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CAPÍTULO 14

Brunetti bajó la escalera con Vianello y continuó hacia el despacho de la signorina Elettra, a la que encontró hablando por teléfono. Ella le hizo una seña para que entrara y aguardara y siguió dando una serie de monosílabas respuestas al torrente de verborrea que llegaba del otro extremo de la línea.

– Sí. No. Claro. Sí. Sí -decía con largos intervalos, durante algunos de los cuales tomaba notas-. Comprendo. El signor Brunini tiene mucho interés en hablar con el doctor y, sí, él y su pareja, como pacientes particulares.

Siguió un silencio que pareció aún más largo, ahora que Brunetti había oído el nombre y se preguntaba qué estaría tramando aquella mujer.

– Sí, lo comprendo, desde luego. Sí, esperaré. -Apartó el teléfono, se frotó el oído y volvió a acercárselo al oír una voz femenina-. Ah, ¿sí? ¿Tan pronto? Ah, signora, es usted muy amable. El signor Brunini estará encantado. Sí, lo he anotado. El viernes, a las tres y media. Ahora mismo lo llamo. Y muchas gracias.

La signorina Elettra colgó el teléfono, miró a Brunetti y escribió unas palabras en el papel que tenía delante.

– ¿Me atrevo a preguntar? -dijo Brunetti.

– Clínica Villa Colonna. En Verona -dijo ella-. Es a donde ellos fueron.

Aunque la información era un tanto telegráfica, Brunetti no tuvo dificultad para entenderla.

– ¿Y eso la indujo a…? -empezó Brunetti, y entonces descubrió que le faltaba el verbo apropiado-. ¿A especular? -concluyó.

– Sí; puede decirlo así -respondió ella, complacida por la elección-. Especular sobre muchas cosas. Pero, sobre todo, sobre la coincidencia de que varias de las personas examinadas en esta clínica fueron puestas en contacto con la persona o personas que tenían un niño que vender. -Uno no podía menos que admirar su concisión.

– ¿Usted apostaría por esa clínica?

Ella elevó el arco de una ceja apenas un milímetro, pero el movimiento sugería un sinfín de posibilidades.

Brunetti se aventuró entonces por un terreno aún más frágil.

– ¿Signor Brunini? -preguntó.

– Ah, sí -dijo ella-. El signor Brunini. -Brunetti esperó hasta que ella prosiguió-: He pensado que sería interesante obsequiar a la clínica con otra pareja que esté ansiosa por tener un niño y sea lo bastante rica como para pagar lo que le pidan.

– ¿Signor Brunini? -repitió él, recordando que en las películas policiacas siempre se aconseja a los que adoptan una personalidad falsa elegir un nombre que sea parecido al propio, porque ello les permitirá responder a él automáticamente.

– Eso es.

– ¿Y la signora Brunini? ¿Ha pensado en alguien para el papel?

– Creo que a usted debería acompañarle una persona que estuviera familiarizada con la investigación, ya que así habría allí dos personas capaces de formarse una opinión del lugar.

– ¿Acompañarme a mí? -preguntó Brunetti, con un énfasis innecesario.

– El viernes a las tres y media -dijo ella-. Hay un Eurocity a Munich que sale a la una y veintinueve, y llega a Verona a las tres de la tarde.

– ¿Y la persona que me acompañará será la signora Brunini?

Ella consideró un momento la pregunta, aunque Brunetti la conocía lo suficiente como para saber que ella ya tenía la respuesta preparada.

– Me ha parecido que quizá el deseo del signor Brunini de un hijo parecería más apremiante si ella fuera…, hmm, su compañera. Bastante más joven y ansiosa por tener un niño.

Brunetti hizo la primera objeción que se le ocurrió.

– ¿Y los historiales? ¿No querrá verlos el médico de esa clínica antes de examinar a… a la pareja?

– Ah, eso -dijo ella como si ya la aburrieran semejantes detalles-. El dottor Rizzardi ha pedido a un amigo del Ospedale que los prepare.

– ¿Para el signor Brunini y su…, hmm, compañera?

– Exacto. Ya deben de estar listos, y el amigo del dottor Rizzardi no tiene más que enviarlos por fax a Verona.

¿Tenía Brunetti alternativa? La pregunta era absurda.

