La voz de Daniela lo había dejado roto. Brunetti soltó el teléfono con suavidad, como temiendo que también pudiera romperse. Se levantó y, sigiloso como un ladrón, bajó la escalera y salió del edificio. Hacía unos días, la lluvia había lavado las calles, pero ya volvía a haber polvo y tierra; los sentía bajo las suelas de los zapatos, o quizá sólo lo imaginaba, quizá las calles estaban limpias y la suciedad residía en las cosas que su trabajo le descubría. Los transeúntes que se cruzaban con él tenían aspecto de gente normal, inocente, entera y algunos hasta parecían contentos.
Al entrar en campo Santa Marina, Brunetti se dio cuenta de que tenía todo el cuerpo contraído como en un nudo largo y prieto. Se paró frente a la edicola y se quedó mirando a través del cristal las portadas de las revistas expuestas, mientras movía los hombros tratando de relajarlos. Tetas y culo. Hacía varios meses, Paola había vuelto a sugerirle que dedicara un día a contar las veces que veía tetas y culo: en diarios, en revistas, en anuncios de los vaporetti, en los escaparates de las más diversas tiendas. Decía que eso le ayudaría a comprender la actitud de algunas mujeres respecto de los hombres. Y, en este momento, él se encontraba frente a una bien nutrida muestra, aunque, curiosamente, la vista de aquellas bonitas carnes lo reconfortaba. Qué hermosura de tetas y qué gusto debía de dar sentir en la palma de la mano la curva de ese culito. Cuánto mejor eso que el sórdido y cerril oscurantismo con el que acababa de tropezarse. Así pues, vengan tetas y vengan culos que animen a la gente a tener niños y a quererlos.
La idea de tener niños le hizo recordar a Daniela Carlon, aunque habría preferido no pensar ahora en lo que ella le había dicho. Con los años, había comprendido sobre el aborto que él sólo podía tener una opinión gratuita, y que su sexo lo descalificaba para emitir voto al respecto. Ello en modo alguno afectaba su criterio ni sus viscerales sentimientos, pero el derecho a decidir correspondía a las mujeres, y él tenía que acatar su decisión y callar. Por otro lado, eso era pura retórica y poco o nada tenía que ver con el desgarro que había percibido en la voz de Daniela.
Notó un roce en la pierna y vio que un perro de tamaño mediano y color canela le olfateaba el zapato mientras se restregaba contra su pantorrilla. El animal lo miró con una especie de sonrisa y volvió a concentrarse en el zapato. Al otro extremo de la correa estaba un niño apenas más alto que el perro.
– ¡Milli, quieta! -oyó gritar a una voz femenina. Una mujer se acercó al niño y le quitó la correa de la mano-. Perdón, signore, es una perrita muy joven.
– ¿Y le gustan los zapatos? -preguntó Brunetti, al que lo absurdo de la situación había puesto de buen humor.
La mujer se rió enseñando unos dientes perfectos en una cara bronceada.
– Eso parece -dijo. Tendió la mano a su hijo-. Ven, Stefano. Llevaremos a Milli a casa y le daremos una galleta.
El niño extendió la mano libre y ella, de mala gana, le devolvió la correa.
La perrita debió de notar el cambio de mano, porque emprendió un alegre trote levantando mucho las patas traseras, como hacen los perros jóvenes y llevando al niño a remolque, aunque no tan aprisa como para hacerle caer.
Él se quedó gratamente distraído un momento, hasta que sus pensamientos volvieron al dottor Franchi. ¿Qué expresión había utilizado Pedrolli al referirse a él? ¿«Exquisitamente moral»? Semejante opinión era señal de que Pedrolli había oído comentarios, o al propio farmacéutico hablar de sus clientes, del mundo en general o de algún tema en particular, en términos que permitieran al oyente hacer deducciones. Brunetti recordó la mirada de sorpresa que la signora Invernizzi había lanzado a Franchi cuando éste se refirió a la incapacidad de los drogadictos para ayudarse a sí mismos.
