El jurado estaba listo.
Después de cuarenta y dos horas de deliberaciones, que siguieron a setenta y un días de juicio con más de quinientas treinta horas de declaraciones prestadas por cuarenta y ocho testigos, y después de pasar una eternidad sentados en silencio mientras los abogados discutían, el juez los reprendía y los asistentes observaban como halcones a la caza de señales reveladoras, el jurado estaba listo. Encerrados en su sala, aislados y a buen recaudo, diez de ellos firmaron el veredicto satisfechos mientras los otros dos ponían mala cara en un rincón, apartados y desanimados por no haber impuesto su postura. Hubo abrazos, sonrisas y mutuas felicitaciones por haber sobrevivido a aquella pequeña guerra y poder, por fin, volver orgullosos a la palestra con una decisión tomada gracias a su absoluta determinación y a la búsqueda tenaz de un acuerdo. La pesadilla había llegado a su fin y ellos habían atendido su deber cívico. Habían cumplido de sobra con su obligación. Estaban listos.
El presidente del jurado llamó a la puerta e interrumpió de un sobresalto el sueño de Uncle Joe. El viejo alguacil los había custodiado y, al mismo tiempo, se había encargado de las comidas, de oír sus quejas y de transmitir discretamente al juez sus mensajes. Se rumoreaba que de joven, cuando todavía tenía buen oído, Uncle Joe incluso escuchaba a escondidas las deliberaciones del jurado a través de una puerta de pino muy fina que él mismo se había encargado de escoger e instalar. Sin embargo, los días de escuchar habían quedado atrás y, tal como le había confesado a su mujer, y a nadie más que a ella, después de la tortura en que se había convertido aquel juicio en particular, colgaría su vieja arma de una vez por todas. La presión de controlar a la justicia estaba acabando con él.
– Fantástico. Iré a buscar al juez -dijo con una sonrisa, como si el juez se encontrara en las entrañas del juzgado esperando una llamada de Uncle Joe.
En realidad, y según la costumbre, fue en busca de una secretaria judicial, a quien le comunicó la buena noticia. Era muy emocionante: el viejo palacio de justicia nunca había acogido un litigio ni tan largo, ni tan importante. Habría sido una pena acabar sin llegar a una decisión.
La secretaria llamó con suavidad a la puerta del juez y entró en el despacho.
– Tenemos veredicto -anunció ufana, como si ella personalmente hubiera participado en las negociaciones y le ofreciera el resultado como un regalo.
El juez cerró los ojos y dejó escapar un profundo suspiro de satisfacción. Esbozó una sonrisa feliz y nerviosa de auténtico alivio, como si no diera crédito a lo que acababa de oír.
– Reúna a los abogados -dijo al fin.
Después de casi cinco días de deliberación, el juez Harrison había aceptado la posibilidad de tener que disolver el jurado por no ponerse de acuerdo, su peor pesadilla. Tras cuatro años de demandas enérgicas y cuatro meses de juicio encolado, la perspectiva de un empate le ponía enfermo. No quería ni imaginarse tener que empezar todo otra vez, desde el principio.
Se calzó sus viejos mocasines, se levantó de un salto sonriendo de oreja a oreja como un niño y fue en busca de la toga. Por fin había acabado el juicio más largo de su variopinta carrera.
La secretaria llamó primero a Payton amp; Payton, un bufete local de abogados formado por un matrimonio que había tenido que trasladar las oficinas a un local comercial abandonado, en un barrio alejado del centro de la ciudad. Un pasante contestó al teléfono, la escuchó unos segundos y colgó.
– ¡El jurado ya tiene veredicto! -gritó.
Su voz resonó por el cavernoso laberinto de diminutos cubículos provisionales y sobresaltó a sus colegas. Volvió a gritarlo mientras se dirigía corriendo al Ruedo, donde todos sus compañeros ya acudían sin perder tiempo. Wes Payton ya estaba allí y cuando su mujer, Mary Grace, entró a toda prisa cruzaron una fugaz mirada cargada de miedo y desconcierto irrefrenables. Dos pasantes, dos secretarias y una contable se reunieron alrededor de la alargada y abarrotada mesa de trabajo, paralizados, mirándose embobados a la espera de que alguien dijera algo.
¿De verdad se había terminado? Después de haber esperado una eternidad, ¿acababa así sin más? ¿De manera tan imprevista? ¿Con una llamada de teléfono?
– ¿Qué os parece una breve oración en silencio? -propuso Wes, y todos enlazaron sus manos hasta formar un estrecho círculo y rezaron como nunca lo habían hecho.
Dirigieron todo tipo de ruegos a Dios todopoderoso, pero la petición común fue la de depararIes una victoria. Por favor, Señor, después de tanto tiempo, de tanto esfuerzo, dinero, miedo y dudas, por favor, te ruego que nos concedas una victoria divina. Sálvanos de la humillación, la ruina, la bancarrota y muchísimos otros males que acarrearía un veredicto en contra.
La segunda llamada de la secretaria judicial fue al móvil de Jared Kurtin, el artífice de la defensa. El señor Kurtin estaba echado relajadamente en un sofá de cuero alquilado en su despacho provisional de Front Street, en el centro de Hattiesburg, a tres manzanas de los juzgados. Leía una biografía mientras mataba el tiempo a setecientos cincuenta dólares la hora. La escuchó sin inmutarse y colgó el teléfono con fuerza.
– Vamos. El jurado está listo.
Sus soldados uniformados con traje oscuro reaccionaron de inmediato y formaron para escoltarIo por la calle hacia una nueva victoria aplastante. Marcharon sin más, sin encomendarse a nadie.
También se realizaron llamadas a otros abogados, luego a los periodistas, y al cabo de unos minutos la noticia ya estaba en la calle y se extendía a toda velocidad.
En uno de los últimos pisos de un rascacielos del sur de Manhattan, un joven, presa del pánico, irrumpió en una reunión importante y le susurró la noticia urgente al señor CarI Trudeau, que perdió de inmediato el interés por los temas que estaban debatiéndose y se levantó con brusquedad.
– Parece que el jurado ha alcanzado un veredicto -dijo. Salió de la habitación a grandes zancadas y atravesó el pasillo hasta un despacho monumental que ocupaba toda una esquina del edificio. Se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata, se acercó al ventanal y contempló el río Hudson en la distancia, a través de la incipiente oscuridad. Esperó y una vez más volvió a preguntarse cómo era posible que gran parte de su imperio pudiera depender de la decisión de doce personas normales y corrientes de un lugar atrasado de Mississippi.
Para un hombre que sabía tanto, la respuesta seguía escapándosele.
La gente entraba corriendo en el juzgado desde todas direcciones cuando los Payton aparcaron en la calle de atrás. Se quedaron un momento en el interior del vehículo, sin soltarse de la mano. Durante cuatro meses habían intentado no tocarse estando cerca del palacio de justicia pues siempre había alguien observando, ya fuera un miembro del jurado o un periodista, y era fundamental aparentar toda la profesionalidad posible. A la gente le sorprendía que un matrimonio llevara un caso conjuntamente y los Payton intentaban comportarse en público como abogados y no como esposos.
Además, durante el juicio habían tenido algunos momentos para el afecto fuera del juzgado.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó Wes, sin mirar a su mujer.
Tenía el pulso acelerado y la frente húmeda. Todavía asía el volante con la mano izquierda y no dejaba de repetirse que se relajara.
Relajarse. Menudo chiste.
– Nunca he tenido tanto miedo -dijo Mary Grace.
– Yo tampoco.
Hubo un largo silencio mientras respiraban profundamente y miraban una furgoneta de una cadena de televisión a punto de arrollar a un peatón.
– ¿Sobreviviremos a una derrota? Esa es la cuestión.
– Tendremos que hacerlo, no nos queda más remedio.
Pero no vamos a perder.
– Así es. Vamos allá.
Se juntaron con el resto de su pequeño bufete y entraron en los juzgados. Su cliente, la demandante Jeannette Baker, les esperaba donde siempre, junto a la máquina de refrescos del primer piso. Se echó a llorar en cuanto vio a sus abogados. Wes la cogió por un brazo y Mary Grace por el otro y acompañaron a Jeannette escalera arriba, hasta la sala del tribunal de la segunda planta. Podrían haberla llevado en volandas. Pesaba menos de cuarenta y cinco kilos y había envejecido cinco años durante el juicio. Pasaba de la alegría al llanto con suma facilidad y aunque no era anoréxica, apenas comía. Tenía treinta y cuatro años, había enterrado a un hijo y a su marido y se encontraba al final de un litigio espantoso que en secreto deseaba no haber iniciado nunca.
La sala del tribunal estaba en estado de máxima alerta, como si se avecinara un bombardeo y aullaran las sirenas. Docenas de curiosos pululaban por todas partes en busca de asientos o charlaban nerviosos mirando hacia todas partes. Cuando Jared Kurtin y el ejército defensor entraron por una puerta lateral, todo el mundo se lo quedó mirando boquiabierto, como si él supiera algo que ellos desconocían. Día tras día en los últimos cuatro meses había demostrado su capacidad para anticiparse a los acontecimientos, pero en esos momentos su expresión no dejaba adivinar nada. Se limitó a cerrar filas, muy serio, con sus subordinados.
Al otro lado, a apenas unos pasos, los Payton y Jeannette tomaron asiento en la mesa del demandante. Las mismas sillas, las mismas posiciones, la misma estrategia deliberada para dejar claro al jurado que aquella pobre viuda y sus dos únicos abogados se enfrentaban a una corporación gigantesca con recursos ilimitados. Wes Payton se volvió hacia Jared Kurtin, sus miradas se encontraron y ambos se saludaron con una breve inclinación de cabeza. Lo milagroso en aquel proceso era que los dos hombres todavía fueran capaces de tratarse con un mínimo de educación, incluso de conversar cuando no quedaba otro remedio. Se había convertido en una cuestión de orgullo. Tanto daba lo desagradable que hubiera llegado a ponerse la situación, y había habido momentos muy desagradables, ambos estaban decididos a actuar con dignidad y a tenderle la mano al otro.
Mary Grace no se volvió hacia ellos, pero si lo hubiera hecho, no habría saludado ni sonreído. Menos mal que no llevaba un arma en el bolso o la mitad de los picapleitos trajeados del otro lado ya no estarían allí. Colocó una libreta nueva de páginas amarillas encima de la mesa, delante de ella, escribió la fecha, a continuación su nombre y luego ya no se le ocurrió nada más. En setenta y un días de juicio había rellenado sesenta y seis cuadernos, todos del mismo tamaño y color, que ahora estaban perfectamente ordenados en un archivador metálico de segunda mano en el Ruedo. Le tendió un pañuelo de papel a Jeannette. Aunque lo controlaba casi todo, Mary Grace había perdido la cuenta del número de cajas de pañuelos que Jeannette había gastado durante el juicio. Por lo menos varias docenas.
La mujer lloraba sin parar, y aunque Mary Grace era muy comprensiva, también estaba harta de tantas malditas lágrimas. Estaba harta de todo: del cansancio, del estrés, de las noches en vela, del escrutinio, de no ver apenas a sus hijos, de su piso destartalado, de la montaña de facturas sin pagar, de los clientes desatendidos, de la comida china a medianoche, del reto que suponía maquillarse y peinarse todas las mañanas para estar mínimamente presentable ante el jurado. Era lo que se esperaba de ella.
Intervenir en un proceso importante es como zambullirse con un cinturón de plomo en un estanque oscuro y lleno de hierbajos. Consigues subir a la superficie para respirar, pero el resto del mundo deja de tener importancia. y siempre tienes la sensación de estar ahogándote.
Unas cuantas filas detrás de los Payton, en el extremo de un banco que se estaba llenando rápidamente, el asesor financiero del matrimonio se comía las uñas intentando aparentar calma. Se llamaba Tom Huff, o Huffy para los conocidos. Huffy se había dejado caer por allí de vez en cuando para ver cómo iba el juicio y ofrecer en silencio su personal oración. Los Payton debían cuatrocientos mil dólares al banco de Huffy y la única garantía eran unas tierras de cultivo en el condado de Cary, que pertenecían al padre de Mary Grace. Con suerte podrían venderse por cien mil dólares, lo que dejaba, obviamente, una cantidad considerable de deuda sin respaldo. Si los Payton perdían el caso, la que en su día había sido una prometedora carrera de banquero habría llegado a su fin. El presidente del banco había dejado de gritarle hacía tiempo. Ahora todas las amenazas las recibía por correo electrónico.
Lo que había empezado, bastante inocentemente, como una segunda hipoteca de noventa mil dólares sobre su preciosa casa se había convertido en una creciente vorágine de números rojos y gasto insensato. Insensato según Huffy al menos. Sin embargo, la bonita casa había pasado a la historia, igual que el bonito despacho del centro, los coches de importación y todo lo demás. Los Payton se lo habían jugado todo y Huffy no podía por menos que admirarlos. Un gran veredicto y él sería un genio. El veredicto equivocado y tendría que hacer cola detrás de ellos en el tribunal de quiebras.
El equipo financiero del otro lado de la sala no se comía las uñas y no parecía demasiado preocupado por una posible quiebra, aunque se había debatido la cuestión. Krane Chemical contaba con suficiente efectivo, beneficios y activos, pero también con centenares de demandantes potenciales que, como buitres, esperaban escuchar lo que el mundo estaba a punto de oír. Una sentencia disparatada y los pleitos les lloverían del cielo.
Sin embargo, en esos momentos parecían bastante tranquilos. Jared Kurtin era el mejor abogado defensor si se tenía suficiente dinero para pagarlo. Las acciones de la empresa apenas habían bajado y el señor Trudeau, en Nueva York, parecía satisfecho.
Tenían ganas de volver a casa.
Gracias a Dios, las bolsas ya habían cerrado.
– No se levanten-anunció en voz alta Uncle Joe cuando el juez Harrison entró por la puerta que quedaba detrás de su silla.
Hacía mucho tiempo que había puesto fin a esa costumbre absurda de pedir a todo el mundo que se pusiera en pie mientras él subía a su trono.
– Buenas tardes -dijo enseguida. Eran cerca de las cinco-. El jurado me ha informado de que ha alcanzado un veredicto. -Miró a su alrededor para comprobar que todos los abogados estuvieran presentes-. Espero que sepan guardar el decoro. No quiero protestas y nadie saldrá hasta que despida al jurado. ¿Alguna pregunta? ¿Alguna petición frívola adicional por parte de la defensa?
Jared Kurtin nunca se inmutaba. Fingió no haber oído al juez y siguió haciendo garabatos en su cuaderno como si estuviera creando una obra de arte. Si Krane Chemical perdía, apelaría sin dudarlo y la base de la apelación sería la obvia parcialidad de su señoría Thomas Alsobrook Harrison IV, veterano abogado con una demostrada antipatía por las grandes compañías en general y, ahora, por Krane Chemical en particular.
– Alguacil, haga entrar al jurado.
Se abrió la puerta que había junto a la tribuna del jurado y un gigantesco e invisible vacío succionó hasta el último centímetro cúbico de aire de la sala del tribunal. Los corazones dejaron de latir. Los cuerpos se enderezaron. Todos buscaron algún objeto que mirar. Solo se oían las lentas pisadas del jurado sobre la alfombra raída.
Jared Kurtin siguió garabateando en el cuaderno como si nada. Tenía por costumbre no mirar nunca a los miembros del jurado a la cara cuando volvían con el veredicto. Después de un centenar de litigios, sabía que era imposible leer la respuesta en sus rostros. Además, ¿para qué molestarse? De todos modos anunciarían la decisión en cuestión de segundos. Su equipo tenía órdenes estrictas de hacer caso omiso del jurado y de mantenerse impasibles ante el fallo.
Evidentemente, Jared Kurtin no tendría que enfrentarse a la ruina profesional o económica. Pero Wes Payton sí, y por eso no podía apartar la mirada de los ojos de los miembros del jurado mientras estos iban tomando asiento. El lechero desvió la vista, mala señal. El maestro evitó la mirada de Wes, otra mala señal. Cuando el portavoz tendió el sobre a la secretaria, la esposa del pastor lo miró apenada, aunque en realidad había tenido la misma expresión afligida desde el inicio de los alegatos.
Mary Grace captó la señal, yeso que ni siquiera la buscaba. Mientras pasaba otro pañuelo a Jeannette Baker, que en esos momentos prácticamente sollozaba, Mary Grace lanzó una mirada furtiva a la jurado número seis, la que tenía más cerca, la doctora Leona Rocha, una profesora universitaria de inglés jubilada. Desde detrás de sus gafas de lectura con montura roja, la doctora Rocha le dedicó el guiño más fugaz, alegre y sensacional que Mary Grace había recibido nunca.
– ¿Han alcanzado un veredicto? -preguntó el juez Harrison.
– Sí, señoría -contestó el portavoz.
– ¿ Es unánime?
– No, señor, no lo es.
– ¿ Al menos nueve de ustedes coinciden en el veredicto?
– Sí, señor. Los votos son diez contra dos.
– Pues no hay más que hablar.
Mary Grace se apresuró a anotar lo del guiño, pero con la ira del momento ni siquiera ella podría leer su propia letra. «Intenta aparentar serenidad», no dejaba de repetirse.
El juez Harrison recibió el sobre de manos de la secretaria, extrajo una hoja de papel de su interior y empezó a repasar el fallo. La frente se le llenó de profundas arrugas y entrecerró los ojos mientras se pellizcaba el puente de la nariz.
– Parece que todo está correcto -anunció al cabo de una eternidad.
Ni un solo parpadeo, sonrisa o mirada sorprendida, nada que pudiera indicar lo que había escrito en la hoja de papel.
Miró a su relator, asintió con la cabeza y se aclaró la garganta disfrutando del momento. Las arrugas alrededor de sus ojos se suavizaron, los músculos de la mandíbula se distendieron y los hombros se relajaron un poco, lo que, al menos para Wes, significó una repentina esperanza de que el jurado hubiera sentenciado al demandado.
– Cuestión número uno -leyó el juez Harrison lentamente, en voz alta-: «¿Consideran que, según se desprende de las pruebas, Krane Chemical Corporation contaminó las aguas subterráneas objeto de esta causa?». -Al cabo de una pausa efectista que no duró más de cinco segundos, continuó-: La respuesta es ‹‹Sí».
Una parte de la sala recuperó la respiración mientras que la otra empezó a ponerse azul.
– Cuestión número dos: «¿ Consideran que, según se desprende de las pruebas, dicha contaminación fue la causa directa del fallecimiento o fallecimientos de a) Chad Baker o b) Pete Baker?». Respuesta: «Sí, de ambas».
Mary Grace se las ingenió para sacar varios pañuelos de una caja y pasarlos con la mano mientras no dejaba de escribir con la derecha. Wes dirigió una mirada furtiva al jurado número cuatro, que resultó que estaba mirándolo con una sonrisa divertida que parecía decir: «Ahora viene lo bueno».
– Cuestión número tres: «En cuanto a Chad Baker, ¿ con qué cantidad indemnizan a Jeannette Baker por el fallecimiento de su hijo?». Respuesta: «Quinientos mil dólares».
Los niños muertos no valen mucho, ya que no tienen ingresos, pero la impresionante indemnización por Chad hizo sonar las alarmas pues daba una rápida idea de lo que podía venir a continuación. Wes miró fijamente el reloj que había encima del juez y dio gracias a Dios por haberlos sacado de la quiebra.
– Cuestión número cuatro: «En cuanto a Pete Baker, ¿con qué cantidad indemnizan a su viuda, Jeannette Baker, por la injusta muerte de su esposo?». Respuesta: «Dos millones y medio de dólares».
El equipo financiero de la primera fila detrás de Jared Kurtin se removió inquieto. Krane podía hacer frente a un contratiempo de tres millones de dólares sin problemas, pero era el efecto dominó lo que de repente los aterrorizó. En cuanto al señor Kurtin, seguía sin inmutarse.
Todavía no.
Jeannette Baker empezó a escurrirse de la silla. Sus abogados la asieron a tiempo para devolverla al asiento, le pasaron el brazo sobre sus frágiles hombros y le hablaron en voz baja y suave. Sollozaba, fuera de control.
La lista contenía seis cuestiones que los abogados habían negociado no sin esfuerzo, y si el jurado respondía afirmativamente a cinco de ellas, todo el mundo enloquecería. El juez Harrison llegó al quinto punto, lo leyó para sí con atención, se aclaró la garganta y estudió la respuesta. En ese momento reveló su vena mezquina con una sonrisa. Levantó la vista unos centímetros por encima de la hoja de papel que sostenía y de las gafas de lectura baratas que se aguantaban en su nariz, y miró fijamente a Wes Payton. Esbozaba una sonrisa tensa, de complicidad, aunque llena de enorme satisfacción.
– Cuestión número cinco: «¿Consideran que, según se desprende de las pruebas, el comportamiento de Krane Chemical Corporation fue intencionado o lo suficientemente negligente como para justificar la imposición de daños punitivos?». Respuesta: «Sí».
Mary Grace dejó de escribir y miró a su marido por encima de los cabeceos de su cliente, que también tenía los ojos clavados en ella. Habían ganado, y solo eso ya era estimulante de por sí, una inyección de euforia casi indescriptible. Pero ¿ qué tipo de victoria habían obtenido? En esas milésimas de segundo cruciales, ambos supieron que sería aplastante.
– Cuestión número seis: «¿Qué cantidad destinan a la indemnización por daños punitivos?». Respuesta: «Treinta y ocho millones de dólares».
Se oyeron respiraciones entrecortadas, toses y silbidos a medida que la onda expansiva recorría toda la sala. Jared Kurtin y los suyos estaban ocupados escribiéndolo todo, intentando permanecer impávidos ante aquella bomba. Los mandamases de Krane de la primera fila estaban intentando recuperarse y respirar con normalidad. La mayoría dirigía miradas iracundas al jurado, a quienes también destinaban pensamientos poco agradables relacionados con los pueblerinos, la estupidez en esos lugares atrasados y demás.
El señor y la señora Payton devolvieron su atención a su cliente, que estaba abrumada por el rotundo peso del fallo y trataba de mantenerse en la silla como podía. Wes susurró palabras tranquilizadoras a Jeannette mientras no dejaba de repetirse las cifras que acababa de oír. No sabía cómo, pero había conseguido mantenerse serio y reprimir una sonrisa bobalicona.
Huffy, el asesor financiero, dejó de comerse las uñas. En menos de treinta segundos había pasado de ser un director bancario caído en desgracia y en la bancarrota a una estrella emergente destinada a recibir un salario y un despacho mayores. Incluso se sentía más inteligente. Ay, menuda maravillosa entrada en la sala de juntas del banco que prepararía para primera hora de la mañana del día siguiente. El juez procedía con las formalidades y los agradecimientos al jurado, pero eso a Huffy ya no le interesaba. Había oído todo lo que le interesaba oír.
El jurado se puso en pie y salió de la sala mientras Uncle Joe sujetaba la puerta y asentía con la cabeza con aprobación.
Más tarde le contaría a su mujer que él ya había predicho ese veredicto, aunque ella no lo recordaba. Uncle Joe aseguraba que no había fallado una sola sentencia en las numerosas décadas que llevaba trabajando de alguacil. Cuando el jurado hubo salido, Jared Kurtin se levantó y, con perfecta compostura, recitó de un tirón las solicitudes habituales posteriores a un juicio, que el juez Harrison recibió con gran magnanimidad una vez terminado el derramamiento de sangre. Mary Grace seguía sin reaccionar. A Mary Grace le daba igual. Tenía lo que quería.
Wes pensaba en los cuarenta y un millones de dólares mientras luchaba contra sus emociones. El bufete sobreviviría, así como su matrimonio, la reputación de ambos y todo lo demás.
Cuando finalmente el juez Harrison anunció: «Se levanta la sesión», los asistentes salieron en tropel de la sala con el teléfono móvil en la mano.
El señor Trudeau seguía de pie junto al ventanal contemplando las últimas luces del atardecer más allá de New Jersey. En el otro extremo del amplio despacho, Stu, su ayudante, contestó la llamada y se aventuró un par de pasos al frente antes de reunir el valor para hablar.
– Señor, han llamado de Hattiesburg. Tres millones en daños y perjuicios, treinta y ocho en punitivos.
Desde su posición, distinguió un ligero vencimiento de los hombros, un mudo suspiro de frustración y luego una retahíla de obscenidades murmuradas.
El señor Trudeau se volvió lentamente y fulminó con la mirada a su ayudante como si deseara matar al mensajero. -¿ Estás seguro de que has oído bien? -preguntó.
Stu deseó con todas sus fuerzas haberse equivocado. -Sí, señor.
La puerta seguía abierta a su espalda. Bobby Ratzlaff irrumpió en el despacho, sin aliento, conmocionado y asustado, en busca del señor Trudeau. Ratzlaff era el jefe de abogados de la casa y su cabeza sería la primera en peligrar. Ya estaba sudando.
– Quiero aquí a tu equipo en cinco minutos -le ladró el señor Trudeau, antes de volverse de nuevo hacia la ventana.
La conferencia de prensa se celebró en la primera planta de los juzgados. En dos grupos pequeños, Wes y Mary Grace hablaron pacientemente con los periodistas. Ambos ofrecieron las mismas respuestas a las mismas preguntas. No, el veredicto no era un récord en el estado de Mississippi. Sí, creían que estaba justificado. No, no lo esperaban, al menos no una cantidad tan alta. Era evidente que apelarían. Wes sentía un gran respeto por Jared Kurtin, pero no por su cliente. Su bufete representaba en esos momentos a treinta querellantes más que habían interpuesto una demanda a Krane Chemical. No, no esperaban llegar a un acuerdo en esos casos.
Sí, estaban exhaustos.
Al cabo de media hora se disculparon y salieron de los juzgados de distrito del condado de Forrest de la mano, llevando un pesado maletín en la otra. Los fotografiaron cuando entraron en el coche y cuando enfilaron la calle.
Por fin a solas, permanecieron callados. Cuatro manzanas, cinco, seis. Pasaron diez minutos sin intercambiar ni una sola palabra. El coche, un Ford Taurus destartalado, con millón y medio de kilómetros, al menos una de las ruedas medio deshinchadas y el ruidito constante de una válvula obstruida, avanzaba sin rumbo por las calles que rodeaban la universidad.
Wes fue el primero en hablar.
– ¿Cuánto es una tercera parte de cuarenta y un millones?
– Ni lo pienses.
– No lo pienso, solo bromeaba.
– Limítate a conducir.
– ¿ A algún sitio en concreto?
– No.
El Taurus se adentró en las urbanizaciones de las afueras, sin rumbo aparente, aunque decididamente no hacia el bufete. Se mantuvieron lejos del barrio donde seguía la bonita casa que una vez habían compartido.
La realidad se asentó lentamente a medida que los abandonaba el aturdimiento. Un pleito que habían iniciado a regañadientes hacía cuatro años acababa de decidirse de la manera más espectacular posible. La agotadora maratón había llegado a su fin y aunque habían logrado una victoria provisional, lo habían pagado caro. Las heridas seguían abiertas y las cicatrices de la batalla no se habían cerrado.
El indicador de la gasolina anunciaba que les quedaba menos de un cuarto de depósito, algo en lo que Wes ni siquiera habría reparado un par de años atrás. Ahora se trataba de un problema bastante más serio. Por entonces conducía un BMW -Mary Grace tenía un Jaguar- y cuando necesitaba repostar, se limitaba a detenerse en su gasolinera preferida y a llenar el depósito pagando con una tarjeta de crédito. Nunca repasaba las facturas, de eso se encargaba su contable, a quien se las entregaba. Ahora ya no tenía tarjeta de crédito, ni BMW, ni Jaguar, aunque seguía trabajando con ellos la misma contable, que cobraba la mitad y administraba el dinero con cuentagotas para mantener el despacho de los Payton a flote.
Mary Grace también miró el indicador, una costumbre que había adquirido recientemente. Se fijó en el indicador y recordó los precios de todo: del litro de gasolina, de una barra de pan, de un litro de leche. Ella era la ahorradora y él el derrochador, pero no muchos años atrás, cuando los clientes acudían a ellos y ganaban casos, se había relajado demasiado y había disfrutado del éxito. Ahorrar e invertir no era prioritario. Eran jóvenes, el bufete estaba creciendo y el futuro parecía no tener límites.
Sin embargo, hacía tiempo que el caso Baker había devorado todo lo que había conseguido poner en fondos de inversión inmobiliaria.
Hacía apenas una hora, sobre el papel, estaban en la miseria y las deudas exorbitantes superaban con creces los contados bienes que pudieran quedarles. Ahora las cosas eran distintas. Las obligaciones no habían desaparecido, pero su balance de situación había mejorado notablemente.
¿O no?
¿Cuándo iban a ver toda o parte de esa maravillosa indemnización? ¿Les ofrecería Krane llegar a un acuerdo? ¿Cuánto tiempo duraría la apelación? ¿Cuánto tiempo podían destinar ahora al resto de los casos?
Ninguno de los dos deseaba pensar en las cuestiones que los atormentaban. Sencillamente estaban demasiado cansados y aliviados. Durante una eternidad apenas habían hablado de otra cosa, y ahora no hablaban de nada. Ya empezarían el informe al día siguiente, o al otro.
– Casi no nos queda combustible -dijo Mary Grace.
– ¿Y la cena? -preguntó Wes, incapaz de hacer pensar una respuesta a su agotada mente.
– Macarrones con queso, con los niños.
El proceso no solo había consumido su energía y sus ahorros sino que también había quemado todas las calorías que pudieran sobrarles al principio del litigio. Wes había adelgazado cerca de siete kilos como mínimo, aunque no estaba seguro, porque hacía meses que no se subía a una báscula. No tenía intención de preguntar a su mujer acerca de un tema tan delicado, pero era evidente que ella también necesitaba alimentarse. Se habían saltado muchas comidas: desayunos mientras bregaban con los niños para vestirlos y llevarlos al colegio, comidas durante las que uno presentaba alguna petición en el despacho de Harrison mientras el otro se preparaba para el siguiente turno de preguntas, cenas en las que trabajaban hasta entrada la medianoche y simplemente se olvidaban de comer. Las barritas y las bebidas energéticas les habían ayudado a ir tirando.
– Me parece genial-dijo, y viró el volante a la izquierda, hacia una calle que les llevaría a casa.
Ratzlaff y dos abogados más tomaron asiento alrededor de la elegante mesa forrada de cuero, en uno de los rincones del despacho del señor Trudeau. El cristal de los ventanales ocupaba toda la pared, lo que proporcionaba unas vistas espectaculares de los rascacielos que se apiñaban en el distrito financiero, aunque nadie estaba de humor para apreciar la vista. El señor Trudeau estaba al teléfono en la otra punta de la estancia, detrás de su escritorio cromado. Los abogados esperaban nerviosos. Se habían mantenido en comunicación constante con los testigos presenciales que tenían en Mississippi, pero seguían disponiendo de pocas respuestas.
El jefe acabó de hablar por teléfono y atravesó la estancia con paso decidido.
– ¿Qué ha ocurrido? -les espetó-. No hace ni una hora estabais muy gallitos y ahora resulta que nos han machacado. ¿Qué ha pasado?
Tomó asiento y miró a Ratzlaff, iracundo.
– Un juicio con jurado está siempre lleno de riesgos -se justificó Ratzlaff.
– He pasado por otros juicios, por muchos, y suelo ganarlos. Creía que habíamos contratado a los mejores picapleitos de la profesión. A los mejores que el dinero puede comprar. No hemos reparado en gastos, ¿no es cierto?
– Ya lo creo. Les pagamos con creces. Seguimos pagándoles.
El señor Trudeau estampó un puño sobre la mesa.
– ¿Qué ha fallado? -gritó.
Bueno, pensó Ratzlaff, que desearía poder decirlo en voz alta, aunque apreciaba demasiado su trabajo como para hacerlo, empecemos por el hecho de que nuestra compañía construyó una planta de pesticidas en un pueblo de mala muerte de Mississippi porque el suelo y la mano de obra estaban regalados, que luego nos pasamos los siguientes treinta años vertiendo productos y residuos químicos en el suelo y los ríos, todo ilegal, por descontado, y que contaminamos el agua para consumo humano hasta que supo a leche agria, lo que aunque de por sí ya es malo, no fue ni mucho menos lo peor. Porque luego la gente empezó a morir de cáncer y leucemia.
Eso, señor Jefazo, señor Alto Ejecutivo y señor Tiburón Empresarial, es exactamente lo que ha fallado.
– Los abogados tienen un buen pálpito con la apelación -acabó diciendo Ratzlaff, sin demasiada convicción.
– Vaya, es fabuloso. Ahora mismo confío ciegamente en mis abogados. ¿Se puede saber de dónde has sacado a esos payasos?
– Son los mejores, ¿de acuerdo?
– Seguro. y ahora digámosle a la prensa que estamos eufóricos con la apelación y así tal vez nuestras acciones no se desplomarán mañana. ¿Es eso lo que estás diciendo?
– Podemos darle un giro favorable -dijo Ratzlaff.
Los otros dos abogados no apartaban la vista de los paneles de cristal. ¿Quién quería ser el primero en saltar?
Uno de los móviles del señor Trudeau empezó a sonar y este lo cogió con brusquedad de la mesa.
– Hola, cariño -respondió, levantándose y alejándose unos pasos.
Era la (tercera) señora Trudeau, el último trofeo, una chica insultante mente joven, a quien Ratzlaff y todos los de la compañía evitaban a toda costa. Su marido dijo algo en voz baja y luego se despidió.
Se acercó a uno de los ventanales que quedaba cerca de los abogados y contempló los altos y titilantes edificios que los rodeaban.
– Bobby -dijo, sin volverse-, ¿tienes alguna idea de dónde sacó el jurado la cifra de treinta y ocho millones por daños punitivos?
– Pues ahora mismo no.
– Lo suponía. Durante los nueve primeros meses del año,
Krane ha obtenido un promedio de treinta y ocho millones al mes en beneficios. Un hatajo de paletos ignorantes, que juntos no ganan ni cien mil al año, se sientan ahí como dioses, desplumando a los ricos para dárselo a los pobres.
– Todavía tenemos el dinero, Carl-dijo Ratzlaff-. Pasarán años antes de que vean un solo centavo, si es que llegan a verlo alguna vez, claro.
– ¡Genial! Pues mañana intenta darle un giro positivo a eso cuando se lo cuentes a las hienas mientras nuestras acciones caen por los suelos.
Ratzlaff se calló y se arrellanó en el asiento. Los otros dos abogados no iban a abrir la boca.
El señor Trudeau no dejaba de pasearse arriba y abajo con aire dramático.
– Cuarenta y un millones de dólares. y ¿cuántos casos más hay abiertos, Bobby? ¿No dijo alguien que eran doscientos, trescientos? Pues si esta mañana había trescientos, mañana por la mañana habrá tres mil. Cualquier paleto del sur de Mississippi al que le haya salido una llaga por la fiebre asegurará que hemos vertido el brebaje mágico desde Bowmore. Ahora mismo, cualquier abogaducho de tres al cuarto con un título se dirige hacia allí para tratar de hacerse con una cartera de clientes. Se suponía que esto no iba a pasar, Bobby. Me lo aseguraste.
Ratzlaff tenía en su poder un documento interno guardado bajo llave. Se había redactado y preparado ocho años atrás, bajo su supervisión. A lo largo de un centenar de páginas se describía a grandes trazos el vertido ilegal de residuos tóxicos que la compañía estaba llevando a cabo en la planta de Bowmore. Resumía los esfuerzos denodados que había realizado la empresa para ocultar sus actividades ilícitas, engañar a la EPA, la Agencia de Protección del Medio Ambiente, y comprar a los políticos de los ámbitos local, estatal y federal. El pliego recomendaba una limpieza clandestina, aunque efectiva, del lugar, que ascendía a unos cincuenta millones de dólares. Pedía a quien lo leyera que detuviera los vertidos.
Además, y tal vez lo más importante en estos momentos, el informe también predecía una resolución en contra si eran llevados a juicio.
Solo la suerte y una flagrante indiferencia por las normas del procedimiento civil le habían permitido a Ratzlaff mantener el informe en secreto.
Al señor Trudeau también se le había entregado una copia hacía ocho años, aunque él aseguraba no haberla visto jamás. Ratzlaff se sintió tentado a desempolvarlo y leer determinados pasajes, pero, una vez más, se lo impidió el apego que sentía por su trabajo.
El señor Trudeau se acercó a la mesa, colocó las palmas sobre el cuero italiano y fulminó a Bobby Ratzlaff con la mirada.
– Créeme, jamás ocurrirá. Ni un solo centavo de esos beneficios que tanto nos ha costado ganar caerá jamás en manos de esos paletos que viven en caravanas. -Los tres abogados miraron fijamente a su jefe, cuyos ojos entrecerrados eran dos ascuas inflamadas por los que echaba fuego y acabó diciendo-: Os juro sobre la tumba de mi madre que esos catetos nunca tocarán ni un centavo del dinero de Krane, aunque tenga que llevarla a la quiebra o dividirla en quince trozos.
Y con esa promesa, atravesó la alfombra persa a grandes zancadas, recogió la chaqueta del colgador y salió del despacho.
Los parientes de Jeannette Baker se ofrecieron para llevarla a Bowmore, donde vivía, a unos treinta kilómetros de los juzgados. Se sentía sin fuerzas después de tanta agitación y tranquila, como siempre, y no le apetecía ver a mucha gente y fingir que estaba de ánimo para celebraciones. Las cifras representaban una victoria, pero el veredicto también era el final de un largo y arduo camino, y su marido y su pequeño seguían estando muertos.
Vivía en una vieja caravana con Bette, su hermanastra, en una carretera de grava de un barrio abandonado de Bowmore, conocido como Pine Grave. Muchas otras caravanas se repartían por calles aledañas, sin pavimentar. La mayoría de los coches y los camiones aparcados alrededor de las roulottes tenían bastantes años, la pintura había saltado y estaban abollados. También se veía alguna que otra vivienda de carácter permanente, inmóvil, calzada con bloques cincuenta años atrás, aunque estas también habían sucumbido al paso del tiempo y mostraban evidentes señales de abandono. Apenas había trabajo en Bowmore, y aún menos en Pine Grave. Un paseo por la calle de Jeannette habría deprimido a cualquiera.
La noticia llegó antes que ella y una pequeña multitud la esperaba cuando llegó a casa. La metieron en la cama y luego se sentaron en el apretado habitáculo a murmurar sobre el veredicto y a especular sobre qué significaba todo aquello.
¿Cuarenta y un millones de dólares? ¿Cómo afectaría esa resolución al resto de las demandas? ¿Se vería Krane obligada a limpiar la basura que había vertido? ¿Cuándo iba a ver Jeannette aquel dinero? Se cuidaron mucho de ahondar en la última cuestión, aunque era la que dominaba todos sus pensamIentos.
Fueron llegando más amigos y conocidos y la gente ya no cupo en la caravana, así que tuvieron que acomodarse en la frágil tarima de madera del exterior, donde desplegaron varias sillas y se sentaron al fresco de la tarde, a charlar. Bebían agua embotellada y refrescos. Para una gente acostumbrada a sufrir, la victoria era dulce. Al final, habían ganado. Algo. Se habían rebelado contra Krane, una compañía a la que odiaban con toda su alma, y por fin le habían asestado el golpe mortal. Tal vez su suerte hubiera cambiado. Por fin alguien de fuera de Bowmore los había escuchado.
Charlaron sobre abogados, declaraciones, la Agencia de Protección del Medio Ambiente, y sobre los últimos informes toxicológicos y geológicos. A pesar de la escasa formación que poseían, manejaban con fluidez términos como residuos tóxicos, contaminación de acuíferos y conglomerados de cáncer, una incidencia mayor de la esperada de casos de cáncer en una misma zona. Estaban viviendo una pesadilla.
Jeannette estaba despierta en su dormitorio a oscuras; escuchaba el murmullo de las conversaciones a su alrededor. Se sentía segura. Era su gente: amigos, familiares y otras víctimas. Los lazos eran fuertes y compartían el sufrimiento. Igual que lo harían con el dinero. Si alguna vez veía un centavo, había pensado repartirlo entre todos.
No se sentía abrumada por el veredicto, allí tumbada, mirando fijamente el techo. El alivio que sentía tras la horrible experiencia del juicio superaba con creces la emoción de haber ganado. Deseaba dormir una semana entera y despertarse en un mundo nuevo con su pequeña familia intacta, felices y sanos. Sin embargo, por primera vez desde que había oído el fallo, se preguntó qué iba a comprar exactamente con la indemnización.
Dignidad. Un lugar digno donde vivir y un lugar digno donde trabajar. En otro lugar, por descontado. Dejaría atrás Bowmore, el condado de Cary y sus ríos, riachuelos y acuíferos contaminados. Aunque no demasiado lejos, pensó, porque toda la gente a la que quería vivía cerca de allí. No obstante, soñaba con una vida nueva en una casa nueva con agua corriente limpia, agua que no apestara, manchara ni trajera la enfermedad y la muerte.
Oyó que alguien cerraba la puerta de un coche de golpe, y agradeció contar con tantos amigos. Tal vez debería de arreglarse el pelo y atreverse a salir a saludar. Entró en el diminuto cuarto de baño que había junto a la cama, encendió la luz, abrió el grifo del lavamanos y luego se sentó en el borde de la bañera y se quedó mirando fijamente el chorro de agua grisácea que caía sobre las manchas oscuras del lavabo de porcelana de imitación.
Solo era adecuada para tirar de la cadena, para nada más.
La estación de bombeo que abastecía de agua era propiedad del ayuntamiento de Bowmore, el mismo que había prohibido su consumo. Tres años atrás, el ayuntamiento había aprobado una resolución en la que se rogaba a los ciudadanos que la utilizaran únicamente para tirar de la cadena. Colocaron carteles de aviso en todos los baños públicos: «AGUA NO POTABLE, por Orden del Ayuntamiento». Se trajo agua por camión desde Hattiesburg, y todas las casas de Bowmore, tanto las móviles como las demás, disponían de un tanque de unos veinte litros y un dispensador. Los que podían permitírselo, instalaban cerca de los porches traseros depósitos de cientos de litros que se aguantaban sobre soportes. Las casas más bonitas incluso disponían de aljibes para recoger el agua de lluvia.
El agua era una batalla diaria en Bowmore. Cada vaso de agua planteaba dudas, preocupación y se utilizaba con moderación porque el suministro nunca estaba asegurado. Cada gota que entraba o tocaba el cuerpo humano procedía de una botella, la cual a su vez provenía de una fuente suficientemente inspeccionada y certificada. Beber y cocinar eran tareas sencillas comparadas con ducharse y lavarse. La higiene era una lucha diaria y la mayoría de las mujeres de Bowmore llevaban el pelo corto. Muchos hombres se habían dejado crecer la barba.
Los problemas con el agua eran legendarios. Diez años atrás, la ciudad había instalado un sistema de irrigación en el campo de béisbol juvenil, solo para ver cómo el césped se secaba y moría. La piscina municipal se cerró cuando un especialista intentó tratar el agua con cantidades industriales de cloro y lo único que consiguió fue que se volviera salobre y apestara como un pozo de aguas residuales. Cuando ardió la iglesia metodista, los bomberos se percataron de que, durante aquella batalla perdida, el agua que bombeaban de unas reservas sin tratar no hacía más que avivar las llamas. Unos años antes, varios ciudadanos de Bowmore empezaron a sospechar que el agua causaba pequeñas grietas en la pintura de sus coches después de lavarlos varias veces.
