173803.fb2
Siguió un momento de tensión, por lo menos, para Brunetti, Pucetti y la mujer más joven. Mientras Vianello y Luigina mantenían las manos unidas en el pecho de él, Brunetti dijo a la otra mujer:
– Signara, necesito hablar con Giuliano. Tiene usted la palabra del inspector: somos amigos.
– ¿Por qué había de confiar en ustedes? -preguntó ella.
Brunetti se volvió ligeramente hacia Vianello, que ahora daba palmaditas en el dorso de la mano de la mujer:
– Porque ella confía.
La más joven fue a protestar pero desistió antes de pronunciar la primera palabra. Brunetti vio por su expresión que daba por válida su respuesta. Relajando la postura, ella inquirió:
– ¿Qué quiere preguntarle?
– Ya se lo he dicho, signora. Deseamos hablar sobre la muerte de! cadete.
– ¿Sólo eso? -La mirada de la mujer era tan clara y directa como la pregunta.
– Sí. -Rrunetti hubiera podido dejarlo ahí, pero se sentía obligado por la promesa de Vianello y agregó-: Eso debería ser todo, pero no lo sabré hasta que hable con él.
De pronto, Luigina retiró la mano del pecho de Via-nello, miró a la otra mujer y dijo:
– Giuliano. -Después de pronunciar el nombre, le tembló en los labios una sonrisa nerviosa que despertó la compasión de Brunetti.
La más joven se acercó a ella y le tomó la mano derecha entre las suyas.
– Todo va bien, Luigina. A Giuliano no le pasará nada.
La mujer debió de entender lo que oía, porque se le ensanchó la sonrisa, juntó las manos con júbilo y dio media vuelta, hacia el interior de la casa, pero, antes de que pudiera alejarse, la más joven le puso la mano en el brazo, para retenerla.
– Este señor desea hablar con Gmliano a solas -empezó, y miró el reloj ostensiblemente-. Mientras ellos hablan, tú podrías dar de comer a las gallinas. Ya es la hora.
Brunetti no estaba muy versado en las costumbres campesinas, pero sabía que a las gallinas no se les da de comer a primera hora de la tarde.
– ¿Gallinas? -preguntó Luigina, confusa por el brusco cambio de tema.
– ¿Tiene gallinas, signoraí -preguntó Vianello con entusiasmo, poniéndose delante de ella-. ¿No querría enseñármelas?
Otra vez apareció la sonrisa torcida, ante la posibilidad de enseñar las gallinas a su amigo.
Vianello miró entonces a Pucetti:
– La signora va a enseñarnos las gallinas, Pucetti. -Sin esperar la respuesta de Pucetti, Vianello puso la mano en el brazo de la mujer y empezó a andar hacia la puerta-. ¿Cuántas…? -oyó decir Brunetti al inspector, y entonces, como si, de pronto, comprendiera que el ejercicio de contar no estaba al alcance de la mujer, terminó, sin solución de continuidad-:… veces he pensado que me gustaría ver gallinas. -Se volvió hacia Pucetti-: Venga usted también a ver las gallinas.
Cuando se quedaron a solas, Brunetti preguntó a la mujer:
– ¿Puedo preguntar quién es usted, stgnora7.
– Soy la tía de Giuliano.
– ¿Y la otra signora?
– Su madre. -Como Brunetti no preguntaba, explicó-: Sufrió un accidente hace años, cuando Giuliano era niño.
– ¿Y antes? -preguntó Brunetti.
– ¿Que quiere decir? ¿Si antes era normal? -inquirió ella buscando un tono de indignación sin acabar de encontrarlo.
Brunetti asintió.
– Sí; tan normal como yo. Soy su hermana, Tiziana.
– Me lo figuraba -dijo Brunetti-. Se parecen ustedes mucho.
– Ella era la guapa -dijo la mujer con tristeza-. Antes. -Si la descuidada belleza de esta mujer había de servir de indicio, Luigina debió de ser una preciosidad.
– ¿Puedo preguntar qué sucedió?
