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CAPÍTULO 9

Brunetti volvió al pasillo de la habitación de Pedrolli y se quedó esperando a que saliera la signora Marcolini, con la intención de volver a asumir su papel de amigable oyente. Metió la mano en el bolsillo, buscando el telefonino, y descubrió que lo había dejado en casa. No quería perder a la signora Marcolini, pero tenía que llamar a Paola para decirle que no almorzaría en casa ni sabía cuándo llegaría.

Se sentó en la silla de plástico, mirando al vacío, procurando mantener la cabeza erguida, apartada de la tentación de la pared que tenía a la espalda. Al cabo de menos de un minuto, fue hasta el extremo del pasillo y leyó las instrucciones de evacuación en caso de incendio y la lista de los médicos de la planta. Gina apareció por la puerta situada al otro lado del mostrador.

– Perdón, signora Gina, ¿puedo usar el teléfono?

Ella le dedicó una sonrisa mínima y dijo:

– Primero marque el nueve.

Él descolgó el teléfono que estaba detrás del mostrador y marcó el número de su casa.

– ¿Sí? -oyó que contestaba Paola.

– ¿Todavía muy cansada para hablar? -no pudo menos que preguntar.

– Por supuesto que no -contestó ella-. ¿Dónde estás?

– En el hospital.

– ¿Problemas?

– Al parecer, los carabinieri se extralimitaron al hacer un arresto y el hombre está aquí. Es médico, de modo que, por lo menos, tiene asegurada una buena atención.

– ¿Los carabinieri atacaron a un médico? -preguntó ella con estupor.

– No he dicho que le atacaran, Paola -puntualizó él, aunque lo que decía su mujer no dejaba de ser verdad-; sólo que se extralimitaron.

– ¿Y eso qué quiere decir, que corrían demasiado con las lanchas cuando lo llevaban al hospital? ¿O que hicieron mucho ruido y molestaron al vecindario al dar la patada a la puerta?

En términos generales, Brunetti solía compartir el escepticismo de Paola acerca de la competencia de los carabinieri, pero, en este momento, bajo los efectos de la cafeína y el azúcar, no le apetecía oírla expresarlo.

– Quiere decir que él se resistió al arresto y le partió la nariz a uno de los hombres que iban a arrestarlo.

Ella se abatió sobre él como un halcón.

– ¿Uno de los hombres? ¿Cuántos eran?

– Dos -optó por mentir Brunetti, admirado de lo pronto que había sido inducido a defender a los hombres que habían agredido a Pedrolli.

– ¿Hombres armados? -preguntó ella.

De pronto, el cansancio pudo con Brunetti.

– Paola, luego te lo cuento todo, ¿de acuerdo?

– Claro -respondió ella-. ¿Tú lo conoces?

– No. -Había oído acerca del médico lo suficiente como para formar de él una impresión favorable, pero no bastaba para poder afirmar que lo conocía, dedujo Brunetti.

– ¿Por qué lo arrestaron?

– Hace un año y medio adoptó a un niño, y ahora parece que lo hizo ilegalmente.

– ¿Y qué han hecho con el niño?

– Se lo han llevado -dijo Brunetti con voz neutra.

– ¿Se lo han llevado? -preguntó Paola con toda su anterior beligerancia-. ¿Qué significa eso?

– Que ha sido dado en custodia.

– ¿Dado en custodia a su verdadera madre o dado en custodia a un orfanato?

– Me temo que a un orfanato -reconoció Brunetti.

Hubo una pausa larga, y Paola dijo, como si hablara consigo misma:

– Un año y medio. -Y agregó-: Dios mío, ¿no son unos desalmados hijos de puta?

¿Traicionar al Estado dándole la razón o traicionar al sentimiento humanitario negándosela? Brunetti consideró una y otra opción y dio la única respuesta que él podía dar:

– Sí.

– Luego hablamos, ¿eh? -dijo una Paola repentinamente amansada.

– Sí -repitió Brunetti colgando el teléfono.

Brunetti se alegraba de no haber hablado a Paola de las otras personas, las que habían estado bajo vigilancia durante casi dos años. A Alvise, y al propio Brunetti, les había llamado la atención ese período de tiempo, ese año y medio en el que una autoridad bien informada había permitido a los nuevos padres conservar a la criatura. Es entonces cuando un hombre se hace padre, eso lo sabía Brunetti o, por lo menos, recordaba que durante aquel primer año y medio de vida sus hijos se habían convertido en una parte de su corazón. Si uno de ellos le hubiera sido arrebatado, por la causa que fuera, después de aquel período, él habría ido por la vida con una parte de su ser irreparablemente dañada. Antes de que esta convicción se anclara en su mente, Brunetti reconoció que si uno de sus hijos le hubiera sido arrebatado en cualquier momento después de que él lo viera por primera vez, su dolor no habría sido menor que si lo hubiera tenido a su lado durante dieciocho meses o dieciocho años.

Brunetti volvió a su silla y reanudó su contemplación de la pared y de la curiosa circunstancia de la presencia de Patta en el hospital y, al cabo de otros veinte minutos, la signora Marcolini salió al pasillo y se acercó. Parecía mucho más cansada ahora que cuando había entrado en la habitación.

