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47 Un río la atraviesa

Me hallaba en el suelo, abrazando a Petra mientras ella sollozaba en mi hombro.

– Vic, estoy muy asustada, todo es tan horrible… No me riñas. Yo no quería…

– No voy a reñirte, primita -dije con suavidad, acariciándole los sucios cabellos-, cuando fue el miedo a mi temperamento vehemente lo que te impidió confiar en mí.

– Me dijeron que si hablaba con alguien, matarían a mamá y a las niñas y papá iría a la cárcel. No sabía qué hacer. Decían que tú querías llevar a la cárcel a papá, que estabas utilizándome, y que si no colaboraba con ellos, si te contaba lo que estaba haciendo, nos perjudicarías a mí, a él, a mamá y a todos.

– ¿Quiénes te dijeron todo eso? ¿Les Strangwell? ¿Dornick?

Petra contuvo un sollozo y asintió.

La chabola estaba llena de mosquitos que nos picaban a través de la ropa. Tuve que cerrar la puerta, aunque en aquel pequeño espacio no había ventilación. Con la puerta cerrada, olía al fango del río y a sudor rancio. La única luz procedía de un par de claraboyas improvisadas que Elton había creado abriendo unos huecos cuadrados en el techo y cubriéndolos con cristales de ventana desechados.

– Empezó con esa pelota de béisbol, ¿verdad? -apunté-. El día que la encontraste en mi baúl, lo comentaste en la oficina.

– ¡Siempre he sido tan bocazas…! La pelota sólo fue una parte. Todo empezó en la fiesta de recogida de fondos, cuando hablé de Johnny Merton delante de ese rastrero juez Coleman. Oí que le decía al tío Harvey que sería mejor que no metieras las narices en el caso Harmony, y al principio no supe a qué se refería. Y el tío Harvey respondió que habían condenado a los Anacondas por aquello y que no quería que el caso fuese una serpiente que volvía a la vida después de que le cortaran la cabeza. Y luego, el día después de la fiesta, cuando el señor Strangwell me llevó a trabajar con él, me dijo que lo guardara en el máximo secreto, porque te proponías sabotear la campaña de Brian.

– Entiendo. Y debió de decirte que yo tenía alguna clase de prueba que podía destruir la campaña y que debías encontrarla, ¿no es eso?

Un tren pasó con un estruendo por encima de nuestra cabeza, sacudiendo la chabola. Tuvimos que esperar a que hubiera pasado antes de reanudar el diálogo. Cuando el ruido se apagó por fin, volvimos a escuchar los dulces sonidos corrientes de una tarde de verano, los últimos cantos de los pájaros y el zumbido de los insectos.

– ¿Qué prueba era ésa? -azucé a mi prima cuando vi que callaba.

– Al principio, recorrer todos esos lugares donde papá y sus amigos vivieron hace tiempo me pareció un juego, pero luego se volvió inquietante. Cuando mataron a la monja y tú acabaste en el hospital, me dijeron que podía haber algo en su apartamento y mandaron a ese hombre tan horrible para que me llevara allí. Fue entonces cuando empecé a asustarme de veras y estuve a punto de contártelo, pero entonces pensé en lo que me habían dicho, que eras una… una antigua amante de Johnny Merton y…

– ¿Qué? -Di un respingo-. ¡Petra! ¡Por Dios, no! Lo representé cuando era abogada de oficio, pero es la persona más aterradora e intimidadora que he tratado en mi vida, por lo menos hasta que he conocido a Les Strangwell. Y una no se acuesta con sus clientes aunque lo desee. Por favor, di que me crees en esto, al menos…

– ¡No te enfades conmigo, Vic, no lo soporto!

Noté un ligero tono de histeria en su voz. Petra había estado demasiado tiempo a solas con sus miedos.

– No, mujer, no me enfado. Pero me subleva que contaran una mentira así sobre mí. Te aprecio mucho y no querría que te lo creyeras, eso es todo.

– Está bien -murmuró ella.

Esperé un instante, pensando que añadiría algo más, un «claro que no me lo creo», o algo por el estilo, pero al ver que no decía nada la empujé a que terminara de contarme.

