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Siguieron representando su papel hasta que estuvieron en el tren de regreso a Venecia, sentados frente a frente en el coche de primera clase, casi vacío, del Eurocity de Milán. No habían hablado mientras esperaban el taxi que había pedido la recepcionista ni tampoco en el taxi. Pero en el tren, donde ya no había posibilidad de que fueran descubiertos, la signorina Elettra se recostó en la butaca exhalando un hondo suspiro. Brunetti creyó ver cómo su verdadera personalidad volvía a tomar posesión, aunque, no estando seguro de cuál era esa personalidad, tampoco podía afirmar que la metamorfosis se hubiera producido realmente.
– ¿Y bien? -preguntó Brunetti.
– Un momento, por favor -dijo ella-. Aún estoy exhausta, después de tantas lágrimas.
– ¿Cómo lo hace? -preguntó Brunetti.
– ¿El qué? ¿Llorar?
– Sí. -En más de una década, sólo la había visto llorar una vez, y fue de verdad. Muchas de las consecuencias de las miserias humanas que se descubrían en la questura, podrían hacer llorar a las piedras, pero ella siempre había conseguido distanciarse con profesionalidad, incluso en casos que habían conmovido hasta al impávido y nada imaginativo Alvise.
– He pensado en los masegni -dijo ella con una pequeña sonrisa.
La signorina Elettra había hecho más de una observación original en el pasado, pero él no estaba preparado para oír que fuera capaz de llorar al pensar en las losetas del pavimento.
– ¿Cómo? -preguntó olvidando momentáneamente al dottor Calamandri-. ¿Por qué la hacen llorar los masegni?
– Porque soy veneciana -respondió ella, lo que no daba ninguna pista.
En aquel momento, pasó el revisor y, cuando el hombre se alejaba, después de tacharles los billetes, Brunetti dijo:
– ¿Me lo explica?
– Han desaparecido. ¿Es que no se ha dado cuenta?
¿Cómo podían haber desaparecido las losetas?, se preguntó Brunetti. ¿Y adónde habrían ido a parar? Quizá la tensión de la última hora la había…
– Cuando cambiaron el pavimento de las calles -prosiguió ella, sin darle tiempo a completar el pensamiento-, cuando elevaron las aceras para ponerlas por encima del nivel del acqua alta -agregó, arqueando las cejas ante la futilidad del intento-, quitaron todos los masegni que llevaban allí siglos.
Brunetti recordó entonces los meses durante los que había observado a brigadas de obreros levantar el pavimento de campi y calli, tender o sustituir tuberías y cables y luego tapar las zanjas.
– ¿Y qué han puesto en su lugar? -inquirió ella.
El comisario siempre había procurado desincentivar el empleo de preguntas retóricas por el procedimiento de no darles respuesta, por lo que ahora guardó silencio.
– Han puesto losetas hechas a máquina, perfectamente rectangulares, cada una, ejemplo fehaciente de la simetría de cuatro ángulos rectos.
Brunetti recordó entonces que le había llamado la atención el buen encaje de las nuevas losetas, a diferencia de las anteriores, de cantos desiguales y superficie irregular.
– ¿Y adónde han ido a parar las viejas, me lo puede decir? -preguntó ella, levantando el índice de la mano derecha en ritual ademán de interrogación. Como Brunetti tampoco respondía, prosiguió-: Unos amigos las han visto en un descampado de Marghera, bien apiladas. -Y agregó, con una sonrisa-: Ataditas con alambre, listas para el transporte. Hasta las fotografiaron. Y se dice que las han puesto en una piazza del Japón.
– ¿Del Japón? -preguntó Brunetti sin disimular la extrañeza.
– Eso es lo que se dice, comisario. Pero, como yo personalmente no he visto las losetas sino sólo las fotos, supongo que podría tratarse de una leyenda urbana. Y no hay pruebas, es decir, aparte del hecho de que, cuando empezaron las obras, había miles de ellas, losetas hechas hace siglos, y la mayoría ya no están. Por lo que, a no ser que decidieran convertirse en lemmings y arrojarse todas a la laguna de noche sin ser vistas, alguien se las ha llevado y no las ha devuelto.
