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Al llegar a la questura, Brunetti decidió ver si Patta había llegado y, al subir, lo sorprendió encontrar a la signorina Elettra detrás de su mesa, trabajando. A primera vista, parecía una estampa de la selva: camisa con colorista estampado de ramas y pájaros, un par de diminutas patas de mono asomando por debajo del cuello y, completando el efecto tropical, un pañuelo tan rojo como el culo de un babuino.
– Pero si hoy es martes -dijo Brunetti al verla.
Ella sonrió y levantó una mano en ademán de reconocimiento de la debilidad humana.
– Lo sé, lo sé, pero el vicequestore me ha llamado a casa para decir que estaba en el hospital y yo me he brindado a venir porque él no sabía cuánto tardaría en llegar. -Y, con una voz en la que Brunetti detectó verdadera preocupación, preguntó-: ¿Es que se ha puesto malo?
– Ah, signorina -sonrió Brunetti, ésa es una pregunta a la que mi concepto del buen gusto y la ecuanimidad me impiden contestar.
– Claro -dijo ella sonriendo a su vez-. Me temo que voy a tener que usar esa impagable expresión de los políticos cuando son pillados en renuncio: «un lamentable desacierto semántico». Quería decir por qué se encontraba en el hospital cuando me ha llamado.
– Lo he visto allí hace cosa de una hora -dijo Brunetti-. Estaba delante de la habitación de un hombre, un pediatra llamado Pedrolli, que ha sido herido durante una incursión de los carabinieri en su casa.
– ¿Por qué iban a querer arrestar a un pediatra los carabinieri? -preguntó ella, y Brunetti observó la expresión con la que ella sopesaba posibilidades.
– Parece ser que, hace año y medio, él y su mujer adoptaron ilegalmente a un recién nacido -explicó Brunetti-. Anoche los carabinieri entraron en varias casas de distintas ciudades, entre ellas, la suya. Debían de estar informados de lo del niño. -Al decirlo, Brunetti reparó en que ésa era una deducción que él había hecho a partir de lo que había insinuado Marvilli, quien se había mostrado extrañamente evasivo al respecto, y no una información explícita que le hubiera dado el capitán.
– ¿Qué ha sido del niño? -preguntó ella.
– Me temo que se lo han llevado.
– ¿Qué? ¿Quién se lo ha llevado?
– Los carabinieri -dijo Brunetti-. Por lo menos, eso me dijo uno.
– ¿Por qué han tenido que hacer eso? -Ella había levantado la voz, y preguntaba en tono perentorio, como si Brunetti fuera el responsable de la suerte del niño. Al no obtener respuesta, la joven insistió-: ¿Adónde se lo han llevado?
– A un orfanato -fue la única respuesta que Brunetti pudo dar-. Supongo que es ahí donde dejan a los niños hasta que encuentran a los verdaderos padres o hasta que el tribunal decide qué se hace con ellos.
– No; yo no me refiero a eso. ¿Cómo han podido llevarse a un niño después de más de un año?
Nuevamente, Brunetti se encontró en el trance de tratar de justificar lo que creía injustificable.
– Parece ser que el médico y su esposa consiguieron el niño ilegalmente. Ella casi me lo ha confesado. Los carabinieri quieren encontrar a la persona que organizó… la venta o lo que fuera. El capitán con el que he hablado me ha dicho que están buscando a un intermediario que ha gestionado varios de los casos. -Omitió que Marvilli no había mencionado al intermediario en relación con los Pedrolli.
La signorina Elettra apoyó los codos en la mesa y bajó la cabeza escondiendo la cara en las manos.
– Toda la vida he oído contar chistes de carabinieri, pero nunca habría creído que pudieran llegar a ser tan estúpidos -dijo.
– No son estúpidos -dijo Brunetti rápidamente, aunque sin gran convicción.
Ella separó las manos y lo miró:
– Entonces son crueles, lo que es peor. -Aspiró profundamente, y Brunetti supuso que iba a asumir una actitud más profesional.
– Entonces, ¿qué hacemos? -preguntó ella al cabo de un momento.
– Parece ser que Pedrolli y su esposa fueron a una clínica, imagino que particular, de Verona. Una clínica especializada en fertilidad o, por lo menos, que trata problemas de esterilidad. Me gustaría que viera si encuentra un centro de esas características en Verona. Otras dos parejas que adoptaron ilegalmente pasaron por la misma clínica.
