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5 ¿Es un pájaro…? ¿Es un avión…? ¡No! ¡Es la superprima!

El tráfico se parece al viejo dicho de Mark Twain: todos nos quejamos de él, pero nadie intenta arreglarlo. Incluso yo: me quejo de los atascos y sigo yendo en coche a todos lados. El problema está en que el transporte público de Chicago es tan deficiente que, si fuera a ver a mis clientes en metro y autobús, no tendría tiempo de dormir. Así, el viaje de regreso a casa me llevó más de cuarenta minutos, sin contar el alto que hice para comprar comestibles, y eso que sólo recorrí trece kilómetros.

Cuando encajé el coche entre un reluciente Nissan Pathfinder y un cuadrado Toyota Scion, estaba tan cansada que no tenía fuerzas para apearme. Una vez dentro, el vecino de abajo y los dos perros me asaltarían, los tres deseosos de compañía y, los dos perros, anhelantes de ejercicio.

«Correr un rato me sentará bien.» Repetí el mantra varias veces pero no conseguí moverme. En lugar de ello, miré los árboles a través de la capota abierta del Mustang.

En junio, el verano llega incluso al corazón de una gran ciudad. Hasta al mundo de las acererías, donde me crié. La luz y la calidez de la primavera siempre me llenan de nostalgia y este año tal vez más, porque hace poco he estado inmersa en la niñez de mi madre.

Después de ver las verdes montañas de Umbría, he comprendido por qué mi madre intentaba crear un jardín mediterráneo bajo la suciedad de las fábricas de acero. En el mes de julio, las hojas, incluidas las de las camelias, parecían muertas, cubiertas de hollín y azufre, pero cada primavera las plantas echaban unos esperanzados brotes. Este año sería distinto. Y tal vez lo mismo sería cierto de los presagios que había tenido acerca de mi nueva cliente. En esta ocasión, los acontecimientos demostrarían que mi pesimismo era infundado.

Al marcharme del apartamento de la señorita Della, me detuve en la oficina de Karen Lennon. La señorita Della había firmado un contrato aceptando pagar mil dólares por la investigación: dicho de otro modo, dos días completos a mitad de precio, que se pagarían a plazos, con setenta y cinco dólares por anticipado.

Una auxiliar que pasaba por allí me dijo que Karen estaba realizando su misión pastoral en el departamento de enfermería especializada del nuevo edificio. Me senté en una silla de plástico llena de marcas de su oficina y esperé una hora. La otra opción era un sillón cuyos muelles se hundían casi hasta el suelo. Sin embargo, no perdí el tiempo y eché un vistazo a los libros de la reverenda Karen: Teología pastoral en el contexto afroamericano, Teología pastoral feminista. Leí unas cuantas páginas, pero Karen seguía sin aparecer, por lo que contesté unas cuantas llamadas e hice una búsqueda en internet para otro cliente, un bufete de abogados que pagaba muy bien. Detesto navegar por la red con un teléfono móvil, pues la pantalla es muy pequeña y las páginas tardan mucho en cargarse, pero en el ordenador de Karen no podía acceder a internet sin una contraseña.

Cuando Karen volvió por fin, tenía prisa y sólo venía a recoger sus cosas para marcharse del edificio. Intentó ofrecerme una afable sonrisa pastoral, pero era evidente que no le entusiasmaba mi insistencia en pedirle que me dedicara un poco de su tiempo y me diera información, por lo que le dije que la seguiría hasta el aparcamiento.

– Cuando habló conmigo, ¿sabía que no se ha visto a Lamont Gadsden desde hace cuarenta años? -pregunté mientras ella cerraba la puerta de su oficina-. ¿Por eso fue tan reservada conmigo?

Karen Lennon era muy joven todavía. Se mordió los labios al tiempo que sus tersas mejillas se sonrojaban.

– Temía que dijera que no. Hace tanto tiempo de todo ello… Por esa época, mi madre era una adolescente.

Me chocó descubrir que su madre y yo éramos casi de la misma edad.

– ¿Por qué ha tardado tanto la señorita Della en iniciar una investigación?

– ¡No es así! -Karen se detuvo en medio del vestíbulo del edificio y me miró con sus grandes y vehementes ojos castaños-. Cuando el chico desapareció, preguntaron a los amigos de éste y fueron a la policía, donde las trataron con auténtico desdén racista. Entonces pensaron que ya no podían hacer nada más.

