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SEGUNDA PARTE. La campaña

17

En la vieja ciudad de Natchez existe un tramo de tierra cerca del río, bajo un risco, conocido como Under-the-Hill. Posee una larga y pintoresca historia que comienza con los primeros días de los barcos de vapor en el Mississippi y que atrajo a todo tipo de personajes -comerciantes, vendedores ambulantes, capitanes de barco, especuladores y jugadores- a Nueva Orleans. Sin embargo, en cuanto el dinero empezó a circular, llegaron rufianes, vagabundos, timadores, contrabandistas, traficantes, prostitutas y todo tipo de inadaptados sociales salidos de los bajos fondos. En Natchez abundaba el algodón, la mayoría del cual se enviaba y comercializaba a través del puerto, Under-the-Hill. El dinero fácil creó la necesidad de lugares donde gastarlo como bares, tugurios de apuestas, prostíbulos y pensiones de mala muerte. Un joven Mark Twain era uno de los clientes habituales, en sus días de piloto de un barco de vapor. Más adelante, la guerra de Secesión acabó con el tráfico fluvial, así como con muchas de las fortunas que se habían hecho en Natchez y con gran parte de su vida nocturna. Under-the- Hill sufrió un largo período de decadencia.

En 1990, la asamblea legislativa de Mississippi aprobó una ley que permitía el juego en las embarcaciones fluviales, con la idea de que unos cuantos barcos de vapor falsos con paletas pudieran remover las aguas del río arriba y abajo mientras paseaban a los jubilados que jugaban al bingo y al blackjack. Sin embargo, los empresarios no perdieron el tiempo y corrieron a montar sus casinos flotantes a lo largo del río Mississippi. Para sorpresa de todos, una vez revisada y analizada la ley, se descubrió que no hacía falta que los barcos abandonaran la orilla, ni siquiera estaban obligados a ir equipados con un motor que los propulsara. Mientras estuvieran tocando el río o alguno de sus saltos de agua, cenagales, meandros abandonados, canales construidos por el hombre o remansos, la ley consideraba que dichas estructuras podían calificarse de embarcaciones fluviales. Under-the-Hill resucitó brevemente.

Por desgracia, tras un análisis más concienzudo, comprendieron que la ley en realidad aprobaba sin restricciones, y sin que esa hubiera sido su intención, el juego de casino al estilo de Las Vegas y en pocos años esta nueva y floreciente industria se había establecido a lo largo de la costa del golfo y en el condado de Tunica, cerca de Memphis. Natchez y las otras ciudades fluviales no supieron aprovechar el auge económico, pero consiguieron aferrarse a unos cuantos de sus casinos inmóviles y sin motor.

Uno de estos establecimientos era el Lucky Jack. Clete Coley estaba sentado en su mesa favorita, con su crupier preferido, encorvado sobre una pila de fichas de veinticinco dólares mientras iba dando sorbos a un ron con soda. Había superado los mil ochocientos dólares y había llegado el momento de retirarse. Miró la puerta, esperando a su cita.

Coley era miembro del colegio de abogados. Tenía un título, la licencia, un anuncio en las páginas amarillas, un despacho con la palabra «Abogado» en la puerta, una secretaria que contestaba las esporádicas llamadas con un «despacho de abogados» muy poco entusiasta y tarjetas de visita con la información necesaria. Sin embargo, Clete Coley en realidad no era abogado. Contaba con muy pocos clientes que pudieran considerarse como tales y no sabría cómo se redactaba un testamento, una escritura o un contrato aunque estuvieran apuntándole con una pistola. No solía aparecer por los juzgados y no podía ni ver a la mayoría de los abogados de Natchez. Clete simplemente era un tunante, un abogado borrachuzo y un sinvergüenza de tomo y lomo que hacía más dinero en los casinos que en el despacho. En una ocasión tuvo algún escarceo con la política y se había salvado por los pelos de que formularan cargos contra él. También había metido mano en ciertos contratos públicos y había vuelto a eludir una condena. En sus tiempos, después de la facultad, había trapicheado con marihuana, pero abandonó esa carrera de la noche a la mañana cuando encontraron muerto a uno de sus socios. De hecho, su conversión fue tan radical que acabó siendo agente secreto de narcóticos. Asistía a la Facultad de Derecho en horario nocturno y al final aprobó el examen de obtención del título de abogado al cuarto intento.

Dobló la apuesta con un ocho y un tres, sacó una jota y se llevó otros cien dólares. Su camarera favorita le llevó otra copa. Nadie pasaba tanto tiempo en el Lucky Jack como el señor Coley. Lo que el señor Coley pidiera. Volvió a mirar la puerta, consultó la hora y siguió jugando.

– ¿Espera a alguien? -preguntó Ivan, el crupier.

– ¿Te lo diría?

– Supongo que no.

El hombre al que estaba esperando también había conseguido eludir varias acusaciones. Se conocían desde hacía veinte años, aunque desde luego no podían considerarse amigos. Aquella sería la segunda ocasión en la que se veían. La primera había ido lo bastante bien como para motivar esta.

Ivan tenía catorce cuando sacó una reina, con la que se pasó. Otros cien para Clete. Coley tenía sus propias reglas.

Cuando ganaba dos mil, lo dejaba, igual que cuando perdía quinientos, pero mientras se mantuviera entre esos dos límites, podía pasarse toda la noche bebiendo y jugando. El fisco no lo sabría nunca, pero superaba los ochenta mil al año. Además, el ron era gratis.

Lanzó dos fichas a Ivan e inició la laboriosa maniobra de bajar su cuerpo descomunal del taburete.

– Gracias, señor Coley -dijo Ivan.

– Siempre es un placer.

Clete se metió el resto de las fichas en los bolsillos de su traje marrón claro. Siempre marrón, siempre con traje, siempre con relucientes botas vaqueras Lucchese. Con su uno noventa y tantos de estatura, pesaba más de ciento veinte kilos, aunque nadie lo sabía seguro, pero estaba más fornido que gordo. Se dirigió tambaleante al bar, donde ya le esperaba su cita. Marlin estaba tomando asiento en una mesa del rincón desde donde dominaba todo el local. No hubo saludos de ningún tipo, ni siquiera se miraron. Clete se dejó caer en una silla y sacó un paquete de cigarrillos. Una camarera les llevó bebidas.

– Tengo el dinero -dijo Marlin, al fin.

– ¿Cuánto?

– El mismo trato, Clete. Nada ha cambiado. Lo único que falta es que nos digas sí o no.

– Vuelvo a repetirte: ¿ quiénes sois ese «nos»?

– No soy yo. Soy un contratista independiente al que le pagan por un trabajo bien hecho, pero no estoy en su nómina. Me han contratado para reclutarte para esta campaña y si dices que no, entonces puede que me contraten para buscar a otro.

– ¿Quién te paga?

– Eso es confidencial, Clete. No sé cuántas veces te lo he repetido.

– Sí, tienes razón, es que tal vez estoy un poco atontado. O puede que un poco nervioso. Quizá quiera respuestas, si no, no hay trato.

Basándose en su anterior encuentro, Marlin dudaba que Clete Coley acabara rechazando cien mil dólares en efectivo, en billetes sin marcar. Marlin prácticamente se los había puesto sobre la mesa. Cien de los grandes por entrar en la campaña y revolver las aguas. Coley sería un candidato magnífico: vocinglero, escandaloso, pintoresco, capaz de decir cualquier cosa sin preocuparle las consecuencias. Justo la imagen contraria del político prototípico que la prensa seguiría en rebaño.

– Esto es todo lo que puedo decirte -dijo Marlin, mirando a Clete directamente a los ojos por primera vez-. Hace quince años, en un condado lejos de aquí, un joven y su joven familia regresaban una noche a casa después de asistir a la iglesia. Ellos no lo sabían, pero dentro de la casa, una casa muy bonita, había dos delincuentes negros, limpiándola. Los delincuentes iban puestos hasta las cejas de crack y llevaban armas, unos tipos despreciables. Cuando la joven familia llegó a casa y los sorprendió, las cosas se salieron de madre: violaron a las niñas y todo el mundo acabó con una bala en la cabeza. Luego, los delincuentes prendieron fuego a la casa. La poli los detuvo al día siguiente. Confesiones, ADN, toda la pesca. Desde entonces se encuentran en el corredor de la muerte de Parchmano Resulta que la familia del joven tiene dinero. Su padre tuvo una crisis nerviosa y se volvió loco, pobre hombre. Sin embargo, se recuperó y está muy cabreado. Le cabrea que esos delincuentes sigan vivos. Le pone furioso que su querido estado no ejecute nunca a nadie. Odia el sistema judicial y sobre todo a los nueve honorables miembros del tribunal supremo del estado. Clete, de él procede el dinero.

Era una burda mentira, pero mentir formaba parte de su trabajo.

– Me gusta esa historia -dijo Clete, asintiendo con la cabeza.

– Esa cantidad es una miseria para él. El dinero es tuyo si te presentas a las elecciones y te dedicas a hablar únicamente de la pena de muerte. Joder, es fácil. La gente de aquí adora la pena de muerte. Tenemos encuestas que dicen que casi el 70 por ciento de la población cree en ella y a un porcentaje aún mayor le preocupa que no la utilicemos más en Mississippi. Puedes culpar al tribunal supremo. Es perfecto.

Clete seguía asintiendo con la cabeza. Apenas había pensado en otra cosa en la última semana. Realmente era perfecto y el tribunal era el blanco ideal. Sería divertido participar en unas elecciones.

– Mencionaste a un par de grupos -dijo, dando un trago a su ron doble.

– Hay varios, pero dos en particular. Uno es Víctimas en Acción, una organización de las que no transigen. Han perdido a seres queridos y se sienten maltratados por el sistema. No cuentan con muchos miembros, pero están muy comprometidos con la causa. Entre tú y yo, el señor X también financia a este grupo en secreto. El otro es la Coalición por el Cumplimiento de la Ley, una asociación jurídica con cierto peso, preocupada por el orden público. Ambos se subirán a bordo.

Clete asintió y sonrió sin quitar la vista de encima a una camarera que se acercaba con gran pericia con una bandeja cargada de bebidas.

– Eso son malabarismos -dijo, lo bastante alto para que lo oyeran.

– No tengo nada más que añadir -dijo Marlin, sin presionarlo.

– ¿Dónde está el dinero?

Marlin respiró hondo, incapaz' de reprimir una sonrisa. -En el maletero de mi coche. La mitad: cincuenta de los grandes. Cógelos ahora; el día que anuncies tu candidatura oficialmente tendrás el resto.

– Me parece justo.

Se estrecharon la mano y se abalanzaron sobre sus bebidas.

Marlin sacó las llaves de un bolsillo.

– Mi coche es un Mustang verde con capota negra. Está a la izquierda según se sale. Coge las llaves, coge el coche y coge el dinero, no quiero verlo. Me quedaré aquí y jugaré al blackjack hasta que vuelvas.

Clete recogió las llaves, se puso en pie como pudo y atravesó tambaleante el casino en dirección a la puerta.

Marlin esperó quince minutos y luego llamó al móvil de Tony Zachary.

– Creo que uno ya ha picado -dijo.

– ¿Ha aceptado el dinero? -preguntó Tony.

– El trato se está cerrando en estos momentos, pero sí, no volverás a ver ese dinero. Sospecho que el Lucky Jack se llevará su parte, pero en principio, ha aceptado.

– Excelente.

– Este tipo va a ser un éxito, lo sabes, ¿no? Las cámaras lo adorarán.

– Eso espero. Nos vemos mañana.

Marlin encontró sitio en una mesa de apuestas de cinco dólares y se las apañó para perder cien en media hora.

Clete regresó, sonriente, el hombre más feliz de Natchez.

Marlin estaba seguro de que su maletero estaba vacío.

Volvieron al bar y continuaron bebiendo hasta la medianoche.

Dos semanas después, Ron Fisk estaba saliendo de la pista de béisbol cuando su móvil sonó. Él era el entrenador del equipo infantil de su hijo Josh, los Raiders, y tenían el primer partido en una semana. Josh iba en el asiento de atrás con dos de sus compañeros, sudado, sucio y feliz.

Al principio, Ron hizo caso omiso del teléfono, pero luego echó un vistazo a la pantalla para ver quién llamaba. Era Tony Zachary. Hablaban un par de veces al día, como mínimo.

– Hola, Tony -dijo.

– Ron, ¿ tienes un minuto?

Tony siempre preguntaba lo mismo, como si estuviera dispuesto a posponer la llamada para más tarde, aunque Ron sabía que Tony no tenía intención de posponer ninguna llamada. Todas eran urgentes.

– Claro.

– Me temo que tenemos un pequeño problema. Parece ser que las elecciones van a ir más cargaditas de lo que creíamos. ¿Sigues ahí?

– Sí.

– Me acabo de enterar de buena tinta de que un chiflado llamado Clete Coley, de Natchez, creo, anunciará mañana que va a presentarse contra la jueza McCarthy.

Ron respiró hondo y detuvo el coche en la calle de al lado del campo de béisbol de la ciudad.

– De acuerdo, te escucho.

– ¿Has oído hablar de él?

– No.

Ron conocía a varios abogados de Natchez, pero aquel no le sonaba de nada.

– A mí tampoco. Estamos haciendo pesquisas sobre su pasado, pero por ahora no parece que haya nada de lo que preocuparse. Profesional en solitario sin demasiada reputación, al menos como abogado. Hace ocho años le retiraron la licencia durante seis meses por algo relacionado con desatender a sus clientes o algo así. Dos divorcios. No está en ninguna lista de morosos. Lo detuvieron en una ocasión por conducir borracho, pero no tiene más. antecedentes. Eso es lo único que sabemos, pero seguimos investigando.

– ¿Cómo afecta esto a todo lo demás?

– No lo sé. Esperemos a ver. Te llamaré cuando sepa algo. Ron dejó a los amigos de Josh en sus respectivas casas y luego pisó el acelerador para contárselo cuanto antes a Doreen. Estuvieron muy intranquilos durante la cena y luego se quedaron despiertos hasta tarde dándole vueltas a diversas posibilidades.

A las diez de la mañana del día siguiente, Clete Coley viró bruscamente en High Street y detuvo el coche justo enfrente del palacio de justicia de Carroll Gartin. Lo seguían dos furgonetas de alquiler. Los tres vehículos se habían detenido en una zona donde no se podía aparcar, pero eso era precisamente lo que buscaban sus conductores: problemas. Media docena de voluntarios salieron de las furgonetas a toda prisa y empezaron a trasladar grandes carteles hasta la extensa explanada de cemento que rodeaba el edificio. Otro voluntario levantó un estrado casero.

Uno de los policías del Capitolio se percató de toda aquella actividad y se acercó paseando para indagar.

– Voy a anunciar mi candidatura al tribunal supremo -explicó Clete, con un chorro de voz.

Estaba flanqueado por dos jóvenes fornidos casi tan grandes como Clete, uno blanco y otro negro, vestidos con traje oscuro.

– ¿Tiene permiso? -preguntó el agente.

– Sí. Me lo dieron en la oficina del fiscal.

El policía se alejó, aunque con paso tranquilo. Lo dispusieron todo con gran rapidez y cuando estuvo listo, el escenario tenía una altura de seis metros, una anchura de nueve y estaba repleto de rostros: fotografías de graduación, imágenes candorosas, fotos familiares, todas a tamaño gigante y en color. Los rostros de los muertos.

Al tiempo que los voluntarios desaparecían como por arte de magia, empezaron a llegar los periodistas, que montaron las cámaras en sus trípodes y dispusieron los micrófonos en el estrado. Los fotógrafos dispararon las cámaras y Clete parecía extasiado. Llegaron más voluntarios, algunos con carteles hechos en casa con proclamas del tipo: «Fuera los liberales», «Sí a la pena de muerte» y «Las víctimas tienen voz».

El policía volvió a la carga.

– Por lo visto nadie sabe nada de su permiso -informó a Clete.

– Bueno, me tiene a mí y le digo que tengo permiso.

– ¿De quién?

– De uno de los ayudantes del fiscal.

– ¿Sabe el nombre?

– Oswalt.

El policía dio media vuelta en busca del señor Oswalt.

El jaleo atrajo la atención de la gente que había en el interior del edificio, quienes hicieron un alto en el trabajo. Empezaron a circular los rumores, y cuando estos llegaron a la cuarta planta y se propagó que alguien estaba a punto de anunciar su candidatura a juez del tribunal, tres de sus magistrados dejaron lo que estaban haciendo y corrieron a la ventana. Los otros seis, cuyos mandatos no expiraban hasta al cabo de unos años, también se acercaron a la ventana, por curiosidad.

El despacho de Sheila McCarthy daba a High Street, y pronto se llenó de sus letrados y personal, todos súbitamente alarmados.

– ¿Por qué no bajas y te enteras de qué está pasando? -le susurró la jueza a Paul.

Empezó a bajar más gente, tanto del tribunal como de la oficina del fiscal; Clete estaba encantado con el público que se estaba reuniendo rápidamente delante de su estrado. El policía regresó con refuerzos. Clete estaba a punto de iniciar su discurso, cuando tuvo que enfrentarse a los agentes.

– Señor, tenemos que pedirle que se vaya.

– Un momento, chicos, serán solo diez minutos.

– No, señor. Es una reunión ilegal. Por favor, dispérsense ahora mismo.

Clete dio un paso al frente, pecho contra pecho con el policía, mucho más bajito que él.

– No sea idiota, ¿ de acuerdo? Tiene cuatro cámaras de televisión que lo están viendo todo. Tranquilícese y me habré ido antes de que se dé cuenta. Lo siento.

Dicho esto, Clete subió al estrado y un muro de voluntarios cerró filas detrás de él.

– Buenos días y gracias por venir -dijo, sonriendo a las cámaras-. Me llamo Clete Coley. Soy abogado en Natchez y vengo a anunciar mi candidatura al tribunal supremo. Mi oponente es la jueza Sheila McCarthy, sin duda el miembro más liberal de este tribunal supremo que se queda de brazos cruzados mientras trata a los delincuentes con guante de seda.

Los voluntarios lanzaron un rugido ensordecedor a modo de aprobaci6n. Los periodistas se sonrieron ante la suerte que acababan de tener. Algunos casi se echaron a reír.

Paul tragó saliva ante aquella salva inesperada. Era un tipo enérgico, bravucón y extravagante que disfrutaba con cada segundo de atención que se le prestaba. Y solo estaba calentando motores.

– Detrás de mí estáis viendo los rostros de ciento ochenta y tres personas. Blancos, negros, abuelas, bebés, personas con estudios, analfabetos, gente de todo el estado, de todas las profesiones y estratos sociales. Personas inocentes, muertas, asesinadas. Mientras estamos aquí charlando, sus asesinos están en Parchman, en el corredor de la muerte, preparándose para la hora de comer. Todos fueron debidamente condenados por jurados de este estado, todos fueron justamente enviados al corredor de la muerte a la espera de su ejecución. -Se detuvo unos instantes e hizo un amplio gesto con el que abarcó los rostros de los inocentes-. En Mississippi, tenemos sesenta y ocho hombres y dos mujeres en el corredor de la muerte. Allí están, a salvo, porque este estado se niega a ejecutarlos. Otros estados no lo hacen. Otros estados se toman en serio su deber de hacer cumplir la ley. Texas ha ejecutado a trescientos treinta y cuatro asesinos desde 1978. Virginia, a ochenta y uno; Oklahoma, a setenta y seis; Florida, a cincuenta y cinco; Carolina del Norte, a cuarenta y uno; Georgia, a treinta y siete; Alabama, a treinta y dos y Arkansas, a veinticuatro. Incluso estados del norte como Missouri, Ohio e Indiana. Maldita sea, Delaware ha ejecutado a catorce asesinos. ¿Dónde queda Mississippi? Ahora mismo en el decimonoveno puesto. Solo hemos ejecutado a ocho asesinos y es por eso, amigos míos, que voy a presentarme al tribunal supremo.

Los guardias del Capitolio ya eran cerca de una docena, pero parecían complacidos con lo que estaban viendo y escuchando. El control de disturbios no era su especialidad y, además, el hombre no andaba desencaminado en lo que decía.

– ¿Y por qué no los ejecutamos? -gritó Clete a su público-. Os diré por qué. Porque nuestro tribunal supremo mima a los criminales y permite que sus apelaciones se eternicen. Bobby Ray Root asesinó a dos personas a sangre fría durante el robo en una licorería. Hace veintisiete años. Y todavía sigue en el corredor de la muerte, donde le sirven tres comidas al día y puede ver a su madre una vez al mes, sin fecha de ejecución a la vista. Willis Briley asesinó a su hijastra de cuatro años. -Se detuvo y señaló una foto de una niñita negra en lo alto del expositor-. Esa era ella, esa ricura del trajecito rosa. Ahora tendría treinta años. Su asesino, un hombre en el que confiaba, lleva veinticuatro años en el corredor de la muerte. Podría seguir así durante horas, pero creo que con esto está todo dicho. Ha llegado el momento de reorganizar este tribunal y demostrar a los que hayan cometido un asesinato, o a los que pudieran hacerlo, que en este estado nos tomamos en serio nuestro deber de hacer cumplir la ley.

Hizo una nueva pausa para recibir una salva de clamorosos aplausos, que obviamente lo estimularon.

– La jueza Sheila McCarthy ha votado a favor de revocar

Más sentencias de muerte que cualquier otro miembro del tribunal. Sus opiniones están llenas de quisquillosidades legalistas que reconfortan a cualquier abogado penalista del estado. La ACLU, la asociación en defensa de los derechos civiles, la adora. Las opiniones de esta señora rezuman compasión por esos asesinos, dan esperanza a los criminales del corredor de la muerte. Señoras y señores, ha llegado el momento de quitarle la toga, la pluma, el voto y el poder de pisotear los derechos de las víctimas.

Paul había pensado anotar lo que decía, pero estaba demasiado paralizado para mover ni un dedo. Dudaba de que su jefa votara tan a menudo a favor de acusados sancionados con la pena capital, pero lo que sí sabía era que prácticamente todas las condenas estaban ratificadas. A pesar del trabajo chapucero de la policía, el racismo, la intención delictuosa de los fiscales, de los jurados amañados y de las estúpidas resoluciones de los jueces que presidían los procesos, a pesar de todos los defectos que pudiera tener el juicio, el tribunal supremo rara vez revocaba una condena. A Paulle asqueaba. La votación solía quedar en seis a tres, y Sheila acostumbraba a encabezar una minoría con voto, pero aventajada en número. Dos de los jueces jamás habían votado a favor de revocar una sentencia de muerte y uno de ellos nunca había votado a favor de revocar la sentencia de un proceso penal.

Paul sabía que, en privado, su jefa se oponía a la pena de muerte, pero también que estaba obligada a hacer cumplir las leyes del estado. Dedicaba gran parte de su tiempo a los casos en que se había dictado una pena capital y jamás había visto que hiciera prevalecer sus creencias personales sobre la ley. Si las actas del juicio estaban limpias, no dudaba en unirse a la mayoría y confirmar una condena.

Clete no cedió a la tentación de excederse hablando. Había dicho lo que quería decir y el anuncio de su candidatura había obtenido un éxito rotundo.

– Animo a todos los ciudadanos de Mississippi a quienes les importe la ley y el orden, a todos los que estén hartos de una delincuencia gratuita y sin sentido, a que se unan a mí para cambiar de arriba abajo este tribunal-acabó diciendo, bajando la voz para parecer más serio y sincero-. Muchas gracias.

Nuevos aplausos.

Dos de los policías más fornidos se acercaron al estrado. Los periodistas empezaron a lanzarle preguntas. ¿Ha ocupado alguna vez la silla de juez? ¿Con qué apoyo financiero cuenta para su campaña? ¿Quiénes son estos voluntarios? ¿Tiene alguna propuesta específica para acortar las apelaciones?

Clete estaba a punto de empezar a responder cuando un lo cogió del brazo.

– Ya está, señor. La fiesta ha terminado.

– Váyase al infierno -dijo Clete, zafándose del policía.

Los demás agentes se adelantaron, abriéndose camino a empujones entre los voluntarios, muchos de los cuales empezaron a gritarles.

– Vamos, amigo -dijo el agente.