Y la bebimos durante años, se dijo Jeannette. La bebimos cuando empezó a apestar. La bebimos cuando cambió de color. La bebimos aunque no dejábamos de quejarnos amargamente al ayuntamiento. La bebimos después de que la analizaran y de que el ayuntamiento nos asegurara que era potable. La bebimos después de hervirla. La bebimos con el café y el té, seguros de que las altas temperaturas acabarían con los gérmenes. y cuando no la bebíamos, nos duchábamos y nos bañábamos con ella y respirábamos el vaho.
¿Qué se suponía que debíamos hacer? ¿ Ir a buscarla al pozo todas las mañanas como los antiguos egipcios y llevarla a casa en ollas sobre la cabeza? ¿Excavar nuestros propios pozos a dos mil dólares cada uno y encontrar la misma aguachirle pútrida que el ayuntamiento había encontrado? ¿ Ir en coche hasta Hattiesburg, buscar un grifo y cargarla hasta casa en baldes?
Todavía oía los desmentidos, esos que -ya quedaban tan lejos, y veía a los expertos señalando sus gráficos e informando al ayuntamiento y a la gente que se apiñaba en un salón de juntas abarrotado, repitiéndoles una y otra vez que habían analizado el agua y que no le pasaba nada, siempre que la trataran con ingentes cantidades de cloro. Todavía oía cómo los flamantes expertos que Krane Chemical había llamado a declarar decían al jurado que sí, que tal vez había habido alguna insignificante «fuga» a lo largo de los años en la planta de Bowmore, pero que no había motivo para preocuparse porque el suelo ya había absorbido el dicloronileno y otras sustancias «no autorizadas» que las corrientes subterráneas ya se habían llevado y que, por tanto, no suponían ninguna amenaza para el agua potable de la ciudad. Todavía oía a los científicos del gobierno con su rebuscado vocabulario hablando con la gente y asegurándole que podían beber el agua que ni ellos se atrevían a oler.
Desmentidos por todas partes mientras el número de víctimas aumentaba. El cáncer golpeó en todas partes en Bowmore, en cada calle, en prácticamente cada familia. Se cuadruplicó el índice de incidencia de casos nacional. Luego se multiplicó por seis; más tarde por diez. Durante el proceso, un experto contratado por los Payton explicó al jurado que, en la zona geográfica definida por los límites de Bowmore, la tasa de casos de cáncer era quince veces mayor que la media nacional.
Había tantos casos de cáncer que los estudiaron todo tipo de investigadores, públicos y privados. El término «conglomerado de cáncer» se hizo habitual en la ciudad, y Bowmore pasó a ser radiactiva. Un periodista ocurrente bautizó al condado de Cary como el condado del Cáncer, y el nombre triunfó.
El condado del Cáncer. El agua provocó mucha tensión en la Cámara de Comercio de Bowmore. El desarrollo económico desapareció y la ciudad inició un veloz declive.
Jeannette cerró el grifo, pero el agua seguía allí, invisible en las tuberías invisibles que recorrían las paredes y se hundían en el suelo, en algún lugar debajo de ella. Siempre estaba allí, esperando como un acosador con paciencia infinita. Silenciosa y mortal, extraída de esa tierra tan contaminada por Krane Chemical.
Solía permanecer despierta, de noche, atenta al agua que corría en el interior de las paredes.
Un grifo que goteaba era como un merodeador armado. Se peinó sin poner demasiado esmero y una vez más intentó no mirarse demasiado en el espejo; luego se cepilló los dientes y se enjuagó la boca con el agua de una taza que siempre tenía a mano en el lavamanos. Encendió la luz de su habitación, abrió la puerta, se obligó a sonreír y salió a la salita, abarrotada de gente, donde sus amigos se apiñaban entre las cuatro paredes.
Era hora de ir a la iglesia.
El coche del señor Trudeau era un Bentley negro que conducía un chófer negro llamado Toliver, que aseguraba ser jamaicano, aunque su documentación levantaba tantas sospechas como su forzado acento caribeño. Toliver llevaba una década a las órdenes del señor Trudeau, por lo que le resultaba fácil adivinar su estado de ánimo. Y este era uno de los peores, decidió Toliver sin vacilar a medida que se adentraban en el denso tráfico de la FDR en dirección al extremo del centro de la ciudad. Había percibido con claridad la primera señal cuando el señor Trudeau había cerrado la puerta trasera del coche con un portazo antes de que un solícito Toliver pudiera cumplir con sus deberes.
Había observado que su jefe podía tener los nervios de acero en la sala de juntas. Imperturbable, decidido, calculador, entre otras cosas, pero en la soledad del asiento trasero, incluso con la intimidad que proporcionaba la ventanilla que los separaba subida hasta arriba, a menudo afloraba su verdadero carácter. Ese hombre era un intolerante al que no le gustaba perder, con un ego que no le cabía en el cuerpo.
Y estaba claro que esta vez había perdido. Estaba al teléfono, y aunque no gritaba, tampoco hablaba en susurros. Las acciones se vendrían a pique. Los abogados eran unos majaderos. Todos le habían mentido. Control de daños. Toliver solo captaba fragmentos de lo que decía, pero era evidente que fuera lo que fuese que hubiera ocurrido allí, en Mississippi, había sido desastroso.
Su jefe tenía sesenta y un años y, según la revista Forbes, poseía una fortuna neta de cerca de dos mil millones de dólares. Toliver solía preguntarse dónde estaba el límite. ¿ Qué iba a hacer con otro millar de millones y luego con otro más? ¿Para qué trabajaba tan duro cuando tenía más de lo que nunca podría gastar? Casas, aviones privados, esposas, barcos, coches Bentley, todos los caprichos que un hombre blanco pudiera desear.
Sin embargo, Toliver sabía la verdad: ninguna cantidad de dinero podía satisfacer al señor Trudeau. En la ciudad había hombres más ricos que él y Trudeau estaba dejándose la piel para darles alcance.
Toliver dobló hacia el oeste en la Sesenta y tres y avanzó lentamente hacia la Quinta, donde giró bruscamente para quedarse frente a unas enormes puertas de hierro que se abrieron con rapidez. El Bentley desapareció bajo tierra, donde se detuvo junto a un guardia de seguridad a la espera, que abrió la puerta de atrás.
– Solo tardaré una hora -masculló el señor Trudeau hacia donde suponía que estaba Toliver, y desapareció llevando un par de pesados maletines.
El ascensor subió dieciséis pisos a toda velocidad, hasta lo más alto, donde el señor y la señora Trudeau vivían en medio del lujo y el esplendor. Su ático ocupaba las dos plantas superiores y muchos de sus gigantescos ventanales daban a Central Park. Lo habían comprado por veintiocho millones de dólares poco después de su memorable boda, seis años atrás, y luego habían invertido otros diez millones en acondicionarlo hasta conseguir un hogar digno de una revista de diseño. Entre los gastos generales se contaba el sueldo de dos empleadas domésticas, un cocinero, un mayordomo, los ayudantes de uno y de otro, una niñera como mínimo y, por descontado, la secretaria personal indispensable que organizaba la agenda de la señora Trudeau y se encargaba de que llegara a la hora a la comida.
Uno de los ayudantes recogió los maletines y el abrigo al vuelo cuando se los lanzó. El señor Trudeau subió la escalera, en dirección al dormitorio principal, en busca de su esposa. En realidad no había nada que le apeteciera menos en esos momentos que verla, pero se suponía que debían mantener sus pequeños rituales. Ella estaba en su vestidor; dos peluqueros, uno a cada lado, trabajaban febrilmente su cabello rubio y lacio.
– Hola, cariño -la saludó él con diligencia, principalmente para guardar las formas delante de los peluqueros, dos jóvenes que no parecían intimidados en lo más mínimo por el hecho de que ella estuviera prácticamente desnuda.
– ¿Te gusta el peinado? -preguntó Brianna, con la mirada clavada en el espejo, mientras los jóvenes le cepillaban y modelaban el cabello sin dejar las manos quietas ni un solo segundo.
Ni un «¿Qué tal te ha ido el día?», ni un «Hola, cariño», ni un «¿Qué ha pasado con el juicio?», sino un simple «¿Te gusta el peinado?».
– Precioso -contestó él, alejándose.
Una vez cumplido el ritual era libre de irse y dejarla con sus cuidadores. Se detuvo junto al lecho gigantesco y echó un vistazo al vestido de noche de su mujer, un Valentino, del que ella ya le había hablado. Era de color rojo intenso con un escote muy profundo que podía cubrir, o no lo suficiente, sus fantásticos pechos nuevos. Era corto, de una tela muy fina, seguramente no pesaba más de cincuenta gramos y probablemente debía de costar unos veinticinco mil dólares como mínimo. Era una talla 36, lo que significaba que cubriría y colgaría de su escuálido cuerpo lo justo para que las demás anoréxicas de la fiesta babearan con fingida admiración ante su supuesta «buena forma». Sinceramente, Carl estaba empezando a cansarse de las rutinas obsesivas de su esposa: una hora al día con el entrenador (trescientos dólares), una hora de yoga téte-a-téte (trescientos dólares), una hora diaria con un nutricionista (doscientos dólares), y todo con el objetivo de quemar hasta la última célula de grasa que le quedara en el cuerpo y mantener su peso entre los cuarenta y los cuarenta y cinco kilos. Nunca se negaba a mantener relaciones -formaba parte del trato-, pero a Carl últimamente le preocupaba que le clavara el hueso de la cadera o que la aplastara si se le echaba encima. Su mujer tenía treinta y un años, pero él ya había detectado un par de arruguitas justo sobre la nariz. La cirugía podía solucionar los problemas, pero ¿acaso no sería ese el precio por seguir una dieta tan extrema?
Tenía cosas más importantes de las que preocuparse. Una esposa joven y deslumbrante solo era una parte de su imagen y Brianna Trudeau todavía podía hacer detener el tráfico.
Tenían una hija, un vástago al que Carl podría haber renunciado sin esfuerzo. Él ya tenía seis por su parte, más que suficientes, a su entender. Tres eran mayores que Brianna, pero ella había insistido en tener uno, por razones obvias. Un hijo significaba seguridad, y puesto que se había casado con un hombre al que le gustaban las mujeres y adoraba la institución del matrimonio, un hijo representaba la familia, lazos, raíces y, de más está decirlo, complicaciones legales en el caso de que las cosas se pusieran feas. Un hijo era la protección que toda esposa trofeo necesitaba.
Brianna dio a luz a una niña y escogió el espantoso nombre de Sadler MacGregor Trudeau. MacGregor por ser el apellido de soltera de Brianna, y Sadler porque le había dado por ahí. Al principio aseguraba que Sadler había sido un pariente escocés algo pendenciero, pero abandonó esa historia cuando Carl tropezó con un libro de nombres de bebés. En realidad a él no le importaba. La niña era suya porque compartían el mismo ADN, nada más. Ya había probado el papel de padre con parejas anteriores y había fracasado estrepitosamente.
Sadler tenía ahora cinco años y sus padres prácticamente la habían abandonado. Brianna, en su momento tan heroica en sus esfuerzos por convertirse en madre, había perdido rápidamente el interés en la maternidad y había delegado sus obligaciones en una serie de niñeras. La actual era una joven y recia chica rusa cuyos papeles eran tan dudosos como los de Toliver. En esos momentos, Carl no recordaba su nombre. Brianna la había contratado y estaba entusiasmada porque la joven hablaba ruso y tal vez se lo contagiaría a Sadler.
– ¿Qué lengua esperas que hable? -le había preguntado Carl.
Brianna no había sabido qué responder.
Carl entró en el cuarto de juegos, se abalanzó sobre la niña como si no pudiera esperar para verla, la abrazó, la besó, le preguntó qué talle había ido el día y al cabo de pocos minutos emprendió una digna retirada hacia su despacho, donde cogió el teléfono y empezó a gritar a Bobby Ratzlaff.
Tras varias llamadas infructuosas, se duchó, se secó su cabello perfectamente teñido, canoso, y se enfundó su nuevo esmoquin de Armani. La cinturilla le iba un poco ajustada, tal vez necesitaba una 44, una talla más que en los tiempos en los que Brianna lo acechaba por el ático. A medida que se vestía, maldijo la velada que le esperaba, la fiesta y la gente a la que tendría que ver. Todos lo sabrían. En esos momentos, la noticia corría como la pólvora en el mundo de los negocios. Los teléfonos no dejaban de sonar y sus rivales se reían a mandíbula batiente, regodeándose con la desgracia de Krane. Internet estaba colapsado con las últimas noticias procedentes de Mississippi.
Si se hubiera tratado de cualquier otra fiesta, él, el gran Carl Trudeau, simplemente se habría excusado aduciendo una indisposición. Siempre hacía lo que le venía en gana y si decidía saltarse una fiesta sin miramientos en el último minuto, pues ¿qué coño?, lo hacía y punto. Sin embargo, no se trataba de un acto cualquiera.
Brianna se había abierto camino hasta el consejo de dirección del Museo de Arte Abstracto y esa noche se celebraba la fiesta del año. Habría vestidos de alta costura, abdominoplastias, pechos retocados y firmes, barbillas nuevas, bronceados perfectos, diamantes, champán, foie gras, caviar, una cena ofrecida por un chef de renombre, una subasta para los jugadores suplentes y otra para los titulares. Sin embargo, lo más importante de todo era que habría montañas de cámaras, suficientes para convencer a los invitados de altura que ellos y solo ellos eran el centro del mundo. Nada que envidiar a la noche de los Oscar.
El plato fuerte de la noche, al menos para algunos, sería la subasta de una obra de arte. Todos los años, el comité encargaba a un pintor o escultor «emergente» la creación de una obra para la ocasión y por lo general solían desembolsar más de un millón de dólares por el resultado. La pintura del año anterior había sido una visión desconcertante de un cerebro humano después de recibir un disparo, y se había vendido por seis millones. La obra de ese año era una triste pila de arcilla negra con varillas de bronce que se alzaban para dibujar vagamente la silueta de una joven. Llevaba el sorprendente título de Abused I melda y se habría muerto de asco en una galería de Duluth si no fuera por el escultor, un torturado genio argentino del que se rumoreaba que estaba al borde del suicidio, un triste destino que doblaría al instante el valor de sus creaciones, algo que no se le había pasado por alto a los espabilados inversores en arte neoyorquinos. Brianna había dejado folletos por todo el ático y había ido lanzando indirectas con las que daba a entender que Abused Imelda quedaría sensacional en el vestíbulo, justo delante de la entrada del ascensor.
Carl sabía que se esperaba de él que comprara ese maldito cachivache y rezaba para que a nadie más le diera por pujar. Además, si al final acababa siendo su dueño, contaba con que el suicidio no se hiciera esperar.
Valentino y ella salieron del vestidor. Los peluqueros se habían ido y Brianna consiguió meterse en el vestido y ponerse las joyas ella sola.
– Deslumbrante -dijo Carl, y no mentía.
A pesar de que se le marcaban todos los huesos, seguía siendo una mujer muy bella. Su pelo tenía prácticamente el mismo aspecto que cuando lo había visto a las seis de la mañana al ir a despedirse con un beso, mientras ella daba sorbos al café. Ahora, mil dólares después, apenas sabía apreciar la diferencia.
En fin, conocía muy bien el precio de los trofeos. El contrato prematrimonial le concedía a Brianna cien mil dólares al mes para sus gastos mientras estuvieran casados y veinte millones cuando rompieran. También se quedaba con Sadler, aunque el padre tenía libre derecho de visita, si así lo quería.
– Vaya por Dios, se me ha olvidado darle un beso a Sadler -comentó Brianna ya en el Bentley, mientras enfilaban la Quinta Avenida después de salir apresuradamente del aparcamiento subterráneo-. ¿Qué clase de madre soy?
– Estará bien -contestó Carl, a quien también se le había pasado por alto despedirse de su hija.
– Me siento fatal -insistió Brianna, fingiendo contrariedad.
Llevaba abierto el largo abrigo negro de Prada, de modo que sus fabulosas piernas dominaban el asiento trasero. Todo era piernas, desde el suelo a las axilas. Piernas sin adornos de medias, ropa, ni nada. Piernas para Carl, para que las observara, admirara, tocara y acariciara. A Brianna ni siquiera le importaba si Toliver echaba un vistazo. Estaba en exposición, como SIempre.
Carllas acarició porque eran bonitas, pero le habría gustado decir algo como: «Están empezando a parecer palos de escoba».
Lo dejó pasar.
– ¿ Se sabe algo del juicio? -preguntó Brianna al fin.
– El jurado nos ha dejado fuera de combate -contestó.
– Lo siento.
– No pasa nada.
– ¿Cuánto?
– Cuarenta y un millones.
– Paletos ignorantes.
Carl apenas le había contado nada del misterioso y complejo mundo del Trudeau Group. Brianna tenía sus fiestas de beneficencia, sus causas, comidas y entrenadores, y eso la mantenía ocupada. Carl no quería, ni toleraba, que se le hicieran demasiadas preguntas.
Brianna lo había consultado en internet y sabía exactamente qué había decidido el jurado. Sabía lo que los abogados opinaban sobre la apelación y también que las acciones de Krane sufrirían un gran revés a primera hora de la mañana siguiente. Llevaba a cabo sus investigaciones y mantenía sus descubrimientos en secreto. Era guapa y delgada, pero no era tonta. Carl volvía a hablar por teléfono.
El edificio del MuAb se encontraba a unas cuantas manzanas hacia el sur, entre la Quinta y Madison. A medida que iban acercándose, empezaron a ver los destellos de cientos de cámaras disparándose sin cesar. Brianna se animó, se tocó sus perfectos abdominales y se recompuso sus últimas adquisiciones para que llamaran más la atención.
– Dios, cómo odio a esa gente -dijo.
– ¿A quién?
– A todos esos fotógrafos.
Carl se rió por lo bajo ante aquella flagrante mentira. El coche se detuvo y uno de los encargados, ataviado con un esmoquin, abrió la puerta al tiempo que las cámaras se abalanzaban sobre el Bentley negro. El gran Carl Trudeau salió con semblante serio, seguido por las piernas. Brianna sabía exactamente cómo dar a los fotógrafos lo que querían y, por ende, a las páginas de sociedad, incluso, tal vez, a un par de revistas de moda: kilómetros de piel sensual sin llegar a revelarlo todo. El pie derecho fue el primero en tocar el suelo, calzado con unos Jimmy Chao a cien dólares el dedo, y al tiempo que giraba en redondo como una experta, se abrió el abrigo y Valentino colaboró para que todo el mundo viera los verdaderos beneficios que reportaba ser millonario y poseer un trofeo.
Atravesaron la alfombra roja con los brazos entrelazados, haciendo caso omiso de un puñado de periodistas, uno de los cuales tuvo la audacia de gritar: «Eh, Carl, ¿ algún comentario sobre el veredicto de Mississippi?». Carl no lo oyó, o fingió no haberlo oído; sin embargo, aceleró el paso ligeramente y al cabo de unos instantes ya habían entrado para lidiar en una plaza tal vez menos peligrosa. Eso esperaba. Los recibieron gente contratada para atender a los invitados; se llevaron sus abrigos; les sonrieron, aparecieron fotógrafos más cordiales; encontraron a viejos amigos y en un abrir y cerrar de ojos estaban perdidos en medio de una agradable amalgama de gente rica que fingía disfrutar de su mutua compañía.
Brianna encontró a su alma gemela, otro trofeo anoréxico con el mismo cuerpo excepcional: un esqueleto andante salvo por los pechos desproporcionados. Carl se dirigió derecho al bar y estaba a punto de llegar a la barra cuando prácticamente lo abordó el único gilipollas al que esperaba poder evitar.
– Carl, viejo amigo, he oído que llegan malas noticias desde el sur -lo saludó, con voz atronadora.
– Sí, muy malas -contestó Carl, en voz mucho más baja al tiempo que asía una copa de champán y empezaba a vaciarla.
Pete Flint ocupaba el número doscientos veintiocho en la lista Forbes de las cuatrocientas personas más ricas de Estados Unidos. Carl se situaba en el trescientos diez y ambos sabían exactamente la posición que el otro ocupaba en la lista. Los números ochenta y siete y ciento cuarenta y uno también se encontraban allí, junto con un ejército de aspirantes que todavía no habían podido optar a entrar en la lista.
– Creía que tus chicos lo tenían todo bajo control-continuó presionando Flint, y dio un sorbo a una copa llena hasta el borde de whisky escocés o bourbon. Intentaba disimular su complacencia, frunciendo el ceño.
– Sí, nosotros también -contestó Carl, deseando poder abofetear esos rollizos carrillos que tenía apenas a treinta centímetros de él.
– ¿ y qué talla apelación? -preguntó Flint, muy serio.
– Estamos preparados.
En la subasta del año anterior, Flint había aguantado hasta el emocionante final con valentía y se había llevado el Brain After Gunshot, un desperdicio artístico de seis millones de dólares que había lanzado la actual campaña de recaudación de fondos del MuAb. Por descontado, participaría en la subasta de esa noche para volver a llevarse el gran premio. -Menos mal que nos deshicimos de las acciones Krane la semana pasada -dijo.
Carl empezó a maldecirlo, pero mantuvo la calma. Flint dirigía un fondo de inversión libre, famoso por su temeridad. ¿ Se había desprendido de las acciones de Krane Chemical previendo un veredicto en contra? La mirada desconcertada de Carl no dejaba lugar a dudas.
– Sí -prosiguió Flint, llevándose la copa a los labios y relamiéndoselos-. Nuestro hombre de allí nos dijo que estabais jodidos.
– No vamos a soltar ni un centavo -dijo Carl, animosamente.
– Pagarás por la mañana, viejo amigo. Nosotros apostamos a que las acciones de Krane bajarán un 20 por ciento.
Y dicho esto, se dio media vuelta y se alejó. Carl apuró su copa y se abalanzó sobre otra. ¿Un 20 por ciento? La mente supersónica de Carl hizo los cálculos: poseía el 45 por ciento de las acciones ordinarias de Krane Chemical, una compañía con un valor de mercado de tres mil doscientos millones de dólares, según la cotización de cierre del día. Un 20 por ciento le costaría doscientos ochenta millones de dólares, en teoría. Por descontado, no supondría una pérdida real de caja, pero no por eso dejaría de ser un día duro en la oficina.
Pensó que un 10 por ciento se acercaría más a la realidad.
Los de finanzas estaban de acuerdo con él.
¿El fondo de inversión libre de Flint podía haberse desprendido de una parte tan importante de las acciones de Krane sin que Carllo supiera? Miró fijamente a un camarero desconcertado y consideró la cuestión. Sí, era posible, pero no probable. Flint solo estaba hurgando en la herida.
El director del museo apareció de repente, cosa que Carl agradeció profundamente. Aquel hombre no mencionaría el veredicto, ni siquiera aunque estuviera enterado del fallo. Solo le diría palabras amables y, por descontado, comentaría lo deslumbrante que estaba Brianna. Se interesaría por Sadler y le preguntaría cómo iban las reformas de la casa que tenían en los Hamptons.
Charlaron de todo aquello mientras paseaban sus bebidas entre la gente que abarrotaba el vestíbulo, evitando los corrillos que podían representar una conversación peligrosa, hasta que llegaron frente a Abused I melda.
– Magnífica, ¿ no cree? -musitó el director.
– Muy bonita -contestó Carl, mirando a su izquierda cuando el número ciento cuarenta y uno apareció a su lado-. ¿Por cuánto saldrá?
– Hemos estado discutiéndolo todo el día. Con esta gente nunca se sabe. Yo digo que al menos por cinco millones.
– ¿y cuánto vale en realidad?
El director sonrió cuando un fotógrafo les sacó una foto.
– Bueno, esta es otra cuestión, ¿no cree? La última gran obra del escultor la compró un caballero japonés por unos dos millones. Por supuesto, dicho caballero japonés no donaba grandes sumas de dinero a nuestro pequeño museo.
Carlle dio un nuevo trago a su copa y comprendió el juego. El objetivo de la campaña del MuAb era recaudar cien millones en cinco años. Según Brianna, iban por la mitad y necesitaban una gran inyección de dinero, que pretendían sacar de la subasta de esa noche.
Un crítico de arte de Times se presentó y se unió a la conversación. Carl se preguntó si sabría algo sobre el veredicto. El crítico y el director se pusieron a charlar sobre el escultor argentino y sus problemas mentales mientras Carl estudiaba Imelda y se preguntaba si de verdad quería tener aquello para siempre en el vestíbulo de su lujoso ático.
Ciertamente, su mujer lo quería.
El hogar provisional de los Payton era un piso de tres habitaciones en la segunda planta de un viejo complejo de edificios cerca de la universidad. Wes vivía cerca de allí en sus años universitarios y todavía le costaba creer que hubiera vuelto al barrio. Sin embargo, su vida había sufrido tantos cambios drásticos, que era difícil centrarse en uno solo.
¿Hasta cuándo iba a ser provisional? Esa era la gran cuestión que debatían entre marido y mujer, aunque hacía semanas que no habían vuelto a discutir de ello y ese tampoco era el momento de hacerlo. Tal vez dentro de un par de días, cuando se hubieran repuesto del cansancio y el estupor y pudieran encontrar un rato de tranquilidad para hablar del futuro. Wes disminuyó la velocidad mientras recorría el aparcamiento y pasaba junto a un contenedor con basura apilada alrededor, casi todo latas de cerveza y botellas rotas. Los jóvenes universitarios se entretenían lanzando los envases desde los pisos más altos a través del aparcamiento, por encima de los coches, apuntando más o menos al contenedor. Cuando las botellas se rompían, el ruido resonaba en todo el complejo de edificios y los estudiantes disfrutaban de lo lindo. Aunque otros no tanto. Para la pareja privada de sueño de los Payton, el estrépito a veces era insoportable.
El dueño de aquellos cuchitriles, un viejo cliente, estaba considerado el peor casero de la ciudad, al menos en opinión de los estudiantes. Les ofreció el piso a los Payton y con un apretón de manos acordaron un alquiler de mil dólares al mes. Llevaban siete meses viviendo allí y habían pagado tres, pero el casero insistía en que no estaba preocupado. Esperaba pacientemente a la cola, como muchos otros acreedores. El bufete de abogados de Payton amp; Payton ya había demostrado que podía atraer clientes y generar honorarios, y sus dos socios eran muy capaces de una recuperación espectacular.
¿Qué te parece esta recuperación?, pensó Wes mientras giraba el volante para aparcar en una de las plazas libres. ¿ Un fallo de cuarenta y un millones de dólares es lo bastante espectacular? Por un instante se sintió animado, pero el cansancio se abatió sobre él al momento siguiente.
Esclavos de una malsana costumbre, ambos bajaron del coche y cogieron los maletines del asiento trasero.
– No -dijo Mary Grace, de pronto-, esta noche no se trabaja. Dejémoslos en el coche.
– Sí, señora.
Fueron empujándose escalera arriba, mientras por una de las ventanas se oía un impúdico rap a todo volumen. Mary Grace hizo ruido con las llaves, abrió la puerta y segundos después ya estaban dentro, con sus hijos y Ramona, la canguro hondureña, que veían la tele. Liza, de nueve años, fue corriendo a recibirlos.
– ¡Mami, hemos ganado, hemos ganado! -chilló, emocionada.
Mary Grace la levantó y la abrazó con fuerza. -Sí, cariño, hemos ganado.
– ¡Cuarenta mil millones!
– Cuarenta, cielo, no cuarenta mil.
Mack, de cinco años, corrió hacia su padre, quien también lo levantó en volandas; durante un rato se quedaron en el estrecho recibidor abrazando a sus hijos con fuerza. Wes vio lágrimas en los ojos de su mujer por primera vez desde el anuncio del jurado.
– Os hemos visto en la tele -dijo Liza.
– Parecíais cansados -dijo Mack.
– Estoy cansado -contestó Wes.
Ramona los observaba a cierta distancia, con una sonrisa tensa apenas visible. No estaba segura de lo que significaba el veredicto, pero sabía que las noticias eran buenas.
Se quitaron los abrigos y los zapatos y la pequeña familia Payton se sentó en el sofá, un bonito sofá de piel gruesa, donde se abrazaron, se hicieron cosquillas y hablaron del colegio. Wes y Mary Grace habían conseguido conservar la mayoría de sus muebles y el destartalado piso estaba decorado con objetos que no solo les recordaban su pasado, sino también, y quizá más importante, les recordaban su futuro. Aquello era solo una parada, una escala inesperada.
El suelo del cuchitril estaba cubierto de libretas y papeles, prueba irrefutable de que los deberes se habían hecho delante de la televisión encendida.
– Me muero de hambre -anunció Mack, mientras trataba de deshacer el nudo de la corbata de su padre en vano. -Mamá me ha dicho que cenaremos macarrones con queso -dijo Wes.
– ¡Bien! -gritaron los dos niños, entusiasmados, y Ramona desapareció en la cocina.
– ¿Eso quiere decir que vamos a tener una casa nueva?
– preguntó Liza.
– Creía que esta te gustaba -dijo Wes.
– Sí, pero seguimos buscando otra casa, ¿ no?
– Por supuesto.
Habían sido muy prudentes con los niños. Le habían explicado los rudimentos del juicio a Liza -una empresa mala había contaminado el agua que a su vez le había hecho daño a la gente- que enseguida se había posicionado y había declarado que a ella tampoco le gustaba esa empresa. Si la familia tenía que mudarse a un piso para luchar contra esa compañía, podían contar con ella.
Sin embargo, dejar su bonita casa había sido un trauma. La antigua habitación de Liza era de color rosa y blanco y contenía todo lo que una niñita podía desear. Ahora compartía una habitación más pequeña con su hermano, y aunque no se quejaba, quería saber cuánto tiempo faltaba para que acabara el trato que habían hecho. El jardín de infancia al que Mack acudía todo el día ocupaba suficientemente sus pensamientos como para preocuparse de dónde vivían.
Ambos añoraban su antiguo barrio, donde las casas eran grandes y en los jardines había piscina y juegos para niños. Sus amigos vivían en la puerta de aliado o a la vuelta de la esquina. La escuela era privada y segura. La iglesia se encontraba a una manzana de casa y conocían a todos los que asistían.
Ahora iban a un colegio de enseñanza primaria donde había muchas más caras negras que blancas, y rezaban en una iglesia episcopal del centro de la ciudad que recibía a todo el mundo.
– No nos mudaremos pronto -dijo Mary Grace-, pero tal vez podríamos empezar a mirar algo.
– Me muero de hambre -insistió Mack.
Solían evitar hablar de la vivienda cada vez que uno de los niños sacaba la cuestión. Mary Grace se puso en pie. -Vamos a cocinar -le dijo a Liza.
– ¿Qué te parece si vemos Sports-Center? -le dijo Wes a Mack, después de encontrar el mando a distancia.
Cualquier cosa menos las noticias locales.
– Vale.
Ramona había puesto el agua a hervir y estaba cortando un tomate. Mary Grace le dio un rápido abrazo.
– ¿Has tenido un buen día? -le preguntó.
Sí, lo había tenido. Sin problemas en el colegio. Habían acabado los deberes. Liza se escaqueó en dirección a su cuarto; las cuestiones culinarias no le llamaban la atención.
– ¿ Qué tal el tuyo? -preguntó Ramona.
– Muy bueno. Le pondremos queso Cheddar.
Encontró un trozo en la nevera y empezó a rallarlo.
– ¿Ahora ya podéis relajaros?
– Sí, al menos por unos días.
A través de un amigo de la congregación, habían encontrado a Ramona escondida y medio muerta de hambre en un refugio de Batan Rouge. Dormía en un catre y se alimentaba de comida envasada que habían enviado para las víctimas del huracán. Había sobrevivido a un angustioso viaje de tres meses desde América Central a través de México, luego Texas y después Louisiana, donde no se cumplió nada de lo que le habían prometido. Ni trabajo, ni una familia que la acogiera, ni papeles, ni nadie que se preocupara por ella.
En circunstancias normales, a los Payton jamás se les habría pasado por la cabeza contratar a una niñera sin papeles y sin nacionalizar. La adoptaron de inmediato, le enseñaron a conducir, aunque solo por determinadas calles, le enseñaron lo básico para utilizar un móvil, un ordenador y los electrodomésticos y la presionaron para que aprendiera inglés. Tenía una buena base gracias a la escuela católica de su país, y se pasaba todo el día encerrada en el piso limpiando e imitando las voces que oía en la televisión. En ocho meses, sus progresos habían sido impresionantes. Sin embargo, prefería escuchar, especialmente a Mary Grace, que necesitaba a alguien con quien descargarse. En los últimos cuatro meses, durante las excepcionales noches en las que Mary Grace preparaba la cena, hablaba por los codos mientras Ramona asimilaba cada palabra que decía. Era una terapia fantástica, sobre todo después de un día duro en una sala de juzgado llena de hombres al borde de un ataque de nervios.
– ¿Ningún problema con el coche?
Mary Grace preguntaba lo mismo todas las noches. El otro coche que tenían era un viejo Honda Accord al que Ramona todavía no le había hecho ni la más mínima abolladura. Por muchas y buenas razones, les aterraba soltar en las calles de Hattiesburg a una inmigrante ilegal, sin carnet de conducir y sin seguro en un Honda con tropecientos kilómetros y sus dos felices retoños en el asiento de atrás. Habían entrenado a Ramona para que recorriera una ruta memorizada a través de calles pequeñas para ir al colegio, a comprar y, cuando fuera necesario, a su bufete. Si la policía la paraba, habían pensado suplicar a los agentes, al fiscal y al juez. Los conocían a todos muy bien.
Wes sabía a ciencia cierta que el juez del distrito primero tenía su propio ilegal, que arrancaba las malas hierbas y le cortaba el césped.
– Ha sido un buen día -contestó Ramona-. Ningún problema. Todo bien.
Pues sí que ha sido un buen día, pensó Mary Grace mientras empezaba a fundir el queso.
El teléfono sonó y Wes cogió el auricular a regañadientes.
Su número no aparecía en el listín porque un chiflado los había amenazado, así que utilizaban los móviles para prácticamente todo. Escuchó, contestó algo, colgó y se acercó a la cocina para interrumpir la preparación de la cena.
– ¿Quién era? -preguntó Mary Grace, preocupada. Todas las llamadas que se recibían en el piso se acogían con gran recelo.
– Sherman, del despacho. Dice que hay varios periodistas merodeando por allí, buscando a las estrellas.
Sherman era uno de sus pasantes.
– ¿Por qué está en el despacho? -preguntó Mary Grace.
– Supongo que no sabe desconectar. ¿ Hay olivas para la ensalada?
– No. ¿ Qué le has dicho?
– Le he dicho que dispare a uno de ellos y que los demás desaparecerán.
– Remueve la ensalada, por favor -le dijo a Ramona. Los cinco se sentaron alrededor de una pequeña mesa encajada en un rincón de la cocina. Se dieron las manos mientras Wes bendecía la mesa y daba gracias por las cosas buenas de la vida, la familia, los amigos y la escuela. y por la comida. También estaba agradecido por haber tenido un jurado tan sensato y generoso y por un resultado tan fantástico, pero eso lo dejaría para después. Primero sirvieron la ensalada y luego vinieron los macarrones con queso.
– Papá, ¿podemos acampar? -soltó Mack, después de tragar.
– ¡Claro que sí! -contestó Wes, sintiendo un repentino dolor de espalda.
En el piso, acampar significaba cubrir el suelo del cuchitril con mantas, colchas y almohadas y dormir allí, normalmente con la televisión encendida hasta altas horas de la noche y por lo general los viernes. Aunque solo valía si sus padres se unían a la fiesta. Ramona siempre estaba invitada, pero ella declinaba la oferta prudentemente.
– Pero a dormir a la misma hora de siempre -avisó Mary Grace-, que mañana hay colegio.
– A las diez en punto -aseguró Liza, la negociadora.
– A las nueve -insistió Mary Grace, una media hora adicional que hizo sonreír a los niños.
Las rodillas de Mary Grace entrechocaban con las de sus hijos; saboreaba el momento y se alegraba pensando que cada vez faltaba menos para que el cansancio solo fuera un recuerdo. Tal vez ahora podría descansar y llevar a los niños al colegio, visitar sus aulas y comer con ellos. Añoraba hacer de madre, únicamente de madre. Qué triste sería el día que se viera obligada a volver a entrar en una sala de juicio.
En la iglesia de Pine Grave, el miércoles por la noche era el día en el que cada feligrés llevaba un plato cocinado en casa, y el resultado siempre era impresionante. El bullicioso templo se levantaba en medio del barrio, y los miércoles y los domingos muchos feligreses se acercaban caminando desde sus casas, a apenas un par de manzanas de allí. Las puertas estaban abiertas dieciocho horas al día y el pastor, que vivía en la parroquia de detrás de la iglesia, siempre estaba allí, a disposición de los suyos.
La reunión se celebraba en una de las salas auxiliares, un anexo espantoso de metal, pegado a uno de los lados de la capilla. Las mesas plegables estaban repletas de todo tipo de manjares caseros. Había una cesta con panecillos, un enorme dispensador de té azucarado y, por descontado, montones de botellas de agua. Esa noche acudiría más gente de lo habitual y todos esperaban que Jeannette también asistiera. Había que celebrarlo.
La iglesia de Pine Grave era férreamente independiente y no se adscribía a ninguna denominación, fuente de secreto orgullo para su fundador, el pastor Denny Ott. La habían construido los baptistas hacía unas décadas, pero luego se había quedado anclada en un dique seco, como el resto de Bowmore. A la llegada de Ott, la congregación estaba constituida por apenas unas cuantas almas en pena. Años de luchas internas habían diezmado la asistencia. Ott hizo borrón y cuenta nueva, abrió las puertas a la comunidad y llegó a la gente.
Aunque le costó que lo aceptaran, sobre todo porque era de «por allí del norte» y hablaba con ese acento claro y entrecortado. Había conocido a una chica de Bowmore en un Instituto Superior de Estudios Bíblicos de Nebraska, y regresó al sur con ella. Después de una serie de contratiempos, acabó siendo el pastor interino de la Segunda Iglesia Baptista. En realidad él no era baptista, pero con tan pocos predicadores jóvenes en la zona, la iglesia no podía permitirse ser demasiado selectiva. Seis meses después no quedaba ni un baptista y la iglesia había recibido un nuevo nombre.
Llevaba barba y solía predicar con camisa de franela y botas de montaña. Las corbatas no estaban prohibidas, pero no se veían con buenos ojos. Era la iglesia de la gente, un lugar al que cualquiera podía acudir en busca de paz y consuelo sin preocuparse de ir vestido de domingo. El pastor Ott se deshizo de la Biblia y del viejo salterio. No le interesaban los tristes himnos escritos por los peregrinos. Las ceremonias abandonaron la rigidez y se introdujeron elementos modernos como la guitarra o las exposiciones con diapositivas. Creía, y así lo predicaba, que la pobreza y la injusticia eran asuntos sociales más importantes que el aborto y los derechos de los homosexuales, aunque intentaba no entrar en cuestiones políticas.
La iglesia creció y prosperó, aunque el dinero no le importaba. Un amigo del seminario estaba al cargo de una misión en Chicago y, a través de este contacto, Ott había recogido un amplio inventario de ropa usada, aunque perfectamente servible, en el «armario» de la iglesia. Daba la lata a las congregaciones mayores de Hattiesburg y]ackson y con sus contribuciones tenía un banco de alimentos bien provisto en uno de los extremos de la sala auxiliar de la iglesia. Mareaba a las compañías farmacéuticas hasta que estas le entregaban las sobras, y la «farmacia» de la iglesia siempre estaba bien abastecida de medicamentos sin receta.
Denny Ott consideraba que todo Bowmore era su misión y, si de él dependía, nadie pasaba hambre, carecía de un lugar donde dormir o se ponía enfermo. No mientras él estuviera de guardia, y sus guardias eran permanentes.
Ya había celebrado dieciséis funerales de gente fallecida por culpa de Krane Chemical, una compañía a la que detestaba tan profundamente que constantemente rezaba pidiendo perdón por ello. No odiaba a la gente sin rostro ni nombre que dirigía la empresa, eso comprometería su fe, pero desde luego odiaba a la compañía en sí. ¿Era pecado odiar a una compañía? No había día que no atormentara su alma con ese debate acalorado y rezaba a todas horas para curarse en salud.
Los dieciséis feligreses habían sido enterrados en el diminuto cementerio que había detrás de la iglesia. Cuando hacía buen tiempo, Ott cortaba el césped que crecía alrededor de las lápidas y, cuando llegaba el frío, pintaba la valla blanca que rodeaba el camposanto y mantenía bien alejados a los ciervos. Aunque no lo había planeado, la iglesia se había convertido en el centro de la actividad contra Krane en el condado de Cary. Casi todos sus miembros habían padecido la enfermedad o la muerte de un familiar por culpa de la compañía.
La hermana mayor de su mujer había acabado el instituto en Bowmore con Mary Grace Shelby. El pastor Ott y los Payton habían trabado una gran amistad, y los abogados a menudo ofrecían asesoramiento legal en el despacho del pastor a puerta cerrada, mientras uno de ellos atendía el teléfono. Muchas tomas de declaraciones se habían llevado a cabo en la sala auxiliar, abarrotada de abogados procedentes de la gran ciudad. Ott aborrecía a los abogados de la empresa casi tanto como a la compañía.
Mary Grace había llamado al pastor Ott a menudo durante el juicio y siempre le había recomendado que no fuera optimista. En realidad, no lo era. Cuando un par de horas antes había recibido la llamada de Mary Grace para comunicarle la increíble noticia, Ott había ido en busca de su mujer y habían bailado por toda la casa entre risas y chillidos emocionados. Habían derrotado a Krane, les habían pillado, humillado, desenmascarado y llevado ante la justicia. Por fin.
Estaba recibiendo a sus feligreses cuando vio que Jeannette entraba con su hermanastra, Bette, y el resto de la comitiva que la seguía. De repente se vio rodeada de la gente que la quería, de los que deseaban compartir con ella ese gran momento y ofrecerle palabras de aliento. La hicieron sentarse en el otro extremo de la sala, cerca del viejo piano, y enseguida se formó una cola de personas que deseaban saludarla. Jeannette forzaba una sonrisa de vez en cuando, incluso consiguió musitar algún que otro agradecimiento, pero parecía extenuada y muy frágil.
Viendo que la comida empezaba a enfriarse y que ya tenía la casa llena de gente, el pastor Ott decidió poner orden y se arrancó con una rebuscada oración de agradecimiento.
– A comer -dijo, acabando con una floritura.
Como siempre, los niños y los ancianos fueron los primeros en colocarse a la cola y empezó a servirse la cena. Ott fue abriéndose camino hacia el final de la sala y no tardó en sentarse junto a Jeannette.
– Me gustaría ir al cementerio -le comentó al pastor, aprovechando que dejaba de ser el centro de atención en favor de la comida.
La acompañó hasta una puerta lateral que daba a un camino de gravilla que se perdía por detrás de la iglesia en dirección al pequeño camposanto, a unos cincuenta metros. Avanzaron con paso tranquilo, en silencio, casi a oscuras. Ott abrió la puerta de madera y entraron en el cuidado cementerio. Las lápidas eran pequeñas. Se trataba de gente trabajadora, por lo que no había monumentos, ni criptas, ni tributos llamativos erigidos a personas importantes.
