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Brunetti regresó a la questura sin prisas, pensando en las cosas que había dejado de preguntar y dando vueltas a las incógnitas del… ni siquiera sabía cómo llamarlo: caso, situación, dilema, fregado… Pedrolli.
Sin información de las otras adopciones y con el persistente silencio de Pedrolli, Brunetti ignoraba los detalles de la adquisición tanto del niño del doctor como de los otros. No sabía si las madres eran italianas, dónde habían dado a luz, cómo y dónde se había hecho entrega de los niños, ni cuál era la tarifa. Esta palabra lo horrorizó. Luego estaba el aspecto burocrático: ¿cuánto papeleo se precisaba para probar la paternidad? En una caja metálica color naranja de galletas de Navidad, guardaban él y Paola las partidas de nacimiento de los niños, las fichas médicas, las cartillas de vacunación, las fes de bautismo, los recordatorios de la primera comunión y varios certificados escolares. Si mal no recordaba, la caja estaba en el estante de arriba del armario del dormitorio, y los pasaportes, en un cajón del estudio de Paola. No recordaba cómo habían conseguido los pasaportes de los chicos; seguramente, habrían tenido que presentar los certificados de nacimiento, que también habrían sido necesarios para matricularlos en la escuela.
Toda la información oficial sobre los nacimientos y defunciones ocurridos en Venecia, así como los cambios de domicilio, se guarda en el Ufficio Anagrafe. Al salir del hospital, Brunetti decidió pasarse por allí: no podía haber momento más oportuno para hablar con algún empleado acerca del proceso burocrático que tiene por objeto la creación de la identidad legal.
Caminando tras un lento cortejo de turistas, Brunetti cruzó el Ponte del Lovo, pasó por delante del teatro y dobló la esquina pero, al llegar al Ufficio Anagrafe y entrar en el laberinto de oficinas municipales de la calle Loredan, vio cómo sus planes se frustraban por una banalidad: aquel día, los funcionarios municipales hacían huelga para protestar por el retraso en la firma de su convenio, que había expirado diecisiete meses atrás. Brunetti se preguntó si la policía -funcionarios municipales al fin y al cabo- tenía derecho a hacer huelga, decidió que sí, y entró en Rosa Salva a tomar café y luego en la librería Tarantela, a ver qué novedades habían recibido. No vio nada que lo sedujera: las biografías de Mao, Stalin y Lenin seguramente lo llevarían a la desesperación. Había leído una crítica desfavorable de una nueva traducción de Pausanias que le hizo desistir de su compra. Como tenía por costumbre no salir de una librería con las manos vacías, se decidió por Lettere dalla Russia, una traducción de las crónicas del marquis de Custine de sus viajes por Rusia de 1839, editada en Turín en 1977. El libro se refería a una época más moderna que la que le interesaba normalmente, pero era el único que lo atraía y, con huelga o sin huelga, ya no podía entretenerse más.
Brunetti se sentía muy virtuoso al reanudar la marcha hacia la questura para volver al trabajo, sabiendo que había una huelga de funcionarios que le brindaba la oportunidad de irse a casa a empezar el libro. Entró en su despacho muy satisfecho de sí mismo, dejó el libro en la mesa y se acercó los papeles que se habían acumulado. Por más que se esforzaba en concentrarse en listas y propuestas, no podía dejar de dar vueltas a los interrogantes que suscitaba Pedrolli. ¿Por qué Marvilli se había negado a dar más información? ¿Quién había autorizado el asalto de los carabinieri al domicilio de un ciudadano de Venecia? ¿Qué poder había hecho acudir al vicequestore a la habitación de Pedrolli, a las pocas horas de su ingreso en el hospital? ¿Y cómo se habían enterado los carabinieri de la ilegalidad cometida por el pediatra?
Su reflexión fue interrumpida por el timbre del teléfono.
– Brunetti.
– Baje ahora mismo. -Y la voz de Patta cesó bruscamente.
Al levantarse Brunetti, su mirada tropezó con la contracubierta del libro que acababa de comprar: «… la arbitraria imposición del poder que caracterizaba…».