Ella, más calmada ahora que tenía asignada una misión, dijo:
– No creo que sea difícil. Al fin y al cabo, ¿cuántas clínicas de esa especialidad puede haber en Verona?
Él subió a su despacho, dejándola entregada a la tarea de averiguarlo.
Había pasado más de una hora cuando la signorina Elettra entró en el despacho de Brunetti. Él observó que llevaba una falda verde hasta media pantorrilla y unas botas que dejaban en ridículo a las de Marvilli.
– ¿Sí, signorina? -dijo él cuando hubo terminado de contemplar las botas.
– ¿Quién lo iba a decir, comisario? -preguntó la joven, que, al parecer, ya lo había perdonado por su intento de defender a los carabinieri.
– ¿A decir qué?
– Que en Verona y sus alrededores hay tres clínicas de esterilidad, o clínicas particulares con departamentos especializados en problemas de esterilidad.
– ¿Y el hospital público?
– Lo he comprobado. Los trata la unidad de Obstetricia.
– O sea, cuatro en total -observó Brunetti-. Y todas en Verona.
– Extraordinario, ¿verdad?
Él asintió. Brunetti, lector infatigable, hacía años que estaba enterado del sensible descenso observado en el número de espermatozoides de la población masculina europea, y había seguido con tristeza la campaña de publicidad que había contribuido a derrotar un referéndum que habría ayudado a fomentar la investigación en materia de fertilidad. La tesitura adoptada por muchos políticos -ex fascistas que abogaban por la inseminación artificial y antiguos comunistas que suscribían los dictados de la Iglesia- tenía a Brunetti alucinado.
– Si está seguro de que fueron a una clínica de Verona, no tengo más que encontrar su número de la Seguridad Social. Tuvieron que darlo, aunque fuera una clínica privada.
Cuando la signorina Elettra entró a trabajar en la questura, semejante declaración de intenciones habría impulsado a Brunetti a improvisar un sermón acerca del derecho de los ciudadanos a la intimidad y, en este caso concreto, a la sacrosanta confidencialidad de la relación entre médico y paciente, seguido de un comentario sobre la inviolabilidad del historial clínico de las personas.
– Sí -respondió ahora, sencillamente.
Viendo que ella iba a añadir algo, él levantó la barbilla en señal de interrogación.
– Probablemente, lo más fácil sea repasar sus datos telefónicos y ver a qué números de Verona llamaron -sugirió ella. Brunetti ya ni se molestó en preguntar cómo pensaba obtenerlos.
Después de escribir el nombre de Pedrolli bajo la mirada de Brunetti, ella levantó la cabeza.
– ¿La esposa usa el apellido de él o el suyo propio?
– El propio. Marcolini. Su nombre es Bianca.
Ella lo miró e hizo un pequeño sonido gutural que tanto podía ser de afirmación como de sorpresa.
– Marcolini -repitió en voz baja-. Veré qué puedo encontrar. -Y se fue.
Cuando ella salió del despacho, Brunetti pensó en quién podría darle los nombres de las otras personas arrestadas por los carabinieri. Quizá lo más rápido fuera utilizar las vías burocráticas existentes y preguntar a los propios carabinieri.
Empezó por llamar a Marvilli a la comandancia de Riva degli Schiavoni, donde le informaron de que el capitán había salido a un servicio y no estaba localizable telefónicamente. Cuarenta minutos después, Brunetti había hablado con el comandante de Marvilli, y también con los de Verona y de Brescia, y todos le habían dicho que no estaban autorizados a divulgar los nombres de las personas que habían sido arrestadas. Ni cuando Brunetti afirmó que llamaba por orden de su superior, el questore de Venecia, pudo obtener información. Cuando pidió que se retirara al agente de la puerta de la habitación del dottor Pedrolli, se le dijo que se tomaba nota de su petición.
Cambiando de táctica, Brunetti marcó el número del despacho de Elio Pelusso, un amigo periodista que trabajaba para Il Gazzettino. A los pocos minutos, tenía el nombre, la profesión, la edad y la dirección de cada una de las personas arrestadas, así como el nombre de la clínica de Verona en la que muchos de los detenidos habían sido tratados.
Llevó la información a la signorina Elettra y repitió lo que le había dicho la signora Marcolini acerca de sus intentos por tener un bebé. Ella movía la cabeza de arriba abajo mientras tomaba nota y luego dijo:
– Existe un libro sobre esto, ¿sabe?
– ¿Cómo dice?
– Una novela de un escritor inglés, no recuerdo el nombre. De cuando los niños se acaban y lo que hace la gente por conseguirlos.
