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CAPÍTULO 19

Al día siguiente por la tarde, Vianello entró en el despacho de Brunetti. Se reflejaba en su cara la satisfacción del que ha demostrado tener razón cuando algunos creían que estaba equivocado.

– Ha costado, pero merece la pena -dijo el inspector poniendo unos papeles en la mesa.

Brunetti entornó los ojos y levantó la barbilla en señal de interrogación.

– El amigo de la signorina Elettra -explicó Vianello.

Ella tenía muchos amigos, según sabía Brunetti, que, en este momento, no recordaba cuál de ellos podía estar colaborando en sus actividades extralegales.

– ¿Qué amigo?

– El hacker -explicó Vianello, sorprendiendo a Brunetti por su manera de aspirar la «h»-. Al que dimos el disco duro. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Vianello agregó-: Sí, lo devolvimos al dottor Franchi al día siguiente, pero no sin que el amigo copiara todo el contenido.

– Ah, el amigo -dijo Brunetti alargando la mano hacia los papeles-. ¿Qué tenía Franchi en su ordenador?

– Nada de porno infantil ni compras por internet, desde luego -dijo Vianello sin moderar su sonrisa de tiburón tigre.

– ¿Pero…? -preguntó Brunetti.

– Pero parece ser que ha encontrado la manera de meterse en el sistema informático de la ULSS.

– ¿Y así es como programa las visitas? -preguntó Brunetti-. ¿Lo mismo que los otros farmacéuticos?

– Sí -asintió Vianello acercando una silla-. Él hace eso y los otros también -dijo en un tono que invitaba a Brunetti a seguir preguntando.

Y él así lo hizo.

– ¿Y qué más hace cuando accede al sistema?

– Según el amigo de la signorina Elettra, parece haber encontrado la manera de saltarse el «log-in».

– ¿Y eso quiere decir…?

– Eso le da acceso a otras partes del sistema -dijo Vianello, y se quedó pendiente de la reacción de Brunetti, como si esperase que el comisario diera un salto gritando: ¡Eureka!

Aunque temía que su confesión le hiciera desmerecer a ojos de Vianello, Brunetti comprendió que, en este caso, no podía dárselas de enterado, y dijo:

– Me parece que vale más que me expliques qué significa eso, Lorenzo.

El niño espartano al que el zorro le está devorando sus partes vitales no habría mantenido un gesto más impávido que el de Vianello.

– Eso significa que puede acceder al ordenador central y examinar la ficha de todas las personas de las que tenga el número de la ULSS.

– ¿Sus clientes?

– Exactamente.

Brunetti apoyó el codo en la mesa y se acarició los labios mientras consideraba las implicaciones del caso. Entrar en esos archivos era disponer de toda la información sobre medicación, hospitalización y enfermedades, superadas o en tratamiento. Significaba que una persona no autorizada tenía acceso a aspectos privados, posiblemente confidenciales, de la vida de otra persona.

– Sida -dijo Brunetti. Tras una larga pausa, añadió-: Rehabilitación de drogadictos. Metadona.

– Enfermedades venéreas -sugirió Vianello.

– Abortos -agregó Brunetti-. Si son clientes suyos, sabe si están casados, conoce su vida familiar, dónde trabajan, qué amigos tienen.

– El simpático farmacéutico del barrio que te ha visto crecer -completó Vianello.

– ¿Cuántos? -preguntó Brunetti.

– Ha curioseado en historiales clínicos de una treintena de clientes -dijo Vianello y, dando tiempo a que Brunetti midiera las implicaciones del caso, añadió-: El amigo dice que los archivos no podrá enviárnoslos hasta mañana.

Brunetti silbó ligeramente y volvió sobre la causa inicial del interés del inspector por las actividades del dottor Franchi.

– ¿Y qué hay de las visitas?

– Durante los dos últimos años, ha programado más de un centenar. -Antes de que Brunetti pudiera expresar asombro ante el número, Vianello agregó-: Eso supone sólo una a la semana.

Brunetti asintió.

– ¿Y ese amigo de la signorina Elettra… tiene nombre? -preguntó.

– No -respondió Vianello con una voz extrañamente átona.

