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CAPÍTULO 16

A medida que pasaban los días, el caso Pedrolli y, en menor medida, los casos de las adopciones ilegales de las otras ciudades, fueron desapareciendo de los medios. Brunetti seguía interesándose por ellos de un modo semioficial. Vianello encontró la transcripción de la conversación que Brunetti había mantenido con la mujer que vivía cerca de Rialto. Cuando el inspector fue a verla, ella no pudo añadir nada a lo dicho, salvo que la mujer que hablaba por teléfono llevaba gafas. El apartamento de enfrente, donde se había alojado la embarazada, resultó ser propiedad de un hombre de Turín que lo alquilaba por semanas o por meses. Cuando fue interrogado, el administrador sólo encontró la indicación de que un tal signor Giulio D'Alessio, que no dio dirección y pagó en efectivo, había alquilado el apartamento durante el período en que la joven había estado allí. No; el administrador no recordaba al signor Rossi. La pista, si realmente era una pista, acababa allí.

Marvilli no devolvía las llamadas que Brunetti hacía a su despacho, y los otros contactos que el comisario tenía entre los carabinieri no le habían dado más información que la facilitada a la prensa: los niños estaban bajo la tutela de los servicios sociales y la investigación seguía su curso. Brunetti averiguó, sí, que la víspera de la redada los carabinieri habían enviado un fax a la questura, informando a la policía de Venecia de la operación y dando el nombre y dirección de Pedrolli. La falta de respuesta fue interpretada como conformidad. A petición de Brunetti, los carabinieri le enviaron copia del fax y de la confirmación de su transmisión al número de la questura.

Todo ello se hacía constar en los informes de Brunetti al vicequestore con la indicación de que los intentos de localizar el fax extraviado habían resultado infructuosos. En respuesta, Patta sugirió que Brunetti volviera a sus otros casos y que dejara el del dottor Pedrolli para los carabinieri.

Brunetti no comprendía el aparente desinterés de los medios por el tema: le parecía natural que se tendiera el velo del silencio oficial o burocrático por lo que respectaba a los niños, y no se revelaran sus nombres ni su paradero, pero los padres y los esfuerzos que habían hecho para adoptarlos, forzosamente tenían que interesar a lectores y telespectadores. En un país en el que la presencia de un niño en un caso criminal, como víctima de asesinato, como superviviente de un intento o, mejor aún, como autor, le aseguraba la permanencia en los medios durante días y hasta semanas, era curioso que aquellas personas hubieran desaparecido tan pronto de la actualidad.

Años después de su arresto por el asesinato de su hijo, bastaba una entrevista con «la madre de Cogne» -o, incluso un simple artículo sobre ella- para hacer subir el número de telespectadores o de lectores. * Hasta una ucraniana que arrojó a su hijo recién nacido a un contenedor generó titulares durante tres días. Pero la prensa local se desentendió de Pedrolli a los dos días, y sólo La Repubblica siguió informando durante tres días más, hasta que se produjo la muerte de un joven carabiniere, contra el que disparó un asesino convicto que había salido con un permiso de fin de semana. Pero era precisamente la rapidez con que el caso Pedrolli desapareció de Il Gazzettino y La Nuova lo que excitaba la curiosidad de Brunetti, por lo que, a la segunda mañana en la que no se mencionaba el caso en los periódicos, el comisario llamó a su amigo Pelusso al despacho. El periodista le explicó que en Il Gazzettino corría el rumor de que la historia no había sido del agrado de cierta persona y se había retirado.

Brunetti, asiduo lector de este periódico, sabía quiénes eran sus principales anunciantes, y la signorina Elettra había averiguado que la signora Marcolini llevaba la rama de sanitarios de la industria familiar, por lo que Brunetti observó:

– Decir baño es decir Marcolini.

– Exacto -convino Pelusso, pero agregó rápidamente, como impulsado por un resto de respeto por la precisión que había sobrevivido a décadas de oficio periodístico-: Él sería el primer interesado, a causa de la hija, pero aquí nadie ha mencionado su nombre explícitamente.

– ¿Y crees que es necesario mencionarlo? -preguntó Brunetti-. Después de todo, como tú dices, ella es su hija, y esta clase de publicidad no hace bien a nadie.