Jeannette se arrodilló entre dos tumbas en la cuarta hilera de la derecha. Una era la de Chad, un niño enfermizo que solo había vivido seis años antes de que los tumores lo asfixiaran. La otra contenía los restos de Pete, su marido desde hacía ocho años. Padre e hijo descansaban juntos para siempre. Solía visitarlos una vez a la semana como mínimo y nunca se
cansaba de desear poder unirse a ellos. Acarició ambas lápidas al mismo tiempo y empezó a hablarles en voz baja.
– Hola, chicos, soy mamá. No vais a creer lo que ha ocurrido hoy.
El pastor Ott se alejó y la dejó sola con sus lágrimas, sus pensamientos y las palabras quedas que no deseaba oír. La esperó junto a la puerta, viendo cómo las sombras se deslizaban entre las hileras de sepulturas al tiempo que la luna asomaba y se ocultaba entre las nubes. Había enterrado a Chad y a Pete. Dieciséis feligreses en total, y los que quedaban por venir. Dieciséis víctimas mudas que tal vez pronto iban a dejar de serlo. Por fin se había alzado una voz desde el pequeño cementerio vallado de la iglesia de Pine Grave. Un vozarrón enojado que suplicaba que lo escucharan y que reclamaba justicia.
Veía la sombra de Jeannette y la oía.
Ott había rezado con Pete en los momentos finales antes de que los abandonara para siempre, y había besado al pequeño Chad en la frente en su último suspiro. Había reunido dinero para los féretros y los funerales, y luego, con una diferencia de ocho meses, un par de diáconos y él habían cavado sus tumbas.
Jeannette se levantó, se despidió y echó a andar.
– Tenemos que entrar -dijo Ott.
– Sí, gracias -contestó Jeannette, secándose las mejillas.
La mesa del señor Trudeau le había costado cincuenta mil dólares y, puesto que había sido él quien había firmado el cheque, bien podía decidir quién se sentaba a ella con él. A su izquierda estaba Brianna y aliado de ella se sentaba su amiga íntima, Sandy, otro esqueleto viviente que acababa de rescindir su último contrato matrimonial y que ya estaba a la caza del marido número tres. A la derecha del señor Trudeau se sentaba un banquero retirado amigo suyo y la esposa de este, gente agradable que prefería charlar sobre arte. El urólogo de Cad estaba justo enfrente de él. Tanto él como su mujer estaban invitados porque apenas abrían la boca. El extraño hombre desparejado era un ejecutivo de poca relevancia del Trudeau Group que simplemente había sacado la pajita más corta y estaba allí por obligación.
El cocinero de renombre había preparado un menú de degustación que empezaba con caviar y champán para pasar luego a una sopa de langosta, espuma de foie gras salteado con guarnición, codorniz para los carnívoros y ramillete de algas para los vegetarianos. El postre era una espectacular creación de helado estratificado. Cada plato requería un vino distinto, incluido el postre.
Carl dejó impolutos todos los platos que le pusieron delante y bebió en exceso. Charlaba únicamente con el banquero porque este había oído las noticias que llegaban del sur y parecía compadecerse de él. Brianna y Sandy cuchicheaban maleducadamente y a lo largo de la cena destriparon a todos los arribistas que se les pusieron a tiro. Juguetearon con la comida, esparciéndola por el plato sin apenas probar bocado. Cad, medio borracho, estuvo a punto de intercambiar unas palabras con su mujer al verla incordiar con las algas. «¿Sabes cuánto cuesta esta maldita comida?», tuvo ganas de preguntarle, pero no valía la pena iniciar una discusión.
Presentaron al chef de renombre, alguien de quien Carl jamás había oído hablar, y los cuatrocientos comensales se levantaron para ovacionarlo, prácticamente todos ellos hambrientos después de cinco platos. Sin embargo, la velada no se había organizado para ensalzar la cena, sino el dinero.
El subastador subió al estrado tras un par de breves discursos. Abused ¡melda fue introducida en la sala colgada de manera efectista de una pequeña grúa que la mantuvo en vilo a seis metros del suelo para que todos pudieran contemplarla.
La luz de unos focos, como los que se usan en los conciertos, le añadía mayor exotismo. La gente guardó silencio mientras un batallón de inmigrantes ilegales con traje y corbata negros recogía las mesas.
El subastador empezó a divagar sobre las excelencias de Imelda y la gente le escuchó. A continuación habló del artista, y la gente escuchó con todavía más atención. ¿ Estaba loco de verdad? ¿ Era un demente? ¿ Estaba a punto de suicidarse? Querían saber los detalles, pero el subastador no entró en particularidades escabrosas. Era británico y tenía un aire distinguido, lo que como mínimo sumaría un millón de dólares a la oferta que se llevara la obra.
– Propongo empezar la subasta en cinco millones -dijo con voz nasal, y los invitados ahogaron un grito.
Brianna perdió súbitamente el interés por Sandy. Se acercó a Carl, parpadeó zalamera y le puso una mano sobre el muslo. Carl respondió haciendo un gesto de cabeza al ayudante del salón que tenía más cerca, un hombre con el que había hablado previamente. El ayudante hizo una señal en dirección al estrado e Imelda cobró vida.
– Alguien ofrece cinco millones -anunció el subastador.
Aplausos clamorosos-. Un buen comienzo, gracias. ¿Quién ofrece seis?
Seis, siete, ocho, nueve, y Carl volvió a hacer un gesto de cabeza al llegar a diez. Mantenía la sonrisa en su rostro, pero tenía el estómago revuelto. ¿Cuánto iba a costarle esa abominación? En la sala había seis multimillonarios como mínimo y otros tantos les iban a la zaga. No escaseaban ni los egos desmedidos, ni el dinero, pero en esos momentos ninguno necesitaba una primera plana tan desesperadamente como Carl Trudeau.
Y Pete Flint lo sabía.
Dos postores se retiraron en la carrera hacia los once millones.
– ¿Cuántos quedan? -le susurró Carl al banquero, que observaba a los comensales para controlar a la competencia. -Pete Flint y tal vez uno más.
Ese hijo de puta. Cuando Carl asintió para pujar hasta doce, Brianna prácticamente le había metido la lengua en la oreja.
– Ofrecen doce. -Los invitados estallaron en aplausos y ovaciones-o Tomémonos un respiro -dijo el subastador, con prudencia.
Todo el mundo cogió su copa. Carl bebió más vino. Pete Flint estaba detrás de él, dos mesas más allá, pero Carl no se atrevió a volverse y reconocer que habían entablado una pequeña batalla.
Si Flint no había mentido y se había desprendido de las acciones de Krane, el veredicto le reportaría millones. Obviamente, Carl acababa de perderlos por el mismo motivo. En teoría, claro, pero ¿ no ocurría lo mismo con todo?
Con Imelda no. Eral real, tangible, una obra de arte que Carl no podía permitir que se la arrebataran, y mucho menos Pete Flint.
El subastador alargó con destreza los asaltos trece, catorce y quince hasta obtener un rendido aplauso al final de todos ellos. Había corrido la voz y todo el mundo sabía que la disputa estaba entre Carl Trudeau y Pete Flint. Cuando se acallaron los aplausos, los dos pesos pesados se prepararon para un nuevo asalto. Carl asintió en los dieciséis y agradeció las felicitaciones.
– ¿ Diecisiete, alguien ofrece diecisiete millones? -preguntó el subastador con voz de trueno, incapaz de disimular la emoción.
Un largo silencio. La tensión se respiraba en el aire. -Muy bien, vamos con dieciséis. Dieciséis a la una, dieciséis a las dos, ah, sí, ofrecen diecisiete.
Carl había estado haciéndose promesas y rompiéndolas durante toda aquella tortura, pero estaba decidido a no pasar de los diecisiete millones de dólares. Cuando ya no se oyeron más aclamaciones, se recostó en su asiento, impasible como cualquier otro tiburón de los negocios con miles de millones en juego. Estaba acabado, pero se sentía feliz. Flint estaba tirándose un farol y ahora tendría que cargar con el muerto por diecisiete millones.
– No sé si atreverme a preguntar si alguien ofrece dieciocho.
Más aplausos. Más tiempo para pensárselo. Si había estado dispuesto a pagar diecisiete, ¿por qué no dieciocho? Además, si se atrevía con dieciocho, Flint comprendería que él, Carl, tenía intención de permanecer hasta el final.
Valía la pena probarlo.
_¿ Dieciocho? -preguntó el subastador.
– Sí -dijo Carl, lo bastante alto para hacerse oír.
La estrategia funcionó. Pete Flint se retiró a la seguridad del dinero que no había gastado y observó divertido cómo el gran Carl remataba uno de los peores negocios de la historia.
– Vendido por dieciocho millones al señor Carl Trudeau -bramó el subastador, y los invitados se pusieron en pie.
Bajaron a Imelda para que sus nuevos dueños pudieran posar con ella. Muchos de los asistentes miraban boquiabiertos a los Trudeau y su nueva adquisición, tanto con envidia como con orgullo. La orquesta empezó a tocar, anuncio de que había llegado la hora de bailar. Brianna estaba acalorada -el dinero la había excitado- y, a mitad del primer baile, Carlla apartó ligeramente de él, con suavidad. Estaba ardiendo, le dirigía miradas libidinosas y enseñaba tanta piel como era posible. La gente la miraba y a ella le parecía bien.
– Larguémonos de aquí -dijo Carl, después del segundo baile.
Durante la noche, Wes había conseguido hacerse con un sitio en el sofá, un lugar mucho más cómodo en el que descansar, y cuando despertó antes del amanecer, tenía a Mack pegado a él. Mary Grace y Liza estaban estiradas a sus anchas en el suelo, debajo de ellos, envueltas en mantas y dormidas como un tronco. Habían estado viendo la televisión hasta que los niños habían caído rendidos, y luego habían abierto y apurado en silencio una botella de champán barato que habían estado guardando para la ocasión. El alcohol y el cansancio los habían dejado fuera de combate y se habían jurado dormir eternamente.
Cinco horas después, Wes abrió los ojos y fue incapaz de cerrarlos de nuevo. Volvía a estar en los juzgados, sudoroso y hecho un manojo de nervios, viendo entrar al jurado, rezando, buscando una señal y oyendo las solemnes palabras del juez Harrison. Las palabras que resonarían en sus oídos para siempre.
Aquel iba a ser un gran día y Wes no iba a seguir perdiéndolo tumbado en el sofá.
Se levantó con suavidad para no despertar a Mack, lo tapó con una manta y entró en su atestado dormitorio sin hacer ruido para ponerse los pantalones cortos, las zapatillas de deporte y una camiseta. Durante el juicio, había procurado correr a diario, a veces al mediodía y otras a las cinco de la mañana. Un día del mes anterior, había acabado a diez kilómetros de casa a las tres de la madrugada. Correr le ayudaba a despejar la mente y a aliviar el estrés. Ideaba estrategias, interrogaba a los testigos, discutía con Jared Kurtin, apelaba al jurado, hacía miles de cosas mientras pateaba el asfalto en la oscuridad.
Tal vez ese día se concentraría en algo distinto mientras corría, en lo que fuera menos en el juicio. Tal vez pensara en las vacaciones. Una playa. Sin embargo, la apelación ya había empezado a reconcomerlo.
Mary Grace no se movió cuando él salió sigilosamente del piso y cerró la puerta detrás de él. Eran las cinco y cuarto.
Echó a correr sin estiramientos previos y poco después ya se encontraba en Hardy Street, en dirección al campus de la Universidad Southern Mississippi. Le gustaba la seguridad de aquel lugar. Rodeó los colegios mayores en los que había vivido, el estadio de fútbol en el que había jugado y al cabo de media hora entró en el Java Werks, su cafetería predilecta, que se encontraba en la calle de enfrente del campus. Dejó cuatro monedas de veinticinco centavos sobre el mostrador y pidió una tacita del café de la casa. Un dólar. Casi se echó a reír al contarlas. Planeaba el café con antelación y siempre andaba buscando monedas.
Al final del mostrador había una colección de periódicos del día. El titular de primera plana del Hattiesburg American anunciaba: «Krane Chemical sancionada con cuarenta y un millones de dólares». Iba acompañado de una enorme y magnífica foto de Mary Grace y él saliendo de los juzgados, cansados, pero felices, y una foto más pequeña de Jeannette Baker, llorosa. Había muchas citas de los abogados, unas cuantas del jurado, incluso una corta aunque enrevesada declaración de la doctora Leona Rocha, que evidentemente había ejercido gran influencia en la sala del jurado. Según el diario, se le atribuía haber dicho, entre otras perlas: «Nos indignaba el calculado y arrogante abuso de la tierra que había hecho Krane, su total desprecio por la seguridad y su hipocresía al intentar ocultarlo».
Wes adoraba a esa mujer. Devoró el extenso artículo, olvidando el café. El diario estatal más importante era The Clarion-Ledger, de Jackson, y aunque el titular era un poco más comedido, no por ello dejaba de ser impactante: «El jurado falla contra Krane Chemical: indemnización astronómica». Más fotos, citas, detalles del juicio; al cabo de unos minutos, Wes acabó leyendo por encima. Hasta el momento, el mejor titular se lo llevaba The Sun Herald, de Biloxi: «Jurado a Krane: afloja la pasta».
La noticia y las fotos iban en la primera plana de la mayoría de los principales periódicos. No era un mal día para el pequeño bufete de Payton amp; Payton. La vuelta a los escenarios estaba próxima y Wes estaba preparado. Los clientes potenciales empezarían a hacer sonar los teléfonos del despacho en busca de asesoramiento legal para sus divorcios, quiebras y un centenar de incordios para los que Wes no tenía estómago. Se los quitaría de encima con educación, los mandaría a otros abogados de poca monta -bastaba con darle una patada a una piedra para encontrarlos- y se dedicaría a navegar por internet todas las mañanas en busca de los peces gordos. Una indemnización astronómica, fotos en los periódicos, la noticia del día y el negocio estaba a punto de crecer considerablemente.
Apuró la taza de café y salió a la calle.
Cad Trudeau también salió de casa antes del amanecer. Podría haberse escondido en el ático todo el día y dejar que los del gabinete de prensa se encargaran del desastre. Podría haberse escudado detrás de sus abogados. Podría haber subido al jet y volar hasta la villa de Anguilla o la mansión de Palm Beach.
Sin embargo, Carl no. Jamás había rehuido una pelea y no iba a empezar ahora.
Además, quería alejarse de su mujer. La noche anterior le había costado una fortuna y todavía no lo había digerido. -Buenos días -saludó con brusquedad a Toliver, mientras se acomodaba en el asiento trasero del Bentley.
– Buenos días, señor.
A Toliver no se le habría ocurrido preguntarle algo tan estúpido como qué tal se encontraba esa mañana. Eran las cinco y media, y aunque no era una hora desacostumbrada para el señor Trudeau, tampoco era habitual. Por lo general, salían hacia las oficinas una hora más tarde.
– Pisa a fondo -dijo el jefe, y Toliver enfiló la Quinta Avenida a toda velocidad.
Veinte minutos después, Carl estaba en el ascensor privado con Stu, un ayudante cuya única tarea consistía en estar disponible las veinticuatro horas del día, siete días a la semana, siempre que el gran hombre lo necesitara. Stu había recibido una llamada una hora antes para acatar instrucciones: preparar café, un bollo de trigo tostado y zumo de naranja. Le había llegado una lista con los seis periódicos que el señor Trudeau debía encontrar sobre su escritorio y estaba enfrascado buscando por internet de todo lo que se comentara sobre el veredicto. Carl apenas se fijó en él.
Ya en el despacho, Stu le cogió la chaqueta, le sirvió un café y recibió la orden de que espabilara con el bollo y el zumo.
Carl se acomodó en su sillón aerodinámico de diseño, hizo crujir los nudillos, se acercó al escritorio, respiró hondo y cogió The New York Times. Primera plana, columna izquierda. No la primera plana de la sección de economía, ¡sino la primera plana del puñetero periódico! Justo en medio de una guerra, un escándalo en el Congreso y los cadáveres de Gaza.
La primera plana. El titular rezaba: «Krane Chemical hallada culpable de varias muertes por intoxicación». Carl casi se quedó con la boca abierta. El artículo, Hattiesburg, Mississippi: «Un jurado estatal ha concedido tres millones de dólares a una joven viuda por daños y perjuicios y treinta y ocho por daños punitivos en un proceso iniciado contra Krane Chemical por la muerte de los afectados». Carl lo leyó por encima; conocía de sobra los detalles escabrosos. El periódico apenas se equivocaba en nada. Las declaraciones de los abogados eran predecibles. Bla, bla, bla…
Pero ¿por qué en primera plana?
Lo encajó como un golpe bajo y no tuvo que esperar demasiado para recibir otro, en la página dos de la sección de economía, donde un analista hablaba largo y tendido sobre los otros problemas legales de Krane, a saber, cientos de posibles demandas reclamando lo mismo que Jeannette Baker. Según el experto, alguien de quien Carl jamás había oído hablar, yeso no solía ocurrir, la vulnerabilidad de Krane podría suponerle «varios millones de dólares» y, teniendo en cuenta que Krane estaba prácticamente «desprotegida» debido a su «cuestionable política en lo tocante a seguros de responsabilidad civil», dicha vulnerabilidad podría resultar «catastrófica».
Carl estaba maldiciendo cuando Stu entró a toda prisa con el zumo y el bollo.
– ¿ Algo más, señor? -preguntó.
– No, cierra la puerta.
La sección de cultura le levantó el ánimo brevemente.
En la primera plana, mitad inferior, estaba la crónica sobre el acto de la noche anterior en el MuAb, cuyo momento álgido había sido la cruenta batalla entre los postores de la subasta. En la parte inferior derecha aparecía una foto a color de tamaño considerable del señor y la señora Trudeau posando con su nueva adquisición. Brianna, fotogénica como siempre, como por otra parte más le valía ser, derrochaba glamour. Carl parecía rico, esbelto y joven, a su entender, e Imelda era tan desconcertante en foto como en persona. ¿ Se podía considerar una obra de arte? ¿ O no era más que un batiburrillo de bronce y cemento amalgamado por un alma en pena que hacía todo lo que estaba en sus manos para parecer atormentado?
Según el crítico de arte del periódico, el agradable caballero con quien Carl había estado charlando antes de la cena, era eso último. A la pregunta del periodista de si el desembolso de dieciocho millones de dólares que había hecho el señor Trudeau había sido una buena inversión, el crítico había contestado: «No, pero desde luego es un buen empujón para la campaña de recaudación de fondos del museo». A continuación explicaba que el mercado de la escultura abstracta llevaba estancado más de una década y que no parecía que fuera a repuntar, al menos en su opinión. Le veía muy poco futuro a Imelda. El artículo concluía en la página siete, con dos párrafos y una foto del escultor, Pablo, que sonreía a la cámara y parecía estar muy vivo y, en fin, sano.
Sin embargo, Carl estaba satisfecho, aunque solo fuera por un momento. El artículo era positivo. Él no parecía preocupado por la sentencia, estaba muy entero, como si aún llevara las riendas de su universo. La buena prensa valía para algo, a pesar de saber que dicho valor ni siquiera se acercaba a los dieciocho millones de dólares. Masticó el bollo sin saborearlo.
Regresó a la carnaza. Salpicaba las primeras planas de The Wall Street Journal, The Finantial Times y USA Today. Después de cuatro diarios, estaba cansado de leer las mismas citas de los abogados y las mismas predicciones de los expertos. Se apartó del escritorio sin levantarse del sillón, tomó un sorbo de café y volvió a repetirse lo mucho que detestaba a los periodistas. Sin embargo, seguía vivo. El vapuleo de la prensa había sido brutal y no tenía visos de detenerse, pero él, el gran Carl Trudeau, aguantaba sus golpes bajos y todavía se tenía en pIe.
Puede que ese fuera el peor día de su carrera profesional, pero mañana mejoraría.
Eran las siete. La bolsa abría a las nueve y media. Las acciones de Krane habían cerrado a cincuenta y dos con cincuenta dólares el día anterior; un uno con veinticinco dólares más de su último valor debido a que la decisión del jurado se eternizaba y podía incluso ser disuelto. Los expertos de la mañana predecían ventas motivadas por el pánico, pero las estimaciones de los daños no eran más que conjeturas.
Recibió una llamada del director de comunicaciones y le dijo que no hablaría con reporteros, periodistas, analistas o como quisiera que se llamaran, por mucho que insistieran o acamparan fuera del vestíbulo. Había que ceñirse a la línea oficial de la compañía: «Estamos estudiando la presentación de una contundente apelación y esperamos que prospere». Palabra por palabra.
Bobby Ratzlaff llegó con Felix Bard, el director financiero, a las siete y cuarto. Ninguno había dormido más de dos horas y a ambos les sorprendía que su jefe hubiera encontrado tiempo para asistir a una fiesta. Sacaron las gruesas carpetas, se saludaron con el laconismo habitual y se sentaron alrededor de la mesa de reuniones. Permanecerían allí las siguientes doce horas. Había muchos asuntos que discutir, pero la verdadera razón por la que estaban reunidos era porque el señor Trudeau quería estar acompañado en su búnker cuando la bolsa abriera y se armara una buena.
Empezó Ratzlaff. Presentarían montañas de peticiones, nada cambiaría y el caso pasaría al tribunal supremo del estado de Mississippi.
– El tribunal arrastra un historial según el cual suele decantarse por el querellante, pero eso está cambiando. Hemos revisado las resoluciones de las acciones civiles importantes por reclamación de daños de los últimos dos años y el tribunal acostumbra a votar cinco a cuatro a favor del demandante, pero no siempre.
– ¿Cuánto tiempo hasta que la última apelación termina? -preguntó Carl.
– De año y medio a dos años.
Ratzlaff siguió adelante. Krane tenía abiertas ciento cuarenta causas pendientes de juicio por culpa del lío de Bowmore y cerca de un tercio por fallecimiento de la parte demandante. Según el estudio exhaustivo que Ratzlaff estaba llevando a cabo junto con su personal y sus abogados de Nueva York, Atlanta y Mississippi, podían existir otros trescientos o cuatrocientos casos con posibilidades «legítimas», lo que significaba que había un fallecimiento, un fallecimiento próximo o una enfermedad, ya fuera leve o grave, de por medio. Tal vez hubiera miles de pleitos en los que los demandantes sufrían achaques menores como sarpullidos, lesiones en la piel o tos persistente, pero esos apenas les preocupaban por el momento.
Teniendo en cuenta la dificultad y el coste de demostrar que había una responsabilidad y relacionarla con una enfermedad, la mayoría de los casos pendientes no se habían defendido agresivamente. Pero eso estaba a punto de cambiar.
– Estoy convencido de que esta mañana los abogados de los demandantes están con resaca -dijo Ratzlaff, pero Carl ni siquiera esbozó una sonrisa.
Nunca sonreía. Siempre leía y jamás miraba a la persona que tuviera la palabra, pero aun así no se le escapaba nada.
– ¿Cuántos casos llevan los Payton? -preguntó.
– unos treinta. N o lo sabemos con seguridad porque todavía no los han incoado todos. Habrá que esperar bastante.
– Uno de los artículos aseguraba que el caso Baker había estado a punto de llevarlos a la ruina.
– Cierto, están endeudados hasta las cejas.
– ¿Créditos?
– Sí, eso se dice.
– ¿Sabemos con qué bancos?
– No estoy seguro.
– Averígualo. Quiero saber los números de cuenta de los créditos, los plazos, todo.
– De acuerdo.
A grandes trazos, y desde el punto de vista de Ratzlaff, la cosa no pintaba nada bien. El dique se había resquebrajado y se avecinaba una inundación. Los abogados se abalanzarían sobre ellos con saña y los costes de los procesos se cuadruplicarían hasta alcanzar fácilmente los cien millones de dólares anuales. El próximo caso estaría listo para ir a juicio en unos ocho meses, en el mismo juzgado y con el mismo juez. Otra indemnización de esas características y, bueno, quién sabía lo que podía ocurrir.
Carl consultó la hora en su reloj de pulsera y musitó algo sobre hacer una llamada. Volvió a abandonar la mesa, se paseó por el despacho y luego se detuvo en uno de los ventanales que daban al sur. El edificio Trump llamó su atención. Se ubicaba en el número cuarenta de Wall Street, muy cerca de la Bolsa de Nueva York, donde dentro de muy poco las acciones ordinarias de Krane Chemical serían la comidilla del día, mientras los inversores abandonaban el barco y los especuladores se quedaban boquiabiertos ante la desmembración. Qué cruel, qué irónico que él, el gran Carl Trudeau, un hombre que a menudo había mirado divertido desde lo alto cómo alguna compañía desafortunada se consumía, tuviera ahora que quitarse de encima a los buitres. ¿ Cuántas veces había maquinado él mismo el colapso del precio de una acción para poder lanzarse en picado sobre ella y comprarla por una miseria? Su leyenda se había construido sobre ese tipo de tácticas despiadadas.
¿Hasta qué punto iba a afectarles? Esa era la gran pregunta, seguida de muy cerca de la segunda: ¿cuánto duraría?
Esperó.
Tom Huff se puso su mejor y más oscuro traje y, después de darle muchas vueltas, decidió entrar a trabajar en el Second State Bank unos minutos más tarde de lo habitual. Llegar a primera hora habría sido demasiado predecible, tal vez incluso un poco engreído por su parte. Además, yeso era lo más importante, quería que todo el mundo ya hubiera ocupado su sitio cuando él llegara: los viejos cajeros de la planta principal, las secretarias monas de la segunda y los vice lo que fueran, sus rivales, de la tercera. Huffy quería hacer una entrada triunfal con el mayor público posible. Se la había jugado con los Payton y merecía disfrutar de ese momento.
Sin embargo, en realidad recibió el rechazo absoluto de los cajeros, el vacío colectivo de las secretarias y suficientes sonrisitas taimadas de sus rivales como para empezar a recelar. Encontró un mensaje sobre su mesa calificado como «urgente» para que fuera a ver al señor Kirkhead. Allí se cocía algo y Huffy empezó a perder aplomo. Menuda entrada triunfal. ¿Cuál era el problema?
El señor Kirkhead estaba en su despacho, esperando, con la puerta abierta: mala señal. El jefe odiaba las puertas abiertas; de hecho, se jactaba de un estilo de dirección a puerta cerrada. Era mordaz, grosero, cínico y tenía miedo hasta de su propia sombra, por lo que las puertas cerradas eran sus aliadas.
– Siéntese -le espetó, sin un mísero «Buenos días» o un «Hola» o, no fuera a sentarle mal, un «Felicidades».
Estaba pertrechado detrás de su pretencioso escritorio, con la oronda y despejada cabeza inclinada, como si esnifara las hojas de cálculo a medida que las leía.
– ¿Y cómo está usted, señor Kirkhead? -preguntó Huffy, alegremente.
Qué ganas tenía de llamarlo «Kirkabrón», como solía hacer siempre que se refería a su jefe. Incluso las viejas cajeras de la primera planta a veces lo llamaban así.
– Fenomenal. ¿Ha traído el expediente de los Payton?
– No, señor. No me dijeron que lo trajera. ¿Pasa algo?
– De hecho, dos cosas, ahora que lo menciona. Primera: tenemos un préstamo catastrófico con esa gente de más de cuatrocientos mil dólares, vencido, por descontado, y sin apenas garantías.
Había dicho «esa gente» como si Wes y Mary Grace fueran ladrones de tarjetas de crédito.
– No es nada nuevo, señor.
– ¿Le importaría dejarme acabar? y ahora tenemos esa indemnización desorbitada del jurado que, como entidad que ha emitido el préstamo, se supone que debemos sentirnos satisfechos, pero como entidad crediticia y cabeza empresarial de esta comunidad, creo que es una verdadera mierda. ¿ Qué tipo de mensaje estamos enviando a posibles clientes industriales con este tipo de veredictos?
– ¿Que no viertan residuos tóxicos en nuestro estado? Los rollizos carrillos de Kirkabrón se sonrojaron mientras desechaba la respuesta de Huffy con un gesto de la mano. Se aclaró la garganta y a punto estuvo de hacer gárgaras con su propia saliva.
– Esto no es bueno para nuestro clima empresarial-dijo-.
La primera plana en todo el mundo esta mañana. Me están llamando de la oficina central. Hoy es un día de perros.
Bowmore también tiene muchos días de perros, pensó Huffy. Sobre todo con todos esos funerales.
– Cuarenta y un millones de dólares -siguió Kirkabrón- para una pobre mujer que vive en una caravana. -Las caravanas no tienen nada malo, señor Kirkhead. Por aquí hay mucha gente, buenas personas, que viven en ellas, y nosotros les concedemos préstamos.
– No lo entiende. Es una cantidad de dinero desorbitada, es poner el sistema patas arriba. ¿Por qué aquí? ¿Por qué se conoce a Mississippi como un infierno judicial? ¿Por qué los abogados adoran nuestro pequeño estado? Eche un vistazo a los números, es malo para los negocios, Huff, para nuestros negocios.
– Sí, señor, pero el préstamo de los Payton ya no debe preocuparle.
– Quiero que lo devuelvan, y pronto.
– Yo también.
– Presénteme un calendario. Quede con esa gente y prepare un plan de devolución, que solo aprobaré cuando lo encuentre sensato. Hágalo ya.
– Sí, señor, pero puede que aún necesiten varios meses para ponerse al día. Prácticamente han cerrado…
– Me importan un pimiento, Huff. Solo quiero que ese préstamo no aparezca en los libros.
– Sí, señor. ¿ Eso es todo?
– Sí. y se acabaron los créditos judiciales, ¿ entendido?
– No se preocupe.
A tres puertas del banco, el ilustrísimo señor Jared Kurtin hizo un repaso general de las tropas antes de volver a Atlanta y enfrentarse a la gélida bienvenida que le esperaba allí. La oficina central se encontraba en un viejo edificio de Front Street, que habían restaurado hacía poco. La defensa de Krane Chemical, con recursos ilimitados, lo había alquilado hacía dos años y lo había puesto al día con un impresionante equipo tecnológico y personal.
Como era lógico, los ánimos estaban por los suelos, aunque a muchos de los que eran de por allí no les inquietaba el veredicto. Después de estar meses trabajando para Kurtin y sus arrogantes secuaces de Atlanta, sentían una muda satisfacción al ver cómo se retiraban, vencidos. Además, volverían. El veredicto alentaría el ánimo de las víctimas yeso garantizaba demandas, litigios y todo lo demás.
Por allí también se encontraba Frank Sully, como testigo de la partida, un abogado local y socio de un bufete de Hattiesburg, que Krane había contratado al principio, antes de decantarse por un «bufete mayor» de Atlanta. Le habían ofrecido un asiento en la apretada mesa de la defensa y había sufrido la ignominia de tener que asistir a un juicio de cuatro meses de duración sin abrir la boca durante la audiencia pública. Sully había estado en desacuerdo con prácticamente todas las tácticas y estrategias que había empleado Kurtin. Era tal su desconfianza y manía a los abogados de Atlanta, que había hecho circular una nota interna entre sus socios en la que predecía una indemnización astronómica por daños punitivos. En esos momentos se regodeaba en secreto.
Sin embargo, era un profesional. Había servido a su cliente hasta donde este le había permitido, había hecho todo lo que Kurtin le había pedido y volvería a hacerlo encantado, porque, hasta la fecha, Krane Chemical había pagado a su modesto bufete más de un millón de dólares.
Kurtin y él se estrecharon la mano en la puerta principal.
Ambos sabían que volverían a hablar por teléfono antes de que acabara el día. Ambos estaban secretamente encantados con la partida. Dos furgonetas de alquiler llevaron a Kurtin y a diez personas más al aeropuerto, donde un precioso y pequeño jet privado les esperaba para emprender el viaje, de setenta minutos de vuelo, a pesar de que no tenían ninguna prisa. Echaban de menos sus casas y a sus familias, pero ¿ qué podía haber más humillante que regresar renqueantes de un pueblo de mala muerte con el rabo entre las piernas?
Carl permaneció parapetado, a salvo en la planta cuarenta y cinco, mientras los rumores rugían en la calle. A las nueve y cuarto, llamó su banquero de Goldman Sachs, era la tercera vez que lo hacía, y le comunicó la mala noticia: cabía la posibilidad de que la bolsa no pusiera en circulación las acciones ordinarias de Krane de inmediato. Eran demasiado volátiles. Había demasiada presión para vender.
– Parece una liquidación total por incendio -dijo sin tapujos, y a Carlle entraron ganas de maldecirlo.
La bolsa abrió a las nueve y media, y las operaciones bursátiles de Krane se pospusieron. Carl, Ratzlaff y Felix Bard estaban en la sala de reuniones, exhaustos, con las mangas arremangadas, los codos hundidos en montañas de papeles y con un teléfono en cada mano por los que hablaban frenéticamente. Al final, la bomba cayó poco después de las diez, cuando Krane empezó a cotizarse a cuarenta dólares por acción. No hubo compradores, ni tampoco a treinta y cinco dólares la acción. El desplome sufrió un repunte temporal en veintinueve dólares y medio, cuando los especuladores entraron en acción y empezaron a comprar. Estuvieron subiendo y bajando durante la hora siguiente. Al mediodía estaban a veintisiete con veinticinco, en un día de gran volumen de operaciones, y para empeorar las cosas, Krane era la comidilla empresarial de la mañana. Para saber el estado de la bolsa, los programas por cable contactaban alegremente con sus analistas en Wall Street, quienes les informaban con entusiasmo de la caída aplastante de Krane Chemical.
Luego volvían al resumen de las noticias: más muertes en Irak, el desastre natural del mes y Krane Chemical.
Bobby Ratzlaff pidió permiso para ir a su despacho. Bajó por la escalera, un solo piso, y apenas tuvo tiempo de llegar al servicio de caballeros. Los cubículos estaban vacíos. Se dirigió al último, levantó la tapa y vomitó violentamente.
Sus noventa mil acciones ordinarias de Krane habían pasado de valer unos cuatro millones y medio de dólares a unos dos y medio, y la caída todavía no se había detenido. Utilizaba la bolsa como una garantía real para sus caprichos: la casita de los Hamptons, el Porsche Carrera y sus participaciones en un barco de vela. Por no mencionar otros gastos generales, como el colegio privado y el carnet de socio del club de golf. Bobby estaba extraoficialmente en la ruina.
Por primera vez en su trayectoria profesional, comprendió por qué la gente saltaba por las ventanas en 1929.
Los Payton habían pensado ir juntos en coche hasta Bowmore, pero la visita inesperada de su asesor financiero a última hora cambió sus planes. Wes decidió quedarse y atender a Huffy mientras Mary Grace cogía el Taurus y visitaba su ciudad natal.
Primero fue a Pine Grove y luego a la iglesia, donde Jeannette Baker la esperaba, junto al pastor Denny Ott y otro grupo de víctimas que también representaba el bufete de los Payton. Se vieron en privado en la sala anexa y comieron sándwiches. Jeannette se acabó uno, algo que no era demasiado corriente. Estaba serena, descansada, contenta de estar lejos del juzgado y de todo lo demás que envolvía el proceso.
La conmoción que había provocado el veredicto empezaba a mitigarse. La posibilidad de que el dinero cambiara de manos animaba el ambiente, pero también conllevaba un aluvión de preguntas. Mary Grace intentó cautelosamente rebajar las expectativas. Les detalló los recursos de apelación que se interpondrían en el caso Baker. No confiaba en obtener una resolución extrajudicial, ni en llegar a un acuerdo, ni siquiera las tenía todas consigo en el caso de que tuvieran que embarcarse en un nuevo juicio. Sinceramente, Wes y ella no disponían de los fondos ni de la energía para llevar a Krane a otro largo juicio, aunque no compartió esos pensamientos con los demás.
Se mostró firme y segura de sí misma. Sus clientes estaban en el bando correcto; Wes y ella lo habían demostrado. Pronto habría una legión de abogados merodeando por Bowmore en busca de las víctimas de Krane, a quienes harían promesas e incluso ofrecerían dinero. y no se refería únicamente a los abogados de la zona, sino a los chicos de reclamación de daños de todo el país que iban a la caza de casos, de costa a costa, y que solían llegar al lugar de los hechos incluso antes que los bomberos. No confiéis en nadie, les dijo con suavidad, pero con firmeza. Krane enviará a un ejército de investigadores, chivatos e informadores para que busquen cualquier cosa que un día puedan utilizar contra vosotros en un juicio. No habléis con los periodistas, porque algo dicho de broma podría sonar de manera muy distinta ante un tribunal. No firméis nada salvo que lo hayan revisado los Payton. No habléis con otros abogados.
Les dio esperanza. El veredicto resonaba en el sistema judicial. Los legisladores tendrían que tomar nota. La industria química no podía seguir dándoles la espalda. Las acciones de Krane caían en picado en esos momentos, y cuando los accionistas hubieran perdido el dinero suficiente, exigirían cambios.
Cuando terminó, Denny Ott rezó con ellos. Mary Grace abrazó a sus clientes, les deseó buena suerte, prometió volver a verlos al cabo de unos días y luego salió de la iglesia acompañada de Ott, para dirigirse a su siguiente cita.
El periodista se llamaba Tip Shepard. Había llegado un mes antes y, tras muchos intentos, se había ganado la confianza del pastor Ott, quien lo presentó a Wes y a Mary Grace. Shepard era un free lance con unas credenciales increíbles, varios libros en su haber y un acento texano que desarmaba parte de la desconfianza que Bowmore sentía hacia los medios de comunicación. Los Payton se habían negado a hablar con él durante el juicio, por muchas y diversas razones. No obstante, ahora que se había acabado, Mary Grace había accedido a concederle su primera entrevista. Si iba bien, puede que hubiera otra.
– El señor Kirkhead quiere su dinero -dijo Huffy. Estaba en el despacho de Wes, una oficina provisional con paredes de pladur sin pintar, suelo de cemento lleno de manchas y mobiliario procedente de los excedentes del ejército.
– No lo dudo -contestó Wes. Le irritaba que su asesor financiero se presentara con exigencias apenas unas horas después del veredicto-. Dile que se ponga a la cola.
– Vamos, Wes, el pago venció hace siglos.
– ¿Acaso Kirkhead es imbécil? ¿Cree que el jurado falla un día y que el demandado firma el cheque al siguiente?
– Sí, es imbécil, pero no tanto.
– ¿Te ha enviado él?
– Sí. Esta mañana le ha faltado tiempo para saltarme a la yugular y me temo que vaya tener que seguir aguantándolo bastante más.
– ¿ Es que no podéis esperar ni un día, dos, una semana?
Dejadnos respirar un poquito, ¿no?, y disfrutar del momento.
– Quiere que le presente un calendario, por escrito, con plazos de pago y cosas por el estilo.
– Ya le daré yo calendario -contestó Wes, arrastrando las palabras.
No quería discutir con Huffy. A pesar de que no podía considerarlo un amigo, Huffy le caía bien y disfrutaban de su mutua compañía. Wes le estaba profundamente agradecido por el valor que había tenido al jugársela por ellos. Huffy admiraba a los Payton por haberlo perdido todo al arriesgarse. Había pasado interminables horas con ellos mientras hipotecaban la casa, el despacho, los coches y los planes de pensiones.
– Hablemos de los próximos tres meses -propuso Huffy. Las cuatro patas de la silla plegable no eran iguales y se balanceaba ligeramente mientras hablaba.
Wes respiró hondo y puso los ojos en blanco. El agotamiento le sobrevino de repente.
– Antes obteníamos unos ingresos brutos de cincuenta mil al mes y nos sacábamos unos treinta mil netos. La vida nos iba bien, ¿ lo recuerdas? Tardaremos un año en volver a arrancar el negocio, pero podemos hacerlo. No nos queda más remedio. Sobreviviremos hasta que las apelaciones sigan su curso. Si el veredicto sigue en pie, Kirkhead puede coger su dinero e irse a paseo, y nosotros nos retiraremos y tendremos tiempo para salir a navegar. Si lo revocan, estaremos en la bancarrota y empezaremos a anunciarnos como abogados de divorcios rápidos.
– Seguro que el fallo atraerá clientela.
– Por supuesto, pero la mayoría será morralla.
Al utilizar la palabra «bancarrota», Wes había devuelto elegantemente a Huffy a su área, junto con el viejo Kirkabrón y el banco. La sentencia no podía considerarse un activo, y sin ella el balance de los Payton tenía un aspecto tan poco alentador como el día anterior. Lo habían perdido prácticamente todo, por lo que declararse en quiebra era una humillación más que estaban dispuestos a soportar. Exagerando.
Volverían a ser los de antes.
– No voy a darte un calendario, Huffy. Gracias por preguntar. Vuelve dentro de treinta días y entonces hablaremos. Ahora mismo tengo clientes a los que llevo varios meses sin atender.
– ¿Y qué le digo al señor Kirkabrón?
– Sencillo: que apriete un poquito más y que use el préstamo para limpiarse. Relájate; dadnos tiempo y satisfaremos la deuda.
– Se lo diré.
Mary Grace y Tip Shepard tomaron asiento en uno de los reservados junto a los ventanales del Babe's Coffee Shop de Main Street y charlaron sobre la ciudad. Ella recordaba aquella calle como una de las más transitadas, donde la gente se reunía e iba a comprar. Bowmore era demasiado pequeña para tener grandes almacenes, y gracias a eso sobrevivían los comerciantes del centro. Recordaba que de pequeña solía haber bastante tráfico y que era difícil encontrar un sitio donde aparcar. Ahora, la mitad de los escaparates estaban tapados con planchas de contrachapado y la otra mitad apenas hacía caja.
Una adolescente con delantal les llevó dos tazas de café y se alejó sin una palabra. Mary Grace se puso azúcar mientras Shepard la observaba con atención.
– ¿Está segura de que el café puede beberse? -preguntó.
– Por supuesto. Al final, el ayuntamiento emitió una ordenanza por la que se prohibía utilizar el agua en los restaurantes. Además, conozco a Babe desde hace treinta años. Fue una de las primeras que empezó a comprar agua embotellada.
Shepard dio un sorbo con reticencia y luego sacó la grabadora y la libreta.
– ¿Por qué aceptó los casos? -preguntó.
Mary Grace sonrió, sacudió la cabeza y siguió removiendo el azúcar.
– Me he hecho esa misma pregunta millones de veces, pero la respuesta es muy sencilla. Pete, el marido de Jeannette, trabajaba para mi tío. Yo conocía a varias de las víctimas. Es una ciudad pequeña y cuando enferma tanta gente es obvio que tiene que haber una razón. Los casos de cáncer se multiplicaban y la gente sufría mucho. Después de asistir a los primeros tres o cuatro funerales, comprendí que había que hacer algo.