– ¿Pensaron? -repetí-. Supongo que se refiere a la señorita Della y a su hermana Claudia, ¿verdad? Le dije a la señorita Della que me dejara hablar con su hermana y se negó. Todo lo que me dijo estaba lleno de animosidad. ¿Qué intenta ocultar?

– De acuerdo, Vic. No sé por qué la señorita Della no se lo ha contado, pero la señorita Claudia tuvo una embolia en Pascua. Le cuesta hablar y, cuando lo hace, le salen unas palabras absolutamente confusas. La señorita Della es la única que la entiende del todo, aunque yo voy aprendiendo. Y fue a partir de la embolia cuando la señorita Claudia se obsesionó con esta búsqueda. La señorita Della intentó disuadirla porque ha transcurrido mucho tiempo y hay pocas esperanzas de descubrir nada, pero la señorita Claudia no cejó hasta que su hermana le prometió que encontraría a Lamont. Que intentaría encontrarlo, para ser más exactos. ¿Lo buscará?

– Haré lo que pueda -fruncí los labios-, pero no hay muchos caminos que seguir. Y la señorita Della no me ayuda, pues se niega a darme nombres de personas que conocían a su hijo.

– Yo la ayudaré con eso -dijo Lennon-. Es muy desconfiada con los desconocidos, pero llevo aquí catorce meses y se ha dado cuenta de que puede confiar en mí.

– Entonces, quizá sea usted la persona más adecuada para buscarlo -le dije con sorna.

Abrió, consternada, su boca de rosa pero, con toda la calma, replicó:

– Si tuviera sus habilidades, lo haría. Como ya le dije, la busqué en Google después de que nos conociéramos en el hospital, y lo que he leído la hace parecer más progresista de lo que es realmente, tal vez. Precisamente por eso, acudí en ayuda de su amigo Elton sin expectativas de cobrar por ello. Pensé que estaría dispuesta a hacer lo mismo y ayudar a alguien que está en la situación de la señorita Della.

– No sé cuál es su situación -dije-. Tal vez piense usted que es una anciana acabada que ha tenido una vida muy dura y ha sufrido muchas injusticias pero, para mí, es una mujer tan amargada y reservada que no me creo nada de lo que dice. Han pasado cuarenta años desde la última vez que lo vio y sigue tan enfadada con su hijo que cada vez que habla de él casi se sofoca. ¿Y si lo mató ella? También podría ser que no hubiera desaparecido, sino que ella estuviese tan avergonzada de la vida que el chico llevaba que le dijo a todo el mundo que se había esfumado.

– ¡Vic! -Karen se había quedado boquiabierta-. ¿Cómo puede pensar esas cosas de la señorita Della? Pero si es la diácono de su iglesia.

– Oh, por favor -le espeté-. La prensa está llena de noticias de pastores y sacerdotes que roban dinero o abusan de los niños. No digo que crea que la señorita Della haya hecho esas cosas, ni que piense que haya matado a su hijo. Lo que digo es que oculta algo, que está enojada y que eso no facilita las cosas.

– Pero, ¿la ayudará?

– Hemos acordado que haría un trabajo preliminar a mitad de precio pero, si no voy cobrando, no continuaré.

Karen se rió, tal vez aliviada de descubrir que no me echaba atrás.

– Creo que la anciana es muy escrupulosa con el dinero -dijo.

– Y acuérdese de pedirle los nombres de los amigos de Lamont. Empezaré por ahí.

Karen dijo que hablaría con la señorita Della por la mañana.

– Me interesaría hablar con la señorita Claudia -le dije-. ¿Sabe dónde vive?

– Está aquí, en Lionsgate Manor, en la sección de rehabilitación, aunque es difícil albergar esperanzas sobre ella. La señorita Claudia y la señorita Della compartían cama en ese pequeño apartamento hasta que la primera sufrió la embolia. -Karen sacudió la cabeza con pesar-. Tantos años trabajando duramente, las dos, y no podían permitirse tener dos dormitorios, ni siquiera aquí, en Lionsgate Manor. No me parece justo.

Quizá fuera eso lo que se ocultaba tras la hostilidad de la señorita Della: la total injusticia de la vida. La vida es injusta, claro que lo es. Cuando nieva, los ricos esquían cuesta abajo y los pobres sacan a paladas la nieve de las aceras, decía mi madre. Sin embargo, Gabriella amaba la vida, me amaba a mí y amaba la música, sobre todo la música. Cuando cantaba, sobre todo piezas de Mozart, se adentraba en un mundo distinto en el que la pobreza y la riqueza, la justicia y la injusticia no importaban, sólo importaba el sonido. ¿Qué había tenido la señorita Della que la había llevado a un sitio así? ¿Qué tenía yo, si me paraba a pensarlo?