– ¿Has comprobado cuántas de esas visitas se hicieron realmente? -pregunto Brunetti.

– Hasta esta mañana no le ha mandado la lista definitiva -dijo Vianello-. Parece ser que todas las visitas programadas por Franchi tuvieron lugar. -En vista de que Brunetti no decía nada, el inspector continuó-: Ella ha hecho la comprobación de los otros farmacéuticos. Uno había programado sólo diecisiete visitas en los dos últimos años y todas se hicieron: hemos hablado con los pacientes. En cuanto a Andrea, no colabora en el sistema, por lo que habrá que quitarlo de la lista. Por lo que se refiere al otro, ella ha comprobado el registro de visitas en los archivos de los hospitales de aquí y de Mestre y en casi todos los casos se indica que el paciente acudió a la visita programada. -Vianello casi no podía contener la excitación al decir-: Pero se da el caso de que uno de los farmacéuticos programó tres visitas para personas que no precisaban atención médica.

– Cuenta, Lorenzo -dijo Brunetti, para abreviar.

– Han muerto -dijo Vianello.

– ¿De resultas de las visitas? -preguntó un asombrado Brunetti, que no se explicaba cómo podía haber ocurrido tal cosa sin que él se enterase.

– No; ya estaban muertos cuando las visitas fueron programadas -dijo Vianello despacio, regodeándose con el efecto de su revelación y, de paso, permitiendo a Brunetti asimilar la información, antes de proseguir-: Da la impresión de que el farmacéutico se volvió descuidado y empezó a teclear al azar números de clientes de la farmacia aunque hiciera tiempo que no los veía: quizá pensaba que se habían mudado o quizá… -y aquí Vianello introdujo la pausa que hacía siempre antes de soltar lo que él creía una bomba-… quizá empieza a perder la memoria. A su edad.

– ¿Gabetti? -preguntó Brunetti.

– El mismo -respondió Vianello sonriendo de oreja a oreja.

– De acuerdo, Lorenzo -dijo Brunetti con una sonrisa-. Háblame de las visitas que programó para los difuntos.

– En cada caso, el doctor anotaba en el ordenador que había visitado al paciente, hecho el diagnóstico… siempre eran casos leves… y cargado el importe de la visita a la sanidad pública.

– Qué descuido -convino Brunetti-. O qué audacia. ¿Qué hay de los médicos?

– Son siempre los mismos tres y, en cada caso, registraron la visita y cargaron el importe -dijo Vianello. Casi a regañadientes, agregó-: Franchi no ha programado ninguna visita para esos tres médicos.

– Me gustaría saber qué hacía si no -dijo Brunetti-. ¿Por qué el amigo no puede enviarnos los archivos hasta mañana?

– Cosas de la informática -dijo Vianello.

– Tampoco soy un neandertal, ¿eh? -Aunque lo decía sonriendo parecía haberse picado.

– La signorina Elettra dice que es por la forma en que Franchi protegió los archivos: cada uno tiene una clave de acceso distinta, y luego hay que buscar el número del paciente con otra clave de acceso… ¿Quieres que continúe?

Ahora la sonrisa de Brunetti era de contrición.

– ¿Mañana?

– Sí.

– ¿Y mientras tanto?

– Mientras tanto, seguiremos llamando a los pacientes para los que Gabetti programó visitas y les preguntaremos si están satisfechos del tratamiento. Y luego habrá que pensar en pedir a los doctores que vengan a cambiar impresiones con nosotros.

Brunetti dijo:

– No; es preferible esperar hasta que sepamos lo que se trae entre manos Franchi. ¿Estás seguro de que no sospechó porque le retuvieras un día el ordenador?

Pareció que Vianello tenía que hacer un esfuerzo para no ponerse a dar palmadas de alegría cuando oyó la pregunta.

– Envié a Alvise a devolverlo -dijo.

Brunetti se echó a reír.

El inspector salió de la questura a las cinco, con la conciencia tranquila, pensando que no podía pretender que su esposa, que había dicho que le daría más información sobre Pedrolli, fuera a llevársela al despacho. De todos modos, reconocía Brunetti, lo que hubiera podido averiguar Paola, de poco serviría ya. Los cargos que pudieran formularse contra Pedrolli serían de los que se resuelven con un talonario de cheques o con un guiño del padre de Bianca Marcolini.