– No estés tan seguro, Guido -respondió el periodista-. Los carabinieri asaltaron la casa, el marido quizá aún esté en el hospital, y les han quitado al niño: esto les valdrá a ambos la simpatía del público, sin que importe cómo consiguieran al niño.

Esto ofrecía a Brunetti una posibilidad interesante.

– Entonces, ¿los carabinieri? -preguntó.

– ¿Por qué iban ellos a tapar el caso?

– Pues, en primer lugar, porque los presenta con un aspecto poco agradable o, quizá, para hacer creer a quienes sospechan que estén detrás de todo esto, que ha pasado el peligro y pueden salir del agujero -sugirió Brunetti. Como Pelusso no decía nada, el comisario prosiguió, hilvanando ideas mientras hablaba-: Si hay una trama, el que mueve los hilos ha de conocer a personas que deseen niños aunque sea a cambio de dinero y a futuras madres que estén dispuestas a renunciar a sus hijos al dar a luz.

– Evidente.

– Pero la transacción no puede programarse a voluntad, ¿verdad? -preguntó Brunetti-. La que va a tener un hijo, tendrá el hijo cuando le toque, no cuando el intermediario se lo diga.

– Y si en esto hay tanto dinero como he oído decir que hay -continuó Pelusso lentamente, agregando su razonamiento al de Brunetti-, llegado el momento, tendrá que ponerse en contacto con los compradores.

Brunetti, súbitamente alerta, preguntó:

– ¿Oyes hablar mucho de eso?

– Yo creo que hay en ello buena parte de leyenda urbana -respondió Pelusso-. Como en eso de los chinos, que dice la gente que no se mueren porque nunca hay entierros. Pero sí, mucha gente habla del negocio de la compraventa de niños.

– ¿Has oído mencionar un precio? -preguntó Brunetti, confiando en que Pelusso no le preguntara a él por qué la policía no tenía ya esta información.

Siguió una pausa más bien larga, como si Pelusso estuviera pensando lo mismo, pero cuando habló fue sólo para responder a la pregunta de Brunetti.

– No, nada concreto. He oído rumores, pero, como te he dicho, Guido, la gente habla de eso como de tantas otras cosas: «Lo sé de buena tinta.» «Tengo un amigo que está enterado.» «Mi vecina tiene una prima que tiene una amiga que…» No hay manera de saber si nos dicen la verdad.

Brunetti estuvo a punto de decir que esta incertidumbre era un fenómeno universal y que no se limitaba a la experiencia periodística de Pelusso. Brunetti no sabía si los italianos eran más crédulos que otros pueblos o si, simplemente, estaban peor informados. Había oído hablar de países en los que existía una prensa independiente que informaba con exactitud y en los que la televisión no estaba controlada por un solo hombre: su misma esposa estaba convencida de la existencia de tales portentos.

La voz de Pelusso le hizo volver de sus divagaciones.

– ¿Alguna cosa más? -preguntó el periodista.

– Sí; si consigues enterarte de quién podría querer que dejara de hablarse del caso, te agradeceré que me llames -dijo Brunetti.

– Te tendré al corriente -respondió Pelusso, y colgó.

Al colgar el teléfono, Brunetti se puso a pensar, sin saber por qué oscuras asociaciones de ideas, en unas poesías que Paola le había leído años atrás. Las había escrito un poeta isabelino con motivo de la muerte de sus dos hijos, un niño y una niña. Brunetti recordaba la indignación de su esposa porque el poeta estaba mucho más afligido por la muerte del hijo que por la de la hija, pero en este momento Brunetti sólo recordaba el deseo de aquel hombre destrozado que ansiaba «perder ahora todo el padre que había en mí». ¿Cuán hondo había de ser el sufrimiento de un hombre, para hacerle desear no haber sido padre? Él tenía dos amigos que habían visto morir a un hijo, y ninguno de ellos había conseguido superar el dolor. Haciendo un esfuerzo, desvió la atención hacia las personas que podían facilitarle información acerca de este negocio de recién nacidos, y recordó su infructuosa visita al Ufficio Anagrafe.