Un golpe en la ventanilla del coche me devolvió a Racine Avenue con un sobresalto. Era el señor Contreras, el vecino de abajo. Mitch, el labrador gigante de color dorado, se encaramó al coche, golpeó el techo con las pezuñas y empezó a ladrar. Me apeé del Mustang y lo hice bajar.

– Empezábamos a preguntarnos si habías tenido un ataque o algo así, muñeca. Llevabas sentada ahí tanto rato… Y tienes compañía, jovencita. Dice que es una prima, pero es tan joven que he pensado que tal vez sea una sobrina o algo así. Supongo que es familia por la parte de tu padre, porque dice que se apellida Warshawski. No sabía que tuvieras parientes…

Mitch remachó el torrente de palabras del viejo con unos ladridos histéricos. Él y Peppy se habían aferrado a mí desde mi regreso a casa. Durante mi ausencia, un servicio de cuidadores de perros los había sacado a pasear dos veces al día, pero necesitaban la seguridad de que no iba a abandonarlos de nuevo. Mitch hizo caso omiso de mis órdenes y se negó a sentarse y a estarse quieto. Cuando, por fin, conseguí sacarlo de la calzada y llevarlo a la acera, me faltaba la respiración del esfuerzo. Peppy, que había asistido sentada a toda la escena con aquella cara de santa que hace que los otros perros detesten a los perdigueros dorados, empezó a meterse entre mis piernas y a emitir pequeños gañidos a modo de saludo.

– ¿Podría empezar por el principio? -le pregunté al vecino, sujetando a Mitch por el collar-. Mi prima. ¿Qué prima? ¿Dónde está? Vamos, diga.

El señor Contreras esbozó una radiante sonrisa. Le encanta la familia, sobre todo la mía. A Ruthie, su hija ya casada, y a sus dos nietos apenas los ve.

– Pero, ¿no lo sabes? Tu prima. ¿Su madre no te lo ha dicho? Ha venido a trabajar a Chicago y se dispone a alquilar un piso en Bucktown.

Bucktown era la nueva zona de yuppies de Chicago, a unos dos kilómetros de mi casa. Hace diez años era un tranquilo barrio de clase obrera, compuesto principalmente de familias polacas y mexicanas, cuando ocurrió lo más terrible: los artistas jóvenes que buscaban locales para sus estudios se instalaron en la vecindad. Ahora, los artistas ya no pueden pagar esos alquileres y están trasladándose más al oeste, mientras que los habitantes originales se marcharon hace tiempo hacia los barrios marginales y deprimidos del South Side.

Saqué la compra del maletero y recorrí la calzada de acceso con mi vecino. Si era una prima Warshawski, tenía que ser una de las hijas de mi tío Peter. Peter era mucho más joven que mi padre y se casó ya mayor, después de marcharse de Chicago e instalarse en Kansas City, por lo que yo no conocía a mis primas. A lo largo de los años, me habían llegado noticias de sus nacimientos, una hija detrás de otra. Petra, Kimberly y luego una Stephanie, Alison, Jordan o algo parecido.

Cuando llegamos a la puerta, una joven bajó las escaleras saltando con el mismo entusiasmo de Mitch. Era alta y rubia y su blusa escotada de campesina, que llevaba con chaleco, falda, mallas y botas de tacón alto, proclamaba que pertenecía a la generación Milenio y que era seguidora de esa moda, pero su amplia sonrisa se veía auténtica. Me recordó tanto a una versión vibrante y femenina de mi padre que dejé las bolsas de la compra en el suelo y abrí los brazos.

– ¿Petra? -pregunté.

– Sí, soy yo. -Me devolvió el abrazo, doblándose sobre mi metro sesenta y cuatro y estrechándome con fuerza-. Lamento haberme presentado sin que me invitaras, pero me he instalado esta misma tarde, papá me dijo que vivías aquí, cerca de donde me alojo, y como no tenía nada que hacer, he decidido venir a verte. ¿Y el tío Sal? Qué dulce es… Me ha dicho que lo llamara así. Me ha ofrecido un té en el jardín y me ha contado todos los casos en los que ha trabajado contigo. ¡Eres increíble, Tori!