– Así que fuiste al apartamento de la hermana Frankie con ese hombre horrible… ¿Era Larry Alito? Y cuando me encontraste allí, le dijiste que desapareciera y luego le mandaste un mensaje para que fuera a recoger la bolsa de las pruebas.

– Oyéndote contarlo en voz alta, suena espantoso -musitó Petra-, pero las cosas se pusieron aún peor. Me dijeron que guardabas unas fotos antiguas; era eso lo que querían encontrar, pero también querían la pelota. Cada mañana, el señor Strangwell me pedía un informe sobre lo que hacías y lo que andabas indagando y, cuando le dije que querías que hiciera un trabajillo para ti, se puso de lo más excitado y me dijo que hiciera todo lo que me pidieras y luego le informara. Pero cuando investigué a esa empresa de construcción, vi que su dirección coincidía con la del piso de Chicago del tío Harvey, lo cual me pareció muy raro, así que se lo comenté al señor Strangwell, y entonces él dijo…, dijo… -Durante unos instantes no pudo continuar, pero luego consiguió recobrar el aplomo-. Entonces fue cuando dijo que, si no hacía exactamente lo que me decía, mamá y las niñas morirían y papá iría a prisión.

Continué acariciándola y arrullándola y traté de tranquilizarla diciéndole que lograríamos arreglarlo todo de modo que nadie muriese ni terminase en prisión, aunque no estaba segura de ninguna de ambas cosas. Finalmente, cuando dio la impresión de haberse calmado un poco, le pregunté cómo había terminado allí, en la chabola de Elton.

– Eso fue después de que me obligaran a franquearles la entrada en tu despacho.

– Sí, chica, eso ya lo sé. Te vi en el vídeo.

– Decían que tenías una foto que podía mandar a la cárcel a papá -susurró-. Cuando les dije que no había podido entrar en tu antigua casa del South Side, me hicieron ir allí con ellos para que les enseñara qué casa era. Y luego, cuando tío Sal me dio las llaves de tu apartamento para que pudiera prepararte la cama y llevarte unos yogures (ya sabes, mientras te alojabas en casa de la doctora Herschel), el señor Strangwell me obligó a entregarle las llaves para sacar copias.

»Supongo que pondrían tu casa patas arriba. No fui yo, ni estuve allí. Ese tipo, el que llamaban Larry, encontró una foto antigua del tío Tony y los demás jugando juntos a béisbol y el Estrangulador se puso furioso y dijo que sólo un idiota borracho pensaría que aquello era una prueba contra nadie, así que decidieron que tenían que registrar tu despacho.

»Tuve que ir con ellos. No se conformaron con que les diera la clave para entrar porque el Estrangulador dijo que, si por casualidad no habías ido a ver al hombre serpiente y estabas en el despacho, a mí me dejarías entrar. Luego, cuando estuvieron dentro, se volvieron completamente locos y yo temí que fueran a matarme porque había visto demasiado y porque Dornick no hacía más que llamar por teléfono al Estrangulador para decirle que cómo podía estar tan seguro de que una bocazas como yo no acabaría contándotelo todo. Así pues, fingí que tenía la regla y necesitaba ir al baño, y eso hice.

»Y entonces encontré a ese hombre horrible, el que llamaban Larry, allí plantado con la pistola en la mano. Vi la puerta de atrás, salí a toda prisa y eché a correr como una loca. Y Elton estaba allí, en la calle, y me acordé que había mencionado que tenía una guarida, así que le supliqué que me salvara la vida. En aquel preciso instante, llegaba el autobús y montamos y Elton me trajo aquí. Y tenía tanto miedo que no me he atrevido a salir.

Mientras la acunaba, intenté pensar en un lugar seguro donde Petra pudiera, al menos, dormir mientras yo intentaba que la policía escuchara mi versión de la historia. Estaba imaginando y descartando ideas cuando, de pronto, Petra me preguntó por las fotos.

– ¿Qué son?

– Es una historia antigua y desagradable. Tu padre estuvo en una algarada en Marquette Park, en 1966…

– ¿Unos disturbios raciales, te refieres? ¿Cuando los negros arrasaron el barrio?