– Piérdase. -A continuación se volvió hacia las cámaras para vociferar-: Miren esto. Blandos con el crimen, pero al cuerno con la libertad de expresión.

– Queda usted detenido.

– ¡Detenido! Me detiene porque estoy dando un discurso -protestó, mientras ponía las manos a la espalda sin que nadie se lo ordenara, de manera totalmente voluntaria e intencionada.

– No tiene permiso, señor -contestó otro policía, mientras dos más le ponían las esposas.

– Miren a los guardias del tribunal supremo, enviados desde la cuarta planta por las mismas personas contra las que me presento.

– Vamos, señor.

Clete siguió gritando mientras bajaba del estrado.

– No vaya quedarme mucho tiempo en la cárcel, y en cuanto salga voy a patear las calles para contar la verdad sobre esos cabrones liberales. De eso pueden estar seguros.

Sheila observaba el espectáculo desde la seguridad de su ventana. Otro letrado, cerca de los periodistas, le relataba lo que sucedía a través de un móvil.

Aquel chiflado de allí abajo la había escogido a ella.

Paul no se movió de allí hasta que lo recogieron todo y no quedó nadie; entonces, subió corriendo al despacho de Sheila, que estaba sentada a su escritorio, con su otro letrado y el juez McElwayne. El ambiente estaba cargado y el humor era sombrío. Miraron a Paul, como si por un casual pudiera traer buenas noticias.

– Ese tipo está loco -dijo.

Los demás asintieron con la cabeza, dándole la razón. -No parece en absoluto un títere del gran capital-comentó McElwayne.

– No había oído nunca hablar de él-dijo Sheila; con un hilo de voz. Parecía conmocionada-. Creo que un año tranquilo acaba de complicarse.

La idea de empezar una campaña desde la nada la abrumaba.

– ¿Cuánto costó tu campaña? -preguntó Paul.

Solo hacía dos años que había entrado a trabajar para el tribunal, por la época en que el juez McElwayne había tenido que librar su propia batalla por el cargo.

– Un millón cuatrocientos mil dólares.

Sheila soltó un bufido y se echó a reír.

– Tengo seis mil dólares en los fondos de campaña. Llevan años ahí.

– Pero yo tuve que enfrentarme a un oponente de verdad -repuso McElwayne-. Ese tipo es un chiflado.

– Los chiflados salen elegidos.

Veinte minutos después, Tony Zachary observaba el espectáculo encerrado en su despacho, a cuatro manzanas de allí. Marlin lo había grabado en vídeo y estaba encantado de volver a verlo.

– Hemos creado un monstruo -dijo Tony, riendo.

– Es bueno.

– Tal vez demasiado.

– ¿Quieres que se presente alguien más?

– No, creo que la papeleta ya está llena. Buen trabajo.

Marlin se fue y Tony marcó el número de Ron Fisk con decisión. Como era de esperar, el atribulado abogado respondió al primer timbrazo.

– Me temo que es cierto -dijo Tony, muy serio, y a continuación le relató el anuncio de la candidatura y la detención.

– Ese tipo está loco -dijo Ron.

– Totalmente. Mi primera impresión es que no es tan malo. De hecho, podría venirnos bien. Ese payaso atraerá mucha atención por parte de los medios de comunicación y parece que está dispuesto a desenterrar el hacha de guerra e ir a por McCarthy.

– ¿Por qué tengo un nudo en el estómago?

– La política no es un juego de niños, Ron, eso es algo que pronto aprenderás. No estoy preocupado, ahora mismo no. Sigamos ciñéndonos a nuestro plan, nada ha cambiado.

– A mi entender, unas elecciones con demasiados candidatos solo benefician al titular del cargo -observó Ron, y en general, tenía razón.

– No necesariamente. No hay razón para preocuparse.

Además, no podemos hacer nada si hay más gente que desea presentarse. Tú concéntrate, consúltalo con la almohada y hablamos mañana.

18

El pintoresco lanzamiento de Clete Coley se había producido en el momento más oportuno: no había ninguna otra historia interesante en todo el estado. La prensa informó del anuncio de la candidatura de Coley a bombo y platillo. ¿Y quién podía reprochárselo? ¿Con qué frecuencia llegan al público imágenes tan llenas de vitalidad como la de un abogado esposado al que se llevan arrastrando mientras grita contra «esos cabrones de los liberales»? Y de un abogado tan grande y con un vozarrón como aquel. La inquietante exposición de rostros de fallecidos era irresistible. Los voluntarios, sobre todo los familiares de las víctimas, estuvieron encantados de hablar con los periodistas y contarles sus casos. El descaro de celebrar la concentración justo debajo de las narices del tribunal supremo no estaba exento de humor, era incluso admirable.

Se lo llevaron de inmediato a la comisaría, donde lo ficharon, le tomaron las huellas y lo fotografiaron. Coley supuso, correctamente, que la foto del archivo policial acabaría en la prensa de un modo u otro, por lo que tuvo unos momentos para pensar en el mensaje. Un ceño fruncido podría confirmar la sospecha de que a ese tipo le faltaba un tornillo. Una sonrisa socarrona podría cuestionar su seriedad, ¿quién sonríe cuando acaba de llegar a comisaría? Se decidió por un rostro inexpresivo, con una ligera mirada de curiosidad, como si se preguntara por qué la habían tomado con él.

El procedimiento exigía que el preso se desnudara, se duchara y se pusiera un mono naranja, yeso solía ocurrir antes de la foto de marras. Sin embargo, Clete no tendría que pasar por todo eso. Solo se le acusaba de entrar sin autorización en una propiedad ajena, infracción castigada con una multa de doscientos cincuenta dólares, como máximo. La fianza doblaba esa cantidad, y Clete, con los bolsillos abultados por los billetes de cien, fue exhibiendo el dinero por todas partes para que las autoridades supieran que iba a salir de la cárcel y no a entrar en ella. Así que se saltaron la ducha y el mono y fotografiaron a Clete con su mejor traje marrón, la camisa blanca almidonada y la corbata de seda con estampado de cachemir y nudo perfecto. Ni siquiera se le había movido un pelo de su largo cabello canoso.

Todo el proceso les llevó menos de una hora y cuando salió de la comisaría, siendo un hombre libre, le complació descubrir que la mayoría de los periodistas lo habían seguido. Contestó a sus preguntas en la acera, hasta que se cansaron.

Fue la noticia con la que abrieron todos los informativos de la noche, junto con el resto de sucesos del día, y volvió a aparecer en los titulares de las noticias de madrugada. Coley lo siguió todo a través de una pantalla panorámica de un bar de moteros al sur de Jackson, donde se escondió a pasar la noche e invitó a beber a todo el mundo que entrara por la puerta. La cuenta superó los mil cuatrocientos dólares. Gastos de campaña.

Los moteros quedaron encantados y le prometieron que acudirían en tropel para que saliera elegido. Por descontado, ni uno de ellos estaba censado, por lo que no podían votar. Cuando cerró el bar, un reluciente Cadillac Escalade rojo, alquilado para la campaña por mil dólares al mes, se llevó a Clete de allí. Al volante iba uno de sus nuevos guardaespaldas, el blanco, un joven apenas algo más sobrio que su jefe. Llegaron al motel sin que volvieran a detenerlos.

En las oficinas de la Asociación de Abogados Litigantes de Mississippi, la ALM, en State Street, Barbara Mellinger, directora ejecutiva y principal miembro del grupo de presión, se reunió con su ayudante, Skip Sánchez, para tomar un primer café de buena mañana. Solían comentar las noticias de los periódicos matutinos con la primera taza. Les llegaban ejemplares de cuatro de los diarios del distrito sur -Biloxi, Hattiesburg, Laurel y Natchez- y el rostro del señor Coley aparecía en la primera plana de todos ellos. El periódico de J ackson apenas hablaba de otra cosa. The Times-Picayune, de fuera de Nueva Orleans, tenía lectores a lo largo de la costa y publicaba un artículo de la Associated Press, con foto (unas esposas), en la página cuatro.

– Tal vez deberíamos aconsejar a nuestros candidatos que se hicieran detener cuando anuncien sus candidaturas -dijo Barbara, con sequedad, sin un atisbo de humor.

Hacía veinticuatro horas que no sonreía. Apuró su primera taza y fue a servirse otra.

– ¿Quién coño es ese tal Clete Coley? -preguntó Sánchez, fijándose en las imágenes del hombre.

Los periódicos de Jackson y Biloxi habían incluido la foto de la ficha policial, en la que aparecía con la mirada de un hombre que primero dispara y luego pregunta.

– Anoche llamé a Walter a Natchez -dijo Mellinger-.

Dice que Coley lleva varios años en la profesión y que siempre ha andado metido en asuntos turbios, pero que ha sido lo bastante listo para no dejarse atrapar. Cree que en algún momento estuvo trabajando en la extracción de crudo y gas, y tuvo problemas con unos préstamos para negocios de poca monta. Ahora se las da de jugador. Nunca se le ha visto a menos de seis manzanas de un juzgado. Un don nadie.

– Ya no.

Barbara se levantó y empezó a pasear lentamente por la oficina. Volvió a llenarse la taza, tomó asiento y resumió lo que decían los diarios.

– No es un reformista del sistema de agravios -dijo Skip, aunque no las tenía todas consigo-, no encaja en el perfil. Arrastra demasiado equipaje para una campaña seria: hay como mínimo un arresto por conducción bajo los efectos del alcohol y dos divorcios.

– Creo que tienes razón, pero si nunca antes le ha interesado, ¿por qué se pone ahora a gritar a favor de la pena de muerte? ¿De dónde le vienen esas convicciones? ¿Esa pasión? Además, el espectáculo de ayer estaba muy bien organizado. Hay alguien detrás de todo esto. ¿De dónde han salido?

– ¿Y a nosotros qué? Sheila McCarthy le da cien mil vueltas. Deberíamos estar encantados de que sea quien es, un bufón que, a nuestro entender, no está financiado ni por la Junta de Comercio ni por ninguno de esos. ¿ Por qué no saltamos de alegría?,

– Porque somos abogados litigantes. Skip volvió a ponerse sombrío.

– ¿Debería concertar una cita con la jueza McCarthy?-preguntó Barbara, al cabo de un largo y denso silencio.

– Dentro de un par de días. Dejemos que las aguas vuelvan a su cauce.

La jueza McCarthy se había levantado muy temprano. ¿Para qué iba a seguir en la cama si no podía dormir? Se la vio salir de su casa a las siete y media. La siguieron hasta el sector de Belhaven, en Jackson, un barrio más antiguo. Aparcó en la entrada de su señoría el juez James Henry McElwayne.

A Tony no le sorprendió aquel pequeño encuentro.

La señora McElwayne la saludó calurosamente y la invitó a entrar. Cruzaron el salón, la cocina y dieron la vuelta a la casa para entrar en el estudio. Jimmy, como lo conocían sus amigos, estaba terminando de leer los periódicos de la mañana.

McElwayne y McCarthy. Big Mac y Little Mac, como los llamaban a veces. Charlaron unos minutos sobre el señor Coley y la sorprendente repercusión que había obtenido en la prensa y luego se pusieron manos a la obra.

– Anoche repasé los archivos de mi campaña -dijo McElwayne, mientras le tendía una carpeta de varios centímetros de grosor-. En la primera sección hay una lista de contribuyentes, empieza por los peces gordos y va bajando. Todos los cheques importantes están firmados por abogados litigantes.

En la siguiente sección se resumían los gastos de campaña, cifras que Sheila consideró difíciles de creer. Después de eso venían estudios de asesores, pruebas de anuncios, resultados de encuestas y varias docenas más de informes relacionados con la campaña.

– Esto me trae malos recuerdos -dijo McElwayne.

– Lo siento. No es lo que pretendía, créeme.

– Te compadezco.

– ¿Quién está detrás de este tipo?

– Le he estado dando vueltas toda la noche. Podría ser un señuelo, pero desde luego está como una cabra. Sea lo que sea, no te lo puedes tomar a la ligera. Si es tu único oponente, tarde o temprano los chicos malos acabarán cayendo sobre él y le entregarán su dinero. Ese tipo con un talonario nutrido podría ser peligroso.

McElwayne había sido senador del estado y luego juez electo. Se había batido en el terreno político. Hacía dos años, Sheila había visto, impotente, cómo se ensañaban con él en una campaña muy reñida. En los momentos en que su índice de popularidad estaba más bajo, su oponente lo había acusado, a través de anuncios televisivos (que luego se supo que habían estado financiados por la Asociación Americana del Rifle), de estar a favor del control de armas (no hay mayor pecado en Mississippi) y Sheila se había prometido que nunca, ante ninguna circunstancia, permitiría que la degradaran hasta ese punto. No valía la pena. Volvería a Biloxi, abriría una boutique y vería crecer a sus nietos. Ya podía quedarse quien quisiera con el cargo.

Ahora no estaba tan segura. Los ataques de Coley la habían sacado de sus casillas. Todavía no le hervía la sangre, pero no faltaba mucho. A los cincuenta y un años era demasiado joven para renunciar y demasiado mayor para empezar desde cero.

Charlaron sobre política durante más de una hora. McElwayne se perdía en batallitas de elecciones pasadas y políticos atípicos, y Sheila intentaba hacerlo regresar con delicadeza a los conflictos a los que se enfrentaban en esos momentos. Un joven abogado, que había pedido una pequeña excedencia en un bufete importante de Jackson, había dirigido con mano experta la campaña de McElwayne. Le prometió llamarlo más tarde para ver cómo respiraba. También le aseguró que se pondría en contacto con los contribuyentes importantes y con los agentes locales. Conocía a los directores de los periódicos. Haría todo lo que estuviera en su mano para proteger la plaza de Sheila en el tribunal.

Sheila se fue a las 9.14, se dirigió derecha al palacio de justicia y aparcó.

En Payton amp; Payton tomaron nota del anuncio de Coley, pero poco más. El 18 de abril, un día después, ocurrieron tres acontecimientos trascendentales que eclipsaron el interés por cualquier otra noticia. El primero fue bien recibido. Los demás, no.

La buena noticia era que un joven abogado de un pueblecito de Bogue Chitto se había dejado caer por allí y había firmado un trato con Wes. El abogado, un profesional sin experiencia en los tribunales ni en casos de daños personales, había conseguido convertirse en el abogado de los familiares de un triturador de pasta de madera que había fallecido en un horrible accidente en la interestatal 55, cerca de la frontera con Louisiana. Según la patrulla de carreteras, la temeridad del conductor de un tráiler de dieciocho ruedas, perteneciente a una gran compañía, había sido la causa del accidente. Una testigo ocular había prestado declaración y aseguraba que el camión la había pasado como una exhalación y que ella iba «aproximadamente» a unos ciento diez kilómetros por hora. El abogado ya había logrado un acuerdo de contingencia por el que obtenía el 30 por ciento de cualquier indemnización. Wes y él acordaron ir a medias. El triturador de pasta de madera tenía treinta y seis años y ganaba cerca de cuarenta mil dólares al año. Los cálculos eran sencillos. No descartaban poder conseguir un acuerdo de un millón de dólares. Wes redactó la demanda en menos de una hora y la dejó lista para su presentación. El caso era especialmente gratificante porque el joven abogado había escogido el bufete de los Payton debido a su reciente reputación. La sentencia Baker por fin había atraído a un cliente que valía la pena.

La noticia no tan halagüeña fue la llegada del escrito interponiendo el recurso de apelación de Krane. Tenía ciento dos páginas -el doble de la extensión máxima- y daba la impresión de estar exhaustivamente documentado y redactado por un equipo de brillantes abogados. Era demasiado largo y llegaba con dos meses de retraso, pero el tribunal le había dado el visto bueno. Jared Kurtin y sus hombres habían sido muy persuasivos en sus razonamientos durante más tiempo y más páginas. Era obvio que no se trataba de un caso rutinario.

Mary Grace tenía sesenta días para responder. Después de que el resto del bufete se quedara boquiabierto ante el escrito de apelación, se lo llevó a su escritorio para hacer la primera lectura. Krane alegaba haber hallado un total de veinticuatro defectos durante el proceso, merecedores de enmienda mediante una apelación. Empezaba en tono agradable haciendo un repaso exhaustivo de todos los comentarios y resoluciones del juez Harrison, los cuales, supuestamente, demostraban sus prejuicios hacia el demandado. A continuación, ponía en entredicho la elección del jurado. Atacaba a los expertos llamados a declarar por parte de Jeannette Baker: al toxicólogo que testificó en relación con los niveles cercanos al máximo de DCL, cartolyx y aklar en el agua de boca de Bowmore; al patólogo que describió las características altamente cancerígenas de esas sustancias; al investigador médico que habló de una incidencia inusual de casos de cáncer en Bowmore y alrededores; al geólogo que siguió el rastro de los residuos tóxicos que se filtraron en el suelo y fueron a parar al acuífero bajo el pozo de la ciudad; al perforador que excavó los pozos de prueba; a los médicos forenses que llevaron a cabo las autopsias tanto de Chad como de Pete Baker; al científico que estudió los pesticidas y dijo cosas espantosas sobre el pillamar 5, y al experto clave, al investigador médico que relacionó el DCL y el cartolyx con las células cancerígenas que encontraron en los cuerpos. Los Payton habían utilizado catorce expertos, y cada uno de ellos era criticado extensamente y declarado no cualificado. A tres de ellos se les tildaba de charlatanes. El juez Harrison se había equivocado una y otra vez al haberles permitido testificar. Los informes de dichos expertos, aceptados como pruebas después de mucho batallar, se analizaban uno por uno, se desautorizaban en un lenguaje erudito y se calificaban de «ciencia basura». Incluso el veredicto iba en contra del peso abrumador de las pruebas y era una clara indicación de las simpatías excesivas del jurado. Utilizaba palabras duras, aunque hábiles para atacar la parte punitiva de la sentencia. Por mucho que se hubiera esforzado, el demandante no había conseguido demostrar que Krane había contaminado el agua de boca, ni por negligencia grave ni por intención manifiesta. El escrito finalizaba con una clamorosa petición de revocación y celebración de nuevo juicio o, mejor aún, que el tribunal supremo desestimara el caso. «Esta sentencia desorbitada e injustificada debería ser revocada», acababa diciendo. En otras palabras: rechazada para siempre.

El escrito estaba muy bien redactado, razonado, era muy persuasivo y, tras dos horas de lectura ininterrumpida, Mary Grace acabó con un dolor de cabeza espantoso. Se tomó tres analgésicos y luego se lo pasó a Sherman, que lo miró con la misma cautela con la que miraría a una serpiente cascabel.

El tercer acontecimiento, y la noticia más preocupante, llegó con una llamada del pastor Denny Ott. Wes la atendió cuando ya había oscurecido, luego entró en el despacho de su mujer y cerró la puerta.

– Era Denny -dijo.

Cuando Mary Grace vio la cara de su marido, enseguida pensó que había muerto otro cliente. Habían llegado tal cantidad de tristes llamadas desde Bowmore, que casi las preveía. -

– ¿Qué ocurre?

– Ha hablado con el sheriff. El señor Lean Gatewood no aparece por ninguna parte.

Aunque no era precisamente aprecio lo que sentían por el hombre, la noticia era perturbadora. Gatewood era un ingeniero industrial que había trabajado en la planta de Krane en Bowmore durante treinta y cuatro años. Hombre leal a la empresa hasta la muerte, se jubiló cuando Krane se trasladó a México y había admitido, tanto en su declaración como en las repreguntas, que la compañía le había entregado un finiquito correspondiente a tres años de salario, unos ciento noventa mil dólares. Krane no era famosa por su generosidad precisamente. Los Payton no habían encontrado a ningún otro empleado al que se le hubiera concedido un trato tan favorecedor.

Gatewood se había retirado a una pequeña granja de ovejas en el sudoeste del condado de Cary, tan lejos de Bowmore y de su agua como podía, pero sin salir del condado. Durante su declaración, que duró tres días, negó rotundamente cualquier vertido realizado por la planta. En el juicio, Wes lo había acribillado sin compasión con una pila de documentos. Gatewood llamó mentirosos a los demás empleados de la compañía. Se negó a creer los informes que demostraban que había toneladas de derivados tóxicos que no habían salido de Bowmore, sino que simplemente se habían perdido. Se rió de las fotografías inculpatorias de algunos de los seiscientos bidones de DeL descompuesto desenterrados en el barranco de detrás de la planta. «Ustedes las han retocado», le dijo a Wes. Su testificación fue una sarta de mentiras tan evidente que el juez Harrison habló sin ambages, a puerta cerrada, de acusarlo de perjuro. Gatewood era arrogante, beligerante e irascible y consiguió que el jurado despreciara a Krane ChemicaL Fue un testigo de peso para la demandante, aunque testificó únicamente después de que tuvieran que arrastrarlo hasta el tribunal con una citación. Jared Kurtin lo habría estrangulado.

– ¿Cuándo ha ocurrido? -preguntó Mary Grace.

– Hace dos días se fue a pescar solo. Su mujer todavía lo espera.

La desaparición de Earl Crouch en Texas dos años atrás seguía siendo un misterio sin resolver. Crouch era el jefe de Gatewood. Ambos habían defendido vehementemente a Krane y habían negado lo que era obvio. Ambos se habían quejado de acoso, incluso de amenazas de muerte. Y no eran los únicos. Mucha gente que había trabajado allí, los que fabricaron los pesticidas y vertieron el veneno, habían recibido amenazas. La mayoría había abandonado Bowmore para huir del agua, en busca de trabajo y para evitar verse atrapados en la tormenta judicial que se avecinaba. Al menos cuatro habían muerto de cáncer.

Algunos habían testificado y dicho la verdad. Otros, incluidos Crouch, Gatewood y Buck Burleson, habían testificado y mentido. Ambos grupos se odiaban y el condado de Cary los odiaba a todos ellos.

– Me temo que los Stone han vuelto a hacer de las suyas -dijo Wes.

– No lo sabes.

– Nadie lo sabrá jamás. Al menos me alegro de que sean clientes nuestros.

– Nuestros clientes empiezan a ponerse nerviosos -dijo Mary Grace-. Es hora de convocar una reunión.

– Es hora de cenar. ¿A quién le toca cocinar?

– A Ramona.

– ¿Tortillas o enchilada?

– Espaguetis.

– ¿Por qué no vamos a tomar una copa a un bar, solos, tú y yo? Tenemos que celebrarlo, cariño. Ese caso de Bogue Chitto podría acabar en un rápido acuerdo millonario.

– Brindaré por ello.

19

Después de diez apariciones, la gira de los Rostros de la Muerte de Coley llegó a su fin. Se quedó sin fuelle en Pascagoula, la última de las ciudades con mayor población del distrito sur. Aunque había hecho todo lo que estaba en sus manos para que volvieran a detenerlo, no lo consiguió. Sin embargo, se las apañó para generar mucha expectación allí donde iba. Los periodistas lo adoraban; los admiradores aceptaban los panfletos y firmaban cheques, si bien es cierto que de escaso importe; la policía local vigilaba sus apariciones con muda aprobación.

Sin embargo, después de diez días, Clete necesitaba un descanso. Regresó a Natchez y no tardó demasiado en aparecer en el Lucky Jack a aceptar las cartas que le repartía Ivan. En realidad no tenía ni una estrategia ni un plan de campaña. No había dejado nada en los lugares en los que se había detenido, salvo una efímera publicidad. No contaba con una organización, excepto los escasos voluntarios, que pronto dejaba a un lado. Sinceramente, no estaba preparado para invertir el tiempo y el dinero necesarios para animar una campaña de importancia. No estaba dispuesto a tocar el dinero que Marlin le había dado, al menos en gastos de campaña. Destinaría a esta las contribuciones que recibía en cuentagotas, pero no entraba en sus planes perder dinero en esa empresa. La atención creaba adicción y aparecería siempre que fuera necesario para lanzar un discurso, atacar a su oponente y a los jueces liberales de todas las tendencias políticas, pero sus prioridades eran el juego y la bebida. Clete no soñaba con ganar. Joder, no aceptaría el cargo ni aunque se lo sirvieran en bandeja. Siempre había odiado esos tochos de derecho.