Pocas novedades ocurrieron durante el día y medio anterior al momento en que el comisario tuvo que asumir el papel del signor Brunini. Las parejas arrestadas en Verona y Brescia fueron enviadas a casa, y la petición de la policía de que fueran puestas bajo arresto domiciliario fue desestimada por los magistrados de una y otra ciudad. Los niños, según informaban dos artículos, habían sido confiados a los servicios sociales. Al dottor Pedrolli el magistrado de Venecia le comunicó que también él podía irse a su casa y volver a su trabajo, pero, por recomendación del dottor Damasco, optó por permanecer en el hospital. Los carabinieri decidieron imputarle sólo los cargos relacionados con la adopción irregular de un niño, y no volvió a hablarse de resistencia al arresto ni agresión a un agente de policía en el desempeño de sus obligaciones. Ni él ni su esposa trataron de ponerse en contacto con Brunetti, que tuvo la precaución de solicitar un informe por escrito a los carabinieri, aunque había muy poco sobre lo que informar.

En vista de lo cual, Brunetti, impulsado por el deseo de hacer que ocurriera algo, fuera lo que fuera, el viernes tomó el Eurocity de las 13:29 a Munich que tenía su llegada a Verona a las 14:54.

– Mire, si quiere lo dejamos -dijo Brunetti cuando el tren entraba en la estación de Verona.

La signorina Elettra levantó la mirada de su ejemplar de Il Manifesto, sonrió y respondió:

– En tal caso, yo tendría que volver al despacho, ¿no, comisario? -La sonrisa era cálida, pero se borró en el momento en que ella dobló el periódico y se puso en pie. Dejó el periódico en el asiento y se colgó el abrigo del brazo.

Cuando ella salió al pasillo, Brunetti recogió el periódico y le gritó:

– Olvida esto.

– No; vale más que se quede ahí. Dudo que los pacientes de la clínica lean algo que no sea Il Giornale. No es cosa de hacer saltar las alarmas presentándome con un diario comunista.

– A uno se le olvida que los comunistas se comen a los niños crudos -dijo Brunetti en tono coloquial mientras iban hacia el extremo del coche.

– ¿Los comunistas? -dijo ella volviéndose a mirarlo en lo alto de la escalera.

– Así lo creía mi tía Anna -dijo Brunetti, y añadió-: Quizá todavía lo cree. -Bajó del tren detrás de ella y fueron hacia la escalera que conducía al nivel inferior y la salida de la estación.

Había una fila de taxis. Brunetti abrió la puerta del primero y la sostuvo mientras la signorina Elettra subía. Cerró, dio la vuelta y entró por el otro lado. Dio el nombre y la dirección de la Clínica Villa Colonna al taxista, que parecía indio o pakistaní. El hombre movió la cabeza afirmativamente, como si conociera el sitio.

Ni Brunetti ni la signorina Elettra hablaron mientras el taxi se metía entre el tráfico, giraba a la izquierda delante de la estación y circulaba en dirección a lo que Brunetti suponía el Oeste. Como le había ocurrido tantas otras veces, lo asombraba la cantidad de coches que llenaban las calles, y el ruido que hacían, aun amortiguado por los cristales de las ventanillas, que estaban subidos. Los coches parecían venírseles encima desde todas las direcciones, y algunos hacían sonar el claxon, un ruido que a Brunetti siempre le había parecido agresivo. El taxista rezongaba entre dientes en una lengua que no era italiano, frenando o acelerando, según se cerrara o se abriera el espacio delante de ellos. Por más que lo intentaba, Brunetti no conseguía entender por qué la percepción de la relación entre causa y efecto que tenía él parecía diferir de la que tenía un automovilista.

Se recostó en el respaldo y contempló las interminables hileras de edificios nuevos de su izquierda, todos de poca altura, todos feos y, al parecer, todos destinados a la venta de algo.

La signorina Elettra preguntó en voz baja:

– ¿Seguimos adelante con nuestro plan?

– Creo que sí -respondió él, aunque el plan era sólo de ella: ni lo habían hecho entre los dos, ni, por supuesto, había sido idea de él-. Yo seré el hombre obsequioso, dispuesto a todo con tal de hacer feliz a su pareja.

– Y yo tendré un papel muy interesante.