Shepard siguió anotando en su libreta, sin aprovechar la pausa para hacerle otra pregunta, así que Mary Grace continuó:
– Krane era el mayor contratante de los alrededores y el rumor de los vertidos alrededor de la planta corría desde hacía años. Muchos de los que enfermaron trabajaban allí. Recuerdo que al volver a casa de la universidad, después de mi segundo año, empecé a oír que la gente decía que el agua sabía mal. Vivíamos a un par de kilómetros de la ciudad y nos abastecíamos de nuestro propio pozo, por eso nunca fue un problema para nosotros. Sin embargo, las cosas en la ciudad empeoraron. Al cabo de los años, los rumores sobre los vertidos fueron cobrando fuerza, hasta que todo el mundo los dio por ciertos. Por entonces, el agua se había convertido en un líquido pútrido imbebible. Luego vino lo del cáncer: de hígado, riñones, próstata, estómago, vejiga, muchos casos de leucemia. Un domingo, estando en la iglesia con mis padres, me fijé en cuatro calvas relucientes. Quimio. Pensé que estaba en una película de terror.
– ¿Se arrepiente de haber aceptado el caso?
– No, en absoluto. Hemos perdido mucho, pero mi ciudad también. Esperemos que todo haya terminado. Wes y yo somos jóvenes, sobreviviremos, pero mucha gente de aquí ha muerto o está gravemente enferma.
– ¿Piensa en el dinero?
– ¿En qué dinero? El recurso llevará dieciocho meses y ahora mismo eso me parece una eternidad. Hay que planteárselo a largo plazo.
– ¿ Y eso cuánto es?
– Unos cinco años. En cinco años habrán limpiado los vertidos tóxicos y nadie más volverá a enfermar por su culpa. Habrá un acuerdo extrajudicial, un gran acuerdo colectivo, por el que Krane Chemical y sus aseguradoras se verán obligados a sentarse a la mesa con todos sus millones y tendrán que compensar a las familias que han destruido. Todo el mundo obtendrá una compensación por los daños sufridos.
– Incluidos los abogados.
– Por supuesto. Si no fuera por los abogados, Krane seguiría fabricando pillamar 5 y vertiendo sus derivados en los pozos de detrás de la planta y nadie le pediría cuentas.
– Sin embargo, ahora están en México…
– Sí, fabricando pillamar 5 y vertiendo sus derivados en los pozos de detrás de las plantas. y a nadie le importa. Allí no se celebran este tipo de juicios.
– ¿Qué posibilidades tienen ante el recurso?
Mary Grace dio un sorbo al café quemado y demasiado azucarado. Estaba a punto de contestar, cuando un agente de seguros se detuvo a su lado, le estrechó la mano, la abrazó, le dio las gracias repetidas veces y al final se alejó al borde de las lágrimas. A continuación, el señor Greenwood, su antiguo director de instituto, ahora jubilado, la vio al entrar y prácticamente la asfixió en un abrazo de oso. El señor Greenwood ni siquiera se percató de la presencia de Shepard mientras divagaba sobre lo orgulloso que se sentía de ella. Le dio las gracias, le prometió que seguiría rezando por ella y le preguntó por la familia. Cuando ya se marchaba, despidiéndose por enésima vez, Babe, la dueña, se acercó para darle otro abrazo y una nueva ronda de felicitaciones.
Al final, Shepard se levantó y salió por la puerta disimuladamente. Minutos después, Mary Grace lo siguió.
– Lo siento -se disculpó-. Es un gran logro para la ciudad.
– Están muy orgullosos.
– Vayamos a ver la planta.
La Planta Número Dos de Krane Chemical de Bowmore, como se la conocía oficialmente, se levantaba en un polígono industrial abandonado al este de las afueras de la población. Las instalaciones estaban compuestas por un conjunto de edificios de hormigón ligero y tejado plano, comunicados por tuberías y gigantescas correas transportadoras. Depósitos de agua y silos se alzaban detrás de los edificios. El kudzu y las malas hierbas lo habían conquistado todo. A causa del pleito, la compañía había protegido las instalaciones con kilómetros de vallas de tela metálica de tres metros y medio de alto, coronadas por un reluciente alambre de cuchillas. Las enormes puertas estaban cerradas con candados. La planta le cerraba la puerta al mundo y guardaba sus secretos enterrados en su interior, como una cárcel donde han ocurrido hechos atroces.
Mary Grace la había visitado durante el proceso, pero siempre con una multitud de abogados, ingenieros, antiguos empleados de Krane, guardias de seguridad, incluso con el juez Harrison. Había realizado la última visita un par de meses atrás, cuando también fueron a verla los miembros del jurado.
Shepard y ella se detuvieron en la entrada principal y se fijaron en los candados. Una enorme señal, muy deteriorada, identificaba la planta y su dueño.
– Hace seis años, cuando fue obvio que el juicio era inevitable -dijo Mary Grace, mientras escudriñaban a través de la valla de tela metálica-, Krane se trasladó a México. Dieron tres días de preaviso a los trabajadores y quinientos dólares en concepto de indemnización por despido, cuando muchos de ellos llevaban trabajando aquí más de treinta años. No pudieron hacerlo peor al marcharse de la ciudad de esa manera, porque muchos de sus antiguos trabajadores acabaron siendo algunos de nuestros mejores testigos durante el juicio. Existía, y sigue existiendo, un gran rencor. Si Krane tenía algún amigo en Bowmore, lo perdió cuando jodió a sus empleados.
Un fotógrafo que trabajaba con Shepard se reunió con ellos en la puerta principal y empezó a sacar fotos. Fueron paseando a lo largo de la valla, mientras Mary Grace dirigía la breve visita.
– No utilizaron candados durante años y fue objeto de muchos actos vandálicos. Los adolescentes venían aquí a beber y drogarse. Ahora la gente se mantiene lo más alejada posible de este lugar. En realidad, las puertas y las vallas no son necesarias, a nadie le apetece acercarse por aquí.
Hacia el norte, una larga hilera de enormes cilindros metálicos se alzaba en medio de la planta.
– A eso se lo conocía como Unidad de Extracción Dos -explicó Mary Grace, señalándolos-. El dicloronileno se obtenía como un derivado reducido y se almacenaba en esos tanques. De ahí, una parte se enviaba a otro lugar para eliminarla de manera adecuada, pero la mayoría se llevaba al bosque de allí, detrás de la propiedad, y simplemente se tiraba a un barranco.
– ¿En el Pozo de Proctor?
– Sí, el señor Proctor era el supervisor a cargo de la eliminación de residuos. Murió de cáncer antes de que pudiéramos citarlo. -Recorrieron veinte metros junto a la valla-o Desde aquí no se ven, pero hay tres barrancos en el bosque, donde arrojaban los bidones y luego los cubrían con tierra y barro. Al cabo de los años, los tanques empezaron a perder, ni siquiera los habían sellado como era debido, y los productos químicos se filtraron al subsuelo. Este proceso continuó igual durante años, toneladas y más toneladas de dicloronileno, cartolyx, aklar y otros productos demostradamente cancerígenos. Según nuestros expertos, y el jurado así lo creyó, los contaminantes acabaron en el acuífero del que Bowmore se abastecía.
Un equipo de seguridad en un carrito de golf se dirigió hacia ellos desde el otro lado de la valla. Dos guardias orondos y armados se detuvieron a su lado y los miraron con atención.
– No les haga caso -murmuró Mary Grace.
– ¿Qué andan buscando? -preguntó uno de los guardias.
– No hemos cruzado la valla -contestó la abogada.
– ¿Qué andan buscando? -repitió el guardia.
– Soy Mary Grace Payton, uno de los abogados. Así que circulen, amigos.
Ambos asintieron al unísono y se alejaron lentamente. Mary Grace consultó la hora.
– Tengo que irme.
– ¿Cuándo podemos volver a vernos?
– Ya veremos, no le prometo nada. Últimamente vamos como locos.
Volvieron a la iglesia de Pine Grave y se despidieron.
Cuando Shepard se hubo ido, Mary Grace se acercó caminando hasta la caravana de Jeannette, a tres manzanas de allí. Bette estaba trabajando y reinaba el silencio. Durante una hora, se sentó con su cliente bajo un arbolito y bebieron limonada embotellada. No hubo lágrimas ni pañuelos, solo estuvieron charlando sobre la vida, la familia y los últimos cuatro meses que habían pasado juntas en una sala del tribunal.
A una hora del cierre de la bolsa, Krane había llegado a su valor más bajo: sus acciones se vendían a dieciocho dólares, aunque luego empezó una leve recuperación, por llamarlo de algún modo. Rozó los veinte dólares por acción durante una media hora, antes de estancarse en ese precio.
Por si eso no fuera suficiente, los inversores decidieron ensañarse con el resto del imperio de Carl. El Trudeau Group poseía el 45 por ciento de Krane y participaciones más pequeñas de otras seis compañías que también cotizaban en bolsa: tres químicas, una prospectora de yacimientos petrolíferos, un fabricante de recambios de automóvil y una cadena de hoteles. Poco después de comer, las acciones ordinarias de estas seis compañías empezaron a bajar. No tenía sentido, pero la bolsa a veces era así de imprevisible. La desgracia es contagiosa en Wall Street. Suele dejarse llevar por el pánico, que pocas veces tiene explicación.
El señor Trudeau no vio venir la reacción en cadena, ni él ni Felix Bard, su inteligente mago de las finanzas. A medida que pasaban los minutos, contemplaron horrorizados cómo el Trudeau Group perdía mil millones de dólares en valor de mercado.
Era obvio quién tenía la culpa. Todo se debía a la sentencia de Mississippi, aunque muchos analistas, sobre todo los expertos charlatanes de la televisión por cable, insistían en achacarlo a que Krane Chemical llevara tantos años operando con descaro sin el colchón que suponía un buen seguro de responsabilidad civil. La empresa había ahorrado una fortuna en primas, pero ahora tendría que pagarlas con creces.
– ¡Apaga eso! -espetó Carl a Bobby Ratzlaff, que estaba escuchando a uno de esos analistas de la televisión en un rincón.
Ya eran cerca de las cuatro de la tarde, la hora mágica en la que la bolsa cerraba y acababa el derramamiento de sangre. Carl estaba en su escritorio, con el teléfono pegado a la oreja. Bard estaba en la mesa de reuniones, mirando dos monitores y apuntando los últimos valores de las acciones. Ratzlaff estaba demacrado, mareado e incluso más arruinado que antes, y no dejaba de pasearse de un ventanal a otro, como si estuviera eligiendo el más idóneo para el vuelo final.
Los otros seis grupos de acciones se recuperaron con el último aviso de cierre y aunque el precio había bajado significativamente, las pérdidas eran asumibles. Las compañías eran sólidas y las acciones se reajustarían a su debido tiempo. Por otra parte, Krane era un tren descarrilado. Había cerrado a veintiuno con veinticinco dólares por acción, un desplome de treinta y uno con veinticinco respecto al día anterior. Su valor de mercado se había reducido de tres mil doscientos millones de dólares a mil trescientos, por lo que el señor Trudeau, con su 45 por ciento de participación en aquella desgracia, acababa de perder más de ochocientos cincuenta millones de dólares. Bard sumó apresuradamente los descensos de las otras seis compañías y estimó las pérdidas totales en unos mil cien millones de dólares en un solo día. No batían ningún récord, pero lo más probable era que fuera suficiente para que Carl apareciera entre los diez primeros de alguna lista.
Después de repasar las cifras al cierre de la bolsa, Carl ordenó a Bard y a Ratzlaff que se pusieran la chaqueta, se arreglaran la corbata y lo siguieran.
Cuatro plantas más abajo, en las oficinas de Krane Chemical, los altos ejecutivos escondían la cabeza en un pequeño comedor reservado exclusivamente para ellos. La comida era de una insipidez supina, pero las vistas eran impresionantes. Ese día, la hora de comer había quedado relegada a un segundo plano, nadie tenía apetito. Llevaban allí una hora, conmocionados, a la espera de una explosión en las alturas. Habría habido más animación en un funeral colectivo. Sin embargo, el señor Trudeau consiguió alentar al personal. Entró con decisión, con sus dos secuaces a la zaga -Bard con una sonrisa forzada, Ratzlaff con mala cara-, y, en vez de ponerse a gritar, agradeció a los chicos (todos ellos hombres) su duro trabajo y su compromiso con la empresa.
– Caballeros, no ha sido uno de nuestros mejores días -dijo Carl, con una amplia sonrisa-. Estoy seguro de que no lo olvidaremos en mucho tiempo -añadió, con voz agradable, como si solo fuera otra amistosa visita del hombre de las alturas-. No obstante, todo se ha acabado por hoy, menos mal, y todavía seguimos en pie. Mañana empezaremos a repartir leña.
Unas cuantas miradas nerviosas, tal vez una o dos sonrisas.
La mayoría esperaba que los despidieran sin más.
– Quiero que recordéis tres cosas que voy a decir en esta ocasión histórica -continuó-. Primera: nadie de aquí va a perder su trabajo. Segundo: Krane Chemical sobrevivirá a este error judicial. y tercero: no tengo intención de perder esta batalla.
Era el paradigma del líder seguro de sí mismo, el capitán que animaba a las tropas en las trincheras. Un signo de victoria y un puro y habría sido la viva imagen de Churchill en su mejor momento. Esa cabeza bien alta, esos hombros atrás, etc.
Incluso Bobby Ratzlaff empezó a sentirse mejor.
Dos horas después, Ratzlaff y Bard pudieron recoger sus cosas y volver a casa. Carl necesitaba tiempo para reflexionar, para lamerse las heridas y aclarar las ideas. Se sirvió un whisky y se descalzó para ayudar a relajarse. El sol se ponía más allá de New Jersey y se despidió hasta nunca de aquel día inolvidable.
Echó un vistazo al ordenador y repasó las llamadas telefónicas. Brianna había llamado cuatro veces, nada urgente. Si hubiera sido importante, la secretaria de Carl lo habría anotado como «Su mujer» y no como «Brianna». La llamaría más tarde. No estaba de humor para oír el resumen de sus actividades del día.
Había otras cuarenta llamadas; la que hacía veintiocho llamó su atención. El senador Grott había intentado ponerse en contacto con él desde Washington. Carl no lo conocía personalmente, pero todo jugador de las altas finanzas sabía quién era el Senador, con mayúscula. Grott había cumplido tres mandatos en el Senado por Nueva York antes de retirarse, voluntariamente, y entrar a formar parte de un bufete, para hacer dinero. Era don Washington, la persona en posesión de información privilegiada de mayor importancia, el experimentado abogado y asesor con oficinas en Wall Street, Pennsylvania Avenue y donde le apeteciera. El senador Grott tenía más contactos que cualquier otra persona, solía jugar al golf con quien ocupara la Casa Blanca en esos momentos, viajaba por todo el mundo en busca de más contactos, solo asesoraba a los poderosos y era considerado por todos como la principal conexión entre el mundo de las altas finanzas estadounidenses y los altos mandos del gobierno. Si el Senador llamaba, había que devolver la llamada, aunque acabaran de perderse mil millones de dólares. El Senador sabía cuánto se había perdido exactamente y estaba preocupado.
Carl marcó el número privado.
– Grott -respondió una voz ronca, al cabo de ocho timbrazos.
– Senador Grott, soy Carl Trudeau -se presentó Carl, con educación.
Se mostraba respetuoso con muy poca gente, pero el Senador exigía y merecía su respeto.
– Ah, sí, Carl-contestó el otro, como si estuvieran cansados de jugar al golf juntos, como un par de viejos amigos. Carl oyó la voz y pensó en las innumerables ocasiones en las que había visto al Senador en las noticias-. ¿Cómo está Amos? -preguntó.
El contacto, el hombre que los relacionaba en una misma conversación.
– Genial. Comí con él el mes pasado.
Mentira. Amos era el socio gerente del bufete de abogados con el que Carl trabajaba desde hacía una década. No era la firma del Senador, ni siquiera se le acercaba. Sin embargo, Amos era una persona de peso, lo suficiente para que el Senador la mencionara.
– Dale recuerdos.
– No se preocupe.
Vamos, suéltalo ya, pensó Carl.
– Escucha, sé que ha sido un día muy largo, así que no quiero entretenerte. -Silencio-. Hay un hombre en Boca Ratón que deberías ir a ver, se llama Rinehart, Barry Rinehart. Es una especie de asesor, aunque no lo encontrarás en el listín telefónico. Su firma está especializada en campañas electorales.
Un largo silencio. Carl tenía que decir algo.
– De acuerdo, le escucho -dijo, al fin.
– Es muy competente, inteligente, discreto, eficiente y caro. Si alguien puede enmendar esa sentencia, ese es Rinehart.
– Enmendar la sentencia -repitió Carl.
– Si te interesa -prosiguió el Senador-, le haré una llamada, abriré la puerta.
– En fin, sí, desde luego que me interesa. Enmendar la sentencia. Sonaba a música celestial.
– Bien, estaremos en contacto.
– Gracias.
La conversación había terminado. Típico del Senador. Un favor por aquí, el cobro de ese favor por allá. Los contactos iban arriba y abajo, y todo el mundo tenía la espalda cubierta como era debido. La llamada era gratuita, pero algún día el Senador exigiría su pago.
Carl removió el whisky con un dedo y repasó el resto de las llamadas. Más desgracias.
Enmendar la sentencia, no dejaba de repetirse.
En medio de su mesa inmaculada había un informe interno en el que se leía: «CONFIDENCIAL». ¿Acaso no lo eran todos? En la portada, alguien había escrito el nombre «PAYTON» con rotulador negro. Carl lo cogió, puso los pies sobre el escritorio y empezó a hojearlo. Había fotos, la primera de ellas del señor y la señora Payton del día anterior, cuando salían de los juzgados cogidos de la mano, triunfantes. Había una un poco más antigua de Mary Grace, de una publicación especializada en derecho, con una breve biografía. Nacida en Bowmore, universidad en Millsaps, escuela de derecho en el viejo Mississippi, dos años como letrada de un tribunal federal, dos de pasante en el bufete de un defensor de oficio, ex presidenta de la asociación de abogados del condado, abogada litigante, miembro del consejo escolar, miembro del Partido Demócrata estatal y de varios grupos de ecologistas fanáticos.
En la misma publicación aparecía una foto y una biografía de James Wesley Payton. Nacido en Monroe, Louisiana, buen jugador de fútbol en la Southern Mississippi, facultad de derecho en Tulane, tres años como ayudante del fiscal, miembro de todos los grupos habidos y por haber de abogados litigantes, miembro del Rotary Club, del Civitan, entre otras cosas.
Dos picapleitos paletos que acababan de orquestar la salida de Carl de la lista Forbes de las cuatrocientas personas más ricas de Estados Unidos.
Dos hijos, una niñera ilegal, colegios públicos, Iglesia Episcopal, a punto de tener que enfrentarse a la ejecución de una hipoteca tanto por la casa como por el despacho, a punto de serles embargados los coches, una carrera profesional en la abogacía (sin socios, solo personal auxiliar) de diez años que en su momento fue considerablemente rentable (para trabajar en una ciudad pequeña), pero habían acabado buscando refugio en un local comercial abandonado cuyo alquiler llevaban tres meses sin pagar. A continuación venía lo mejor: grandes deudas, al menos de cuatrocientos mil dólares con el Second State Bank en una línea de crédito prácticamente sin garantía. Ni un solo pago, ni siquiera de los intereses, en cinco meses. El Second State Bank era un consorcio local con diez oficinas en el sur de Mississippi. Cuatrocientos mil dólares prestados solo para financiar el litigio contra Krane Chemical.
– Cuatrocientos mil dólares -musitó Carl.
Hasta el momento, él había pagado catorce millones para la defensa del puñetero caso.
Las cuentas corrientes estaban en números rojos. Las tarjetas de crédito ya no valían. Se rumoreaba que otros clientes (no los de Bowmore) se sentían decepcionados por la poca atención que les prestaban.
Ninguna otra sentencia de importancia de la que hablar.
Nada que se acercara a un millón de dólares.
En resumen: esa gente estaba endeudada hasta las cejas y al borde del precipicio. Un leve empujón y todo solucionado. Estrategia: alargar las apelaciones, demorarlas hasta el infinito. Aumentar la presión del banco. Posible compra de Second State y luego exigir el pago inmediato del préstamo. No tendrían más remedio que declararse en quiebra. Grandes distracciones mientras se suceden las apelaciones. Además, los Payton no podrían dedicarse a sus otros treinta casos (más o menos) contra Krane y seguramente tendrían que rechazar nuevos clientes.
En resumidas cuentas: el pequeño bufete podía ser destruido.
El informe interno no estaba firmado, lo que no era ninguna sorpresa, pero Carl sabía que lo habían escrito uno o dos subalternos de la oficina de Ratzlaff. Averiguaría quiénes habían sido y los ascendería. Buen trabajo.
El gran Carl Trudeau había desmantelado grandes conglomerados, había tomado el mando de consejos de administración hostiles hacia él, había despedido a altos directivos que eran supuestas eminencias, había desbaratado industrias al completo, desplumado a banqueros, manipulado precios de acciones y destruido la carrera de incontables enemigos.
Desde luego podía arruinar un bufete familiar y de andar por casa de Hattiesburg, Mississippi.
Toliver lo dejó en casa poco después de las nueve de la noche, una hora que Carl elegía porque Sadler ya estaría en la cama y no se vería obligado a adorar a alguien por quien no sentía el más mínimo interés. A la otra niña, en cambio, no podría evitarla. Brianna estaba esperándolo, como era su deber. Cenarían junto a la chimenea.
Cuando cruzó la puerta, se encontró de frente con Imelda, instalada cómoda y permanentemente en el vestíbulo y con peor aspecto que la noche anterior. No pudo evitar mirarla boquiabierto. ¿De verdad que ese amasijo de varillas de latón tenía que parecerse a una mujer? ¿Dónde estaba el torso? ¿Dónde estaban las piernas? ¿Dónde estaba la cabeza? ¿De verdad había pagado tanto dinero por ese revoltijo abstracto?
¿Durante cuánto tiempo iba a acecharlo en su propio ático?
Carl estaba contemplando tristemente su obra de arte mientras uno de los ayudantes se llevaba el abrigo y el maletín. Entonces oyó las temidas palabras.
– Hola, cariño. -Brianna entró en la habitación arrastrando un largo y vaporoso vestido roj o tras ella. Se dieron un beso en las mejillas-. ¿No es increíble? -preguntó, entusiasmada, extendiendo un brazo en dirección a Imelda.
– Increíble es la palabra -contestó él.
Miró a Brianna, luego a Imelda y le entraron ganas de asfixiarlas a ambas, aunque enseguida se le pasó. Jamás admitiría una derrota.
– La cena está lista, cariño -le susurró Brianna.
– No tengo hambre. Tomemos una copa.
– Pero Claude ha preparado tu plato preferido: lenguado a la parrilla.
– No tengo apetito, querida -insistió él, arrancándose la corbata y lanzándosela a su ayudante.
– Ha sido un día espantoso, lo sé -dijo ella-. ¿Un whisky?
– Sí.
– ¿Te apetece contármelo? -preguntó Brianna.
– Me encantaría.
La administradora personal de Brianna, una mujer que Carl no conocía, había estado llamando a lo largo del día para ponerla al corriente de la caída. Brianna conocía las cifras y había oído en las noticias que su marido había perdido cerca de mil millones de dólares.
Despidió al servicio de cocina y se puso un camisón mucho más atrevido. Se acomodaron delante de la chimenea y estuvieron charlando hasta que él se durmió.
El viernes, dos días después de la sentencia, el bufete de los Payton se encontró a las diez de la mañana en el Ruedo, un amplio espacio despejado, con paredes de pladur sin pintar, forradas de estanterías caseras y abarrotadas de fotos aéreas, certificados médicos, perfiles de miembros del jurado, informes de expertos llamados a declarar y un centenar de documentos y objetos relacionados con el proceso. En el centro de la estancia había una especie de mesa: cuatro planchas de contrachapado de tres centímetros de grosor, montadas sobre caballetes y rodeadas de una lastimosa colección de sillas de madera y metálicas. No había prácticamente ninguna a la que no le faltara alguna pieza. Era evidente que la mesa había sido el ojo del huracán durante los últimos cuatro meses, abarrotada como estaba de papeles y montañas de volúmenes de derecho. Sherman, uno de los pasantes, había dedicado casi todo el día anterior a recoger tazas de café, cajas de pizza, recipientes de comida china y botellas de agua vacías. También había barrido el suelo, aunque nadie lo diría.
El despacho anterior, en un edificio de tres plantas de Main Street, estaba decorado con elegancia, bien situado y un equipo de limpieza lo dejaba como los chorros del oro cada noche. La apariencia y la pulcritud eran importantes entonces.
Ahora solo intentaban sobrevivir.
A pesar del deprimente entorno, la gente estaba animada, y por razones obvias: la maratón había acabado, aunque todavía les costaba creer el veredicto. Unidos por el sudor y los apuros que habían pasado, la pequeña y consolidada firma había superado a la bestia negra y había anotado un tanto para el equipo de los buenos.
Mary Grace intentó imponer un poco de orden. Habían descolgado los teléfonos porque Tabby, la recepcionista, también formaba parte del bufete y querían que participara en la toma de decisiones. Por fortuna, los teléfonos volvían a sonar.
Sherman y Rusty, el otro pasante, llevaban vaqueros y sudaderas, pero no usaban calcetines. Trabajando en un antiguo local comercial abandonado, ¿ a quién iba a importarle el código en el vestir? Tabby y Vicky, la otra recepcionista, habían dejado de ponerse la ropa buena cuando empezaron a enganchársela en el mobiliario improvisado. Solo Olivia, la contable con aspecto de matrona, aparecía un día tras otro ataviada con ropa de oficina.
Estaban sentados alrededor de la mesa de contrachapado, dando sorbos al mismo imbebible café al que se habían hecho adictos, y escuchaban sonrientes a Mary Grace mientras esta hacía un rápido resumen.
– Presentarán las peticiones de costumbre -decía-. El juez Harrison ha fijado una vista para de aquí a un mes, pero no se esperan sorpresas.
– A la salud del juez Harrison -dijo Sherman, y todos brindaron con su taza de café.
Se había convertido en un bufete muy democrático. Todos los presentes se sentían como iguales, todo el mundo podía decir lo que creyera conveniente y se tuteaban. La pobreza era un gran rasero.
– En los próximos meses -continuó Mary Grace-, Sherman y yo llevaremos el caso Baker y pondremos los demás casos de Bowmore al corriente. Wes y Rusty se encargarán de todos los demás y empezarán a generar algo de dinero.
Aplausos.
– Por el dinero -dijo Sherman, invitando a un nuevo brindis.
Sherman estaba licenciado en derecho, certificado que había obtenido en una escuela nocturna, pero no había conseguido aprobar el examen con que se obtenía el título de abogado. Tenía cuarenta y tantos años, un pasante de carrera que sabía más de leyes que la mayoría de los abogados. Rusty tenía veinte años menos y estaba planteándose probar con la medicina.
– Ya que hablamos de ello -continuó Mary Grace-, Olivia me ha facilitado el último estado de nuestro déficit presupuestario. Todo un detalle. -Cogió una hoja de papel y repasó las cifras-. Llevamos un retraso de tres meses en el pago del alquiler, así que oficialmente debemos un total de cuatro mil quinientos dólares.
– Que nos desahucien, por favor -dijo Rusty.
– Pero el casero sigue siendo cliente nuestro y no está preocupado. También llevamos un retraso de un par de meses en el pago de las demás deudas, salvo, por descontado, la del teléfono y la luz. Hace cuatro semanas que no se pagan sueldos…
– Cinco -puntualizó Sherman.
– ¿Estás seguro? -preguntó Mary Grace.
– Contando hoy. Hoy es día de pago o, al menos, antes lo era.
– Disculpa, cinco semanas de retraso. La semana que viene debería de empezar a entrar dinero, si conseguimos llegar a un acuerdo con el caso Raney. Intentaremos ponernos al día. -Saldremos de esta -aseguró Tabby.
Era la única soltera del bufete, los demás tenían pareja con trabajo. Aunque las perspectivas de cobro eran muy poco halagüeñas, todos estaban dispuestos a sobrevivir.
– ¿Y la familia Payton? -preguntó Vicky.
– Vamos tirando -contestó Wes-. Gracias por preocuparte, pero nos defendemos, igual que vosotros. Ya lo he dicho cientos de veces, pero volveré a repetirlo si es necesario:
Mary Grace y yo os pagaremos tan pronto como sea posible. Las cosas van a mejorar.
– Vosotros nos preocupáis más -añadió Mary Grace. Nadie iba a irse. Nadie iba a presionarlos.
A pesar de que no había nada por escrito, hacía tiempo que habían firmado un acuerdo: cuando cobraran los casos de Bowmore, si eso sucedía algún día, el dinero se repartiría entre todos los empleados. Tal vez no de manera igualitaria, pero todos los presentes sabían que serían recompensados.
– ¿Y el banco? -preguntó Rusty.
No había secretos. Sabían que Huffy se había pasado por allí el día anterior y sabían muy bien cuánto se le debía al Second State Bank.
– Les paré los pies -contestó Wes-. Si siguen presionándonos, incoaremos un procedimiento concursal y los joderemos bien jodidos.
– Voto por joder al banco -dijo Sherman.
Por lo visto, los demás también compartían la opinión de que debían joder al banco, aunque todos sabían la verdad: el juicio no habría sido posible sin la presión que había ejercido Huffy a su favor para convencer al señor Kirkabrón para que les aumentara la línea de crédito. También sabían que los Payton no descansarían hasta que hubieran saldado la deuda con el banco.
– Deberíamos sacar limpios unos doce mil del caso Raney -dijo Mary Grace-. Y otros diez mil de la mordedura del perro.
– Quizá quince mil-dijo Wes.
– Y luego, ¿ qué? ¿Cuál será el siguiente acuerdo? -Mary Grace lanzó la pregunta a los presentes para debatirlo.
– Geeter -dijo Sherman. Era algo más que una sugerencia.
Wes miró a Mary Grace. Ambos miraron a Sherman, desconcertados.
– ¿Quién es Geeter?
– Resulta que Geeter es un cliente. Resbaló y se cayó en la tienda de Kroger. Acudió a nosotros hace unos ocho meses.
Varios de ellos intercambiaron unas miradas extrañadas.
Era evidente que los dos abogados habían olvidado a uno de sus clientes.
– No lo recuerdo -admitió Wes.
– ¿Qué posibilidades tiene? -preguntó Mary Grace.
– No demasiadas. La responsabilidad se sostiene con pinzas. Tal vez unos veinte mil. El lunes repasaré el caso contigo.
– Buena idea -dijo Mary Grace, y cambió rápidamente de cuestión-. Sé que los teléfonos empiezan a sonar y que estamos en la más absoluta miseria, pero no vamos a aceptar basura. Ni inmobiliarias ni quiebras. Nada de causas penales, salvo que paguen a tocateja. Nada de divorcios contenciosos, llevaremos los rápidos y cobraremos mil dólares, pero todo debe estar pactado. Somos un bufete que se dedica a llevar casos de daños personales y si nos cargamos con minucias, no tendremos tiempo para los casos grandes. ¿Alguna pregunta?
– La gente llama por cosas muy raras -dijo Tabby-, y de todo el país.
– Cíñete a lo que acabamos de decir -dijo Wes-. No podemos llevar casos en Florida o Seattle. Necesitamos cerrarlos rápido y aquí, al menos durante los próximos doce meses. -¿Cuánto tiempo durarán las apelaciones? -preguntó Vicky.
– De dieciocho a veinticuatro meses -contestó Marty Grace-, y no podemos hacer nada para acelerar el proceso. Por eso es tan importante ponernos las pilas y empezar a generar honorarios con otras cosas.
– Lo que nos lleva a otra cuestión -dijo Wes-. La sentencia cambia el panorama de manera radical. Primero: las expectativas están por las nubes en estos momentos y nuestros clientes de Bowmore pronto empezarán a darnos la lata. Querrán sus minutos de fama en los juzgados y una indemnización espectacular. Debemos ser pacientes y no podemos permitir que esa gente nos vuelva locos. Segundo: los buitres van a lanzarse en picado sobre Bowmore. Los abogados irán a la caza de clientes. Será una auténtica batalla campal. Se deberá informar de inmediato de cualquier contacto que establezcan. Tercero: el fallo supone una presión mayor para Krane. Sus sucias artimañas se volverán aún más rastreras. Tienen a gente observándonos, así que no confiéis en nadie, no habléis con nadie. Nada saldrá de este despacho, se destruirá toda la documentación. En cuanto podamos permitírnoslo, contrataremos un servicio de vigilancia nocturna. Resumiendo: tened cuidado con todo el mundo y vigilad vuestras espaldas.
– Qué divertido -comentó Vicky-. Es como una peli.
– ¿Alguna pregunta?
– Sí -dijo Rusty-. ¿ Sherman y yo podemos volver a la caza de víctimas de accidentes? Han pasado cuatro meses desde que empezó el juicio y echo de menos la emoción.
– Llevo semanas sin ver una sala de urgencias -añadió Sherman- y añoro el sonido de las sirenas.
Aunque no sabían si bromeaban o no, el ambiente distendido invitaba a las risas.
– En realidad, no me importa lo que hagáis, siempre que no me lo contéis -dijo Mary Grace, al final.
– Se levanta la sesión -concluyó Wes-. y es viernes.
Todo el mundo tiene que marcharse al mediodía porque cerraremos las puertas. Nos vemos el lunes.
Recogieron a Mack y a Liza en el colegio y, después de detenerse en un establecimiento de comida rápida, se dirigieron hacia el sur por el campo, durante una hora, hasta que vieron la primera señal del lago Garland. Las carreteras se estrecharon hasta convertirse en caminos de gravilla. La cabaña estaba al final de un camino de tierra y descansaba sobre el agua, encima de unos pilotes, encajada entre los árboles que bordeaban la orilla. El inmenso lago parecía extenderse durante kilómetros desde el corto embarcadero del porche, que se adentraba en el agua. No había señal de actividad humana, ni en el lago ni en los alrededores.
La cabaña pertenecía a otro abogado, un amigo de Hattiesburg, un hombre para quien Wes había trabajado y que había preferido no verse implicado en lo de Bowmore. Una decisión que se había demostrado muy sensata, al menos hasta hacía cuarenta y ocho horas. En esos momentos, las dudas eran razonables.
En un principio, la idea había sido seguir el viaje hacia el sur unas cuantas horas más, en dirección a Destin, y pasar un largo fin de semana en la playa, pero no podían permitírselo.
Descargaron el coche e inspeccionaron la espaciosa cabaña de tejado a dos aguas, con una buhardilla enorme, que Mack declaró idónea para llevar a cabo otra noche de «acampada».
– Ya veremos -dijo Wes.
Había tres dormitorios pequeños en la planta baja y soñaba con encontrar una cama cómoda. Recuperar el sueño atrasado era uno de los objetivos del fin de semana. Dormir y pasar más tiempo con los niños.
Tal como le habían prometido, los aparejos de pesca estaban guardados en un trastero debajo del porche, y la barca estaba subida con un cabestrante al final del embarcadero. Los niños esperaron expectantes mientras Wes la bajaba hasta el agua. Mary Grace estuvo dando vueltas a los salvavidas hasta asegurarse de que los niños los llevaban bien puestos. Una hora después de su llegada, se encontraba cómodamente a resguardo bajo una colcha en una tumbona del porche, con un libro en la mano, viendo cómo su familia se alejaba sin prisas en el horizonte azulado del lago Garland, tres pequeñas siluetas en busca de besugos y percas.
Estaban a mediados de noviembre y las hojas amarillentas y rojizas caían dibujando una espiral en la brisa y cubrían la cabaña, el embarcadero y el agua que lo rodeaba. No se oía nada. El pequeño motor de la barca estaba demasiado lejos. El viento era demasiado suave. Los pájaros y los animales debían de haberse mudado temporalmente a otro sitio. Una calma perfecta, algo muy poco habitual en la vida de cualquiera, y que en esos momentos consideraba un tesoro. Cerró el libro, cerró los ojos e intentó pensar en algo que no tuviera nada que ver con los últimos meses.
¿Dónde estarían dentro de cinco años? Se concentró en el futuro porque en el pasado solo había cabida para el caso Baker. Seguro que tendrían una casa, aunque nunca jamás hipotecarían su futuro invirtiendo sus ahorros en un pequeño y ostentoso castillo en una urbanización. Quería un hogar, nada más. Los coches de importación, un despacho lujoso y los demás caprichos que una vez fueron importantes para ella, habían dejado de interesarle. Quería ejercer de madre de sus hijos y deseaba una casa donde poder criarlos.
Familia y activos a un lado, también quería más colaboradores. El bufete crecería y estaría lleno de abogados inteligentes y talentosos que se dedicarían exclusivamente a perseguir a los fabricantes de vertidos tóxicos, medicamentos dañinos y productos defectuosos. Algún día, Payton amp; Payton no sería famoso por los casos que ganaba, sino por los sinvergüenzas que llevaba a juicio para ser juzgados.
Tenía cuarenta y un años y estaba cansada, aunque la fatiga pasaría. Hacía mucho tiempo que los viejos sueños en los que se veía ejerciendo de madre a tiempo completo, con la vida arreglada, habían quedado olvidados. Krane Chemlcal había convertido en una radical y en una cruzada.
Después de los últimos cuatro meses, jamás volvería a ser la misma.
Basta. Abrió los ojos de par en par.
Todos sus pensamientos la remitían de nuevo al caso, a Jeannette Baker, al juicio, a Krane Chemical. N o iba a pasar ese precioso y tranquilo fin de semana dándole vueltas a lo mismo. Abrió el libro y empezó a leer.
Asaron salchichas y malvaviscos para cenar sobre una barbacoa hecha con piedras cerca del agua y luego se sentaron en el embarcadero, en medio de la oscuridad, para contemplar las estrellas. El cielo estaba despejado y hacía fresco, por lo que todos se acurrucaron bajo una colcha. Una luz lejana titilaba en el horizonte y, tras debatir qué podría ser, llegaron a la conclusión de que se trataba de otra barca.
– Papá, cuéntanos una historia -dijo Mack.
Estaba arrebujado entre su hermana y su madre.
– ¿De qué tipo?
– Una de fantasmas. Que dé miedo.
Lo primero que le vino a la cabeza fueron los perros de Bowmore. Durante muchos años, una jauría de perros abandonados había deambulado por las afueras del pueblo. A menudo, en medio del silencio de la noche, se ponían a aullar y a gemir y hacían más ruido que una manada de coyotes. La leyenda decía que los perros tenían la rabia y que se habían vuelto locos por beber el agua.
Sin embargo, ya estaba harto de Bowmore. Recordó otra sobre un fantasma que caminaba sobre el agua, de noche, en busca de su amada esposa, que se había ahogado. Empezó a contarla y los niños se acurrucaron aún más contra sus padres.
Un guardia uniformado abrió las puertas de la mansión e hizo un seco gesto de cabeza al conductor al tiempo que el largo Mercedes negro pasaba por su lado a toda velocidad, con prisas, como siempre. El señor Carl Trudeau ocupaba el asiento trasero, solo, concentrado en los periódicos de la mañana. Eran las siete y media, demasiado temprano para ir a jugar al golf o al tenis, y demasiado temprano para encontrar caravana, siendo sábado, en Palm Beach. Al cabo de unos minutos, el coche estaba en la interestatal 95, en dirección sur.
Carl pasó por alto la sección de economía. Gracias a Dios, la semana había llegado a su fin. Krane había cerrado a diecinueve dólares con cincuenta el día anterior y no daba señales de que fuera a estabilizarse. A pesar de que pasaría a ser conocido para la posteridad como uno de los pocos hombres que había perdido mil millones de dólares en un día, ya estaba forjando su próxima leyenda. En un año habría recuperado su dinero. En dos lo habría doblado.
Cuarenta minutos después estaba en Boca Ratón, cruzando el canal navegable, en dirección al conglomerado de rascacielos y hoteles que se apelotonaban a lo largo de la playa. El edificio de oficinas era un reluciente cilindro de cristal de diez pisos, con una sola entrada, un guardia y sin distintivos de ningún tipo. Le dieron paso al Mercedes con un gesto de la mano y este se detuvo bajo un pórtico.
– Buenos días, señor Trudeau -lo saludó un joven, muy serio y con traje oscuro, al abrir la puerta trasera.
– Buenos días -contestó Carl, apeándose.
– Por aquí, señor.
Según las investigaciones de última hora de Carl, la firma de Troy-Hogan procuraba mantenerse en el más puro anonimato. No tenía página web ni folletos, no se anunciaba y el teléfono no aparecía en el listín: nada que pudiera atraer clientes. No se trataba de un bufete de abogados porque no estaba registrada en el estado de Florida; ni en el de Florida ni en ningún otro. No estaba adscrito a ningún grupo de presión. Era una sociedad anónima. Se desconocía el origen del nombre, porque no había ningún registro de nadie que se llamara ni Troy ni Hagan. La compañía ofrecía servicios de consultoría y marketing, pero nadie sabía a qué se dedicaba en realidad. La razón social estaba en las Bermudas y llevaba ocho años censada en Florida. El representante nacional era un bufete de abogados de Miami de propiedad privada, aunque nadie conocía al dueño.
Cuanto menos sabía Carl de la firma, más la admiraba.
El director era un tal Barry Rinehart y por ahí todavía había conseguido encontrar alguna pista. Según varios amigos y contactos de Washington, Rinehart había pasado por Washington D.C. veinte años atrás sin dejar ni una sola huella. Había trabajado para un congresista, para el Pentágono y para un par de grupos de presión medianos, un currículo como otro cualquiera. Abandonó la ciudad sin razón aparente en 1990 y volvió a aparecer en Minnesota, donde dirigió la magnífica campaña de un político desconocido que salió elegido para el Congreso. A continuación pasó a Oregón, donde puso sus artes a disposición de un candidato al Senado. Sin embargo, cuando empezaba a cosechar cierta reputación, de repente dejó de hacer campañas y volvió a desaparecer. Ahí se acababa el rastro.
Rinehart tenía cuarenta y ocho años, se había casado y divorciado en dos ocasiones, no tenía hijos, no estaba fichado por la policía y no pertenecía a ninguna asociación profesional ni a ningún otro tipo de organismo asociativo. Había obtenido una licenciatura en Ciencias Políticas en la Universidad de Maryland y otra en Derecho en la Universidad de Nevada.
Por lo visto, nadie sabía qué hacía en la actualidad, pero sin lugar a dudas lo hacía bien. Su elegante despacho, en la última planta del cilindro, estaba decorado con arte y mobiliario contemporáneo minimalista. Carl, que no reparaba en gastos en su propio despacho, estaba impresionado.
Barry lo esperaba junto a la puerta de la oficina. Se estrecharon la mano e intercambiaron las cortesías de rigor mientras tomaban buena nota del traje, la camisa, la corbata y los zapatos del otro. Todo a medida, exclusivo. Habían cuidado hasta el último detalle, a pesar de ser sábado y estar en el sur de Florida. La primera impresión era crucial, especialmente para Barry, emocionado ante la perspectiva de echar el lazo a un nuevo cliente de peso.
Carl había medio esperado a un charlatán con mucha labia ataviado con un traje barato, pero se sintió gratamente sorprendido. El señor Rinehart era un caballero distinguido, de voz suave, acicalado y parecía muy tranquilo en presencia de un hombre tan poderoso como él. Por descontado no era un igual, pero al otro tampoco parecía importarle.
Una secretaria les ofreció café cuando entraron en el despacho y se toparon con el océano. Desde la décima planta, en primera línea de playa, el Atlántico se extendía hacia el infinito. Carl, que contemplaba distraído el río Hudson varias veces al día, sintió envidia.