– Usted es policía, ¿no?
– Sí.
– ¿Eso quiere decir que no puede revelar las cosas que le dicen?
– Si no tienen relación con el caso que esté investigando, no, signora. -Brunetti no aclaró que, más que una prohibición expresa, era cuestión de criterio personal, pero la respuesta pareció satisfacerla.
– Su marido le disparó. Y luego se suicidó -dijo la mujer. Como Brunetti no hacía comentario alguno, prosiguió-: Quería matarla a ella y suicidarse. Pero con Luigina falló.
– ¿Por qué lo hizo?
– Porque creyó que ella lo engañaba.
– ¿Y era verdad?
– No. -La respuesta disipó por completo las dudas de Brunetti-. Pero mi cuñado era un hombre muy celoso. Y violento. Todos le habíamos dicho que no se casara con él, pero se casó. -Después de una larga pausa, agregó-: El amor -como si le hubieran pedido que nombrara la enfermedad que había destruido a su hermana.
– ¿Cuándo sucedió?
– Hace ocho años. Giuliano tenía diez. -La mujer cruzó los brazos bruscamente delante del estómago, asiéndoselos con fuerza, como si buscara seguridad.
Cuando se le ocurrió la idea, se sintió tan horrorizado que habló sin pararse a pensar en lo dolorosa que la pregunta sería para ella:
– ¿Dónde estaba Giuliano?
– No; el niño no estaba. Por lo menos, no le hizo eso a su hijo.
Brunetti deseaba saber el alcance del daño que había sufrido la otra mujer, pero, al comprender que su motivo no era sino morbosa curiosidad, se abstuvo de preguntar! No había más que ver la vitalidad que aún conservaba esta mujer en sus movimientos y en su pobre cara desfigurada para hacerse una idea de lo que le había sido arrebatado.
Mientras iban hacia el interior de la casa, Brunetti preguntó:
– ¿Por qué se fue Giuliano de la escuela?
– Dijo que… -Ella se interrumpió, y Brunetti intuyó que la mujer sentía no poder explicárselo-. Creo que será mejor que se lo pregunte a él.
– ¿Estaba contento en la academia?
– No. Nunca. -La respuesta fue rápida y vehemente.
– Entonces, ¿por qué ingresó? ¿Y por qué permaneció en ella?
Ella se paró y lo miró, y él observó entonces que sus ojos, que le habían parecido oscuros, en realidad tenían estrías de ámbar y parecían fulgurar en la penumbra del vestíbulo.
– ¿Usted sabe algo de esta familia?
– No, signara; nada -dijo él, lamentando ya no haber pedido a la signorina Elettra que ahondara en su intimidad y escarbara en sus secretos un poco más. Ello le hubiera evitado sorpresas y ahora sabría qué información debía tratar de extraer de ella exactamente.
Nuevamente, ella cruzó los brazos y trató de mirarle a los ojos.
– Entonces, ¿no leyó usted la noticia?
– No que yo recuerde. -Brunetti se preguntaba cómo pudo haber pasado por alto un caso como aquél. Debió de ser una sensación para la prensa durante tres días.
– Ocurrió cuando estaban en Cerdeña, en la base naval -dijo ella, como si esto lo explicara todo-. El suegro de mi hermana consiguió tapar el caso.
– ¿Quién es el suegro? -preguntó Brunetti.
– El ammiraglio Giambattista Ruffo -dijo ella. Brunetti reconoció inmediatamente el nombre del llamado «Almirante del Rey» porque no ocultaba sus fervorosos sentimientos monárquicos. Tenía la idea de que Ruffo era de origen genovés y el vago recuerdo de haber oído hablar de él durante décadas. Ruffo había ascendido en la Marina por méritos propios y se había reservado sus opiniones hasta ver confirmado su ascenso -lo que Brunetti creía que había ocurrido hacía quince años-, y entonces dejó de disimular o enmascarar su convicción de que había que restaurar la monarquía. Los esfuerzos del Ministerio de la Guerra por silenciar a Ruffo le habían dado una repentina fama, ya que él se negó a retractarse de sus declaraciones. Los periódicos serios -si es que puede decirse que éstos existan en Italia- pronto se cansaron de la historia, que fue relegada a las revistas cuyas portadas dedican especial atención a diversas partes de la anatomía femenina semana tras semana.