Antes de que él pudiera responder, el taxi frenó bruscamente, proyectándolos hacia adelante y obligándolos a apoyar las manos en los asientos de enfrente, para no caer. El taxista juró, golpeó varias veces el cuadro con el puño y siguió refunfuñando. Delante de ellos había un camión de caja cuadrada, con las luces del freno encendidas. Mientras ellos lo miraban, de debajo del camión empezaron a salir gases negros. A los pocos segundos, el taxi estaba envuelto en una nube oscura y el interior se llenó del olor acre del aceite quemado.

– ¿Va a explotar ese camión? -preguntó Brunetti al taxista, sin detenerse a pensar cómo podía el hombre saber tal cosa.

– No, señor.

Más tranquilo, Brunetti se apoyó en el respaldo y miró a la signorina Elettra, que se tapaba la boca y la nariz con la mano.

Brunetti fue a sacar el pañuelo para dárselo cuando el taxi, con una fuerte sacudida, arrancó y sorteó al camión. Ahora avanzaban a una velocidad que los comprimía contra el respaldo. Cuando Brunetti se volvió a mirar por la luneta trasera, ya habían perdido de vista al camión.

– ¡Dios mío! -dijo la signorina Elettra-. ¿Cómo puede vivir así la gente?

– No tengo ni idea -respondió Brunetti. Se quedaron en silencio y, al poco rato, el taxi aminoró la marcha y entró en una avenida que describía un arco frente a un reluciente edificio de tres pisos, todo metal y vidrio.

– Doce euros cincuenta -dijo el taxista parando el coche.

Brunetti le dio un billete de diez y uno de cinco y le dijo que se quedara con el cambio.

– ¿Quiere recibo? -preguntó el taxista-. Se lo hago por el importe que quiera.

Brunetti le dio las gracias, dijo que no era necesario, se apeó y dio la vuelta al taxi para abrir la puerta a la signorina Elettra. Ella giró el cuerpo, extendió las piernas y se puso en pie, luego se colgó de su brazo y se inclinó hacia él.

– Empieza la función, comisario -dijo con una amplia sonrisa rematada con un guiño.

Las puertas automáticas se abrían a un vestíbulo que podría haber sido de una agencia de publicidad o quizá, incluso, de unos estudios de televisión. Por todas partes resplandecía el dinero. Sin estridencia, sin vulgar ostentación, pero allí estaba, en el parquet, en las miniaturas persas de las paredes y en el tresillo de piel color crema dispuesto en torno a una mesa de mármol con un centro de flores más espléndido que cualquiera de los que la signorina Elettra había encargado para la questura.

Una joven no menos bonita que las flores, aunque de colorido más discreto, estaba sentada detrás de una mesa de vidrio, en la que no se veían papeles ni bolígrafos, sólo un ordenador de pantalla plana y un teclado. A través del vidrio de la mesa, Brunetti observó que la joven tenía los pies juntos, calzados con zapatos color marrón que asomaban por los bajos de un pantalón que parecía de seda negra.

Al acercarse ellos, la joven les sonrió, revelando hoyuelos a cada lado de una boca perfecta. El pelo parecía rubio natural, aunque Brunetti había renunciado ya a pretender distinguirlo, y los ojos eran verdes, uno mínimamente más grande que el otro.

– ¿En qué puedo servirles? -preguntó, haciendo que la pregunta sonara como si ésta fuera su máxima aspiración.

– Me llamo Brunini -dijo él-. Tengo hora a las tres y media con el dottor Calamandri. Otra vez la sonrisa.

– Un momento, por favor. -La muchacha giró el cuerpo hacia un lado y pulsó varias teclas con sus dedos de uñas cortas. Esperó un segundo, volvió a mirarlos y dijo-: Tengan la bondad de sentarse ahí. El dottore les atenderá dentro de cinco minutos.

Brunetti asintió y empezó a darse la vuelta. La joven salió de detrás de su mesa y los acompañó hasta el tresillo, como si dudara de que pudieran hacer una travesía de dos metros sin ayuda.

– ¿Desean beber algo? -preguntó sin dejar que se le borrara la sonrisa.

La signorina Elettra movió negativamente la cabeza, sin molestarse en decir «gracias». Por algo era la amante consentida de un hombre rico, y estas mujeres no sonríen a sus inferiores. Ni sonríen a mujeres más jóvenes que ellas y, menos aún, estando en compañía de un hombre.

Ellos se sentaron, la joven volvió a su mesa y se puso a operar con su ordenador, cuya pantalla Brunetti no podía ver. Miró las revistas que estaban debajo de las flores: AD, Vogue, Focus. Nada tan vulgar como Gente, Oggi o Chi, la clase de revistas que uno espera poder hojear en la sala de espera del médico.