¿Era el dottor Franchi un camaleón que se reservaba sus opiniones cuando creía que podían ofender a la persona cuya estima valoraba y no le importaba revelarlas a los que consideraba inferiores? Brunetti había conocido a muchas personas que se comportaban de este modo. ¿Sería ésa una de las razones por las que la gente se casaba, para tener libertad de decir lo que pensaban y ahorrarse la terrible fatiga de llevar doble vida? Entonces, ¿y Bianca Marcolini? ¿Cómo sería su vida si un día su marido se enteraba de lo que su padre había hecho a instancias de ella? Había sido fácil conseguir que Marcolini admitiera que había hecho aquella llamada, incluso que se ufanara de ella. La mujer debía de comprender que, antes o después, su marido se enteraría de lo que había sucedido en realidad. No; no de lo sucedido sino por qué había sucedido. De pronto, Brunetti comprendió que Pedrolli nunca sabría lo que le había ocurrido al niño; sólo por qué le había ocurrido.
Notó que volvía a tener los hombros agarrotados. Seguía delante de la edicola mirando con la boca abierta los desnudos de las portadas. En un momento de fría lucidez, comprendió lo que había querido decir Paola: una colección de mujeres desnudas e indefensas, en espera de la atención que el hombre se dignara concederles.
Su mirada, atrapada por el espectáculo, fue hacia la izquierda hasta posarse en una hilera de portadas muy coloristas, cada una de las cuales mostraba a una mujer con los pechos al aire en una postura de sumisión: unas estaban atadas con correas, otras con cuerdas y otras con cadenas. Las había con cara de miedo o de placer, pero todas parecían excitadas.
Apartó la mirada y se volvió hacia el palazzo Dolfin.
– Ella tiene razón -dijo entre dientes.
– ¿Piensa quedarse todo el día ahí plantado hablando solo? -oyó preguntar a una voz destemplada. Desvió la mirada de la fachada del edificio y se volvió. El vendedor de prensa estaba a menos de un metro de él, con la cara colorada-. ¿Qué? ¿Piensa quedarse ahí todo el día? -repitió-. ¿Y ahora qué? ¿Va a meterse las manos en los bolsillos?
Brunetti levantó una mano para defenderse, para explicar, pero la dejó caer y se alejó, salió del campo y se dirigió a su casa.
Él había oído decir que las personas que tienen una mascota suelen encontrarla en la puerta al llegar a casa, que los animales tienen un sexto sentido que les avisa de la llegada del que sin duda ellos consideran su mascota humana. Cuando Brunetti llegó a lo alto de la escalera y fue a sacar las llaves, la puerta se abrió y en el vano apareció Paola. Él no ocultó la alegría que le producía verla.
– ¿Un mal día? -preguntó ella.
– ¿Cómo lo sabes?
– Te he oído subir la escalera, tus pasos eran los de un hombre muy cansado, y he pensado que quizá te animara si te abría la puerta y te decía cuánto me alegro de verte en casa.
– ¿Sabes? Tienes mucha razón en eso de las tetas y los culos de las revistas -soltó él.
Ella ladeó la cabeza y estudió su expresión.
– Entra, Guido. Me parece que necesitas un vaso de vino.
Él sonrió.
– ¿Yo te doy la razón sobre algo que llevamos décadas debatiendo, y lo único que se te ocurre es ofrecerme un vaso de vino?
– ¿Pues qué querías?
– ¿Qué te parecería un poco de tetas y culo? -preguntó él echándole mano.
Después de cenar, él la siguió al estudio. Había bebido poco vino con la cena y ahora lo único que deseaba era sentarse, hablar y escuchar lo que ella tuviera que decir sobre algo que aún no sabía cómo llamar: quizá el desastre Pedrolli fuera la definición más adecuada.
– ¿El farmacéutico de campo Sant'Angelo? -preguntó ella cuando él hubo acabado de referir los hechos, intentando seguir el orden cronológico, pero temiendo haberse embarullado.
Brunetti estaba sentado al lado de ella, con los brazos cruzados.
– ¿Lo conoces?
– No; esa farmacia no me pilla de paso. Además, es uno de esos campi en los que casi nunca te paras. Sólo cruzas para ir a Accademia o a Rialto. Ni siquiera he entrado en la tienda que está al lado del puente, a comprar una de esas camisas de algodón.
Brunetti enfocó el campo en su plano mental de la ciudad, primero desde el puente y después desde la calle della Mandola. Un restaurante en el que no había comido nunca, una galería de arte, la inevitable agencia de la propiedad inmobiliaria, la edicola con el anuncio del chocolate Labrador. Lo sacó de sus divagaciones topográficas la voz de Paola que preguntaba:
– ¿Tú crees que él haría eso? ¿Llamar a la gente para contar cosas de sus clientes?