Tony Zachary voló a Boca Ratón, donde lo recogió un chófer. Solo había visitado el despacho del señor Rinehart en una ocasión y esperaba ansioso poder volver. En los siguientes dos días apenas se separarían.

Disfrutaron repasando las payasadas de su títere, Clete Coley, durante una comida espléndida con una vista maravillosa del océano. Barry Rinehart había leído todos los recortes de prensa y había seguido todas sus apariciones en televisión. Estaban muy satisfechos con su señuelo.

A continuación, analizaron los resultados de su primera encuesta importante. Se la habían realizado a quinientos votantes de los veintisiete condados del distrito sur el día después de que finalizara la gira de Coley. Tal como esperaban, al menos Barry Rinehart, el 66 por ciento desconocía el nombre de los tres jueces del tribunal supremo del distrito sur. E169 por ciento ni siquiera sabía que los votantes elegían a los miembros de dicho tribunal.

– Y hablamos de un estado que elige a sus responsables estatales de obras públicas, a los de administración, hacienda, a los responsables de agricultura, a los de recaudación de impuestos de cada condado, a los jueces de instrucción 'de los juzgados de primera instancia… Menos al de la perrera, á todos los demás -dijo Barry.

– Todos los años tienen elecciones -dijo Tony, echando un vistazo a las cifras por encima de sus gafas de lectura.

Había dejado de comer y miraba los gráficos.

– No se salva ni uno. Ya sean municipales, judiciales, estatales, locales o federales, van a las urnas cada año. Menudo desperdicio. No me extraña que haya tanta abstención. Joder, la gente está harta de los políticos.

Del 34 por ciento que sabía el nombre de algún juez del tribunal supremo, solo la mitad habían mencionado el de Sheila McCarthy. Si las elecciones se celebraran ese día, el 18 por ciento la votaría a ella, el 15 por ciento lo haría por Clete Coley y el resto no lo tenía decidido o simplemente no iría a votar porque no conocían a ninguno de los que se presentaban.

Después de unas sencillas preguntas iniciales, la encuesta empezaba a desvelar su verdadera inclinación. ¿Votaría a un candidato al tribunal supremo que se opusiera a la pena de muerte? El 73 por ciento había contestado que no.

¿Votaría a un candidato que apoyara el matrimonio entre homosexuales? El 88 por ciento no.

¿Votaría a un candidato que estuviera a favor de leyes de control de armas más restrictivas? El 85 por ciento había dicho que no.

¿Posee al menos un arma? El 96 por ciento había contestado que sí.

Las preguntas constaban de varias partes y subpartes y estaban obviamente encaminadas a dirigir al votante hacia un camino flanqueado de cuestiones conflictivas. En ningún momento se explicaba a la gente que el tribunal supremo no era un cuerpo legislativo y que no tenía ni la responsabilidad ni la capacidad de elaborar leyes relacionadas con esos temas. En ningún momento se allanaba el terreno. Como otras muchas encuestas, la de Rinehart daba un brusco y maquiavélico giro y en vez de preguntar, atacaba.

¿Apoyaría a un candidato liberal para el tribunal supremo?

El 70 por ciento admitía que no.

¿Sabe que la jueza Sheila McCarthy está considerada el miembro más liberal del tribunal supremo del estado de Mississippi? El 84 por ciento no lo sabía.

Si fuera el miembro más liberal del tribunal, ¿la votaría? El 65 por ciento no, pero a la mayoría de los encuestados no le había gustado la pregunta. ¿ Si…,? ¿ Era la más liberal o no? De todos modos, Barry consideraba que no era una pregunta relevante. Lo prometedor era la escasa incidencia que tenía Sheila McCarthy después de nueve años en el cargo, aunque, según su experiencia, era lo habitual. En privado, defendería ante quien fuera que aquella era otra buena razón por la que los jueces del tribunal supremo estatales no deberían ser escogidos por votación popular. No deberían ser políticos y, por tanto, sus nombres no deberían ser conocidos.

A partir de ahí, la encuesta volvía a dar un giro y se olvidaba del tribunal supremo para concentrarse en los candidatos que se presentaban. Había preguntas sobre creencias religiosas, la asistencia a oficios religiosos y la financiación de la Iglesia, además de cuestiones como el aborto, la investigación con células madre, etc.

La encuesta acababa solicitando los datos básicos: raza, estado civil, número de hijos en caso de tenerlos, ingresos aproximados e historial de voto.

Los resultados generales confirmaron lo que Barry sospechaba: los votantes eran conservadores, de clase media, blancos (78 por ciento) y sería fácil ponerlos en contra de un juez liberal. La clave residía en convertir a la moderada y sensata Sheila McCarthy en la liberal radical que ellos necesitaban que fuera. Los investigadores de Barry estaban analizando hasta la última palabra que hubiera escrito en una resolución, tanto en calidad de jueza de distrito como de tribunal supremo. No podría escapar de sus palabras, ningún juez podía, y Barry tenía intención de crucificarla gracias a ellas.

Después de comer, se trasladaron a la mesa de reuniones, donde Barry había dispuesto las pruebas iniciales de los folletos para la campaña de Ron Fisk. Había cientos de fotografías nuevas de la familia Fisk en todo su esplendor: entrando en la iglesia, en el porche delantero, en el campo de béisbol, los padres juntos, solos, desbordando amor y ternura.

Los anuncios blandos todavía estaban en fase de edición, pero Barry quiso enseñárselos de todos modos. Los había filmado un equipo enviado expresamente a Mississippi desde Washington. En el primero aparecía Fisk junto a un monumento de la guerra de Secesión, en el campo de batalla de Vicksburg, oteando el horizonte como si oyera retumbar los cañones a lo lejos. Su voz suave y de fuerte acento se oía encima: «Me llamo Ron Fisk. Mi tatarabuelo murió en este lugar en julio de 1863. Era abogado, juez y miembro de la asamblea legislativa del estado. Su sueño era servir en el tribunal supremo. Hoy, ese también es mi sueño. Mi familia ha vivido en Mississippi durante siete generaciones y os pido vuestro apoyo».

Tony parecía sorprendido.

– ¿La guerra de Secesión?

– Por supuesto, les encanta.

– ¿Y el voto de los negros?

– Conseguiremos el 30 por ciento de esos votos en las iglesias. No necesitamos más.

El siguiente anuncio se había grabado en el despacho de Ron, que, sin chaqueta, arremangado, con la mesa ordenada con cuidadoso descuido y dirigiéndose a la cámara con una mirada sincera, hablaba del amor que sentía por la ley, de que siempre había que perseguir la verdad y de que debía exigirse imparcialidad a aquellos que ocupan un cargo en el tribunal. Era un anuncio bastante simplón, pero transmitía afabilidad e inteligencia.

Había un total de seis anuncios.

– Estos son los blandos -aseguró Barry.

Un par seguramente no sobrevivirían al proceso de edición posterior y había muchas posibilidades de que el equipo de filmación tuviera que volver a Mississippi.

– ¿Y los duros? -preguntó Tony.

– Todavía están con el guión. No los necesitamos hasta septiembre, después del Día del Trabajador.

– ¿ Cuánto llevamos gastado hasta el momento?

– Un cuarto de millón. Un granito de arena en el desierto.

Se pasaron las siguientes dos horas con un asesor en internet cuya compañía se dedicaba a recaudar dinero para las carreras electorales. Hasta el momento, había reunido una base de datos con unas cuarenta mil direcciones de correo electrónico: personas que habían contribuido en campañas anteriores, miembros de las asociaciones y grupos que ya se habían embarcado en su empresa, conocidos activistas políticos del ámbito local y un número más pequeño de gente de fuera de Mississippi que podría simpatizar con ellos y enviarles un cheque. Calculaba que la lista aumentaría en otros diez mil y presumía que las contribuciones totales rondarían los quinientos mil dólares. Lo más importante de todo era que su lista estaba a punto. En cuanto le dieran luz verde, solo tenía que pulsar un botón para enviar la solicitud y los cheques empezarían a llegar.

La luz verde fue el tema de conversación durante la larga cena de esa noche. Faltaba un mes para la fecha límite en que poder presentarse a las elecciones. Aunque corrían los rumores habituales, Tony creía firmemente que los comicios no atraerían a más oponentes.

– Solo habrá tres caballos -dijo- y dos son nuestros.

– ¿Qué hace McCarthy? -preguntó Barry.

Recibía actualizaciones diarias de sus movimientos, los cuales apenas habían revelado nada hasta el momento.

– No mucho. Parece que todavía está traumatizada. Estaba la mar de tranquila y de repente se encuentra con que un vaquero chiflado llamado Coley la acusa de liberal y amiga de convictos y con que los periódicos publican todo lo que él dice. Estoy seguro de que McElwayne está asesorándola, es su secuaz, pero todavía tiene que organizar un equipo de gente para la campaña.

– ¿Está recaudando dinero?

– La semana pasada, los abogados litigantes enviaron uno de sus habituales correos electrónicos para meter miedo, en el que pedían dinero a sus miembros. No tengo ni idea de cómo les va.

– ¿Sexo?

– El amante de siempre. Sale en los informes. Por ahora nada sucio.

Poco después de abrir la segunda botella de pinot noir de Oregón, decidieron presentar a Fisk al cabo de un par de semanas. El chico estaba preparado, tirando de las riendas, desesperado por salir a la pista. Todo estaba listo. Se iba a tomar una excedencia de seis meses en el trabajo y sus compañeros de bufete habían recibido la noticia de buen grado. y con razón. Acababan de conseguir cinco nuevos clientes: dos compañías madereras de peso, una empresa de Houston que construía oleoductos y dos firmas de gas natural. La amplia alianza de grupos de presión se había subido al barco y aportaba dinero y soldados para la batalla. McCarthy tenía miedo hasta de su sombra y por lo visto esperaba que Clete Coley se desvaneciera de la noche a la mañana o se autodestruyera.

Entrechocaron las copas y brindaron por la víspera de una campaña emocionante.

Como siempre, la reunión se celebró en la sala anexa de la iglesia de Pine Grove y, como siempre, varias personas ajenas al caso intentaron colarse para ponerse al día de las últimas noticias. El pastor Ott las acompañó hasta la puerta con suma educación, explicándoles que se trataba de una reunión privada entre los abogados y sus clientes.

Además del caso Baker, los Payton tenían pendientes otros treinta procesos más en Bowmore. Dieciocho estaban relacionados con fallecidos y los otros doce con personas afectadas por el cáncer en distintos estadios. Cuatro años antes, los Payton habían tomado la decisión táctica de probar primero con el mejor caso que tenían, el de Jeannette Baker. Les resultaría mucho más barato que intentarlo con los treinta y uno a la vez. El de Jeannette era el más conmovedor, ya que había perdido a toda su familia en un lapso de ocho meses. En estos momentos parecía que habían acertado con su decisión.

Wes y Mary Grace odiaban aquellas reuniones. Sería difícil encontrar a un grupo de gente más triste. Habían perdido hijos, maridos y esposas. Padecían enfermedades terminales y debían vivir con terribles dolores. Hacían preguntas que carecían de respuesta, una y otra vez, con ligeras variaciones porque no había dos casos idénticos. Unos querían abandonar y otros estaban dispuestos a seguir luchando. Unos querían dinero y otros únicamente deseaban que Krane fuera imputado por su responsabilidad. Siempre había lágrimas y palabras duras, y por eso el pastor Ott asistía a esas reuniones, para tranquilizarlos con su presencia.

Ahora, con el conocido veredicto del caso Baker, los Payton sabían que el resto de sus clientes tenían expectativas mucho más elevadas. Seis meses después de la sentencia, los clientes estaban más ansiosos que nunca. Llamaban al despacho a todas horas y mandaban cada vez más cartas y correos electrónicos.

La reunión estaba dominada por la tensión añadida del funeral, celebrado tres días antes, de Leon Gatewood, un hombre despreciado por todos. Habían encontrado su cadáver en una pila de broza a unos cinco kilómetros de su barca de pesca volcada. Carecían de pruebas que demostraran que se trataba de un crimen, pero todo el mundo lo sospechaba. El sheriff se ocupaba de la investigación.

Las treinta familias estaban representadas en la reunión.

En la libreta que Wes les fue pasando había sesenta y dos nombres, nombres que conocía muy bien, incluido el de Frank Stone, un albañil sarcástico que apenas hablaba durante esos encuentros. A pesar de no contar con pruebas de ningún tipo, todos daban por hecho que si alguien había sido el causante de la muerte de Leon Gatewood, Frank Stone sabía algo.

Mary Grace empezó con una calurosa bienvenida. Les agradeció su presencia y su paciencia. Les habló de la apelación del caso Baker y, con un toque dramático, sacó el voluminoso escrito reunido por los abogados de Krane como prueba de las muchas horas que estaban invirtiendo en lo tocante a la apelación. La revisión de los escritos se haría en septiembre, momento en que el tribunal supremo decidiría cómo enfocar el caso. También tenía la opción de derivarlo a un tribunal inferior, el de apelación, para una revisión inicial, o bien podía aceptarlo. Un caso de aquella magnitud acabaría fallándose en el tribunal supremo y tanto Wes como ella eran de la opinión que evitaría los tribunales inferiores. Si eso ocurría, se programarían las exposiciones orales para finales de año o para principios del siguiente. Ellos calculaban que en un año tendrían una sentencia definitiva.

Si el tribunal confirmaba el fallo, se abrirían diferentes posibilidades. Krane se hallaría bajo una enorme presión para llegar a un acuerdo en el resto de las demandas, lo cual, por descontado, sería un resultado extremadamente favorable. Si Krane se negaba a pactar, Mary Grace creía que el juez, Harrison reuniría los demás casos y los juzgaría en un solo proceso colectivo. Si eso llegara a suceder, el bufete contaría con los recursos necesarios para seguir adelante. Confió a sus clientes que habían pedido prestados más de cuatrocientos mil dólares para llevar el caso Baker a juicio y que no podían volver a hacerlo salvo que el primer veredicto fuera confirmado.

Por pobres que fueran sus clientes, no estaban tan al borde de la ruina como sus abogados.

– ¿Y si el tribunal desestima el veredicto? -preguntó Eileen Johnson.

Estaba calva por culpa de la quimioterapia y pesaba menos de cuarenta y cinco kilos. Su marido no le había soltado la mano en lo que llevaban de reunión.

– Es una posibilidad -admitió Mary Grace-, pero confiamos en que eso no va a suceder. -Lo dijo con mayor seguridad de la que sentía. Los Payton tenían un buen pálpito respecto a la apelación, pero un abogado en su sano juicio no daría nada por sentado-. Si eso ocurre, el tribunal lo devolverá para que se repita el juicio, en parte o en su totalidad. Es difícil de predecir.

Mary Grace siguió adelante, impaciente por no seguir hablando de una posible derrota. Les aseguró que sus casos seguían recibiendo toda la atención de su bufete. Cientos de documentos se procesaban y se clasificaban cada semana. Seguían buscando expertos. Estaban en un compás de espera, pero seguían trabajando con ahínco.

– ¿Y qué pasa con esa demanda conjunta? -preguntó Curtis Knight, el padre de un adolescente que había muerto hacía cuatro años.

La pregunta pareció despabilar a los presentes. Había otros, con menos méritos, que estaban invadiendo su territorio.

– Olvidad eso -contestó Mary Grace-. Esos demandantes van al final de la cola. Solo ganan si se llega a un acuerdo, y cualquier acuerdo deberá satisfacer primero vuestras reclamaciones. Controlamos el acuerdo. No estáis compitiendo con esa gente.

La respuesta pareció tranquilizarlos.

Wes tomó la palabra para advertirles. La sentencia había aumentado la presión sobre Krane más que nunca. Seguramente habían enviado investigadores a la zona para que vigilaran a los demandantes mientras trataban de reunir información que pudiera perjudicarles. Les aconsejó que tuvieran cuidado de con quién hablaban, que desconfiaran de los extraños y que les informaran de cualquier cosa que les resultara remotamente fuera de lo normal.

Para unas personas que llevaban sufriendo tanto tiempo, no era una noticia que acogieran con agrado. Ya tenían suficiente de lo que preocuparse.

Las preguntas se sucedieron durante más de una hora. Los Payton hicieron todo lo que estuvo en sus manos para transmitirles seguridad, para mostrarles comprensión y para darles esperanzas; sin embargo, lo más duro fue intentar enfriar sus expectativas.

Si a alguno de los presentes le preocupaban las elecciones al tribunal supremo, nadie dijo nada.

20

Cuando se puso al frente y miró a la numerosa congregación que había asistido al oficio religioso ese domingo por la mañana, Ron Fisk ni siquiera sospechaba cuántos púlpitos visitaría en los siguientes seis meses, ni tampoco que ese estrado se convertiría en un símbolo de su campaña.

Agradeció a los pastores la oportunidad que le habían brindado y luego dio las gracias a la congregación, a los miembros de la iglesia baptista de Sto Luke, por su indulgencia.

– Mañana, en el juzgado de Lincoln, al final de la calle, anunciaré mi candidatura al tribunal supremo del estado de Mississippi. Doreen y yo llevamos luchando y rezando por esto varios meses. Lo hemos consultado con el pastor Rose y lo hemos hablado con nuestros hijos, nuestras familias y nuestros amigos. Y ahora que por fin hemos encontrado la paz en nuestra decisión, queremos compartirla con vosotros antes del anuncio de mañana.

Echó un vistazo a sus notas, nervioso, y continuó:

– No tengo experiencia en política; para ser sincero, nunca me había llamado la atención. Doreen y yo llevamos una vida feliz aquí, en Brookhaven; criamos a nuestros hijos, rezamos aquí con vosotros y colaboramos con la comunidad. Nos sentimos muy afortunados y damos gracias a Dios por su bondad. Damos gracias a Dios por esta iglesia y por amigos como vosotros. Sois nuestra familia.

Hizo una nueva pausa, sin poder reprimir el nerviosismo.

– Deseo ocupar ese cargo en el tribunal supremo porque respeto los valores que todos compartimos, valores extraídos de la Biblia y de nuestra fe en Cristo, porque creemos en la familia, en la unión sagrada entre hombre y mujer, en el milagro divino de la vida, en la libertad de disfrutar de la vida sin temer el crimen y la intervención del gobierno. Igual que vosotros, me frustra ver cómo se pierden nuestros valores, atacados por nuestra sociedad, nuestra depravada cultura y muchos de nuestros políticos. Sí, también por nuestros tribunales. Mi candidatura es la de un hombre que lucha contra los jueces liberales. Con vuestra ayuda puedo ganar. Gracias.

Misericordiosamente breves -ya que a continuación seguramente venía otro prolijo sermón-, las palabras de Ron fueron tan bien recibidas que incluso se oyeron unos breves aplausos mientras él regresaba a su sitio y se sentaba con su familia.

Dos horas después, mientras los fieles blancos de Brookhaven se iban a comer y los negros empezaban a ponerse en marcha, Ron dirigía sus pasos por la alfombra roja hacia el enorme estrado de la Iglesia de Dios en Cristo, de Mount Pisgah, al oeste de la ciudad, desde donde leyó una versión más larga del discurso de la mañana. (Omitió la palabra «liberales».) Dos días antes ni siquiera conocía al reverendo de la mayor congregación negra de la ciudad. Un amigo tiró de varios hilos y se formalizó una invitación.

Esa misma noche, en medio de un animado oficio divino en la iglesia pentecostal, se aferró al púlpito, esperó a que el bullicio se apagara, se presentó e hizo su llamamiento. No miró las notas, dilató un poco más su exposición y volvió a cargar contra los liberales.

De vuelta a casa, se sorprendió de la poca gente que conocía en su pequeña ciudad. Sus clientes eran compañías aseguradoras, no personas. Casi nunca se aventuraba más allá de la seguridad de su barrio, su iglesia y su círculo social. En realidad, lo prefería así.

A las nueve de la mañana del lunes se reunió en los escalones del juzgado con Doreen y los niños, su bufete, un nutrido grupo de amigos, empleados y clientes habituales del tribunal, la mayoría de los miembros de su Rotary Club y anunció su candidatura al resto del estado. No se había planeado como una presentación mediática, por lo que únicamente aparecieron unos pocos periodistas y cámaras de televisión.

Barry Rinehart era partidario de alcanzar el apogeo el día de las elecciones, no el de la presentación.

Durante quince minutos, Ron hizo los comentarios pertinentes, cuidadosamente redactados y ensayados, intercalados de numerosos aplausos, y luego respondió a las preguntas de los periodistas. A continuación, entró en el pequeño y desierto juzgado, donde concedió encantado una exclusiva de media hora a uno de los comentaristas políticos del periódico de Jackson.

Más tarde, el séquito se trasladó a tres manzanas de allí, donde Ron cortó la cinta de la puerta de la sede oficial de su campaña, en un viejo edificio que acaban de pintar y cubrir con propaganda electoral. Entre cafés y galletas, charló con los amigos, posó para fotos y concedió otra entrevista, esta a un periodista del que nunca había oído hablar. Tony Zachary estaba allí, supervisando el festejo y controlando la hora.

Al mismo tiempo, se enviaba el comunicado de prensa del anuncio de su candidatura a todos los periódicos del estado y a los diarios más importantes del sudeste del país. También se envió por correo electrónico a los miembros del tribunal supremo, a los de la asamblea legislativa, a los cargos electos del estado, a los grupos de presión inscritos en el censo, a miles de funcionarios, a los médicos con titulación para ejercer la medicina y a los letrados aceptados en el Colegio de Abogados. El censo electoral del distrito sur contaba con trescientos noventa mil votantes. Los consultores en internet de Rinehart habían encontrado direcciones de correo electrónico de una cuarta parte de ellos y los afortunados recibieron la noticia por ordenador mientras Ron seguía en el juzgado dando su discurso: Se enviaron un total de ciento veinte mil correos de una sola vez.

También se enviaron cuarenta y dos mil solicitudes de dinero por los mismos medios, junto con un mensaje que alababa las virtudes de Ron Fisk al tiempo que atacaba los males sociales causados por «jueces liberales e izquierdistas que anteponen sus agendas a las del pueblo».

Trescientos noventa mil sobres se trasladaron a la oficina central de correos desde un almacén alquilado al sur de Jackson, un edificio del que Ron Fisk no sabía nada y que nunca vería. En cada sobre iba un folleto electoral con fotos enternecedoras, una carta cordial del propio Ron, un sobre más pequeño por si alguien quería enviar un cheque y una pegatina de regalo para el parachoques. Los colores utilizados eran el rojo, el blanco y el azul, y era evidente que el diseño era profesional. Todos los detalles de la publicidad por correo eran de la mejor calidad.

A las once de la mañana, Tony trasladó el espectáculo al sur, a McComb, la undécima ciudad más grande del distrito. (Brookhaven ocupaba la decimocuarta posición, con una población de diez mil ochocientos habitantes.) Ron Fisk sonrió con aire de suficiencia mientras contemplaba el paisaje por la ventanilla del recién alquilado Chevrolet Suburban, acompañado de un voluntario llamado Guy que iba al volante, de su nuevo, aunque ya indispensable, ayudante Monte, que ocupaba el asiento del acompañante con el teléfono pegado a la oreja, y de Doreen, sentada a su lado en el espacioso asiento del medio del monovolumen. Era uno de esos momentos que había que saborear: su primera incursión en política y por la puerta grande. Cientos de partidarios entusiasmados, la prensa, las cámaras, el excitante reto del trabajo que tenían por delante, la emoción de ganar… y todo en las dos primeras horas de la campaña. La fuerte subida de adrenalina solo era un atisbo de lo que estaba por venir. Se imaginaba una gran victoria en noviembre. Se veía saltando del absoluto anonimato de ejercer su profesión en una pequeña ciudad al prestigio del tribunal supremo. Lo tenía todo a sus pies.

Tony los seguía de cerca, mientras hacía un rápido resumen a Barry Rinehart.

Ron volvió a anunciar su candidatura en el ayuntamiento de McComb. Había poca gente, pero era muy ruidosa. Aparte de unos cuantos amigos, los demás eran todos desconocidos. Después de un par de entrevistas rápidas, con fotos, lo llevaron a la pista de aterrizaje de McComb, donde embarcó en un Lear 55, un bonito avión privado de pequeñas dimensiones y líneas aerodinámicas aunque, cosa que a Ron no se le pasó por alto, mucho más pequeño que el G5 que lo había llevado a Washington. Doreen consiguió ocultar a duras penas su emoción al encontrarse por primera vez en un jet privado. Tony se les unió a bordo. Guy se alejó en el monovolumen.