– ¿Aún está aquí? -dijo-. Perdone, he olvidado su nombre.

– Brunetti, signora, Guido -dijo él poniéndose en pie. Le sonrió pero no le tendió la mano-. He hablado con las enfermeras, y parece que su marido goza de gran aprecio. Estoy seguro de que estará bien atendido.

Él esperaba una respuesta agria, y la mujer no lo defraudó.

– Podrían empezar por librarlo de los carabinieri.

– Claro. Veré lo que puedo hacer al respecto -dijo Brunetti, que dudaba de poder hacer algo. Cambiando de registro, preguntó-: ¿Su marido entiende lo que usted le dice, signora?

– Sí.

– Bien. -Los conocimientos de Brunetti acerca del funcionamiento del cerebro eran rudimentarios, pero parecía lógico que, si el hombre comprendía las palabras, era probable que pudiera recuperar el habla. ¿Existía algún medio de comprobar las facultades de Pedrolli? Sin habla, ¿qué somos?

– … alejados a los medios -la oyó decir.

– Disculpe, signora, no he oído lo que decía. Estaba pensando en su marido.

– Si existe la manera de impedir que esto llegue a los medios -repitió ella.

Sin duda se refería a los cargos de adopción ilegal que serían formulados contra ellos, pero Brunetti pensó instantáneamente en las brutales tácticas de los carabinieri: evidentemente, al Estado le convenía que no aparecieran en la prensa. Pero, en el caso de que los arrestos llegaran a ser de dominio público -y aquí intervino el recuerdo del telediario de aquella mañana para decirle que ya lo eran-, convendría a los Pedrolli que también se difundiera el trato que habían sufrido a manos de los carabinieri.

– En su lugar, signora, yo esperaría a ver cómo lo presentan.

– ¿Qué quiere decir?

– Usted y su marido cometieron un error llevados del amor, según me parece -empezó Brunetti, consciente de que estaba aleccionando a una testigo o, incluso, ayudando a una sospechosa. Pero, a su modo de ver, mientras se limitara a referirse al comportamiento de los medios, no podía haber nada reprobable en lo que pudiera decir ni en las advertencias que pudiera hacer-. Por lo tanto, quizá decidan tratarlos con benevolencia.

– No si los carabinieri hablan los primeros -dijo ella, demostrando poseer un excelente conocimiento de los resortes mediáticos-. No tienen más que mencionar al agente herido para que todo el mundo se nos eche encima.

– Quizá no, signora, cuando se conozca el trato sufrido por su esposo y por usted, naturalmente.

A veces, preocupaba a Brunetti la creciente ferocidad de su desprecio hacia los medios de comunicación. Tenía la impresión de que todo lo que tenía que hacer un criminal era presentarse como una víctima para que el clamor popular se oyera hasta en Roma. Pon una bomba, roba un banco, degüella a alguien, poco importa: cuando los medios deciden que el acusado ha sufrido maltrato o cualquier injusticia, por mucho tiempo que haga de ello, esa persona se convierte en tema de largos artículos, de editoriales y hasta de entrevistas. Y aquí estaba él ahora, prácticamente enseñando a una sospechosa a presentarse bajo ese aspecto.

Brunetti salió de su ensimismamiento y volvió a centrar la atención en la signora Marcolini.

– … volver con mi marido -la oyó decir.

– Desde luego. ¿Podría volver a hablar con usted, signora? -preguntó, sabiendo que tenía autoridad para llevarla a la questura y retenerla allí varias horas, si quería.

– Antes deseo hablar con un abogado -dijo ella, con lo que ganó varios puntos en la estima de Brunetti. Conociendo el apellido de la familia que la respaldaría y protegería, Brunetti no dudaba de que su representante legal fuera el mejor.

Brunetti pensó en preguntarle por el hombre que tan claramente había apabullado a Patta en la breve escena que había tenido lugar delante de la habitación de su marido, pero consideró que más valdría callarse ese conocimiento.

– Desde luego, signora -dijo sacando una tarjeta de la cartera y entregándosela-. Si en algo puedo ayudarla, llámeme.

Ella tomó la tarjeta, la guardó en el bolsillo de la falda sin mirarla y movió la cabeza de arriba abajo antes de volver a entrar en la habitación de su marido.

Brunetti salió de la planta y del hospital y se encaminó hacia la questura, repasando mentalmente su última conversación con la signora Marcolini. Su preocupación por su marido parecía sincera. Entonces se puso a pensar en el juicio de Salomón y la historia de las dos mujeres que afirmaban ser madres de la misma criatura. La verdadera madre, por amor a su hijo, renunció a él ante la decisión de Salomón de cortar al niño por la mitad, a fin de que cada mujer tuviera una parte, mientras que la falsa no hizo objeción alguna. Era una historia repetida hasta la saciedad que se había convertido en parte integrante de la memoria colectiva.

Entonces, ¿por qué la signora Marcolini no había mostrado curiosidad por la suerte del niño?