Brunetti tomó Architectural Digest pero la dejó sin abrirla, al recordar que el papel que interpretaba exigía que estuviera pendiente de su compañera. Inclinándose hacia ella preguntó:

– ¿Estás bien?

– Lo estaré en cuanto termine todo esto -dijo ella sonriéndole con esfuerzo.

Estuvieron un rato en silencio y, nuevamente, Brunetti dejó caer la mirada en las portadas de las revistas. Oyó abrirse una puerta y, al levantar la cabeza, vio a otra mujer, mayor y menos atractiva que la recepcionista, que se acercaba a ellos. Tenía el pelo castaño, que llevaba peinado con raya en medio y cortado a ras de los lóbulos de las orejas, tapándole las mejillas y, por el borde de la falda de lana gris que llevaba debajo de la bata blanca, asomaban unas piernas largas y musculosas, de mujer que juega al tenis o corre, pero no menos bonitas por ello.

Brunetti se puso en pie. Ella le tendió la mano diciendo:

– Buenas tardes, signor Brunini.

Brunetti manifestó el placer que le producía conocerla. Entonces observó el motivo de aquel peinado: una gruesa capa de maquillaje pretendía -sin conseguirlo- cubrir unas señales de acné o de otra afección cutánea. Las marcas, concentradas en la parte posterior de las mejillas, quedaban casi cubiertas por el pelo.

– Soy la dottoressa Fontana, ayudante del dottor Calamandri. Les acompañaré a su despacho.

La signorina Elettra, más segura frente a una competencia no tan potente como la que representaba la recepcionista, se permitió una sonrisa benévola. Se asió del brazo de Brunetti, dando a entender que podía necesitar su apoyo para recorrer la distancia que pudiera haber hasta el despacho del dottor Calamandri.

La dottoressa Fontana los llevó por un pasillo en el que la elegancia del vestíbulo había dado paso a la funcionalidad de una institución médica: el suelo era de mosaico gris y los cuadros de las paredes, vistas de la ciudad, en blanco y negro. Las piernas de la doctora estaban tan buenas por detrás como por delante.

La dottoressa Fontana se paró frente a una puerta a mano derecha, llamó con los nudillos y abrió. Hizo pasar a Brunetti y a la signorina Elettra, entró detrás de ellos y cerró la puerta.

Un hombre algo mayor que Brunetti estaba sentado detrás de una mesa cuya superficie no pretendía optar a otro calificativo que el de caótica. Por todas partes, montones de carpetas, papeles, catálogos, revistas, cajas de medicamentos, lápices, bolígrafos, una navaja del ejército suizo y boletines médicos abandonados como si el lector hubiera tenido que marcharse precipitadamente.

El mismo desorden se observaba en la persona del médico: por el cuello de la bata se le veía un flojo nudo de corbata y del bolsillo del pecho, que tenía bordadas sus iniciales, asomaban varios lápices y un termómetro.

Tenía un aire de perplejidad, como si no pudiera explicarse semejante desbarajuste. Aquel hombre de cara redonda que los miraba sonriendo recordó a Brunetti los médicos de su infancia, que acudían a visitar a un enfermo a cualquier hora del día o de la noche, sin escatimar tiempo ni esfuerzo a sus pacientes.

Brunetti lanzó una rápida mirada al despacho y vio los obligados títulos colgados de las paredes, vitrinas con cajas de medicamentos y el pie de una camilla de reconocimiento cubierta con una banda de papel, que asomaba por detrás de un biombo.

Calamandri se levantó e, inclinándose sobre la mesa, tendió la mano primero a la signorina Elettra y después a Brunetti, les dio las buenas tardes y señaló dos de las sillas situadas delante de la mesa. La dottoressa Fontana se sentó a la derecha, en la tercera silla.

– Aquí tengo su expediente -dijo Calamandri en tono profesional y, con un certero movimiento, extrajo una carpeta marrón de uno de los rimeros de encima de la mesa. Apartó papeles para hacer un hueco a la carpeta y la abrió. Apoyó la palma de la mano derecha, con los dedos extendidos, en el contenido y miró a sus visitantes.