Quince minutos después aterrizaron en Hattiesburg, con una población de cuarenta y ocho mil habitantes, la tercera mayor ciudad del distrito. Ron y Doreen estaban invitados a la una del mediodía a un almuerzo de oración organizado por una flexible confederación de pastores fundamentalistas. Se celebraría en un viejo Holiday Inn. Tony les esperó en el bar.

Ron escuchó más que habló mientras daban cuenta de un pollo pésimamente cocinado con judías blancas. Varios predicadores, todavía inspirados por sus labores dominicales, sintieron la necesidad de honrarlo con sus puntos de vista sobre varias cuestiones y males: Hollywood, la música rap, la cultura del famoseo, la pornografía desenfrenada, internet, el consumo de alcohol por menores y el sexo antes de la mayoría de edad, entre muchos otros. Ron asintió a todo con convicción, pero dispuesto a escapar cuanto antes. Cuando le brindaron la oportunidad de decir algo, escogió las palabras adecuadas. Doreen y él habían rezado por aquellas elecciones y sentían que Dios había oído sus oraciones. Las leyes dictadas por el hombre deberían intentar emular las leyes divinas. Solo los hombres con una visión moral clara deberían juzgar los problemas de los demás. Etcétera. Obtuvo una rotunda aprobación de los presentes.

Una vez finalizado el encuentro, Ron se dirigió a un par de docenas de simpatizantes, en el exterior del juzgado de distrito del condado de Forrest. La cadena de televisión de Hattiesburg cubrió la noticia. Tras unas cuantas preguntas, se paseó por Main Street, estrechó la mano a todo el mundo, entregó sus elegantes folletos y entró en los despachos de abogados para saludarlos un momento. A las tres y media, el Lear 55 despegó y se dirigió hacia la costa. A ocho mil pies y subiendo, sobrevoló el extremo sudoeste del condado del Cáncer.

Guy les esperaba con el monovolumen en el aeropuerto comarcal de Gulfport-Biloxi. Ron se despidió de Doreen con un beso y el avión la llevó de vuelta a McComb. Allí, otro coche la llevaría hasta Brookhaven. Ron volvió a anunciar su candidatura en el palacio de justicia del condado, respondió a las mismas preguntas y luego concedió una larga entrevista para el Sun H erald.

Biloxi era el hogar de Sheila McCarthy. Estaba junto a Gulfport, la mayor ciudad del distrito sur, con una población de sesenta y cinco mil habitantes. Biloxi y Gulfport eran las principales ciudades de la costa, una zona a lo largo del golfo compuesta por tres condados, que recogía el 60 por ciento de los votos. Al este estaban Ocean Springs, Gautier, Moss Point, Pascagoula y luego Mobile. Al oeste estaban Pass Christian, Long Beach, Waveland, Bay St. Louis y luego Nueva Orleans.

Tony había planeado que Ron invirtiera allí la mitad del tiempo que durara la campaña. A las seis de la tarde, el candidato conoció su oficina de la costa, un establecimiento de comida rápida remodelado, en la carretera 90, la vía de cuatro carriles más transitada que bordeaba la playa. Carteles de vivos colores inundaban la zona que rodeaba las oficinas, y una gran multitud se reunió allí para oír y ver al candidato. Ron no conocía a nadie. Tony tampoco. Prácticamente todos eran empleados de alguna de las compañías que financiaban indirectamente la campaña. La mitad trabajaban en la oficina regional de una compañía nacional de seguros de automóviles. Cuando Ron llegó y vio las oficinas, la decoración y la gente, se maravilló de la capacidad organizativa de Tony Zachary. Aquello iba a ser más sencillo de lo que había pensado.

Los casinos eran el motor principal de la economía de la zona del golfo, así que Ron se ahorró sus comentarios moralistas e hizo hincapié en su enfoque conservador en cuanto a la administración de la justicia. Habló de él, de su familia, del equipo de béisbol infantil invicto de su hijo Josh y, por primera vez, expresó su preocupación por los índices de delincuencia del estado y por la aparente desidia a la hora de ejecutar a asesinos convictos.

Clete Coley habría estado orgulloso de él.

Esa noche se celebró una elegante cena a mil dólares el plato en el Biloxi Yacht Club, para recaudar fondos. Los comensales eran una amalgama de empresarios, banqueros, médicos y abogados de aseguradoras. Tony contó ochenta y cuatro asistentes.

Esa noche, mucho más tarde, Tony llamó a Barry Rinehart para hacerle el resumen del gran día mientras Ron dormía en la habitación de aliado. No había sido tan vistoso como la espectacular entrada en escena de Clete, pero sí mucho más productivo. Su candidato se había desenvuelto muy bien.

El segundo día empezó a las siete y media de la mañana con un almuerzo de oración en un hotel a la sombra de los casinos. Estaba patrocinado por un grupo de reciente creación, llamado Coalición de Hermanos. La mayoría de los asistentes eran pastores fundamentalistas que pertenecían a diversas ramas del cristianismo. Ron aprendía a marchas forzadas la estrategia de adaptarse a la audiencia y se sintió como en casa hablando sobre su fe y de cómo esta daría forma a sus decisiones en el tribunal supremo. Hizo hincapié en su largo servicio como diácono y profesor de catequesis, y casi se le quebró la voz al recordar el bautizo de su hijo. Una vez más, obtuvo la aprobación de los presentes de inmediato.

Al menos medio estado desayunó con los periódicos matutinos en los que aparecían anuncios electorales a toda página del candidato Ron Fisk. El de The Clarion-Ledger de Jackson incorporaba una bonita foto con un titular en negrita que rezaba «Reforma judicial». En letra más pequeña podían leerse los pertinentes datos biográficos de Ron, que ponían énfasis en su pertenencia a organizaciones cívicas, su iglesia y a la Asociación Americana del Rifle. En letra aún más pequeña podían leerse sus impresionantes referencias: grupos de familia, activistas cristianos conservadores, pastores y asociaciones que parecían incluir al resto de la humanidad; médicos, enfermeras, hospitales, dentistas, hogares de ancianos, farmacéuticos, pequeños comerciantes, inmobiliarias, bancos, aseguradoras (de salud, de vida, médicos, contra incendios, de enfermedad, de negligencia profesional), contratistas, arquitectos, empresas energéticas, compañías de gas natural y tres grupos de «relaciones legislativas» que representaban a los fabricantes de prácticamente todos los productos que pudieran encontrarse en el mercado.

En otras palabras: todo aquel susceptible de ser demandado y que, por tanto, pagaba primas en su seguro para cubrir esa contingencia. La lista olía a dinero y proclamaba que Ron Fisk, un desconocido hasta esos momentos, era uno de los candidatos que había que tomar en serio.

El anuncio de The Clarion-Ledger de Jackson había costado doce mil dólares, nueve mil el del Sun Herald de Biloxi y cinco mil el del Hattiesburg American.

La suma total de los dos días de promoción de Fisk rozaba los cuatrocientos cincuenta mil dólares, sin incluir los gastos de viaje, el avión y el asalto a internet. Gran parte de ese dinero se había invertido en publicidad por correo.

Ron pasó el resto del martes y el miércoles en la costa; cada minuto de su tiempo estaba planeado de antemano con precisión. En todas las campañas solían surgir imprevistos de última hora, pero no con Tony al frente. Presentaron la candidatura en los tribunales de los condados de Jackson y Hancock, rezaron con los pastores, se detuvieron en docenas de bufetes de abogados, patearon calles abarrotadas repartiendo folletos y estrechando manos. Ron incluso besó a su primer niño. y todo quedó grabado por un equipo de televisión.

El jueves, Ron realizó seis paradas más por todo el sur de Mississippi y luego volvió apresuradamente a Brookhaven para cambiarse de ropa. El partido empezaba a las seis y Dore en ya estaba allí con los niños. Los Raiders estaban calentando y Josh era el pitcher. El equipo estaba en el banquillo escuchando atentamente a un ayudante cuando el entrenador Fisk apareció de improviso y tomó las riendas.

Había acudido bastante gente a ver el partido. Ron ya se sentía como alguien famoso.

En vez de llevar a cabo sus labores jurídicas, los dos letrados de Sheila se pasaron el día recopilando artículos de prensa sobre la presentación de Ron Fisk. Habían reunido los anuncios a toda página de diferentes periódicos, seguían las noticias por internet y, a medida que la carpeta crecía, sus ánimos se desinflaban.

Sheila intentó seguir adelante con su trabajo como si no ocurriera nada. Su mundo se venía abajo, pero fingió no darle importancia. En privado, yeso solía significar una sesión a puerta cerrada con Big Mac, se mostraba conmocionada y abrumada. Fisk debía de estar gastándose un millón de dólares y ella no había recaudado prácticamente nada.

Clete Coley la había convencido de que no tenía nada que temer de sus oponentes. Habían ejecutado la emboscada de Fisk con tanta brillantez que tenía la sensación de haber sido abatida en el campo de batalla.

El consejo directivo de la Asociación de Abogados Litigantes de Mississippi convocó una reunión urgente el jueves por la tarde en Jackson. El presidente actual era Bobby Neal, un abogado veterano con muchas sentencias a la espalda y un largo historial al servicio de la ALM. Estaban presentes dieciocho de los veinte directores, un récord de asistencia en muchos años.

El consejo, por naturaleza, estaba formado por un conjunto de abogados apasionados y taxativos que trabajaban según sus propias reglas. Algunos de ellos ni siquiera habían tenido nunca un jefe. La mayoría se había abierto camino con uñas y dientes desde los escalafones más bajos de la profesión hasta alcanzar una posición de gran respetabilidad, al menos en su opinión. Para ellos, no había cometido más digno en esta vida que representar a los pobres, los indefensos, los parias y los atribulados.

Por lo general, las reuniones se alargaban, todo el mundo gritaba y solían iniciarse con una lucha por tener la palabra. Eso cuando se trataba de una reunión normal. El mismo grupo en una situación de emergencia, con la espalda contra la pared por la repentina e inminente amenaza de perder a uno de sus aliados más digno de confianza del tribunal supremo, llevaba a que los dieciocho empezaran a discutir a la vez. Todos tenían la solución. Barbara Mellinger y Skip Sánchez estaban sentados en un rincón, en silencio. N o se había servido alcohol. Ni cafeína. Solo agua.

Tras una media hora bastante bulliciosa, Bobby Neal logró imponer algo parecido al orden. Consiguió captar su atención al informarles de la entrevista de una hora que había mantenido esa misma mañana con la jueza McCarthy.

– Está muy animada -dijo, sonriente, uno de los pocos que se atrevían-. Está trabajando duro y no quiere que nada la distraiga de sus tareas. Sin embargo, conoce la política y me ha asegurado que pondrá en marcha una campaña enérgica y que tiene intención de ganar. Le he prometido nuestro apoyo incondicional.

Hizo una pequeña pausa antes del giro efectista.

– No obstante, la entrevista me ha parecido un poco descorazonadora. Clete Coley anunció su candidatura hace cuatro semanas y Sheila ni siquiera tiene todavía un jefe de campaña. Ha recaudado algo de dinero, pero no ha querido decirme cuánto. Me dio la impresión de que se había relajado demasiado con lo de Coley y que había acabado convenciéndose de que ese tipo era un imbécil sin credibilidad. Creyó que podía bajar la guardia. Ahora ha cambiado drásticamente de idea. No duerme y le toca correr para no quedarse atrás. Como ya sabemos por experiencia, poco dinero va a recaudar si no se lo prestamos nosotros.

– Se necesitaría un millón de dólares para vencer a ese tipo -dijo alguien, aunque la observación quedó ahogada por comentarios burlones.

Con un millón no tendrían ni para empezar. Los reformistas del sistema de agravios se habían gastado dos millones para presentarse contra el juez McElwayne y solo habían perdido por tres mil votos. Esta vez se gastarían más porque estaban mejor organizados y porque para ellos ya era una cuestión de orgullo. Además, el tipo que se presentó contra McElwayne era un pobre desgraciado que no había pisado un tribunal en su vida y que se había pasado los últimos diez años enseñando Ciencias Políticas en una escuela universitaria. Ese tipo, Fisk, era un abogado de verdad.

Continuaron hablando de Fisk, y en cierto momento había en ebullición cuatro animadas conversaciones a la vez, como mínimo.

Bobby Neallos recondujo lentamente hacia el orden del día, haciendo repiquetear el vaso sobre la mesa.

– Somos un total de veinte en este consejo. Si aportamos diez mil cada uno, ahora mismo, al menos se podría organizar la campaña de Sheila.

El silencio se hizo de repente. Se oyeron suspiros profundos. Algunos bebieron agua. Todos buscaron otras miradas que aprobaran o disintieran de la audaz proposición.

– Esto es ridículo -gritó alguien, al final de la mesa.

Las luces parpadearon. Los ventiladores del aire acondicionado se detuvieron. Todo el mundo miró boquiabierto a Willy Benton, un pequeño irlandés de sangre caliente, de Biloxi. Benton se levantó poco a poco y extendió las manos. Ya conocían sus apasionadas recapitulaciones y se prepararon para la que se avecinaba. Los jurados lo encontraban irresistible.

– Señores y señora, es el principio del fin, no nos engañemos. Las fuerzas del mal, esas que quieren cerrar las puertas de los tribunales a cal y canto y negar a nuestros clientes sus derechos, ese mismo grupo de presión a favor del empresariado que ha desfilado lenta y metódicamente a lo largo y ancho de este país y ha comprado un cargo tras otro en los tribunales supremos, ese mismo hatajo de gilipollas ya está aquí, aporreando nuestras puertas. Ya habéis visto sus nombres en los anuncios de ese Fisk. Es una conjura de necios, pero tienen dinero. Si no me equivoco, contamos con una mayoría en el tribunal supremo gracias a un solo voto, y estamos aquí sentados, el único grupo que puede enfrentarse a esos matones y estamos discutiendo cuánto deberíamos aportar. Yo os diré cuánto deberíamos aportar: ¡todo! Porque si no lo hacemos, el ejercicio del derecho tal como lo conocemos desaparecerá. No volveremos a llevar casos porque no podremos ganarlos. No existirá una próxima generación de abogados litigantes.

»Doné cien mil dólares a la campaña del juez McElwayne, y todo se decidió en la recta final. Haré lo mismo por la jueza McCarthy. No tengo avión. No llevo procesos de responsabilidad civil ni me forro con minutas desorbitadas. Ya me conocéis. Soy de la vieja escuela: un caso por vez, un juicio detrás de otro. Pero volveré a sacrificarme, y vosotros deberíais hacer lo mismo. Todos tenemos caprichos. Si no podéis aportar cincuenta mil cada uno, entonces abandonad esta junta y volved a casa. Sabéis que podéis permitíroslo. Vended un piso, un coche, un barco, saltaros un par de vacaciones. Empeñad los diamantes de vuestra mujer. Pagáis a vuestras secretarias cincuenta de los grandes al año. Sheila McCarthy es mucho más importante que cualquier secretaria o socios.

– El límite es cinco mil por persona, Willy -dijo alguien.

– Ya nos salió el listillo -replicó-. Tengo mujer e hijos.

Ahí ya tienes treinta de los grandes. También tengo dos secretarias y algunos clientes satisfechos. A final de la semana habré reunido cien mil dólares, y todos los aquí presentes podéis hacer lo mismo.

Volvió a sentarse, acalorado.

– ¿Cuánto le dimos al juez McElwayne? -preguntó Bobby Neal al cabo de un largo silencio dirigiéndose a Barbara Mellinger.

– Un millón doscientos, de unos trescientos abogados litigantes.

– ¿ Cuánto recaudó en total?

– Un millón cuatrocientos.

– ¿Cuánto crees que necesitaría McCarthy para ganar? Barbara y Skip Sánchez llevaban tres días discutiendo aquella cuestión.

– Dos millones -contestó, sin vacilar.

Bobby Neal frunció el ceño, recordando los esfuerzos para recaudar que habían hecho dos años atrás en nombre de Jimmy McElwayne. Habría sido menos doloroso que le sacaran un diente sin anestesia.

– Entonces tenemos que reunir dos millones de dólares -dijo, decidido.

Todos asintieron con la cabeza, muy serios, como si estuvieran de acuerdo con la cifra. Se concentraron en el nuevo reto que tenían sobre la mesa y se inició un acalorado debate acerca de cuánto debía aportar cada uno. Los que ganaban mucho, también gastaban mucho. Los que tenían problemas para llegar a final de mes, temían comprometerse a donar más de lo que tenían. Uno de ellos admitió que había perdido los últimos tres juicios y que en esos momentos estaba en la ruina. Otro, un brillante abogado especializado en causas de responsabilidad civil, con avión propio, prometió ciento cincuenta mil dólares.

Levantaron la sesión sin haber llegado a un acuerdo sobre una cantidad concreta, lo cual no extrañó a ninguno de ellos.

21

La fecha límite para la presentación de candidaturas pasó sin mayor novedad. Nadie se presentó contra los jueces Calligan, del distrito central, o Bateman, del distrito norte, por lo que estarían a salvo durante otros ocho años. El historial de ambos demostraba que eran muy poco compasivos con víctimas de accidentes, consumidores y acusados de crímenes y, por tanto, el empresariado los tenía en gran estima. En el ámbito comarcal, solo dos jueces de distrito tuvieron oponentes.

Uno de ellos era el juez Thomas Alsobrook Harrison IV. Una hora antes de que terminara el plazo de presentación, una abogada inmobiliaria llamada Joy Hoover presentó la documentación necesaria y empezó a caldear el ambiente en un comunicado de prensa. Era una activista política del lugar, con buena reputación y conocida en el condado. Su marido era un pediatra famoso que operaba en sus ratos libres en una clínica gratuita para madres sin medios.

Tony Zachary y Visión Judicial habían reclutado a Hoover. Fue un regalo de Barry Rinehart a Carl Trudeau, que, en varias ocasiones durante sus charlas con Rinehart, había expresado su intensa animadversión hacia el juez que había presidido el caso Baker. Ese juez ahora estaría muy ocupado y no podría inmiscuirse, como había hecho, encantado, en otras elecciones. Por cien mil miserables dólares, el juez Harrison tenía asuntos más serios sobre la mesa a los que prestar su atención.

Rinehart conspiraba en varios frentes, y escogió un tranquilo día de finales de julio para lanzar el siguiente misil.

Dos homosexuales, Al Meyerchec y Billy Spano, habían llegado a Jackson tres meses antes. Habían alquilado un pequeño apartamento cerca de Millsaps College, se habían inscrito en el censo y les habían expedido carnets de conducir de Mississippi. Los antiguos eran de Illinois. Dijeron ser ilustradores autónomos, que trabajaban en casa. No hablaban ni salían con nadie.

El 24 de junio, entraron en la oficina de la secretaría judicial del juzgado de distrito del condado de Hinds y pidieron la documentación necesaria para solicitar una licencia de matrimonio. La secretaria se la denegó e intentó explicarles que las leyes del estado no permitían el matrimonio entre personas del mismo sexo. La situación se volvió tensa, Meyerchec y Spano dijeron palabras acaloradas y finalmente se fueron. A continuación, llamaron a un periodista de The Clarion-Ledger y le contaron su versión.

Al día siguiente, regresaron a la oficina de la secretaria judicial con el periodista y el fotógrafo y volvieron a solicitar la documentación. Cuando se la denegaron, empezaron a gritar y a amenazarla con demandarla. Al día siguiente, la historia aparecía en la primera plana acompañada de una fotografía de los dos hombres vociferando ante la pobre secretaria. Contrataron a un abogado radical, le pagaron diez mil dólares y consiguieron que el caso llegara a los tribunales. El nuevo juicio volvió a aparecer en los titulares.

Fue una noticia impactante. Las historias de homosexuales que intentaban contraer matrimonio legalmente eran habituales en lugares como Nueva York, Massachusetts y California, pero insólitas en Mississippi. ¿Adónde iríamos a parar?

Un artículo de investigación reveló que los hombres acababan de llegar a la ciudad, que eran unos auténticos desconocidos en la comunidad gay y que no estaban vinculados con ningún negocio, familia, ni con nada en aquel estado. Aquellos de quienes podía esperarse no tardaron en proferir su más viva repulsa. Un senador local aseguró que las leyes estatales regulaban aquellas cuestiones y que dichas leyes no iban a cambiar, al menos mientras él siguiera en la asamblea legislativa. No pudieron localizar a Meyerchec y a Spano para saber su opinión. Su abogado dijo que habían salido de viaje de negocios. Lo cierto era que habían vuelto a Chicago, donde uno trabajaba de interiorista y el otro llevaba un bar. Conservarían la residencia legal en Mississippi y solo volverían cuando el juicio lo precisara.

Jackson volvió a verse golpeada por un nuevo crimen brutal. Tres hombres, armados con rifles de asalto, irrumpieron en un dúplex alquilado y ocupado por unos veinte inmigrantes ilegales de México. Los mexicanos trabajaban dieciocho horas diarias, ahorraban hasta el último centavo y lo enviaban todo a casa una vez al mes. Ese tipo de asaltos no eran raros en Jackson y en otras ciudades del sur. En pleno caos, con los mexicanos corriendo por todas partes, sacando el dinero de debajo de las baldosas y detrás de las paredes, y chillando desesperados en español mientras los pistoleros les gritaban en un rudimentario inglés, uno de los mexicanos sacó una pistola y disparó varias veces, sin alcanzar a nadie. Los hombres armados respondieron y el caos se convirtió en un infierno. Cuando acabó el tiroteo, había cuatro mexicanos muertos, otros tres estaban heridos y los hombres armados habían desaparecido en la oscuridad de la noche. Se estimaba que se habían llevado unos ochocientos dólares, pero la policía nunca lo sabría seguro.

Barry Rinehart no podía apuntarse el suceso como una de sus creaciones, pero le complació oír hablar de él.

Una semana después, en un mitin patrocinado por una asociación comprometida con hacer cumplir la ley, Clete Coley aprovechó el crimen y volvió a la carga, con saña, a sus diatribas habituales acerca de la violencia descontrolada y alimentada por un tribunal liberal que restringía las ejecuciones en Mississippi. Señaló a Sheila McCarthy, sentada en el escenario junto a Ron Fisk, y la acusó con severidad por la poca disposición del tribunal a utilizar la sala de ejecuciones en Parchman. La gente lo adoraba.

Ron Fisk no quiso ser menos. Cargó contra las bandas, las drogas y el desorden, y criticó al tribunal supremo, aunque con un lenguaje más suave. A continuación, desveló un plan de cinco puntos para racionalizar las apelaciones de penas capitales, mientras su personal repartía las proposiciones específicas entre los asistentes. Fue un espectáculo impresionante, y Tony, sentado al fondo, quedó encantado con la actuación.

Cuando la jueza McCarthy se acercó al estrado, la gente estaba dispuesta a echarle piedras. Les explicó con toda calma las complejidades de las apelaciones de las penas de muerte y les aseguró que el tribunal dedicaba casi todo su tiempo a dirimir esos casos tan difíciles. Hizo hincapié en la necesidad de ser prudentes y concienzudos para asegurar que se respetaban los derechos de los acusados. La ley no conoce mayor carga que la de proteger los derechos de aquellos que la sociedad ha decidido ejecutar. Les recordó que había como mínimo ciento veinte hombres y mujeres condenados a la pena de muerte que luego habían sido completamente exonerados, dos en Mississippi. Algunos habían pasado más de veinte años en el corredor de la muerte. En los nueve años que llevaba en la judicatura, había participado en cuarenta y ocho casos de pena de muerte. De esos, había votado con la mayoría en veintisiete ocasiones para confirmar las condenas, pero solo después de asegurarse de que los acusados habían tenido un juicio justo. En los demás casos, había votado a favor de revocar las sentencias y solicitar la revisión del proceso. No se arrepentía ni de un solo voto. N o se consideraba liberal, ni conservadora, ni moderada. Era jueza del tribunal supremo y había jurado revisar las causas que llegaban a sus manos y hacer cumplir la ley. Sí, personalmente se oponía a la pena de muerte, pero jamás había puesto sus convicciones por delante de las leyes del estado.

