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Le gustaba estar aquí, en el laboratorio, trabajando, preparando las fórmulas que ayudarían a las personas a recuperar la salud. Le gustaba el método, botes y frascos, alineados en el orden preciso, obedientes a su voluntad, según el procedimiento que él consideraba óptimo. Le gustaba la sensación que experimentaba al desabrocharse la bata para sacar, del bolsillo del chaleco, la llave del armario. Siempre vestía traje completo, dejaba la americana en el despacho, colgada de una percha, y se ponía la bata encima del chaleco. Jersey, nunca: chaleco y corbata. ¿Cómo iba el público a saber que él era un profesional, un dottore, si no se presentaba vestido correctamente?
Los otros no pensaban así. Él ya había comprendido que no tenía poder para imponer a rajatabla sus normas en materia de indumentaria, pero no transigía con que las mujeres llevaran la falda más corta que la bata, había prohibido las bambas a todo el personal y sólo toleraba las sandalias a las mujeres, y en verano. Un profesional debía vestir como es debido. Adónde iríamos a parar si no.
Deslizó la cadena de oro entre los dedos hasta encontrar la llave del armario de tóxicos. Se puso en cuclillas y abrió la puerta metálica, escuchando con agrado el suave chasquido de la cerradura. ¿Había en Venecia otro farmacéutico que se tomara tan en serio su responsabilidad para con los clientes? Recordaba que, años atrás, había visitado a un colega que le había invitado a pasar al cuarto de los preparados. Cuando ellos entraron, el cuarto estaba vacío y él había visto que la puerta del armario de los tóxicos estaba abierta y con la llave en la cerradura. Había tenido que hacer un gran esfuerzo para abstenerse de señalar el grave riesgo que suponía semejante negligencia. Allí podía entrar cualquiera: un niño que se suelta de la mano de su madre, un descuidero, un drogadicto… y Dios nos libre de lo que podía ocurrir. ¿Era una película o era una novela, en la que una mujer entra en una farmacia y se traga arsénico que alguien ha dejado olvidado? U otro veneno, no recordaba cuál. De todos modos, la mujer era mala, por lo que quizá le estuvo bien empleado.
Sacó el frasco del ácido sulfúrico, enderezó las piernas y lo depositó cuidadosamente en el mostrador. Luego, despacio, lo arrimó a la pared, para mayor seguridad. Repitió la operación con otros frascos, que fue alineando, con las etiquetas hacia adelante, claramente legibles. Eran envases pequeños: arsénico, nitroglicerina, belladona y cloroformo. Puso dos a la derecha y dos a la izquierda del ácido, de manera que la etiqueta de la calavera y las tibias quedara bien a la vista. La puerta del laboratorio estaba cerrada, como la tenía siempre: los otros sabían que debían llamar y pedir permiso antes de entrar. Él así lo había dispuesto.
La receta estaba en el mostrador. Hacía años que la signora Basso padecía aquella dolencia gástrica, y él había preparado la fórmula ocho veces por lo menos, de manera que en realidad no necesitaba mirar la receta, pero un buen profesional no juega con estas cosas, y menos tratándose de algo tan delicado. Sí; las dosis eran las mismas: ácido clorhídrico y pepsina en proporción de una parte por dos, veinte gramos de azúcar y doscientos cuarenta gramos de agua. Lo que variaba de una a otra receta era el número de gotas que el dottor Prina prescribía para tomar después las comidas y que dependía del resultado de cada análisis. Él era responsable de la exacta elaboración de la solución que debía suplir, en el estómago de la signora Basso, la falta de jugos gástricos.
La pobre mujer llevaba años sufriendo aquella afección que, según el dottor Prina, era cosa de familia, y merecía toda su atención y simpatía, no sólo por ser también feligresa de la parroquia de Santo Stefano y miembro de la cofradía del Rosario, lo mismo que su madre, sino también porque, además de cumplir con sus obligaciones de buena cristiana, soportaba su cruz en silencio. No era como aquel glotón de Vittorio Priante, con su papada y sus pies planos. Cuando entraba en la farmacia, no sabía hablar más que de comida, comida y comida, de vino y de grappa, y más comida. Seguro que había mentido al médico acerca de sus síntomas, para que le recetara la solución ácida para la digestión. O sea que, además de glotón, era embustero.