Brunetti decidió llamarles y, en cuestión de minutos, tuvo la información que deseaba: un hombre y una mujer se personaban en la oficina, firmaban la declaración de que el hombre era el padre, y aquí se acababan los trámites. Desde luego, tenían que presentar los documentos de identidad y el certificado de nacimiento. Incluso, si lo deseaban, podían cumplimentar la diligencia en el mismo hospital, donde existía una delegación de la oficina del Registro.

Brunetti acababa de susurrar las palabras «Licencia para robar», cuando Vianello entró en el despacho sin llamar.

– Abajo se ha recibido una llamada -dijo sin preámbulos el inspector-. Han forzado la puerta de una farmacia de campo Sant'Angelo.

– ¿Es uno de tus farmacéuticos? -preguntó Brunetti con franco interés.

Vianello asintió y, antes de que el comisario pudiera hacer otra pregunta, dijo:

– Aún estamos repasando sus cuentas bancarias.

– ¿Han forzado la puerta y qué más han hecho? -preguntó Brunetti, diciéndose si no sería un intento de destruir pruebas o echar tierra a los ojos de quien pudiera estar investigando.

– La mujer que ha llamado ha dicho que, al ver la puerta, ni siquiera ha entrado y nos ha llamado enseguida.

– ¿Y no ha dicho qué ha ocurrido? -preguntó Brunetti sin disimular del todo la impaciencia.

– No. He dicho a Foa que nos lleve. La lancha espera. -Al ver que el comisario no se movía, Vianello añadió-: Creo que debemos ir. Antes de que alguien se nos adelante.

– ¿No te parece una coincidencia interesante? -preguntó Brunetti.

– No sé lo que será, pero dudo mucho que alguno de nosotros piense que es una coincidencia -respondió Vianello.

Brunetti miró su reloj y vio que eran casi las diez.

– ¿Por qué la mujer no ha llegado hasta ahora? ¿No deberían haber abierto hace una hora?

– No lo ha explicado o, por lo menos, Riverre no me lo ha dicho. Sólo, que la mujer había llamado para denunciar que habían forzado la puerta.

En respuesta a la creciente impaciencia que se percibía en la voz de Vianello, Brunetti se levantó y se reunió con él en la puerta.

– Está bien. Vamos a echar un vistazo.

Siguiendo la vía más rápida, Foa se metió por Río San Maurizio hasta campo Sant'Angelo. Desembarcaron y cruzaron el campo en dirección a la farmacia. La luz natural iluminaba los carteles expuestos en los dos escaparates. Las luces eléctricas del interior estaban apagadas. La mirada de Brunetti se posó en un par de esbeltos y bronceados muslos femeninos que se ofrecían a la vista del transeúnte en prueba de la facilidad con que podías librarte de la celulitis en una semana. Al otro lado, una pareja de pelo blanco se miraban a los ojos con ternura, cogidos de la mano en una esplendorosa playa tropical. A sus pies, sobre la blanca arena, una caja de un medicamento contra la artritis.

– ¿Es la única entrada? -preguntó Brunetti señalando la intacta puerta vidriera situada entre los escaparates.

– No; los empleados utilizan una puerta lateral -respondió Vianello, mostrando una curiosa familiaridad con las costumbres del establecimiento. Siguiendo sus propias indicaciones, el inspector condujo a Brunetti hacia la izquierda, a una calle que iba a salir a La Fenice.

Cuando se acercaban a la primera puerta a mano derecha, se apartó del umbral una mujer de poco más o menos la edad de Brunetti.

– ¿Son de la policía? -preguntó.

– Sí, signora -respondió Brunetti presentándose a sí mismo y a Vianello.

La mujer podía ser una de tantas venecianas. Llevaba el pelo corto, teñido de caoba oscuro. Acumulaba carga en el busto, pero tenía el acierto de disimularlo con una chaqueta corta de cuello a caja que llevaba sobre una camiseta color beige a juego. Unas buenas pantorrillas asomaban por el bajo de una falda marrón hasta la rodilla. Calzaba zapatos salón de tacón bajo. Tenía en la cara restos del bronceado veraniego y todo el maquillaje se reducía a lápiz de labios de color claro y sombra de ojos azul.

– Soy Eleonora Invernizzi y trabajo para el dottor Franchi. -Y, a renglón seguido, como para impedir que la tomaran por licenciada, puntualizó-: Soy la dependienta. -No tendió la mano y hablaba mirándolos alternativamente.