Al final de su discurso, se oyeron algunos desangelados aplausos, aunque únicamente por educación. Era difícil no admirar su franqueza y valentía. Habría quien la votaría, pocos, pero era indudable que la mujer sabía de qué hablaba.

Era la primera vez que los tres candidatos hacían una aparición conjunta, así como también la primera en la que Tony veía actuar a la jueza McCarthy bajo presión.

– Será un hueso duro de roer -informó a Barry Rinehart-. Sabe de qué habla y se mantiene firme.

– Sí, pero está a dos velas -contestó Barry, riendo-. Esto es una campaña y aquí lo que manda es el dinero.

McCarthy no estaba tan a dos velas, pero la campaña no había empezado con buen pie. No tenía director de campaña, alguien que coordinara las cincuenta cosas que había que hacer de inmediato mientras seguía coordinando un millar más para más adelante. Había ofrecido el puesto a tres personas. Las dos primeras lo habían rechazado después de pensárselo durante veinticuatro horas. La tercera había aceptado, aunque al cabo de una semana se desdijo.

Una campaña es una pequeña y frenética empresa que se desarrolla bajo gran presión y con el conocimiento de que tendrá una vida muy corta. El personal a tiempo completo trabaja sin descanso durante horas por un sueldo irrisorio. La aportación de los voluntarios es inestimable, pero no siempre se puede confiar plenamente en ellos. Un director de campaña enérgico y decidido es fundamental.

Seis semanas después del anuncio de la candidatura de Fisk, la jueza McCarthy había conseguido abrir una oficina de campaña en Jackson, cerca de su piso, y otra en Biloxi, cerca de su casa. Ambas estaban dirigidas por viejos amigos y voluntarios, que se ocupaban de reclutar más personal y llamar a donantes potenciales. Había montañas de pegatinas y carteles, pero la campaña no había conseguido encontrar una empresa fiable que se encargara de la propaganda, la publicidad por correo y, con un poco de suerte, los anuncios televisivos. Contaban con una página web muy básica, pero eso era todo en cuanto a internet. Sheila había recibido trescientos veinte mil dólares en contribuciones, de los cuales todos menos treinta mil provenían de los abogados litigantes. Bobby Neal y el consejo le habían prometido por escrito que los miembros de la ALM le donarían al menos un millón, y ella no dudaba de que así sería. Sin embargo, hacer promesas era mucho más fácil que firmar cheques.

Además, el hecho de tener un trabajo muy exigente, que no podía descuidar, complicaba aún más la organización de la campaña. El tribunal estaba colapsado con causas que debían haber sido despachadas hacía meses; soportaba la presión constante de no poder ponerse nunca al día. Las apelaciones no paraban de llegar y había vidas en juego: las de los hombres y mujeres que se encontraban en el corredor de la muerte; las de niños que iban arriba y abajo en divorcios conflictivos; las de trabajadores gravemente accidentados que esperaban un dictamen final que, con un poco de suerte, aliviara sus males. Algunos de sus colegas eran lo bastante profesionales para distanciarse de la gente de carne y hueso que había detrás de los casos que debían considerar, pero Sheila no había sido capaz de hacerlo nunca.

Sin embargo, era verano y el calendario no era tan riguroso. Libraba los viernes y se pasaba largos fines de semana en la carretera, visitando el distrito. Trabajaba duro de lunes a jueves y luego se convertía en una candidata. Había decidido pasar el mes organizando la campaña y poniéndose al día.

Su primer oponente, el señor Coley, solía holgazanear de lunes a viernes, descansando de los rigores de la mesa de blackjack. Solo jugaba de noche y, por tanto, tenía tiempo de sobra para dedicar a la campaña si lo deseaba. Generalmente no lo hacía. Aparecía por algunas ferias de condado y lanzaba pintorescos discursos a un público entusiasta. Si los voluntarios de Jackson estaban de humor, se acercaban hasta donde él estuviera, desplegaban los Rostros de los Muertos y Clete subía el volumen. Todas las poblaciones contaban con un puñado de asociaciones cívicas, la mayoría de las cuales siempre andaban buscando oradores. Corrió el rumor de que el candidato Coley animaba las comidas, por lo que recibía una invitación o dos cada semana. Dependiendo del viaje, y de la intensidad de la resaca, consideraba la proposición. A finales de julio, su campaña había recibido veintisiete mil dólares en donaciones, más que suficiente para cubrir los gastos del monovolumen de alquiler y sus guardaespaldas a tiempo parcial. También se había gastado seis mil en folletos. Todo político debía tener algo que repartir.

Sin embargo, el segundo oponente de Sheila dirigía una campaña que funcionaba como un motor bien engrasado. Ron Fisk trabajaba duro en su despacho lunes y martes y luego se lanzaba a la carretera para seguir un programa muy detallado del que solo se libraban las poblaciones más pequeñas. Gracias al Lear 55 y a un King Air, tanto él como sus acompañantes recorrieron el distrito en muy poco tiempo. A mitad de julio, había un comité organizado en cada uno de los veintisiete condados, y Ron había hecho un discurso, como mínimo, en todos ellos. Hablaba en centros cívicos, cuarteles de bomberos voluntarios, meriendas en las bibliotecas, asociaciones de abogados del condado, clubes de motoristas, festivales de música folk, ferias de condado e iglesias… iglesias y más iglesias. Al menos la mitad de sus discursos los lanzaba desde un púlpito.

Josh jugaba el último partido de béisbol de la temporada el 18 de julio, por lo que su padre aún contaría con más tiempo para hacer campaña. El entrenador Fisk no se había perdido ni un solo partido, aunque el equipo se vino abajo cuando anunció su candidatura. La mayoría de los padres estaban convencidos de que no había tenido nada que ver.

En las zonas rurales, el mensaje de Ron siempre era el mismo: por culpa de los jueces liberales, nuestros valores están siendo atacados por aquellos que defienden el matrimonio homosexual, el control de armas, el aborto y el libre acceso a la pornografía por internet. Esos jueces tenían que ser sustituidos. La Biblia estaba por encima de todo. Las leyes dictadas por los hombres venían a continuación, pero como juez del tribunal supremo, conseguiría reconciliar ambas cuando fuera necesario. Iniciaba todos los discursos con una breve plegaria.

En las zonas menos rurales, dependiendo del auditorio, solía alejarse un poco de la derecha recalcitrante y hacía más hincapié en la pena de muerte. Ron descubrió que a la gente le fascinaban las historias truculentas de crímenes brutales cometidos por hombres que habían sido condenados a muerte hacía veinte años. Introdujo un par en sus charlas habituales.

Sin embargo, independientemente de dónde estuviera, la cuestión del malvado-juez-liberal dominaba sus discursos. Al cabo de un centenar de ellos, Ron había acabado convenciéndose de que Sheila McCarthy era una izquierdista radical que había causado muchos de los problemas sociales del estado.

En cuanto al dinero, con Barry Rinehart tirando de los hilos, las contribuciones llegaban de manera constante, gracias a lo cual consiguieron ir al día con los gastos. El 30 de junio, la primera fecha límite para presentar informes económicos, la campaña de Fisk había recibido quinientos diez mil dólares de dos mil doscientas personas. De sus contribuyentes, solo treinta y cinco habían donado el máximo de cinco mil dólares y todos residían en Mississippi. El 90 por ciento de los donantes eran del estado.

Barry sabía que los abogados litigantes examinarían con lupa a los contribuyentes con la esperanza de descubrir que estuviera entrando dinero a raudales procedente de fuera del estado, de intereses empresariales. Había sido uno de los asuntos problemáticos con el que ya se había topado en otras campañas y no tenía intención de tropezar con la misma piedra en las elecciones de Fisk. Confiaba en recaudar grandes sumas de dinero fuera del estado, pero esas donaciones entrarían en el momento adecuado, al final de la campaña, cuando las propicias leyes informativas estatales impidieran que fueran un problema. Por el contrario, los informes de McCarthy demostraron que eran los abogados litigantes quienes estaban financiándola, y Barry sabía muy bien cómo utilizar aquella baza en su favor.

Barry también había recibido los resultados de la última encuesta, que no tenía intención de compartir con el candidato. El 25 de Junio, la mitad de los votantes censados sabían que había unas elecciones. De ellos, el 24 por ciento se inclinaba a favor de Ron Fisk, el 16 por ciento a favor de Sheila McCarthy y ellO por ciento a favor de Clete Coley. Las cifras prometían. En menos de dos meses, Barry había dado forma a un abogado desconocido que jamás había vestido la toga y lo había lanzado por delante de una oponente con nueve años de experiencia y todavía no habían pasado ni un solo anuncio por televisión.

El 1 de júlio, New Vista Bank, una cadena nacional con sede en Dallas, compró el Second State Bank. Huffy llamó a Wes Payton para darle la noticia, y parecía optimista. A la sucursal de Hattiesburg le habían asegurado que no iba a cambiar nada, solo el nombre. Los nuevos dueños habían revisado el préstamo, le habían hecho preguntas sobre los Payton y parecía que Huffy les había convencido de que la deuda sería satisfecha tarde o temprano.

Los Payton enviaron a Huffy un cheque de dos mil dólares por cuarto mes consecutivo.

22

En otra vida, Nathaniel Lester había sido un flamante abogado criminalista con un don especial para ganar casos de asesinato. Llegó un momento, de eso hacía dos décadas, en que consiguió doce veredictos de no culpabilidad consecutivos, prácticamente todos en pequeñas ciudades de Mississippi, en lugares donde a los acusados de crímenes atroces suele considerárseles culpables desde el momento de la detención. Su fama atrajo clientes que necesitaban asesoramiento civil, no penal, y su modesto bufete, en Mendenhall, prosperó considerablemente.

Nat obtuvo sentencias generosas y negoció acuerdos incluso más beneficiosos. Acabó especializándose en daños personales graves producidos en plataformas petrolíferas, a las que acudían muchos hombres del lugar atraídos por los salarios elevados. Era miembro activo de varios grupos de abogados litigantes, donaba grandes sumas a los candidatos políticos, se había construido la casa más grande de la ciudad, se había casado varias veces y había empezado a beber demasiado. La bebida, junto con una sucesión de acusaciones por falta de ética y diversas refriegas legales, le obligó a aminorar la marcha y, cuando finalmente se vio acorralado, renunció a su licencia de abogado para evitar una pena de prisión. Se fue de Mendenhall, volvió a casarse, dejó la bebida y resurgió en Jackson, donde abrazó el budismo, el yoga, se hizo vegetariano y adoptó un estilo de vida más sencillo. Una de las pocas decisiones inteligentes que había tomado durante su momento de mayor apogeo había sido la de guardar parte del dinero.

Durante la primera semana de agosto estuvo dando la lata a Sheila McCarthy hasta que esta aceptó ir a comer con él. No había abogado en el estado que no hubiera oído hablar del atípico ex abogado, por lo que Sheila estaba comprensiblemente nerviosa. Mientras daban cuenta del tofu y de la col de Bruselas que habían pedido, Lester se ofreció como director de campaña de manera gratuita. Volcaría toda su energía desbordante únicamente en las elecciones durante los siguientes tres meses. Sheila empezó a inquietarse. El cabello gris le llegaba hasta los hombros y llevaba pendientes de diamante que, aunque eran muy pequeños, seguían siendo visibles. También lucía un tatuaje en un brazo y Sheila no quería pensar en cuántos más tendría ni dónde se los habría hecho. Vestía vaqueros, calzaba sandalias y unas cuantas llamativas pulseras de cuero adornaban sus muñecas.

Claro que Nat no había llegado a ser un exitoso abogado litigante por ser insípido y poco persuasivo. Todo lo contrario. Conocía el distrito, los pueblos, los tribunales y la gente que los presidía. Odiaba profunda y enconadamente al gran capital y sus influencias, y se aburría, por lo que buscaba guerra.

Sheila acabó cediendo y lo invitó a unirse a ella. De vuelta a casa, se cuestionó si había hecho bien, pero tenía el presentimiento de que Nathaniel Lester era el empujón que su campaña necesitaba desesperadamente. Sus propias encuestas demostraban que estaba a cinco puntos de Fisk y empezaba a sentir cierta desesperación.

Volvieron a verse esa noche, en las oficinas centrales de Jackson. Tras una reunión de cuatro horas, Nat asumió el control. Con una combinación de ingenio, encanto y reproches, exaltó los ánimos del variopinto personal de Sheila. Para demostrar su valía, llamó a tres abogados litigantes de Jackson, a sus casas, y después de unos cuantos halagos, les preguntó por qué narices no habían enviado todavía dinero para la campaña de McCarthy. Usando un manos libres, los avergonzó, los engatusó, los reprendió y se negó a colgar hasta que le prometieron contribuciones significativas, tanto de ellos como de sus familiares, clientes y amigos. N o enviéis los cheques, les dijo, él personalmente se acercaría antes del día siguiente al mediodía y los recogería en mano. Las tres aportaciones ascendían a un total de setenta mil dólares. Desde ese momento, Nat se hizo cargo de la campaña.

Al día siguiente recogió los cheques y se dedicó a llamar a todos los abogados litigantes del estado. Se puso en contacto con grupos sindicales y líderes de la comunidad negra. Despidió a un miembro del personal y contrató a otros dos. Al final de la semana, Sheila recibió a primera hora una versión impresa del programa diario confeccionado por Nat. La jueza discutió un poco, pero no mucho. Nat estaba trabajando dieciséis horas al día y esperaba lo mismo tanto de la candidata como de todos los demás.

Wes se detuvo en casa del juez Harrison, en Hattiesburg, para comer con él. Con una treintena de casos pendientes relacionados con Bowmore, sería muy poco prudente que los vieran en público. A pesar de que no tenían ninguna intención de hablar de trabajo, aquella familiaridad entre ambos habría sido considerada inapropiada. Tom Harrison había extendido la invitación a Wes y a Mary Grace, cuando tuvieran tiempo. Mary Grace estaba fuera de la ciudad y le enviaba sus disculpas.

Quería hablar de política. El juzgado de distrito de Tom cubría Hattiesburg, el condado de Forrest y los tres condados rurales de Cary, Lamar y Perry. Casi el 80 por ciento de los votantes censados vivían en Hattiesburg, hogar tanto de él como de J ay Hoover, su oponente. A Hoover le iría bien en ciertas circunscripciones de la ciudad, pero el juez Harrison estaba convencido de que a él le iría mejor. Tampoco le preocupaban los condados más pequeños. De hecho, daba la impresión de que la idea de perder no le quitaba el sueño. Parecía que Hoover estaba bien financiada, seguramente con dinero procedente de fuera del estado, pero el juez Harrison conocía su distrito y le gustaba la política comarcal.

El condado de Cary era el menos poblado de los cuatro y estaba cada vez más deshabitado gracias a Krane Chemical, en gran medida, y a su historial de vertidos tóxicos. Evitaron esa cuestión y charlaron sobre varios políticos, tanto de Bowmore como de los alrededores. Wes le aseguró que los Payton, así como sus clientes, amigos, el pastor Denny Ott y la familia de Mary Grace, harían todo lo posible para que el juez Harrison saliera reelegido.

La conversación derivó hacia las demás elecciones, sobre todo hacia la de Sheila McCarthy. La jueza se había pasado por Hattiesburg hacía dos semanas y había estado media hora en el bufete de los Payton, donde, incómoda, evitó hacer mención del litigio de Bowmore mientras recolectaba votos. Los Payton le confesaron que no tenían dinero con que contribuir, pero le prometieron trabajar horas extra para que saliera elegida. Al día siguiente, descargaron un camión lleno de carteles y demás material de campaña en el despacho.

El juez Harrison se lamentó de la politización del tribunal supremo.

– Es una vergüenza hasta qué punto se ven obligados a humillarse por unos votos -comentó-. Tú, como abogado de un cliente de una causa pendiente, no deberías tener ningún contacto con un juez del tribunal supremo. Sin embargo, gracias a este sistema se te presenta uno en el despacho para pedirte tu voto y dinero. ¿Por qué? Porque ciertos grupos de presión con mucho dinero han decidido que les gustaría contar con un cargo en el tribunal. Están gastando dinero para comprar su puesto y ella responde recaudando dinero para su causa dirigiéndose a los del otro bando. El sistema está corrupto, Wes.

– ¿Y cómo lo solucionarías?

– O bien impidiendo la entrada de dinero privado y financiando las elecciones con dinero público o cambiando el sistema electoral por el de nombramientos. Hay once estados que han conseguido que el sistema de nombramientos funcione. No creo que sus tribunales sean superiores a los nuestros en cuanto a la aptitud de sus jueces, pero al menos no los controlan los grupos de presión.

– ¿Conoces a Fisk? -preguntó Wes.

– Ha estado en mi sala del tribunal un par de veces. Es un buen tipo, pero está muy verde. Le sienta bien el traje. Es el típico abogado de aseguradoras: abre el expediente, presenta el papeleo, llega a un acuerdo, cierra el expediente y nunca se ensucia las manos. Nunca ha asistido a un juicio, ni ha mediado en uno, ni lo ha defendido ante un tribunal y nunca ha demostrado interés en ser juez. Piénsalo, Wes. Toda ciudad pequeña necesita abogados de vez en cuando que hagan de juez municipal, magistrado adjunto o juez árbitro para dirimir infracciones de tráfico, y todos nos hemos sentido obligados a ofrecernos cuando éramos jóvenes. Pero este tipo no. Todo condado necesita abogados que pasen por los juzgados de menores, el de antidroga y demás, y todos los que nos ofrecíamos voluntarios, aspirábamos a ser jueces de verdad. Quiero decir que hay que empezar por alguna parte, menos este tipo. Me apuesto lo que quieras a que nunca ha estado en el juzgado municipal de Brookhaven o en el juzgado de menores del condado de Lincoln. Un buen día se despierta y de repente decide que le apasiona la judicatura y, qué demonios, que empezará desde arriba. Es un insulto para aquellos de nosotros que trabajamos sin descanso en el sistema y lo hacemos avanzar.

– Dudo que lo de presentarse a juez saliera de él.

– No, lo reclutaron. Eso lo hace aún más vergonzoso.

Echan un vistazo, escogen a un pardillo con una bonita sonrisa y con un expediente inmaculado y lo envuelven para regalo con su hábil marketing. Eso es política, pero no debería corromper el poder judicial.

– Les ganamos hace dos años con McElwayne.

– De modo que eres optimista.

– No, juez, estoy aterrado. No he dormido desde que Fisk anunció su candidatura y no dormiré hasta que salga derrotado. Estamos en la ruina y agobiados por las deudas, así que no podemos firmar un cheque, pero todos los miembros de mi bufete han accedido a dedicar una hora al día para ir de puerta en puerta, repartir panfletos, pegar carteles y llamar por teléfono. Hemos escrito a nuestros clientes. Confiamos en nuestros amigos. Hemos organizado a Bowmore. Estamos haciendo todo lo posible, porque si perdemos el caso Baker, no habrá un mañana.

– ¿En qué estado se encuentra la apelación?

– Ya se han presentado los escritos. Todo está listo y preparado y estamos esperando que el tribunal nos informe de la fecha de la exposición oral, si es que la hay. Seguramente a principios del año que viene.

– ¿No hay posibilidades de obtener una decisión antes de las elecciones?

– Imposible. Es el caso más importante de los que tienen pendientes, aunque todos los abogados deben de pensar lo mismo. Ya lo sabes, el tribunal trabaja según su propio programa, no se les puede presionar.

Tomaron café helado mientras echaban un vistazo al pequeño huerto del juez. Casi estaban a cuarenta grados y Wes tenía ganas de marcharse. Finalmente, se despidieron en el porche delantero, estrechándose la mano. Mientras Wes se alejaba, empezó a preocuparse por él. El juez Harrison estaba mucho más pendiente de la carrera electoral de McCarthy que de la suya propia.

La vista trataba una petición de desestimación, presentada por el condado de Hinds. La sala estaba presidida por el magistrado Phil Shingleton. Era una sala del tribunal pequeña, eficaz y con mucho trajín, decorada con paredes de roble y los obligatorios retratos desvaídos de jueces ya olvidados. No había tribuna para el jurado puesto que en los tribunales de equidad no se llevan a cabo este tipo de juicios. Rara vez contaban con asistencia, pero en esa ocasión todos los asientos estaban ocupados.

Meyerchec y Spano, de vuelta de Chicago, estaban sentados con su abogado radical en una de las mesas. En la otra había dos mujeres jóvenes que representaban al condado. El juez Shingleton llamó al orden, dio la bienvenida a los asistentes, hizo un comentario sobre el interés que la vista había suscitado en los medios de comunicación y echó un vistazo al dossier. Dos dibujantes intentaban plasmar los rostros de Meyerchec y Spano. Todo el mundo esperaba ansioso mientras Shingleton repasaba el expediente como si nunca lo hubiera visto. De hecho, lo había leído muchas veces y ya había escrito su dictamen.

– Por curiosidad -dijo, sin levantar la vista-. ¿Por qué presentaron su demanda en este tribunal?

– Porque es una cuestión de equidad, señoría -contestó el abogado radical, poniéndose en pie-, y estábamos seguros de que aquí tendríamos un juicio justo.

Si lo dijo para arrancar alguna sonrisa, no lo logró.

La verdadera razón de la presentación en un tribunal de equidad era la necesidad de que lo desestimaran lo antes posible. Una vista en un juzgado de distrito llevaría mucho más tiempo y un juicio en un tribunal federal se desviaba demasiado de sus planes.

– Proceda -dijo Shingleton.

El abogado radical empezó a despotricar contra el condado, el estado y la sociedad en general. Hablaba rápido y con brusquedad, en un tono demasiado alto para la pequeña sala y demasiado estridente para prestarle atención más de diez minutos seguidos. El alegato no parecía tener fin. Las leyes del estado estaban atrasadas, eran injustas y discriminaban a sus clientes porque no podían contraer matrimonio. ¿Por qué razón dos adultos homosexuales que se quieren y que, de mutuo acuerdo, están dispuestos a aceptar todas las responsabilidades, obligaciones, compromisos y deberes que conlleva el matrimonio, no pueden disfrutar de los mismos privilegios y derechos que dos heterosexuales? Consiguió formular la misma pregunta al menos de ocho maneras distintas.

La razón, expuesta por una de las mujeres que representaban al condado, es que las leyes del estado no lo permiten. Así de claro y sencillo. La Constitución concede al estado la potestad de redactar leyes relacionadas con el matrimonio y el divorcio, y nadie más dispone de tal autoridad. Cuando la asamblea legislativa apruebe, si es que lo hace, el matrimonio entre personas del mismo sexo, el señor Meyerchec y el señor Spano podrán hacer realidad sus deseos.

– ¿Espera que la asamblea legislativa lo haga pronto? -preguntó Shingleton, de manera inexpresiva.

– No -fue la rápida respuesta, que arrancó algunas risitas.

El abogado radical contraatacó con el enérgico argumento de que la asamblea legislativa, sobre todo la «nuestra», aprobaba leyes cada año que son revocadas por los tribunales. ¡Ese es el papel del poder judicial! Después de dejar bien claro su punto de vista, concibió diversas formas de presentarlo con mínimas variaciones.

Al cabo de una hora, Shingleton estaba harto. Sin un descanso, y echando un vistazo a sus anotaciones, emitió un veredicto bastante sucinto. Su trabajo consistía en acatar las leyes del estado y si las leyes prohibían el matrimonio entre dos hombres o dos mujeres, o dos hombres y una mujer, o cualquier otra combinación diferente a la de un hombre y una mujer, entonces a él, como juez, no le quedaba otra opción que la de desestimar el caso.

Fuera de la sala del tribunal, con Meyerchec a un lado y Spano al otro, el abogado radical continuó con su estridente diatriba para la prensa. Se sentía agraviado. Sus clientes se sentían agraviados, aunque varios coincidieron en que parecían aburridos.

Iban a apelar de inmediato al tribunal supremo de Mississippi. Allí era donde iban y era allí donde querían estar. Además, siendo la imprecisa firma de Troy-Hogan la que pagaba las facturas desde Boca Ratón, era exactamente allí donde acabarían.