Brunetti trataba de calcular el volumen de material. Debía de haber barcos, camiones, hectáreas de losetas. Eran muchas como para que pudieran esconderse, y el transporte tenía que salir muy caro. ¿Quién iba a organizar algo así? ¿Y con qué objeto?
Casi como si lo hubiera preguntado en voz alta, ella dijo:
– Para venderlas, comisario. Levantarlas y retirarlas a cargo de la ciudad y luego venderlas: losetas de roca volcánica, hechas a mano siglos atrás. Para eso. -Cuando Brunetti pensaba que ya había terminado, ella añadió-: Los franceses y los austríacos nos invadieron y saquearon a mansalva, bien lo sabe Dios, pero ellos, por lo menos, nos dejaron las losetas. Sólo de pensarlo me dan ganas de llorar.
«Lo mismo que a cualquier veneciano», comprendió entonces Brunetti. Se puso a pensar en quién podía haber organizado el plan y qué complicidades habría precisado para ponerlo en práctica, y no le gustó ninguna de las posibilidades que se le ocurrían. Entonces, de pronto, recordó una expresión que solía utilizar su madre al hablar de los napolitanos que, decía, «son capaces de robarte los zapatos mientras andas». Pues aún más listos eran algunos venecianos, que podían robarte las losetas de debajo de los pies.
– En cuanto al dottor Calamandri -dijo ella, atrayendo la errante atención de Brunetti-, parece un médico entregado a su trabajo y deseoso de ser escrupulosamente sincero con sus pacientes. Por lo menos en este caso, se ha esforzado por disipar falsas ilusiones y expectativas infundadas. -Hizo una pausa, para dejar que sus palabras calaran, antes de preguntar-: ¿Usted qué dice, comisario?
– Lo mismo, poco más o menos. Habría podido recomendar que se repitieran las pruebas. En la clínica. En su laboratorio.
– Y no lo ha hecho -convino ella-. Lo que indica que es honrado.
– O quiere parecerlo -apuntó Brunetti.
– Me ha quitado las palabras de la boca -dijo ella con una sonrisa. El tren iba aminorando velocidad y, a poco, entraba en la estación de Mestre. A su izquierda, la gente iba y venía por el andén y entraba y salía de un McDonald's. Ellos contemplaban el movimiento u observaban a los pasajeros del tren que estaba parado a su derecha hasta que se cerraron las puertas y volvieron a ponerse en marcha.
En una charla casual, comentaron los fríos modales de la dottoressa Fontana y convinieron en que ahora sólo cabía esperar a que Brunini recibiera la llamada de alguien que dijera que colaboraba con la clínica. Si nadie llamaba, quizá valiera la pena volver a hablar con Pedrolli o con su mujer, a ver si estaban más comunicativos, o, quizá, la signorina Elettra encontrara la manera de introducirse en el dossier de la investigación que tenían en curso los carabinieri.
Minutos después, aparecían por la derecha las chimeneas de Marghera, y Brunetti se preguntó cuál sería el comentario que la signorina Elettra haría hoy sobre ellas. Pero, al parecer, ella había agotado su cupo de indignación en los masegni, porque permaneció en silencio, y el tren no tardó en entrar en Santa Lucia.
Cuando se dirigían a la salida, Brunetti levantó la mirada hacia el reloj de la estación y vio que eran las seis y trece. Podría tomar el Uno de las seis y dieciséis, ya que, por un mecanismo de la memoria análogo al que permite al bebé pingüino reconocer la imagen de la madre, Brunetti sabía, desde hacía más de una generación, que el Uno salía de delante de la estación cada diez minutos, a partir de seis minutos después de cada hora.
– Me parece que iré andando -dijo ella cuando empezaban a bajar la escalera, sorteando a la gente que se dirigía apresuradamente a sus trenes. Ninguno de ellos mencionó la posibilidad, ni la obligación, de volver a la questura.