– ¿Querrá explicarnos lo ocurrido, signora? -preguntó Brunetti. Ella estaba delante de la puerta de madera que, al parecer, conducía a la farmacia, pero Brunetti no hizo ademán de dirigirse hacia allí.

La mujer se asentó la correa del bolso en el hombro y señaló la cerradura. Ellos dos pudieron ver el daño: alguien había apalancado la puerta, con tanta violencia que la madera estaba abombada y astillada por encima y por debajo de la cerradura, señal de que la palanqueta había resbalado varias veces antes de encontrar apoyo suficiente para hacer saltar la cerradura.

La signora Invernizzi dijo:

– No sé cuántas veces he dicho al dottor que esa puerta era una invitación para los ladrones. Y él siempre me decía que sí, que la cambiaría por una porta blindata, pero no la cambiaba, y yo, vuelta a decírselo y él, nada. -La mujer señaló la reja metálica que protegía la pequeña ventana de la puerta-. He puesto la mano ahí para empujar la puerta. No he tocado nada más. Ni siquiera he entrado. Sólo he mirado y les he llamado.

– Muy bien hecho, signora -dijo Vianello.

Brunetti se acercó a la puerta y puso la palma de la mano en el sitio en el que la mujer decía haber puesto la suya. Empujó ligeramente y la puerta se abrió con suavidad hasta golpear la pared.

Brunetti vio un pasillo estrecho y una puerta abierta sobre la que brillaba una luz roja de seguridad. Al bajar la mirada comprendió por qué la signora Invernizzi había llamado a la policía. Delante de la puerta interior, en una superficie de un metro aproximadamente, el suelo estaba cubierto de una alfombra de cajas, frascos y ampollas triturados y aplastados, como si los hubieran pisoteado. Brunetti avanzó unos pasos hasta el borde del revoltijo. Adelantó el pie derecho y, con la punta del zapato, hizo un hueco para apoyar el pie y repitió la operación hasta llegar a la segunda puerta, donde el pasillo torcía a la derecha, hacia la parte delantera de la farmacia.

Brunetti avanzó por el pasillo hasta lo que parecía el laboratorio farmacéutico, donde los destrozos adquirían proporciones de catástrofe. Cubrían el suelo astillas de cristal marrón de aspecto peligroso, entre fragmentos de botes de cerámica. En uno de los trozos, unos diminutos capullos de rosa se trenzaban en guirnalda entre tres letras: «IUM». Líquidos y polvos se habían mezclado formando una sopa espesa que olía ligeramente a huevos podridos y a algo astringente que podía ser alcohol para friegas. Un líquido había resbalado por la puerta de un armario dejando en el plástico un surco de corrosión. Al pie del armario, las placas de linóleo del suelo parecían atacadas por un cáncer que había dejado al descubierto el cemento que había debajo. En la estantería aún había dos botes, pero el resto habían sido barridos al suelo, donde se habían roto todos menos uno. Brunetti levantó la cabeza, retrocediendo instintivamente ante el agresivo olor, y su mirada tropezó con el Cristo crucificado que también parecía haber vuelto la cara para escapar del hedor.

Brunetti oyó a su espalda la voz de Vianello, que lo llamaba y, siguiendo el sonido, salió a la tienda. Quizá para evitar ser visto desde el exterior, el asaltante había limitado su actividad casi exclusivamente a la zona situada detrás del mostrador, la más alejada de los escaparates. Aquí las estanterías habían sido barridas y los cajones, arrancados y arrojados al suelo, donde había cajas y botellas, pisoteadas. La caja registradora y la pantalla del ordenador estaban tumbadas encima de la debacle, la registradora, con el cajetín hacia afuera y torcido, como si le hubiera quedado la lengua colgando, después de vomitar monedas y billetes pequeños.

– Mamma mia -dijo Vianello-. Me parece que nunca había visto algo así. Ni siquiera aquel individuo que entró en la nueva casa de su ex mujer hizo tanto estropicio.

– El nuevo marido se lo impidió, ¿recuerdas? -dijo Brunetti.

– Ah, sí, lo había olvidado. Pero aun así, ni punto de comparación. -Y Vianello señalaba la capa de frascos y cajas que llenaba el suelo detrás del mostrador hasta la altura de los tobillos.