– Bonito -comentó, disfrutando de la vista desde la hilera de ventanales de tres metros de alto.
– No es un mal lugar para trabajar -dijo Barry.
Se acomodaron en los sillones de piel beis cuando llegó el café. La secretaria cerró la puerta y dejó tras de sí una agradable sensación de seguridad.
– Le agradezco que me reciba en sábado y habiendo avisado con tan poco tiempo de antelación -dijo Carl.
– Es un placer -contestó Barry-. Ha sido una semana muy dura.
– He tenido mejores. Asumo que ha hablado personalmente con el senador Grott.
– Por supuesto. Charlamos de vez en cuando.
– Fue bastante vago acerca de a qué se dedican usted y su firma.
Barry se echó a reír y cruzó las piernas.
– Nos dedicamos a las campañas. Eche un vistazo.
– Cogió un mando a distancia y pulsó un botón. Una enorme pantalla blanca bajó del techo y cubrió casi toda la pared. A continuación, apareció toda la nación. La mayoría de los estados estaban coloreados de verde mientras que los demás eran de color amarillo claro-. Treinta y un estados eligen por votación los jueces que presidirán los tribunales de apelación y los tribunales supremos. Son los que están en verde. Los estados en amarillo tienen el sentido común de designarlos. Nosotros nos dedicamos a las verdes.
– Elecciones judiciales.
– Sí. Es a lo único a lo que nos dedicamos, y lo hacemos de manera muy discreta. Cuando nuestros clientes necesitan ayuda, nos concentramos en un magistrado del tribunal supremo estatal poco afín y lo borramos de la ecuación.
– Así sin más.
– Así sin más.
– ¿Quienes son sus clientes?
– No puedo darle nombres, pero todos se encuentran en su mismo barco. Grandes consorcios energéticos, aseguradoras, farmacéuticas, químicas, madereras, todo tipo de fabricantes, además de médicos, hospitales, geriátricos y bancos. Recaudamos mucho dinero y contratamos a la gente sobre el terreno para que dirija campañas agresivas.
– ¿Han trabajado en Mississippi?
– Todavía no. -Barry pulsó otro botón y volvió a aparecer Estados Unidos. Los estados de color verde fueron oscureciéndose poco a poco hasta volverse negros-o Los estados más oscuros son aquellos en los que hemos trabajado. Como puede ver, se extienden de costa a costa. Estamos presentes en los treinta y nueve.
Carl probó el café y asintió, como si quisiera que Barry siguiera hablando.
– Tenemos cerca de cincuenta empleados aquí, todo el edificio es nuestro, y almacenamos gran cantidad de datos. La información es poder, y lo sabemos todo. Revisamos las apelaciones de los estados verdes, conocemos a los jueces de los tribunales de apelación, su historial personal y profesional, familias, divorcios, quiebras, hasta el último detalle escabroso. Revisamos las decisiones, lo que nos permite predecir el resultado de casi todas las causas que se encuentran en estos momentos en los tribunales de apelación. Seguimos las asambleas legislativas y estamos al tanto de las leyes que pudieran afectar al derecho civil. También controlamos los procesos civiles importantes.
– ¿Qué me dice del de Hattiesburg?
– Ah, sí. No nos sorprende el veredicto.
– Entonces, ¿por qué, en cambio, sí sorprendió a mis abogados?
– Sus abogados eran buenos, pero no los mejores. Además, la demandante llevaba todas las de ganar. He estudiado muchos casos de vertidos tóxicos y Bowmore es uno de los peores.
– ¿Quiere decir que volveremos a perder?
– Eso creo. Las aguas van a salirse de madre.
Carl miró el océano y bebió un poco más de café.
– ¿Qué pasa con la apelación?
– Depende de quién esté en el tribunal supremo del estado de Mississippi. Ahora mismo, hay muchas posibilidades de que el veredicto sea ratificado en una votación por cinco a cuatro. El estado se ha demostrado notoriamente complaciente con los demandantes durante estas dos últimas décadas y, como ya sabrá, se ha forjado una bien ganada reputación de ser terreno abonado para los pleitos. Asbesto, tabaco, fentormina, todo tipo de procesos judiciales. A los abogados dedicados a los casos de responsabilidad civil les encanta ese lugar.
– ¿Y perderé por un solo voto?
– Más o menos. El tribunal no siempre es predecible, pero, sí, por lo general suelen votar cinco a cuatro.
– Entonces, ¿lo único que necesitamos es un juez de nuestra parte?
– Sí.
Carl dejó la taza en la mesa y se levantó de un salto. Se quitó la chaqueta, la dejó colgada en el respaldo de una silla y luego se acercó a los ventanales para mirar el océano. Un carguero se alejaba a lo lejos, lentamente, y lo siguió con la mirada unos minutos. Barry fue dando sorbitos a su café.
– ¿Tiene algún juez en mente? -preguntó Carl, al fin. Barry volvió a pulsar uno de los botones del mando a distancia. La pantalla se apagó y desapareció en el techo. Se estiró como si le doliera la espalda.
– Tal vez primero deberíamos hablar de negocios -dijo.
Carl asintió y volvió a sentarse.
– Adelante.
– Nuestra propuesta es más o menos la siguiente: usted nos contrata, el dinero se envía a las cuentas correspondientes y luego le hago entrega de un plan para reestructurar el tribunal supremo del estado de Mississippi.
– ¿Cuánto?
– Estaríamos hablando de dos tipos de pago. Primero, un millón en concepto de anticipo. Todo adecuadamente documentado. Usted se convertirá oficialmente en nuestro cliente y nosotros le proporcionaremos servicios de asesoramiento en el área de relaciones gubernamentales, un término bastante vago que lo cubre prácticamente todo. El segundo pago es de siete millones de dólares y se realiza en un paraíso fiscal. Parte de ese dinero se utilizará para financiar la campaña, pero nos lo quedamos casi todo. El primer pago es el único que constará en los libros.
Carl asentía, sabía muy bien de lo que estaba hablando.
– Por ocho millones me compro mi propio magistrado del tribunal supremo estatal.
– Ese es el plan.
– Ese juez, ¿ cuánto gana al año?
– Ciento diez mil.
– Ciento diez mil dólares -repitió Carl.
– Todo es relativo. Su alcalde de Nueva York se gastó setenta y cinco millones para salir elegido para un cargo con cuyo sueldo apenas paga una diminuta fracción de esa cantidad. Todo es política.
– Política -dijo Carl, como si fuera a escupir. Suspiró hondo y se arrellanó en su sillón-. Supongo que es más barato que una sentencia.
– Mucho más, y habrá más veredictos. Ocho millones es una ganga.
– Hace que parezca muy fácil.
– No lo es. Se trata de campañas durísimas, pero sabemos cómo ganarlas.
– Quiero saber en qué se emplea mi dinero. Quiero saber lo fundamental.
Barry se levantó y se sirvió más café de un termo plateado.
A continuación, se acercó a los magníficos ventanales y se quedó mirando el mar. Carl echó un vistazo a su reloj de pulsera. Tenía un partido de golf a las doce y media en el club de campo de Palm Beach, aunque tampoco le preocupaba demasiado. Era un golfista social que solo jugaba porque era lo que se esperaba de él.
Rinehart apuró su taza y regresó al sillón.
– Señor Trudeau, lo cierto es que en realidad no desea saber en qué se emplea su dinero. Lo que quiere es ganar. Lo que quiere es una cara amiga en el tribunal supremo estatal para que, cuando se falle el caso Baker contra Krane Chemical dentro de dieciocho meses, esté seguro del resultado. Eso es lo que quiere yeso es lo que tendrá.
– Por ocho millones, eso espero, desde luego.
Tiraste dieciocho kilos en una birria de escultura hace tres noches, pensó Barry, aunque no se atrevió a decirlo en voz alta. Tienes tres jets privados que te cuestan cuarenta millones cada uno. La «restauración» de los Hamptons te va a costar un mínimo de diez millones. Yesos son solo algunos de tus caprichos. Aquí estamos hablando de negocios, no de caprichitos. El dossier que Barry tenía sobre Carl era mucho más grueso que el de Carl sobre Barry. Aunque, para ser justos, el señor Rinehart intentaba por todos los medios no llamar la atención mientras que el señor Trudeau se desvivía por atraerla.
Había llegado el momento de cerrar el trato, así que Barry continuó presionándolo, aunque con suavidad.
– Mississippi celebrará las elecciones judiciales de aquí a un año, en noviembre. Tenemos mucho tiempo, pero no debemos malgastarlo. El momento elegido es inmejorable, podemos considerarnos afortunados. Mientras nosotros nos damos de tortas durante la campaña del año que viene, el caso avanza, lento pero seguro, a lo largo del proceso de apelación. Nuestro nuevo hombre tomará posesión del cargo al cabo de un año contando desde enero y, unos cuatro meses después, llegará a sus manos el caso Baker contra Krane Chemical.
Por primera vez, Carl vio al vendedor de coches aunque no le importó lo más mínimo. La política era un negocio sucio y los ganadores no siempre eran los más honrados precisamente. Había que ser un poco matón para sobrevivir.
– Mi nombre no puede verse comprometido -dijo, muy serio.
Barry sabía que acababa de embolsarse otra bonita suma.
– Eso es imposible -dijo, con una sonrisa forzada-. Tenemos cortafuegos por todas partes. Si alguno de los nuestros se sale del guión o comete un error, hacemos que sea otro quien pague los platos. Troy-Hogan jamás se ha visto ni remotamente comprometida. y si no pueden cogernos a nosotros, ya puede estar seguro de que es imposible que den con usted.
– Nada de papeleo.
– Solo para el pago inicial. Después de todo, somos una empresa legítima de consultoría y relaciones gubernamentales. Tendremos una relación oficial con usted: asesoramiento, marketing, comunicaciones… Todas esas vagas y maravillosas palabras que ocultan todo lo demás. No obstante, el pago en el paraíso fiscal es completamente confidencial.
Carl se tomó su tiempo para meditarlo.
– Me gusta, me gusta mucho -dijo al fin, sonriente.
El despacho de abogados de F. Clyde Hardin amp; Associates no tenía socios. Solo eran Clyde y Miriam, su lánguida secretaria, que jerárquicamente estaba por encima de él porque llevaba allí unos cuarenta años, bastantes más que Clyde. Había mecanografiado escrituras y testamentos para su padre, que había vuelto a casa mutilado de la Segunda Guerra Mundial y era famoso por sacarse la pata de palo delante del jurado para distraerlo. Hacía tiempo que el buen hombre había pasado a mejor vida, mucho tiempo, y había legado el viejo despacho, el viejo mobiliario y la vieja secretaria a su único hijo, Clyde, de cincuenta y cuatro años y ya bastante viejo también.
El despacho de abogados de Hardin formaba parte integrante de Main Street en Bowmore desde hacía sesenta años. Había sobrevivido a guerras, depresiones, recesiones, encierros, boicots y aboliciones de la segregación racial, pero Clyde no estaba tan seguro de que pudiera sobrevivir a Krane Chemical. El pueblo se marchitaba a su alrededor. Era muy complicado deshacerse de la etiqueta de condado del Cáncer. Desde su asiento de primera fila, había visto cómo comerciantes, cafeterías, abogados y médicos rurales habían arrojado la toalla y habían abandonado la ciudad.
Clyde nunca había querido ser abogado, pero su padre no le dejó opción. A pesar de haber sobrevivido a escrituras, testamentos y divorcios, y de habérselas arreglado para parecer razonablemente complacido y pintoresco con sus trajes de algodón ligero, sus pajaritas de cachemira y sus sombreros de paja, en secreto detestaba la ley y la práctica de la abogacía a pequeña escala. Aborrecía el incordio diario que le suponía tener que tratar con gente tan pobre que no podía pagarle, de tener que pelearse con otros abogados haraganes para intentar hacerse con esos mismos clientes, de discutir con jueces, secretarios judiciales y prácticamente todo el mundo que se cruzaba en su camino. Solo quedaban seis abogados en Bowmore, y Clyde era el más joven. Soñaba con jubilarse junto a un lago o una playa, en cualquier lugar, pero esos sueños jamás se harían realidad.
Clyde pedía un café con azúcar y un huevo frito todas las mañanas a las ocho y media en Babe's, siete puertas más allá de su despacho, y un sándwich caliente de queso y un té helado todos los mediodías en Bob's Burgers, a siete puertas en la otra dirección. Todas las tardes a las cinco, en cuanto Miriam recogía su mesa y se despedía, Clyde sacaba la botella que guardaba en la oficina y se servía un vodka con hielo. Por lo general lo hacía a solas, al final del día, la mejor hora. Se deleitaba en el sosiego de su personal happy hour. A menudo, lo único que se oía era el susurro del ventilador del techo y el tintineo de los cubitos de hielo.
Le había dado dos sorbos, tragos en realidad, y el vodka estaba empezando a hacer efecto en alguna parte de su cerebro cuando oyó que alguien llamaba a la puerta con bastante brusquedad. N o esperaba a nadie. El centro estaba desierto a las cinco de la tarde, pero de vez en cuando se presentaba algún cliente en busca de sus servicios. Clyde estaba demasiado necesitado de ingresos como para desdeñar a la clientela. Dejó el vaso en un estante y se acercó hasta la puerta, al otro lado de la cual esperaba un caballero elegantemente vestido. Se presentó como Sterling Bitch o algo parecido. Clyde leyó la tarjeta de visita.
Bintz.
Sterling Bintz.
Abogado.
De Filadelfia.
El señor Bintz tenía unos cuarenta años, era bajo, delgado, vehemente y desprendía la suficiencia que a los yanquis les es imposible ocultar cuando se aventuran en las decadentes ciudades del sur profundo.
¿Cómo podía alguien vivir así?, parecía decir su sonrisa. Clyde le cogió antipatía de inmediato, pero también quería volver a su vodka, así que le ofreció una copa, ¿por qué no?
Se sentaron frente al escritorio de Clyde y empezaron a beber.
– ¿Por qué no va al grano? -preguntó Clyde al cabo de unos minutos de cháchara intrascendental.
– Con mucho gusto -contestó Sterling, con un acento cortante, nítido y áspero-. Mi bufete está especializado en demandas conjuntas y reclamación de daños. Es a lo único que nos dedicamos.
– Y de repente están interesados en nuestro pueblecito.
Qué sorpresa.
– Sí, nos interesa. Nuestra investigación demuestra que puede que haya más de un millar de posibles casos por aquí cerca, y nos gustaría encargarnos de tantos como fuera posible. Sin embargo, necesitamos asesoramiento local.
– Pues llega un poco tarde, amigo. Los buitres carroñeros llevan peinando el lugar los últimos cinco años.
– Sí, sé que la mayoría de los casos de fallecimiento deben de estar adjudicados en estos momentos, pero existen muchos otros. Nos gustaría encontrar a esas víctimas con problemas hepáticos y renales, lesiones estomacales, problemas de colon, enfermedades cutáneas y muchas otras afecciones causadas, por descontado, por Krane Chemical. Nuestros médicos les harán una revisión y cuando hayamos reunido el número adecuado, caeremos sobre Krane con una demanda conjunta. Es nuestra especialidad. Lo hacemos constantemente. El acuerdo podría ser astronómico.
Clyde escuchaba atento, aunque aparentaba aburrimiento.
– Continúe -dijo.
– Krane ha recibido una patada en la entrepierna. No pueden seguir litigando, así que tarde o temprano se verán obligados a llegar a un acuerdo. Si presentamos la primera demanda conjunta, nos llevaremos el gato al agua.
– ¿Nosotros?
– Sí. A mi bufete le gustaría asociarse con el suyo.
– Necesitan mi bufete.
– Nosotros haremos todo el trabajo. Necesitamos su nombre como asesor local, y sus contactos y presencia aquí, en Bowmore.
– ¿Cuánto?
Clyde era famoso por ser directo. Qué sentido tenía seguir hablando remilgadamente con aquel picapleitos del norte.
– Quinientos por cliente y un 5 por ciento de los honorarios cuando lleguemos a un acuerdo. Le repito, nosotros nos encargamos de todo el trabajo.
Clyde removió los cubitos de hielo y empezó a calcular mentalmente. Sterling siguió presionando.
– El edificio de aliado está vacío. Creo…
– Ah, sí, hay muchos edificios vacíos en Bowmore.
– ¿Quién es el dueño del de aliado?
– Yo. Forma parte de este edificio. Mi abuelo lo compró hace mil años. Y también tengo otro en la calle de enfrente. Vacío.
– La oficina de aliado es perfecta para instalar la clínica.
La remodelaremos, le daremos aspecto de consulta, traeremos a los médicos y luego nos anunciaremos a bombo y platillo para todos aquellos que crean que puedan estar enfermos. Acudirán en masa. Pasarán a ser nuestros clientes, haremos números y luego presentaremos una demanda conjunta en un tribunal federal.
Sonaba a algo fraudulento, pero Clyde había oído lo suficiente acerca de las reclamaciones de daños colectivas para comprender que ese tal Sterling sabía de qué estaba hablando. Quinientos clientes a quinientos por cabeza, además de un 5 por ciento cuando ganaran la lotería. Alargó la mano hacia la botella que guardaba en la oficina y volvió a llenar los dos vasos.
– Fascinante -dijo Clyde.
– Podría resultar muy rentable.
– Pero yo no trabajo en los tribunales federales.
Sterling bebió un sorbo de aquel licor casi letal y esbozó una sonrisa. Conocía muy bien las limitaciones de aquel fanfarrón de pueblo. Clyde no sabría ni por dónde empezar si tuviera que defender en el tribunal de la ciudad un caso de hurto.
– Como ya le he dicho, nosotros haremos todo el trabajo.
Somos implacables.
– Nada poco ético o ilegal-dijo Clyde.
– Claro que no. Llevamos veinte años ganando demandas conjuntas y reclamaciones de daños. Compruébelo.
– Lo haré.
– Pues hágalo rápido. La sentencia está atrayendo mucha atención. Desde ahora, será una carrera a la busca de clientes para presentar la primera demanda conjunta.
Después, Clyde se sirvió su tercer vodka, su límite, y a punto de acabárselo reunió el valor para mandar al infierno a la gente del lugar. ¡Lo bien que iban a pasárselo criticándolo! Anunciarse en busca de víctimas-clientes en el periódico semanal del condado; convertir su despacho en una clínica barata para hacer revisiones en plan cadena de montaje; bajarse los pantalones ante unos abogados aduladores del norte; aprovecharse de las desgracias de la gente. La lista sería muy larga y las habladurías serían el pan de cada día. Cuanto más bebía, más decidido estaba a abandonar toda precaución y, por una vez en la vida, intentar hacer dinero.
Para ser una persona con un carácter tan bravucón, Clyde tenía pavor a las salas de tribunal. Años atrás, había tenido que enfrentarse a varios jurados y el miedo lo había atenazado de tal manera que apenas le había dejado hablar. Se había acostumbrado a una cómoda y segura práctica desde el despacho que, además de pagarle las facturas, le permitía mantenerse alejado de las aterradoras batallas en las que de verdad se ganaba y se perdía el dinero.
¿Por qué no arriesgarse por una vez en la vida?
Además, ¿ acaso no ayudaría a su gente al mismo tiempo?
Cada céntimo que Krane Chemical se viera obligada a pagar y acabara en Bowmore sería una victoria. Se sirvió la cuarta copa, se prometió que sería la última y decidió que sí, maldita sea, cerraría el trato con Sterling y su banda de ladrones de demandas conjuntas y rompería una lanza a favor de la justicia.
Dos días después, un subcontratista, al que Clyde había representado en al menos tres divorcios, se presentó a primera hora con una cuadrilla de carpinteros, pintores y manitas desesperados por ponerse a trabajar, y empezaron la rápida reforma del despacho de al lado.
Dos veces al mes, Clyde jugaba al póquer con el dueño del Bowmore News, el único periódico del condado. Igual que la pequeña ciudad, el semanario estaba en decadencia y sobrevivía de milagro. En la siguiente edición, la primera plana estaba copada por la noticia de la sentencia de Hattiesburg, pero también aparecía un extenso artículo sobre la asociación del abogado Hardin con un importante bufete nacional de Filadelfia. En el interior se le dedicaba toda una página al anuncio, donde prácticamente se suplicaba a todos los ciudadanos del condado de Cary que se dejaran caer por las nuevas «instalaciones de diagnóstico» de Main Street para hacerse una revisión completamente gratuita.
Clyde empezó a disfrutar de la gente, la atención y comenzó a ver dinero.
Eran las cuatro de la mañana, hacía frío, estaba muy oscuro y amenazaba lluvia cuando Buck Burleson aparcó su camión en el pequeño espacio reservado para los empleados de la gasolinera de Hattiesburg. Recogió el termo de café, un sándwich de jamón y una automática de nueve milímetros y se lo llevó todo a un tráiler de dieciocho ruedas sin publicidad en las puertas y un tanque de treinta y ocho mil litros de carga útil. Puso el motor en marcha y comprobó los indicadores, los neumáticos y el depósito.
El supervisor nocturno oyó el motor diesel y salió de la habitación de control de la segunda planta.
– Hola, Buck -lo saludó desde arriba.
– Buenas, Jake -contestó Buck, con un gesto de cabeza-. ¿Está preparado?
– Listo.
Esa parte de la conversación no había cambiado en cinco años. Solían intercambiar alguna impresión sobre el tiempo y luego se despedían. Sin embargo, esa mañana, Jake decidió añadir una nueva línea al diálogo, algo a lo que llevaba varios días dándole vueltas en la cabeza.
– Esos tipos de Bowmore parecen más animados, ¿verdad?
– Y a mí qué me cuentas. Yo no me paso por allí.
Eso fue todo. Buck abrió la puerta del conductor, se despidió con el habitual «N os vemos» y se encerró en su interior. Jake vio cómo el camión cisterna se alejaba por la carretera, luego giraba a la izquierda y finalmente desaparecía; el único vehículo en circulación a aquellas horas intempestivas.
Ya en la autopista, Buck se sirvió con cuidado café del termo en el vaso de plástico que llevaba enroscado como tapa. Echó un vistazo a la pistola que descansaba en el asiento del acompañante y decidió que dejaría el sándwich para más tarde. Volvió a mirar el arma al ver la señal que anunciaba la entrada en el condado de Cary.
Realizaba el mismo viaje tres veces al día, cuatro días a la semana. Otro conductor se ocupaba de los otros tres días. Solían intercambiárselos a menudo para cubrir las vacaciones y los días festivos. No era el empleo con el que Buck había soñado. Había sido capataz en la Krane Chemical de Bowmore durante diecisiete años, donde ganaba el triple de lo que ahora le pagaban por llevar agua a su antigua ciudad.
Era irónico que uno de los hombres que más había contribuido a contaminar el agua de Bowmore fuera ahora el encargado de suministrársela en buen estado. Sin embargo, la ironía le resbalaba a Buck. Estaba resentido con la empresa por haberse ido como lo había hecho y haberlo puesto de patitas en la calle. y odiaba a Bowmore porque Bowmore lo odiaba a él.
Buck era un mentiroso. Era algo que había quedado demostrado en varias ocasiones, pero nunca de manera tan espectacular como durante las repreguntas del mes anterior. Mary Grace Payton le había ido dando cuerda hasta ver cómo se ahorcaba él mismo delante del jurado.
Durante años, Buck y la mayoría de los supervisores de Krane habían negado rotundamente que se llevara a cabo ningún tipo de vertido tóxico, tal como sus jefes les dijeron que hicieran. Lo negaron en los informes internos de la compañía. Lo negaron cuando hablaron con los abogados de la compañía. Lo negaron en las declaraciones juradas. y desde luego volvieron a negarlo cuando la Agencia de Protección del Medio Ambiente y la oficina del fiscal federal empezaron a investigar la planta. Luego empezó el juicio. Después de negarlo durante tanto tiempo y con tanta rotundidad, ¿ cómo iban a cambiar su declaración de repente y decir la verdad? Krane, después de animarlos a mentir durante tanto tiempo, desapareció. Se fugó un fin de semana y encontró un nuevo hogar en México. Seguro que un zopenco comedor de tortilla mexicanas estaba haciendo su trabajo allí abajo por cinco dólares al día. Lanzó una maldición y dio un sorbo al café.
Unos cuantos encargados salieron impunes y contaron la verdad. La mayoría siguió manteniendo sus mentiras. En realidad, daba lo mismo, porque a todos los dejaron como idiotas en el juicio, al menos a los que testificaron. Otros intentaron esconderse. Earl Crouch, tal vez el mayor mentiroso de todos, había sido trasladado a otra planta de Krane, cerca de Galveston. Corría el rumor de que había desaparecido en misteriosas circunstancias.
Buck volvió a mirar su nueve milímetros.
Hasta el momento, solo había recibido una llamada amenazadora, pero no sabía si les ocurría lo mismo a los demás encargados. Todos se habían ido de Bowmore y no seguían en contacto.
Mary Grace Payton. Si hubiera llevado consigo la pistola durante la declaración, le habría pegado un tiro, a ella, a su marido y a unos cuantos abogados de Krane, y se habría reservado una bala para él. Aquella mujer había ido desmontando sus mentiras, una tras otra, durante cuatro horas interminables. Le habían dicho que no le pasaría nada por mentir. Que muchas de las mentiras quedarían enterradas en la documentación interna y en las declaraciones juradas sobre las que Krane había echado tierra. Sin embargo, la señora Payton tenía la documentación interna, las declaraciones juradas y mucho más.
Buck estuvo a punto de desmoronarse hacia el final de la pesadilla, cuando, herido de muerte, se desangraba y el jurado lo miraba indignado mientras el juez Harrison decía algo sobre el perjurio. Estaba agotado, humillado, casi fuera de sí y le faltó muy poco para saltar a sus pies, dirigirse al jurado y confesar: «Queréis la verdad, yo os la daré. Vertíamos tanta mierda en esos barrancos que es un milagro que el pueblo no haya saltado por los aires. Vertíamos litros a diario, DeL, cartolyx, aklar, cancerígenos de grupo 1, vertíamos cientos de litros de vertidos tóxicos directamente en el suelo. Los vertíamos con cubos, cubas, barriles y bidones. Los vertíamos de noche y a plena luz del día. Sí, por supuesto, almacenábamos parte en bidones verdes y sellados y pagábamos un dineral a una compañía especializada para que se los llevara. Krane acataba la ley. Le besaba el culo a la Agencia de Protección del Medio Ambiente. Habéis visto todo el papeleo, todo está en regla. Como si fuera legal. Mientras los de las camisas almidonadas de la oficina rellenaban formularios, nosotros estábamos en los pozos enterrando el veneno. Era más fácil y más barato verterlos donde fuera. ¿Y sabéis qué? Esos gilipollas de la oficina sabían muy bien lo que nosotros estábamos haciendo ahí fuera». Llegado ese momento, señalaría a los ejecutivos de Krane con el dedo ya sus abogados. «¡Ellos lo encubrieron todo! y os están mintiendo. Todo el mundo miente.»
Buck lanzaba el mismo discurso en voz alta mientras conducía, aunque no todas las mañanas. Le resultaba extrañamente reconfortante pensar en lo que podría haber dicho en vez de en lo que hizo. Un pedazo de su alma y la mayor parte de su hombría se habían quedado en esa sala del tribunal. Descargarse en la intimidad de su enorme camión le resultaba terapéutico.
Sin embargo, conducir hasta Bowmore, no. No era de allí y nunca le había gustado el pueblo. Cuando perdió el trabajo, no le quedó más remedio que irse.
Cuando la carretera se unió con Main Street, dobló a la derecha y continuó cuatro manzanas. Habían bautizado el punto de distribución con el nombre de «tanque municipal». Se encontraba justo debajo del antiguo depósito de agua, una reliquia abandonada y deteriorada, con unas paredes interiores de metal que el agua de la ciudad había corroído. Un enorme depósito de aluminio era el que en esos momentos hacía las veces de depósito para el pueblo. Buck aparcó el camión cisterna junto a una plataforma elevada, apagó el motor, se metió el arma en el bolsillo, bajó del vehículo y se dispuso a cumplir su cometido: descargar la cisterna en el depósito, una faena que le llevaba una media hora.
Los colegios, los comercios y las iglesias del pueblo se abastecían del agua del depósito. Aunque en Hattiesburg podía beberse agua sin problemas, en Bowmore todavía sentían un gran recelo. Las tuberías que la distribuían eran, casi todas ellas, las mismas por las que había pasado el agua anterior.
Una hilera constante de vehículos visitaba el depósito durante todo el día. La gente llevaba todo tipo de tazas de plástico, latas y pequeñas garrafas que llenaban y luego se llevaban a casa.
Los que podían permitírselo, contrataban el abastecimiento con suministradores privados. El agua era una batalla diaria en Bowmore.
Seguía siendo de noche mientras Buck esperaba a que se vaciara la cisterna. Se sentó en la cabina del camión, con la calefacción encendida, la puerta cerrada y la pistola a un lado. Había dos familias en Pine Grove en las que pensaba todas las mañanas mientras esperaba. Familias duras, con hombres que habían estado en el ejército. Familias numerosas con tíos y sobrinos. Ambas habían perdido un crío por culpa de la leucemia. Ambas habían interpuesto una demanda.
Y todos sabían muy bien que Buck era un mentiroso de tomo y lomo.
Ocho días antes de Navidad, las partes enfrentadas se reunieron por última vez en la sala del tribunal del juez Harrison. La vista estaba destinada a atar los cabos sueltos y, sobre todo, a discutir las peticiones posteriores al juicio.
Jared Kurtin parecía en forma y bronceado después de haberse pasado dos semanas jugando al golf en México. Saludó a Wes calurosamente e incluso consiguió sonreírle a Mary Grace, que le dio la espalda y se puso a charlar con Jeannette, que seguía pareciendo demacrada y acongojada, aunque al menos no lloraba.
El ejército de subordinados de Kurtin revolvía papeles a cientos de dólares la hora, mientras Frank Sully, el asesor local, los observaba con suficiencia. Todo era de cara a la galería. Harrison no iba a conceder a Krane Chemical ninguna atenuación de la condena, y todos los sabían.
Había más gente observando. Huffy ocupaba su lugar habitual, curioso como siempre y todavía preocupado por el préstamo y su futuro. También habían acudido periodistas, incluso un artista de sala, el mismo que había cubierto el juicio y esbozado unos rostros que nadie era capaz de reconocer. Varios abogados de demandantes se habían presentado para observar y controlar el progreso del caso. Soñaban con un acuerdo que les permitiera hacerse ricos, saltándose por alto el proceso brutal que los Payton habían tenido que soportar.
El juez Harrison llamó al orden y fue al grano.
– Es un placer volver a verles -dijo, con sequedad-. Se han presentado un total de catorce peticiones, doce por parte de la defensa y dos por parte de la acusación, y vamos a despacharlas todas antes del mediodía. -Fulminó a J ared Kurtin con la mirada, como si lo desafiara a murmurar el más mínimo comentario superfluo. Continuó-: He leído las peticiones y los escritos, así que, por favor, no me digan nada de lo que ya hayan dejado constancia por escrito. Señor Kurtin, proceda.
La primera petición solicitaba la repetición del juicio. Kurtin repasó rápidamente las razones por las que consideraba que su cliente había salido perjudicado, empezando por un par de miembros del jurado que quería rechazar. El juez Harrison lo desestimó. El equipo de Kurtin había recopilado un total de veintidós errores que consideraban de gravedad suficiente para hacerlos constar en acta, pero Harrison no fue de la misma opinión. Después de oír la argumentación de los abogados durante una hora, el juez se pronunció en contra de la petición de un nuevo juicio.
A Jared Kurtin le hubiera sorprendido cualquier otra disposición. Las peticiones no eran más que trámites de rigor; habían perdido la batalla, pero no la guerra.
Continuaron presentando las siguientes peticiones.
– Denegadas -sentenció el juez Harrison al cabo de unos minutos de una poco inspirada argumentación.
Cuando los abogados terminaron de hablar, y mientras recogían los papeles y cerraban los maletines, Jared Kurtin se dirigió al tribunal.
– Señoría, ha sido un placer -dijo-. Estoy seguro de que volveremos a repetir lo mismo de aquí a unos tres años. -Se levanta la sesión -contestó su señoría, con aspereza, y golpeó el martillo con fuerza.
Dos días después de Navidad, oscurecía cuando Jeannette Baker salió de su caravana y atravesó Pine Grave a pie en dirección a la iglesia y al cementerio de la parte de atrás, en una tarde fría y ventosa. Besó la pequeña lápida de la tumba de Chad y luego se sentó y se apoyó en la de su marido, Pete. Había muerto un día como ese, cinco años atrás.
En cinco años había aprendido a pensar, sobre todo, en los buenos recuerdos, aunque no conseguía desprenderse de los malos. Pete, todo un hombretón, pesaba menos de cincuenta y cinco kilos y era incapaz de comer, y finalmente incluso de beber agua, por culpa de los tumores que le bloqueaban la garganta y el esófago. Pete, con treinta años, tan demacrado y pálido como un moribundo que le doblara la edad. Pete, el hombre duro, llorando a causa del dolor insoportable y suplicándole más morfina. Pete, el hablador, el que se sabía tantas historias y las contaba tan bien, incapaz de emitir más que un gemido lastimero. Pete, implorándole que le ayudara a poner fin a aquel infierno.
Los últimos días de Chad habían sido relativamente tranquilos. Los de Pete habían sido una agonía. Jeannette había visto demasiado.
Se acabaron los malos recuerdos. Había ido allí para hablar de la vida que habían compartido, de su noviazgo, de su primer piso en Hattiesburg, del nacimiento de Chad, de los planes que tenían para aumentar la familia y comprar una casa más espaciosa, y de todos los sueños con los que habían reídos juntos. El pequeño Chad con su caña y una impresionante ristra de pescados del estanque de su tío. El pequeño Chad con su primer uniforme de béisbol y el entrenador Pete a su lado. Navidad y Acción de Gracias, unas vacaciones en Disney World cuando ambos ya estaban enfermos y muriéndose.
Se quedó hasta mucho después de anochecer, como siempre. Denny Ott la observaba desde la ventana de la cocina de la casa del párroco. En esos días, el pequeño cementerio que cuidaba con tanto mimo estaba recibiendo muchas más visitas de las habituales.
El Año Nuevo se estrenó con un nuevo funeral. Inez Perdue murió después de un largo y doloroso deterioro de sus riñones. Tenía sesenta y un años, era viuda y tenía dos hijos adultos que, con suerte, se irían de Bowmore en cuanto fueran lo bastante mayores. No tenía seguro médico y murió en su pequeña casa de las afueras de la ciudad, rodeada de sus amigos y su pastor, Denny Ott. Después de dejarla, el pastor Ott fue al cementerio de detrás de la iglesia de Pine Grove y, con la ayuda de otro diácono, empezó a cavar la tumba, la número diecisiete.
En cuanto la gente empezó a irse, subieron el cuerpo de Inez a una ambulancia y lo llevaron al depósito de cadáveres del Forrest County Medical Center, en Hattiesburg. Allí, un médico contratado por el bufete de los Payton extrajo tejido, le sacó sangre y llevó a cabo una autopsia durante tres horas. Inez había accedido a someterse a aquel lúgubre procedimiento cuando firmó un contrato con los Payton un año antes. La investigación de sus órganos y el examen de sus tejidos tal vez les aportarían pruebas que algún día podían llegar a ser cruciales en un juicio.
Ocho horas después de su muerte, estaba de vuelta en Bowmore, en un ataúd barato, a resguardo de la noche, en el santuario de la iglesia de Pine Grave.
Hacía tiempo que el pastor Ott había logrado convencer a sus feligreses de que una vez que el cuerpo ya no posee vida y el alma asciende a los cielos, los ritos terrenales son superfluos y carecen de importancia. Los funerales, los velatorios, el embalsamamiento, las flores, los féretros caros… todo era una pérdida de tiempo y dinero. Polvo eres y en polvo te convertirás. Dios nos envió desnudos al mundo y así deberíamos abandonarlo.
Celebró el oficio religioso de Inez al día siguiente, ante un templo abarrotado. Entre los asistentes se encontraban Wes y Mary Grace, así como un par de abogados que observaban con curiosidad. El pastor Ott se esforzaba en animar a sus feligreses durante los oficios religiosos, a veces con toques humorísticos, y estaba convirtiéndose en todo un experto. Inez era la pianista suplente de la iglesia y, aunque tocaba con decisión y gran entusiasmo, solía saltarse la mitad de las notas. Además, teniendo en cuenta que prácticamente era sorda, no tenía ni la más remota idea de lo mal que tocaba. El recuerdo de sus interpretaciones levantó el ánimo general.
Habría sido fácil cargar contra Krane Chemical y su ristra de pecados, pero el pastor Ott no mencionó a la compañía. Inez estaba muerta y nada iba a cambiar eso. Todos sabían quién la había matado.
Después de un oficio de una hora, los portadores del féretro colocaron el ataúd de madera en la calesa del señor Earl Mangram, la única auténtica que quedaba en el condado. El señor Mangram había sido una de las primeras víctimas de Krane, el funeral número tres en la carrera de Denny Ott, y había pedido específicamente que su féretro saliera de la iglesia y se llevara al cementerio en la calesa de su abuelo, con su vieja mula, Blaze, con los arreos puestos. La breve procesión gustó tanto que Pine Grave adoptó aquella nueva tradición de inmediato.
Cuando subieron el féretro de Inez a la calesa, el pastor Ott, aliado de Blaze, tiró de las riendas y la vieja mula empezó a avanzar pesadamente, encabezando el pequeño desfile que partió de la puerta de la iglesia, dobló la esquina y se detuvo en el cementerio.
Aferrándose a las tradiciones sureñas, al último adiós de Inez le siguió una cena en la sala anexa, en la que todos aportaron algún plato. Para una gente tan acostumbrada a la muerte, el convite que sucedia al funeral permitía que los dolientes se consolaran mutuamente y compartieran sus lágrimas. El pastor Ott iba de un grupo a otro, charlando con unos y rezando con otros.
La gran pregunta en esas horas tan aciagas siempre era quién sería el siguiente. Tenían la sensación de encontrarse en el corredor de la muerte por muchos motivos: estaban aislados, sufrían y no sabían quién sería la próxima víctima que elegiría el verdugo. Rory Walker tenía catorce años y estaba perdiendo la batalla contra la leucemia a marchas forzadas, una guerra que ya duraba diez años. Seguramente sería el siguiente. Había ido al colegio y por eso no había asistido al funeral de Perdue, pero su madre y su abuela estaban allí.
Los Payton se habían retirado a un rincón con Jeannette Baker, donde charlaban de cualquier cosa menos del caso, mientras daban cuenta de los cuatro míseros trocitos de brécol con queso que se habían servido en sus platos de cartón. Se enteraron de que Jeannette estaba trabajando de dependienta en el turno de noche en un establecimiento de comida preparada y que le había echado el ojo a una caravana mejor equipada. Bette y ella empezaban a tener problemas. Bette tenía un novio que solía pasar la noche con ella, y parecía demasiado interesado en la situación legal de Jeannette.
Daba la impresión de que Jeannette pensaba con mayor claridad, y física y mentalmente se la veía más fuerte. Había ganado algo de peso y aseguraba que había dejado de tomar antidepresivos. La gente la trataba de manera diferente. Todo eso lo explicaba en voz baja, mientras miraba a los demás.
– Al principio, la gente estaba realmente orgullosa. Les habíamos devuelto el golpe, habíamos ganado. Por fin alguien de fuera nos había oído, a nosotros, a la gente insignificante de un pueblo insignificante. Todo el mundo danzaba a mi alrededor y tenía buenas palabras para conmigo. Cocinaban para mí, limpiaban la caravana, siempre había alguien en casa. Cualquier cosa por la pobre Jeannette. Pero a medida que el tiempo ha ido pasando, he empezado a oír hablar de dinero. Cuánto tiempo va a durar la apelación, cuándo vaya recibir el dinero, qué vaya hacer con él, e infinidad de otras preguntas. El hermano pequeño de Bette se quedó una noche, bebió demasiado y me pidió prestados mil dólares. Tuvimos una pelea y dijo que todo el pueblo sabía que ya había recibido parte del dinero. Me quedé muy sorprendida. La gente hablaba, corrían todo tipo de rumores. Veinte millones por aquí, veinte millones por allá. Cuánto vaya regalar, qué coche me vaya comprar, dónde voy a construirme una casa nueva. Miran con lupa hasta el último centavo que me gasto, que no es mucho. y los hombres… No hay calavera en cuatro condados a la redonda que no haya llamado para ver si podía pasarse por aquí a saludar o a llevarme al cine. Sé a ciencia cierta que un par de ellos ni siquiera están divorciados, porque Bette conoce a sus primos. Ahora mismo, los hombres son en lo último que pienso.
Wes apartó la mirada.
– ¿Has hablado con Denny? -preguntó Mary Grace.
– Un poco. Es un encanto. Él insiste en que siga rezando por los que murmuran sobre mí y yo rezo por ellos cada noche, de verdad, pero tengo la sensación de que ellos rezan incluso con mayor ahínco por mí y por el dinero.
Jeannette miró a su alrededor, recelosa.
El postre, un pudín de plátano, les sirvió de excusa para alejarse de Jeannette. Había más clientes de los Payton en la sala y todos merecían su atención. Cuando el pastor Ott y su mujer empezaron a recoger las mesas, los dolientes se dirigieron hacia la salida.
Wes y Mary Grace se vieron con Denny en el despacho que este tenía junto al templo. Había llegado el momento de ponerse al día en materia legal después del funeral: quién había caído enfermo, cuál era el diagnóstico y qué feligreses de Pine Grave habían contratado los servicios de otro bufete.
– El asunto ese de Clyde Hardin está fuera de control -dijo Denny-. Se anuncian en la radio y salen en los periódicos una vez a la semana, a toda página. Casi garantizan el dinero. La gente acude como borregos.
Wes y Mary Grace se habían paseado por Main Street antes del funeral de Inez. Querían ver por ellos mismos la nueva clínica que habían abierto junto al despacho de F. Clyde. En la acera había dos enormes refrigeradores llenos de botellines de agua y hielo. Un adolescente con una camiseta de Bintz amp; Bintz les tendió una botella a cada uno, en cuya etiqueta se leía: «Agua pura de manantial. Cortesía de Bintz amp; Bintz, abogados». Había un número gratuito de información.
– ¿De dónde viene el agua? -preguntó Wes.
– De Bowmore no -contestó, sin vacilar, el muchacho.
Mientras Mary Grace se quedaba hablando con el joven, Wes entró y se encontró con otros tres clientes potenciales que estaban esperando para hacerse una revisión. Ninguno parecía enfermo. Una guapa jovencita de no más de dieciocho años saludó a Wes, le tendió un folleto, un cuestionario en una carpeta sujetapapeles, un bolígrafo y le explicó cómo rellenarlo, tanto por delante como por detrás. El folleto tenía un aspecto muy profesional y en él se explicaban las nociones básicas de los alegatos contra Krane Chemical, una compañía de la que se había «demostrado en el juicio» que había contaminado el agua de boca de Bowmore y el condado de Cary. Quien quisiera más información, podía ponerse en contacto con el bufete de abogados Bintz amp; Bintz de Filadelfia, Pensilvania. Todas las preguntas del cuestionario eran sobre información general y cuestiones médicas salvo las dos últimas: 1) ¿ Quién le remitió a este despacho? y 2) ¿ Conoce a alguien más que pudiera ser una posible víctima de Krane Chemical? Si es así, por favor, anote los nombres y los teléfonos. Wes estaba rellenando el formulario cuando un médico apareció en la sala de espera, salido de alguna de las habitaciones del fondo, y llamó al siguiente paciente. Llevaba una bata blanca de médico, con estetoscopio incluido colgado al cuello. Era indio o paquistaní y no podía tener más de treinta años.