– Yo pensaba que lo que las personas podían llegar a hacer tenía un límite -dijo Brunetti-. Pero ya no. Con los estímulos adecuados, todos somos capaces de cualquier cosa. -Se quedó escuchando el eco de sus propias palabras, comprendió en qué medida eran consecuencia de los sucesos del día y dijo rápidamente-: No; eso no es cierto, ¿verdad?
– Espero que no -respondió Paola-. Pero, ¿no ha tenido que prestar juramento, como los médicos, de no revelar ciertas cosas?
– Creo que sí. Pero ese hombre es muy listo para hacer eso abiertamente. No; bastaría con que llamara por teléfono para interesarse por la salud de una persona: «¿Daniela ya ha salido del hospital?» «¿Hará el favor de decir a Egidio que tiene que renovar la receta?» Y, si esas llamadas sacan a la luz algo embarazoso o vergonzoso, sólo sería porque el bueno del farmacéutico de la familia se interesaba por sus clientes.
Paola reflexionó un momento, se volvió hacia su marido y le puso la mano en el brazo.
– Y así es como debe de verse él. Si alguien le preguntara, él podría mantener ante la otra persona y ante sí mismo que sólo lo guiaba un exceso de celo.
– Probablemente.
– Cochino canallita.
– Como la mayoría de los moralistas -dijo Brunetti con fatiga.
– ¿No puedes hacer nada respecto a eso, o respecto a él? -preguntó ella.
– Me parece que no -respondió Brunetti-. Una de las extrañas particularidades del asunto es que, por sórdidos y repugnantes que sean los hechos, la única ilegalidad que ha cometido Franchi es leer esos historiales, y él diría, y creería, que lo hacía por el bien de sus clientes. Como también Marcolini cumplía con su deber de buen ciudadano. Lo mismo que su hija, imagino. -Brunetti siguió pasando revista a los hechos-. Y la violencia que los carabinieri utilizaron con Pedrolli tampoco se considerará criminal. Aquella noche, tenían una orden judicial para efectuar arrestos. Llamaron a la puerta, pero los Pedrolli no les oyeron. Y Pedrolli admite haber atacado primero al carabiniere.
– Cuánta aberración y cuánto sufrimiento -dijo Paola.
Se quedaron en silencio un rato. Finalmente, Brunetti se levantó, fue a la sala, recogió su ejemplar de las Lettere dalla Russia y volvió al estudio. En el poco rato que él había estado ausente, Paola se había esparcido sobre el sofá como el agua en el surco, con un libro en las manos, pero encogió las piernas para hacerle sitio.
– ¿Son tus rusos? -preguntó al ver el libro.
Él se sentó y empezó a leer desde donde había terminado la noche antes. Paola estuvo un momento mirando su perfil, estiró las piernas por encima de las de él y siguió leyendo.
Al día siguiente el tiempo empeoró, con un brusco descenso de la temperatura, seguido de una lluvia torrencial, fenómenos que limpiaron las calles, primero, de turistas y, luego, de todo resto de suciedad. Horas después, las sirenas anunciaron la primera acqua alta del otoño, agravada por una violenta bora que entró del noreste.
Un malhumorado Brunetti, provisto de paraguas, sombrero, botas e impermeable, llegó a la questura y se paró en la entrada, ofreciendo lo que él consideraba una brutta figura, para sacudirse el agua como un perro. Al mirar en derredor, observó que el suelo estaba mojado, por lo menos, en un metro a la redonda. Andando pesadamente y sin ganas de hablar con nadie, subió a su despacho.
Dejó el paraguas apoyado en la pared detrás de la puerta. Si se escurría agua al parquet, allí no se vería. Colgó el impermeable en el armario, arrojó el empapado sombrero al estante superior y se sentó para quitarse las botas. Cuando por fin se instaló detrás de su mesa estaba sudoroso e irritado.
Sonó el teléfono.
– ¿Sí? -contestó con singular hosquedad.
– ¿Cuelgo y vuelvo a llamar cuando haya tenido tiempo de salir a tomar café? -preguntó Bocchese.
– Daría lo mismo y, probablemente, antes de llegar al bar me llevaría el acqua alta.
– ¿Tan fuerte viene? -preguntó el técnico-. Yo he llegado temprano y aún no estaba muy mal.