– He visto los resultados de todas las exploraciones y pruebas, y creo que vale más que les diga toda la verdad. -La signorina Elettra levantó una mano y la dejó en suspenso, a medio camino de la boca-. Comprendo que no es lo que desean oír, pero es la información más objetiva que puedo darles.

La signorina Elettra exhaló un pequeño suspiro y dejó caer la mano en el regazo, junto a la otra, que apretaba el bolso. Brunetti la miró y le oprimió el antebrazo con gesto de consuelo.

Calamandri esperaba que ella dijera algo, o Brunetti, pero, en vista de que ninguno de los dos hablaba, prosiguió:

– Podría sugerirles que volvieran a hacerse las pruebas…

La signorina Elettra lo interrumpió con un violento movimiento de la cabeza.

– No. Ya basta de pruebas -dijo secamente. Miró a Brunetti y añadió, suavizando el tono-: No puedo pasar otra vez por todo eso, Guido.

Calamandri alzó una mano apaciguadora y dijo, dirigiéndose a Brunetti:

– Estoy de acuerdo con su, hmm… -al no encontrar la palabra que describiera la relación, rectificó, dirigiéndose a la signorina Elettra-: Estoy de acuerdo con usted, signora.

Ella respondió con una media sonrisa entristecida.

Mirando de Brunetti a la signorina Elettra, para dar a entender que lo que iba a decir estaba dirigido a los dos, Calamandri prosiguió:

– Los resultados de las pruebas no dejan lugar a dudas. Se las han hecho dos veces, por lo que, desde luego, de nada serviría repetirlas. -Miró los papeles que tenía delante y luego a Brunetti-. En la segunda prueba el número de espermatozoides aún es más bajo.

Brunetti pensó en bajar la cabeza avergonzado ante ese golpe a su virilidad, pero resistió la tentación y sostuvo la mirada del doctor, aunque con nerviosismo.

Calamandri dijo entonces a la signorina Elettra:

– No sé lo que le habrán dicho los otros médicos, signora, pero por lo que veo aquí yo diría que no hay posibilidad de fecundación. -Pasó una hoja, miró un momento lo que Rizzardi y su amigo del laboratorio habían inventado y preguntó-: ¿Cuántos años tenía cuando ocurrió esto?

– Dieciocho -respondió ella mirándole a los ojos.

– Si me permite la pregunta, ¿por qué esperó tanto para hacerse tratar esa infección? -dijo el médico, procurando hablar sin reproche.

– Yo era muy joven entonces -respondió ella encogiéndose de hombros ligeramente, como para distanciarse de aquella jovencita.

Calamandri no dijo nada, y al fin su silencio la obligó a justificarse:

– Creí que era otra cosa, una infección de la vejiga o algo por el estilo, uno de esos hongos que pilla una. -Se volvió hacia Brunetti y le oprimió la mano-. Cuando fui al médico, la infección se había extendido.

Brunetti procuraba mirarla a la cara como si ella estuviera recitando un soneto o cantando una nana al hijo que no podría tener, en lugar de referirse a un episodio de enfermedad venérea. Esperaba que Calamandri hubiera acumulado experiencia suficiente para reconocer a un hombre idiotizado por el amor. O la libido. Brunetti había visto bastantes casos de unos y de otros para saber que las señales eran idénticas.

– ¿Le dijeron entonces qué consecuencias podía tener la infección, signora? -preguntó Calamandri-. ¿Que probablemente no podría tener hijos?

– Ya se lo he dicho -respondió ella, incómoda e impaciente-. Yo era más joven. -Meneó la cabeza varias veces y retiró la mano que asía la de Brunetti, para enjugarse los ojos. Luego miró a Brunetti y dijo con vehemencia, como si en el despacho no hubiera nadie más que ellos dos-: Eso fue antes de conocerte, caro, antes de desear un hijo. Un hijo nuestro.

– Comprendo -dijo el doctor cerrando la carpeta. Juntó las manos con gesto lúgubre y las puso encima del expediente. Mirando a su colega, preguntó-: ¿Tiene algo que añadir a lo dicho, dottoressa?

La mujer inclinó el cuerpo para hablar a Brunetti, que estaba al otro lado de la signorina Elettra.

– Antes de ver el expediente, había pensado en la posibilidad de la fecundación asistida, pero después de examinar las radiografías y leer el dictamen de los médicos del Ospedale Civile, no me parece viable.

La signorina Elettra saltó:

– Yo no tengo la culpa.