– Eso sucedió después. Estos disturbios los provocaron los blancos, tu padre y tu tío Harvey y unas ocho mil personas más que gritaban y abucheaban a Martin Luther King. En las fotos aparecen tu padre y tu tío Harvey en el lugar del asesinato de una mujer negra. Las imágenes recogen a un agente de policía, supongo que George Dornick o Larry Alito, en el momento de meterse en el bolsillo el arma homicida. Más tarde, Dornick y Alito inculparon a un negro, al que arrancaron una confesión mediante torturas.

– ¡No! ¡Mientes! Papá no podría… El tío Harvey no…

– Sé cómo te sientes -la corté-, porque mi padre también estuvo involucrado. Él presenció las torturas y, cuando intentó detenerlas, lo amenazaron con mandar a prisión a Peter. Así que mi padre, ¡mi padre, el mejor hombre que he conocido nunca!, hizo la vista gorda con los torturadores por salvar a Peter. Y después ocultó la pelota de béisbol, esa pelota firmada por Nellie Fox que fue el arma homicida, por salvar de la cárcel a tu padre.

– ¡Lo que dices no es cierto! -chilló Petra, poniéndose en pie-. ¡Te lo estás inventando!

– Ojalá.

Yo también me puse de pie y saqué el álbum familiar de debajo de la camisa. Apenas había luz para que viese gran cosa, pero fingió estudiar las hojas.

– La hermana Frankie estaba en la manifestación con la mujer asesinada. La mataron para que no hablara conmigo. ¿Por qué crees que te mandaron a su apartamento a recoger indicios? Fue para evitar que alguien como yo los llevara a la policía. Ese edificio estaba vigilado por los de Seguridad Nacional porque las monjas proporcionan asistencia a inmigrantes; sin embargo, la noche que tú y Larry Alito os presentasteis allí, no os fotografiaron porque George Dornick tiene buenos contactos en esa agencia.

– No puedo permitir que las publiques -musitó ella-. No debes, no debes…

– Petra, tenemos sobre nosotras el peso de cuarenta años de injusticia. Cuarenta años de una injusticia cometida por nuestros padres. Ni me atrevo a pensar en cuántos hombres más habrán torturado Dornick y Alito. No puedo callar. No puedo hacerlo para salvar a tu padre, ni tan siquiera para salvar al mío.

– Oh, maldita sea -farfulló ella-. Es tal como dice el tío Sal: siempre eres la única que lleva la razón. Los demás no contamos nada en tu universo.

– Maldita seas tú también. Has puesto en peligro mi vida, además de la tuya. Si me hubieras contado todo esto hace un mes, la hermana Frankie estaría viva todavía, probablemente. ¿Cuántos más tienen que morir por proteger a Peter?

Nos miramos con ferocidad, enfrentadas casi nariz con nariz en el minúsculo espacio y jadeando de furia y miedo, cuando oímos unos pasos que descendían por el talud. No era Elton; las pisadas correspondían a un grupo de gente. Varias linternas enfocaron la pendiente. Ya había anochecido. Mientras nos peleábamos, la pálida luz que entraba por las claraboyas de la chabola se había vuelto de un púrpura intenso. Agarré a Petra por el brazo y le tapé la boca con la mano.

El sobre… Aquellas fotos tenían que sobrevivir, no importaba lo que me sucediera a mí. Busqué a mi alrededor y cogí una bolsa de la basura negra de la pila de bolsas y mantas del suelo y metí dentro el sobre. No tenía tiempo para sacar la bolsa, ni a Petra, de la chabola. La metí en un resquicio y empujé a mi prima contra la plancha que hacía de pared contigua a la puerta. Yo me puse delante de Petra. Cuando se abriera la puerta, no quedaríamos a la vista instantáneamente.

– ¿Es aquí? -reconocí la voz de George Dornick.

– Sí, sí señor, es aquí. -Éste era Elton, con voz temblorosa, apenas audible.