Pero la profesión imponía estas obligaciones a quien pretendía ejercerla escrupulosamente. Él podía alterar la solución, haciéndola más fuerte o más suave, pero eso sería traicionar su sagrada tarea. Por mucho que el signor Priante mereciera ser castigado por sus excesos y sus mentiras, el castigo estaba en las manos de Dios y no en las suyas. Sus clientes recibirían de él la atención que había jurado dedicarles; nunca permitiría que su criterio personal condicionara su trabajo. Eso sería antiprofesional, inconcebible. No obstante, el signor Priante debería emular su templanza en la mesa. Su madre se la había inculcado, al igual que la moderación en todo. Hoy, martes, cenarían gnocchi, que ella hacía con sus propias manos, pechuga de pollo a la plancha y una pera. Nada de excesos. Y un vasito de vino, blanco.
Por inmoral, por lasciva que fuera la conducta de sus clientes, él no consentiría que sus principios éticos afectaran a su conducta profesional. Nunca se le ocurriría faltar a su juramento, ni siquiera en un caso como el de la hija de la signora Adami, una niña de quince años a la que ya habían recetado medicamentos contra enfermedades venéreas en dos ocasiones. Ello sería, además de pecado, una falta de profesionalidad, y ambas cosas eran anatema para él. Pero la madre tenía derecho a saber el camino que llevaba su hija y adónde podía conducirla. Una madre debe velar por la pureza de su hija, eso era indiscutible. Por consiguiente, él tenía la obligación de procurar que la signora Adami conociera los peligros a los que se exponía la jovencita; era un deber moral, el cual nunca podía disociarse de su deber profesional.
Era indignante pensar en un sujeto como Gabetti, deshonra de toda la profesión, por su codicia. ¿Cómo podía ser capaz de traicionar la confianza que el sistema sanitario había depositado en él, programando visitas falsas? Y qué escándalo que unos doctores, doctores en Medicina, se prestaran a semejante corruptela. Il Gazzettino de esta mañana daba la noticia en primera plana, con una foto de la farmacia de Gabetti. ¿Qué pensaría la gente de los farmacéuticos, si uno de ellos era capaz de semejante ruindad? Y, una vez más, la ley sería burlada. El hombre era muy viejo para ser enviado a la cárcel, y todo se resolvería discretamente. Una pequeña multa, quizá la inhabilitación, pero no sería castigado, y esta clase de delitos, como todos los delitos, merecían castigo.
Abrió uno de los armarios superiores y bajó un bol de cerámica, el mediano, que solía usar para las mezclas de 250 cc. De uno de los armarios de abajo sacó un frasco vacío color marrón y lo dejó en el mostrador. Tomó unos guantes de látex del armario superior y se los puso. Del armario de los tóxicos extrajo la botella de ácido clorhídrico, la depositó en el mostrador, desenroscó el tapón de vidrio y lo dejó en una fuente de cristal que tenía para este fin.
La química no es un proceso aleatorio, reflexionaba, sino que sigue las leyes establecidas por Dios, al igual que toda la Creación. Seguir esas leyes es participar, en pequeña escala, del poder que Dios ejerce sobre el mundo. Mezclar sustancias por el debido orden -primero ésta, luego la otra- es seguir el plan de Dios, y dispensarlas a los pacientes es hacer que cumplan la función que Él les ha asignado.
La jeringuilla estaba en el cajón de arriba, en su envoltorio de plástico transparente, lista para su único uso. Él rompió la bolsa; accionó el émbolo un par de veces arriba y abajo, aspirando y expulsando aire para comprobar el buen deslizamiento; insertó la aguja en el frasco del ácido, que sujetaba con firmeza por la base con la mano izquierda; y, lentamente, tiró del émbolo, inclinando la cabeza para leer las cifras del costado. Con cuidado, sacó la aguja, la enjugó en la boca del frasco y la situó sobre el bol de cerámicas. Quince gotas, ni una más.
Contaba once cuando oyó ruido a su espalda. ¿La puerta? ¿Quién abriría sin llamar? No podía apartar la mirada del extremo de la jeringuilla, porque si se descontaba tendría que limpiar el bol y empezar de nuevo, y no quería verter ni aun aquella ínfima cantidad de ácido en los desagües de la ciudad. No faltarían los que se rieran de tantas precauciones, pero quién sabía el daño que podían causar quince gotas de ácido clorhídrico.
La puerta se cerró, más suavemente de como se había abierto, en el momento en que la última gota caía en el bol. Al girarse, vio a uno de sus clientes, aunque más que cliente podía considerarlo colega, ¿no?