Como si no la hubiera oído, la dottoressa Fontana prosiguió, dirigiéndose ahora a su colega:

– Como usted ha dicho, dottore, el número de espermatozoides es muy bajo, por lo que no creo que una fecundación natural pudiera prosperar, independientemente del estado de la signora. -Miró a la signorina Elettra y dijo con frialdad-: Somos médicos, signora. No culpamos a las personas. Simplemente, las tratamos.

– ¿Y eso qué significa? -preguntó Brunetti antes de que la signorina Elettra pudiera decir algo.

– Me temo que eso significa que no podemos ayudarles -dijo Calamandri, apretando ligeramente los labios.

– Pues no es eso lo que me han dicho -estalló Brunetti.

– ¿Quién, signore? -preguntó Calamandri.

– Mi médico de Venecia. Dice que hacen ustedes milagros.

Calamandri sonrió moviendo la cabeza negativamente.

– Lo lamento, signor Brunini, pero sólo il Signore hacía milagros. Y hasta Él necesitaba tener algo con qué obrarlos: panes y peces, o agua, en las bodas. -Miró a la pareja y observó que el símil, que Brunetti había admitido con un gesto de asentimiento, a ella se le había escapado.

– El dinero no importa -dijo Brunetti-. Tiene que haber algo que ustedes puedan hacer.

– Me temo que lo único que yo puedo hacer, signore -dijo Calamandri con una elocuente mirada al reloj-, es sugerirles que usted y su esposa consideren la vía de la adopción. El proceso es largo y nada fácil, pero, en sus circunstancias, me parece la única posibilidad.

¿Cómo lo habría hecho para ponerse colorada?, se preguntaba Brunetti. ¿Cómo había conseguido la signorina Elettra que toda la cara, incluidas las orejas, se le pusiera como un tomate, y durante un buen rato, mientras bajaba la mirada y abría y cerraba la boquilla del bolso?

– No estamos casados -dijo Brunetti, para poner fin al silencio, algo que ninguna de las otras personas presentes parecía querer, o poder, hacer-. Estoy separado de mi esposa, es decir, no legalmente. Y Elettra y yo llevamos juntos más de un año. -Su esposa, la alegría de su vida, estaba en Venecia y él en Verona, por lo que podía afirmar sin faltar a la verdad que estaban separados. No separados judicialmente, desde luego, y quisiera Dios que tal posibilidad siguiera siendo siempre tan absurda como en este momento. Por otra parte, hacía diez años que la signorina Elettra trabajaba en la questura, por lo que, en efecto, llevaban juntos más de un año. De manera que, dentro del engaño, sus declaraciones eran literalmente ciertas.

Miró por el rabillo del ojo a la signorina Elettra y vio que seguía con los ojos fijos en el regazo, pero ahora tenía las manos quietas y la cara mortalmente pálida.

– Por consiguiente -dijo volviéndose hacia Calamandri-, ya ve que hemos de descartar la adopción. Por eso esperábamos poder tener un hijo. Quiero decir un hijo que fuera de los dos.

Al cabo de un largo momento, Calamandri dijo:

– Comprendo. -Dio una palmada a la carpeta y la deslizó hacia la derecha. Miró a la dottoressa Fontana, que parecía no tener nada que decir, y se levantó. La dottoressa lo imitó, al igual que Brunetti. La signorina Elettra seguía sentada, y Brunetti se inclinó y le puso una mano en el hombro.

– Vamos, cara. Aquí ya nada podemos hacer.

Ella lo miró con lágrimas en los ojos y dijo con voz suplicante:

– Pero tú decías que tendríamos un niño. Decías que harías cualquier cosa.

Brunetti se arrodilló, apoyó en su hombro la llorosa cara de ella y le dijo en voz baja, aunque no tanto como para que los otros dos no pudieran oírle:

– Te lo prometí, sí. Y te lo prometo por la vida de mi madre. Haré cualquier cosa. -Miró a Calamandri y a Fontana, pero ellos ya salían del despacho.

Cuando los médicos cerraron la puerta, Brunetti ayudó a levantarse a la signorina Elettra y le rodeó los hombros con el brazo.

– Ven, Elettra. Vámonos a casa. Aquí no pueden hacer nada por nosotros.

– ¿Pero tú me prometes, me prometes que harás algo? -suplicó ella.

– Cualquier cosa -repitió Brunetti y llevó hacia la puerta a la desconsolada mujer.