– Vaya estercolero. Eres un pedazo de mierda inútil, ¿lo sabías? -masculló Dornick con desprecio-. Abre la puerta. Quiero ver a la chica con mis propios ojos.

– Usted dijo que no le haría daño -dijo Elton, alarmado-. Dijo que sólo quería hablar con ella.

– Así es, escoria humana, nadie le va a hacer daño. La chica tiene que volver a casa, eso es todo.

Esto último lo dijo una tercera voz, que no reconocí. Y, cuando soltó una risotada, un par de voces más la corearon: Dornick y dos secuaces, tal vez tres.

El corazón de Petra latía aceleradamente contra mis omóplatos. Llevé la mano atrás y estreché la suya. La puerta de la chabola se abrió de par en par. Una linterna barrió el minúsculo espacio y descubrió mis pies. Me agaché, me lancé adelante y arremetí contra el hombre que empuñaba la luz, y lo derribé.

– ¡Vete! -grité, y seguí corriendo, alejándome de la choza para que la segunda linterna me siguiera. Oí a Petra a mi espalda y disparé al azar para cubrir su salida de la chabola y la carrera hasta el río, donde, tras un instante de vacilación, saltó al agua con un chapoteo. ¡Bien hecho!, pensé. Eché a correr pendiente abajo detrás de ella, pero las luces me siguieron y alguien disparó. Me arrojé al suelo entre la maleza, caí sobre algo grande y áspero, volví a rodar y disparé a bulto hacia la luz.

– Ésa es Warshawski. ¿Dónde está la chica, maldita sea?

– Alguien se ha tirado al río.

El tipo al que había derribado estaba en pie otra vez y el haz de luz de su linterna enfocó el agua. Un disparo resonó sobre el río y los gansos empezaron a graznar y chapotear. Hubo un aleteo y el hombre disparó otra vez. Del otro lado llegaron unos gritos.

Intenté escabullirme hacia la orilla, pero un neumático viejo y unas zarzas me hicieron tropezar. Retrocedí a gatas, usando las rodillas y una mano mientras con la otra empuñaba la pistola, apuntando siempre al frente. Sonaron más tiros y, a continuación, Dornick desplegó sus tropas en un triángulo en torno a mí. A una orden suya, dos armas dispararon sucesivamente, una a cada lado de donde estaba.

Seguí reculando mientras él daba más órdenes, pero los hombres del triángulo continuaron enfocando con sus luces las matas en las que había caído. Yo era la zorra de la cacería. Y ellos debían de tener misiles sensibles a la luz o guiados por calor, o alguna extravagancia por el estilo, para ocuparse de mí.

– ¿Dónde están los negativos, Vic? -preguntó Dornick.

– Los tiene mi abogado, George.

– No. No llegaste a verlo. Estuvimos allí antes que tú.

– Los envié por mensajero. Y, a la vez, mandé copia a Bobby Mallory.

La mención a Bobby lo detuvo un instante, pero luego se limitó a replicar:

– Sabemos que ibas camino de la oficina de Carter. Estábamos escuchando por el móvil de la chica.

– ¿El móvil de la chica? ¿Te refieres a la reverenda Karen Lennon? Apuesto a que ya eras raro de niño, Georgie. Apuesto a que eras el que se colaba debajo del tobogán en el parque infantil para verles las braguitas a las niñas de la clase. ¿Empezaste por ahí y luego pasaste a torturar ratones y gatos? El capitán Mallory ya no va a cubrirte más la espalda, Georgie. Cuando lea mi informe…

– Sin los negativos, tu informe no vale una mierda -dijo Dornick-. Dime dónde están y soltaré al borracho.

– Déjelo, Vic -murmuró Elton con voz temblorosa-. No tiene usted que hacer nada por mí.

– ¿Qué pasó, Elton? -le pregunté-. ¿Cómo han sabido que tenía a Petra aquí?

– Alguien de la cafetería que hay delante de tu despacho -intervino Dornick- nos dijo que un sin techo se había marchado con la chica y empezamos a interrogar a todos los borrachos y mendigos de Bucktown. Y a un tipo como Elton no hay que apretarle mucho las tuercas para que suelte lo que sabe, ¿no es verdad, saco de mierda?