– Ah, dottor Pedrolli -dijo sin poder ocultar el asombro-. Es una sorpresa verlo aquí. -Lo expresó de este modo, para no ofender a un médico, un hombre al que sus estudios y responsabilidades situaban a un nivel superior al suyo propio. Le trataba de usted, deferencia que reservaba a todos los médicos, por años que hiciera que los conocía. Fuera de la farmacia, quizá habría preferido tutearlos, por afinidad profesional, pero ellos seguían llamándole de usted y, con los años, él se había acostumbrado al tratamiento. Lo consideraba una señal de respeto hacia él y su posición, y había llegado a enorgullecerle. Se quitó los guantes, los echó a la papelera y tendió la mano al médico.
– Deseo hablar con usted, dottor Franchi -dijo el recién llegado en voz baja después de estrecharle la mano. El dottor Pedrolli parecía alterado, lo que era insólito, ya que siempre le había parecido un hombre tranquilo.
– ¿Quién le ha dejado entrar? -preguntó Franchi, procurando hablar con suavidad, en tono de curiosidad más que de irritación. Sólo una emergencia podía inducir a un empleado suyo a desobedecer sus instrucciones respecto a la puerta.
– El dottor Banfi, su colega. Le he dicho que quería hablar con usted acerca de un paciente.
– ¿Qué paciente? -preguntó el farmacéutico, alarmado al pensar que uno de sus clientes pudiera estar grave. Empezó a repasar mentalmente los nombres de los niños a los que él sabía que atendía el dottor Pedrolli: quizá se trataba de un caso de larga enfermedad, y, sabiendo quién era, tal vez podría ganar unos segundos preciosos en la preparación de la medicina y prestar un buen servicio a un enfermo.
– Mi hijo -dijo Pedrolli.
Esto no tenía sentido. Él se había enterado, con el consiguiente asombro, de la visita de los carabinieri y de todo lo sucedido en casa del dottor Pedrolli. Aquel niño ya no podía ser considerado un paciente.
– Creí que… -empezó Franchi, y entonces se le ocurrió que podían haberle devuelto al niño-. ¿Es que ha…? -No supo cómo terminar la frase.
– No -dijo Pedrolli con su voz serena que sonó con fuerza en esa habitación de pequeñas dimensiones-. No -repitió el médico, con gesto sombrío-. Es definitivo.
– Lo lamento, pero no entiendo -dijo Franchi, reparando ahora en la jeringuilla que tenía en la mano, la dejó en el mostrador, procurando que el extremo de la aguja no tocara la superficie. Vio que Pedrolli observaba el movimiento y recorría con mirada de experto los frascos del mostrador. El médico, como buen profesional, sabría apreciar la disciplina y el orden riguroso de su laboratorio, espejo de la disciplina y el rigor de su ordenada vida.
– Estoy preparando una fórmula de pepsina para una paciente -explicó en respuesta a una pregunta inexistente de Pedrolli, esperando que el médico observara su discreción al omitir el nombre de la paciente. Señalando los frascos alineados junto a la pared, dijo-: No he querido sacar un frasco del fondo del armario teniendo otros delante, y los he sacado todos. Por seguridad. -Un médico sabría valorar esta precaución, estaba seguro.
Pedrolli asintió, con aparente indiferencia.
– Yo también soy cliente suyo, ¿verdad? -preguntó, para sorpresa del farmacéutico.
– Sí. Desde luego -respondió Franchi. Le parecía un cumplido que un médico, un profesional como él, pero de rango superior, reconociera que se contaba entre sus clientes. No obstante, la clienta era la esposa. Y el niño, claro, aunque ya no.
– Por eso he venido -dijo el dottor Pedrolli, volviendo a sorprenderlo.
– Sigo sin comprender -dijo Franchi. ¿Podía la pérdida sufrida haber alterado el equilibrio mental de este hombre? Ay, pobre, pero quizá era comprensible, después del disgusto.
– Usted debe de tener mi ficha, ¿no? -preguntó Pedrolli, para mayor desconcierto del farmacéutico.
– Por supuesto, dottore -respondió Franchi-. Tengo las fichas de todos mis clientes. -Le gustaba considerarlos sus pacientes, pero comprendía que tenía que llamarlos clientes, para demostrar que sabía cuál era su sitio en el orden de las cosas.