Habida cuenta de la fama del almirante, fue casi un milagro que el suicidio de su hijo no se convirtiera en un bombazo periodístico, pero Brunetti no recordaba haber leído nada al respecto.
– ¿Cómo consiguió silenciar a la prensa? -preguntó Brunetti.
– En Cerdeña, él estaba al mando de la base naval -empezó ella.
– ¿Se refiere al almirante? -interrumpió Brunetti.
– Sí; como todo ocurrió allí, fue posible mantener alejada a la prensa.
– ¿Cómo se dio la noticia? -preguntó Brunetti, consciente de que, en tales circunstancias, cualquier cosa sería posible.
– Se dijo que había muerto a consecuencia de un accidente, en el que también Luigina había resultado gravemente herida.
– ¿Y nada más? -preguntó Brunetti, sorprendido de su propia ingenuidad por considerarlo insólito.
– Nada más. La policía de la Marina llevó la investigación y un médico de la Marina hizo la autopsia. La bala sólo hirió a Luigina levemente, en un brazo. Pero al caer al suelo se dio un golpe en la cabeza, y eso le causó el daño.
– ¿Por qué me cuenta estas cosas? -preguntó Brunetti.
– Porque Giuliano no sabe qué pasó en realidad.
– ¿Dónde estaba él? -preguntó Brunetti-. Quiero decir, en el momento en que ocurrió aquello.
– En otra parte de la casa, con los abuelos.
– ¿Y nadie se lo ha contado?
Ella movió la cabeza negativamente.
– Me parece que no. Por lo menos, hasta ahora.
– ¿Por qué dice «hasta ahora»? -preguntó él, percibiendo una leve pérdida de firmeza en su tono.
Ella levantó la mano derecha y se frotó la sien, justo en el nacimiento del pelo.
– No lo sé. Cuando volvió a casa esta vez me hizo preguntas, y me parece que yo no supe reaccionar. En lugar de decirle lo mismo que le hemos dicho siempre, que fue un accidente, quise saber por qué preguntaba. -Se interrumpió, mirando al suelo, sin dejar de palparse el pelo de la sien.
– ¿Y…? -la animó Brunetti.
– Como no me contestaba, le dije que él ya sabía lo que había ocurrido, que su padre había muerto en un trágico accidente. -Volvió a callar.
– ¿Él la creyó?
La mujer se encogió de hombros, como una niña obstinada que se resiste a afrontar un hecho desagradable.
Brunetti esperaba, sin repetir la pregunta. Al fin, ella dijo mirándole a los ojos:
– No sé si me creyó o no. -Se detuvo, buscando la manera de explicarlo, y prosiguió-. Cuando era más pequeño, solía preguntar por aquello. Era como si le diera una calentura que iba aumentando hasta que él no podía resistir más y tenía que volver a preguntarme, por muchas veces que yo le hubiera explicado lo sucedido. Luego se quedaba tranquilo un tiempo, hasta que volvía la obsesión, y empezaba otra vez a hablar de su padre y a hacer preguntas sobre él, o sobre su abuelo, y al fin no podía remediarlo y preguntaba por la muerte de su padre. -La mujer cerró los ojos y dejó caer los brazos-. Y yo volvía a contarle la vieja mentira. Hasta que yo misma me cansaba de oírla.
Ella echó a andar otra vez hacia el fondo de la casa. Brunetti, mientras la seguía, aventuró una última pregunta;
– ¿Esta vez fue diferente?
La mujer siguió andando, pero él la vio encogerse de hombros bruscamente, rechazando la pregunta. Ella dio varios pasos más y se paró delante de una puerta, pero no se volvió a mirarlo.