– Ah, Monsieur le Marquis -dijo en voz alta-, y eso que no sabíais de la misa la mitad…
No vio a la signorina Elettra. Brunetti llamó a la puerta y entró en el despacho del vicequestore sin esperar respuesta. Patta estaba sentado a una mesa cubierta por el cúmulo de papeles propio del funcionario público estresado; su bronceado veraniego empezaba a palidecer, lo que acentuaba la impresión de incansable dedicación a las múltiples tareas del cargo.
Brunetti aún no había llegado a la mesa cuando Patta preguntó:
– ¿En que está trabajando, Brunetti?
– En el asunto del personal de equipajes del aeropuerto y en el del Casino -dijo como el que informa al dermatólogo acerca del hongo que ha pillado por enésima vez en el trabajo.
– Todo eso puede esperar -dijo Patta, apreciación que su subordinado compartía plenamente. Y, cuando Brunetti llegó frente a la mesa, el vicequestore preguntó-: Supongo que ya se habrá enterado de esa descoordinación que ha habido con los carabinieri, ¿no?
– ¿Una descoordinación ha sido? Sí, señor.
– Bien. Siéntese, Brunetti. Me pone nervioso ahí de pie.
Brunetti obedeció.
– Los carabinieri se extralimitaron y tendrán que dar gracias si el hombre al que mandaron al hospital no los demanda. -La observación de Patta acrecentó a los ojos de Brunetti la importancia del individuo al que había visto hablar con el vicequestore frente a la puerta de Pedrolli. Tras un momento de reflexión, Patta concedió-: Aunque no creo que lo haga. Nadie desea esa clase de complicaciones judiciales. -Brunetti pensó en preguntar si el hombre del pelo blanco desearía involucrarse en la consiguiente causa legal, pero la prudencia le aconsejó no revelar que estaba enterado de la visita de Patta al hospital, y se limitó a preguntar:
– ¿Qué desea que haga, señor?
– Parece que no está muy clara la naturaleza de las comunicaciones que hubo entre los carabinieri y nosotros -empezó Patta. Miró a Brunetti entornando los ojos, como para comprobar si recibía el mensaje en clave y sabría actuar en consecuencia.
– Comprendo -dijo Brunetti. Así pues, los carabinieri podían aportar la prueba de que habían informado a la policía acerca de la operación, y la policía no había encontrado la prueba de haberlo recibido. Brunetti indagó entonces en las reglas de la lógica que con tanto interés había estudiado en la universidad, hacía ya décadas. Algo decían acerca de la dificultad -¿o era la imposibilidad?- de demostrar una negativa. Eso significaba que Patta estaba tanteando el terreno para decidir qué sería menos arriesgado: culpar a los carabinieri por abuso de fuerza o encontrar en la questura a un chivo expiatorio que se llevara el varapalo por no haber dado curso al mensaje de los carabinieri.
– Visto lo ocurrido a ese médico, quiero que usted se encargue de que se le trate con la debida consideración. Para que no pase algo más.
Brunetti se abstuvo de terminar la frase del vicequestore con las palabras: «… que pueda traerme complicaciones».
– Desde luego, vicequestore. ¿Le parece bien que hable con él o, quizá, con la esposa?
– Sí -dijo Patta-. Haga lo que crea conveniente. Sólo procure que el asunto no se nos vaya de las manos y nos cree problemas.
– Por supuesto, vicequestore -dijo Brunetti.
Patta, una vez transferida la responsabilidad, fijó la atención en los papeles que tenía en la mesa.
– Le tendré informado, señor -dijo Brunetti poniéndose en pie.
Muy absorto en las obligaciones del cargo para responder de viva voz, Patta agitó una mano, y Brunetti abandonó el despacho.
Ya que Paola había accedido a ayudarle buscando información acerca de Bianca Marcolini, Brunetti, haciendo de tripas corazón, bajó al ordenador de la sala de los agentes, donde causó la admiración de sus colegas por la soltura con que se conectó a internet y tecleó «infertilità» sin tener que rectificar más que dos errores de pulsación.