Brunetti, andando un poco a la aventura, se encontró al pie del puente que conducía a la entrada del palazzo Querini Stampalia. El hombre del mostrador, que lo conocía, rechazó con un ademán su gesto de pagar entrada.

Brunetti subió al primer piso del museo, que hacía tiempo que no visitaba. Cómo le gustaba contemplar aquellos retratos, no tanto por su calidad pictórica como por el parecido de muchos de los modelos con la gente a la que veía todos los días por la calle. Gerolamo Querini, retratado casi quinientos años atrás, era una réplica casi fotográfica de Vianello, es decir, de un Vianello varios años más joven. Miraba con agrado aquellos rostros, recreándose de antemano con la idea de volver a contemplarlos por el orden al que se había acostumbrado a lo largo de años.

Su favorito era La presentación en el templo, de Bellini, que dejó para el final, como siempre. Y vio al Niño en brazos del anciano Simeón, que lo devolvía a la Madre. La criatura tenía todo el cuerpo fajado, con los brazos pegados a los costados y sólo los deditos asomando. Brunetti volvió a pensar en el niño de Pedrolli, no menos indefenso, aunque por orden de la autoridad. En el cuadro, la Madre recibía al Niño con las dos manos, amparándolo, y la mirada que posaba en el sumo sacerdote, por encima del cuerpecito inmovilizado de su Hijo, era fría y escéptica. Por primera vez, Brunetti observó que aquel escepticismo estaba también en los rostros de los circunstantes, especialmente, en los ojos de un joven situado en el extremo de la derecha, que miraba al espectador como preguntando si alguien podía esperar que de aquello resultara algo bueno.

Bruscamente, Brunetti dio media vuelta y regresó a las otras salas, a mirar los retratos, esperando que los rostros más plácidos pintados por Bombelli y Tiepolo borraran la inquietud que había despertado en él la vista del Niño atado.

Durante la cena, Brunetti estuvo extrañamente ausente, moviendo la cabeza de arriba abajo cuando Paola o los chicos hablaban entre sí y sin apenas intervenir en la conversación. Después, volvió a la sala y a San Petersburgo, donde encontró al marquis en vena filosófica, diciendo de Rusia que era un lugar en el que «impera el gusto por lo superfluo entre gentes que aún desconocen lo necesario». Brunetti cerró los ojos, reconociendo la vigencia de esa observación.

Oyó los pasos de Paola y, sin abrir los ojos, dijo:

– Nada cambia. Nada en absoluto.

Ella, mirando el libro, dijo:

– Ya decía yo que nada bueno sacarías de esa lectura.

– Desde luego no es políticamente correcto lo que voy a decir y, menos, cuando los jefes de nuestras grandes naciones respectivas son tan amigos, pero da la impresión de que si entonces Rusia era un lugar horroroso, ahora no lo es menos. -Oyó un tintineo de cristal y, al abrir los ojos, vio que ella ponía dos vasitos en la mesita.

– Lee a Tolstoi -le aconsejó-. Él hará que te guste más.

– ¿El país o la lectura? -preguntó Brunetti volviendo a cerrar los ojos.

– Es la hora del chismorreo -anunció ella, como si no hubiera oído la pregunta. Le dio unos golpecitos en los pies y se los apartó, para hacerse un sitio.

Él abrió los ojos y tomó la copa que ella le tendía. Bebió un sorbo, aspiró profundamente inhalando el aroma de la grappa y volvió a beber.

– ¿Es la Gaia? -preguntó.

– Tenemos la botella desde Navidad. Si hay suerte, este año habrá otra. ¿Para cuándo quieres guardarla?

– ¿Tú crees que habrá grappa en el cielo? -preguntó Brunetti.

– Como no hay cielo, tampoco habrá grappa -respondió ella, y añadió-: Razón de más para beberla mientras podamos.

– Estoy indefenso ante la fuerza de tu lógica -dijo Brunetti, que vació el vasito y se lo devolvió.

– Regreso enseguida.

– Está bien. -Él cerró los ojos otra vez.

