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La señorita Claudia volvió a la casa del Padre con gran estilo. Las mujeres llevaban la clase de sombreros que antes se veían por Pascua, cargados de pájaros y flores y cintas, de modo que el salón ajado por las inclemencias del tiempo parecía un recargado jardín. La música estremeció las vigas y la concurrencia rebosó de la pequeña iglesia y se extendió por Sixty-second Place. Ofició la reverenda Karen, lo cual creó un murmullo entre una feligresía que opinaba que las mujeres debían estar calladas en la iglesia. Pero la hermana Rose fue muy firme. Así era como lo había querido la señorita Claudia.
Curtis Rivers acudió al funeral con sus dos colegas ajedrecistas. Los tres llevaban traje oscuro y al principio no los reconocí. La hermana Carolyn y las otras monjas del Centro Libertad estuvieron presentes, cantando himnos con la misma energía que cualquier miembro habitual de la congregación. Incluso Lotty y Max se presentaron para manifestarme su apoyo.
La señorita Claudia duró casi dos semanas desde que yo encontrara los negativos en la Biblia de Lamont.
Procuré visitarla la mayoría de los días. Me limitaba a sentarme a su lado y le hablaba en voz baja, a veces de mis progresos en la búsqueda de Lamont y otras veces sobre nada en concreto.
La muerte de Harmony Newsome había vuelto a ser noticia de portada. Parecía como si todo el país se alegrara de cebarse en la notoria corrupción de Chicago. Éramos un bien recibido descanso de las lúgubres noticias económicas y de la predecible desaparición de los Cubs.
Bobby Mallory estuvo sumamente frío y distante durante esas semanas. Participaba en una unidad especial de investigación interna y, por los comentarios que me llegaban, se mostraba despiadado en sus pesquisas. Sin embargo, tenía que ser muy penoso para él encajar aquella historia de corrupción y abusos entre unos hombres con los que había pasado la vida.
Dornick y Alito no eran, ni mucho menos, los únicos culpables. No habrían podido tratar a los sospechosos de manera tan abyecta sin la connivencia activa de toda la cadena de mando. Dieciséis agentes más que habían servido en la comisaría de Racine Avenue fueron sometidos a una investigación federal por sospechas de brutalidad.
Fue una conmoción comprobar que las torturas a los sospechosos habían continuado al menos hasta los años noventa. Dado el clima favorable a la tortura cultivado por el Departamento de Justicia de los Estados Unidos en los últimos años, algunos agentes consideraron, al parecer, que no había motivo para callarse sus propias incursiones en el territorio de los «interrogatorios extremos».
Bobby no quiso hablarme de todo aquello directamente, pero Eileen Mallory vino una tarde a mi apartamento a tomar un café y me contó lo traicionado que se sentía su marido ante las implacables revelaciones de abusos y malos tratos.
– El departamento ha sido toda su vida y ahora siente que se ha dedicado a… no sé, a un dios falso, podríamos decir. Y, además, él siempre se había comparado con tu padre y lamenta profundamente que Tony llegase a escribir una carta protestando de las torturas y él, Bobby, no hiciera otra cosa que trasladarlo para que no tuviese que trabajar con Dornick y Alito. Esa carta cortó en seco la carrera de tu padre, ya sabes. Desde entonces, no tuvo ningún ascenso más.
– ¡Pero mi padre lo presenció y no lo impidió! -estallé-. Entró en la sala de interrogatorios y les dijo que pararan, pero Alito le replicó, «Lo hacemos por tu hermano, por Peter», y él dio media vuelta y se marchó.
Eileen alargó la mano por encima de la mesilla y la posó en mi rodilla.
– Vicki, querida, tú quizás habrías entrado allí y los habrías obligado a parar. Eres lo bastante valiente y atrevida para hacerlo, sí; en eso has salido a tu madre, no cabe duda. Pero tú no tienes una familia que mantener. La familia es un rehén terrible para un hombre como tu padre. ¿Qué otro trabajo podría encontrar para manteneros a Gabriella y a ti, para tener la seguridad de que vuestra salud y bienestar estaban garantizados? Tu madre, Dios la tenga en su seno, se agotaba dando lecciones de piano a niñas por cincuenta centavos a la semana. Con eso no podíais vivir. Tony hizo lo mejor que podía hacer en unas circunstancias muy dolorosas. Pero denunció lo que sucedía. ¿Te das cuenta del valor que se requería para hacerlo?