Al pie de la escalera, se detuvieron, y ella se dispuso a ir hacia la izquierda y él hacia el embarcadero de la derecha.
– Gracias -dijo Brunetti, sonriendo.
– No hay de qué darlas, comisario. Es mucho mejor eso que pasarse la tarde trabajando en las proyecciones de personal para el mes próximo. -Ella levantó una mano en gesto de saludo y se alejó con el río de gente que salía de la estación. Él la siguió con la mirada un momento, pero, oyendo el tableteo del vaporetto que se acercaba al embarcadero marcha atrás, rápidamente, se encaminó hacia el barco y el hogar.
– Llegas temprano -gritó Paola desde la sala cuando él entró en el apartamento. Lo dijo como si su inesperada llegada fuera lo más agradable que le había ocurrido en bastante tiempo.
– He tenido que salir de la ciudad para ir a ver a alguien, y he regresado tan tarde que ya no merecía la pena volver al despacho -respondió él mientras colgaba la chaqueta. Prefería no dar explicaciones acerca de este viaje. Si ella preguntaba, se lo contaría, pero no había motivo para atosigarla con los detalles de su trabajo. Se aflojó el nudo de la corbata. ¿Por qué seguían los hombres usando esta prenda? Peor aún: ¿por qué él se sentía desnudo sin corbata?
Entró en la sala y, tal como esperaba, encontró a su mujer echada en el sofá con un libro abierto sobre el pecho. Se acercó, se inclinó ligeramente y le oprimió un pie.
– Hace veinte años, te habrías agachado para darme un beso -dijo ella.
– Hace veinte años, no me dolía la espalda al agacharme -respondió él, que entonces se agachó y la besó. Al enderezarse, se llevó una mano a los riñones con gesto melodramático de hombre acabado y se fue a la cocina tambaleándose.
– Sólo el vino puede aliviarme -jadeó.
En la cocina, le salió al encuentro la mezcla de aromas de pasta caliente y de algo dulce y picante a la vez. Sin el menor esfuerzo ni lamento, se agachó para atisbar a través del cristal del horno y vio la fuente honda de pyrex que Paola solía usar para las crespelle: esta vez con achicoria y lo que parecían pimientos amarillos: de ahí los dos aromas.
Abrió el frigorífico y buscó con la mirada. No; había refrescado y le apetecía más un tinto. Bajó del armario una botella de un tal Masetto Nero y examinó la etiqueta, preguntándose de dónde habría venido.
Fue a la puerta de la sala.
– ¿Qué es Masetto Nero y de dónde ha salido?
– Es de un viñedo llamado Endrizzi. Nos lo envió mi padre -dijo ella sin levantar la mirada de la página.
La explicación dejó a Brunetti algo confuso: era difícil adivinar la cuantía del «envío» siendo el remitente el conte Orazio Falier. ¿Había enviado el barco con una docena de cajas? ¿Había enviado a un empleado con una única botella para que la probaran? ¿Había comprado el viñedo y les había enviado varias botellas, para saber su opinión?
Brunetti volvió a la cocina y destapó el vino. Olió el tapón, a pesar de que aún no sabía a qué se suponía que tenía que oler. Olía a corcho de botella de vino, como la mayoría. Sirvió dos copas y las llevó a la sala.
Dejó la copa de Paola en la mesa y se sentó en el espacio que ella dejó libre encogiendo las piernas. Bebió un sorbo y pensó que no estaría mal que el conde hubiera comprado el viñedo.
– ¿Qué lees? -preguntó al ver que ella volvía al libro, a pesar de que ahora tenía la copa en la otra mano y parecía complacida con lo que degustaba.
– A Lucas.
Ella, en tantos años, nunca se había permitido referirse a su adorado Henry James más que por su nombre completo, como tampoco Jane Austen había sido objeto de la afrenta de una familiaridad no consentida.
– ¿Lucas qué?
– Lucas Evangelista.