– Antes, cada vez que él preguntaba y yo le repetía lo sucedido, se quedaba tranquilo durante un tiempo;; pero ahora no. No me creyó. Ya no me cree. -Ella no explicó por qué tenía esa impresión y Brunetti no consideró necesario preguntar: el muchacho sería una fuente mucho más segura.
Ella abrió una puerta que daba a otro largo corredor, se paró en la segunda puerta de mano derecha y llamó. Casi inmediatamente, la puerta se abrió, y Giuliano Ruffo salió al pasillo. Al ver a su tía, sonrió, luego se volvió hacia Brunetti y lo reconoció. La sonrisa se borró de su cara, reapareció, expectante, un momento y volvió a desvanecerse.
– Zia, ¿qué sucede? -preguntó a la mujer. Al ver que ella no contestaba, dijo a Brunetti-: Usted es el que vino a mi cuarto. -A la señal afirmativa de Brunetti, preguntó-: ¿Qué desea ahora?
– Lo mismo que la otra vez, hablar de Ernesto Moro.
– ¿Qué hay de él? -preguntó Giuliano llanamente.
Brunetti estimaba que el chico hubiera debido mostrar más inquietud al ver que la policía lo había seguido hasta su casa para hacerie preguntas sobre Ernesto Moro. De pronto, se le apareció lo insólito de la situación: ellos tres, de pie en aquel pasillo sin calefacción, la mujer, callada, mientras Brunetti y el muchacho giraban uno en torno al otro, fintando con preguntas. Como si le leyera el pensamiento, ella dijo entonces señalando la habitación que estaba a la espalda de su sobrino:
– ¿Y si fuéramos a hablar a donde no haga tanto frío?
Si hubiera sido una orden, no hubiera respondido el chico con más rapidez. Volvió a entrar en la habitación, dejando la puerta abierta para que ellos le siguieran. Al entrar, Brunetti pensó en el orden casi antinatural de la habitación de Giuliano en la academia, pero lo recordó porque aquí contemplaba la antítesis: prendas de vestir encima de la cama y del radiador; compactos, desnudos y vulnerables, fuera de sus estuches, sobre la mesa: botas y zapatos, tirados en el suelo. Lo sorprendente era que no oliera a tabaco, aunque vio un paquete de cigarrillos abierto en el escritorio y otro en la mesita de noche.
Giuliano quitó la ropa de la butaca situada frente a la ventana y dijo a su tía que se sentara allí. Arrojó la ropa al pie de la cama, donde ya había un pantalón vaquero. Con un movimiento de la cabeza, señaló a Brunetti la silla que estaba detrás del escritorio y él se sentó en un hueco que se hizo en la cama.
– Giuliano -empezó Brunetti-, no sé lo que hayan podido decirte o hayas podido leer, ni me importa lo que hayas dicho tú. Yo no creo que Ernesto se suicidara; no me parece que fuera la clase de persona que pudiera hacer eso, ni que tuviera razones para matarse. -Hizo una pausa, esperando que el chico o la tía dijeran algo. Como ninguno de los dos hablaba, prosiguió-: Eso quiere decir que murió a causa de algún tipo de accidente o que alguien lo mató.
– ¿Qué quiere decir con accidente? -preguntó Giuliano.
– Una broma que acabara mal, que él estuviera gastando a otros o que otros le gastaran a él. Si fue eso, es posible que las personas involucradas sintieran pánico e hicieran lo primero que se les ocurrió: simular un suicidio. -Calló, con la esperanza de que el muchacho aprovechara la oportunidad para decir algo, pero Giuliano siguió callado-. O, si no -prosiguió Brunetti-, por razones que ignoro, lo mataron intencionadamente, o algo se torció o se les fue de la mano. Y luego trataron de hacer que pareciera un suicidio.
– Pero los periódicos decían que había sido un suicidio -interrumpió la tía.
– Eso no significa nada, zia -dijo el muchacho, para sorpresa de Brunetti.
En el silencio que siguió, el comisario dijo:
– Me temo que tenga razón su sobrino, signora.