Brunetti, más que ver, sintió que Paola se levantaba del sofá. La oyó alejarse, andar por la cocina y volver a la sala. Más tintineo de cristal, gorgoteo de líquido y su voz que decía:

– Toma.

De pronto, él sintió curiosidad por averiguar cuánto rato podía permanecer con los ojos cerrados y extendió la mano agitando los dedos. Ella le dio el vasito, y él oyó otro tintineo, otro gorgoteo y notó que el sofá cedía al sentarse ella.

– Salute -dijo Paola, y él bebió del vaso que no podía ver. Fue otro anticipo de cielo.

– Ahora cuenta -dijo él.

– Con mucho gusto -respondió Paola y, sin solución de continuidad, atacó-: Al principio, la gente creía que Pedrolli estaba incómodo y cohibido, temiendo que los demás se burlaran de él, pero cuando se dieron cuenta de que realmente estaba loco por su hijo, nadie pudo tomarlo a broma. Si algún comentario se hacía era benévolo, o así me lo han contado.

– ¿Y la reconciliación entre Rhett y Escarlata, que decías que no era del todo satisfactoria?

– Yo sólo dije que me lo habían dicho -le rectificó ella-. Según varias personas, él siempre había sido el enamorado y ella la que se dejaba querer. Pero con el niño las cosas cambiaron.

– ¿De qué manera? -preguntó él, intuyendo que la respuesta no sería la previsible, la de que la esposa desatendía al marido para volcarse en la criatura.

– Él transfirió su afecto al pequeño… o eso me han dicho -dijo ella, y Brunetti pudo comprobar una vez más el cuidado que tenía Paola en distanciarse de sus chismes.

– ¿Y a quién transfirió su afecto la mujer? -preguntó él.

– Al niño no, por lo visto. Pero es comprensible, imagino, ya que no era suyo, y su marido empezaba a prestarle más atención que a ella.

– ¿A pesar de que ella ya no deseara sus atenciones? -preguntó Brunetti.

Paola se inclinó hasta apoyar los codos en las rodillas de su marido.

– Eso no importa, Guido, y tú lo sabes.

– ¿Qué no importa?

– Si las deseaba o no. Aún quería monopolizarlas.

– Eso no tiene sentido.

Como ella no decía nada, Brunetti abrió los ojos al fin y la miró. Vio que tenía la cara entre las manos y movía la cabeza de derecha a izquierda.

– Está bien. ¿Qué he dicho?

Ella lo miró fijamente.

– Aunque una mujer ya no desee las atenciones de su marido, no quiere que sean para otra persona -dijo.

– Pero si era su hijo, por Dios.

– Hijo de él -rectificó Paola, y añadió, recalcando las sílabas-: No de ellos, sino de él.

– Quizá ni eso -dijo Brunetti, y le habló del informe de los carabinieri.

– No importa quién fuera el padre biológico -insistió Paola-. Para Pedrolli, el niño es hijo suyo. Y, por lo que me han dicho hoy, sospecho que ella nunca lo vio así.

¿Qué había contado Pedrolli a su esposa? Ella afirmaba que le había dicho la verdad, pero ¿cuál era la verdad? Brunetti imaginaba que la albanesa, ante la amenaza de ser deportada, habría dicho a las autoridades lo que le parecía que deseaban oír y haría que la mirasen con más benevolencia. Si declaraba que el dottor Pedrolli le había prometido educar al niño como a su propio hijo, esto podía ser un atenuante, aunque sólo fuera porque indicaba que había influido en ella el deseo de asegurar el porvenir de su hijo. Tenía que aducir este motivo, independientemente de si había recibido dinero a cambio, antes que reconocer que había vendido a su hijo, sin preocuparse de a qué manos iba a parar.

¿Y Pedrolli? ¿Quedaba condenado a la vida de los padres cuyos hijos son víctimas de verdaderos secuestros? ¿Vivir siempre con la duda de si el niño está vivo o muerto? ¿Siempre tratando de descubrir la cara recordada en la cara de cada niño, de cada adolescente, de cada hombre de su misma edad?

– «Oh, perder todo el padre que había en mí» -dijo Brunetti.