23

Durante los primeros cuatro meses, el duelo electoral entre Sheila McCarthy y Ron Fisk había sido marcadamente cívico. Clete Coley había despotricado de todo el mundo, pero su aspecto en general y su personalidad indisciplinada impedían que los votantes lo vieran como un posible juez del tribunal supremo. Aunque seguía recibiendo el apoyo del 10 por ciento en las encuestas de Rinehart, cada vez hacía menos campaña. La encuesta de Nat Lester le concedía el 5 por ciento, pero no era tan exhaustiva como la de Rinehart.

Después del Día de los Trabajadores, en septiembre, con las elecciones a dos meses vista y la recta final ante ellos, la campaña de Fisk dio su primer paso hacia el juego sucio manifiesto, y una vez que se tomaba ese camino, no había vuelta atrás.

Barry Rinehart había perfeccionado esa táctica en otras campañas electorales. Enviaron un mailing masivo a todos los votantes censados, a través de una organización llamada Víctimas Judiciales por la Verdad. En la propaganda se preguntaba lo siguiente: «¿Por qué financian los abogados litigantes a Sheila McCarthy?». La diatriba de cuatro páginas que iba a continuación ni siquiera intentaba responder la pregunta, sino que se limitaba a vilipendiar a dichos abogados.

Primero echaba mano del médico de familia y aseguraba que los abogados litigantes y las demandas frívolas que presentaban son los responsables de muchos de los problemas del sistema de atención sanitaria. Los médicos, que trabajan con el miedo de recibir una demanda por negligencia, se ven obligados a pedir pruebas y diagnósticos caros que elevan el coste de la asistencia sanitaria. Estos profesionales deben pagar primas extraordinarias por mala praxis para protegerse de juicios fraudulentos. En algunos estados, incluso se ha llegado a expulsarlos, lo que deja a los pacientes sin atención. Se afirmaba que uno de esos médicos (no se especificaba su residencia) había dicho: «No podía permitirme las primas y estaba cansado de desperdiciar mi tiempo en declaraciones y juicios, así que lo dejé sin más. Sigo preocupado por mis pacientes». Un hospital de West Virginia se había visto obligado a cerrar después de haber recibido una escandalosa sentencia. Un codicioso abogado litigante tenía la culpa.

A continuación, atacaba el bolsillo. Según un estudio, la proliferación de litigios cuesta a un hogar con ingresos medios unos mil ochocientos dólares al año. Este gasto es el resultado directo de mayores primas de seguros de automóvil y del hogar, además del aumento del precio de miles de artículos de primera necesidad cuyos fabricantes reciben demandas constantemente. Los medicamentos, tanto los prescritos con receta como los que no, son un ejemplo perfecto: serían un 15 por ciento más baratos si los abogados litigantes no persiguieran a sus fabricantes con casos masivos de demandas colectivas.

Acto seguido sorprendía al lector con una retahíla de algunas de las sentencias más absurdas del condado, una lista muy usada y conocida, que siempre levantaba ampollas. Tres millones de dólares contra una cadena de comida rápida por un café caliente vertido encima; ciento diez millones contra un fabricante de automóviles por una pintura defectuosa; quince millones contra el propietario de una piscina por haberla vallado y cerrado con candado. La indignante lista seguía y seguía. El mundo se está volviendo loco, llevado de la mano por taimados abogados litigantes.

Tras el fuego indiscriminado de aquellas primeras tres páginas, acababa con una explosión. Cinco años atrás, Mississippi había sido calificado por un grupo pro empresarial como un «infierno judicial»; solo cuatro estados más compartían aquella distinción. Nadie habría reparado en lo que estaba sucediendo de no haber sido por la Junta de Comercio, que aprovechó la noticia para difundirla a través de anuncios insertados en los periódicos. Había llegado el momento de volver a sacarlo a colación. Según la asociación Víctimas Judiciales por la Verdad, los abogados litigantes han abusado de tal modo del sistema judicial de Mississippi que en estos momentos el estado es terreno abonado para todo tipo de procesos de gran repercusión. Algunos implicados, tanto demandantes como abogados litigantes, viven en otros estados. Estos hacen un sondeo de tribunales hasta dar con un condado afín y un juez amistoso don4e poder interponer una demanda, y las sentencias desorbitadas son el resultado. El estado se ha ganado una dudosa reputación y por eso mismo muchos empresarios evitan Mississippi. Multitud de fábricas han cerrado puertas y se han ido, con la consecuente pérdida de miles de puestos de trabajo.

Todo gracias a los abogados litigantes, que, por descontado, adoran a Sheila McCarthy y su inclinación hacia la parte demandante, y que seguirán invirtiendo lo que sea necesario para mantenerla en el tribunal.

El mailing acababa con una llamada a la sensatez. Jamás se mencionaba a Ron Fisk.

Un envío masivo de correos electrónicos hizo llegar el folleto publicitario a sesenta y cinco mil direcciones del distrito. Al cabo de unas horas había caído en manos de los abogados litigantes y había sido enviado a los ochocientos miembros de la ALM.

Nat Lester estaba encantado con aquella publicidad. Como director de campaña, habría preferido un apoyo más amplio de distintos grupos, pero la realidad era que los únicos donantes importantes de McCarthy eran los abogados litigantes. Los quería cabreados, comiéndose las uñas y echando espumarajos por la boca, dispuestos a una pelea a puño limpio, a la vieja usanza. Hasta el momento, sus donaciones apenas alcanzaban los seiscientos mil dólares y Nat necesitaba el doble. El único modo de conseguirlo era lanzando granadas.

Envió un correo electrónico a todos los abogados litigantes, en el que explicaba la necesidad de responder a aquel ataque lo antes posible. Había que contrarrestar de inmediato la publicidad negativa, tanto la impresa como la televisada. La publicidad por correo era cara, pero muy efectiva. Calculaba que Víctimas Judiciales por la Verdad había gastado unos trescientos mil dólares (coste real: trescientos veinte mil). Dado que tenía intención de utilizar la publicidad por correo en más ocasiones, pedía una aportación inmediata de quinientos mil dólares e insistía en una garantía a vuelta de correo electrónico. Publicaría una actualización de las nuevas contribuciones de los abogados litigantes a través de su dirección de correo codificada, y hasta que no se alcanzara la cifra de quinientos mil dólares, la campaña estaría oficialmente paralizada. Su táctica rayaba en la extorsión, pero en el fondo él seguía siendo un abogado litigante, y conocía a los de su especie. El mailing les subió la tensión a niveles casi letales; sin embargo, adoraban la lucha y las garantías empezaron a llover a raudales.

Mientras los manipulaba, se encontró con Sheila e intentó tranquilizarla. McCarthy jamás había sufrido un ataque de aquella magnitud. Estaba preocupada, pero también muy enojada. Se habían quitado los guantes y el señor Nathaniel Lester se frotaba las manos pensando en la pelea. Al cabo de dos horas, había diseñado y redactado una respuesta, se había visto con el impresor y había encargado el material necesario. Veinticuatro horas después de la encerrona de Víctimas Judiciales por la Verdad enviada por correo electrónico, trescientos treinta abogados defensores habían aportado quinientos quince mil dólares.

Nat también apeló a la Asociación Americana de Abogados, muchos de cuyos miembros habían ganado fortunas en Mississippi. Envió por correo electrónico la perorata de Víctimas Judiciales por la Verdad a catorce mil de sus miembros.

Tres días después, Sheila McCarthy contraatacó. Se negó a refugiarse detrás de una estúpida asociación organizada únicamente para enviar propaganda electoral y (Nat) decidió enviar la correspondencia desde su propia campaña. Fue en formato de carta, con una foto muy favorecedora de ella en el encabezado. Agradecía el apoyo a los votantes y, sin mayores preámbulos, repasaba su experiencia y currículo. Aseguraba que sus oponentes le merecían el mayor de los respetos, pero que ninguno de ellos se había ganado nunca la toga. En verdad jamás habían mostrado ningún interés en la judicatura.

A continuación, lanzaba una pregunta: «¿Por qué el gran capital financia a Ron Fisk?». Porque, tal como explicaba en detalle, el gran capital se encuentra ahora enfrascado en la tarea de comprar cargos en los tribunales supremos de todo el país. Ponen en su punto de mira a jueces como ella, juristas comprensivos que luchan por el bien común y simpatizan con los derechos de los trabajadores, los consumidores, las víctimas de las negligencias de los demás, los pobres y los acusados. La mayor responsabilidad de la leyes la de proteger a los más débiles de nuestra sociedad. Los ricos suelen saber cómo cuidar de sí mismos.

El gran capital, a través de su miríada de grupos y asociaciones de apoyo, está urdiendo una gran conspiración que cambiará drásticamente nuestro sistema judicial. ¿Por qué? Para proteger sus propios intereses. ¿Cómo? Atrancando la puerta de los tribunales, limitando la responsabilidad civil de las compañías que fabrican productos defectuosos, la de médicos negligentes, la de hogares de ancianos donde se cometen irregularidades, la de las arrogantes aseguradoras. La lista era interminable.

Acababa con un párrafo campechano donde pedía a los votantes que no se dejaran engañar por la presentación del producto. La típica campaña dirigida por el gran capital en este tipo de elecciones suele recurrir a sucias tácticas. Los insultos son su arma preferida. Los anuncios donde se ataca al contrario no se harían esperar y serían implacables. El gran capital invertiría millones para derrotarla, pero ella tenía fe en sus votantes.

A Barry Rinehart le impresionó la respuesta. También le gustó ver con qué rapidez se apresuraban a contribuir con más dinero los abogados litigantes. Quería que lo gastaran a espuertas. Calculaba que la campaña de McCarthy sería capaz de recaudar un máximo de dos millones de dólares, de los cuales el 90 por ciento lo aportarían los abogados litigantes.

Su hombre, Fisk, podía doblar esa cantidad sin ningún problema.

El siguiente anuncio, de nuevo mediante publicidad por correo, era un golpe a traición que se convertiría en la tónica dominante del resto de la campaña. Esperó una semana, tiempo suficiente para que el polvo se asentara después del primer intercambio de puñetazos.

La carta la enviaba directamente Ron Fisk, con su propio encabezado de campaña junto a una foto de la perfecta familia Fisk. El inquietante titular rezaba: «El tribunal supremo de Mississippi decidirá un caso de matrimonio entre homosexuales».

Tras un cordial saludo, Ron se lanzaba sin mayores preámbulos a discutir la cuestión que tenían entre manos. El caso Meyerchec y Spano contra el condado de Hinds atañía a dos hombres que deseaban casarse, y el tribunal supremo debía pronunciarse sobre el caso al año siguiente. Ron Fisk -cristiano, esposo, padre y abogado- se oponía férreamente al matrimonio entre parejas del mismo sexo y defendería esa creencia inquebrantable en el tribunal supremo. Consideraba que ese tipo de uniones iban contra natura, contra las claras enseñanzas de la Biblia, eran pecaminosas y perjudiciales para la sociedad.

A media carta, sacaba a la palestra la muy conocida opinión del reverendo David Wilfong, un personaje vocinglero con gran número de radioyentes. Wilfong censuraba ese tipo de intentos de pervertir nuestras leyes y doblegarse, una vez más, ante los deseos de los inmorales. Denunciaba a los jueces liberales que embutían sus creencias personales en sus dictámenes. Hacía un llamamiento a la gente decente y temerosa de Dios de Mississippi, «el cuerpo y el alma del protestantismo», para que acogiera en sus corazones a un hombre como Ron Fisk y, así, protegiera las leyes sagradas de su estado.

La cuestión de los jueces liberales ya no se abandonaba hasta el final de la carta. Fisk se despedía con la promesa de convertirse en la voz conservadora y juiciosa del pueblo.

Sheila McCarthy leyó la carta con Nat y ninguno de los dos supo qué paso dar a continuación. No se mencionaba el nombre de ella en ningún momento, pero en realidad tampoco era necesario. Era evidente que Fisk no estaba acusando a Clete Coley de ser liberal.

– Han ido a muerte -dijo Nat, exasperado-. Ha hecho suya esta cuestión y si ahora quieres rebatirla, o incluso compartirla, tienes que dejar a los homosexuales a la altura del betún.

– No pienso hacerlo.

– Ya lo sé.

– Es impropio que un miembro del tribunal, o alguien que aspire a serlo, declare cuál será su dictamen antes de ver el caso. Es espantoso.

– Pues esto es solo el principio, querida.

Estaban en el abarrotado almacén que Nat llamaba oficina.

La puerta estaba cerrada y nadie los oía. Un puñado de voluntarios se afanaban en la habitación de alIado. Los teléfonos no paraban de sonar.

– No sé si vamos a responder -dijo Nat.

– ¿Por qué no?

– ¿ Qué vas a decir? «Ron Fisk es malo.» «Ron Fisk dice cosas que no debería decir.» Acabarías pareciendo una persona maliciosa. y no estaría mal si fueras un candidato masculino, pero siendo mujer, no puedes permitírtelo.

– Eso no es justo.

– La única respuesta posible es negar que apoyas los matrimonios entre personas del mismo sexo. Deberías posicionarte, lo cual…

– Lo cual no voy a hacer. No estoy a favor de esos matrimonios, pero es necesario algún tipo de unión civil. Aunque en realidad es un debate ridículo, porque la asamblea legislativa es la que se encarga de redactar las leyes, no los tribunales.

Nat se había casado en cuatro ocasiones. Sheila iba en busca del segundo marido.

– Además -continuó-, ¿qué podrían hacerle los homosexuales a la sagrada institución del matrimonio que no le hayan hecho ya los heterosexuales?

– Prométeme que jamás dirás eso en público. Por favor.

– Ya sabes que no.

Nat se frotó las manos y se pasó los dedos por el largo cabello canoso. La indecisión no era uno de sus defectos. -Hemos de tomar una decisión, aquí y ahora -dijo-, no podemos perder tiempo. Lo más inteligente sería contestar por correo.

– ¿A cuánto ascendería eso?

– Podríamos recortar de aquí y de allí. Yo diría que unos doscientos mil.

– ¿Podemos permitírnoslo?

– Ahora mismo yo diría que no. Pero ya veremos de aquí a diez días.

– Vale, pero ¿no podríamos enviar un correo electrónico masivo y responder por lo menos?

– Ya lo he escrito.

La respuesta era un mensaje de dos párrafos enviado ese día a cuarenta y ocho mil direcciones de correo electrónico. La jueza McCarthy recriminaba a Ron Fisk por haber emitido su voto en un caso que estaba muy lejos de presidir. Si hubiera sido un miembro del tribunal, habría sido duramente reprobado. La dignidad exigía que los jueces supieran guardar la confidencialidad de los procesos y se abstuvieran de comentar las causas pendientes. En relación a la que él mencionaba, el tribunal de apelaciones todavía no había recibido ningún escrito. No se habían llevado a cabo las exposiciones orales. En esos momentos, el tribunal no sabía nada. Sin el conocimiento de los hechos ni de la ley, ¿cómo podía el señor Fisk, ni nadie, dictar una resolución?

Por desgracia, era un ejemplo más de la lamentable inexperiencia del señor Fisk en asuntos judiciales.

Las deudas de Clete Coley se acumulaban en el Lucky Jack y así se lo confió una noche a Marlin, en un bar de Under-theHill. Marlin estaba de paso para ver cómo le iba al candidato, que parecía haberse olvidado de las elecciones.

– Tengo una idea -dijo Marlin:, preparándose para plantearle la verdadera razón que le había llevado hasta allí-. Hay catorce casinos en la costa del golfo, grandes y preciosos, como los de Las Vegas…

– Los he visto.

– Bien. Conozco al dueño del Pirate's Cove. Te dará alojamiento tres noches por semana durante el mes que viene, una suite en el ático con grandes vistas del golfo. Las dietas corren a cuenta de la casa. Puedes jugar a las cartas toda la noche si durante el día te dedicas a hacer campaña. La gente de ahí abajo necesita oír tu mensaje. Joder, ahí es donde están los votos. Puedo concertar varios mítines. Tú te encargas del politiqueo. Tienes el don de la palabra y eso a la gente le gusta.

Clete estaba claramente entusiasmado con la idea.

– Tres noches por semana, ¿eh?

– Más, si quieres. Debes de estar harto de este sitio.

– Solo cuando pierdo.

– Hazlo, Clete. Mira, los tipos que ponen la pasta quieren ver un poco de acción. Saben que es una carrera de fondo, pero se lo toman muy en serio.

Clete admitió que era una buena idea. Pidió más ron y empezó a pensar en esos preciosos casinos.

24

Mary Grace y Wes salieron del ascensor en la vigesimosexta planta del edificio más alto de Mississippi y entraron en la lujosa recepción del bufete de abogados más importante del estado. Mary Grace se fijó inmediatamente en el papel de las paredes, en los muebles, las flores, en todo aquello a lo que una vez le había dado importancia.

La mujer impecablemente vestida de la recepción fue suficientemente educada. Un asociado con traje azul marino y zapatos negros reglamentarios los acompañó hasta la sala de reuniones donde una secretaria les preguntó si querían algo de beber. No, no les apetecía nada. Los grandes ventanales daban a la ciudad de Jackson. La cúpula del Capitolio dominaba las vistas. A la izquierda se encontraba el palacio de justicia de Gartin y allí dentro, sobre la mesa de alguien, estaría el caso de Jeannette Baker contra Krane Chemical.

Se abrió la puerta y Alan York apareció con una radiante sonrisa y un cordial apretón de manos. Debía de estar rozando la sesentena, era bajito, fornido e iba un poco desaliñado -camisa arrugada, sin chaqueta y zapatos rozados-, algo muy poco habitual en un socio de una firma tan aferrada a la tradición. El asociado de antes volvió a aparecer, esta vez con dos carpetas voluminosas. Después de las presentaciones y los triviales comentarios de rigor, tomaron asiento alrededor de la mesa.

El caso que los Payton habían presentado en abril en nombre de la familia del triturador de pasta de madera fallecido había pasado volando por la etapa probatoria extrajudicial. Todavía no había fecha para el juicio y lo más probable era que quedara un año para su celebración. La responsabilidad estaba clara: el conductor del camión que había causado el accidente conducía a demasiada velocidad, al menos superaba en veinte kilómetros por hora el máximo permitido. Contaban con la declaración de dos testigos oculares, que habían aportado datos y el testimonio irrefutable sobre la velocidad y la imprudencia del conductor del camión. En su declaración, el conductor había admitido un largo historial de infracciones de tráfico. Antes de dedicarse a la carretera, había trabajado de fontanero, pero lo habían despedido por fumar hierba en el trabajo. Wes había encontrado como mínimo un par de detenciones por conducir bajo los efectos del alcohol y el conductor creía que podía haber otra, pero no lo recordaba.

En resumen, el caso no llegaría a los tribunales: alcanzarían un acuerdo. Cuatro meses después de la aportación de las pruebas, el señor Alan York estaba dispuesto a iniciar las negociaciones. Según él, su cliente, Littun Casualty, tenía ganas de cerrar el asunto.

Wes empezó a describir a la familia, una viuda de treinta y tres años, con estudios secundarios, sin experiencia laboral y madre de tres hijos pequeños. El mayor tenía doce años. Holgaba decir que la pérdida era catastrófica, en todos los sentidos.

Mientras Wes hacía su exposición, York tomaba notas y miraba a Mary Grace. Habían hablado por teléfono, pero no se habían visto nunca. Wes llevaba el caso, pero York sabía que ella no estaba allí únicamente por su cara bonita. Frank Sully, el abogado de Hattiesburg que había contratado Krane Chemical para dar más cuerpo a la defensa, se encontraba entre uno de sus mejores amigos. Sully había sido relegado a un segundo plano por J ared Kurtin y todavía no se había recuperado de aquella ofensa. Le había contado a York muchas historias acerca del juicio Baker y, según Sully, el tándem profesional de los Payton funcionaba mejor cuando era Mary Grace quien se dirigía al jurado. Era dura durante las repreguntas y rápida de reflejos, pero su punto fuerte era conectar con la gente. El alegato final había tenido mucha fuerza, había sido brillante y, obviamente, muy persuasivo.

York llevaba treinta y un años representando a compañías aseguradoras. Ganaba más juicios de los que solía perder, pero también había vivido alguno de esos momentos terribles en que los jurados no veían el caso como él y le habían impuesto indemnizaciones desorbitadas. Era parte de su trabajo. Sin embargo, nunca había estado ni tan siquiera cerca de una sentencia de cuarenta y un millones de dólares. Ya era una leyenda en los círculos jurídicos del estado, y nada mejor para que la leyenda siguiera creciendo que añadirle el componente dramático de los Payton al borde de la quiebra, arriesgándolo todo, casa, despacho, coches, y endeudándose hasta las cejas para hacer frente a un juicio de cuatro meses. Su suerte era bien conocida y discutida en los encuentros en el bar, las partidas de golf y los cócteles. Si confirmaban la sentencia, recibirían grandes honorarios. Si la revocaban, su supervivencia estaba en peligro.

York no pudo menos que admirarlos mientras Wes seguía hablando.

Tras un rápido resumen de los motivos de la responsabilidad, Wes recapituló los daños, añadió una buena cantidad por la despreocupación de la compañía de transporte y dijo: -Creemos que dos millones es un trato justo.

– Hombre, no me extraña -contestó York, fingiendo la típica reacción del abogado conmocionado y consternado: cejas arqueadas con incredulidad, sacudir la cabeza lentamente con perplejidad, la cara entre las manos, apretándose los mofletes, y ceñudo. La sonrisa de postín había desaparecido hacía rato.

Wes y Mary Grace consiguieron aparentar indiferencia, aunque se les había detenido el pulso.

– Para obtener dos millones -dijo York, repasando las anotaciones-, hay que admitir daños punitivos y, honestamente, mi cliente no está dispuesto a pagarlos.

– Ya lo creo que sí-dijo Mary Grace, con frialdad-. Tu cliente pagará lo que el jurado decida que debe pagar.

Aquel tipo de bravatas también formaban parte de la profesión. York las había oído cientos de veces, pero sonaban bastante más contundentes cuando provenían de una mujer que, durante su último juicio, había conseguido una indemnización punitiva extraordinaria.

– Para el juicio queda un año como mínimo -dijo York, mirando a su asociado en busca de confirmación, como si alguien pudiera determinar la fecha de un juicio a tan largo plazo.

El asociado confirmó diligentemente lo que su jefe acababa de decir.

En otras palabras, si esto va a juicio, pasarán meses antes de que recibáis ni un centavo en concepto de honorarios. No es ningún secreto que vuestro pequeño bufete está ahogado por las deudas y que lucha por sobrevivir, y todo el mundo sabe que necesitáis llegar a un acuerdo, y rápido.

– Vuestra clienta no puede esperar tanto -dijo York.

– Te hemos dado una cifra, Alan -dijo Wes-. ¿Tienes una contraoferta?

York cerró la carpeta de golpe y esbozó una sonrisa forzada. -Mirad, esto es -muy sencillo -dijo-. Littun Casualty es muy buena reduciendo las pérdidas y estamos ante un caso perdido. Tengo autorización para llegar hasta un millón, ni un centavo más. Tengo un millón de dólares y mi cliente me advirtió que no volviera pidiéndole más. Un millón de dólares, o lo tomáis o lo dejáis.

El abogado consultor se llevaría la mitad del 30 por ciento del pacto de cuota litis. Los Payton se llevarían la otra mitad. El 15 por ciento eran ciento cincuenta mil dólares, un sueño.

Se miraron, ceñudos, reprimiéndose para no saltar sobre la mesa y cubrir a Alan York de besos. Wes sacudió la cabeza y Mary Grace escribió algo en un cuaderno de hojas amarillas.

– Tenemos que llamar a nuestro cliente -dijo Wes.

– Por supuesto.

York salió disparado de la sala, con su asociado pegado a los talones para no quedarse atrás.

– Bueno -dijo Wes en voz baja, como si pudiera haber micrófonos.

– Estoy intentando no ponerme a gritar.

– No grites, no rías, apretémosle un poquito más.

– Hemos hablado con la señora Nolan -dijo Wes muy serio, cuando York estuvo de vuelta-. Su mínimo aceptable es un millón doscientos.