Durante la hora siguiente, el comisario, rodeado de la rama uniformada del personal, fue el aglutinante de una labor corporativa orientada a la recopilación de datos. En ocasiones, alguno de los agentes más jóvenes no es que tratara de quitar de en medio a su superior pero sí deslizaba la mano por debajo de la del comisario, para teclear una palabra o dos. No obstante, Brunetti en ningún momento cedió el mando del teclado ni del ratón, e insistía en imprimir todo aquello que le parecía de interés, con la vana ilusión de que realizaba una labor de documentación análoga a la que solía hacer en sus tiempos de estudiante, en la biblioteca de la universidad.
Cuando hubo terminado y recogió el montón de hojas acumulado en la impresora, lo asaltaron dos pensamientos: la información era muy rápida, casi instantánea, pero él no sabía en qué medida era fiable. ¿Qué acreditaba a una página más que a otra? ¿Y qué demonios era «Il Centro per le Ricerche sull'Uomo» o el «Istituto della Demografia»? Que él supiera, detrás de las fuentes consultadas tanto podía estar la Iglesia católica como una sociedad abortista.
Hacía tiempo que Brunetti se había hecho a la idea de que la mayor parte de lo que leía en los libros, diarios y revistas era sólo una aproximación de la verdad, sesgada siempre hacia la izquierda o hacia la derecha. Pero, por lo menos, sabía de qué pie cojeaban la mayoría de los periodistas y, con los años, había aprendido a leer discriminando y casi siempre conseguía descubrir una parte de verdad -no se hacía ilusiones de encontrarla toda- en lo que leía. Pero frente a la Red, al ignorar el contexto, todas las fuentes le merecían la misma confianza. Brunetti se encontraba a la deriva en lo que bien podía ser un mar de mentiras y distorsiones de internet, sin la brújula que había aprendido a usar en las aguas más familiares de las mentiras periodísticas.
Cuando por fin volvió a su despacho y se puso a leer lo que había impreso, descubrió entre las distintas fuentes una sorprendente coincidencia. Aunque las cifras y porcentajes variaban ligeramente, saltaba a la vista el fuerte descenso del índice de natalidad en la mayoría de los países occidentales, por lo menos, entre la población autóctona. Los inmigrantes tenían más hijos. Él sabía que existía una definición políticamente correcta de este hecho estadístico esencial: «diversidad cultural», «expectativas culturales diferentes»… Comoquiera que se formulara la idea: los pobres tenían más hijos que los ricos, como siempre, sólo que antes morían más niños a causa de enfermedad y de miseria y, ahora, asentados en Occidente, sobrevivían.
Por un lado, en toda Europa aumentaba el número de los niños nacidos de los inmigrantes, mientras, por otro lado, los nativos tenían dificultades para reproducirse. Actualmente, las europeas tenían su primer hijo a una edad más avanzada que las mujeres de la generación anterior. El número de las parejas que contraían matrimonio era menor. El precio de la vivienda se había disparado espectacularmente, lo que dificultaba formar un hogar a los jóvenes de clase trabajadora. ¿Y cuántas parejas podían permitirse tener un hijo, con un solo sueldo?
Estos factores, Brunetti lo sabía, simplemente, planteaban opciones, no suponían impedimentos físicos insuperables. La constante disminución de la cantidad de esperma viable, por el contrario, no era mera cuestión optativa. ¿La causaba la contaminación? ¿Algún cambio genético? ¿Una enfermedad no detectada? Las páginas de la Red mencionaban repetidamente un número de sustancias fálicas, que se encontraban en multitud de productos de uso habitual, entre otros, los desodorantes y los envoltorios de los alimentos: al parecer, se observaba una proporción inversa entre su presencia en la sangre y el índice espermático del hombre. Aunque había coincidencia en atribuir a estas sustancias la causa del deterioro ocurrido durante el medio siglo último, ninguno de los artículos se atrevía a mencionarlas como causa directa. Brunetti siempre había opinado que las mayores expectativas económicas debían de haber influido en la tasa de natalidad tanto como el declive del índice espermático. Al fin y al cabo, siempre había habido millones de espermatozoides y aunque ahora su número se hubiera reducido a la mitad tenían que seguir siendo suficientes.