Al cabo de unos minutos, Wes se disculpó y se fue.
– No hay de qué preocuparse -le dijo Wes a Denny-.
Se harán con unos cientos de casos, la mayoría de ellos sin importancia, y luego presentarán una demanda conjunta en el tribunal federal. Con suerte, llegarán a un acuerdo de aquí a unos años por unos cuantos miles de dólares para cada uno. Los abogados se llevarán una buena tajada, pero es muy posible que Krane no quiera llegar a un acuerdo y, si eso ocurre, sus clientes se quedarán con dos palmos de narices y Clyde Hardin se verá obligado a volver a redactar escrituras.
– ¿Cuántos de tus feligreses ya los han contratado? -preguntó Mary Grace.
– No lo sé. No me lo cuentan todo.
– No importa -aseguró Wes-. Sinceramente, tenemos suficientes casos similares como para mantenernos ocupados bastante tiempo.
– ¿ Me ha parecido ver un par de espías en el funeral? -preguntó Mary Grace.
– Sí, uno era un abogado llamado Crandell, de Jackson.
Lleva pululando por aquí desde el juicio. De hecho, se ha pasado a saludar. Es un timador.
– He oído hablar de él-dijo Wes-. ¿Le ha echado el guante a algún caso?
– De esta iglesia, no.
Siguieron hablando de los abogados y luego tuvieron su conversación habitual sobre Jeannette y las nuevas presiones a las que estaba viéndose sometida. Ott estaba dedicándole mucho tiempo y tenía la esperanza de que estuviera escuchándolo.
Dieron la reunión por finalizada al cabo de una hora. Los Payton volvieron en coche a Hattiesburg. Otro cliente bajo tierra, otro caso de lesiones que acababa convirtiéndose en una demanda por fallecimiento.
El papeleo preliminar llegó al tribunal supremo del estado de Mississippi la primera semana de enero. Los relatores judiciales acabaron la transcripción del juicio, dieciséis mil doscientas páginas, y enviaron copias al secretario y a los abogados. Se adjuntaba una orden judicial por la que se concedía noventa días a Krane Chemical, el apelante, para presentar su escrito. Sesenta días después, los Payton presentarían su refutación.
En Atlanta, Jared Kurtin pasó el caso a la unidad de apelación del bufete, los «cerebritos», como los llamaban, brillantes especialistas en derecho que apenas sabían manejarse en sociedad y que era mejor tener escondidos en la biblioteca. Ya había dos socios, cuatro asociados y cuatro pasantes trabajando a jornada completa en la apelación, cuando llegó la voluminosa transcripción y por primera vez pudieron echarle un ojo a todo lo que se había dicho en el juicio. La diseccionarían y encontrarían miles de razones para revocar la resolución.
En un departamento bastante más pequeño de Hattiesburg, dejaron caer la transcripción en la mesa de contrachapado del Ruedo. Mary Grace y Sherman la miraron boquiabiertos, como si les diera reparo tocarla. En una ocasión, Mary Grace había llevado un caso que había durado diez días. La transcripción del proceso tenía mil doscientas páginas y la había leído tantas veces que se ponía enferma con solo verla. y ahora aquello.
Si alguna ventaja tenían era la de haber estado en la sala del tribunal durante todo el juicio, por lo que se sabían de memoria casi todo el contenido. De hecho, Mary Grace aparecía en más páginas que cualquier otro.
Sin embargo, habría que leérsela varias veces, y no podían permitirse el lujo de retrasar el momento. Los abogados de Krane atacarían a sangre y fuego el pleito y la sentencia. Los abogados de Jeannette Baker tendrían que medirse con ellos razonamiento por razonamiento, palabra por palabra.
En los atropellados días que siguieron a la sentencia, el plan había sido que Mary Grace se concentrara en los casos de Bowmore mientras Wes se encargaba de los demás para generar ingresos. La publicidad había sido impagable y los teléfonos no paraban de sonar. De repente, todos los chalados del sudeste necesitaban a los Payton. Abogados atrapados en causas perdidas los llamaban pidiéndoles ayuda; familiares que habían perdido a sus seres queridos por culpa del cáncer veían en el fallo un atisbo de esperanza, y la habitual caterva de acusados por vía penal, esposas en proceso de divorcio, mujeres maltratadas, negocios en quiebra, gente que fingía haber sufrido caídas y trabajadores despedidos llamaban, o incluso pasaban a visitarlos, en busca de uno de esos famosos abogados. Muy pocos podían pagar unos honorarios dignos.
Sin embargo, los casos legítimos de daños personales eran muy escasos. El «Gran Caso», el caso perfecto, donde la responsabilidad fuera clara y el demandado estuviera forrado, el caso sobre el que solían descansar los sueños de la jubilación, todavía no había encontrado el camino hasta el bufete de los Payton. Había algunos casos de accidentes de coche e indemnización de trabajadores, pero nada por lo que valiera la pena ir a juicio.
Wes trabajaba denodadamente por cerrar cuantos le fuera posible, y con cierto éxito. Al menos ahora estaban al día con el alquiler, como mínimo con el del despacho. Habían liquidado todas las facturas atrasadas. Huffy y el banco continuaban nerviosos, pero no se atrevían a seguir presionándolos. No se había hecho ningún pago, ni del capital ni de los intereses.
Se decidieron por un hombre llamado Ron Fisk, un abogado desconocido fuera de su pequeña ciudad de Brookhaven, Mississippi, a una hora al sur de J ackson, a dos al oeste de Hattiesburg y a ochenta kilómetros al norte de la frontera con el estado de Louisiana. Lo eligieron de entre una pila de currículos similares, aunque ninguno de los candidatos tomados en cuenta tuvo ni la más mínima idea de hasta qué punto sus nombres y sus vidas habían sido cuidadosamente evaluados. Hombre blanco, joven, casado en primeras nupcias, tres hijos, razonablemente atractivo, razonablemente bien vestido, conservador, baptista devoto, estudios de Derecho en el viejo Mississippi, ningún patinazo ético en la práctica de la abogacía, ningún problema con la justicia más allá de una multa por exceso de velocidad, ninguna afiliación a ninguna asociación de abogados, ningún caso controvertido y sin experiencia de ninguna clase en juicios.
No había razón para que nadie hubiera oído jamás el nombre de Ron Fisk fuera de Brookhaven yeso era justamente lo que lo convertía en el candidato ideal. Escogieron a Fisk porque era lo bastante mayor como para tener la justa experiencia acumulada en el campo que ellos necesitaban que tuviera, pero lo bastante joven para no haber abandonado sus ambiciones.
Tenía treinta y nueve años, uno de los socios de menor antigüedad de un bufete compuesto por cinco hombres y especializado en la defensa de casos relacionados con accidentes de tráfico, incendios intencionados, accidentes de trabajo y un millón de otras demandas de responsabilidad civil rutinarias. Los clientes de la firma eran compañías aseguradoras que pagaban por horas, lo que permitía a los cinco socios ganar un buen sueldo, aunque no astronómico. Como socio de menor antigüedad, Fisk había ganado noventa y dos mil dólares el año anterior. Una nimiedad para Wall Street, pero no estaba nada mal para una pequeña ciudad de Mississippi.
Un juez del tribunal supremo estatal ganaba unos ciento diez mil dólares.
La mujer de Fisk, Doreen, ganaba cuarenta y un mil dólares como ayudante de dirección de un psiquiátrico privado. Todo estaba hipotecado: la casa, los dos coches e incluso parte del mobiliario, pero los Pisk contaban con una magnífica clasificación crediticia. Hacían vacaciones una vez al año con los niños, en Florida, donde tenían alquilado en condominio un apartamento en una torre de pisos por mil a la semana. No había fondos fiduciarios y no parecía que pudieran heredar nada de importancia de sus padres.
Los Fisk eran la honradez personificada. No había trapos sucios que pudieran salir a la luz en medio del fragor de una guerra sucia. Absolutamente nada, de eso estaban seguros.
Tony Zachary entró en el edificio cinco minutos antes de las dos de la tarde y se dirigió derecho al mostrador.
– Tengo una cita con el señor Fisk -anunció, educado, y la secretaria desapareció.
Observó el lugar mientras esperaba. Estanterías medio combadas por el peso de unos volúmenes polvorientos, alfombra gastada, el olor a viejo de un edificio antiguo necesitado de restauración. Se abrió una puerta y un joven apuesto le tendió la mano.
– Señor Zachary, Ron Fisk -se presentó afablemente, como probablemente hacía con todos los clientes nuevos.
– Un placer.
– Pasemos a mi despacho -dijo Fisk, indicándolo con la mano.
Entraron, la cerraron detrás de ellos y se acomodaron alrededor de un enorme escritorio lleno de papeles. Zachary declinó el ofrecimiento de un café, agua o un refresco.
– Estoy bien, gracias.
Fisk iba arremangado y se había aflojado la corbata, como si hubiera estado haciendo algún trabajo manual. A Zachary le gustó de inmediato esa imagen. Dentadura perfecta, apenas algunas canas sobre las orejas, barbilla pronunciada. Ese tipo tenía salida, sin duda.
Durante unos minutos estuvieron tanteando el terreno para ubicarse mutuamente. Zachary dijo que residía en Jackson desde hacía tiempo, donde había pasado la mayor parte de su carrera dedicado a las relaciones gubernamentales, fuera lo que fuese lo que significaba eso. Teniendo en cuenta que sabía que en la ficha de Fisk no constaba que estuviera interesado en la política, no temía ser desenmascarado. En realidad, había vivido en Jackson menos de tres años y había trabajado hasta hacía muy poco como miembro de un grupo de presión para una asociación de contratistas de asfaltado. Ambos conocían a un senador de Brookhaven y hablaron de él unos minutos, para pasar el rato.
– Discúlpeme, pero en realidad no soy un cliente -dijo Zacbary, cuando se bubo instalado entre ellos cierta cordialidad-o Estoy aquí por asuntos más importantes.
Fisk frunció el ceño y asintió. -Continúe.
– ¿Ha oído hablar alguna vez de un grupo llamado Visión Judicial?
– No.
Muy pocos lo conocían. En el turbio mundo de los grupos de presión y la consultoría, Visión Judicial era un recién llegado.
– Soy el director ejecutivo para el estado de Mississippi -continuó Zachary-. Es un grupo de ámbito nacional. Nuestro único objetivo es elegir personas cualificadas para los tribunales de apelación. Por cualificadas me refiero a jóvenes, ambiciosos, conservadores, partidarios del desarrollo económico, moderados, honrados e inteligentes jueces que, señor Fisk, y esta es la filosofía de nuestro trabajo, pueden cambiar, literalmente, el panorama judicial de este país. Si lo conseguimos, podremos proteger los derechos de los nonatos, restringir la basura cultural que consumen nuestros críos, honrar el vínculo sagrado del matrimonio, alejar a los homosexuales de las aulas, combatir a los defensores del control de armas, cerrar las fronteras y proteger el verdadero estilo de vida americano.
Ambos respiraron hondo.
Fisk no estaba seguro de cómo encajaba él en todo aquello, pero no podía negar que el pulso se le había acelerado.
– Sí, bien, parece un grupo interesante -dijo.
– Estamos comprometidos en ello -aseguró Zachary con firmeza- y también estamos decididos a devolver la cordura a nuestro sistema de procedimiento civil. Las indemnizaciones desorbitadas y los abogados ávidos de litigios obstaculizan el desarrollo económico. Estamos espantando a las empresas para que se vayan de Mississippi en vez de atraerlas.
– En eso estamos completamente de acuerdo -dijo Fisk, y Zachary estuvo a punto de gritar de júbilo.
– Ya ve todas las demandas ridículas que llegan a interponerse. Trabajamos de la mano de los grupos nacionales a favor de la reforma de las leyes de responsabilidad civil.
– Eso está bien. ¿ Y por qué están en Brookhaven?
– ¿Tiene usted ambiciones políticas, señor Fisk? ¿Alguna vez se ha planteado la posibilidad de liarse la manta a la cabeza y presentarse a las elecciones para un cargo en la Administración?
– La verdad es que no.
– Pues bien, hemos hecho nuestras averiguaciones y creemos que es usted un excelente candidato para el tribunal supremo estatal.
Fisk se echó a reír ante semejante disparate, aunque su risa nerviosa invitaba a pensar que lo supuestamente gracioso no lo era en realidad. Era muy serio. Podía continuar.
– ¿Averiguaciones?
– Desde luego. Dedicamos mucho tiempo a buscar candidatos que a) nos gusten y b) puedan ganar. Estudiamos a los rivales, las elecciones, la demografía, la política, en realidad, todo. Nuestro banco de datos es incomparable, así como nuestra capacidad para encontrar importantes recursos financieros. ¿ Le gustaría oír más?
Fisk se echó hacia atrás en su sillón reclinable, puso los pies en el escritorio y colocó las manos detrás de la nuca. -Por supuesto, cuénteme por qué está aquí.
– Estoy aquí para reclutarle para que se enfrente en las elecciones de noviembre a la jueza Sheila McCarthy del distrito sur de Mississippi -anunció con firmeza-. Puede batirla. No nos gusta ni ella ni su historial. Hemos analizado las decisiones que ha tomado en estos últimos nueve años en la magistratura y creemos que es una liberal acérrima que hasta ahora ha conseguido casi siempre ocultar su verdadera afiliación. ¿ La conoce?
Fisk casi temía contestar que sí.
– Nos hemos visto una vez, de pasada. En realidad no la conozco.
De hecho, según la investigación que Zachary había llevado a cabo, la jueza McCarthy había participado en tres resoluciones en casos relacionados con el bufete de Ron Fisk y siempre había fallado en contra. Fisk había defendido una de las causas, un proceso muy discutido sobre el incendio premeditado de un almacén. Su cliente había perdido por cinco votos a cuatro. Era bastante probable que no le tuviera gran aprecio a la única magistrada de Mississippi.
– Es muy vulnerable -dijo Zachary.
– ¿Por qué cree que puedo ganarla?
– Porque usted no tiene problemas para definirse como conservador, alguien que cree en los valores familiares. Además, nuestra experiencia nos permite dirigir campañas relámpago y disponemos de los fondos.
– ¿De verdad?
– Por descontado. Ilimitados. Somos socios de gente poderosa, señor Fisk.
– Por favor, llámame Ron.
«Te estaré llamando pequeño Ronny antes de que te des cuenta.»
– Sí, Ron, coordinamos la recaudación de fondos con grupos que representan a bancos, aseguradoras, compañías energéticas, grandes empresas, estoy hablando de dinero de verdad, Ron. A continuación, ampliamos el horizonte para incluir a grupos que nos son más afines: las asociaciones de cristianos conservadores, las cuales, por cierto, son capaces de reunir cantidades ingentes de dinero durante los momentos álgidos de una campaña. Además de representar el grueso de los votantes.
– Haces que parezca fácil.
– Nunca es fácil, Ron, pero no perdemos casi nunca. Hemos perfeccionado nuestras técnicas en más o menos una docena de elecciones por todo el país y nos estamos acostumbrando a cosechar victorias que sorprenden a mucha gente.
– Nunca he ejercido de magistrado.
– Lo sabemos y por eso nos gustas. Los jueces que han ejercido antes en los tribunales toman decisiones drásticas y las decisiones drásticas a menudo son controvertidas porque dejan rastro, facilitan un historial que los oponentes pueden utilizar contra ellos. Con el tiempo, hemos aprendido que los mejores candidatos son jóvenes brillantes como tú que no arrastran el peso de decisiones anteriores.
La inexperiencia nunca le había sonado tan bien.
Se hizo un largo silencio, que Fisk aprovechó para poner en orden sus pensamientos. Zachary se levantó y se acercó a la pared donde estaban expuestas sus credenciales: diplomas, menciones del Rotary Club, fotos en las que se le veía jugando al golf y algunas otras de la familia: la adorable esposa, Dore en; Josh, de diez años, con el uniforme de béisbol; Zeke, de siete, con un pez casi tan grande como él, y Clarissa, de cinco, vestida de futbolista.
– Bonita familia -dijo Zachary, como si no supiera nada de ella.
– Gracias -dijo Fisk, sonriendo complacido.
– Unos niños preciosos.
– Son los genes de la madre.
– ¿Es tu primer matrimonio? -preguntó inocentemente Zachary, como si tal cosa.
– Sí. Conocí a Doreen en la universidad.
Zachary ya lo sabía, eso y mucho más. Regresó a su asiento y volvió a adoptar la misma postura de antes.
– Hace mucho que no lo miro, pero ¿cuánto pagan ahora? -preguntó Fisk, en cierto modo incómodo.
– Ciento diez -contestó Tony, reprimiendo una sonrisa.
Estaba haciendo más avances de lo que hubiera imaginado.
Fisk hizo una pequeña mueca, como si no pudiera permitirse una rebaja salarial tan drástica; sin embargo, empezaba a marearse ante el mundo de posibilidades que se abría ante él.
– Entonces estáis reclutando candidatos para el tribunal supremo estatal-dijo, medio aturdido.
– No para todas las circunscripciones electorales. Aquí tenemos buenos jueces, a los que apoyaremos si les salen competidores, pero McCarthy tiene que dejar el cargo. Es una feminista y es muy blanda con los delincuentes. Vamos a sacarla de ahí y espero que su puesto lo ocupes tú.
– ¿Y si digo que no?
– Entonces iremos a por el siguiente de la lista. Tú eras el primero.
Fisk sacudió la cabeza, azorado. -N o sé, será difícil dejar el bufete.
Al menos consideraba la posibilidad de dejar la firma. El anzuelo estaba en el agua y el pez lo estaba mirando. Zachary asintió, dándole la razón, ofreciéndole toda su comprensión. El despacho de abogados estaba formado por un hatajo de burócratas muy quemados, que se pasaban el tiempo tomando declaración a conductores borrachos y resolviendo topetazos extrajudicialmente el día antes de ir a juicio. Fisk había estado haciendo lo mismo una y otra vez durante catorce años. Todos los casos eran iguales.
Escogieron un reservado en una pastelería y pidieron un helado con frutas y nueces.
– ¿Qué es una campaña relámpago? -preguntó Fisk. Estaban solos. Los demás reservados estaban vacíos. -Básicamente es una emboscada -contestó Zachary, calentando motores para su tema favorito-. Ahora mismo, la jueza McCarthy desconoce que tiene un rival. Cree, espera, de hecho está segura de que nadie va a enfrentarse a ella. Tiene seis mil dólares en su cuenta de campaña y no va a recaudar ni un centavo más si no es necesario. Digamos que decides presentarte. La fecha límite de presentación es de aquí a cuatro meses y esperamos hasta el último minuto para anunciar tu candidatura. Sin embargo, nos ponemos manos a la obra ahora mismo: formamos un equipo, recaudamos el dinero, imprimimos los carteles, las pegatinas de coche, los folletos, el material para la publicidad por correo. Grabamos los anuncios televisivos, contratamos a lo,s asesores, a los encuestadores y toda la pesca. Cuando te anunciamos, invadimos el distrito de publicidad. La primera arremetida se hace con el material amable: tú, tu familia, tu pastor, el Rotary Club, los Boy Scouts. La segunda es una mirada crítica, pero sincera al historial de McCarthy. Tú empiezas a hacer campaña como un loco. Diez discursos diarios, todos los días, por todo el distrito. Te llevamos de un lado al otro en aviones privados. Ella no sabrá por dónde empezar, se sentirá superada desde el primer día. El 30 de junio, recibes un millón de dólares para los fondos de tu campaña, cuando ella no habrá reunido ni diez mil. Los abogados litigantes se unirán y recaudarán algo de dinero para ella, pero será como un grano de arena en el desierto. Después del Día de los Trabajadores, el 1 de septiembre, empezamos a pegar fuerte con los anuncios de televisión. McCarthy es blanda con los delincuentes, con los gays, con las armas, está en contra de la pena de muerte… No podrá recuperarse.
Llegaron los helados y se pusieron a comer.
– ¿Cuánto costará? -preguntó Fisk.
– Tres millones de dólares.
– ¡Tres millones de dólares! ¿Por unas elecciones al tribunal supremo estatal?
– Solo si quieres ganar.
– ¿Y podéis reunir tanto dinero?
– Visión Judicial ya dispone de las garantías. Y si necesitamos más, obtendremos más.
Ron se llevó la cuchara de helado a la boca y, por primera vez, se preguntó por qué una organización estaba dispuesta a gastarse una fortuna para suprimir a un juez del tribunal supremo estatal con muy poca capacidad de acción en cuestiones sociales. Los tribunales de Mississippi rara vez tenían que presidir causas relacionadas con el aborto, los derechos de los homosexuales, las armas o la inmigración. Trataban continuamente con la pena de muerte, pero no se esperaba de ellos que la abolieran. Los casos de mayor importancia siempre pasaban al tribunal federal.
Tal vez los temas sociales fueran importantes, pero tenía que haber algo más en todo aquello.
– Esto tiene que ver con la responsabilidad civil, ¿verdad? -preguntó Fisk.
– Va todo junto, Ron. Pero, sí, la limitación de la responsabilidad civil es una de las mayores prioridades de nuestra organización y de sus grupos afiliados. Vamos a encontrar un caballo para esta carrera y esperamos que seas tú. No obstante, si no es así, visitaremos al siguiente de la lista, y cuando encontremos a nuestro hombre, esperaremos de él un compromiso en firme para limitar la responsabilidad en los contenciosos civiles. Hay que parar los pies a los abogados litigantes.
Doreen preparó café descafeinado entrada la noche. Los niños dormían hacía rato, pero ellos seguían muy despiertos y no parecía que fueran a irse a la cama pronto. Ron la había llamado desde el despacho en cuanto Zachary había salido por la puerta, y desde entonces no habían podido pensar en nada más que en el tribunal supremo estatal.
Primera cuestión: tenían tres niños pequeños. Jackson, sede del tribunal supremo estatal, estaba a una hora de camino, y la familia no iba a irse de Brookhaven. Ron calculaba que solo tendría que pasar un par de noches a la semana en]ackson, a lo sumo. Haría el trayecto todos los días, la carretera era buena. Además, podría trabajar desde casa. En el fondo, para él, la idea de alejarse de Brookhaven un par de noches a la semana tenía su atractivo. En el fondo, para ella, la idea de tener la casa para sí sola de vez en cuando era un alivio.
Segunda cuestión: la campaña. ¿Cómo iba a dedicarse a la política durante el resto del año mientras seguía ejerciendo la abogacía? Estaba convencido de que su bufete lo apoyaría, pero no sería fácil. Sin embargo, quien algo quiere algo le cuesta.
Tercera cuestión: el dinero, aunque tampoco era una de las grandes preocupaciones. El aumento era significativo. El tanto por ciento que le correspondía del reparto de beneficios anual del bufete aumentaba cada año, pero no contaba con que le concedieran grandes incentivos. Los salarios judiciales de Mississippi subían periódicamente con cada legislatura. Además, el estado ofrecía un plan de pensiones y un seguro médico mejores.
Cuarta cuestión: su carrera. Después de catorce años haciendo lo mismo, y sin visos de cambio, encontraba estimulante la idea de dar un súbito giro profesional a su carrera. La perspectiva de dejar de ser uno entre un millón y convertirse en uno entre nueve era emocionante. Pasar del juzgado comarcal a la cima del sistema legal estatal de un solo salto mortal era tan excitante que le entraban ganas de echarse a reír. Doreen no reía, pero estaba muy contenta y totalmente volcada en la cuestión.
Quinta cuestión: el fracaso. ¿y si perdía? ¿y si la derrota era aplastante? ¿Los humillarían? A pesar de su humildad, no dejaba de repetirse lo que Tony Zachary había dicho: «Tres millones de dólares garantizan ganar la carrera y nosotros conseguiremos el dinero».
Lo que les llevaba a la cuestión más importante de todas: ¿quién era Tony Zachary? y ¿podían confiar en él? Ron se había pasado una hora entera navegando por internet buscando información sobre Visión Judicial y el señor Zachary. Todo parecía legal. Llamó a un amigo de la Facultad de Derecho, un hombre de carrera que trabajaba en la oficina del fiscal general, en Jackson, y tanteó sobre Visión Judicial sin revelarle el verdadero motivo de su llamada. Su amigo creía haber oído hablar de ellos, pero no sabía mucho más. Además, él se encargaba de los derechos de extracción de crudo más allá de la costa y se mantenía al margen de la política.
Ron había llamado a la oficina de Visión Judicial en Jackson y cuando al final consiguieron pasarle con la secretaria de Zachary, esta le informó de que su jefe estaba fuera, de viaje, por el sur de Mississippi. Después de colgar, la secretaria llamó a Tony y le informó de la llamada recibida.
Los Fisk se encontraron con Tony para comer al día siguiente en el Dixie Springs Café, un pequeño restaurante cerca de un lago, a unos quince kilómetros al sur de Brookhaven, lejos de los curiosos que podrían encontrarse en los restaurantes de la ciudad.
Zachary adoptó una postura ligeramente diferente para la ocasión. Ese día sería el hombre abierto a otros candidatos. El trato era el que era, o lo tomaba o lo dejaba, porque tenía una larga lista de jóvenes abogados blancos y protestantes con quienes hablar. Se mostró educado y encantador, sobre todo con Doreen, a quien no le costó superar sus recelos iniciales.
El señor y la señora Fisk habían llegado, cada uno por su lado, a la misma conclusión en algún momento de la noche que habían pasado en vela. Llevarían una vida mucho más holgada en su pequeña ciudad si el abogado Fisk se convertía en el juez Fisk. Su posición social mejoraría considerablemente. Estarían por encima de los demás y, aunque no buscaban ni el poder ni la fama, el atractivo era irresistible.
– ¿Cuál es vuestra mayor preocupación? -les preguntó Tony, al cabo de un cuarto de hora de conversación banal. -Bueno, estamos en enero -empezó Ron- y durante los siguientes once meses estaré liado con la planificación y la puesta en marcha de la campaña, es normal que me preocupe mi carrera de abogado.
– Tenemos la solución para eso -dijo Tony, sin vacilar.
Tenía soluciones para todo-. Visión Judicial es el producto de una labor conjunta muy bien coordinada y concertada. Contamos con muchos amigos y adeptos, y podemos derivar trabajo hacia tu bufete. Madera, energía, gas natural, clientes importantes con intereses en esta parte del estado. Tu bufete tendría que contratar un par de abogados más para que llevaran los asuntos mientras tú te ocupas de otras cosas, lo que también aliviaría la carga. Si decides presentarte a las elecciones, no tendrás que preocuparte por la parte económica. Todo lo contrario.
Los Fisk se miraron. Tony untó una galleta salada con mantequilla y le dio un mordisco.
– ¿Clientes legítimos? -preguntó Doreen, aunque deseó haber mantenido la boca cerrada.
Tony frunció el ceño mientras masticaba.
– Doreen, todo lo que hacemos es legal-dijo, con dureza, cuando hubo tragado-o Para empezar, somos completamente honrados, nuestra misión es la de limpiar los tribunales, no la de arrojar más basura. Además, todo lo que hagamos será examinado con lupa. Estas elecciones van a ser muy reñidas y atraerán mucha atención. Nosotros no damos traspiés.
Escarmentada, Doreen levantó el cuchillo y abrió un panecillo.
– Nadie puede cuestionar el trabajo legítimo y los honorarios pagados por los clientes -continuó Tony-, ya sean grandes o pequeños.
– Por descontado -dijo Ron, anticipándose a la maravillosa reunión que iba a mantener con sus socios, imaginando el nuevo caudal de negocio para el bufete.
– No me veo como esposa de un político -objetó Doreen-. Ya sabes, todo eso de salir de campaña y dar discursos. Nunca me lo había planteado.
Tony sonrió, desbordando encanto. Incluso se permitió una risita.
– Puedes participar en la medida que tú prefieras. Yo diría que estarás más que ocupada con tres niños pequeños.
Mientras daban cuenta de sus bagres y sus tortas de maíz fritas, acordaron volver a verse al cabo de unos días, durante uno de los viajes de Tony por la zona. Se reunirían una vez más para comer y tomarían una decisión. Noviembre quedaba muy lejos, pero había mucho trabajo por hacer.
Antes solía sonreírse cuando tenía que someterse al odioso ritual de subirse a la bicicleta estática al amanecer y empezar a pedalear con rumbo a ninguna parte mientras el sol se alzaba poco a poco e iluminaba su pequeño gimnasio. Para una mujer cuya cara pública era la de un rostro severo sobre una intimidante toga negra, le divertía imaginar qué pensaría la gente si la viera en esa bicicleta, con sus pantalones de chándal viejos, despeinada, los ojos hinchados y sin maquillar. Pero de eso hacía mucho tiempo. Ahora se limitaba a completar el ejercicio sin detenerse a pensar en el aspecto que tenía o en lo que nadie pudiera pensar. Lo que en esos momentos le preocupaba era haber subido dos kilos durante las vacaciones y cinco desde el divorcio. Tenía que empezar a dejar de ganar para poder empezar a perder, y con cincuenta y un años, los kilos se aferraban a sus carnes y se negaban a quemarse tan rápido como cuando era más joven.
Sheila McCarthy no era una persona mañanera. Odiaba tener que madrugar, odiaba tener que levantarse de la cama antes de haber dormido suficiente, odiaba las voces alegres del televisor y odiaba el tráfico de camino a la oficina. No desayunaba porque aborrecía lo que la gente suele desayunar. Detestaba el café, y en lo más hondo de su ser le repateaban los que disfrutaban con sus proezas mañaneras: los que salían a correr, los forofos del yoga, los adictos al trabajo y las madres entregadas e hiperactivas. Como uno de los jueces más jóvenes del juzgado de distrito de Biloxi, muchas veces tenía causas programadas a las diez de la mañana, una hora intempestiva. Sin embargo, era su juzgado y ella acataba sus propias normas.
En esos momentos era uno de los nueve jueces del supremo, un tribunal que se aferraba desesperadamente a sus tradiciones. De vez en cuando podía aparecer a mediodía y quedarse a trabajar hasta medianoche, su horario preferido, pero la mayoría de las veces se esperaba de ella que apareciera a las nueve de la mañana.
Al cabo de kilómetro y medio ya había empezado a sudar.
Cuarenta y ocho calorías quemadas. Menos de una tarrina de helado de menta con pepitas de chocolate Haagen-Dazs, su mayor tentación. Mientras pedaleaba, iba viendo y escuchando la televisión colocada en lo alto, sujeta en un soporte, mientras los noticiarios locales informaban con entusiasmo de los últimos asesinatos y accidentes de coche. A continuación, el hombre del tiempo apareció por tercera vez en doce minutos y empezó a divagar sobre la nieve de las Rocosas, porque en casa no había ni una sola nube que analizar.
Tras tres kilómetros, y ciento sesenta y una calorías menos, Sheila se detuvo para beber un trago de agua y coger una toalla, y luego volvió a subir al potro de tortura para seguir trabajando. Cambió a la CNN para echar un vistazo al panorama nacional. Cuando hubo quemado doscientas cincuenta calorías, Sheila dio el asunto por zanjado y se dirigió a la ducha. Una hora después, abandonó el bloque de pisos de dos plantas, junto al embalse, se subió al BMW deportivo rojo descapotable y se dirigió al trabajo.
El tribunal supremo del estado de Mississippi se divide en tres distritos claramente diferenciados -el del norte, el central y el del sur- con tres jueces electos cada uno. El mandato dura ocho años y es prorrogable ilimitadamente. Los comicios judiciales se celebran el año en que solo hay elecciones al Congreso, años tranquilos en los que no hay que votar cargos locales, legislativos o de cualquier otro tipo en todo el estado. Una vez que se obtiene un puesto en el tribunal, este suele convertirse en vitalicio y se ostenta hasta la muerte de su ocupante o hasta su retiro voluntario.
Los jueces no están afiliados a ningún partido político, por lo que todos los candidatos se presentan como independientes. Las leyes de financiación electoral limitan las contribuciones a cinco mil dólares para las personas físicas y a dos mil quinientos para las entidades, entre las que se incluyen comités y corporaciones de acción política.
Nueve años atrás, un gobernador afín había designado a Sheila McCarthy para la judicatura tras la muerte de su predecesor. Salió elegida sin oposición y contaba con una nueva victoria fácil. No había oído ni el más mínimo rumor de que alguien tuviera los ojos puestos en su cargo.
A pesar de sus nueve años de experiencia, solo superaba en jerarquía a otros tres magistrados, por lo que la mayoría de los miembros de la judicatura estatal en cierto modo seguían considerándola una recién llegada. Sus dictámenes escritos y el historial de sus votaciones desconcertaban a liberales y a conservadores por igual. Era moderada, siempre intentaba alcanzar un consenso, no era ni una constitucionalista acérrima ni una activista judicial, sino más o menos una saltadora de obstáculos con gran sentido práctico que, según se decía, primero decidía el resultado que creía más justo y luego buscaba la base legal que lo sustentara. Como tal, era un miembro influyente del tribunal. Era capaz de negociar un trato entre los derechistas más recalcitrantes, que indefectiblemente eran los cuatro de siempre, y los liberales, que solían ser dos la mayoría de los días y ninguno el resto. Cuatro a la derecha y dos a la izquierda significaba que Sheila tenía dos colegas en el centro, aunque este tipo de análisis tan simplista había engañado a más de un abogado que había intentado predecir un resultado. La mayoría de los casos que llegaban a este tribunal eran inclasificables. ¿Dónde quedaban las simpatías liberales o conservadoras en un divorcio reñido y amargo o en una disputa por límites de propiedad entre dos compañías madereras? Muchos de los casos se decidían por una votación de nueve a cero.
El tribunal supremo estatal tiene su sede en el palacio de justicia Carroll Gartin, en el centro de J ackson, frente al capitolio estatal. Sheila aparcó en su plaza reservada, bajo el edificio. Subió en ascensor, sola, hasta la cuarta planta y entró en su despacho a las nueve menos cuarto en punto. Paul, su letrado jefe, un hombre de veintiocho años, muy directo, arrebatador, soltero y heterosexual, al que Sheila tenía mucho aprecio, entró en la oficina segundos después de ella.
– Buenos días -la saludó Paul.
Era moreno, llevaba el pelo largo y rizado, un pequeño diamante en la oreja y conseguía mantener a raya una perfecta barba incipiente de tres días. Ojos castaños. A Sheila no le hubiera extrañado encontrárselo anunciando trajes de Armani en alguna de las revistas de moda que tenía amontonadas por toda la casa. Paul tenía mucho más que ver con el tiempo que se pasaba subida a la bicicleta estática de lo que le gustaría admitir.
– Buenos días -contestó ella, fríamente, como si apenas hubiera reparado en él.
– Tienes la vista del caso Sturdivant a las nueve.
– Ya lo sé -contestó Sheila, echándole un vistazo al trasero mientras cruzaba el despacho.
Vaqueros desteñidos. Culo de modelo. Paul salió del despacho con los ojos de Sheila pegados a su espalda.
La secretaria de Sheila ocupó su lugar. Cerró la puerta tras ella y sacó un pequeño estuche de maquillaje. Cuando la jueza McCarthy estuvo lista, la secretaria llevó a cabo los retoques con presteza. Le dio unos toquecitos al pelo -corto, casi por encima de la oreja, medio rubio rojizo, medio canoso, y diligentemente teñido dos veces al mes a cuatrocientos dólares la sesión- y luego lo roció con laca.
– ¿Qué posibilidades tengo con Paul? -preguntó Sheila, con los ojos cerrados.
– Un poco joven, ¿no crees?
La secretaria era mayor que su jefa y llevaba encargándose de los retoques casi nueve años. Siguió empolvándala.
– Claro que es joven. Ahí está la gracia.
– No sé. He oído que está liado con esa pelirroja del despacho de Albritton.
A Sheila también le habían llegado los rumores. La guapísima letrada recién llegada de Stanford era el objeto de admiración de muchos, y Paul solía poder escoger.
– ¿Has leído el expediente del caso Sturdivant? -preguntó Sheila, levantándose para que le pusiera la toga.
– Sí.
La secretaria se la colocó con cuidado sobre los hombros.
La cremallera iba al frente. Ambas estiraron por un lado y por el otro hasta que la voluminosa toga quedó perfecta. -¿Quién mató al poli? -preguntó Sheila, subiéndose la cremallera con suavidad.
– No fue Sturdivant.
– Estoy de acuerdo. -Se puso delante de un espejo de entero y ambas estudiaron el resultado-. ¿Se nota que he engordado? -preguntó Sheila.
– No.
La misma respuesta para la misma pregunta.
– Pues he engordado. Por eso me encantan estas togas, son capaces de esconder hasta diez kilos.
– Te encantan por otra razón, querida, y ambas lo sabemos. Eres la única mujer entre ocho hombres y ninguno de ellos es tan duro o inteligente como tú.
– Y sexy. No olvides lo de sexy.
La secretaria se echó a reír.
– En eso no tienes competencia. Esos carcamales solo ven el sexo en sueños.
Abandonaron el despacho y salieron al pasillo, donde volvieron a encontrarse con Paul, que recitó de una tirada algunos de los puntos clave del caso Sturdivant mientras bajaban en ascensor hasta la tercera planta, donde estaban las salas del tribunal. Tal abogado discutiría esto mientras que el otro seguramente discutiría aquello otro. Aquí tienes algunas preguntas para pararles los pies a ambos.
A tres manzanas del lugar donde la jueza McCarthy presidía su sala, un grupo de hombres y (dos) mujeres apasionados se habían reunido para maquinar su caída. Se hallaban en una sala de conferencias sin ventanas de un edificio anodino, uno de los muchos que se apiñaban cerca del capitolio estatal, donde miles de funcionarios y miembros de grupos de presión ponían en marcha la maquinaría del estado de Mississippi.
La reunión estaba presidida por Tony Zachary y Visión Judicial. Los invitados eran los directores de otras firmas de «relaciones gubernamentales» con ideas afines, algunas con nombres tan vagos que era imposible catalogarlas: Red Independiente, Corporación Mercantil, Junta de Comercio, Defensa Empresarial. Otros, en cambio, no dejaban lugar a dudas: Ciudadanos Opuestos a la Litigación Tiránica (COLT), Asociación por un Juicio Justo, Supervisión de Fallos, Comité para la Reforma de la Responsabilidad Civil en Mississippi. y tampoco faltaba la vieja guardia, las asociaciones que representaban los intereses de la banca, las aseguradoras, petroleras, farmacéuticas, fabricantes, los pequeños comerciantes, la industria y lo mejor del estilo de vida americano.
En el tenebroso mundo de la manipulación legislativa, donde las lealtades cambiaban de la noche a la mañana y un amigo podía convertirse en el peor enemigo de un día para otro, la gente reunida en aquella sala era, al menos eso creía Tony Zachary, digna de confianza.
– Señoras y señores -empezó Tony, poniéndose en pie, con un cruasán a medio comer en el plato-, el motivo de esta reunión es el de informarles de que retiraremos a Sheila McCarthy del tribunal supremo estatal en noviembre y que su sustituto será un joven juez comprometido con el desarrollo económico y la limitación de la responsabilidad civil.
Se oyeron unos débiles aplausos. Todos los asistentes estaban sentados y lo miraban con atención y curiosidad. Nadie sabía a ciencia cierta quién estaba detrás de Visión Judicial. Zachary llevaba varios años por la zona y se había ganado una buena reputación, pero no poseía un gran capital personal y su grupo no estaba afiliado a ninguna asociación. Además, nunca antes había demostrado interés en el sistema judicial civil. Esa súbita pasión por cambiar las leyes de responsabilidad civil parecía haber salido de la nada.
Sin embargo, no cabía duda de que Zachary y Visión Judicial estaban bien financiados, y en aquel mundo, eso lo significaba todo.
– Contamos con la financiación inicial y con capital asegurado para más adelante -dijo, con orgullo-. Por descontado, vuestras aportaciones también serán necesarias. Tenemos un plan de campaña, una estrategia y seremos nosotros, Visión Judicial, quienes llevaremos la batuta.
Más aplausos. La coordinación siempre era el mayor obstáculo; había demasiados grupos, intereses y egos. Recaudar el dinero era fácil, al menos para causas y con asociaciones como aquellas, pero el problema solía radicar en su empleo. El hecho de que Tony hubiera asumido el mando, aunque fuera de una manera un tanto agresiva, era una buena noticia. Los demás estaban más que contentos de tener que preocuparse únicamente de firmar los cheques y aportar a los votantes.
– ¿Y el candidato? -preguntó alguien.
Tony sonrió.
– Os encantará. Ahora mismo no puedo deciros su nombre, pero lo adoraréis. Está hecho para la televisión.
Ron Fisk todavía no había aceptado presentarse a las elecciones, pero Tony sabía que lo haría. Además, si por alguna razón decidía no hacerlo, seguía habiendo más nombres en la lista. Candidatos no iban a faltarles, aunque tuvieron que gastarse montañas de dinero.
– ¿Hablamos de los fondos? -preguntó Tony, y entró de cabeza en la cuestión, antes de darles tiempo a responder-. Tenemos un millón de dólares sobre la mesa y quiero invertir más de lo que ambos candidatos arriesgaron en las últimas elecciones. Eso fue hace dos años y no es necesario que os recuerde que vuestro candidato se quedó corto. El mío no perderá, pero para asegurarme necesito de vosotros, y de vuestros miembros, dos millones.
Tres millones para unos comicios de ese tipo era algo que se salía totalmente de lo común. En las últimas elecciones a gobernador, un cargo que afectaba a los ochenta y dos condados y no solo a un tercio de ellos, el ganador había invertido siete millones de dólares, y el perdedor la mitad. Además, la elección de un gobernador siempre era un gran espectáculo, el eje de la política estatal. Las pasiones se desbordaban y aún más el número de votantes.
Unos comicios para elegir a la persona que ocuparía el cargo de juez en el tribunal supremo del estado, cuando se celebraban, apenas conseguían llamar a las urnas a más de un tercio de los votantes censados.
– ¿Cómo tenéis pensado gastar esos tres millones? -preguntó alguien.
Lo verdaderamente importante era que la pregunta no hacía referencia a cómo iban a recaudar tanto dinero; por lo tanto, daban por hecho que tenían acceso a grandes sumas de capital.
– En televisión, televisión y más televisión -contestó Tony.
Era cierto, a medias. Tony jamás les revelaría todos los detalles de la estrategia. El señor Rinehart y él habían planeado invertir mucho más de tres millones, pero gran parte de los gastos se pagarían en efectivo o se realizarían fuera del estado, convenientemente disimulados.
En ese momento apareció un ayudante, que empezó a repartir unas voluminosas carpetas.
– Esto es lo que hemos hecho en otros estados -dijo Tony-. Por favor, lleváoslo y leedlo cuando tengáis un momento.
