el Honda de Morrell. No podía correr el riesgo de regresar a Lionsgate Manor a recoger el coche. Tampoco podía ir a casa o a la oficina, aunque estaba a mitad de camino de los dos lugares.

A la puerta de la cafetería, un indigente vendía el Streetwise. «Siempre que tengas un techo bajo el que cobijarte y una familia que te quiera», me había dicho el día anterior el tipo de Millennium Park. Un techo bajo el que no te puedes cobijar y una familia que intenta coserte a balazos. Le di un dólar y pensé en Elton Grainger.

Él también vivía cerca de allí. En el momento en que no me había mirado a la cara ni había respondido a mis preguntas supe que había visto a Petra cuando salió corriendo de mi oficina. Hacía meses, me había contado cómo llegar a su chabola. La encontraría y amenazaría con acampar a la puerta hasta que me contara lo que yo quería saber sobre mi prima.

Desde que había salido de la estación y durante las compras, había caminado hacia el oeste. Esperé en una parada de autobús y tomé uno en esa dirección. Saqué unos dólares sueltos para pagar el billete y luego me instalé en la parte trasera, junto a la ventana. Era un trayecto lento y pesado, pero estaba tan cansada que no podía caminar. Y, al menos, de aquella manera, vería si alguien me seguía.

Me apeé en Damen Avenue y seguí a pie. En esa zona, las calles de Chicago se retuercen y enmarañan debido a la forma en que el río serpentea por el Northwest Side. Tenía que llegar debajo de la autopista Kennedy y seguir Honore hasta el río. Una chabola bajo el talud del ferrocarril, había dicho Elton.

La hora punta había terminado. La gente empezaba a llenar los restaurantes que bordeaban las calles. Sentí una enorme envidia de los comensales que veía tras las cristaleras, cenando y riendo. Elton vivía así, caminando de vuelta a casa desde su puesto de venta del diario en la calle de mi oficina. Era un veterano del Vietnam que no tenía casa y sólo llevaba dinero en el bolsillo para comprarse un cartón de vino o un emparedado.

Arrastrando los pies, caminé por debajo de la autopista, doblé hacia el este y luego hacia el norte. El talud del ferrocarril estaba rodeado de alambre de espinos, pero había un agujero escondido por la sombra que proyectaba la autopista Kennedy. Me colé por él y ascendí el talud. Los habitantes de Chicago llevaban décadas lanzando porquería desde el coche y, a lo largo del talud, la basura alcanzaba un metro de alto. Vi el camino que Elton había abierto entre los desechos, lo seguí hasta las vías y bajé por el otro lado, donde el desnivel terminaba en el río.

De entrada, no vi la chabola de Elton, y me pregunté si, en su paranoia, me había dado mal las señas. Sin embargo, un tenue camino discurría entre los matorrales y la basura y lo seguí hasta el río. En el agua había patos nadando, junto a botellas de plástico y maderos. La corriente apenas era visible y había nubes de mosquitos sobrevolando los matorrales que bordeaban el agua.

Cuando llegué a la orilla, miré hacia atrás y por fin divisé la chabola, casi invisible entre el sotobosque y los neumáticos viejos. Tenía un logotipo descolorido de la compañía ferroviaria C &NW. Supuse que, antiguamente, la habían usado como caseta de almacenaje. Al acercarme, vi que Elton había puesto un barril en el tejado para recoger la lluvia y había instalado una ducha. La choza no tenía ventanas y los maderos con que estaba construida se veían ennegrecidos de la humedad, pero había tapado los agujeros con metales diversos, porexpan y láminas de plástico.

Subí al talud y lo rodeé hasta el lateral de la chabola, donde se encontraba la puerta.

– ¿Elton? ¿Está en casa? Soy V.I. Warshawski. Tenemos que hablar.

Di unos golpecitos al panel con el puño y oí ruidos dentro de la vivienda y algo parecido a un sollozo. Abrí la desvencijada puerta y mi prima Petra me miró parpadeando de sorpresa en medio de un nido hecho con sacos de dormir.

– ¡Vic! ¿Cómo lo has sabido? ¿Quién te lo ha dicho? ¿Con quién has venido?

Me quedé sin palabras. Sentí un alivio tan grande al ver a mi prima que me quedé allí plantada, sacudiendo la cabeza de asombro.