Uno de los artículos señalaba que el índice espermático de los inmigrantes que llevaban varios años en Europa también empezaba a disminuir, lo cual confirmaba la teoría de que la contaminación ambiental era la causa.
¿No era el plomo de las conducciones de agua lo que, según se decía, contribuyó al deterioro de la salud y la fertilidad de la población de la Roma imperial? Ahora ya poco importaba, pero los romanos, por lo menos, no sospechaban la posible relación; sería en épocas posteriores cuando se descubriera la causa, pero tampoco se hacía algo por remediarla.
Las disquisiciones históricas de Brunetti fueron interrumpidas por la llegada de Vianello. El inspector entró en el despacho con una amplia sonrisa en la cara y un fajo de papeles en la mano.
– Yo siempre había odiado el delito administrativo, pero ahora cuantas más cosas sé de él más me apasiona -dijo poniendo los papeles en la mesa y sentándose.
Brunetti se preguntó si Vianello no estaría pensando en cambiar de profesión, y a buen seguro que la signorina Elettra no sería ajena a tal decisión.
– ¿Que te apasiona? -preguntó Brunetti señalando los papeles como si fueran el instrumento de la conversión de Vianello.
– Verás -matizó Vianello, advirtiendo la sorna de su superior-: me gusta porque no tienes que seguir a nadie por la calle, ni pasarte horas en la puerta de su casa, aguantando la lluvia, esperando a que salga para volver a pegarte a sus talones. Ante el silencio de Brunetti, el inspector prosiguió-: Antes me aburría estar horas repasando declaraciones de impuestos y memorias financieras, comprobando cargos a tarjetas de crédito y datos bancarios.
Brunetti estuvo a punto de observar que, dado que la mayoría de tales actividades eran ilegales, a menos que se dispusiera de una orden judicial, quizá era preferible que un policía las encontrara aburridas.
– ¿Y ahora? -preguntó Brunetti suavemente.
Vianello sonrió y se encogió de hombros al mismo tiempo.
– Ahora me parece que le voy encontrando el gusto. -No necesitó que Brunetti le animara, para continuar-: Debe de ser la emoción de la cacería. Encuentras una señal de lo que pueden estar tramando: cifras que no casan, que son muy altas o muy bajas, y empiezas a seguir el rastro por otras anotaciones, o encuentras sus nombres en sitios inesperados, donde no deberían estar. Y van apareciendo cifras cada vez más extrañas, y entonces ves qué es lo que pretenden y cómo puedes seguirles la pista. -Sin darse cuenta, Vianello había ido subiendo el tono de voz y hablando con más vehemencia-. Y, sin moverte de la mesa, has descubierto todo lo que hacen, porque has visto su modo de operar y puedes adelantarte a sus manejos. -Vianello calló un momento y sonrió-. Supongo que esto es lo que debe de sentir la araña. Las moscas no saben que la tela está ahí, no pueden verla ni adivinar su presencia, y siguen zumbando y haciendo de moscas, y tú estás allí sentado, esperando a que caigan.
– ¿Y entonces te las zampas? -preguntó Brunetti.
– Es una manera de expresarlo, supongo -respondió Vianello, visiblemente satisfecho de sí mismo y de su metáfora.
– ¿Y… más concretamente? -dijo Brunetti mirando en dirección a los papeles-. ¿Por lo que se refiere a tus médicos y a sus serviciales farmacéuticos?
Vianello asintió.
– He echado un vistazo a las cuentas bancarias de los médicos que mi…, hum, mi contacto mencionó. Durante los seis últimos años. -Aun ante la patente ilegalidad del casual «echado un vistazo» de Vianello, Brunetti permaneció impávido como una esfinge-. Viven bien, desde luego, son especialistas, y cobran en efectivo buena parte de sus ingresos. ¿Ha existido alguna vez un especialista que te extendiera un recibo por una visita particular? Hace cuatro años, uno abrió una cuenta en Liechtenstein.
– ¿Fue entonces cuando se empezó a hinchar el número de las visitas?