El muchacho apoyó las manos en la cama y bajó la cabeza, como si contemplara el revoltijo de calzado que había en el suelo. Brunetti observó cómo sus manos se cerraban en puños y luego volvían a abrirse. Giuliano levantó la cabeza, ladeó el cuerpo y agarró el paquete de cigarrillos que estaba en la mesa. Lo apretaba con la derecha como si fuera un talismán o una mano amiga, pero no hacía ademán de sacar un cigarrillo. Se pasó el paquete a la mano izquierda y, por fin, sacó un cigarrillo. Se puso de pie, lanzó el paquete a la cama y se acercó a Brunetti, que permanecía inmóvil.
Giuliano tomó un encendedor de plástico del escritorio y fue hacia la puerta. Sin decir nada, salió de la habitación cerrando la puerta.
– Le he pedido que no fume dentro de la casa -dijo su tía.
– ¿No le gusta el olor? -preguntó Brunetti.
Ella sacó del bolsillo de la chaqueta un arrugado paquete y se lo enseñó:
– Al contrario. Pero el padre de Giuliano era un gran fumador, y mi hermana asocia el olor con él. Sólo fumamos fuera de la casa, para que no se altere.
– ¿Volverá? -preguntó Brunetti; no había tratado de retener a Giuliano, y estaba convencido de no poder obligar al chico a revelar lo que no quisiera.
– No tiene otro sitio a donde ir -dijo la tía, no sin afecto.
Permanecieron en silencio hasta que Brunetti preguntó:
– ¿Quién se ocupa de la granja?
– Me ocupo yo, con un hombre del pueblo.
– ¿Cuántas vacas tienen?
– Diecisiete.
– ¿Dan lo suficiente? -preguntó Brunetti. Sentía curiosidad por saber cómo podía mantenerse la familia, aunque reconocía que sus escasos conocimientos de ganadería no le permitían deducir la prosperidad de una explotación por el número de reses.
– Tenemos un fideicomiso del abuelo de Giuliano -explicó la mujer.
– ¿Ya ha muerto?
– No.
– Entonces, ¿cómo puede haber un fideicomiso?
– Lo estableció cuando murió su hijo. Para Giuliano.
– ¿Y qué estipula? -preguntó Brunetti. Como ella no respondía, agregó-: Si me permite la pregunta.
– No puedo impedirle que pregunte -dijo ella con cansancio.
Al cabo de un rato, se decidió a contestar:
– Giuliano recibe una cantidad cada cuatro meses. Cierta vacilación que detectó en la voz de la mujer indujo a Brunetti a preguntar:
– ¿Impone condiciones?
– Él cobrará la pensión mientras siga la carrera militar.
– ¿Y si la deja?
– Cesarán los pagos.
– ¿Entonces, los estudios en la academia…?
– Forman parte del plan.
– ¿Y ahora? -preguntó él señalando con un ademán el caos de la habitación, tan alejado del orden militar.
La mujer se encogió de hombros, gesto que a él ya empezaba a resultarle familiar en ella, y respondió:
– Mientras, oficialmente, siga con permiso, puede considerarse que… -dejó la frase sin terminar.
– ¿Sigue? -aventuró Brunetti, y observó con satisfacción que ella sonreía.
Se abrió la puerta y entró Giuliano, que traía olor a humo de cigarrillo. Volvió a acercarse a la cama, y Brunetti observó que sus zapatos dejaban marcas de barro en las baldosas. Se sentó en la cama, con las manos apoyadas en el colchón, miró a Brunetti y dijo:
– No sé qué pasó.
– ¿Es la verdad o es lo que has decidido decir mientras estabas fuera? -preguntó Brunetti suavemente.
– Es la verdad.
– ¿Tienes alguna idea de lo que pasó? -preguntó Brunetti. El chico no dio señales ni de haberle oído, por lo que Brunetti imprimió en sus palabras un tono aún más hipotético-: ¿O de lo que pudiera haber pasado?
Al cabo de mucho rato, con la cabeza aún baja y la mirada en los zapatos, el chico dijo:
– No puedo volver.