Hubo preguntas sobre el plan y muchas más sobre el candidato. Tony apenas soltó prenda, pero insistió en la necesidad de que debían comprometerse económicamente con la causa, y cuanto antes mejor. El único contratiempo a lo largo de toda la reunión fue cuando el presidente de COLT les informó de que su grupo había estado reclutando candidatos para presentarse contra McCarthy y que él ya tenía su propio plan para derrocarla. Afirmó que COLT contaba con ocho mil miembros, aunque la cifra era un poco dudosa. La mayoría de sus activistas eran demandantes que habían salido escaldados de algún juicio. La organización tenía credibilidad, pero no un millón de dólares. Tras un breve, aunque acalorado intercambio de palabras, Tony invitó al candidato de COLT a seguir adelante con su propia campaña, momento en el que el otro dio marcha atrás y volvió a las filas.
Antes de levantar la sesión, Tony les pidió discreción encarecidamente, algo vital para la campaña.
– Si los abogados litigantes descubren en estos momentos que vamos a presentarnos a las elecciones, pondrán en marcha su máquina de recaudar dinero, y la última vez os ganaron.
Les molestó aquella segunda alusión a «su» derrota en las últimas elecciones, como si hubieran podido ganar de haber contado con Tony. Sin embargo, todos lo pasaron por alto. La sola mención de los abogados litigantes volvió a concentrarlos en el objetivo de la reunión.
Estaban demasiado emocionados con la idea de la campaña como para ponerse a discutir.
La demanda conjunta aseguraba incluir a «más de trescientos» afectados, en distintos grados, por la negligencia grave cometida por Krane Chemical en la planta de Bowmore. Solo veinte constaban como demandantes y, de esos veinte, tal vez la mitad sufrían lesiones de importancia. Si sus dolencias estaban relacionadas con el agua contaminada era otra cuestión.
La demanda conjunta se presentó en Hattiesburg, en el tribunal federal, un buen ataque lanzado desde el juzgado de distrito del condado de Forrest, donde la doctora Leona Rocha y su jurado habían pronunciado su veredicto apenas dos meses antes. Los abogados Sterling Bintz, de Filadelfia, y F. Clyde Hardin, de Bowmore, se habían presentado en el edificio para interponer la demanda colectiva y para charlar con cualquier periodista que hubiera contestado a la nota informativa que previamente habían enviado a la prensa. Por desgracia, no había cámaras de televisión, solo un par de redactores de publicaciones ecologistas. Al menos, para F.Clyde era una aventura. Hacía más de treinta años que no pisaba un tribunal federal.
En cambio, para el señor Bintz, la escasa repercusión que habían conseguido era descorazonadora. Había imaginado grandes titulares, reportajes extensos y espléndidas fotos. Había presentado muchas demandas conjuntas importantes y casi siempre había conseguido que los medios de comunicación cubrieran la noticia como se merecía. ¿Qué le pasaba a esa gente de campo?
F.Clyde regresó a Bowmore de inmediato, a su despacho, donde Miriam le esperaba, ávida de noticias.
– ¿ En qué canal salís? -le preguntó.
– En ninguno.
– ¿Qué?
Sin duda alguna era el día más importante de la historia del bufete de F.Clyde Hardin amp; Associates, y Miriam deseaba verlo en televisión.
– Al final decidimos sortear a los periodistas, no se puede confiar en ellos -dijo F.Clyde, echando un vistazo al reloj de pulsera. Eran las cinco y cuarto, ya hacía rato que Miriam debería haberse ido-. No hace falta que te quedes -dijo, arrojando la chaqueta a un lado-. Lo tengo todo controlado.
Miriam se fue enseguida, desilusionada, y F. Clyde se dirigió derecho a la botella que guardaba en el despacho. El denso y frío vodka lo tranquilizó inmediatamente, y Hardin empezó a repasar los acontecimientos del gran día. Con un poco de suerte, aparecería su foto en el periódico de Hattiesburg.
Bintz representaba a trescientos clientes. A quinientos dólares cada uno, a F. Clyde se le debía una buena tajada. Hasta el momento solo le habían pagado tres mil quinientos dólares, la mayoría de los cuales se habían destinado a pagar impuestos atrasados.
Se sirvió una segunda copa y lo mandó todo a la porra.
Bintz no iba a joderlo porque lo necesitaba. Él, F. Clyde Hardin, era ahora uno de los abogados que constarían en una de las demandas conjuntas más importantes del país. Todos los caminos conducían a Bowmore y F.Clyde era su hombre.
Se dijo en el bufete que el señor Fisk estaría en Jackson todo el día, algo relacionado con asuntos personales. En otras palabras: que no preguntaran. Como socio, se había ganado el derecho de ir y venir a su antojo, aunque Fisk era tan disciplinado y organizado que cualquiera del bufete podía localizarlo en menos de cinco minutos.
Se despidió de Doreen en la entrada, de madrugada. Ella también estaba invitada, pero con el trabajo y tres niños era imposible, sobre todo habiéndoles avisado con tan poco tiempo de antelación. Ron se fue sin desayunar, a pesar de que tampoco había prisa; sin embargo, Tony Zachary le había dicho que almorzarían en el avión yeso había sido suficiente para convencer a Ron para que se saltara los cereales con fibra de la mañana.
La pista de aterrizaje de Brookhaven era demasiado pequeña para el jet, así que Ron accedió de buen grado a acercarse hasta el aeropuerto de Jackson, aunque para ello tuviera que madrugar. Nunca había estado a menos de cien metros de un avión privado y ni siquiera había llegado a imaginar que algún día subiría a uno. Tony Zachary estaba esperándolo en la terminal de aviación general, con un vigoroso apretón de manos y un animado «Buenos días, señoría». Atravesaron el asfalto con paso decidido y pasaron junto a varios turbohélices ya muy viejos, aparatos más pequeños e inferiores. A lo lejos esperaba un avión magnífico, tan exótico y de líneas tan elegantes como una nave espacial. Las luces de navegación parpadeaban. La espléndida escalera estaba extendida, una magnífica invitación a sus pasajeros especiales. Ron siguió a Tony hasta el descansillo, donde una atractiva auxiliar de vuelo con falda corta les dio la bienvenida a bordo, se ocupó de sus chaquetas y los acompañó hasta sus asientos.
– ¿Has estado antes en un Gulfstream? -le preguntó Tony, cuando tomaron asiento.
Uno de los pilotos los saludó mientras pulsaba el botón para retirar la escalera.
– No -contestó Ron, admirando la caoba pulida, la suave piel y los adornos dorados.
– Es un G5, el Mercedes de los jets privados. Este podría llevarnos a París en un vuelo sin escalas.
Entonces vayamos a París en vez de a Washington, pensó Ron mientras se inclinaba hacia el pasillo para hacerse una idea de la longitud y el tamaño del avión. Tras un breve cálculo, estimó que allí había espacio para al menos una docena de niños mimados.
– Es precioso -dijo.
También le habría gustado preguntar de quién era, quién pagaba el viaje o quién estaba detrás de un reclutamiento tan lujoso, pero se dijo que preguntar sería de mala educación. Solo tenía que relajarse, disfrutar del viaje, del día y recordar todos los detalles, porque Doreen querría oírlos.
La auxiliar de vuelo volvió a aparecer. Les explicó el procedimiento de emergencia y a continuación les preguntó qué querrían para desayunar. Tony pidió huevos revueltos, beicon y patatas salteadas con cebolla. Ron pidió lo mismo.
– El lavabo y la cocina están al fondo -dijo Tony, como si viajara en un G5 todos los días-. El asiento es reclinable, si quieres echar una cabezadita. -Llegó el café cuando empezaron a rodar por la pista. La auxiliar de vuelo les ofreció varios periódicos. Tony escogió uno, lo abrió con resolución, esperó unos segundos y luego preguntó-: ¿Sigues de cerca el caso de Bowmore?
Ron fingió leer el diario mientras seguía admirando el lujoso jet.
– Más o menos -contestó.
– Ayer presentaron una demanda conjunta -dijo Tony, indignado-. Uno de esos bufetes de Filadelfia especializados en casos de responsabilidad civil. Me temo que ya han llegado los buitres.
Era el primer comentario que hacía a Ron referente a esa cuestión y, desde luego, no sería el último.
El G5 despegó. Era uno de los tres aviones privados propiedad de varias entidades controladas por el Trudeau Group y arrendado a través de una compañía aérea sin relación alguna, que hacía imposible llegar a descubrir quién era el verdadero dueño. Ron vio desaparecer la ciudad de Jackson a lo lejos. Minutos después, cuando se estabilizó a cuarenta y un mil pies, empezó a oler el delicioso aroma del beicon en la sartén.
Una vez en el aeropuerto de Dulles, subieron sin perder tiempo a la parte de atrás de una larga limusina negra y cuarenta minutos después llegaban al centro, a K Street. Tony le fue explicando por el camino que tenían una reunión a las diez de la mañana con un grupo de posibles patrocinadores, luego una comida tranquila y después, sobre las dos de la tarde, una nueva reunión con otro grupo. Ron estaría en casa a la hora de cenar. La cabeza le daba vueltas después del emocionante viaje rodeado de lujo y de que le hicieran sentirse tan importante.
Entraron en el anodino vestíbulo de la Alianza de la F amilia Americana, en la decimoséptima planta de un edificio nuevo, y se dirigieron a una recepcionista aún más anodina. El resumen que Tony le había hecho en el avión había sido: «Este grupo es probablemente el más conservador de todos los formados por abogados cristianos conservadores. Tiene muchísimos miembros, dinero e influencia. Los políticos de Washington los adoran y los temen por igual. Está dirigido por Walter Utley, un antiguo congresista que se hartó de los liberales del Congreso y los abandonó para formar su propio grupo».
Fisk había oído hablar de Walter Utley y su Alianza de la Familia Americana.
Los acompañaron hasta una enorme sala de reuniones, donde el señor Utley los esperaba con una agradable sonrisa y un cálido apretón de manos, a lo que siguió la presentación de los demás hombres de la sala, a quienes Tony también había incluido en la breve puesta al día del jet. Representaban a grupos como Sociedad de la Oración, Luz Global, Mesa Redonda de la Familia, Iniciativa Evangélica y muchos otros. Según Tony, todos desempeñaban un papel importante en la política nacional.
Se distribuyeron alrededor de la mesa, ante libretas e informes, como si se dispusieran a tomar declaración bajo juramento al señor Fisk. Tony inició la reunión con un resumen de la situación del tribunal supremo del estado de Mississippi, positivo en términos generales. La mayoría de los jueces eran hombres de bien con un historial de votaciones coherente; sin embargo, claro, también estaba el caso de la jueza Sheila McCarthy y sus devaneos con el liberalismo. No se podía confiar en ella en cuanto a sus resoluciones. Estaba divorciada y se rumoreaba que era de moral relajada, aunque Tony se detuvo ahí, sin entrar en detalles.
Para enfrentarse a ella, necesitaban que aquel hombre, Ron, recogiera el testigo. Tony repasó el currículo de su hombre, aunque no les ofreció ni un solo dato que los presentes no conocieran de antemano. Cedió la palabra a Ron, que se aclaró la garganta y les agradeció la invitación. Empezó a hablar de su vida, de la educación que había recibido, de cómo se había criado, de sus padres, su mujer y sus hijos. Era un devoto cristiano, diácono de la iglesia baptista de Sto Luke y profesor de catequesis. También era miembro del Rotary Club, de una asociación que velaba por la conservación del medio ambiente y entrenaba a un equipo juvenil de béisbol. Alargó la explicación de su currículo todo lo que pudo y luego se encogió de hombros, como queriendo decir que no había nada más.
Su mujer y él habían rezado en busca de inspiración para tomar una decisión. Incluso se habían reunido con su pastor para que sus súplicas llegaran más alto. Ya no les quedaban dudas. Estaban preparados.
Los presentes siguieron mostrándose cálidos, amistosos, encantados de tenerlo allí. Le preguntaron sobre su pasado: ¿había algo que lo atormentara? ¿Un lío de faldas, una detención por conducir bajo el efecto de cualquier sustancia, una estúpida broma estudiantil en la universidad? ¿Algún conflicto ético? ¿ Primer y único matrimonio? Sí, bien, eso creíamos. ¿ Alguna demanda por acoso sexual por parte de algún miembro de su plantilla? ¿Nada por el estilo? ¿Absolutamente nada que tuviera que ver con el sexo? Porque el sexo es el as en la manga de cualquier elección reñida. Y ya que estaban, ¿qué opinión le merecían los gays? ¿Y el matrimonio entre homosexuales? ¡Totalmente en contra! ¿Y las uniones civiles? No, señor, en Mississippi no. ¿ La adopción de niños por homosexuales? No, señor.
¿El aborto? En contra. ¿Cualesquiera que fueran las circunstancias? En contra.
¿La pena de muerte? Completamente a favor.
Nadie pareció percatarse de la contradicción entre ambas convicciones.
¿ Las armas, la Segunda Enmienda, el derecho a llevar armas y todo eso? Ron estaba encantado con sus armas, pero por un momento se preguntó por qué a unos hombres religiosos les preocupaban las armas. y entonces cayó en la cuenta: se trataba de política y de salir elegido. Su largo historial de cazador los satisfizo enormemente y lo alargó todo lo que le fue posible. No se salvaba ni un solo animal.
A continuación, el presidente de la Mesa Redonda de la Familia, de voz chillona, derivó la conversación hacia temas relacionados con la separación de la Iglesia y el Estado que, por el semblante aburrido de los demás, solo parecían interesarle a él. Ron no se amilanó, respondió pensando muy bien lo que contestaba y dio la impresión de satisfacer a los pocos que parecían estar escuchándolo. También empezó a comprender que todo aquello era una farsa. Aquellos hombres ya habían tomado una decisión mucho antes de que él saliera de Brookhaven esa mañana. Era su hombre, y en esos momentos únicamente estaba gastando saliva.
La siguiente tanda de preguntas estuvo relacionada con la libertad de expresión, especialmente de la expresión religiosa. La pregunta fue: ¿un juez comarcal debería tener la potestad de colgar los Diez Mandamientos en su sala del tribunal? Ron tuvo la sensación de que aquella cuestión les interesaba en particular y al principio se sintió inclinado a ser completamente sincero y contestar que no. El Tribunal Supremo de Estados Unidos había dictaminado que era una violación de la separación entre la Iglesia y el Estado, y Ron estaba de acuerdo. Sin embargo, no quería ser un aguafiestas.
– Uno de mis modelos es el juez de distrito del tribunal de Brookhaven -respondió al fin. A continuación empezaron las fintas y los amagos-. Un gran hombre. Hace treinta años que tiene los Diez Mandamientos colgados en la pared y siempre lo he admirado.
Una hábil respuesta que, a pesar de no engañar a nadie, les sirvió como ejemplo de los recursos de los que el señor Fisk podría valerse para sobrevivir en una campaña reñida. No insistieron en ello, no hubo ninguna objeción. Después de todo, eran combatientes experimentados en el campo de batalla de la política y sabían reconocer una respuesta ingeniosa e inteligente.
Al cabo de una hora, Walter Utley echó un vistazo a su reloj y anunció que iba un poco retrasado. Ese día tenía otras reuniones importantes. Dio por concluida la pequeña toma de contacto, les aseguró que el señor Ron Fisk lo había impresionado profundamente y que no veía ninguna razón por la que su Alianza de la Familia Americana no pudiera, ya no solo respaldarlo, sino ponerse manos a la obra allí abajo y obtener algunos votos. Todos los presentes asintieron con un gesto de cabeza y Tony Zachary pareció tan orgulloso como quien acaba de ser padre.
– Ha habido un cambio de planes para la comida -dijo, cuando volvieron a subir a la limusina-. El senador Rudd quiere verte.
– ¿El senador Rudd? -preguntó Fisk, incrédulo.
– El mismo -contestó Tony, ufano.
Myers Rudd había cumplido la mitad de su séptimo mandato (treinta y nueve años) en el Senado, y se había presentado sin oposición a las tres últimas elecciones. El 40 por ciento de la gente lo despreciaba profundamente mientras que el 60 por ciento restante lo adoraba. Había perfeccionado el arte de echar un cabo a los que se encontraban en su mismo barco y a hacer caso omiso de los demás. Era una leyenda en el ámbito político de Mississippi, el que apañaba y siempre metía mano en los comicios locales, el rey que elegía a sus candidatos, el asesino que pasaba a cuchillo a quien se presentara contra los suyos, el banco que financiaba cualquier campaña con montañas de dinero, el sabio anciano que lideraba su partido y el matón que destruía a los demás.
– ¿Al senador Rudd le interesa este asunto? -preguntó Fisk, inocentemente.
Tony lo miró con recelo. ¿Cómo se podía ser tan ingenuo? -Por supuesto. El senador Rudd está muy relacionado con los tipos que acabas de conocer. Mantiene un historial de voto perfecto en lo que se refiere a esa gente. Fíjate que he dicho perfecto. No de un 95 por ciento, sino perfecto. Uno de los únicos tres que hay en el Senado, y los otros dos son principiantes.
¿Qué diría Doreen de esto?, pensó Ron. ¡Iba a comer con el senador Rudd, en Washington! Estaban cerca del Capitolio cuando la limusina torció hacia una calle de un solo sentido.
– Nos bajamos aquí-dijo Tony, antes de que el conductor tuviera tiempo de apearse.
Se dirigieron a una puerta bastante estrecha, junto a un viejo hotel conocido como el Mercury. Un portero ya mayor, vestido con uniforme de color verde, frunció el ceño al verlos acercarse.
– Venimos a ver al senador Rudd -dijo Tony, con sequedad, y el ceño se suavizó ligeramente.
Una vez en el interior, los acompañaron a través de un comedor desierto y sombrío y cruzaron un pasillo.
– Son las estancias privadas del senador -le dijo Tony, en voz baja.
Ron estaba francamente impresionado. Se fijó en la alfombra gastada y en la pintura desconchada, pero el viejo edificio todavía conservaba un aire de elegancia decadente. Tenía historia. Se preguntó cuántos tratos se habrían cerrado entre aquellas paredes.
Entraron en un pequeño comedor privado al final del pasillo, donde se desplegaba la ostentación del verdadero poder. El senador Rudd estaba sentado a una mesita, con el móvil pegado a la oreja. Ron no lo conocía personalmente, pero desde luego le resultaba familiar. Traje oscuro, corbata roja, una lustrosa mata de cabello canoso, bien peinado hacia un lado, que se le aguantaba con cantidades ingentes de fijador, y un rostro grande y redondo que parecía expandirse con los años. No menos de cuatro de sus gorilas y ayudantes revoloteaban a su alrededor como abejas enfrascados en inaplazables conversaciones por el móvil, seguramente entre sí.
Tony y Fisk esperaron, observando el espectáculo. El gobierno en acción.
De súbito, el senador cerró el teléfono y las otras cuatro conversaciones concluyeron casi en ese mismo instante.
– Fuera -farfulló el hombre, y sus subalternos se desperdigaron como ratones asustados-. ¿Cómo estás, Zachary? -preguntó, levantándose.
Se llevaron a cabo las debidas presentaciones y charlaron sobre banalidades unos momentos. Daba la impresión de que Rudd conocía a todo el mundo en Brookhaven, tenía una tía que había vivido allí y era todo un honor recibir a ese señor Fisk del que tanto había oído hablar.
– Volveré dentro de una hora -dijo Tony en cierto momento, y desapareció.
Lo sustituyó un camarero vestido de etiqueta.
– Siéntate -insistió Rudd-. La comida no es gran cosa, pero al menos hay intimidad. Como aquí cinco veces a la semana.
El camarero obvió el comentario y les ofreció los menús. -Es precioso -dijo Ron, mirando a su alrededor, fijándose en las paredes, llenas de estanterías abarrotadas de libros que nadie había leído o les había sacado el polvo en un siglo.
Estaban comiendo en una pequeña biblioteca. No le extrañaba que fuera tan íntimo. Pidieron sopa y pez espada a la parrilla. El camarero cerró la puerta al salir.
– Tengo una reunión a la una -dijo Rudd-, así que vayamos al grano.
Se puso azúcar en el té helado y lo removió con la cuchara de la sopa.
– Perfecto.
– Puedes ganar las elecciones, Ron, y Dios sabe que te necesitamos.
Lo había dicho el rey, y horas más tarde podría repetírselo a Doreen hasta la saciedad. Era la garantía de un hombre que no había perdido nunca, y según esa salva inicial, Ron Fisk era un candidato.
– Como ya sabes -continuó Rudd, porque en realidad no estaba acostumbrado a escuchar, sobre todo en conversaciones con políticos de poca monta-, no me inmiscuyo en las elecciones locales.
El primer impulso de Fisk fue echarse a reír, a mandíbula batiente, pero enseguida comprendió que el senador hablaba muy en seno.
– Sin embargo, estos comicios son muy importantes.
Haré lo que esté en mi mano, que no es poco, ¿verdad?
– Por supuesto.
– He hecho amigos poderosos en este mundillo y estarán encantados de apoyar tu campaña. Solo tengo que hacer un par de llamadas.
Ron asentía con educación. Dos meses atrás, Newsweek había publicado un artículo de portada sobre las montañas de dinero que movían los grupos de presión en Washington y los políticos que las utilizaban. Rudd era el primero de la lista. Había recibido más de once millones de dólares para su campaña, a pesar de que era muy poco probable que hicieran falta unas elecciones. La idea de un rival viable era tan ridícula que ni siquiera se tomaba en consideración. Estaba a las órdenes del gran capital -banca, aseguradoras, petroleras, industria minera, defensa, farmacéuticas-, no había sector empresarial que escapara a los tentáculos de su máquina de recaudar dinero.
– Gracias -contestó Ron, sintiéndose obligado a hacerlo.
– Mis amigos pueden reunir mucho dinero. Además, conozco a gente en las trincheras. El gobernador, los legisladores, los alcaldes. ¿Has oído hablar alguna vez de Willie Tate Ferris?
– No, señor.
– Es un alcalde que lleva ya cuatro mandatos en el condado de Adams, tu distrito. He sacado a su hermano de la cárcel en dos ocasiones. Willie Tate pateará las calles por mí. Además, es el político más influyente de la zona. Una llamada y el condado de Adams es tuyo.
Chasqueó los dedos, como si los votos ya estuvieran en las urnas.
– ¿Has oído hablar de Link Kyzer? ¿El sheriff del condado de Wayne?
– Tal vez.
– Link es un viejo amigo. Hace dos años necesitaba coches de patrulla, radios, chalecos antibalas, armas y demás. El condado no le daba ni una mierda, así que me llama. Vaya Homeland Security, hablo con unos amigos, hago un poco de presión y el condado de Wayne recibe de repente seis millones de dólares para luchar contra el terrorismo. Ahora tienen más coches patrulla que policías para conducirlos. Su sistema de radio es mejor que el de la Marina y, mira por dónde, los terroristas han decidido no acercarse por el condado de Wayne.
– Se echó a reír de su broma y Ron se sintió obligado a acompañarlo. No había nada como gastarse unos cuantos millones del dinero del contribuyente-. ¿Necesitas a Link? Pues ya tienes a Link y el condado de Wayne -le prometió Rudd, mientras tomaba un buen sorbo de té.
Con dos condados bajo el ala, Ron empezó a pensar en los restantes veinticinco del distrito sur. ¿Iba a pasar la hora siguiente escuchando batallitas para cada uno de ellos? Esperaba que no. Llegó la sopa.
– Esa chica, McCarthy -dijo Rudd, entre sorbos-, nunca ha estado a bordo de nuestro barco.
– Crítica que dejaba traslucir que el senador Rudd no recibía su apoyo-. Es demasiado liberal. Además, de hombre a hombre, no está hecha para la toga negra. Ya me entiendes.
Ron asintió con la cabeza levemente, sin apartar los ojos de la sopa. No le extrañaba que el senador prefiriera comer en privado. Ron comprendió que Rudd ignoraba el nombre de pila de McCarthy y que, de hecho, sabía muy poco de ella, salvo que era mujer y, por tanto, en su opinión estaba fuera de lugar.
Para desviar la conversación del cariz que estaba tomando, Ron decidió introducir una pregunta medianamente inteligente.
– ¿Qué me dice de la costa del golfo? Tengo muy pocos contactos por allí.
Como era de esperar, a Rudd le hizo gracia la pregunta.
No había ningún problema.
– Mi mujer es de la bahía de St. Louis -dijo, como si solo eso garantizara una victoria aplastante para su elegido-. Tienes a los contratistas de defensa, los astilleros, la NASA, joder, tengo a esa gente comiendo de la palma de mi mano.
Ron pensó que lo contrario también debía de ser cierto.
Una especie de relación simbiótica.
Un móvil vibró junto al vaso de té del senador.
– Tengo que responder -dijo, después de mirarlo y fruncir el ceño-, es la Casa Blanca.
Parecía bastante irritado.
– ¿Quiere que salga? -preguntó Ron, tan impresionado que casi se había quedado sin habla y al mismo tiempo temeroso de oír algo sobre un asunto de importancia crucial que no debiera oír.
– No, no -contestó Rudd, y lo invitó a retomar asiento con un gesto.
Fisk intentó concentrarse en la sopa, el té y el bollito, y a pesar de ser una comida que no olvidaría jamás, de repente deseaba que terminara cuanto antes. Al contrario que la conversación telefónica. Rudd mascullaba y hablaba entre dientes, aunque sin dejar entrever qué tipo de crisis estaba solucionando. El camarero regresó con el pez espada, que todavía crepitaba ligeramente, si bien enseguida se enfrió. Las acelgas de acompañamiento nadaban en mantequilla.
Rudd colgó cuando el mundo volvía a estar a salvo y ensartó el pescado con el tenedor.
– Disculpa -dijo-. Malditos rusos. Bueno, da igual, quiero que te presentes, Ron. Es importante para el estado. Debemos meter en vereda a nuestro tribunal.
– Sí, señor, pero…
– Cuentas con mi todo mi apoyo. No oficialmente, recuérdalo, pero me dejaré los cuernos en la sombra. Te conseguiré dinero de verdad. Haré restallar el látigo, romperé algunos brazos, lo típico de por allí. Sé de lo que hablo, hijo, créeme.
¿Y si…?…
– Nadie me gana en Mississippi. Pregúntale al gobernador. Le sacaban veinte puntos a dos meses de la votación y lo estaba intentando él solo. No necesitaba mi ayuda. Me acerqué hasta allí, rezamos juntos, el tipo se convirtió y obtuvo una victoria arrolladora. N o me gusta inmiscuirme en los asuntos de por allí, pero lo haré. Además, estas elecciones se lo merecen. ¿Tú estás dispuesto?
– Eso creo.
– No seas tonto, Ron. Es una oportunidad única en la vida de hacer algo grande. Piénsalo, tú, con… ¿ cuántos años?
– Treinta y nueve.
– Con treinta y nueve años, un chaval, pero ya estás en el tribunal supremo del estado de Mississippi. Además, una vez dentro, el cargo es para ti para siempre. Tú solo piénsalo.
– Lo estoy pensando muy en serio, señor.
– Bien.
El teléfono volvió a zumbar, seguramente era el presidente.
– Disculpa -dijo Rudd, llevándoselo al oído y engullendo un enorme trozo de pescado.
La tercera y última parada del recorrido fue en la oficina de la Red Pro Reforma de la Responsabilidad Civil, en Connecticut Avenue. Tony volvía a estar al mando y despacharon las presentaciones y las cortesías de rigor en un abrir y cerrar de ojos. Fisk contestó varias preguntas inocuas, un entrante en comparación con el plato fuerte que le habían servido esa mañana las organizaciones religiosas. Una vez más le abrumó la impresión de que todo el mundo hacía aquello por inercia. Para ellos era importante tocar y oír a su candidato, pero no parecían demasiado interesados en llevar a cabo una evaluación real. Confiaban en Tony, y si él había encontrado a su hombre, ellos también.
Aunque Ron Fisk no lo supiera, los cuarenta y cinco minutos que duró la reunión fueron grabados con una cámara oculta que enviaba las imágenes a una pequeña sala de audiovisuales varios pisos más arriba, donde Barry Rinehart no perdía detalle. Tenía una voluminosa carpeta sobre Fisk que contenía fotografías y varios informes, pero estaba ansioso de oír su voz, estudiar sus miradas, sus gestos y escuchar sus respuestas. ¿Era lo bastante fotogénico, telegénico, elegante, atractivo? ¿Transmitía su voz seguridad, confianza? ¿Sonaba como un tipo inteligente o gris? ¿Se ponía nervioso ante un grupo como aquel o estaba tranquilo y seguro de sí mismo? ¿Podía empaquetarse y venderse?
Barry se convenció al cabo de quince minutos. Lo único negativo era un atisbo de nerviosismo, pero eso era lo mínimo que cabía esperar. Saca a un hombre de Brookhaven y lánzalo en medio de gente desconocida en una ciudad extraña y seguro que tartamudea un par de veces. Bonita voz, bonita cara, traje pasable. Ciertamente, Barry había trabajado con menos.
Nunca conocería en persona a Ron Fisk y, como en todas las campañas de Barry, el candidato jamás tendría ni la más remota idea de quién manejaba los hilos.
De vuelta a casa en avión, Tony pidió un whisky sour e intentó que Ron pidiera también algo de beber, pero este declinó la invitación y se ciñó a su café. Era la ocasión perfecta para tomar una copa: a bordo de un jet lujoso, servidos por una mujer preciosa, al final de un día estresante y sin que nadie los estuviera vigilando.
– Solo café -dijo Ron.
A pesar de la ocasión, sabía perfectamente que seguían evaluándolo. Además, de todos modos era abstemio. La decisión había sido fáciL
Tony tampoco era un gran bebedor. Le dio unos cuantos sorbos a su copa, se aflojó la corbata y se arrellanó en el asiento. -Se dice por ahí que esa tal McCarthy le da a la botella de lo lindo -comentó.
Ron se limitó a encogerse de hombros. El rumor no había llegado hasta Brookhaven. Calculaba que al menos el 50 por ciento de la gente de allí sería incapaz de nombrar ni a uno de los tres jueces del distrito sur, así que mucho menos sabrían de sus costumbres, buenas o malas.
Tony bebió un nuevo trago antes de continuar.
– Sus padres también eran bebedores empedernidos. Claro que eran de la costa, así que tampoco es de sorprender. Suele frecuentar un bar llamado Tuesday's, cerca del embalse. ¿ Has oído hablar de él?
– No.
– Es una especie de mercado de carne para la gente de mediana edad a la que le va la marcha, al menos eso he oído. Nunca he estado allí.
Fisk se negó a picar el anzuelo. Ese tipo de cotilleos parecían aburrirle, algo que a Tony no le molestó. En realidad, lo encontró admirable. Que el candidato mantuviera su superioridad moral, ya se arrastrarían los demás por el fango.
– ¿Cuánto hace que conoces al senador Rudd? -preguntó Fisk, cambiando de tema.
– Bastante.
Siguieron charlando sobre el gran senador y su pintoresca carrera durante el resto del corto viaje.
Ron corrió a casa sin bajar de la nube en la que flotaba después del emocionante encuentro que había tenido con el poder y todo lo que lo acompañaba. Doreen quería conocer hasta el último detalle. Cenaron espaguetis recalentados mientras los niños acababan los deberes y se preparaban para irse a la cama.
Doreen tenía muchas preguntas y Ron tuvo problemas para encontrar alguna de las respuestas. ¿Por qué había tantos grupos y tan distintos dispuestos a invertir esas cantidades en un político desconocido y sin experiencia? Porque estaban entregados a la causa. Porque preferían jóvenes brillantes y de buen parecer, con creencias afines y que no hubieran servido antes en la administración pública. Además, si Ron decía que no, encontrarían a otro candidato como él. Estaban decididos a ganar, a limpiar el tribunal. Era un movimiento nacional, y uno de los importantes.
La comida privada de su marido con el senador Myers Rudd fue lo que decantó la balanza. Iban a jugarse el todo por el todo en el desconocido mundo de la política y vencerían.
Barry Rinehart cogió el puente aéreo a La Guardia y desde allí subió a un coche particular que lo llevó al hotel Mercer, en el SoHo. Se registró, se dio una ducha y se puso un traje de lana, más grueso, porque decían que iba a nevar. Recogió un fax en el mostrador y luego se acercó dando un paseo hasta un pequeño restaurante vietnamita, a ocho manzanas del hotel, cerca del Village, un local que todavía no aparecía en las guías turísticas. El señor Trudeau lo prefería para las reuniones privadas. Estaba vacío y era pronto, así que Barry se acomodó en uno de los taburetes de la barra y pidió algo de beber.
Tal vez la chapucera demanda conjunta de F. Clyde Hardin no hubiera tenido demasiada repercusión en Mississippi, pero desde luego el eco había llegado a Nueva York. Las publicaciones financieras diarias recogían la noticia y las ya de por sí maltrechas acciones ordinarias de Krane recibieron un nuevo varapalo.
El señor Trudeau se había pasado el día pegado al teléfono y gritándole a Bobby Ratzlaff. Las acciones de Krane se habían estado cotizando entre los dieciocho y los veinte dólares, pero la demanda conjunta les costó varios dólares. Cerraron a catorce y medio, un nuevo mínimo, y Carl se fingió afectado por la noticia. Ratzlaff, que había sacado un millón de dólares de su plan de pensiones, parecía bastante más hundido.
Cuanto más bajaran, mejor. Carl quería que las acciones cayeran lo máximo posible. En teoría ya había perdido mil millones, pero podía perder más porque un día todo le sería devuelto con creces. Sin que nadie lo supiera, salvo dos banqueros en Zurich, Carl estaba comprando las acciones de Krane a través de una convenientemente imprecisa compañía panameña. Ponía mucho cuidado en adquirirlas en lotes pequeños para no afectar a la tendencia a la baja. Cinco mil acciones en un día tranquilo y veinte mil en uno de los animados, pero nada que pudiera llamar la atención. Pronto tendrían que presentar los beneficios del cuarto trimestre, y Carl había estado falsificando la contabilidad desde Navidades. Las acciones seguirían cayendo en picado y Carl continuaría comprando.
Despachó a Ratzlaff cuando ya había oscurecido y luego devolvió unas cuantas llamadas. Se acomodó en el asiento trasero de su Bentley a las siete y Toliver lo llevó al local vietnamita.
Carl no había vuelto a ver a Rinehart desde su primer encuentro en Boca Ratón, en noviembre, tres días después del veredicto. No utilizaban ni el correo ordinario, ni el electrónico, ni el fax, ni la mensajería, ni los teléfonos fijos, ni los móviles habituales. Cada uno de ellos contaba con un teléfono inteligente que se comunicaba únicamente con el otro y, una vez a la semana, cuando Carl tenía tiempo, lo llamaba para que lo pusiera al día.
Los acompañaron a través de una cortina de bambú hasta una estancia lateral tenuemente iluminada, en la que solo había una mesa. Un camarero les llevó la bebida. Carl se había lanzado a despotricar contra las demandas conjuntas y los abogados que las presentaban.
– Es que hemos llegado a cosas como una hemorragia nasal o un sarpullido -decía-. Ahora, a cualquier paleto que se le ocurre pasar junto a la planta de repente se convierte en un demandante. A todos se les han olvidado los buenos tiempos en los que pagábamos el salario más alto de todo el sur de Mississippi. Los abogados han provocado una estampida y esto se ha convertido en una carrera a los tribunales.
– Pues podría ponerse peor -dijo Barry-. Sabemos que otro grupo de abogados ronda por allí en busca de clientes. Si presentan una demanda, su demanda conjunta se añadirá a la primera, aunque yo no me preocuparía.
– ¡Que no te preocuparías! Claro, como no es tu dinero el que se funde en honorarios de abogados…
– Pero si vas a recuperarlo, Carl. Relájate.
Ahora se tuteaban, se llamaban por el nombre de pila y se trataban con gran familiaridad.
– Que me relaje. Krane ha cerrado hoya catorce dólares y medio. Si tuvieras veinticinco millones de acciones, puede que no te resultara tan fácil relajarte.
– Me relajaría y compraría.
Carl apuró su whisky.
– Te estás volviendo muy gallito.
– Hoy he visto a nuestro hombre. Ha hecho la ronda de visitas en Washington. Un tipo bien parecido y tan honrado que da miedo. Inteligente, buen orador y no se maneja mal. Todo el mundo se quedó impresionado.
– ¿Ya ha firmado?
– Lo hará mañana. Ha comido con el senador Rudd y el amigo sabe qué teclas tocar.
– Myers Rudd -dijo Carl, sacudiendo la cabeza-. Menudo imbécil.
– Y que lo digas, pero se le puede comprar.
– A todos se les puede comprar. El año pasado me gasté más de cuatro millones en Washington. Fui repartiéndolos como caramelos en Navidad.
– Estoy seguro de que Rudd se llevó su parte. Ambos sabemos que es idiota, pero la gente de Mississippi no. Es el rey y por allí abajo lo adoran. Si él quiere que nuestro hombre se presente, ya tenemos la carrera en marcha.
Carl se liberó de la chaqueta y la arrojó a una silla. Se quitó los gemelos, se arremangó y, a salvo de miradas indiscretas, se aflojó la corbata y se arrellanó en la silla. Le dio un trago al whisky.
– ¿Conoces la historia del senador Rudd y la EPA? -preguntó, sabiendo que menos de cinco personas conocían los detalles.
– No -contestó Barry, dándole un tirón a su propia corbata.
– Hace siete años, quizá ocho, antes de que empezara el juicio, la EPA fue a Bowmore y empezó a hacer de las suyas. La gente de allí llevaba años quejándose, pero la EPA no es precisamente famosa por actuar con rapidez. Empezaron a husmear, realizaron pruebas, se asustaron y entonces se preocuparon de verdad. Nosotros no les quitábamos los ojos de encima. Teníamos a gente por todas partes. Joder, si hasta teníamos gente dentro de la EPA. Tal vez fuimos demasiado lejos con lo de los residuos tóxicos, no sé, pero los burócratas se volvieron muy beligerantes. Empezaron a hablar de investigaciones criminales, de llamar a la oficina del fiscal general, nada bueno, pero por el momento nada salió a la luz. Estaban a punto de hacerlo público, acompañándolo de todo tipo de demandas: una limpieza de tropecientos millones, multas desorbitadas, incluso se planteaban el cierre. Un hombre llamado Gabbard era uno de los altos ejecutivos de Krane en aquellos momentos. Ahora ya no sigue con nosotros, pero era de los que sabían cómo convencer a cualquiera. Envié a Gabbard a Washington con un cheque en blanco; en realidad, con varios. Se reunió con nuestros grupos de presión y crearon un nuevo comité de acción política, un PAC, otro más que supuestamente trabajaba en el interés de los fabricantes de productos químicos y plásticos. Diseñaron un plan cuyo objetivo era lograr que el senador Rudd estuviera de nuestro lado. Ahí abajo le tienen miedo, y si quiere que la EPA se esfume, ya puedes olvidarte de ella. Rudd lleva un siglo en el Comité Presupuestario y si la EPA amenaza con oponerse a él, solo tiene que contraatacar amenazando con cerrar el grifo. Es un poco lioso, pero sencillo al mismo tiempo. Además, se trata de Mississippi, terreno de Rudd, por lo que tenía más contactos e influencia que cualquier otro. Así que nuestra gente del nuevo PAC empezó a dorarle la píldora a Rudd, pero él enseguida los caló. Es un simplón, pero lleva tanto tiempo en ese mundillo que creo que ha escrito la mayoría de las reglas.
Llegaron varios platos de gambas y fideos, que apenas recibieron atención, y una nueva ronda de bebidas.
– Rudd consideró que necesitaba un millón de dólares para sus fondos de campaña y nosotros accedimos a enviárselo a través de todas esas empresas fantasma que soléis utilizar para ocultarlo. El Congreso le ha dado una pátina de legalidad, pero no por eso deja de ser un soborno. Después de eso, Rudd quiso algo más. Resulta que tiene un nieto con un pequeño retraso mental que, a su vez, tiene una extraña fijación con los elefantes. El chaval adora a los elefantes. Tiene las paredes llenas de pósteres, ve documentales de fauna salvaje y todo eso. Bien, pues lo que al senador realmente le apetecía era uno de esos safaris en África de primera clase, un cinco estrellas, para poder llevar a su nieto a ver una manada de elefantes. Ningún problema. Luego decide que toda la familia disfrutaría con un viaje así, y nuestra gente le organiza el puñetero viaje. Veintiocho personas, dos jets privados, quince días en la sabana africana bebiendo Dom Pérignon, comiendo langosta y solomillo y, por descontado, contemplando embobados miles de elefantes. La broma ascendió a cerca de trescientos de los grandes y él jamás supo que salieron de mi bolsillo.
– Una ganga.
– Una verdadera ganga. Calló a la EPA, que se fue de Bowmore. Éramos intocables y, como no hay mal que por bien no venga, ahora el senador Rudd es un experto en todo lo tocante a África: sida, genocidios, hambrunas, violación de los derechos humanos… Da igual el tema, él lo sabe todo porque pasó dos semanas en medio de la sabana de Kenia viendo la fauna salvaje desde detrás de un Land Rover.
Se echaron a reír y atacaron los fideos.
– ¿Te pusiste en contacto con él cuando empezaron las demandas? -preguntó Barry.
– No. Los abogados enseguida se pusieron manos a la obra. Recuerdo que una vez, hablando con Gabbard sobre Rudd, llegamos a la iluminada conclusión de que la política no se vería mezclada con el juicio. Confiábamos en que saldríamos vencedores. Qué equivocados estábamos.
Se concentraron en la cena unos minutos, aunque ninguno de los dos parecía demasiado entusiasmado con la comida.
– Nuestro hombre se llama Ron Fisk -dijo Barry, tendiéndole un sobre grande de papel Manila-. Ahí encontrarás lo fundamental. Fotos, un repaso a su trayectoria vital, unas ocho páginas en total, tal como pediste.
– ¿Fisk?
– El mismo.
La madre de Brianna se había pasado por allí en una de sus dos visitas anuales, para las que Cad insistía en que utilizaran la casa de los Hamptons y a él lo dejaran en paz en la ciudad. Cad le sacaba dos años y ella todavía fantaseaba con la idea de conservar suficiente atractivo como para llamar su atención. Cad no pasaba más de una hora al año en presencia de aquella mujer y no había ocasión en que no se sorprendiera prácticamente rezando por que Brianna no hubiera heredado sus genes. Odiaba a aquella mujer. La madre de una esposa trofeo no es automáticamente una suegra trofeo; además, por lo general suelen estar bastante más obsesionadas con el tema del dinero. Carl había aborrecido a todas y cada una de sus suegras. Para empezar, detestaba la idea de tener una suegra.
Se habían ido. Tenía el ático de la Quinta Avenida solo para él. Brianna había cargado en el coche a Sadler MacGregor, la niñera rusa, su ayudante, la nutricionista y un par de asistentas y había salido en caravana hacia la isla, donde podría invadir su magnífica casa como le placiera y maltratar al servicio a su antojo.
Carl salió del ascensor privado, se topó de bruces con Abused ¡me/da, la maldijo por enésima vez, no hizo caso de su ayudante de cámara, despachó al resto del servicio y ya por fin en la maravillosa intimidad de su dormitorio, se puso el pijama, una bata y unos gruesos calcetines de lana. Fue a buscar un puro, se sirvió un whisky de malta sin hielo y salió a la pequeña terraza que daba a la Quinta Avenida y a Central Park. El aire era cortante y hacía viento, perfecto.