– No estoy seguro, pero mi contacto me dijo que hace años que funciona la cosa.
– ¿Y los farmacéuticos?
– Eso es lo curioso -dijo Vianello-. En Venecia, sólo hay cinco farmacéuticos autorizados a programar las visitas a los especialistas: creo que la capacidad del ordenador influye en la autorización. He empezado a mirar sus archivos. -Nuevamente, Brunetti se hizo el sordo-. Durante este período, ninguno ha aumentado su promedio de ahorro ni sus compras con tarjeta -reconoció el inspector Vianello con gesto de decepción. Y, como para darse ánimo, añadió-: Pero esto no supone necesariamente que tengamos que descartarlos.
– ¿A cuántos has examinado?
– A dos.
– Hmm. ¿Cuánto tiempo te llevará comprobar a los otros?
– Un par de días.
– ¿Y no hay dudas acerca de esas falsas visitas?
– Ninguna. Sólo que, de momento, no sé cuáles son las farmacias implicadas.
Brunetti hizo un breve repaso de las posibilidades.
– Sexo, droga y juego: éstos acostumbran a ser los motivos por los que la gente se arriesga a cometer un fraude para hacer dinero.
– Pues si ésos han de ser los únicos motivos, los que ya he investigado quedan fuera de sospecha -dijo Vianello sin convicción.
– ¿Por qué?
– Porque el uno tiene setenta y seis años y el otro vive con su madre.
Brunetti, que opinaba que tales circunstancias no impedían necesariamente que un individuo tuviera adicción al sexo, la droga o el juego, preguntó:
– ¿Quiénes son?
– El viejo se llama Gabetti. Padece del corazón y se presenta en la farmacia sólo dos veces a la semana. No tiene hijos, sólo un sobrino que vive en Turín y que lo heredará todo.
– ¿Así pues, descartado? -preguntó Brunetti.
– Algunos lo descartarían, pero yo no -dijo Vianello con súbito énfasis-. Es el clásico avaro. Heredó la farmacia de su padre hace más de cuarenta años y desde entonces no se ha gastado ni un céntimo en mantenimiento. Me han dicho que, si te asomas a la trastienda, tienes la impresión de estar en Albania o algún sitio por el estilo. Y, del váter, vale más no hablar. Es soltero y siempre ha vivido solo. No tiene otra afición que la de hacer dinero, invertirlo y verlo crecer. Es el único aliciente de su vida.
– ¿Y tú piensas que él haría algo así? -preguntó Brunetti sin disimular su escepticismo.
– La mayoría de las visitas programadas para los tres médicos lo han sido por Gabetti.
– Ya -dijo Brunetti, asimilando la información-. ¿Y qué hay del otro?
Vianello cambió de expresión e, involuntariamente, movió la cabeza de arriba abajo, como asintiendo a la teoría de Brunetti.
– Éste es muy religioso, aún vive con su madre, a la que adora. No da pie a las habladurías, y desde luego, nada hace pensar que tenga especial interés por el dinero. No he encontrado nada en sus cuentas bancarias.
– Pues siempre suele haber algo, especialmente, si son religiosos -dijo Brunetti: si Vianello podía sospechar del avaro, él tenía derecho a recelar del religioso-. Si no le interesa ni el sexo ni las drogas, ¿entonces, qué?
– Lo que te he dicho, la Iglesia -dijo Vianello, divertido por la sorpresa de Brunetti-. Es de una de esas agrupaciones religiosas: oración dos veces a la semana, nada de alcohol, ni siquiera vino con las comidas, nada de… nada de nada, al parecer.
– ¿Cómo te has enterado de todas esas cosas? -preguntó Brunetti.
– He preguntado a varias personas -respondió Vianello oblicuamente-. Pero créeme, este tipo no esconde nada. Vive para su madre y para la Iglesia. -Hizo una pausa-. Y, por lo que me han dicho, para ufanarse de la virtuosa vida que lleva y lamentar que otras personas no sigan su ejemplo. Aunque, probablemente, él querría ser el que definiera lo que es la virtud.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque en su farmacia no se venden condones.
– ¿Qué?