Brunetti no lo dudó ni un instante; nadie que le oyera podría dudarlo. Pero sentía curiosidad por las razones del chico:
– ¿Por qué?
– No puedo ser soldado.
– ¿Por qué, Giuliano?
– Porque no lo llevo dentro. No lo siento. Todo me parece estúpido: las órdenes, la formación y que todo el mundo tenga que hacer lo mismo al mismo tiempo. Es estúpido.
Brunetti miró a la tía, pero ella tenía los ojos fijos en su sobrino, quieta y callada, ajena al comisario. Cuando el chico siguió hablando, Brunetti se voivió de nuevo hacia él.
– Yo no quería, pero el abuelo me dijo que eso era
lo que mi padre hubiera deseado que hiciera. -Miró a
Brunetti, que sostuvo su mirada pero guardó silencio.
– Eso no es cierto, Giuliano -intervino la tía-.
Tu padre siempre odió la vida militar.
– Entonces, ¿por qué se dedicó a ella? -dijo Giuliano airadamente.
Tras unos instantes, como si hubiera estado calculando el efecto que habían de tener sus palabras, ella contestó:
– Por la misma razón que tú, Giuliano: para que el abuelo estuviera contento.
– Él nunca está contento -rezongó Giuliano, Se hizo el silencio. Brunetti se volvió hacia la ventana, pero lo único que vio fue una gran extensión de campos embarrados, salpicados de algún que otro tronco.
Fue la mujer quien a! fin rompió el silencio:
– Tu padre siempre quiso ser arquitecto, por lo menos, eso me decía tu madre. Pero su padre, tu abuelo, se empeñó en que fuera soldado.
– Como todos los Ruffo -escupió Giuliano con franco desdén.
– Sí -dijo ella-; creo que eso fue en parte la causa de su depresión.
– Se suicidó, ¿verdad? -preguntó Giuliano, sorprendiendo a ambos.
Brunetti volvió la mirada a la mujer. Ella lo miró a su vez, luego miró a su sobrino y finalmente dijo:
– Sí.
– ¿Y antes trató de matar a mamá?
Ella asintió.
– ¿Por qué no me lo dijisteis? -preguntó el muchacho con voz tensa y próxima al llanto.
Las lágrimas asomaron también a los ojos de la mujer y empezaron a resbalarle por las mejillas. Ella apretó los labios, incapaz de hablar, y agitó la cabeza. Al fin levantó la mano derecha con la palma hacia su sobrino, como para pedirle que tuviera paciencia para aguardar hasta que las palabras volvieran a ella. Al cabo de unos segundos, dijo:
– Tenía miedo.
– ¿De qué? -preguntó el chico.
– De hacerte sufrir.
– ¿Y no me haría sufrir una mentira? -preguntó él, pero ahora confuso, ya no enfadado.
Ella volvió la palma de la mano hacia arriba, con tos dedos abiertos en un ademán que expresaba incertidumbre y también, curiosamente, esperanza.
– ¿Qué pasó? -preguntó Giuliano. Como ella no respondía, insistió-: Por favor, zia, dímelo.
Brunetti la veía batallar por recobrar el habla. Finalmente, ella dijo:
– Tenía celos de tu madre, y la acusó de tener una aventura. -Corno el chico no mostraba curiosidad por esto, prosiguió-: Le disparó y luego se suicidó.
– ¿Y por eso mamá está así?
Ella asintió.
– ¿Por qué no me lo dijiste? Yo creía que tenías miedo de decírmelo porque era una enfermedad. -Se interrumpió y entonces, como arrastrado por la corriente de sus confesiones, agregó-: Que era algo de familia. Y que también me afectaría a mí.
Esto hundió a la mujer, que empezó a llorar abiertamente, en un silencio interrumpido sólo por profundas inspiraciones.
Brunetti preguntó entonces al chico: -¿Quieres decirme lo que crees que ocurrió, Giuliano?
El muchacho miró a Brunetti, a la mujer que lloraba y otra vez a Brunetti.