Tori. El diminutivo con que me llamaba mi familia. Desde la muerte de mi primo Boom-Boom, ocurrida hacía doce años, nadie lo había utilizado y me sobresaltó oírlo en labios de una desconocida. Ahora, el señor Contreras era su «tío Sal». Y Mitch la llenaba de babas. Éramos una gran familia feliz.

El señor Contreras dijo que sabía que «teníamos muchas cosas que contarnos» y que por qué no entrábamos en mi casa. Él nos prepararía unos espaguetis más tarde, si queríamos. Con los perros corriendo delante y deteniéndose en cada rellano para ver si los seguíamos, llevé a Petra hasta el tercer piso.

– Tenías que haberme dicho que vendrías -le dije-. Habría sido un placer acogerte mientras te instalabas.

– Ha ocurrido todo tan deprisa que, hasta hace una semana, ni yo misma sabía que vendría. Me gradué en la universidad en mayo y luego estuve en África cuatro semanas con mi compañera de habitación. Compramos un Land Rover usado, lo vendimos en Ciudad del Cabo y volamos a Australia. Cuando aterricé en Kansas City, papá me preguntó si tenía trabajo. Yo le respondí que por supuesto que no, y entonces me dijo que el hijo de Harvey Krumas iba a presentarse a las elecciones del Senado. Papá y Harvey crecieron juntos allá por la Edad de Piedra y siguen siendo muy amigos. Y si el hijo de Harvey necesita ayuda, la hija de Peter le echará una mano. De modo que aquí estoy. Mi pobre cuerpo no sabe en qué huso horario vive, -Se rió de nuevo con una carcajada sonora y ronca.

– Harvey Krumas, ¿eh? No sabía que tu padre y él fueran amigos.

– ¿Lo conoces?

Sonó el teléfono móvil de Petra, que miró la pantalla y volvió a guardárselo en el bolsillo.

– No, querida. No me muevo en esos ambientes tan encumbrados.

Krumas. En Chicago, aquel apellido estaba relacionado con todo, desde el beicon a los fondos de pensiones. Cuando se levantaba un rascacielos, aquí o en cualquiera de la decena de grandes ciudades del mundo, era más que probable que Gestión de Capitales Krumas se contara entre los inversores financieros del proyecto.

– Pensaba que, como papá y el tío Harvey son tan buenos amigos, tu padre también debía de conocerlo.

– Cuando tu padre nació, el mío tenía veinte años -expliqué-. No sé si Peter se acordará siquiera de la casa de Back of the Yards. Por la época en que él empezó a ir a la escuela, la abue la Warshawski acababa de comprar un bungalow en Gage Park. Después, se mudó a Norwood, en la parte alta de Northwest Side, que era donde vivía cuando yo era una adolescente. Tu padre creció acostumbrado a tener agua corriente en casa, pero mi padre y tu tío Bernie, que eran los dos hermanos mayores, tenían que vaciar el orinal cada mañana cuando eran chicos. Durante la Gran Depresión, entre la abuela y el abuelo Warshawski no ganaban ni quince dólares.

– No es culpa de papá que sus padres tuviesen una vida tan dura -protestó Petra.

– No, cariño, no es eso lo que quería decir. Simplemente quería poner de relieve el mundo tan distinto en el que vivieron tu padre y el mío, aunque fueran hermanos. Mi padre se hizo policía porque de ese modo tendría un sueldo fijo.

– ¡Pero mi padre también trabajó con ahínco! -gritó Petra-. ¡En los corrales de ganado nadie le regaló un céntimo!

– Ya lo sé. La abuela no entendía por qué Peter trabajaba en los corrales de ganado cuando había otros empleos mejores, pero el padre de Harvey Krumas le ofreció trabajo a Peter porque Harvey y él eran amigos, y Peter sacó el máximo provecho de ello.

Aunque mi tío no hubiese amasado una gran fortuna, las cosas le habían ido muy bien, mucho mejor que a cualquier otra persona remotamente relacionada con mi familia. En los años sesenta, cuando los corrales de animales dejaron Chicago, Peter siguió a la empresa Industrias Cárnicas Ashland a Kansas City. En 1982, cuando mi padre murió, Ashland era una firma comercial valorada en quinientos millones de dólares y Peter trabajaba de ejecutivo. Siempre me supo mal que no hubiera hecho nada por contribuir a pagar los gastos médicos derivados de la enfermedad de mi padre, pero, como acababa de explicarle a Petra, mi padre, Tony, era básicamente un desconocido para él.