– No puede negarse a despachar recetas de anticonceptivos y de píldoras del día después, pero tiene derecho a no vender gomas si no quiere.
– ¿Eso, en el tercer milenio? -preguntó Brunetti, escondiendo la cara entre las manos.
– Como te he dicho, él define lo que es la virtud.
Brunetti apartó las manos.
– ¿Y los otros, los que todavía no has investigado?
– A uno lo conozco. Andrea, en San Bortolo, y él no haría eso.
– ¿Vas a investigarlos a todos? -preguntó Brunetti.
– Por supuesto -respondió Vianello, como si la duda le ofendiera.
Cambiando de tema, Brunetti preguntó:
– ¿Cómo has descubierto que las visitas falsas las programaban esas farmacias?
Vianello no trató de disimular el orgullo que sentía al poder dar la explicación.
– Los archivos del hospital pueden clasificar las visitas por fechas, por pacientes, por médicos o por los que las programan. Nosotros nos limitamos a tomar del año pasado todas las visitas a especialistas -explicó, sin molestarse en puntualizar quiénes eran «nosotros» ni cómo habían conseguido los archivos-, las ordenamos según las farmacias que las habían programado y luego hicimos una lista de las visitas programadas a través de esas farmacias concretas y, a continuación, una lista de las visitas programadas en las dos últimas semanas y llamamos a todos los pacientes diciendo que estábamos haciendo una encuesta sobre el grado de satisfacción de los usuarios de las prestaciones de la sanidad pública. -Se quedó esperando la reacción de asombro que tendría Brunetti al oír esto y, en vista de que su superior no decía nada, prosiguió-: La mayoría habían sido visitados realmente por el especialista para el que tenían visita programada, pero nueve dijeron no saber nada de tal visita, a lo que nosotros respondimos que debía de haberse producido un error informático, e incluso fingimos hacer una comprobación y luego reconocimos humildemente el error y pedimos disculpas por la molestia. -Vianello sonrió-: Todas las visitas habían sido programadas por Gabetti.
– ¿No temíais que alguno de ellos pudiera hablar al farmacéutico de vuestra llamada? -preguntó Brunetti.
Vianello descartó la sugerencia con un ademán.
– Ahí está la gracia -dijo, no sin admiración-. Ninguna de esas personas tenía ni remota idea de la clase de confusión que podía haberse producido, y estoy seguro de que, cuando dijimos que había un error en el sistema informático, todos se lo creyeron.
Brunetti pasó revista a las posibilidades y preguntó:
– ¿Y si uno de ellos se ponía enfermo, tenían que programar una visita de verdad y el ordenador indicaba que el paciente ya había sido visitado?
– En ese caso supongo que el paciente haría lo que cualquiera de nosotros en su lugar: insistir en que no había sido visitado y echar la culpa al ordenador. Y como la persona con la que estaría tratando sería un funcionario de la sanidad pública, es de suponer que se lo creería.
– ¿Y se programaría la visita?
– Con toda seguridad -dijo Vianello con desenfado-. Además, la posibilidad de que se levantaran sospechas es prácticamente nula.
– ¿Y si, a pesar de todo, alguien sospechaba? Al fin y al cabo, son fondos públicos los que se están malversando, ¿no?
– Me temo que sí -dijo Vianello-. Sería otro caso de error administrativo.
Los dos hombres callaron un momento, y Brunetti preguntó:
– Pero aún no habéis encontrado a ningún farmacéutico con el dinero, ¿verdad?
– El dinero tiene que estar ahí -insistió Vianello-. Mañana nos pondremos a buscar mejor.
– Da la impresión de que nada podría disuadirte -dijo Brunetti no sin aspereza.
– Quizá -respondió Vianello rápidamente, casi a la defensiva-. Pero la idea es muy buena para que a nadie se le haya ocurrido ponerla en práctica. La sanidad pública puede ser un chollo.
– ¿Y si te equivocas? -preguntó Brunetti con cierta impaciencia.
– Pues me habré equivocado. Pero habré aprendido un montón de maneras de buscar datos con el ordenador -dijo Vianello, y en el despacho se restableció la buena armonía.