York lanzó un hondo suspiro~ con los hombros hundidos y cara larga.

– No los tengo, Wes. Te lo digo con franqueza.

– Siempre puedes pedir más. Si tu cliente está dispuesto a pagar un millón, seguro que puede poner doscientos mil más. En un juicio, este caso vale el doble.

– Littun es un hueso duro de roer, Wes.

– Una llamada. lnténtalo. ¿Qué se pierde?

York volvió a salir y diez minutos después irrumpió en la sala con cara de satisfacción.

– ¡Ya lo tenéis! Felicidades.

El acuerdo al que habían llegado los había dejado aturdidos. Las negociaciones solían alargarse durante semanas, incluso meses, mientras ambas partes despotricaban la una de la otra, dramatizaban y se perdían en argucias. Contaban con salir del despacho de York con una idea general de por dónde iban a ir las negociaciones. En cambio, abandonaron el editicio como en las nubes y estuvieron deambulando por las calles del centro de Jackson durante quince minutos sin abrir la boca. Se detuvieron un instante delante del Capitol Grill, un restaurante más famoso por su clientela que por lo que servían. A los miembros de los grupos de presión les gustaba dejarse ver por allí, sentados a la mesa de algún político de peso al que le pagaban la comida. Siempre había sido uno de los locales preferidos por los gobernadores.

¿Por qué no se daban un capricho y comían con los peces gordos?

Sin embargo, al final entraron en un pequeño bar de comida para llevar dos puertas más abajo y pidieron té helado. Ninguno de los dos tenía apetito en esos momentos. Wes por fin se atrevió a comentar lo obvio.

– ¿Acabamos de ganar ciento ochenta mil dólares?

– Ajá -contestó ella, bebiendo un trago de té con una pajita.

– Eso pensaba.

– Hacienda se lleva un tercio -dijo Mary Grace.

– ¿Estás intentando ser aguafiestas?

– No, solo estaba siendo realista.

Escribió la cifra de ciento ochenta mil dólares en una servilleta blanca de papel.

– ¿Ya nos los vamos a gastar? -preguntó Wes.

– No, vamos a dividirlos. ¿Sesenta mil para el fisco?

– Cincuenta.

– Impuestos, estatales y federales. El seguro de los trabajadores, Seguridad Social, desempleo, no sé qué más, pero es un tercio como mínimo.

– Cincuenta y cinco -dijo Wes, y ella escribió sesenta mil.

– ¿Bonificaciones?

– ¿Qué te parece un coche nuevo? -preguntó Wes.

– No. Bonificaciones para los cinco empleados. Llevan tres años sin un aumento.

– Cinco mil cada uno.

– El banco -añadió Mary Grace, después de escribir veinticinco mil en concepto de bonificaciones.

– Un coche nuevo.

– El banco. Ya nos hemos pulido casi la mitad.

– Doscientos dólares.

– Vamos, Wes. No viviremos en paz hasta que nos saquemos al banco de encima.

– He intentado olvidar el préstamo.

– ¿Cuánto?

– No sé. Seguro que ya tienes pensada una cantidad.

– Cincuenta mil para Huffy y diez mil para Sheila McCarthy. Con eso nos quedan treinta y cinco miL

En esos momentos era una fortuna. Se quedaron mirando la servilleta, repasando los números y reorganizando las prioridades, pero sin proponer ningún cambio. Mary Grace escribió su nombre al final y Wes la imitó a continuación. Mary Grace guardó la servilleta en el bolso.

– ¿Podré al menos comprarme un traje nuevo? -preguntó Wes.

– Depende de lo que haya en rebajas. Creo que deberíamos llamar al despacho.

– Estarán esperando junto al teléfono.

Tres horas después, los Payton entraron en el despacho y empezó la fiesta. La puerta estaba cerrada, los teléfonos descolgados y el champán empezó a correr a raudales. Sherman y Rusty propusieron largos brindis, que habían improvisado a toda prisa. Tabby y Vicky, las recepcionistas, estaban achispadas al cabo de un par de copas. Incluso Olivia, la vieja contable, se quitó los zapatos y no tardó en empezar a reírse por todo.

Se gastaron el dinero, volvieron a gastárselo, incluso el que no tenían, hasta que todos fueron ricos.

Cuando se acabó el champán, el bufete cerró y todo el mundo se fue a casa. Los Payton, con las mejillas encendidas por el alcohol, se fueron a su piso, se cambiaron de ropa y se dirigieron al colegio para recoger a Mack y a Liza. Se habían ganado una noche especial, aunque los niños eran demasiado pequeños para comprender lo que significaba un acuerdo. Ni siquiera se lo mencionarían.

Mack y Liza esperaban a Ramona y cuando vieron aparecer a sus padres en la entrada del colegio, su largo día de clase mejoró al instante. Wes les explicó que se habían cansado de trabajar tanto y que habían decidido parar para jugar. Primero se detuvieron en Baskin-Robbins para comprar unos helados. Luego fueron al centro comercial, donde una zapatería llamó su atención. Todos los Payton escogieron unos zapatos, a mitad de precio. Mack fue el más atrevido de los cuatro y eligió unas botas de combate de los Marines. En el centro del recinto había un cine con cuatro salas. Compraron entradas para la sesión de las seis de la última película de Harry Potter. Cenaron en una pizzería familiar con un espacio de juego para los niños y un ambiente muy bullicioso. Finalmente, sobre las diez de la noche, volvieron a casa, donde Ramona estaba viendo la televisión y disfrutando del silencio. Los niños le dieron las sobras de la pizza y empezaron a hablarle a la vez de la película que habían visto. Prometieron acabar los deberes por la mañana. Mary Grace transigió y toda la familia se acomodó en el sofá y vio un programa de rescate de personas. La hora de ir a la cama se retrasó a las once.

Cuando el piso estuvo en silencio y los niños en la cama, Wes y Mary Grace se tumbaron en el sofá, cada uno con la cabeza en un extremo y las piernas entrelazadas, y dejaron vagar sus pensamientos. Durante los últimos cuatro años, a medida que sus finanzas entraban en barrena y se veían obligados a hacer frente una humillación tras otra ya ir perdiéndolo todo, el miedo se había convertido en una compañía habituaL Miedo a perder su hogar, luego el despacho, después los coches. Miedo a no ser capaces de alimentar a sus hijos. Miedo a que surgiera alguna urgencia médica que no cubriera su seguro. Miedo a perder el caso Baker. Miedo a ir a la quiebra si el banco los presionaba demasiado.

Desde el fallo del jurado, el miedo se había convertido más en una molestia que en una amenaza constante. Estaba siempre allí, pero poco a poco lo iban controlando. Llevaban seis meses seguidos pagando dos mil dólares mensuales al banco, dinero ganado con mucho esfuerzo, que quedaba después de haber satisfecho otras facturas y gastos. Apenas cubría los intereses y no hacía más que recordarles hasta qué punto estaban endeudados, pero era simbólico. Estaban abriéndose paso entre los escombros y ya empezaban a ver la luz.

Ahora, por primera vez en años, había un cojín, una red de seguridad, algo a lo que agarrarse si caían. Cogerían la parte del acuerdo que les tocaba y, cuando volvieran a sentir miedo, los reconfortaría su tesoro enterrado.

A las diez de la mañana del día siguiente, Wes se pasó por el banco y encontró a Huffy en su mesa. Le hizo prometer que guardaría silencio y luego le contó la buena noticia al oído. Huffy estuvo a punto de abrazarlo. Tenía al señor Kirkabrón encima de nueve a cinco, exigiéndole un poco de acción.

– Deberíamos recibir el dinero en un par de semanas -dijo Wes, orgulloso-. Te llamaré en cuanto llegue.

– ¿Cincuenta de los grandes, Wes? -repitió Huffy, como si acabara de salvar el empleo.

– Lo que has oído.

A continuación, Wes se dirigió al despacho. Tabby le comunicó que Alan York había llamado. Lo de siempre, se dijo, seguramente algún detalle que quedaba por concretar.

Sin embargo, la voz de York había perdido su cordialidad habitual.

– Wes, hay un pequeño contratiempo -dijo lentamente, como si buscara las palabras.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Wes.

Se le había hecho un nudo en el estómago.

– No lo sé, Wes, esto es muy desconcertante, estoy confuso. Nunca me había pasado, pero bueno, en fin, el caso es que Littun Casualty ha dado marcha atrás al acuerdo. Ya no está sobre la mesa, lo han retirado. Son unos cabrones de cuidado. Llevo gritándoles toda la mañana. Esta firma lleva dieciocho años representando a esa compañía y nunca habíamos tenido un problema similar, pero desde hace una hora están buscando otro bufete. He mandado al cliente a hacer puñetas. Os di mi palabra y ahora mi cliente me deja con el culo al aire. Lo siento, Wes. No sé qué decir.

Wes se pinzó el puente de la nariz e intentó no gemir.

– Bueno, Alan, esto no me lo esperaba -dijo, después de que se le quebrara la voz unos instantes.

– Ni yo tampoco, pero sinceramente, esto no afecta para nada al caso. De lo único que me alegro es de que no haya sucedido el día antes del juicio o algo por el estilo. No te puedes fiar de la gente de las alturas.

– N o se pondrán tan gallitos en el juicio.

– Tienes toda la razón, Wes. Espero que machaquéis a esos tipos con otra indemnización de las que hacen historia.

– Lo haremos.

– Lo siento, Wes.

– No es culpa tuya, Alan. Sobreviviremos y presionaremos para llegar a juicio.

– Hacedlo.

– Ya hablaremos.

– Claro. Esto, Wes, ¿tienes el móvil a mano?

– Lo tengo aquí mismo.

– Pues apunta mi número. Cuelga y llámame.

– Esto no te lo he dicho yo, ¿de acuerdo? -dijo York, una vez que ambos hubieron colgado el teléfono fijo y volvían a hablar por el móvil.

– De acuerdo.

– El jefe de los abogados de la empresa es un tipo llamado Ed Larrimore. Fue socio del bufete Bradley amp; Backstrom de Nueva York durante veinte años. Su hermano también es socio de esa firma. Bradley amp; Backstrom se dedican a los peces gordos y uno de sus clientes es KDN, la compañía petrolífera cuyo mayor accionista es Carl Trudeau. Ahí tienes la conexión. No he hablado nunca con Ed Larrimore, no ha habido motivo, pero el abogado con el que suelo hablar me pasó el chivatazo de que la decisión de parar el acuerdo ha venido desde lo más alto.

– Una pequeña represalia, ¿eh?

– Eso parece. No es ni ilegal ni va contra la ética. La compañía aseguradora decide no llegar a un acuerdo y prefiere ir a juicio. Ocurre todos los días. No puedes hacer nada, salvo machacarlos en el juicio. Littun Casualty obtiene beneficios de veinte millones, así que no les preocupa un pequeño jurado del condado de Pike, Mississippi. Yo creo que lo alargarán lo que puedan hasta llegar a juicio y entonces intentarán obtener un acuerdo.

– No sé qué decir, Alan.

– Siento que haya ocurrido, Wes. Yo ya no pinto nada en este asunto, y recuerda que yo no te he dicho nada.

– No te preocupes.

Wes se quedó mirando la pared largo rato y luego consiguió reunir las fuerzas y la entereza necesarias para levantarse, echar a caminar, salir de la oficina e ir a buscar a su mujer.

25

Puntual como un reloj, Ron Fisk se despidió de Doreen con un beso en la puerta de entrada a las seis en punto del miércoles por la mañana y a continuación le tendió su bolsa para una noche y el maletín a Monte. Guy estaba al volante del monovolumen. Ambos ayudantes saludaron a Doreen con la mano y luego partieron a toda velocidad. Era el último miércoles de septiembre, la vigesimoprimera semana de la campaña y el vigesimoprimer miércoles consecutivo que se había despedido de su mujer con un beso a las seis de la mañana. Tony Zachary no podría haber encontrado un candidato más disciplinado.

En el asiento de atrás, Monte le tendió el programa del día, que uno de los subordinados de Tony preparaba en Jackson por la noche y enviaba por correo electrónico a Monte a las cinco en punto de la mañana. La primera página era el programa, la segunda era una descripción de los tres grupos a los que se dirigiría ese día, junto con los nombres de la gente importante que asistiría a los actos.

La tercera página era una actualización de las campañas de sus oponentes. En su mayoría no eran más que rumores, pero aun así seguía siendo su parte preferida. La última vez que se había visto a Clete Coley había sido dirigiéndose a un pequeño grupo de ayudantes de sheriff en el condado de Hancock; luego se había retirado a las mesas de blackjack del Pirate´s Cave. Ese día se suponía que McCarthy estaría trabajando y que no habría actos de campaña.

La cuarta página era el resumen financiero. Hasta el momento, las contribuciones ascendían a un total de un millón setecientos mil dólares, el 75 por ciento de las cuales procedía de donantes del estado. Los gastos subían a un millón ochocientos mil dólares, pero no había que preocuparse por el déficit. Tony Zachary sabía que el dinero de verdad llegaría en octubre. McCarthy había recibido un millón cuatrocientos mil dólares, prácticamente todo de los abogados litigantes, y se había gastado la mitad. En el bando de Fisk todos eran de la opinión de que a los abogados litigantes ya no les quedaba un centavo.

Habían llegado al aeropuerto. El King Air despegó a las seis y media, momento en el que Fisk estaba hablando con Tony por teléfono, en J ackson. Era la primera conversación del día. Todo iba como la seda. Fisk incluso había llegado a creer que no era tan complicado organizar una campaña. Siempre estaba listo, fresco, preparado, descansado, sin preocupaciones económicas y dispuesto a trasladarse al siguiente acto electoral. Apenas tenía contacto con las dos docenas de personas que, bajo la dirección de Tony, sudaban tinta para que todo estuviera a punto.

La versión del informe diario de la jueza McCarthy era un vaso de zumo con Nat Lester en las oficinas de Jackson. Todas las mañanas se proponía llegar a las ocho y media, y casi siempre lo conseguía. Para entonces, N at llevaba dos horas al pie del cañón, gritando al personal.

No les interesaban lo más mínimo las andanzas de sus dos oponentes. Apenas malgastaban el tiempo en las cifras que arrojaban las encuestas. Sus datos mostraban que iban empatados con Fisk y eso ya era suficientemente preocupante. Daban un breve repaso a las últimas recaudaciones y charlaban sobre contribuyentes potenciales.

– Puede que tengamos un nuevo problema -dijo Sheila esa mañana.

– ¿Solo uno?

– ¿Recuerdas el caso de Frankie Hightower?

– No, ahora mismo no.

– Hace cinco años, un policía del estado fue abatido a tiros en el condado de Grenada. Paró a un coche por exceso de velocidad y dentro del vehículo iban tres hombres y un adolescente negros. El chico era Frankie Hightower. Alguien abrió fuego con un arma de asalto y alcanzó al policía ocho veces. Lo dejaron en medio de la carretera 51.

– Déjame adivinar: el tribunal ha tomado una decisión.

– El tribunal está a punto de hacerlo. Seis de mis colegas están dispuestos a ratificar la sentencia.

– Déjame adivinar: tú disientes.

– Voy a disentir. El chico no tuvo una defensa justa. Su abogado era un inútil sin experiencia y, por lo visto, corto de entendederas. El juicio fue de chiste. Los otros tres se jugaban una condena a pena de muerte y señalaron a Hightower, que tenía dieciséis años e iba en el asiento de atrás, sin armas. Sí, voy a disentir.

Las sandalias de Nat golpearon el suelo y empezó a pasear arriba y abajo. Discutir el caso sería una pérdida de tiempo y para debatir las implicaciones políticas se necesitaría cierta expenencIa.

– Coley se subirá por las paredes.

– Coley me importa un bledo, es un payaso.

– Los payasos consiguen votos.

– Coley no me preocupa lo más mínimo.

– Fisk recibirá la noticia como un regalo de Dios. Una prueba más de que su campaña está tocada por la inspiración divina. Maná caído del cielo. Ya estoy viendo los anuncios.

– Voy a disentir, Nat, y ya está.

– No, nunca es tan simple. Puede que alguno de los votantes comprenda lo que haces y admire tu valor. Quizá tres o cuatro. Los demás verán el anuncio de Fisk con el rostro sonriente del joven y apuesto policía junto a la fotografía de la ficha policial de Frankie no sé qué más.

– Hightower.

– Gracias. En el anuncio harán referencia a los jueces liberales diez veces como mínimo, y seguramente también sacarán tu cara. Es material de alto voltaje. Para el caso, ya podrías retirarte ahora mismo.

Su voz se fue apagando, pero aun así sus palabras habían sido glaciales. Guardaron un largo silencio.

– No es mala idea -dijo Sheila, al fin-o Lo de dejarlo.

Me he pillado revisando los casos y preguntándome qué pensarían los votantes si decidía una cosa u otra. He dejado de ser jueza, Nat, ahora soy política.

– Eres una gran jueza, Sheila. Uno de los tres que nos quedan.

– Todo es política.

– No vas a dejarlo. ¿Ya has redactado tu disensión?

– Estoy en ello.

– Mira, Sheila, las elecciones son dentro de cinco semanas. ¿Hasta cuándo podrías retrasarlo? Joder, el tribunal es famoso por tomarse su tiempo. Válgame Dios, seguro que puedes alargar el asunto hasta después de las elecciones. ¿Qué son cinco semanas? Nada. El asesinato fue hace cinco años.

Continuaba paseándose arriba y abajo a grandes zancadas y agitando los brazos.

– Tenemos un calendario.

– Gilipolleces. Puedes manipularlo.

– Por política.

– Pues claro que por política, Sheila. Dame un respiro. Estamos partiéndonos la espalda por ti y tú te comportas como si fueras demasiado digna para ensuciarte las manos. Es un negocio sucio, ¿de acuerdo?

– Baja la voz.

La bajó varias octavas, pero no dejó de pasear por la habitación. Tres pasos hasta una pared y luego otros tres hasta la otra.

– Tu disensión no cambiará absolutamente nada. El tribunal volverá a pasarte por encima con un seis a tres, incluso con un siete a dos, o tal vez con un ocho a uno. Los números no importan. Confirmarán la sentencia y Frankie lo que sea se quedará exactamente donde está ahora y durante los siguientes diez años. No seas imbécil, Sheila.

Sheila apuró el vaso de zumo y no contestó.

– No me gusta esa sonrisilla -dijo Nat. La señaló con un afilado y nervudo dedo-. Escúchame, si redactas una disensión antes de las elecciones, dimito y salgo por esta puerta.

– No me amenaces.

– No estoy amenazándote, estoy haciéndote una promesa. Conoces diez modos diferentes de retrasar ese caso durante cinco semanas. Mierda, podrías alargarlo hasta seis meses.

– Me voy a trabajar -dijo Sheila, poniéndose en pie.

– ¡No estoy bromeando! -le gritó-. ¡Me iré!

– Ve a buscar dinero -contestó Sheila, abriendo la puerta con brusquedad.

Tres días después, empezó la magistralmente orquestada avalancha. Solo un puñado de personas sabía qué se avecinaba.

Ni el propio Ron Fisk conocía el alcance de su campaña de saturación. Había actuado para las cámaras, se había probado varios trajes, había memorizado el guión, había arrastrado a su familia y a algunos amigos hasta allí, y estaba al tanto del presupuesto, de los gastos en medios de comunicación y de la cuota de mercado de varias cadenas de televisión del sur de Mississippi. En una campaña normal, se habna preocupaao ae cómo financiar un marketing tan caro.

Sin embargo, la máquina que llevaba su nombre tenía muchas piezas que él desconocía.

Los primeros anuncios fueron los blandos, estampas entrañables que abrían las puertas y dejaban entrar a ese joven encantador en los hogares. Ron de boy scout mientras se oía de fondo la voz de un actor mayor y con mucho acento que interpretaba el papel de su jefe de grupo de exploradores: «Uno de los mejores boy scout que hemos tenido nunca. Llegó a Águila en menos de tres años». Ron con una toga en la ceremonia de graduación, un estudiante modélico. Ron, con Doreen y los niños, diciendo: «La familia es nuestro mayor tesoro». Después de treinta segundos, el anuncio acababa con un eslogan leído por una voz profunda y angelical: «Ron Fisk, un juez que comparte nuestros valores».

El segundo anuncio era una sucesión de fotos en blanco y negro, que empezaba con Ron en los escalones de su iglesia, vestido con traje, charlando con su pastor, que contaba: «Ron Fisk fue ordenado diácono de esta iglesia hace doce años». Ron sin la chaqueta, impartiendo catequesis. Ron con la Biblia mientras explica algo a un grupo de adolescentes a la sombra de un árbol. «Demos gracias a Dios por un hombre como Ron Fisk.» Ron y Doreen recibiendo a la gente en la puerta de la iglesia. y el mismo colofón: «Ron Fisk, un juez que comparte nuestros valores».

Ni la más leve insinuación de asuntos conflictivos, no se mencionaba la campaña, no se oía ni un solo insulto, nada que pudiera predecir el giro radical que se avecinaba. Solo se trataba de la encantadora presentación de un joven y sano diácono.

Los anuncios se emitieron en el sur de Mississippi, así como en el centro, ya que Tony Zachary era el que corría con las sumas astronómicas que pedían en Jackson.

El 30 de septiembre era una fecha crucial en el calendario de Barry Rinehart. N o tendrían que informar de las contribuciones que se hicieran en octubre hasta ellO de noviembre, seis días después de las elecciones. Nadie se enteraría hasta que fuera demasiado tarde, del torrente de dinero procedente de fuera del estado que estaba a punto de dejar entrar. Los perdedores se llevarían las manos a la cabeza, pero no podrían hacer mucho más.

El 30 de septiembre, Rinehart y compañía pusieron la directa. Empezaron por la lista de los peces gordos: grupos partidarios de la reforma del sistema de agravios, organizaciones religiosas derechistas, grupos de presión y comités de acción política empresariales, y cientos de organizaciones conservadoras que iban desde la famosa Asociación Americana del Rifle hasta la enigmática Tributación Futura Cero, un pequeño grupo dedicado a abolir Hacienda. Mil ciento cuarenta grupos en los cincuenta estados. Rinehart envió a todos ellos un informe detallado y una petición de una donación inmediata a la campaña de Fisk por un total de dos mil quinientos dólares, el máximo que podía donar una entidad. Su objetivo era llegar a los quinientos mil.

En cuanto a las aportaciones personales, cuyo máximo era cinco mil dólares, Rinehart contaba con una primera lista de miles de ejecutivos y directores de empresa de industrias propensas a recibir las demandas de los abogados litigantes. Las más afectadas de todas eran las aseguradoras, de las cuales preveía obtener un millón de dólares. Carl Trudeau le había proporcionado los nombres de doscientos ejecutivos de compañías controladas por el Trudeau Group, aunque nadie de Krane Chemical firmaría un cheque. Si la campaña de Fisk aceptaba dinero de Krane, entonces seguro que acabarían apareciendo en la primera plana de los periódicos y Fisk se sentiría obligado a retirarse, un desastre que Rinehart ni siquiera estaba dispuesto a considerar.

Esperaba un millón de los hombres de Carl, aunque no iría directamente a la campaña de Fisk. Rinehart derivaría el dinero a las cuentas bancarias de Víctimas Judiciales por la Verdad y la Asociación por el Respeto al Manejo de Armas (ARMA), para mantener sus nombres a salvo de las miradas de periodistas curiosos y para asegurarse de que nadie pudiera relacionar jamás al señor Trudeau con aquellas donaciones.

La segunda lista contenía miles de nombres de donantes con un historial a favor de candidatos afines al empresariado, aunque no con aportaciones de cinco mil dólares. De esa lista esperaba sacar otros quinientos mil.

Tres millones era su objetivo, y dormía muy tranquilo sabiendo que lo alcanzaría.

26

Con la emoción del momento, Huffy había incurrido en un terrible error. La expectativa de un pago considerable junto con la presión constante ejercida por el señor Kirkabrón, le habían llevado a cometer un desliz.

Poco después de que Wes se pasara por allí para prometerle cincuenta mil dólares, Huffy había irrumpido en el gran despacho y, orgulloso, había informado a su jefe de que la deuda de los Payton estaba a punto de reducirse. Cuando recibió la mala noticia dos días después, prefirió no decírselo a nadie.