– ¿Podría explicarme cómo es que la tiene, dottore? -preguntó Pedrolli.
– ¿Que la tengo? -repitió Franchi estúpidamente.
– Mi ficha médica.
Pero él había dicho sólo «ficha», no «ficha médica». Este hombre no le había entendido.
– No es que quiera rectificarle, dottore -empezó, aunque sí quería-, pero tengo su ficha de cliente de la farmacia -dijo eligiendo cuidadosamente las palabras-. No sería correcto que yo tuviera su ficha médica. -Y era verdad; decirlo así no era mentir.
Pedrolli sonrió, pero no con una sonrisa tranquilizadora.
– No es eso lo que me han dicho.
– ¿Lo que le ha dicho quién? -preguntó un ofendido Franchi. ¿Acaso él, un profesional, un hombre que contaba entre sus clientes a jueces, abogados, ingenieros y médicos, había de consentir semejante acusación?
– Alguien que lo sabe.
Franchi se puso colorado.
– No puede entrar aquí haciendo semejantes acusaciones. -Entonces, recordando el estatus de la persona a la que se dirigía, moderó el tono de voz-. Eso es impropio. E injusto.
Pedrolli dio un pequeño paso atrás y, curiosamente, con la distancia pareció aumentar la diferencia de estatura. Ahora el médico dominaba claramente al farmacéutico.
– A propósito de acusaciones impropias e injustas, dottor Franchi -empezó Pedrolli con voz razonable y paciente-, quizá podríamos hablar de Romina Salvi.
Franchi tardó unos segundos en componer el gesto y preparar la voz.
– ¿Romina Salvi? Es clienta mía, pero no sé qué puede importar…
– Hace seis años que toma litio, según tengo entendido -dijo el médico con una sonrisa leve, de las destinadas a infundir confianza en el paciente.
– Tendría que consultar la ficha para estar seguro -dijo Franchi.
– ¿De que toma litio o de que hace seis años?
– De una y otra cosa. De las dos.
– Ya.
– Es que no sé a qué viene todo esto, dottore -dijo Franchi con vehemencia-. Y, si me permite, seguiré con lo que estaba haciendo. No me gusta hacer esperar a mis clientes.
– Romina iba a casarse con Gino Pivetti, un técnico del laboratorio del hospital. Pero la madre de él se enteró de lo del litio y la depresión, y se lo dijo a su hijo. Él no sabía nada. Romina no se lo había dicho por miedo a que la dejara.
– No comprendo qué tiene que ver eso conmigo -interrumpió Franchi. Sacó otro par de guantes, confiando en que su ostensible deseo de volver al trabajo impresionara a su visitante y le hiciera comprender que era inútil proseguir la conversación y que había llegado el momento de irse. Porque el dottor Franchi no podía decir claramente a un doctor en Medicina que se marchara.
– Y así fue, el chico la dejó, y ya no habrá hijos maníaco-depresivos que perturben el divino plan de perfección.
La cortesía impidió a Franchi responder que era mejor así: las criaturas de Dios debían emular Su Perfección, no transmitir una enfermedad que desbaratara el plan divino. Destapó el frasco vacío y dejó el tapón cabeza abajo, para eliminar todo peligro de contaminación del mostrador, aunque la posibilidad era remota.
– Hace tiempo que pienso en eso, dottor Franchi -dijo Pedrolli, ya con más animación-, desde que me enteré de que mi ficha médica estaba aquí y recordé toda la información que contiene.
Con intención de dar a entender lo poco que le faltaba para perder la paciencia, Franchi se acercó el bol unos centímetros, como si se dispusiera a empezar a preparar la solución y dijo:
– Lo siento, dottore, pero nada de esto tiene sentido. -Levantó la mano y abrió un armario, bajó el frasco de pepsina, la suspensión que era el siguiente ingrediente del preparado. Desenroscó el tapón y lo dejó en otra bandeja de cristal.
– ¿Y Romina Salvi? ¿Tiene algún sentido para usted que alguien, con una llamada telefónica, le destrozara la vida? -preguntó Pedrolli.
– Su vida no está destrozada -dijo Franchi, abandonando ya todo intento de disimular su impaciencia. Tomó la jeringuilla y la apartó cuidadosamente-. Quizá se haya roto su compromiso, pero eso no le destrozará la vida.