Cuando Eileen se hubo marchado, di un largo paseo con los perros e intenté conciliar la idea del padre al que quería tantísimo con el hombre que había sido policía y había cumplido con su deber a sabiendas de que estaba trabajando con unos hombres que habían cometido torturas.
Recordé la carta que me había escrito por mi graduación de la Universidad de Chicago. Tantas semanas después de recuperarla y recordarla, todavía la llevaba en mi portafolios, con la intención de hacerla enmarcar. De vuelta en casa, la saqué y volví a leerla:
Me gustaría poder decir que no he hecho nada en esta vida de lo que me arrepienta, pero he tenido que tomar algunas decisiones y ahora me toca apechugar con ellas. Tú empiezas ahora y todo es luminoso y brillante y el futuro te espera. Deseo que siempre sea así para ti.
Al cabo de un rato, bajé a Armitage y llevé la carta a una tienda de marcos. Escogí uno en verde, el color favorito de mi madre, con un alegre adorno en el borde. Así podría leerla y sentirme querida. Y recordaría lo que él lamentaba, y me dolería de ello. E intentaría asimilar que una nunca conoce de verdad a nadie, que vivimos, la mayoría, con nuestras contradicciones. Yo también tengo mis fallos, el mal genio del que mi padre me prevenía también en la carta, el temperamento que había atemorizado a mi prima hasta el punto de que casi le había costado la vida. ¿Podía aprender algo de aquel terrible error?
Por supuesto, no era la única hija que intentaba ajustar cuentas con un padre lleno de faltas. Mi prima tenía que afrontar unos asuntos más serios que los míos. Por lo menos, ella tenía a su madre y a sus hermanas para que la ayudaran a afrontar los golpes que todas ellas habían sufrido durante el último mes. El día después de nuestra noche maratoniana en la comisaría, Petra voló a Kansas City para estar con ellas.
Mi tía Raquel estaba desconcertada y no sabía muy bien qué quería hacer, si apoyar a Peter en el calvario legal que lo esperaba, o llevarse a las niñas y empezar de nuevo sin él. Peter se quedó en Chicago de momento, en un estudio de alquiler. Él y Rachel no hablaban a menudo y Petra no quiso cruzar una palabra con él.
Cuando, al cabo de una semana, Petra decidió que quería volver a Chicago, Rachel voló con ella para pasar unos días en su apartamento. Mi tía me hizo llevarlas a la tienda de Curtis Rivers a conocer a Kimathi. Quería ver con sus propios ojos a la persona que había sufrido por culpa de Harvey Krumas. Nuestra presencia angustió a Kimathi hasta el punto de que Rivers lo hizo salir a los pocos minutos.
– Lo siento -no dejaba de musitar mi tía-. Lo siento.
Rivers asintió con su expresión ceñuda de costumbre y no dijo nada. Rachel lo miró pestañeando, impotente. Por último, preguntó si Kimathi necesitaba ayuda económica. ¿Lo llevarían a un buen terapeuta o le encontrarían casa, si ella pagaba la factura?
– Nosotros nos ocupamos de él. No necesita su dinero.
Rachel dio media vuelta y enfiló hacia la puerta con paso tan inseguro como el mío la primera vez que había estado con Kimathi y Rivers. La seguí y me sobresalté cuando Rivers me tocó el brazo antes de que me llevara a la salida.
– Ese bolso rojo, señora detective. Le queda bien, ¿verdad?
Asentí con cautela. Había llevado conmigo el bolso y un cheque por quinientos treinta dólares, que había dejado en el mostrador mientras Rivers llevaba a Kimathi a la trastienda.
– Se lo ha ganado, creo. Emplee el dinero para ayudar a otro pobre diablo. -El hombre metió el cheque en uno de los bolsillos exteriores del bolso y me llevó hasta la calle sin darme tiempo a decir nada.
Mientras volvíamos en el coche, mi tía permaneció callada. Sin embargo, cuando nos detuvimos delante del piso de Petra, rompió el silencio:
– Qué difícil es saber qué hacer. Crees que te has casado con alguien y luego resulta que es como una de esas malas películas de Goldie Hawn, en las que descubre que el hombre con el que se ha casado era alguien completamente diferente. Estoy tan… tan descarrilada en la vida, que contraté a un detective para asegurarme de que Peter y yo estamos casados legalmente. Es tanto lo que me ha ocultado, que le creí capaz de ocultarme que tenía otra esposa y otra familia.