– Una idea antimalthusiana, ¿no? -dijo Brunetti.
– Sí. Es casi como si viviéramos en dos mundos -dijo ella-. El mundo en el que la gente tiene demasiados hijos, que enferman y mueren de hambre, y nuestro mundo, en el que la gente desea hijos y no puede tenerlos.
– ¿Y hace cualquier cosa por conseguirlos? -preguntó él.
Ella golpeó con el índice los papeles que tenía delante y dijo:
– Eso parece.
De nuevo en su despacho, Brunetti marcó el número de su casa. Cuando Paola contestó con un lacónico «Sí», supuso que la había arrancado de algún pasaje especialmente apasionante de lo que estuviera leyendo y preguntó:
– ¿Puedo contratarte como documentalista de internet?
– Depende del tema.
– Tratamientos contra la esterilidad.
Tras una larga pausa, ella preguntó:
– ¿Es por ese caso?
– Sí.
– ¿Por qué yo?
– Porque sabes buscar.
Después de un muy audible suspiro, Paola dijo:
– Podría enseñarte fácilmente, ya lo sabes.
– Hace años que me dices eso -respondió Brunetti.
– Lo mismo que la signorina Elettra, y Vianello, y hasta tus hijos.
– Sí.
– ¿Y sirve de algo?
– Pues no, en realidad no sirve de nada.
Se hizo otro largo silencio, y Paola dijo:
– Está bien. Te daré dos horas de mi tiempo y bajaré lo que me parezca interesante.
– Gracias, Paola.
– ¿Qué consigo a cambio?
– Devoción imperecedera.
– Creí que eso ya lo tenía.
– Devoción imperecedera y el café servido en la cama durante una semana.
– Esta mañana te han sacado de la cama a las dos -le recordó ella.
– Ya pensaré algo -dijo él, consciente de lo vagas que sonaban sus palabras.
– Más te vale -dijo ella-. De acuerdo, dos horas, pero no podré empezar hasta mañana.
– ¿Por qué?
– Porque tengo que terminar este libro.
– ¿Qué libro?
– Los embajadores -respondió ella.
– Pero, ¿no lo habías leído ya?
– Sí. Cuatro veces.
Un hombre menos bregado en las exigencias de los intelectuales, las exigencias del matrimonio y las exigencias de la prudencia, habría hecho alguna objeción, pero Brunetti claudicó.
– Está bien -dijo, y colgó.
Cuando dejó el teléfono, Brunetti comprendió que habría podido hacer el encargo a Vianello, a Pucetti o, incluso, a cualquiera de los otros agentes. Él había aprendido en el colegio leyendo papel impreso, había estudiado la carrera en papel impreso y conservaba el hábito de creer en el papel impreso. Las contadas veces que había consentido en que alguien le enseñara a utilizar internet para buscar información, se había encontrado inundado de anuncios de toda clase de chorradas y hasta se había tropezado con alguna página porno. Desde entonces, en las raras ocasiones en que había extendido sus trémulas antenas en la Red había tenido que plegarlas, confuso y derrotado. Se sentía incapaz de descubrir las conexiones entre las cosas.
La idea reverberaba en su cerebro. Conexiones. Concretamente, ¿cuál era la conexión existente entre la questura de Venecia y la comandancia de los carabinieri de Verona y cómo se había obtenido el permiso para irrumpir en el domicilio del dottor Pedrolli?
Si otro comisario había autorizado tal cosa, él se habría enterado, y nadie había mencionado semejante orden, ni antes de la incursión ni después. Brunetti consideró la posibilidad de que los carabinieri hubieran montado la operación sin comunicarla a la policía de Venecia y que el juez que la había autorizado les hubiera dicho que era admisible prescindir de tal comunicación. Pero enseguida desechó la idea: demasiados tiroteos -bien pregonados por los medios- se habían producido ya entre diferentes cuerpos de seguridad que operaban ignorando los respectivos planes, como para que un juez se arriesgara a dar lugar a otro de tales incidentes.
Por consiguiente, sólo quedaba la posibilidad más obvia: la incompetencia. Nada más fácil: un e-mail que se envía a una dirección equivocada, un fax que se traspapela, un mensaje telefónico que no se pasa. La explicación más sencilla suele ser la acertada. Aunque él sería de los últimos en negar que el engaño y la intriga desempeñaban también su papel en el normal funcionamiento de la questura, sabía que mucho más frecuente era la simple incompetencia. Se asombraba de sí mismo por encontrar reconfortante esta explicación.