Oyeron ruido a su espalda, se volvieron como movidos por un resorte y vieron a la signora Invernizzi en la puerta, abrazada al bolso.

– María Vergine -susurró-. ¿Creen que han sido otra vez los drogadictos?

Visto el alcance de los destrozos, Brunetti ya había descartado esa posibilidad. Los drogadictos saben lo que quieren y dónde buscarlo. Generalmente, agarran las drogas, miran si hay algo en la caja registradora y se van silenciosamente. Aquí nada hacía pensar en el robo, porque ni siquiera se habían llevado el dinero. La destrucción que contemplaban denotaba rabia, no codicia.

– Creo que no, signora -respondió Brunetti. Miró el reloj y preguntó-: ¿Cómo es que esta mañana no ha venido nadie a trabajar? Aparte de usted, desde luego.

– La semana pasada estuvimos de guardia permanente, día y noche. Hoy no teníamos que abrir hasta las tres y media, pero yo he venido a rellenar estanterías. No es gran cosa, pero el dottor Franchi dice que es conveniente que el personal tenga medio día de descanso extra después de una guardia. -Se quedó pensativa al mencionar a su jefe y añadió-: Confío en que no tarde en llegar.

– ¿Le ha llamado? -preguntó Vianello.

– Sí. Inmediatamente después que a ustedes. Él estaba en Mestre.

– ¿Y qué le ha dicho, signora?

Ella pareció sorprendida por la pregunta.

– Lo mismo que a ustedes: que habían forzado la puerta.

– ¿Le ha hablado de esto? -preguntó Brunetti abarcando con un ademán la devastación que les rodeaba.

– No, señor. No lo había visto -le recordó ella. La mujer bajó el bolso y buscó con la mirada un sitio donde dejarlo. Al no encontrar una superficie libre, volvió a colgárselo del hombro-. Supongo que no quería ser yo quien se lo dijera, ni tan sólo lo que había visto desde la puerta. -De pronto, como si hubiera recordado algo, dejó el bolso en el revuelto mostrador y se fue rápidamente sin pronunciar palabra.

Brunetti con una seña indicó a Vianello que se quedara en la tienda y él siguió a la signora Invernizzi, que iba por el pasillo y se paró delante de una puerta que Brunetti y Vianello no habían abierto todavía. La mujer la abrió y alargó el brazo para encender la luz. Lo que allí vio le hizo taparse la cara con las manos y menear la cabeza. A Brunetti le pareció que murmuraba algo y temió que aquella violencia hubiera encontrado una víctima humana.

El comisario se acercó a la mujer, la tomó del brazo y la apartó de la puerta y de lo que fuera que la había horrorizado. Cuando ella echó a andar hacia la tienda, él volvió a la habitación. Era pequeña, cuadrada, de apenas tres metros de lado. Debía de haber servido de almacén o de trastero. Dos de las paredes estaban cubiertas por librerías, pero todos los libros estaban en el suelo. La robusta mesa debía de haber sostenido un ordenador, pero tanto el ordenador como la mesa estaban tumbados. La mesa, probablemente gracias a su sólida construcción, no había sufrido más daño que un par de arañazos, pero el ordenador no se había salvado. Bajo las suelas de los zapatos de Brunetti crujieron trozos de pantalla. De la eviscerada carcasa del monitor asomaban cables. El teclado estaba partido en dos, aunque la funda de plástico mantenía juntas las mitades. La columna rectangular de la unidad central había sido golpeada varias veces con lo que Brunetti supuso que era la palanqueta utilizada para reventar la puerta. El metal tenía varias muescas y algún que otro boquete. Una de las esquinas estaba hundida, como si hubieran intentado apalancar la caja, pero el asaltante sólo había conseguido desprender una parte de la cubierta posterior. Por la rendija, Brunetti distinguió una placa metálica con motitas de colores soldadas a la superficie. Si el resto de la destrucción era vandalismo, esto era intento de asesinato.