– Lo siento, Vic. Sé que me salvó la vida y todo eso. Ojalá no lo hubiera hecho, es la pura verdad. Si me hubiera dejado morir, mi chiquita no estaría en tan mal trance. Su chiquita, quiero decir. Es una muchacha estupenda, de verdad, Vic. Puede sentirse orgullosa de ella. Y ahora no se preocupe más de mí, ¿me oye? Ya no tiene que seguir cuidándome, ¿de acuerdo?

Dornick hizo caso omiso de la temblorosa disculpa de Elton.

– Quiero esos negativos, Vic -repitió, y ordenó a sus hombres que entraran en el zarzal a por mí-. Cogedla viva. Quiero interrogarla. No la quiero muerta… todavía.

Los hombres descendieron por el talud y penetraron en la espesura. Abrí fuego y le di a uno, pero no acerté a los otros dos y, al cabo de un instante, me sujetaban por los brazos y yo pataleaba y me sacudía, pero mis esfuerzos fueron en vano y los dos hombres me inmovilizaron mientras Dornick me manoseaba por debajo de la ropa y me apretaba los pezones.

De repente, le di un pisotón en el empeine con todas mis fuerzas y lancé una coz contra la rodilla del tipo que tenía detrás. Los dos hombres soltaron un grito. No estaban acostumbrados al dolor. Me desasí, pero Dornick me agarró antes de que pudiera echar a correr. Me arrancó la pistola y la arrojó a los matorrales. Uno de sus hombres me sujetó de nuevo mientras Dornick me abofeteaba. Mejilla izquierda, mejilla derecha, mejilla izquierda…

– Has visto demasiadas películas antiguas de nazis, George -dije-. Eso es lo que hace siempre Erich von Stroheim.

El me pegó otra vez.

– No me pareces tan lista como Tony siempre decía que eras. ¿Dónde están las fotos?

– Las tiene Freeman.

– No es verdad. -Plas.

– Las guardé en una consigna de FedEx, en Armitage.

– Echa abajo la chabola -ordenó Dornick-. Estoy seguro que no las confiaría a un mensajero. Y, desde luego, no las dejaría en una consigna.

Había herido a uno de los hombres y el segundo me sujetaba. Dornick apuntaba a Elton con un arma mientras el cuarto desmantelaba su casa. Elton soltó unos gemidos quejumbrosos mientras el individuo reventaba las paredes, abría las bolsas de plástico rompiéndolas y hacía trizas su nido de sacos de dormir. Trabajó a conciencia durante veinte minutos, pero la bolsa de la basura negra había desaparecido. Petra debía de haberla cogido al salir, decidida a salvarle el pellejo a Peter.

Ahora, Dornick estaba furioso. Me encañonó con su arma y observé el triángulo rojo de la mira de láser en la oscuridad, apuntándome al pecho, a la cabeza, buscando el mejor sitio para dispararme sin darle a su lacayo.

Me relajé flácidamente en brazos del hombre, exhalé un suspiro -uno de esos que Gabriella siempre quería, desde lo más profundo de mis entrañas y cerrando los ojos -«Respira, no pienses. Respira, no pienses»- y ataqué el aria favorita de mi madre:

– Non mi dir, bell'idol mio…

El arma de Dornick soltó un estampido y retrocedí un paso. No pude evitar que la línea fluida de Mozart se echara a perder, pensando en lugar de respirar. Había fallado.

– Maldita estúpida, tú…

El hombre que me retenía aflojó la mano y me desasí bruscamente. Le di una patada en la rodilla, me arrojé al suelo y rodé hacia Dornick. Elton lo había agarrado por las piernas y Dornick se tambaleaba, intentando encontrar un ángulo desde el que poder disparar al mendigo sin herirse a sí mismo. Era más fuerte que Elton, pero eso sólo significaba que, en sus esfuerzos por desasirse, no hacía sino arrastrar consigo al pobre hombre.

Solté un grito salvaje, le golpeé el antebrazo con la mano y me apoderé de la pistola. Un momento después, el talud quedó bañado en azul.