– ¿Qué vas a hacer? -le pregunté.
– No lo sé -respondió, moviendo la cabeza-. Resulta tan tópico, todas esas mujeres engañadas que dan apoyo a su marido, como la esposa del gobernador de Nueva York. ¡Yo estoy furiosa con Peter! No quiero darle respaldo. Y luego está el dinero. Hacemos tanto dinero, tenemos tanto… y todo nos viene porque un hombre fue torturado. Peter fue recompensado mientras ese pobre hombre pasaba la vida en la cárcel y se convertía en… en ese patético… -Se le quebró la voz, pero consiguió dominarse y continuó con esfuerzo-: Y Petra… Siempre ha sido la preferida de Peter. Él quería un chico, estaba seguro de que sería un chico, así que siempre la ha llamado Petey. Se la llevaba de caza y esas cosas. Petra siempre fue más lanzada que sus hermanas, las cuatro que llegaron después de ella. Hasta que le dije a Peter que tenía que querer a sus hijas, que no podía seguir pensando que eran menos de lo que sería un chico. Y ahora Petra tiene tantas dificultades como yo para decidir quién es ella misma y qué piensa de él.
Rachel hizo una pausa, me dirigió una sonrisa lastimera y añadió:
– Tú hiciste mucho por Petra y saliste herida. Físicamente, me refiero. Pero sé que también estás sufriendo por dentro por lo que hizo tu padre. Creo que todo el dinero de Peter y mío es sucio, pero quiero… quiero pagarte el tiempo que has empleado y las molestias que has sufrido. Sé que no le vas a pasar a nadie la minuta de las horas y días que perdiste por culpa nuestra. Por eso, ahora que todavía estoy casada y dispongo de esa cuenta conjunta, voy a compensarte.
Y, con estas palabras, me entregó un sobre. Más tarde, cuando lo abrí y vi el cheque por veinticinco mil dólares, estuve a punto de romperlo. Aquel dinero estaba manchado, le dije a Lotty. No podía aceptarlo bajo ningún concepto.
– Victoria, todo el dinero está manchado -sentenció Lotty con una leve sonrisa-. Sobre todo, el que sirve de reparación. Quédatelo. Paga las facturas, vuelve a Italia, haz algo por ti misma o por ese Kimathi. Que tengas que declararte insolvente no le cambiará la vida. Y cobrar el cheque no te crea ninguna obligación para con tu tío.
Cobré el cheque y entregué una parte al Centro Libertad Aguas Impetuosas, pero agradecí poder pagar las facturas con el resto. Rachel regresó a Kansas City a cuidar de sus otras hijas, pero Petra se quedó. No podía volver a la campaña, y no sólo porque no quería seguir relacionándose con la familia Krumas. Brian Krumas había puesto fin a la campaña tan pronto empezaron a salir a la luz todas las acusaciones y contraacusaciones.
Brian, con su mata de pelo a lo Bobby Kennedy, se plantó ante una batería de cámaras y declaró que no podía ser un buen servidor público cuando su familia había colaborado en torturas para salvarse de las consecuencias de su propio papel en la muerte de una militante de los derechos civiles. Naturalmente, la declaración en televisión tuvo un aire heroico, pero quienes la seguimos con cierto cinismo tuvimos la certeza de que volvería a la política a no tardar. Con todo, su renuncia me hizo pensar bien de él.
Mientras tanto, Petra estaba inquieta y ociosa. Cada día, pasaba horas corriendo con los perros y viendo carreras de caballos con el señor Contreras. Una tarde, abordó tentativamente su anterior sugerencia de trabajar para mí durante un tiempo, pero me pareció que ninguna de las dos estaba preparada para eso. Yo necesitaba unas vacaciones de la familia y, finalmente, envié a Petra a ayudar a la hermana Carolyn en el Centro Libertad. Petra le debía a Elton una casa nueva y la monja logró reclutar unos voluntarios de Hábitat para la Humanidad, que enseñaron a Petra a construir un sencillo cobijo junto al río, donde antes se levantaba la chabola.