Brunetti oyó pasos a su espalda y supuso que eran de Vianello. Vio una raya roja en un trozo de metal arrancado del panel posterior y se agachó para ver mejor. Sí, era sangre, de una mancha que había sido enjugada precipitadamente y que había dejado una estría y una pequeña incrustación en el intersticio que quedaba entre el panel posterior y el marco. Cerca, en la tapa blanca de un libro, había lo que parecía una gota redonda, rodeada de pequeñas salpicaduras.

– ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? -preguntó airadamente una voz de hombre detrás de él.

Brunetti se puso en pie rápidamente y se volvió. El recién llegado era más bajo que el comisario, pero más ancho, sobre todo, de hombros y tórax, como si hiciera un duro trabajo físico o hubiera pasado mucho tiempo nadando. El pelo, de color albaricoque, le clareaba ensanchándole la frente. Tenía los ojos claros, quizá verde pálido, la nariz afilada y los labios finos, comprimidos en un gesto de irritación ante el persistente mutismo de Brunetti.

– Soy el comisario Guido Brunetti -dijo éste al fin.

El hombre no pudo disimular la sorpresa. Con un esfuerzo evidente, sustituyó la agresividad de su cara por una expresión más suave.

– ¿Es usted el dueño? -preguntó Brunetti afablemente.

– Sí -respondió el hombre y, suavizando más aún la actitud, tendió la mano-. Mauro Franchi.

Brunetti estrechó la mano del hombre con deliberada energía.

– La signora Invernizzi ha llamado a la questura para denunciar el hecho, y como mi colega y yo nos encontrábamos casualmente en la zona, nos han avisado -dijo Brunetti con una leve irritación en la voz, dando a entender que un comisario tenía cosas más importantes que hacer con su tiempo que acudir corriendo al escenario de algo tan vulgar como un atraco. Brunetti no se explicaba qué le impulsaba a justificar la presencia de un funcionario con rango de comisario, pero no quería que el dottor Franchi empezara a hacer especulaciones.

– ¿Cuánto hace que están aquí? -dijo Franchi. Otra pregunta, pensó Brunetti, que le correspondía a él haber hecho.

– Unos minutos -respondió-. Pero tiempo suficiente para apreciar los daños.

– Es la tercera vez -dijo Franchi, para sorpresa del comisario-. Ya no se puede llevar un negocio en esta ciudad.

– ¿La tercera vez de qué? -preguntó Brunetti, pasando por alto el comentario de Franchi. Antes de que éste pudiera responder, oyeron acercarse pasos procedentes de la tienda.

Franchi dio media vuelta rápidamente y, cuando Vianello apareció en la puerta, seguido de la signora Invernizzi, Brunetti dijo:

– Mi compañero, el inspector Vianello.

Franchi saludó con un movimiento de la cabeza, pero no tendió la mano. Salió al pasillo y fue hacia la signora Invernizzi. A una señal de Brunetti, Vianello se reunió con él en el pequeño despacho, y el comisario señaló el rastro de sangre de la carcasa metálica y las salpicaduras del libro.

Vianello dobló una rodilla. Brunetti vio que giraba lentamente la cabeza de izquierda a derecha y que, de pronto, extendía el brazo apuntando con el dedo.

– Ahí tenemos otra.

Entonces Brunetti vio la mancha en la baldosa oscura.

– Si pillamos a alguien, podremos hacer la prueba del ADN, supongo -dijo Vianello sin convicción, porque dudaba de que se utilizara la prueba para un caso tan simple, y también de que se llegara a arrestar a alguien.

Al cabo de un momento, oyeron cómo los otros dos se alejaban hacia la tienda, hablando en voz baja. A Brunetti le pareció que Franchi decía: «Mi madre no querrá…»

– ¿Invernizzi ha dicho algo? -preguntó Brunetti.

– Sólo se ha quejado del trabajo que tendrán para limpiar y poner las cosas en orden -respondió Vianello-. También ha hablado del seguro y de que es imposible conseguir que paguen. Ha empezado a contarme el caso de la hija de una amiga a la que derribaron de la bicicleta hace diez años, y aún no ha cobrado la indemnización.

– ¿Y por eso volvías? -preguntó Brunetti con una sonrisa.

Vianello se encogió de hombros.

– Ha estado insistiendo en si podía llamar a los otros empleados para pedirles que vengan a ayudar.

– ¿Cuántos son?

– Dos farmacéuticos y la encargada de la limpieza. Además del dueño.