– ¿Del Nuevo Testamento? -preguntó él, a pesar de que no se le ocurría qué otra cosa podía haber escrito Lucas.
– Precisamente.
– ¿Qué parte?
– Eso de hacer por el prójimo lo que te gustaría que el prójimo hiciera por ti.
– ¿Significa eso que la otra botella la traerás tú?
Paola dejó caer el libro sobre el pecho, un tanto teatralmente, según pensó él. Tomó un sorbo de vino y alzó las cejas en señal de aprobación.
– Delicioso, pero me parece que hasta la cena bastará una botella, Guido. -Volvió a beber.
– Sí. Bueno, ¿eh?
Ella asintió y tomó otro sorbo.
Al cabo de un momento, intrigado porque una persona como Paola estuviera leyendo a Lucas, preguntó:
– ¿Y qué reflexiones en concreto te ha inspirado ese texto?
– Me encanta ese sarcasmo que gastas a veces para sonsacarme -dijo ella dejando la copa en la mesa. Cerró el libro y lo puso al lado de la copa-. Hoy he estado hablando con Marina Canziani. Me he tropezado con ella en la Marciana.
– ¿Y?
– Me ha hablado de su tía, la que la crió a ella.
– ¿Sí?
– Dice que últimamente la tía, que tiene unos noventa años, ha dado un bajón. Es lo que les ocurre a algunas personas muy mayores, que hoy están perfectamente y, al cabo de dos semanas, las encuentras hechas una ruina.
La tía de Marina -si mal no recordaba Brunetti, se llamaba Italia o algo así de ciclópeo- había sido una presencia constante en la vida de su amiga desde que Brunetti y Paola la habían conocido, hacía ya décadas. La tía se hizo cargo de la pequeña Marina cuando los padres murieron en un accidente de carretera, la educó con inflexible rigor, la envió a la universidad y se preocupó de su formación, pero, mientras Marina estuvo bajo su tutela, la tía nunca le hizo ni la más mínima demostración de afecto. Había sido una buena administradora de la herencia de Marina convirtiéndola en una mujer muy rica y se había opuesto resueltamente al matrimonio que había hecho de Marina una mujer feliz.
No llegaba más información. Brunetti pensaba en la tía de Marina y saboreaba el vino. Finalmente, dijo:
– No veo qué puede tener que ver San Lucas. Paola sonrió enseñando demasiados dientes, o así le pareció a él.
– La tía ha pedido a Marina que se la lleve a vivir con ellos, a su casa. Se ha ofrecido a pagarle una mensualidad y el sueldo de alguien que la atienda día y noche.
– ¿Y Marina? -preguntó Brunetti.
– Le ha dicho que le buscará a una badante para que la cuide en su propia casa, o una buena residencia particular en el Lido.
Brunetti seguía sin ver la relación con el Evangelio.
– ¿Y qué? -insistió.
– Pues se me ha ocurrido que tal vez lo que hacía Cristo venía a ser como un buen asesoramiento de inversiones. Quiero decir que lo de hacer siempre el bien al prójimo quizá no deberíamos interpretarlo como una especie de imperativo moral, sino más bien como una observación sobre lo que puede ocurrir si dejamos de hacerlo. La caridad, digamos, es una buena inversión porque el prójimo nos paga en la misma moneda.
– ¿Y la tía de Marina hizo una mala inversión?
– Exactamente.
Él se inclinó hacia adelante para dejar la copa en la mesa.
– Interesante interpretación -dijo-. ¿De estas cosas habláis los intelectuales durante el trabajo?
Ella tomó la copa, apuró el vino y dijo:
– Cuando no estamos demostrando nuestra superioridad a los alumnos.
– Eso no requiere demostración, diría yo -dijo Brunetti-. ¿Qué hay después de las crespelle?
– Coniglio in umido -dijo ella, y entonces preguntó a su vez-: ¿Por qué siempre das por descontado que yo no tengo nada mejor que hacer con mi tiempo que preparar la cena? Soy profesora universitaria, ¿sabes?, tengo mi trabajo. Tengo una vida profesional.