Carolyn había querido cederle a Elton el apartamento de la hermana Frankie tan pronto estuviese reparado, pero el breve momento de heroísmo del indigente no había obrado milagros en su incapacidad de vivir con gente. Elton quería estar solo, pasar la noche lejos de los sonidos y olores de otros. Con todo, aprovechamos el deseo de todos los funcionarios de Chicago de demostrar lo buenos que eran y conseguimos que la ciudad le donara un pedazo de tierra, el equivalente a un cuarto de un solar municipal, donde había tenido la chabola. Y cuando Petra y los de Hábitat hubieron terminado la casita, incluso le conseguimos agua corriente.
A Petra aún seguía incomodándole hablar con su padre, aunque él colaboraba plenamente con las autoridades, tanto estatales como federales, en las numerosas pesquisas que se llevaban a cabo. Unos investigaban el encubrimiento del asesinato de Harmony Newsome. Otros se centraban en las denuncias de torturas en la comisaría de Racine Avenue. Y, por supuesto, estaba el asesinato de Larry Alito. Y el de la hermana Frances.
Aquel otoño, cuando empezó a contar su versión de lo sucedido, Peter declaró que todo se había desencadenado cuando Dornick había descubierto que yo estaba buscando a Steve Sawyer. Harvey, al oír lo que contaba Petra en la fiesta del Navy Pier, había acudido al momento a Les Strangwell. Aunque Krumas temía que se hiciera público su propio papel en la muerte de Harmony Newsome, la única preocupación de Strangwell fue mantener todo aquello enterrado hasta que Brian hubiera superado las primarias y la elección general. Eso significaba guardar la historia en secreto durante un año. Durante todo el verano, mientras me esforzaba en vano en localizar a Lamont y Sawyer, Strangwell y Krumas creían que estaba peligrosamente cerca de Sawyer para su tranquilidad, de modo que hablaron con George Dornick.
Dornick, con su sofisticada tecnología y un grupo adiestrado en la Escuela de las Américas en todas las formas conocidas de combate, vigilancia y tortura, aceptó de buen grado salir de nuevo al rescate de Harvey.
Al final del verano, mientras obligaban a Petra a ayudarlos a entrar en mi casa y en mi despacho, Dornick se volvió más atrevido y más violento. Cuando Peter y Rachel llegaron a Chicago después de la desaparición de Petra, Dornick les dijo que sus otras cuatro hijas podían darse por muertas si sus padres hablaban con alguien de la muerte de Harmony Newsome, de las torturas a Sawyer, de la muerte de la hermana Frances o de las presiones sobre Petra. Rachel volvió a Kansas City y se ocultó con sus hijas.
Todo esto fue saliendo a la luz poco a poco, por supuesto, pero Terry Finchley me llamó periódicamente para tenerme al día. Avanzado el otoño, se hizo realidad un sueño de la fiscalía: Harvey y Dornick empezaron a atacarse. El primero declaró que había sido idea de Dornick eliminar a la hermana Frankie antes de que se confiara a mí. George Dornick dijo que no tenía nada que ver con aquello, que Harvey y Strangwell habían empleado a Larry Alito, un bala perdida y alcohólico -Dornick les había advertido de que Alito no era de fiar-, mientras que Strangwell afirmó que Alito era el chico de confianza de Dornick para los trabajos difíciles que quería mantener en secreto.
Después de muchos titubeos y negociaciones, la Fiscalía del Estado presentó cargos contra Krumas por asesinato en segundo grado en relación a la muerte de Harmony Newsome. El abogado de Krumas había presionado para que la calificación fiscal fuera de homicidio involuntario, con libertad condicional; sin embargo, cuando los focos de todo el país empezaron a centrarse en la flor y la nata de Chicago, el fiscal del Estado se dio cuenta de que no podía permitir que Krumas saliera de aquel asunto con un mero rapapolvo.
La situación de Dornick era más complicada. No había intervenido en la muerte de Harmony Newsome, pero todo el mundo, incluido Bobby, estaba convencido de que había organizado el encubrimiento posterior. Peter cantó largo y tendido al respecto. Luego, estaba la muerte de la hermana Frankie. El equipo del detective Finchley siguió el rastro del Ford Expedition que conducían los incendiarios y lo llevó a uno de los hombres de confianza de Dornick. Y Finchley estaba dispuesto a creer que Dornick había matado a Alito por miedo a que su viejo colega se desmoronara y se pasara de bando si la presión se hacía excesiva.