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CAPÍTULO 8

– ¿Quiere hablarme de eso, signora? -preguntó Brunetti. Miró al pasillo y vio que el hombre de la bata blanca salía de la habitación a mano izquierda y se alejaba hacia las vidrieras dobles del fondo. El hombre las cruzó, giró hacia un lado y desapareció.

La experiencia aconsejaba a Brunetti permanecer quieto hasta que su presencia se convirtiera en una parte casi imperceptible del entorno de la mujer. Transcurrió un minuto, luego otro. Él seguía mirando hacia el pasillo, pero estaba pendiente de la mujer.

Al fin ella dijo con voz más suave:

– No podíamos tener hijos. Ni podíamos adoptar. -Otra pausa y añadió-: En cualquier caso, cuando se hubiera terminado el papeleo y nos hubieran aceptado, los únicos niños que nos habrían dado serían…, en fin, serían mayores. Y nosotros queríamos… -dijo ella, y Brunetti se preparó para oír lo que iba a decir la mujer-… un recién nacido. -Lo dijo serenamente, como si no se diera cuenta del patetismo de sus palabras, y a Brunetti eso le pareció aún más patético.

Él seguía sin mirarla; sólo se permitió mover la cabeza de arriba abajo, sin decir nada.

– Mi hermana no está casada, pero la hermana de Gustavo tiene tres hijos -dijo ella-. Y su hermano, dos. -Ella lo miró, como espiando su reacción a esta confesión de su frustración, y prosiguió-: Entonces alguien del hospital, no sé si fue uno de sus colegas o un paciente, habló a Gustavo de una clínica particular. -Hizo otra pausa. Él esperó, sin decir nada-: Fuimos a la clínica, nos hicieron pruebas y… resultó que había problemas. -La revelación de la naturaleza de la visita violentaba a Brunetti tanto como si hubiera sido sorprendido leyendo correspondencia ajena.

Distraídamente, ella frotaba con la punta del zapato un gran arañazo que un carro o algún objeto pesado había dejado en las baldosas. Sin levantar la mirada, prosiguió:

– Los dos teníamos problemas. De haber sido uno solo, aun habría sido posible. Pero siendo los dos… -Brunetti dejó que la pausa se prolongara hasta que ella agregó-: Él vio los resultados. No quería decírmelos, pero le obligué.

Su profesión había hecho de Brunetti un maestro de las pausas: era capaz de distinguir unas de otras como un director de orquesta distingue los tonos de los distintos instrumentos de cuerda. Está la pausa absoluta, casi beligerante, que hay que romper a fuerza de apremios o amenazas. Está la pausa especulativa, en la que el que ha hablado mide el efecto de sus palabras en el oyente. Y está la pausa por fatiga extrema, que hay que respetar, hasta que la persona recupera el control de sus emociones.

Creyendo encontrarse ante una pausa del tercer tipo, Brunetti guardó silencio, seguro de que ella seguiría hablando. Se oyó un sonido en el corredor, un quejido, o el grito de un durmiente. Cuando cesó, el silencio pareció expandirse hasta llenar el vacío.

Brunetti miró a la mujer y movió la cabeza de arriba abajo, gesto que podía interpretarse lo mismo como asentimiento que como invitación a que siguiera hablando. Al parecer, ella lo tomó en ambos sentidos y prosiguió:

– Cuando tuvimos los resultados, nos resignamos. A no ser padres. Pero luego, creo que fue pocos meses después de haber ido a la clínica, Gustavo dijo que estaba pensando en la posibilidad de hacer una adopción particular.

A Brunetti le parecía que ella recitaba una declaración preparada de antemano.

– Comprendo -dijo en tono neutro-. ¿Qué clase de posibilidad?

Ella movió la cabeza negativamente y dijo casi en un susurro:

– Eso no me lo explicó.

Aunque Brunetti lo dudaba, no hizo comentario alguno.

– ¿Mencionó la clínica?

Ella lo miró, sorprendida, y Brunetti aclaró:

– La clínica en la que les habían hecho las pruebas.

– No; no mencionó la clínica. Sólo que existía la posibilidad de adoptar a un recién nacido.

– Signora -dijo Brunetti-, yo no puedo obligarla a que me cuente estas cosas. -En cierto modo, era verdad, pero antes o después alguien tendría autoridad para obligarla.

Ella debía de comprenderlo así, porque continuó:

– No me dijo de dónde, no quería que me hiciera ilusiones, pero creía poder conseguirlo. Yo supuse que era por medio de su trabajo o de algún conocido. -La mujer miró por la ventana y luego a Brunetti-. La verdad, creo que no quería saberlo. Él me dijo que todo se haría in regola, que sería legal. Dijo que tendría que declarar que el niño era suyo, pero me aseguró que no lo era.

De haber estado interrogando a un sospechoso, Brunetti habría preguntado con una voz cargada de escepticismo: «¿Y usted le creyó?» Pero ahora, en tono de amistosa preocupación, dijo:

– ¿No le dijo cómo lo haría, signora? -dejó transcurrir tres segundos y añadió-: ¿O no se le ocurrió preguntárselo?

Ella movió la cabeza negativamente.

– No. Creo que prefería no saberlo. Sólo quería que lo consiguiera. Yo deseaba un niño.

Brunetti le dio un momento para que se recuperara de su confesión antes de preguntar:

– ¿Le habló de la mujer?

– ¿La mujer? -preguntó ella, realmente confusa.

– La que lo había tenido.

Ella titubeó, pero apretó los labios.

– No. No me dijo nada.

Brunetti tenía la extraña sensación de que, durante aquella conversación, la mujer había envejecido, y las líneas que al principio sólo se le marcaban en el cuello, se habían extendido a las comisuras de los labios y las sienes.