Él atrapó la frase al vuelo y la continuó:
– … y no tengo por qué verme relegada a la condición de esclava de los fogones por un marido machista que se ha creído que mi tarea es cocinar y la suya traer a casa a cuestas a la bestia cazada -dijo él, fue a la cocina y volvió con la botella.
Sirvió un poco de vino en la copa de ella, llenó la suya y se sentó otra vez al lado de los pies de Paola. Levantó la copa hacia ella y tomó otro sorbo.
– Fabuloso, realmente. ¿Cuánto nos ha enviado?
– Tres cajas, y no has contestado mi pregunta.
– Es que aún no sé si tengo que tomarla muy en serio. Considerando que das cuatro horas de clase a la semana y dedicas aún menos tiempo a hablar con los alumnos, no me remuerde la conciencia por la diferencia de horas que pasamos en la cocina. -Ella fue a hablar, pero él prosiguió-: Y, si me dices que tienes que leer mucho, yo te contesto que, si no pudieras pasar todo el tiempo libre leyendo, probablemente, te volverías loca. -Tomó un buen trago de vino y le oprimió suavemente un pie.
Ella sonrió y dijo:
– Ahí acaba mi intento de legítima protesta.
Él cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo del sofá.
– Bueno, dejémoslo en simple protesta -concedió ella al cabo de un rato.
Él dejó pasar un rato aún más largo y dijo, sin abrir los ojos:
– Hoy he ido a esa clínica de Verona.
– ¿La de fertilidad?
– Sí.
Como pasaba el tiempo sin que ella dijera algo, él abrió los ojos y la miró:
– ¿Qué hay? -preguntó intuyendo que ella tenía algo que decir.
– Me da la impresión de que no puedo abrir una revista ni un diario sin tropezarme con un artículo que hable de la superpoblación del planeta -empezó Paola-. Seis mil millones, siete, ocho, la amenaza de la explosión demográfica y la falta de recursos naturales para todos. Y, al mismo tiempo, la gente va a clínicas de fertilidad…
– ¿Para aumentar la población? -preguntó él.
– No -respondió ella rápidamente-. Nada de eso. Para satisfacer un instinto humano.
– ¿No una necesidad? -preguntó él.
– Guido -dijo ella, imprimiendo cansancio en la voz-, no es la primera vez que tratamos de definir lo que es la «necesidad». Ya sabes lo que yo creo que es: únicamente aquello que, si no lo satisfaces con alimento o con agua, mueres.
– Y yo sigo pensando que es algo más: que es todo lo que nos hace diferentes de los otros animales.
Él la vio mover la cabeza de arriba abajo, pero entonces ella dijo:
– No quiero seguir hablando ahora de eso. Además, sé que, aunque me apabulles con tu lógica y tu sentido común, y aunque pases al terreno personal y hables de nuestros hijos, no conseguirás que reconozca que tener hijos es una necesidad. De manera que vamos a dejarlo, y a no malgastar tiempo y energía, ¿de acuerdo?
Él se inclinó hacia adelante para asir la botella» pero cambió de idea y volvió dejarla en la mesa.
– He ido a Verona con la signorina Elettra -dijo, sorprendiéndose a sí mismo con la revelación-. Nos hemos hecho pasar por una pareja ansiosa de tener un hijo. Quería ver si la clínica está implicada en esas adopciones.
– ¿Se lo han creído? ¿En la clínica? -preguntó ella, aunque para Brunetti lo importante era si la clínica realmente estaba involucrada en las adopciones ilegales.
– Creo que sí -respondió él y consideró preferible no tratar de explicar por qué.
Paola puso los pies en el suelo y se sentó. Dejó la copa en la mesa, se volvió hacia Brunetti y retiró un largo pelo negro de la pechera de la camisa de su marido. Dejó caer el pelo a la alfombra, se levantó y, sin decir nada, se fue a la cocina a acabar de hacer la cena.