Rinehart le había recomendado que no se preocupara por los detalles de la campaña.
– No hace falta que lo sepas todo -le había dicho en más de una ocasión-o Confía en mí. Me dedico a esto y soy bueno.
Sin embargo, Rinehart nunca había perdido mil millones de dólares. Según uno de los artículos que había leído nada menos que sobre él mismo, solo había seis hombres más, aparte de él, que hubieran perdido mil millones de dólares en un día. Barry jamás sabría hasta qué punto se sentía uno humillado cuando la caída era tan rápida y tan dura en aquella ciudad. De repente no había manera de localizar a los amigos, los chistes de Cad ya no hacían gracia y había puertas del círculo social que parecían cerradas (a pesar de saber que se trataba de algo temporal). Incluso su mujer parecía algo más fría y menos aduladora. Por no mencionar el vacío que le hacían los que realmente importaban: los banqueros, los administradores de fondos, los gurús de las finanzas, la élite de Wall Street.
Admiró tranquilo los edificios de la Quinta Avenida mientras el viento enrojecía sus mejillas. Multimillonarios por todas partes. ¿Habría alguno que se compadeciera de él o todos se regodeaban con su caída? Sabía la respuesta por lo mucho que había disfrutado con los tropiezos de los demás.
Reíd, reíd, se dijo, dando un largo trago a su copa. Reíd todo lo que queráis porque yo, Carl Trudeau, cuento con un arma secreta. Se llama Ron Fisk, un joven agradable e inocentón que he adquirido (fuera de aquí) por una miseria.
Tres manzanas al norte, en lo alto de un edificio que Carl apenas alcanzaba a ver, estaba el ático de Pete Flint, uno de sus muchos enemigos. Dos semanas antes, Pete había aparecido en la portada de Hedge Fund Reports, ataviado con un traje de firma que no le favorecía. Estaba engordando. El artículo ponía por las nubes a Pete, su fondo de inversión libre y en particular los fabulosos resultados del último trimestre del año anterior gracias, casi en su totalidad, al acierto de deshacerse de Krane Chemical. Pete aseguraba que había ganado unos quinientos millones de dólares gracias a Krane y a la brillante predicción sobre el resultado del juicio. No se mencionaba el nombre de Carl, aunque no era necesario. Era de dominio público que había perdido mil millones de dólares, y allí estaba Pete Flint, asegurando haber sacado tajada de la mitad. No tenía palabras para describir lo dolorosa que era la humillación.
El señor Flint no sabía nada acerca del señor Fisk. Cuando oyera su nombre, ya sería demasiado tarde y Carl habría recuperado su dinero. Además de un buen pico adicional.
La reunión invernal de la ALM, la Asociación de Abogados Litigantes de Mississippi, se celebraba cada año en Jackson, a principios de febrero, mientras la asamblea legislativa todavía celebraba sesiones. Solía ser un fin de semana lleno de discursos, seminarios, actualizaciones políticas y cosas por el estilo. Teniendo en cuenta que los Payton habían obtenido el veredicto más suculento del estado, los abogados tenían gran interés en oírlos. Mary Grace puso objeciones. Era un miembro activo, pero aquello no estaba hecho para ella. Las convenciones solían incluir largas horas de cócteles amenizadas por batallitas. Las mujeres no estaban excluidas de este tipo de reuniones, pero tampoco acababan de encajar en aquel ambiente. Además, alguien tenía que quedarse en casa con Mack y Liza.
Wes se prestó voluntario a regañadientes. Él también era un miembro activo, pero los congresos de invierno acostumbraban a ser tediosos. Las convenciones de verano en la playa eran mucho más divertidas y estaban más dirigidas a la familia, por lo que el clan Payton había asistido a un par.
Wes condujo hasta Jackson una mañana de sábado y encontró la pequeña convención en un hotel del centro de la ciudad. Aparcó bastante lejos para que ninguno de sus colegas abogados viera qué vehículo conducía en esos momentos. Eran conocidos por sus coches deslumbrantes y otros caprichos, y a Wes le avergonzaba el Taurus desvencijado que había sobrevivido al viaje desde Hattiesburg. Tampoco pasaría la noche en el hotel, porque no podía permitirse una habitación de cien dólares. Sobre el papel podría decirse que era millonario, pero tres meses después de la sentencia, Wes todavía seguía contando hasta el último centavo. La llegada del día de cobro del caso de Bowmore seguía siendo un sueño muy lejano. Incluso con ese veredicto, Wes seguía preguntándose si estaba en su sano juicio cuando aceptó el caso.
La comida se servía en la gran sala de baile con cabida para doscientas personas, una gran asistencia. Mientras avanzaban los prolegómenos, Wes observó a los presentes desde su asiento en el estrado.
Los abogados litigantes siempre eran un grupo variopinto y ecléctico: vaqueros, granujas, radicales, progres, corporativos, inconformistas extravagantes, moteros, diáconos, el típico sureño, charlatanes, buitres; rostros que aparecían en vallas publicitarias, páginas amarillas y programas de televisión de madrugada. De lo más aburrido. Discutían entre ellos como una familia mal avenida, aunque eran capaces de dejar de lanzarse los trastos a la cabeza, formar un círculo con los carromatos y atacar unidos al enemigo. Venían de las grandes ciudades, donde reñían por obtener casos y clientes, y también de ciudades pequeñas, donde perfeccionaban sus aptitudes ante jurados no demasiado complicados y muy poco dispuestos a gastarse el dinero de los demás. Algunos poseían aviones privados e iban arriba y abajo por todo el país dando forma a la última demanda conjunta del último litigio de daños colectivos. A otros les repelía el juego de los procesos colectivos de responsabilidad civil y se aferraban orgullosos a la tradición de resolver una causa cada vez. La nueva hornada era una generación de emprendedores que aceptaba casos a granel y los resolvían de la misma forma, sin necesidad de tener que enfrentarse a un jurado. Otros, en cambio, no sabían vivir sin la emoción de una sala del tribunal. Unos pocos trabajaban en bufetes donde aportaban su dinero y su talento, pero las firmas de abogados defensores tenían serias dificultades para mantenerse unidas. La mayoría eran pistoleros solitarios demasiado excéntricos para mantener un despacho. Algunos ganaban millones al año, otros sacaban lo justo para vivir, pero la mayoría rondaba los doscientos cincuenta mil dólares. Unos pocos estaban arruinados en esos momentos. Muchos estaban en la cima un año y se despeñaban al siguiente, pero jamás bajaban de la montaña rusa y siempre estaban dispuestos a volver a lanzar los dados.
Si compartían algo, era una rabiosa independencia y la emoción de representar a David contra Goliat.
En la derecha política se encontraba la clase dirigente, el dinero, las grandes empresas y los miles de grupos que estas financiaban. En la izquierda se encontraban las minorías, los sindicatos de trabajadores, los maestros y los abogados litigantes. Los abogados eran los únicos que tenían dinero, aunque una miseria en comparación con las grandes empresas.
Aunque había ocasiones en las que Wes hubiera querido estrangularlos a todos, entre ellos se sentía como en casa. Eran sus colegas, sus compañeros de batalla, y los admiraba. Podían ser arrogantes, optimistas, dogmáticos y a menudo sus peores enemigos, pero nadie se entregaba como ellos por los más desfavorecidos.
Mientras daban cuenta del pollo frío y del brécol congelado, el presidente del comité de cuestiones legislativas fue poniéndolos al día con un discurso sombrío sobre varios proyectos de ley que todavía seguían vivos en el Capitolio. Los reformistas del sistema de agravios habían vuelto y estaban presionando fuerte para promulgar medidas que restringieran la responsabilidad civil y cerraran las puertas de las salas de tribunal. Le siguió el presidente de cuestiones políticas, un hombre un poco más optimista. Las elecciones judiciales se celebrarían en noviembre y, aunque todavía era demasiado pronto para asegurarlo, parecía ser que los jueces «buenos», tanto los de primera instancia como los de apelación, no tendrían que enfrentarse a una oposición de la que tuvieran que preocuparse.
Después de la tarta helada y el café, llegó el momento de presentar a Wes Payton, que recibió una calurosa bienvenida. Empezó disculpándose por la ausencia de su compañera, el verdadero cerebro detrás del proceso de Bowmore. Mary Grace lamentaba perderse el acto, pero en esos momentos se sentía más útil en casa con los niños. Wes emprendió a continuación una larga recapitulación del caso Baker, el fallo y el estado actual de otras demandas contra Krane Chemical. Entre un público como aquel, un veredicto de cuarenta y un millones de dólares era un trofeo reverenciado y podrían haberse pasado horas escuchando al hombre que lo había obtenido. Solo unos pocos habían experimentado la emoción de una victoria como aquella, pero todos habían probado la amarga medicina de un mal veredicto.
Cuando terminó recibió un clamoroso aplauso, seguido de una tanda de ruegos y preguntas improvisada. ¿Qué expertos habían resultado útiles? ¿A cuánto ascendían los costes del proceso? (Wes se negó educadamente a decir la cantidad. Aunque se encontrara en una sala llena de profesionales acostumbrados a grandes cifras, la suma era demasiado dolorosa para convertirla en un tema de debate.) ¿En qué estado estaban las conversaciones para llegar a un acuerdo, si es que estas se estaban llevando a cabo? ¿ Cómo afectaría la demanda conjunta al demandado? ¿Y la apelación? Wes podría haber seguido hablando durante horas sin peder la atención del público.
Esa misma tarde, durante un cóctel temprano, volvió a recibir en audiencia, contestó nuevas preguntas y disolvió rumores. Un grupo, que estaba cercando un vertido tóxico en el norte del estado, cayó sobre él con zalamerías en busca de consejo. ¿Le importaría echarle un vistazo a su caso? ¿Podría recomendarles a algún experto? ¿Y si fuera a visitar el lugar? Al final consiguió escapar en dirección al bar, donde tropezó con Barbara Mellinger, la inteligente y veterana directora ejecutiva de la ALM Y uno de los miembros más importantes del grupo de presión.
– ¿Tienes un minuto? -le preguntó Mellinger, mientras se apartaban a un rincón donde nadie pudiera oírles-o He oído un rumor escalofriante -dijo, dando un sorbo a su ginebra y mirando a los presentes. Mellinger se había pasado veinte años en las salas del Capitolio y conocía como nadie el terreno que pisaba. Además, no era dada a los chismorreos. Le llegaban más que a nadie, pero cuando ella decidía contar uno, por lo general era porque se trataba de algo más que un simple rumor-. Van a por McCarthy -dijo.
– ¿Ellos? -preguntó Wes a su lado, mirando a los presentes.
– Los sospechosos habituales: la Junta de Comercio y ese hatajo de matones.
– No pueden con McCarthy.
– Bueno, pero pueden intentarlo.
– ¿Ella lo sabe?
Wes acababa de perder el interés en su refresco sin calorías.
– No creo. No lo sabe nadie.
– ¿Tienen un candidato?
– Si lo tienen, no sé quién es, pero tienen una gran habilidad en dar con la persona adecuada.
¿Qué se suponía que debía decir o hacer Wes? Contar con unos buenos fondos de campaña era la única defensa posible y él no podía contribuir ni con un solo centavo.
– ¿Y ellos lo saben? -preguntó Wes, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a los corrillos que se habían formado.
– Todavía no. En estos momentos estamos intentando no hacer ruido, a la espera. McCarthy, como suele ocurrir, no tiene ni un centavo en el banco. Los jueces del supremo se creen invencibles, piensan que están por encima de la política y todo eso, y cuando de repente aparece un rival, les han hecho la cama.
– ¿Tienes un plan?
– No. Por ahora me limito a observar y esperar. Y a rezar, para que solo sea un rumor. Hace dos años, en las elecciones de McElwayne, esperaron hasta el último minuto para anunciar la candidatura y para entonces ya tenían un millón en el banco.
– Sin embargo, ganamos esas elecciones.
– Así es, pero dime que no se te pusieron por corbata.
– Y que lo digas.
Un hippie entrado en años y con coleta avanzó hacia ellos con paso inestable y una deslumbrante sonrisa.
– Les habéis dado una buena patada en el culo por ahí abajo, ¿eh?
La frase de presentación parecía anunciar que iba a ocupar como mínimo la siguiente media hora de la vida de Wes, así que Barbara decidió despedirse.
– Continuará -le susurró.
De camino a casa, Wes disfrutó recordando la celebración durante unos kilómetros antes de dejarse vencer por el pánico al acordarse del rumor sobre McCarthy. Se lo contó todo a Mary Grace, con pelos y señales, y después de cenar, salieron del piso y fueron a dar un largo paseo. Ramona y los niños se quedaron viendo una película antigua.
Como buenos abogados, siempre seguían de cerca las resoluciones del tribunal supremo. Leían y comentaban todas las opiniones que se redactaban, una costumbre que se había iniciado en el momento de asociarse y que habían seguido cultivando con convicción. En los viejos tiempos, los integrantes del tribunal apenas cambiaban. Las vacantes se debían a la muerte del que había ocupado el cargo y los nombramientos temporales solían acabar haciéndose vitalicios. Con los años, los gobernadores habían escogido a los sustitutos con criterio y el tribunal seguía siendo respetado. Una campaña ruidosa era algo insólito. El tribunal se enorgullecía de mantener la política alejada de sus asuntos y decisiones. Sin embargo, esos días habían pasado a la historia.
– Pero con McElwayne les ganamos -repitió Mary Grace una vez más.
– Por tres mil votos.
– Es una victoria.
Hacía dos años, el juez Jimmy McElwayne había sido víctima de una emboscada, y aunque por entonces los Payton estaban demasiado empantanados con el juicio de Bowmore para contribuir económicamente, habían dedicado el poco tiempo libre que tenían a un comité local. Incluso habían trabajado de voluntarios el día de las elecciones.
– Hemos ganado el juicio, Wes, y no vamos a perder la apelación -dijo Mary Grace.
– Estoy de acuerdo.
– Seguramente solo es un rumor.
El siguiente lunes por la tarde, Ron y Doreen Fisk salieron de Brookhaven sin decir nada a nadie y fueron a Jackson para encontrarse con Tony Zachary. Tenían que conocer a ciertas personas.
Habían llegado al acuerdo de que Tony sería el director oficial de la campaña. La primera persona que hizo pasar a la sala de reuniones fue al director financiero que proponía, un joven elegante y con un largo historial de campañas estatales en no menos de doce estados. Se llamaba Vancona y, desbordando seguridad en sí mismo, les presentó la estructura básica de su plan financiero en un abrir y cerrar de ojos. Encendió el portátil y un proyector y expuso la información con vivos colores en una pantalla blanca. En la columna de ingresos, la coalición de simpatizantes contribuiría con dos millones y medio de dólares. Gran parte procedería de las personas que Ron había conocido en Washington y, por si acaso, Vancona les pasó una larga lista de grupos. Los nombres estaban borrosos, pero la cantidad era abrumadora. Podían contar con otros quinientos mil, que provendrían de donantes de todo el distrito, dinero que se generaría cuando Ron iniciara la campaña y empezara a ganarse amistades y a impresionar a la gente.
– Sé cómo recaudar dinero -repitió Vancona en más de una ocasión, aunque sin intención de parecer agresivo.
Tres millones de dólares era la cifra mágica, la que prácticamente garantizaba una victoria. Ron y Doreen estaban aturdidos.
Tony los observaba con atención. No eran idiotas, simplemente se sentían tan perdidos como lo estaría cualquiera en sus mismas circunstancias. Hicieron varias preguntas, pero solo porque era lo que se esperaba de ellos.
En la columna de gastos, Vancona lo tenía todo controlado: anuncios en televisión, radio y periódicos, publicidad por correo, viajes, salarios (el suyo sería de noventa mil dólares), el alquiler de la oficina y todo lo demás, hasta las pegatinas, los carteles, las vallas publicitarias y los coches de alquiler. La suma total era de dos millones ochocientos mil dólares, lo que les dejaba un margen.
Tony deslizó sobre la mesa dos gruesas carpetas, cada una de ellas rotulada con un rimbombante: «TRIBUNAL SUPREMO, DISTRITO SUR, RON FISK CONTRA SHEILA MCCARTHY. CONFIDENCIAL».
– Está todo ahí -dijo.
Ron pasó unas cuantas páginas e hizo varias preguntas inocentes.
Tony asintió con solemnidad, como si su hombre poseyera una gran perspIcaCIa.
La siguiente visita -Vancona se quedó en la sala, ahora que era miembro del equipo- fue la de una mujer de la ciudad, llena de vitalidad, de unos sesenta años y experta en publicidad. Se presentó como Kat algo. Ron tuvo que echar un vistazo a su libreta para confirmarlo: Broussard. Su cargo estaba al lado del nombre: directora de publicidad.
¿Dónde habría encontrado Tony a esa gente?
Kat todavía llevaba el ritmo de la gran ciudad. Su empresa estaba especializada en elecciones estatales y había trabajado en más de un centenar.
Ron quería preguntar qué porcentajes de elecciones habían ganado, pero Kat apenas dejaba margen para encajar nada en medio de su discurso. Le encantaba la cara y la voz de Ron y estaba segura de que podría preparar el «material audiovisual» que transmitiera adecuadamente su profundidad y sinceridad. Con gran astucia, se dirigió a Doreen en casi todo momento mientras hablaba, y las mujeres conectaron. Kat se había ganado su puesto.
De las comunicaciones se encargaría una empresa de Jackson. Estaba dirigida por otra mujer de conversación fluida, llamada Candace Grume y, por descontado, contaba con una amplia experiencia en este campo. Les explicó que una campaña destinada al éxito debía coordinar las comunicaciones en todo momento.
– Por la boca muere el pez -dijo, risueña-, y por ella también se pierden las elecciones.
El gobernador actual era uno de sus clientes, pero se había guardado lo mejor para el final: su empresa había representado al senador Rudd durante más de una década. Con eso estaba todo dicho.
Cedió la palabra al especialista en encuestas, un estadístico sesudo llamado Tedford que se las arregló para asegurar, en menos de cinco minutos, que había predicho correctamente el resultado de casi todas las elecciones de la historia más reciente. Era de Atlanta. Por lo visto, ser de la gran ciudad de Atlanta y encontrarse en el interior conminaba a recordar a todo el mundo que se era de Atlanta. Al cabo de veinte minutos ya estaban hartos de Tedford.
El coordinador no era de Atlanta, sino de Jackson. Se llamaba Hobbs, y les pareció vagamente familiar, al menos a Ron. Se jactó de dirigir campañas de éxito en el estado-a veces al frente, otras en la retaguardia- durante quince años. Les leyó una larga lista de ganadores, aunque se guardó mucho de mencionar a los perdedores. Les sermoneó acerca de la necesidad de la organización local, de la importancia de hacer hincapié en los problemas cotidianos de la gente corriente, de ir de puerta en puerta, de arrancar votos, etc. Tenía una voz zalamera y a veces le brillaban los ojos con el fervor de un orador de calle. Ron le cogió manía desde el principio. Más tarde, Doreen admitiría que ella lo había encontrado encantador.
Dos horas después de que empezara el desfile, Doreen se sentía medio catatónica y la libreta de Ron estaba repleta de los garabatos que escribía para no perder el hilo.
El equipo estaba completo. Cinco profesionales bien pagados. Seis, incluyendo a Tony, aunque su salario corría a cargo de Visión Judicial. Ron estudió con atención su libreta mientras Hobbs seguía hablando por los codos y encontró la columna donde había anotado los «salarios de los profesionales»: doscientos mil dólares, y los de los «asesores»: ciento setenta y cinco mil. Añadió una nota para consultar más tarde esas cantidades con Tony. Le parecían demasiado altas, aunque ¿qué sabía él sobre los ingresos y los gastos de una campaña de altos vuelo
Hicieron una pausa para tomar un café, y Tony acompañó a los demás fuera de la sala. Se despidieron con calurosos apretones de manos, emocionados por la expectación creada por la campaña que tenían por delante y con promesas de volver a reunirse lo antes posible.
Al quedarse a solas de nuevo con sus clientes, Tony pareció repentinamente cansado.
– Mirad, sé que es mucho de golpe. Debéis perdonarme, pero todo el mundo está muy ocupado y el tiempo es fundamental. Pensé que una sola reunión sería más productiva que tener varias por separado.
– No te preocupes -dijo Ron; el café estaba haciendo efecto.
– Recordad, esta es vuestra campaña -continuó Tony, muy seno.
– ¿Estás seguro? -preguntó Doreen-. Pues no lo parece.
– Ya lo creo, Doreen. He reunido al mejor equipo que puedas encontrar, pero podéis prescindir de quien queráis ahora mismo. Solo tenéis que decirlo y me pongo de inmediato a buscar un sustituto. ¿Hay alguno que no os guste?
– No, solo es que…
– Es abrumador -admitió Ron-, nada más.
– Por supuesto que lo es, es una campaña muy seria.
– Las campañas serias no tienen por qué ser abrumadoras.
Sé que soy un novato en esto, pero no soy idiota. Hace dos años, en la campaña de McElwayne, el aspirante recaudó y se gastó unos dos millones de dólares e hizo una buena campaña. Nosotros estamos barajando cifras mucho mayores. ¿De dónde va a salir el dinero?
Airado, Tony cogió sus gafas de lectura y una de las carpetas.
– Bueno, creía que lo habíamos visto -dijo-. Vancona ha repasado las cifras.
– Sé leer, Tony -le contestó Ron, con brusquedad, desde el otro lado de la mesa-. Ya he visto los nombres y los números, pero esa no es la pregunta. Lo que quiero saber es por qué esas personas están dispuestas a aflojar tres millones de dólares para apoyar a alguien del que ni siquiera han oído hablar.
Tony se quitó las gafas lentamente, con cierta exasperación.
– Ron, ¿acaso no lo hemos discutido ya montones de veces? El año pasado, Visión Judicial invirtió casi cuatro millones de dólares para que un tipo saliera elegido en Illinois. Nos gastamos cerca de seis millones en Texas. Son cifras escandalosas, pero ganar se ha puesto muy caro. ¿ Quién firma los cheques? Los tipos que conociste en Washington, el movimiento a favor del desarrollo económico, los cristianos conservadores, los médicos que creen que el sistema abusa de ellos, personas que piden un cambio y que están dispuestas a pagar por él.
Ron bebió más café y miró a Doreen. Se hizo un largo silencio.
– Mira, si quieres dejarlo, solo tienes que decirlo -dijo Tony, con suavidad, arrellanándose en la silla y aclarándose la garganta-o No es demasiado tarde.
– No vaya dejarlo, Tony -contestó Ron-, pero esto es demasiado para un solo día. Todos esos asesores profesionales y…
– Yo me ocuparé de esa gente, ese es mi trabajo. El tuyo es salir ahí fuera y convencer a los votantes de que eres su hombre. Los votantes, Ron y Doreen, jamás verán a esas personas. Ni a ellos ni a mí, gracias a Dios. Tú eres el candidato y será tu rostro, tus ideas, tu juventud y tu entusiasmo lo que los convencerá. No yo. No unos cuantos asesores.
El cansancio se apoderó de ellos y pospusieron la conversación. Ron y Doreen recogieron las voluminosas carpetas y se despidieron. Regresaron a casa en silencio, aunque bastante tranquilos. Cuando atravesaron el desierto centro de Brookhaven, habían vuelto a recuperar la emoción ante el reto que tenían por delante.
Su señoría Ronald M. Fisk, juez del tribunal supremo del estado de Mississippi.
La jueza McCarthy entró despreocupadamente en su despacho a última hora de la mañana del sábado y lo encontró desierto. Dio un rápido repaso al correo mientras encendía el ordenador. Una vez conectada, revisó su cuenta oficial de correo electrónico, donde recibía la habitual correspondencia judicial, y su dirección personal, donde le había llegado un mensaje de su hija en el que esta le confirmaba la hora de la cena de esa noche en su casa, en Biloxi. También tenía mensajes de dos hombres, uno con el que había estado saliendo y otro con quien tal vez podría hacerlo.
Se había puesto unos vaqueros, unas zapatillas deportivas y una chaqueta de montar de tweed marrón que su ex marido le había regalado hacía años. Los fines de semana no había normas en el vestir, porque por allí solo aparecían los letrados.
El suyo, Paul, apareció de la nada sin hacer ruido. -Buenos días -la saludó.
– ¿Qué haces tú aquí? -le preguntó.
– Lo de siempre, repasar expedientes.
– ¿Algo interesante?
– No. -Le lanzó una revista sobre el escritorio-. Este está de camino. Podría ser divertido.
– ¿Qué es?
– El gran veredicto del condado del Cáncer. Cuarenta y un millones de dólares. Bowmore.
– Ah, sí -dijo ella, recogiendo la revista.
Todos los abogados y jueces del estado aseguraban que conocían a alguien que sabía algo sobre el caso Baker. Los medios de comunicación le habían concedido una amplia difusión, tanto durante el proceso como, sobre todo, después de la sentencia. Paul y los demás letrados solían comentarlo. Lo seguían con atención, anticipándose a la llegada de los escritos de apelación con varios meses de antelación.
El artículo informaba sobre todo lo relacionado con el lugar de los vertidos, Bowmore, y el litigio que siguió. Había fotos de la pequeña ciudad, medio deshabitada y con las ventanas de las casas tapadas con tablas; fotos de Mary Grace contemplando la valla de alambre de cuchillas que rodeaba la planta de Krane y sentada con Jeannette Baker a la sombra de un árbol, cada una de ellas con una botella de agua; fotos de una veintena de las supuestas víctimas: negros, blancos, niños y ancianos. Sin embargo, el personaje principal era Mary Grace y su importancia crecía a medida que el artículo avanzaba. Era su caso, su causa. Bowmore era su pueblo y sus amigos estaban muriendo.
Sheila terminó de leerlo y de repente le aburrió estar allí.
Tardaría tres horas en llegar a Biloxi. Salió del tribunal sin toparse con nadie más y puso rumbo hacia el sur, sin ninguna prisa. Se detuvo a repostar en Hattiesburg y, llevada por un impulso, torció hacia el este, con una repentina curiosidad por el condado del Cáncer.
Cuando le correspondía presidir un juicio, la jueza McCarthy solía pasear por la escena del suceso para echar por sí misma un vistazo furtivo al lugar. Los detalles imprecisos acerca de la colisión de un camión cisterna en un puente muy transitado se esclarecieron después de pasarse una hora en dicho puente, sola, de noche, a la misma hora en que se había producido el accidente. En un caso de asesinato, desestimó la alegación de defensa propia del acusado después de aventurarse en el callejón donde había sido descubierto el cadáver. La luz se proyectaba con fuerza a través de una de las ventanas de un almacén e iluminaba la escena. Durante el juicio por una muerte en un paso a nivel, condujo por aquella carretera de noche y de día, se detuvo en un par de ocasiones para dejar pasar a los trenes y acabó convencida de que toda la culpa recaía en el conductor. Opiniones que se guardaba para ella, por descontado. El jurado era el juez de hecho, no el magistrado, pero una extraña curiosidad solía atraerla a la escena donde se había cometido el crimen. Quería saber la verdad.
Bowmore era un lugar tan inhóspito como describía el artículo. Aparcó detrás de una iglesia, a dos manzanas de la calle principal, y bajó a dar un paseo. Era muy poco probable que hubiera otro BMW descapotable rojo en el pueblo y lo último que deseaba era llamar la atención.
Tanto el tráfico como el comercio languidecían para ser sábado. La mitad de los escaparates estaban cubiertos con tablones y solo unos cuantos de los que sobrevivían estaban abiertos. Una farmacia, un economato y otros cuantos comercios menores. Se detuvo en el despacho de F. Clyde Hardin amp; Associates. Recordaba que el artículo lo mencionaba.
Igual que el Babe's Coffee Shop, donde Sheila se sentó en un taburete de la barra con la esperanza de enterarse de algo sobre el caso. No la defraudaron.
Casi eran las dos de la tarde y no había nadie en la barra.
Dos mecánicos del taller de Chevrolet comían en uno de los reservados de enfrente. La cafetería era un lugar muy tranquilo, polvoriento, necesitado de una capa de pintura y un suelo nuevo y daba la impresión de no haber cambiado en décadas. Las paredes estaban cubiertas con calendarios de fútbol americano que se remontaban a 1961, fotos de promoción, artículos de periódicos viejos y todo lo que a cualquiera le apeteciera colgar. Un enorme cartel anunciaba: «Solo usamos agua embotellada».
Babe apareció al otro lado del mostrador.
– ¿ Qué le pongo, querida? -le preguntó, cordialmente. Llevaba un uniforme blanco almidonado, un delantal inmaculado de color burdeos con su nombre «Babe» bordado en rosa y calcetines y zapatos blancos, como si acabara de salir de una película de los años cincuenta. Seguramente estaba allí desde entonces, aunque llevaba el cabello cardado teñido de un color muy intenso, que casi combinaba con el delantal. En los ojos tenía arrugas de fumadora, aunque los pequeños surcos no eran rival para la espesa capa de maquillaje con que Babe se embadurnaba cada mañana.
– Solo un agua -dijo Sheila.
Le intrigaba lo del agua. Babe realizaba casi todas sus tareas mientras miraba tristemente la calle a través de los enormes ventanales.
– No es de por aquí -dijo, sacando un botellín.
– Estoy de paso -contestó Sheila-. Tengo unos parientes en el condado de Jones.
Y era cierto, tenía una tía lejana, que tal vez todavía estuviera viva, que siempre había vivido en el condado de Jones.
Babe colocó delante de ella un botellín de agua con la sencilla etiqueta de «Embotellada para Bowmore» y le explicó que también tenía parientes en el condado de Jones. Antes de que se adentraran en su árbol genealógico, Sheila se apresuró a cambiar de tema. De un modo u otro, todo el mundo está emparentado en Mississippi.
– ¿Qué es esto? -preguntó, señalando el botellín.
– Agua -contestó Babe, con una mirada sorprendida.
Sheila lo miró más de cerca, permitiendo que Babe llevara el peso de la conversación-o Toda el agua en Bowmore está embotellada. La traen en camiones desde Hattiesburg. No se puede beber la que sacan con las bombas de por aquí, está contaminada. ¿De dónde es?
– De la costa.
– ¿No ha oído hablar del agua de Bowmore?
– Lo siento. -Sheila desenroscó el tapón y le dio un trago-. Sabe a agua -dijo.
– Debería probar la otra.
– ¿Qué le pasa a la otra?
– Dios bendito, querida -exclamó Babe, y miró a su alrededor para ver si alguien más había oído aquella pregunta tan sorprendente. No había nadie más, así que Babe abrió un refresco bajo en calorías y se acercó furtivamente a ella-. ¿No ha oído hablar del condado del Cáncer?
– No.
Volvió a mirarla con incredulidad.
– Pues somos nosotros. Este condado posee la mayor tasa de incidencia de cáncer del país porque el agua de boca está contaminada. Antes había por aquí una planta química, Krane Chemical, un hatajo de listillos de Nueva York. Durante muchos años, veinte, treinta, cuarenta, depende de a quién quiera creer, estuvieron vertiendo todo tipo de mierda tóxica, perdone mi lenguaje, en unos barrancos que había detrás de la planta. Un montón de barriles, bidones, toneladas de mierda que fueron a parar a ese pozo y que acabaron filtrándose en un acuífero subterráneo sobre el que el ayuntamiento, gobernado por unos burros de tomo y lomo, se lo digo yo, había construido una bomba de extracción a finales de los ochenta. El agua de boca pasó de cristalina a gris clara y acabó volviéndose amarillenta. Ahora es marrón. Al principio empezó a oler raro y luego ya apestaba. Estuvimos peleándonos con el ayuntamiento durante años para que la limpiara, pero como si oyeran llover. Nos tomaron por el pito del sereno. Al final la cuestión del agua se convirtió en nuestro caballo de batalla y, ay, corazón, entonces fue cuando las cosas empezaron a torcerse de verdad. La gente empezó a caer como moscas. El cáncer cayó sobre este pueblo como una plaga. La gente moría a diestro y siniestro, y la cosa sigue igual. Inez Perdue cayó en Enero. Creo que fue la que hacía el número sesenta y cinco o algo así. Todo salió a la luz en el juicio.
Se detuvo para observar a dos peatones que paseaban por la acera. Sheila dio un trago al agua.
– ¿Hubo juicio? -preguntó.
– ¿Tampoco ha oído hablar del juicio?
Sheila se encogió de hombros con aire de inocencia.
– Soy de la costa.
– Ay, Señor. -Babe cambió de codo y se apoyó en el otro-. Se estuvo hablando de demandarlos durante años. Tuve a todos los abogados por aquí cuando venían a charlar mientras se tomaban un café y por lo visto nadie les había enseñado a bajar la voz. Lo oí todo, y lo sigo oyendo. Se les llenaba la boca de grandes palabras. Que si iban a empapelar a Krane Chemical por esto o por aquello, pero no ocurrió nada. Creo que el caso les iba demasiado grande, además de tener que enfrentarse a una gran empresa química con mucho dinero y abogados con mucha labia. Cada vez se oía hablar menos de demandarlos, pero los casos de cáncer seguían. Los niños morían de leucemia, a la gente le salían tumores en los riñones, el hígado, la vejiga, el estómago, en fin, querida, un horror. Krane se forró con un pesticida llamado pillamar 5 que había sido ilegalizado hacía veinte años. Ilegalizado aquí, pero no en Guatemala y sitios por el estilo. Así que continuaron fabricando el dichoso pillamar 5 aquí y luego lo enviaban a esas repúblicas bananeras donde lo echaban sobre las frutas y las hortalizas que luego volvían a enviarnos a nosotros. También salió en el juicio y me dijeron que enfadó mucho al jurado. Desde luego algo tuvo que tocarles la fibra.
– ¿Dónde se celebró el juicio?
– ¿Está segura de que no tiene parientes por aquí?
– Estoy segura.
– ¿Ni ningún amigo en Bowmore?
– Ninguno.
– Y no es periodista, ¿verdad?
– No. Solo estoy de paso.
Satisfecha con el público que tenía, Babe hizo una honda inspiración y siguió adelante.
– Se lo llevaron fuera de Bowmore, una jugada inteligente porque cualquier jurado de aquí habría sentenciado a Krane y a los sinvergüenzas de sus dueños a la pena de muerte, por eso lo celebraron en Hattiesburg. Lo llevó el juez Harrison, uno de mis preferidos. El condado de Cary está en su distrito y come aquí desde hace años. Le gustan mucho las faldas, pero me parece bien, a mí me gustan los hombres. Bueno, el caso es que durante mucho tiempo esos abogados se limitaron a hablar, pero nadie se atrevió a demandar a Krane. Entonces, una chica de por aquí, una mujer joven, imagínese, uno de los nuestros, lo mandó todo a la porra e interpuso una demanda colectiva. Mary Grace Payton. Creció a poco más de un kilómetro del pueblo y pronunció el discurso de despedida en el instituto de Bowmore. Recuerdo cuando era solo una niña. Su padre, el señor Truman Shelby, todavía se pasa por aquí de vez en cuando. Adoro a esa chiquilla. Su marido también es abogado, ejercen juntos en Hattiesburg. Interpusieron la demanda en nombre de Jeannette Baker, la pobre, cuyo marido e hijo pequeño habían muerto de cáncer con ocho meses de diferencia. Krane contraatacó con fuerza, por el vaivén que hubo por aquí yo diría que tenía como un centenar de abogados. El juicio duró meses y, por lo que he oído, estuvo a punto de llevar a la ruina a los Payton. Pero ganaron. El jurado le dio su merecido a Krane. Cuarenta y un millones de dólares. N o puedo creer que no haya oído hablar de él. ¿Cómo es posible? Por fin la gente supo dónde estaba Bowmore. ¿Quiere algo para comer, querida?
– ¿Un sándwich caliente de queso?
– Oído cocina. -Babe lanzó dos trozos de pan de molde en la parrilla con puntería certera-. El caso está ahora en el tribunal de apelación y rezo todas las noches para que ganen los Payton. Ahora los abogados ya vuelven a merodear por aquí en busca de nuevas víctimas. ¿Conoce a Clyde Hardin?
– No tengo el honor.
– Trabaja a siete puertas de aquí, a la izquierda. Lleva ahí desde siempre. Es miembro del club del café de las ocho y media, un hatajo de fanfarrones. Él es un buen tipo, pero su mujer es insoportable. A Clyde le dan miedo los tribunales, por eso se alió con unos picapleitos con pasta de Filadelfia, en Pensilvania, no Mississippi, y presentaron una demanda conjunta en nombre de un grupo de aprovechados que intentan subirse al carro. Corre el rumor de que algunos de esos supuestos clientes ni siquiera viven por aquí. Lo único que buscan es un cheque. -Desenvolvió dos lonchas de queso Cheddar y las colocó sobre el pan caliente-. ¿Mayonesa?
– No.
– ¿Y unas patatas fritas?
– No, gracias.
– En fin, el pueblo está más dividido que nunca. La gente que está realmente enferma está muy enfadada con los que dicen ser las nuevas víctimas. Es curioso lo que el dinero hace hacer a la gente. Siempre buscando una limosna. Algunos abogados creen que Krane acabará dando su brazo a torcer y que llegarán a un acuerdo. La gente se hará rica y los abogados aún más. Sin embargo, también hay quien está convencido de que Krane jamás admitirá que ha hecho nada malo. Es más, nunca lo han hecho. Hace seis años, cuando no paraba de hablarse de demandas, se limitaron a cerrar puertas un fin de semana y se largaron a México, donde estoy segura de que vierten residuos donde les da la gana. Seguramente están matando mexicanos a diestro y siniestro. Es un crimen lo que ha hecho esa compañía. Ha matado a este pueblo.
Cuando el pan estuvo casi negro, unió las dos partes del sándwich, lo partió en dos y se lo sirvió con una rodaja de pepinillo en vinagre.
– ¿Qué ocurrió con los trabajadores de Krane?
– Que los jodieron. A nadie le sorprendió. Muchos de ellos se fueron de aquí para buscar trabajo en otras partes. Por aquí no sobra el trabajo precisamente. Alguno que otro era buena gente, pero había otros que sabían lo que estaba ocurriendo y callaron. Si hablaban, los echaban a la calle. Mary Grace encontró a unos cuantos y los llamó a declarar en el juicio. Unos dijeron la verdad, otros mintieron y Mary Grace los hizo trizas, según lo que he oído. Nunca asistí al juicio, pero tenía informes casi diarios. Todo el pueblo estaba en ascuas. Había un hombre llamado Earl Crouch que estuvo dirigiendo la planta durante muchos años. Hizo mucho dinero y, según se dice, Krane lo compró cuando tuvieron que irse con el rabo entre las piernas. Crouch sabía lo de los vertidos, pero durante su declaración lo negó todo. Mintió como un perro. Eso fue hace dos años. Dicen que Crouch ha desaparecido en misteriosas circunstancias. Mary Grace no consiguió encontrarlo para que testificara en el juicio. Ha desaparecido. Ausente sin permiso. Ni siquiera Krane ha sido capaz de dar con él.
Babe dejó aquel dato valioso en el aire unos segundos, mientras se acercaba un momento para servir a los mecánicos de Chevrolet. Sheila le dio el primer bocado a su sándwich y fingió tener poco interés en la historia.
– ¿Qué tal el sándwich de queso? -preguntó Babe cuando regresó.
– Buenísimo.
Sheila dio un trago de agua y esperó que continuara con su relato. Babe se inclinó hacia ella y bajó la voz.
– Hay una familia en Pine Grave, los Stone. Son duros de pelar. No hacen más que entrar y salir de la cárcel por robar coches y cosas por el estilo. Son del tipo de gente con la que es mejor no pelearse. Cuatro, o puede que cinco años atrás, uno de los pequeños de los Stone enfermó de cáncer y murió muy rápido. Contrataron a los Payton, pero el caso todavía está pendiente. He oído que los Stone encontraron al señor Earl Crouch no sé dónde de Texas y que se vengaron. Solo es un rumor y la gente de por aquí no habla de ello, aunque tampoco me extrañaría que fuera cierto. Nadie toma el pelo a los Stone. Los nervios están a flor de piel. Basta mencionar Krane Chemical para que a esa gente le entren ganas de pelea.
Sheila no tenía intención de mencionarlo. Como tampoco de seguir indagando. Los mecánicos se levantaron, se estiraron, cogieron un mondadientes y se dirigieron a la caja. Babe fue hacia ellos y los increpó mientras les cobraba, unos cuatro dólares cada uno. ¿Por qué trabajaban un sábado? ¿Qué creía su jefe que sacaba con ello? Sheila consiguió tragar la mitad del sándwich.
– ¿Quiere otro? -preguntó Babe, cuando regresó a su taburete.
– No, gracias. Tengo que irme.
Dos adolescentes entraron sin prisas y se acomodaron en una mesa.
Sheila pagó su consumición, agradeció a Babe la conversación y prometió volver a pasar por allí. Se dirigió a su coche y durante la siguiente media hora estuvo recorriendo el pueblo. El artículo de la revista mencionaba Pine Grove y al pastor Denny Ott. Condujo lentamente por el barrio de la iglesia y le sorprendió su estado decadente. El artículo había sido benévolo. Encontró el polígono industrial abandonado, luego la planta de Krane, sombría y apocada, pero protegida detrás de su valla de alambre de cuchillas.
Tras dos horas en Bowmore, Sheila se fue sin intención de volver nunca más. Comprendía la rabia que había conducido hasta aquel veredicto, pero el razonamiento judicial debía excluir cualquier emoción. No cabía duda de que Krane Chemical no había obrado bien, pero el asunto era si los vertidos habían causado los cánceres. El jurado así lo había creído.
Pronto sería tarea de la jueza McCarthy y de sus ocho colegas zanjar el asunto.
Siguieron sus movimientos hasta la costa, hasta su casa, tres manzanas más allá de la bahía de Biloxi. Estuvo allí sesenta y cinco minutos y luego condujo durante cerca de dos kilómetros hasta la casa de la hija, en Howard Street. Después de una larga cena con la hija, el yerno y dos nietos pequeños, regresó a su casa y pasó allí la noche, supuestamente sola. A las diez de la mañana del domingo siguiente, almorzó en el Grand Casino con una amiga. Tras una rápida comprobación de la matrícula, averiguaron que se trataba de una conocida abogada matrimonialista, tal vez una vieja amiga. Después del almuerzo, McCarthy regresó a su casa, se puso unos vaqueros azules y salió con su bolso de viaje. Condujo sin realizar ninguna parada hasta su piso en el norte de Jackson, donde llegó a las cuatro y diez. Tres horas después, una persona que respondía al nombre de Keith Christian (hombre blanco, cuarenta y cuatro años, divorciado, profesor de historia) se presentó con unas generosas provisiones de lo que parecía ser comida china para llevar. No abandonó el piso de McCarthy hasta las siete de la mañana siguiente.
Tony Zachary resumía aquellos informes él mismo, tecleándolos en un ordenador portátil del que echaba pestes. Ya antes de la aparición de internet no se le daba bien la mecanografía y sus aptitudes apenas habían mejorado. Sin embargo, no podía confiar los detalles a nadie, ni a un ayudante ni a una secretaria. El asunto exigía la máxima discreción. De hecho, tampoco podía enviar el resumen de los informes por correo electrónico o fax. El señor Rinehart había insistido en que se los enviara todas las noches a través de Federal Express.