Me resultaba increíble mirar a aquella veinteañera y advertir que compartíamos una abuela.

– No sabía que el hijo de Krumas quisiera presentarse a las elecciones. ¿En qué lo ayudas? Todavía faltan diez meses para las primarias.

Su teléfono sonó de nuevo. En esta ocasión, respondió con un rápido: «Estoy ocupada. Estoy con mi prima. Te llamaré luego.»

– Lo siento, mi compañera de la universidad quiere saber cómo estoy. Me refiero a Kelsey. Aquí se me hará muy extraño estar sola en un piso, después de haber compartido con ella habitación y una tienda y todo lo demás durante cuatro años. Kelsey ha regresado a Raleigh y, después de recorrer África y Australia, se aburre terriblemente.

Hizo una pausa y luego preguntó:

– ¿Qué decías? Ah, sí, querías saber qué haré en la campaña de Krumas. Pues no lo sé. ¡Y ellos tampoco! Ayer me presenté en la oficina y me preguntaron qué se me daba bien. Les dije que se me daba bien ser energética y, como me he graduado en comunicaciones y español, pensaron que tal vez podría ayudarlos en el gabinete de prensa, pero de momento voy de acá para allá, entrevistándome con éste y el otro, y salgo a la calle a buscar café para todos. Si compraran una máquina de capuccinos para la oficina, ahorrarían mucho dinero, pero a mí me va estupendo. Es una excusa para salir a la calle.

– ¿Y con qué tipo de programa se presentará Krumas? -inquirí.

– No lo sé. -Petra abrió mucho los ojos fingiendo vergüenza-. Supongo que verde. Al menos, eso espero. Y creo que está en contra de la guerra de Irak… ¡Y es bueno para Illinois!

– Un ganador, sin duda alguna.

– Sí, sí, es un ganador, sobre todo cuando luce pantalones de tenis. A las mujeres de la edad de mi madre les tiemblan las piernas cuando lo ven. El año pasado, cuando vino a Kansas City, mis padres lo llevaron a cenar y todas las mujeres del club de campo se acercaban a él y prácticamente le metían mano.

Yo había visto muchas fotos en la televisión y en la prensa. Brian Krumas era fotogénico como John-John o Barack. Con cuarenta y un años, seguía soltero, lo cual daba pie a muchas especulaciones en la prensa rosa. ¿Le gustaban los hombres o las mujeres? ¿Con quién salía?

Los perros empezaron a gemir y a darme toques con las patas. Necesitaban ejercicio. Le pregunté a mi prima si quería venir a correr con nosotros y quedarse después a cenar, pero dijo que había quedado con dos chicas de la campaña y que era una oportunidad de empezar a hacer amigos en su nueva ciudad.

Cuando fui al dormitorio a cambiarme, su teléfono sonó de nuevo. En los cinco minutos que tardé en ponerme el pantalón corto y las zapatillas, recibió tres llamadas más. Oh, la juventud y los teléfonos móviles… Inseparables en la salud y en la enfermedad.

Mientras yo cerraba la puerta del apartamento, Petra corrió escaleras abajo con los perros y, cuando llegué a la puerta, estaba despidiéndose del señor Contreras con un beso mientras le daba las gracias por el té. Conocerlo había sido fabuloso.

– Vuelve el domingo -le propuso Contreras-. Haré chuletas a la barbacoa en el patio de atrás. ¿O eres vegetariana, como se lleva ahora?

– Mi padre trabaja en las industrias cárnicas. Si mis hermanas y yo dejáramos de comer carne, nos desheredaría.

Se marchó corriendo por la calzada de acceso. El reluciente Nissan Pathfinder delante del cual yo había encajado mi coche era suyo. Al salir, golpeó dos veces mi parachoques.

Di un respingo y mi vecino dijo:

– Al fin y al cabo, sólo es pintura, cariño. Y la familia es la familia, y es una chica muy bien educada. Y guapa, además.

– Mejor di que es un bombonazo que quita el hipo.

– Tendrá que sacarse a los chicos de encima con un matamoscas y yo estaré allí para ayudarla. -El señor Contreras se rió tan fuerte que empezó a resollar.

Los perros y yo lo dejamos tosiendo en medio de la acera. Había algo en toda aquella energía juvenil que a mí también me mareaba.