– Creo que lo mataron -dijo al fin.
– ¿Quiénes?
– Los otros.
– ¿Por qué? -preguntó Brunetti, dejando para después la pregunta de quiénes eran «los otros».
– Por lo de su padre y porque salió en mi defensa.
– ¿Qué decían de su padre? -preguntó Brunetti.
– Que era un traidor.
– ¿Traidor a quién?
– A la patria -respondió el chico, y Brunetti nunca había oído pronunciar esta palabra con tanto desprecio.
– ¿Por su informe? El chico denegó con la cabeza.
– No lo sé. No lo decían. Sólo repetían que su padre era un traidor.
Como parecía que Giuliano había hecho un alto, Brunetti lo azuzó.
– ¿Por que salió en tu defensa?
– Uno de ellos empezó a hablar de mi padre. Dijo que él sabía lo que había pasado y que mí madre era una puta. Que no hubo un accidente y que ella se volvió loca cuando mi padre se mató, porque se mató por su culpa.
– ¿Y qué hizo Moro?
– Pegarle. Al que decía esto, Paolo Filippi. Lo derribó y le rompió un diente.
Brunetti esperaba, no quería presionarle, para no romper el hilo de las revelaciones.
– Aquello les hizo callar durante un tiempo -prosiguió Giuliano-; pero entonces Filippi empezó a amenazar a Ernesto, y un puñado de amigos suyos también. -Brunetti había retenido el nombre de Filippi, el estudiante de tercero cuyo padre hacía suministros al ejército.
– ¿Qué pasó?
– No lo sé. Aquella noche, la noche en que Ernesto murió, no oí nada. Pero al día siguiente, todos estaban raros, preocupados y contentos a la vez, como los niños que tienen un secreto, o un club secreto.
– ¿Tú dijiste algo? ¿Preguntaste a alguien?
– No.
– ¿Por qué?
Giuliano miraba de frente a Brunetti al decir:
– Tenía miedo -y Brunetti se admiró del valor que había necesitado el chico para decir eso.
– ¿Y después?
Giuliano volvió a mover negativamente la cabeza.
– No lo sé. Dejé de ir a clase, me quedaba en mi cuarto. Las únicas personas con las que hablé fueron usted y el policía que vino al bar, el simpático.
– ¿Por qué te fuiste?
– Uno de ellos, no Filippi, otro, me vio hablar con el policía, lo reconoció de cuando nos interrogó en la academia, y entonces Filippi me dijo que, si hablaba con la policía, tuviera mucho cuidado… -Su voz se apagó, dejando la frase sin terminar. Aspiró profundamente y agregó-: Que tuviera mucho cuidado, porque hablar con la policía puede conducir a una persona al suicidio, y se rió. -Hizo una pausa, para ver el efecto que esto tenía en Brunetti, y terminó-: Por eso me fui. Salí de allí y vine a casa.
– Y no volverás -interrumpió la tía sorprendiéndolos a ambos. Se levantó, dio dos pasos hacia su sobrino y se paró. Miró a Brunetti y dijo-: Basta. Por favor, ya basta.
– Está bien -dijo Brunetti poniéndose en pie. Durante un momento, debatió consigo mismo si debía decir al chico que tendría que hacer una declaración formal, pero comprendió que no era el momento para tratar de presionarle, y menos, delante de su tía. En el futuro, los dos podrían negar que esta conversación hubiera tenido lugar o podrían admitirlo. Hicieran lo que hicieran, a Brunetti le era indiferente: lo que contaba para él era la información que había obtenido.
Cuando se acercaban al vestíbulo, oyó la voz grave y reconfortante de Vianello entremezclada con un ligero gorjeo femenino. Al salir Brunetti y los otros, la madre de Giuliano volvió para saludarlos una cara radiante de gozo. Vianello estaba en el centro del vestíbulo, con un cesto lleno de huevos morenos colgando de la mano derecha. La madre de Giuliano señaló a Vianello y dijo:
– Amigo.