– Comprendo -dijo Brunetti-. ¿Y ya no supo nada más? -Él había tenido que decirle algo, pensaba Brunetti; ella había tenido que preguntar.

Ahora vio que los ojos de ella eran grises, no verdes.

– No -dijo la mujer inclinando la cabeza-. Nunca hablé de eso con Gustavo. No quise. Él debía de pensar, me refiero a Gustavo, que me disgustaría conocer los detalles. Dijo que quería que desde el primer momento yo pensara que el niño era nuestro, y… -Ella se interrumpió, y Brunetti tuvo la impresión de que hacía un esfuerzo para no añadir algo esencial y terminante.

– Por supuesto -murmuró Brunetti cuando comprendió que ella no iba a terminar la frase. No sabía cuánto podía inducirle a decir todavía, pero no creía oportuno seguir interrogándola porque, si manifestaba más curiosidad que preocupación, podía perder la confianza que ella parecía haber depositado en él.

Sandra abrió la puerta de la habitación situada a la mitad del pasillo e hizo una seña a la signora Marcolini.

– Su marido está muy agitado, signora. Quizá debería usted entrar a hablarle. -La preocupación de la enfermera era evidente, y la esposa de Pedrolli reaccionó al momento. Rápidamente, fue a la habitación, entró y cerró la puerta.

Suponiendo que ella tardaría en salir, Brunetti decidió ir en busca del dottor Damasco, para preguntarle si se había producido algún cambio en el estado de Pedrolli. Conocía el camino de Neurología y, al llegar al departamento, se dirigió al pasillo en el que sabía que estaban los despachos de los médicos.

Encontró la puerta, pero cuando llamaba un enfermero que pasaba le dijo que el doctor estaba terminando la visita y que después solía volver a su despacho. Cuando el hombre dijo que eso sería dentro de unos diez minutos, Brunetti decidió esperar. El enfermero se fue y él se sentó en una de las sillas de plástico color naranja, tan familiares ya como incómodas. A falta de lectura, Brunetti apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos, a fin de preparar mejor las preguntas que pensaba hacer al dottor Damasco.

– Signore? Signore? -fue lo primero que oyó a continuación. Abrió los ojos y vio al enfermero-. ¿Se encuentra bien, signore? -preguntó el joven.

– Sí, sí -dijo Brunetti poniéndose en pie. Al recordar la situación, preguntó-: ¿Está libre el doctor?

El enfermero sonrió con nerviosismo.

– Lo siento, signore, pero el doctor se ha marchado. Se ha ido a su casa directamente al terminar la visita. Yo no lo he sabido hasta que alguien lo ha mencionado, y he venido a avisarle. Lo siento -repitió, como si se considerara responsable de la desaparición del dottor Damasco.

Brunetti miró el reloj y vio que había transcurrido más de media hora.

– Está bien -dijo, dándose cuenta de lo cansado que estaba y deseando terminar su propia ronda e irse también a su casa cuanto antes.

En lugar de lo cual, fingiéndose completamente despierto, Brunetti dio las gracias al joven y se encaminó hacia el mostrador de Recepción. Pasó por delante de Enfermería y se acercó a las puertas vidrieras que conducían a las habitaciones, desde donde descubrió, con gran asombro, hacia la mitad del pasillo, a pocos pasos de la habitación de Pedrolli, la inconfundible espalda de su superior, el vicequestore Giuseppe Patta. Brunetti reconoció los anchos hombros enfundados en el abrigo de cachemir y la espesa cabellera plateada. Lo que no reconoció fue la deferente actitud del vicequestore, que estaba inclinado hacia un hombre, del que sólo se veía el contorno, ya que el resto quedaba tapado por el cuerpo de Patta. El vicequestore levantó la mano derecha y la agitó ante sí con ademán conciliador, luego la hizo caer a lo largo del cuerpo y dio un paso atrás, como dejando espacio para la respuesta de su interlocutor.

Respeto de perro Beta hacia perro Alfa, fue el inmediato pensamiento de Brunetti, que retrocedió hasta quedar parcialmente oculto por el mostrador de Enfermería. Si Patta hacía señal de mirar atrás, él tendría tiempo de esconderse, dar media vuelta, y pasearse por el pasillo mientras asimilaba la fenomenal sorpresa de encontrar a su superior en este lugar a esta hora y decidía si era conveniente dejarse ver.

El otro hombre, cuya considerable corpulencia seguía semiescondida tras el cuerpo de Patta, alzó las dos manos en un ademán que tanto podía ser de exasperación como de sorpresa y señaló repetidamente con un índice furioso la puerta de la habitación de Pedrolli. En respuesta, Patta movió la cabeza de derecha a izquierda y después de arriba abajo, como cabecea un perrito de juguete en la trasera de un automóvil que pasa por un bache.

De pronto, el otro hombre dio media vuelta y se alejó por el pasillo. Lo único que Brunetti vio antes de agacharse detrás del mostrador, fue su espalda: un cuello tan ancho como la cabeza de pelo blanco, cortado a cepillo y una silueta casi cuadrada. Cuando volvió a mirar, observó que Patta no hacía movimiento alguno para seguir al que se alejaba, quien, al llegar a las puertas del fondo, las empujó violentamente, haciendo que la de la derecha chocara contra la pared con un golpe que resonó en todo el pasillo.

El primer impulso de Brunetti fue el de acercarse a Patta y fingir sorpresa, pero la prudencia le aconsejó retroceder por otro pasillo hasta otra salida. Allí esperó durante cinco minutos y, cuando volvió a Neurología, Patta había desaparecido.