– Veamos qué dice él. -Brunetti dio unos pasos y, al llegar a la puerta, se detuvo-. Llama a Bocchese, haz el favor. Que mande a un equipo del laboratorio.

– ¿El ordenador? -preguntó Vianello.

– Si se usaba para programar las visitas, tendremos que llevárnoslo -respondió Brunetti.

Franchi y la mujer estaban en la tienda, a un extremo del mostrador, del lado del público. El farmacéutico señalaba un mueble del que habían sido arrancados todos los cajones.

– ¿Puedo llamar a Donatella? ¿O a Gianmaria, dottore? -oyó Brunetti que decía ella.

– Sí, supongo. Habrá que ver qué hacemos con las cajas.

– ¿Intentamos recuperar algunas?

– Sí, si se puede. Todo lo que no esté roto ni pisoteado. Y del resto empiece a hacer una lista, para el seguro. -Hablaba con fatiga: Sísifo mirando la roca.

– ¿Cree que han sido los mismos? -preguntó ella.

Franchi miró a Brunetti y a Vianello y dijo:

– Espero que eso lo averigüe la policía, Eleonora. -Y, como si advirtiera que su tono rozaba el sarcasmo, añadió-: Los designios del Señor son inescrutables.

– Ha dicho usted «tres veces», dottore -dijo Brunetti, insensible a la piedad-. ¿Esto había ocurrido ya otras dos?

– Esto no -respondió Franchi agitando las manos hacia la escena que los rodeaba-. Pero nos han robado dos veces. Una noche entraron y se llevaron todo lo que quisieron. La segunda vez vinieron de día. Drogadictos. Uno tenía la mano dentro de una bolsa de plástico y dijo que nos estaba apuntando con una pistola. Les dimos el dinero.

– Es lo mejor que podían hacer -apostilló Vianello.

– Ni se nos ocurrió resistirnos -dijo Franchi-. Que se lleven el dinero, mientras nadie salga herido. Pobres diablos; no pueden evitarlo, imagino.

¿Lo había mirado con extrañeza la signora Invernizzi al oírle decir eso?

– ¿Entonces piensa que esto ha sido otro robo? -preguntó Brunetti.

– ¿Y qué puede ser si no? -preguntó Franchi con impaciencia.

– Desde luego -convino Brunetti. Ciertamente, no era el momento de ponerse a discutir.

El farmacéutico levantó las manos con un ademán cargado de resignación y dijo:

– Va bene. -Miró a la signora Invernizzi-. Creo que deben venir los demás; puede usted empezar por llamarlos. -Levantó el pulgar y fue contando con los dedos mientras decía-: Yo llamaré a Sanidad para dar parte, y al Seguro; luego, cuando tengamos una lista, haremos reposición de existencias, y veré manera de conseguir otro ordenador para mañana por la mañana. -La conformidad de su voz no ahogaba por completo la rabia.

Franchi fue hasta el mostrador y se inclinó para descolgar el teléfono, pero habían arrancado el cable. Se apartó del mostrador dándose impulso con las manos y fue hacia el pasillo.

– Llamaré desde el despacho -dijo por encima del hombro.

– Perdón, dottore -dijo Brunetti alzando la voz-. Lo siento, pero no puede entrar en su despacho.

– ¿Que no puedo qué? -inquirió Franchi encarándose con el comisario.

Brunetti se reunió con él en el pasillo y explicó:

– Ahí dentro hay pruebas y, hasta que las hayamos examinado, nadie puede entrar.

– Es que tengo que hablar por teléfono.

Brunetti sacó el telefonino del bolsillo y se lo tendió.

– Puede usar éste, dottore.

– Es que tengo los números ahí dentro.

– Lo lamento -dijo Brunetti con una sonrisa que daba a entender que él se sentía tan víctima del reglamento como el farmacéutico-. Si marca Información le darán los números. O llame a mi secretaria y ella los buscará. -Antes de que Franchi pudiera protestar, Brunetti agregó-: Y lo siento, pero no tiene objeto que diga a sus empleados que vengan. Por lo menos, hasta que haya pasado el equipo del laboratorio.

– No hubo nada de esto la última vez -dijo Franchi en un tono de voz que fluctuaba entre el sarcasmo y la indignación.