– Se calcula que alcanzará el máximo dentro de una hora. Y sí, es fuerte.
– ¿Se ahogará algún turista?
– No me tiente, Bocchese. Ya sabe que tenemos los teléfonos intervenidos y lo que digamos puede ser denunciado a la Junta de Turismo. -De pronto, se sintió más animado, ya fuera por la insólita jovialidad de Bocchese o por la idea del turista ahogado-. ¿Qué tiene que decirme?
– VIH -dijo el técnico y, agregó en el silencio resultante-: Tengo muestras de sangre seropositiva. Para ser más exactos, tengo los resultados del laboratorio, ¡por fin!, según los cuales la muestra que les envié es B negativo, un tipo relativamente raro y VIH positivo, lo cual es menos raro de lo que sería de desear.
– ¿La sangre de la farmacia?
– Sí.
– ¿Se lo ha dicho a alguien?
– No. Acabo de recibir el e-mail. ¿Por qué?
– No hay razón. Hablaré con Vianello.
– No será suya la sangre, ¿verdad? -dijo Bocchese con voz neutra.
La pregunta afectó de tal modo a Brunetti que no pudo menos que gritar:
– ¡¿Qué dice?!
Siguió un largo silencio al otro extremo y Bocchese dijo con voz contrita:
– No he querido decir eso. Con una sola muestra, no se puede saber de quién es.
– Pues dígalo así -dijo Brunetti, todavía gritando-. Y no gaste esas bromas. No tienen gracia -añadió con voz áspera, sorprendido por el acceso de cólera que le había provocado el técnico.
– Perdón -dijo Bocchese-. Es deformación profesional, supongo. Sólo vemos trocitos de personas, muestras de personas, y a veces bromeamos sobre ellas, olvidando a las personas.
– Está bien -dijo Brunetti y, en tono más sereno-: Hablaré con él.
– No le… -empezó el técnico, pero Brunetti cortó:
– Le diré que tenemos los resultados -y suavizando la voz, añadió-: No se preocupe. Es todo lo que le diré. Veremos si coincide con la sangre de alguna de las personas de la lista.
Bocchese le dio las gracias, se despidió cortésmente y colgó.
Brunetti bajó en busca de Vianello.
Les bastaron unos minutos para encontrar la concordancia de la sangre y un par de llamadas telefónicas para descubrir el posible móvil. Piero Cogetto era un abogado recién separado de su compañera, también abogada, con la que había vivido durante siete años. No tenía antecedentes de consumo de drogas y nunca había sido arrestado.
Una vez Vianello tuvo ese indicio, con otras dos llamadas pudo completar la historia: al enterarse de que Cogetto era seropositivo, su compañera lo dejó. Ella decía que se había separado de él por su infidelidad, no por la enfermedad, pero los que la conocían recibían la explicación con escepticismo. La segunda persona con la que habló Vianello dijo que la mujer siempre había mantenido que se había enterado de la enfermedad de Cogetto porque alguien se lo mencionó por error.
Después de informar de sus averiguaciones a Brunetti y Pucetti, Vianello preguntó:
– ¿Qué hacemos ahora?
– Siendo seropositivo no puede ir a la cárcel -dijo Brunetti-. Pero si, por lo menos, conseguimos que confíese que causó los destrozos de la farmacia, podremos cerrar el caso del vandalismo y darlo por resuelto. -Entonces se dio cuenta de que estaba hablando como Patta y agradeció que los otros no lo mencionaran.
– ¿Crees que lo admitirá? -preguntó Vianello.
Brunetti se encogió de hombros.
– ¿Por qué no? Las muestras de sangre coinciden, y una prueba de ADN confirmaría la coincidencia. Pero es abogado, y sabe que siendo seropositivo no podemos hacerle nada. -De pronto, sintió cansancio y deseó que todo aquello hubiera terminado.
– Si fue él, yo lo comprendería -dijo Pucetti.
– ¿Y quién no? -convino Vianello, aceptando tácitamente la idea de que el dottor Franchi era la persona que había cometido el «error»-. Iré a hablar con él, si quieres -se ofreció, dirigiéndose a Brunetti. Y a Pucetti-: Podrías venir, y así verías lo que es hablar con una persona que sabe que no puede ser arrestada.
– De ésas las hay a montones -dijo Pucetti con gesto impasible.