– ¿Por qué no? -preguntó Pedrolli con repentina cólera-. ¿Porque sólo se trata de sentimientos? ¿Porque nadie está en el hospital? ¿Porque nadie ha muerto?
De pronto, Franchi sintió que ya no aguantaba más, que estaba harto de hablar de sentimientos y vidas destrozadas. Una vida que sigue la senda del Señor no puede ser una vida destrozada. Miró a Pedrolli.
– Ya le he dicho, dottore, que no entiendo de qué me habla. Pero sí entiendo que la signorina Salvi padece una enfermedad que podría transmitir a sus hijos, por lo que quizá sea preferible que se haya roto ese compromiso.
– ¿Con ayuda de usted, dottore? -preguntó Pedrolli.
– ¿Por qué dice eso? -preguntó Franchi con aparente indignación.
– Según la madre de Gino, alguien le preguntó si no estaba preocupada por sus futuros nietos. Ellos viven en campo Manin, ¿verdad? Así pues, ésta debe de ser su farmacia. ¿Y de dónde si no había de recibir ella esa muestra de interés?
– Yo no hablo de mis clientes -dijo Franchi con la absoluta convicción del hombre que nunca miente ni murmura.
Pedrolli lo miró largamente, estudiando su cara con tanta intensidad que Franchi, pare rehuir su mirada, volvió al trabajo. Rasgó el envoltorio de otra jeringuilla con un ruido áspero, eco de su furor. Bombeó aire para probar el deslizamiento del émbolo e insertó el extremo en el frasco pequeño. Lentamente, empezó a aspirar el líquido.
– Usted no haría eso, ¿verdad? -preguntó Pedrolli, asombrado de haber tardado tanto en comprender-. Usted no mentiría ni hablaría de sus clientes, ¿eh?
Eso no merecía comentario, pero Franchi volvió la cabeza lo justo para decir, no sin irritación por la vaguedad del otro:
– Por supuesto que no.
– Pero sí llamaría por teléfono si creyera que un cliente hacía algo que usted consideraba inmoral, ¿verdad? -Pedrolli hablaba despacio, como si fuera haciendo deducciones-. Eso sí lo haría, lo mismo que advirtió a la madre de Gino. Decir, no diría nada. Sólo mostraría su preocupación y mencionaría lo que la causaba, y ellos ya sabrían a qué atenerse. -Se quedó mirando al hombre que tenía delante como si lo viera por primera vez, después de tantos años de conocerlo.
Franchi, agotada la paciencia, empuñó la jeringuilla como si fuera un cuchillo y apuntó al otro hombre. ¿Qué significaba esto y por qué estaba el dottor Pedrolli tan interesado por aquella mujer? Paciente suya no era, desde luego.
– Claro que lo haría -dijo al fin, cediendo a la cólera-. ¿Acaso no es un deber moral? ¿No es lo que hacemos todos, cuando vemos la maldad, el pecado y la mentira, y está en nuestra mano impedirlos?
Pedrolli no habría quedado más atónito si el otro le hubiera clavado la jeringuilla. Levantó la mano con la palma hacia Franchi y dijo con voz tensa:
– ¿Impedirlos y nada más? ¿Y, si ya es tarde para impedirlos, cree que hay que castigarlos?
– Naturalmente -dijo Franchi, como el que explica una cuestión de exquisita simplicidad-. Los pecadores deben ser castigados. El pecado merece castigo.
– ¿Siempre y cuando nadie acabe en el hospital o muerto?
– Exactamente -dijo Franchi con su habitual meticulosidad-. Si se trata sólo de sentimientos, no importa.
Volvió a su trabajo. Un hombre sereno, competente, entregado a sus tareas profesionales.
¿Quién sabe lo que Pedrolli vio en aquel momento? ¿Un niño con un pijama de patitos que se aplastaba la nariz con el dedo? ¿Y quién sabe lo que oía? ¿Una vocecita que decía «papá»? Lo que importa es lo que hizo. Dio un paso adelante y, con un brusco movimiento, empujó al farmacéutico hacia un lado. Franchi, atento a la jeringuilla, para no clavarse la aguja, dio un traspiés, cayó sobre una rodilla y respiró con alivio al haber conseguido mantenerla apartada de su cuerpo.
Entonces levantó la mirada hacia Pedrolli, pero sólo vio el frasco grande que venía hacia él entre las manos del médico, y el líquido que brotaba, y su propia mano que se interponía. Luego todo fue oscuridad y dolor.