– Esto parece algo distinto de un simple robo, dottore -dijo Brunetti con calma.

Franchi tomó el telefonino con evidente desgana, pero no hizo ademán de utilizarlo.

– ¿Y las otras cosas de ahí dentro? -preguntó señalando al despacho con un movimiento de la cabeza.

– Lo siento, dottore, pero toda la zona debe ser procesada como escenario de un crimen.

La cara de Franchi reflejó más cólera todavía, pero el farmacéutico sólo dijo:

– Todos mis archivos están en el ordenador: los cargos de los proveedores, mis propias facturas y la documentación de la ULSS. La póliza del seguro… Seguramente, esta misma tarde podría tener otro ordenador, pero necesito el disco para copiar los datos.

– Lo lamento, pero eso no es posible, dottore -dijo Brunetti, venciendo la tentación de utilizar una expresión informática que había oído con frecuencia y que creía entender: «copia de seguridad»-. No sé si se habrá dado cuenta, pero quien haya hecho esto ha reventado el ordenador. Dudo que pueda usted recuperar algo.

– ¿Reventado el ordenador? -preguntó Franchi como si nunca hubiera oído la frase e ignorara el significado.

– O, más exactamente, ha intentado abrirlo metiendo una cuña por una esquina, ¿no, Vianello? -preguntó Brunetti al inspector, que acababa de entrar.

– ¿Se refiere a esa especie de caja metálica? -preguntó el inspector con estudiada estupidez bovina-. Sí, lo han roto, buscando lo que hubiera dentro. -Daba la impresión de que, para el inspector, un ordenador era como una especie de hucha. Cambiando de tono anunció-: Bocchese está en camino.

Sin dar a Franchi tiempo de preguntar, Brunetti explicó:

– El equipo del laboratorio. Querrán tomar huellas. -Con una cortés inclinación de cabeza dedicada a la signora Invernizzi, que seguía la conversación con interés, Brunetti dijo-: La signora tuvo la precaución de quedarse fuera, por lo que, si han dejado huellas, ahí seguirán. Los técnicos querrán tomar las de ustedes -prosiguió, dirigiéndose a ambos-, para excluirlas de las del intruso. Y también las de los demás empleados, desde luego, pero eso puede esperar hasta mañana.

La signora Invernizzi asintió y Franchi la imitó.

– Y les agradeceré que no toquen nada hasta que mis hombres lo hayan examinado -agregó Brunetti.

– ¿Cuánto tardarán? -preguntó Franchi.

Brunetti miró el reloj y vio que eran casi las once.

– Pueden venir ustedes a eso de las tres, dottore. Estoy seguro de que para entonces ellos ya habrán terminado.

– ¿Y puedo…? -empezó Franchi, pero pareció cambiar de idea-. Me gustaría salir a tomar un café. Volveré luego para que me tomen las huellas, ¿de acuerdo?

– Desde luego, dottore -respondió Brunetti.

El comisario esperó a ver si Franchi invitaba a la signora Invernizzi a acompañarlo, pero no fue así. El farmacéutico devolvió el telefonino a Brunetti, sorteó a Vianello, se alejó por el pasillo, salió a la calle y desapareció sin decir palabra.

– ¿Puedo irme a casa? -dijo la mujer-. Volveré dentro de una hora, pero me parece que me vendrá bien echarme un rato.

– Por supuesto, signora. ¿Quiere que la acompañe el inspector?

Ella sonrió por primera vez y rejuveneció diez años.

– Muy amable. Pero vivo cerca, al otro lado del puente. Volveré antes del almuerzo, ¿conforme?

– Está bien, signora -dijo Brunetti y la acompañó hasta la puerta de la calle lateral. Salió con ella, la despidió y la vio alejarse. Al llegar a la desembocadura de la calle en el campo Sant'Angelo, la mujer se volvió y agitó ligeramente la mano.

Brunetti le devolvió el saludo y entró otra vez en la farmacia.


  1. <a l:href="#_ftnref2">*</a> El asesinato de un niño en la aldea italiana de Cogne (2002) desató una gran polémica, no sólo porque se culpaba a la madre -que se declaró inocente-, sino también debido al tratamiento que le otorgaron los medios de comunicación. (N. de la t.)