Después de apenas pegar ojo en una semana, finalmente se obligó a volver a enfrentarse al diablo. Se plantó delante de la gigantesca mesa y tragó saliva.

– Malas noticias, señor.

– ¿Dónde está el dinero? -preguntó el señor Kirkhead.

– No ocurrirá, señor. Al final no llegaron a un acuerdo.

– Vamos a reclamar el pago del préstamo. Hágalo ahora -dijo el señor Kirkabrón, reprimiendo un juramento.

– ¿Qué?.

– Ya me ha oído.

– No podemos hacer eso. Han estado pagando dos mil al mes.

– Maravilloso, con eso no cubren ni los intereses. Exija el pago inmediato del préstamo. Ahora.

– Pero ¿por qué?

– Por un par de razones de nada, Huffy. Uno, llevan sin pagar un año como mínimo, y dos, no tienen garantía. Como banquero, estoy seguro de que entiende estos dos problemillas.

– Pero lo están intentando.

– Exija el pago del préstamo. Hágalo ya, porque si no lo hace, será reasignado o despedido.

– Esto es un escándalo.

– No me importa lo que usted piense.

– Se calmó un poco antes de continuar-. No he tomado yo la decisión, Huffy. Tenemos un nuevo dueño y me han ordenado que exija el pago del préstamo.

– Pero ¿por qué?

Kirkhead descolgó el teléfono y se lo tendió.

– ¿Quiere llamar a Dallas?

– Esto los llevará a la quiebra.

– Llevan mucho tiempo en la quiebra. Ahora podrán hacerlo oficialmente.

– Hijo de puta.

– ¿Me lo dice a mí, hijo?

Huffy miró iracundo la rechoncha y calva cabeza. -No, a usted no, más bien al hijo puta de Dallas.

– Dejémoslo aquí, ¿de acuerdo?

Huffy volvió a su oficina, dio un portazo y estuvo mirando las paredes fijamente durante una hora. Kirkabrón no tardaría en pasarse por allí para ver cómo iba el asunto.

Wes asistía a una declaración, en el centro. Mary Grace estaba en su despacho y fue quien contestó al teléfono.

Admiraba a Huffy por su valentía al prolongarles el crédito más de lo que hubiera hecho cualquier otro, pero el sonido de su voz siempre la ponía nerviosa.

– Buenos días, Tom -lo saludó, cordialmente.

– No son buenos, Mary Grace -contestó-. Son malos, muy malos, peores que nunca.

Se hizo un tenso silencio.

– Te escucho.

– El banco, pero no el banco con el que tratabais hasta ahora, sino otro, dirigido por gente que solo he visto una vez y que no quiero volver a ver, ha decidido que no puede esperar más a que le paguéis. El banco, no yo, os exige el pago del préstamo.

Mary Grace emitió un extraño sonido gutural que podría haber pasado por un improperio, aunque en realidad ni siquiera había sido una palabra. Lo primero que le vino a la cabeza fue su padre. Además de las firmas de los Payton, el único aval del préstamo era un terreno de ochenta hectáreas de tierra de cultivo que su padre tenía desde hacía años. Estaba cerca de Bowmore y no incluía las tierras de la familia, donde estaba la casa, de unas quince hectáreas. El banco embargaría la propiedad.

– ¿Por alguna razón en particular, Huffy? -preguntó, con serenidad.

– Ninguna. La decisión no viene de Hattiesburg. El Second State se ha vendido al diablo, no sé si lo recuerdas.

– Esto no tiene sentido.

– Estoy de acuerdo.

– Nos obligáis a declararnos en quiebra y el banco no se lleva nada.

– Salvo la granja.

– ¿Así que embargaréis la granja?

– Alguien lo hará. Espero no ser yo.

– Mejor, Huffy, porque cuando lo hagan, no descarto que haya un asesinato en la escalera del juzgado de Bowmore.

– Tal vez elijan al viejo Kirkabrón.

– ¿ Estás en tu despacho?

– Sí, con la puerta cerrada.

– Wes está en el centro. Llegará en quince mmutos. Abre la puerta.

– No.

Quince minutos después, Wes irrumpió en la oficina de Huffy, con las mejillas encendidas por la ira y con las manos dispuestas a estrangular a alguien.

– ¿Dónde está ese Kirkabrón?

Huffy se puso de pie de un salto y levantó las manos.

– Calma, Wes.

– ¿Dónde está Kirkabrón?

– Ahora mismo en su coche, camino de una reunión urgente que le ha surgido de repente hace diez minutos. Siéntate, Wes.

Wes respiró hondo y tomó asiento, lentamente. Huffy lo miró con atención y volvió a su silla.

– No es culpa suya, Wes -dijo Huffy-. Técnicamente, el préstamo lleva casi dos años en mora. Podría haberlo hecho hace meses y no lo hizo. Sé que no te gusta, a mí tampoco, ni a su mujer, pero ha sido muy paciente. La decisión se tomó en la central.

– Dame un nombre en la central.

Huffy le tendió una carta que había recibido por fax. Estaba dirigida a los Payton, con encabezado del New Vista Bank, y estaba firmada por un tal señor F. Patterson Duvall, vicepresidente.

– Esto ha llegado hace media hora -dijo Huffy-. No conozco a ese tal Duvall. Le he llamado un par de veces, pero está en una reunión importante, y estoy seguro de que durará hasta que dejemos de llamar. Es una pérdida de tiempo, Wes.

La carta les reclamaba el pago de 414.656,22 dólares, con unos intereses diarios de 83,50 dólares. Con arreglo a los términos del préstamo, los Payton tenían cuarenta y ocho horas para pagar o se llevarían a cabo los procedimientos de ejecución y cobro. Por descontado, los costes derivados de abogados y demás también se añadirían a la cantidad pendiente.

Wes la leyó con atención mientras recuperaba la calma.

Volvió a dejarla sobre la mesa.

– Mary Grace y yo hablamos de este préstamo a diario, Huffy. Es parte de nuestro matrimonio. Hablamos de los niños, del despacho, de la deuda con el banco, de lo que hay para cenar; siempre está presente. Nos hemos dejado la piel para pagar el resto de deudas y así poder dejarnos la piel para pagar al banco. La semana pasada estuvimos a punto de daros cincuenta mil. Nos juramos sudar tinta hasta sacar al banco de nuestras vidas. y ahora esto. Un imbécil de Dallas ha decidido que se ha cansado de ver este préstamo vencido en su lista diaria y quiere sacárselo de encima. ¿Sabes qué, Huffy?

– ¿Qué?

– El banco acaba de meter la pata él solito. Nos declararemos en quiebra, y cuando intentéis embargar el terreno de mi suegro, también lo declararé insolvente. Además, cuando consigamos salir de esta situación y volvamos a levantar cabeza, adivina quién no va a ver un centavo.

– ¿El imbécil de Dallas?

– El mismo. El banco no va a ver ni un centavo. Será maravilloso. Podremos quedarnos los cuatrocientos mil cuando los ganemos.

Esa misma tarde, Wes y Mary Grace celebraron una reunión en el Ruedo. Aparte de la humillación de tener que declararse en quiebra, lo que no parecía alarmar a nadie, había poco más de lo que preocuparse. De hecho, las exigencias del banco darían un respiro al bufete. Ya no tendrían que pagar los dos mil dólares mensuales y podrían utilizar ese dinero para otras cosas.

La gran preocupación, por descontado, era el terreno ael señor Shelby, el padre de Mary Grace. Wes tenía un plan: encontraría a alguien dispuesto a comprarlo, alguien que se presentara en la ejecución del préstamo y firmara un cheque. La propiedad cambiaría de titularidad y seguiría así, según un acuerdo que se sellaría con «un apretón de manos», hasta que los Payton pudieran volver a comprarlo, al cabo de un año con un poco de suerte. Ninguno de los dos soportaba la idea de que el padre de Mary Grace los acompañara al tribunal de quiebras.

Pasaron las cuarenta y ocho horas y no se efectuó ningún pago. Fiel a su palabra, el banco los demandó. El abogado, un caballero del lugar que los Payton conocían bien, los llamó antes para pedirles disculpas. Llevaba años representando al banco y no podía permitirse perderlo como cliente. Mary Grace aceptó sus disculpas y le dio su consentimiento para demandarlos.

Al día siguiente, los Payton se declararon en quiebra, individualmente y como Payton amp; Payton, abogados. Presentaron bienes conjuntos por un total de treinta y cinco mil dólares -dos coches viejos, muebles y equipamiento de oficina-, todo lo cual estaba protegido. También presentaron una deuda de cuatrocientos veinte mil dólares. La declaración de quiebra detuvo el proceso judicial, lo que finalmente lo haría innecesario. Al día siguiente, el Hattiesburg American informaba de ello en la segunda página.

Carl Trudeau lo leyó por internet y soltó una carcajada.

– Volved a demandarme -dijo, con enorme satisfacción. Al cabo de una semana, tres bufetes de Hattiesburg informaron al viejo Kirkabrón que retiraban sus fondos, cancelaban las cuentas y se llevaban el dinero a otra parte. Había ocho bancos más en la ciudad.

Un acaudalado abogado litigante llamado Jim McMay llamó a Wes y se ofreció a representarlos. Eran amigos desde hacía años y habían colaborado en dos ocasiones en casos de responsabilidad por productos defectuosos. McMay representaba a cuatro familias en el caso contra Krane, pero no los había defendido con agresividad. Igual que los demás abogados litigantes que habían demandado a Krane, estaba esperando el resultado del caso Baker con la esperanza de hacer el agosto cuando hubiera un acuerdo, si se llegaba a uno.

Quedaron para almorzar en Nanny's, y mientras daban cuenta de sus bollitos y el jamón curado, McMay se prestó rápidamente a rescatar las ochenta hectáreas del embargo y a mantener la titularidad hasta que los Payton pudieran volver a comprárselas. La tierra de cultivo no escaseaba precisamente en el condado del Cáncer y Wes calculaba que los terrenos de Shelby rondarían los cien mil dólares, el único dinero que el banco iba a ver gracias a su estúpida maniobra.

27

Sheila McCarthy estaba soportando la tortura diaria en la cinta de andar cuando pulsó el botón de parada y se quedó mirando el televisor, boquiabierta, sin dar crédito a lo que estaba viendo. Pasaron el anuncio a las 7.29, justo en medio de las noticias locales. Empezaba con dos hombres jóvenes y bien vestidos besándose apasionadamente mientras un pastor de alguna religión sonreía detrás de ellos. Una voz ronca comentaba: «Los matrimonios entre personas del mismo sexo están barriendo el país. En lugares como Massachusetts, Nueva York y California, las leyes están siendo cuestionadas. Los abogados de matrimonios de gays y lesbianas presionan con fuerza para obligar a imponer su estilo de vida al resto de nuestra sociedad». Una rotunda equis profanaba de repente la foto de una parej a de recién casados en el altar, hombre y mujer. «Los jueces liberales simpatizan con los derechos de los matrimonios del mismo sexo.» Acto seguido, venía un vídeo de un grupo de lesbianas contentas a la espera de contraer matrimonio en una ceremonia colectiva. «Los activistas homosexuales y los jueces liberales que los apoyan atacan a nuestras familias.» Luego pasaban otro vídeo de una muchedumbre quemando una bandera estadounidense. «Los jueces liberales han aprobado la quema de nuestra bandera», decía la voz. A continuación, una breve imagen de un expositor de revistas lleno de ejemplares de Hustler. «A los jueces liberales no les molesta la pornografía.» Después, una foto de una familia feliz, padre, madre y cuatro niños. «¿Destruirán los jueces liberales a nuestras familias?», preguntaba el narrador en tono sombrío, con lo que no dejaba lugar a dudas de que acabarían haciéndolo si se les daba la oportunidad. La foto de la familia se partió en dos y de repente apareció el apuesto, aunque serio, rostro de Ron Fisk, que mirando directamente a la cámara dijo: «En Mississippi no. Un hombre. Una mujer. Soy Ron Fisk, candidato al tribunal supremo, y este anuncio tiene mi aprobación».

Empapada en sudor y con el corazón aún más acelerado, Sheila se sentó en el suelo e intentó pensar. El hombre del tiempo decía algo, pero ella no lo oía. Se echó sobre la espalda, abrió los brazos y las piernas y respiró hondo.

El matrimonio entre homosexuales era un asunto muerto y enterrado en Mississippi y seguiría siéndolo siempre. Nadie con cierta audiencia o seguidores se había atrevido a proponer que las leyes deberían cambiar para permitirlo. Ningún miembro de la asamblea legislativa estatal se posicionaría a favor. Solo había un juez en todo el estado -Phil Shingleton- que hubiera presidido un caso similar, el de Meyerchec y Spano, y lo había despachado en un tiempo récord. Aún debía de quedar un año más o menos para que el tribunal supremo tuviera que discutir esa sentencia, pero Sheila preveía una revisión judicial bastante lacónica seguida de una rápida votación con un resultado de nueve a cero que confirmara el fallo del juez Shingleton.

¿Cómo habían conseguido retratarla como a una juez liberal que apoyaba el matrimonio entre homosexuales?

La habitación daba vueltas a su alrededor. Con la llegada de la siguiente pausa publicitaria, se puso tensa y se preparó para el siguiente asalto, pero no emitieron nada, solo el graznido de un vendedor de coches y los apremios de un comerciante de muebles de rebajas.

Sin embargo, quince minutos después volvieron a pasar el anuncio. Sheila levantó la cabeza y miró incrédula las mismas imágenes, seguidas de la misma voz.

Sonó el teléfono. Al ver en la pantallita de quién se trataba, decidió no contestar. Se duchó y se vistió a toda prisa y a las ocho y media entraba en las oficinas de la campaña con una amplia sonrisa y deseando buenos días a todos. Los cuatro voluntarios estaban alicaídos. Tres televisores emitían tres programas distintos. Nat estaba en su despacho, gritándole a alguien por teléfono. Estampó el auricular, le hizo un gesto para que entrara y cerró la puerta detrás de ella.

– ¿Lo has visto? -preguntó.

– Dos veces -contestó ella, con toda calma.

Aparentemente, no estaba desconcertada. Todos estaban nerviosos, por lo que era importante intentar transmitir tranquilidad.

– Es una saturación de manual-dijo Nat-. Jackson, la costa, Hattiesburg, Laurel, cada quince minutos en todas las cadenas. Además de la radio.

– ¿De qué son los zumos?

– De zanahoria -contestó Nat, abriendo la pequeña nevera-. Despilfarran dinero como si nada, lo que por descontado significa que les entra a raudales. La típica emboscada: esperar hasta elIde octubre para pulsar el botón y empezar a imprimir billetes. Ya lo hicieron el año pasado en Illinois y Alabama. Y hace dos años en Ohio y Texas.

Nat sirvió dos vasos mientras hablaba.

– Siéntate y relájate, Nat -dijo Sheila, aunque él no le hizo caso.

– Los ataques publicitarios deben responderse del mismo modo -dijo-, y rápido.

– No estoy segura de que sea un ataque publicitario. No mencionan mi nombre.

– No hace falta. ¿Cuántos jueces liberales se presentan a las elecciones junto al señor Fisk?

– Ninguno, que yo sepa.

– Querida, desde esta mañana eres oficialmente una jueza liberal.

– ¿ De verdad? Pues me siento igual.

– Tenemos que responder, Sheila.

– No voy a dejarme arrastrar a un intercambio de ataques personales por el matrimonio entre homosexuales.

Nat al final tomó asiento y se calló. Se bebió el zumo y se quedó mirando al suelo hasta recuperar un ritmo de respiración pausado.

– Es fatídico, ¿ no? -preguntó Sheila, con una sonrisa, dándole un sorbo al suyo.

– ¿El zumo?

– El anuncio.

– Potencialmente, sí, pero estoy trabajando en algo.

– Nat rebuscó en una montaña de papeles junto a su mesa y sacó una carpeta muy fina-. Escucha esto: el señor Meyerchec y el señor Spano alquilaron un apartamento el 1 de abril de este año. Tenemos una copia del contrato de alquiler. Esperaron treinta días, tal como exige la ley, y luego se inscribieron en el censo. Al día siguiente, el 2 de mayo, solicitaron el carnet de conducir en Mississippi, hicieron el examen y aprobaron. El departamento de Tráfico emitió los carnets el 4 de mayo. Pasaron un par de meses, durante los cuales no se tiene constancia oficial de que buscaran trabajo, tramitaran alguna licencia empresarial ni nada que pudiera indicar que trabajaban aquí. Recuerda que aseguran ser ilustradores autónomos, sea lo que sea eso. -Hojeaba las páginas rápidamente, comprobando los datos aquí y allí-. Después de preguntar a los ilustradores que anuncian sus servicios en las páginas amarillas, descubrimos que nadie conoce ni a Meyerchec ni a Spano. Su piso está en una urbanización bastante grande, con muchos bloques de apartamentos y muchos vecinos, pero nadie recuerda haberlos visto por allí. Ah, y en los círculos gay, ni una sola persona de todas con las que nos hemos puesto en contacto admite conocerlos.

– ¿Quién se ha puesto en contacto con ellos?

– Espera, ahora voy a eso. Luego intentan obtener una licencia de matrimonio y el resto de la historia puedes seguirla en los periódicos.

– ¿Quién se ha puesto en contacto con ellos? Nat ordenó los papeles de la carpeta y la cerró.

– Aquí es donde se pone interesante. La semana pasada recibí una llamada de un joven que se presentó como estudiante gay de Derecho, aquí en Jackson. Me dio su nombre y el de su pareja, otro estudiante de Derecho. No están en el armario, pero tampoco preparados para el desfile del orgullo gayo El caso Meyerchec-Spano les llamó la atención, y cuando se convirtió en un tema de campaña, ellos, igual que otros muchos con dos dedos de frente, empezaron a sospechar. Conocen a muchos de los gays que viven aquí, en la ciudad, y les preguntaron por Meyerchec y Spano. Nadie los conoce. De hecho, la comunidad gay empezó a sospechar de ellos desde el momento en que se presentó la demanda. ¿Quiénes son estos tíos? ¿De dónde salen? Los estudiantes de Derecho decidieron encontrar la respuesta. Han llamado a los teléfonos de Meyerchec y Spano cinco veces al día, a horas distintas, y jamás les han contestado. Llevan treinta y seis días intentándolo sin obtener respuesta. Han hablado con los vecinos: no los han visto nunca. Nadie les vio trasladarse. Han llamado a la puerta y han mirado por las ventanas. El piso apenas está amueblado y no tienen nada colgado en las paredes. Para convertirse en verdaderos ciudadanos, Meyerchec y Spano pagaron tres mil dólares por un Saab de segunda mano, a nombre de los dos, como un matrimonio de verdad, y luego compraron una matrícula del estado. El Saab está aparcado delante del piso, pero nadie lo ha tocado en treinta y seis días.

– ¿ Adónde nos lleva todo esto? -preguntó Sheila.

– Estoy llegando. Nuestros estudIantes ele derecho los han localizado en Chicago, donde Meyerchec tiene un bar gay y Spano trabaja de diseñador de interiores. Los estudiantes están dispuestos a volar a Chicago, quedarse allí varios días, pasarse por el bar, infiltrarse y recabar información, a cambio de algo de dinero.

– Información ¿para qué?

– Información que, con un poco de suerte, demuestre que no residen en el estado, que su presencia aquí era una farsa, que alguien los está usando para explotar la cuestión del matrimonio entre homosexuales y que tal vez ni siquiera sean pareja en Chicago. Si podemos demostrar eso, entonces iré a The Clarion-Ledger, al Sun Herald de Biloxi y a todos los periódicos del estado para darles la noticia. No podemos ganar una pelea en este asunto, querida, pero desde luego lo que sí podemos hacer es contraatacar.

Sheila apuró el vaso de zumo y sacudió la cabeza, no demasiado convencida.

– ¿Crees que ese Fisk es tan listo?

– Fisk es un peón, pero, sí, los que mueven los hilos son muy listos. Hay que tener una mente retorcida, pero brillante. Aquí nadie piensa en el matrimonio entre homosexuales porque jamás ocurrirá y, de pronto, no se oye hablar de otra cosa. Noticia de portada. Todo el mundo se asusta. Las madres esconden a sus hijos. Los políticos calientan motores.

– Pero ¿por qué iban a usar a dos homosexuales de Chicago?

– No creo que sea fácil encontrar a dos homosexuales en Mississippi que quieran este tipo de publicidad. Además, los gays de aquí, sensibilizados con la tolerancia, saben cómo puede ser de virulenta la reacción del mundo heterosexual. Lo peor que podrían hacer es exactamente lo que han hecho Meyerchec y Spano.

– Si Meyerchec y Spano son gays, ¿por qué iban a hacer algo que perjudicara su causa?

– Por dos razones. Primera, porque no viven aquí. y segunda, por dinero. Alguien paga las facturas: el alquiler del piso, el coche de segunda mano, el abogado y unos cuantos miles de dólares por su tiempo y los inconvenientes.

Sheila ya había oído suficiente.

– ¿Cuánto necesitan? -preguntó, mirando el reloj.

– Dinero para gastos: el avión, el hotel, lo básico. Dos mil.

– ¿Los tenemos? -preguntó, echándose a reír.

– Lo pongo yo de mi bolsillo. Por ahora que no aparezca en los libros. Solo quería que supieras lo que estábamos haciendo.

– Tienes mi aprobación.

– ¿Y la disensión de Frankie Hightower?

– Estoy en ello. Puede que necesite otro par de meses.

– Ahora estás hablando como una verdadera jueza del tribunal supremo.

Denny Ott recibió una invitación indirecta a la concentración cuando se le escapó a un colega, mientras tomaban un café una mañana en Babe's. No estaban invitados todos los pastores de la ciudad. Había algunos específicamente excluidos, como dos de la iglesia metodista y uno de la presbiteriana, pero daba la impresión de que todos los demás serían bienvenidos. En Bowmore no había iglesia episcopal, y si en la ciudad quedaba un solo católico, él o ella todavía no había dado la cara.

Se celebró un jueves por la tarde, en una sala adjunta de una congregación fundamentalista llamada Templo de la Cosecha. El moderador era el pastor de la iglesia, un joven apasionado al que se conocía como hermano Ted. Después de una breve oración, dio la bienvenida a sus colegas predicadores, dieciséis en total, incluidos tres pastores negros. Miró con recelo a Denny Ott, pero no dijo nada acerca de su presencia.

El hermano Ted fue directamente al grano. Había entrado a formar parte de la Coalición de Hermanos, un grupo recién formado de predicadores fundamentalistas del sur de MisSISsippi. Su objetivo era hacer todo lo posible, discreta y metódicamente, para que Ron Fisk saliera elegido con la ayuda de Dios y, de paso, acabar con cualquier posibilidad de que los matrimonios entre personas del mismo sexo pudiesen darse en Mississippi. Despotricó contra los males de la homosexualidad y su creciente aceptación en la sociedad estadounidense. Citó la Biblia cuando le pareció oportuno y alzó la voz con indignación cuando lo creía necesario. Hizo hincapié en la urgencia de contar con hombres devotos en todos los cargos públicos y auguró un gran futuro a la Coalición de Hermanos en los años venideros.

Denny escuchó sin inmutarse, aunque con creciente alarma. Había mantenido varias conversaciones con los Payton y sabía qué era lo que se estaba jugando de verdad en aquella campaña. La manipulación y el marketing de Fisk le ponían enfermo. Miró a los demás pastores y se preguntó cuántos funerales habrían celebrado por culpa de Krane Chemical. El condado de Cary debería ser el último lugar que apoyara la candidatura de alguien como Ron Fisk.

El hermano Ted demostró toda la beatería de la que era capaz al tocar la cuestión de Sheila McCarthy. Era una católica de la costa, lo que en los círculos cristianos rurales equivalía a ser una mujer de moral disoluta. Estaba divorciada. Le gustaba ir de fiesta y se rumoreaba que tenía amantes. Era una liberal empedernida, se oponía a la pena de muerte y no se podía confiar en ella cuando había que tomar decisiones relacionadas con el matrimonio entre homosexuales, la inmigración ilegal y cuestiones por el estilo.

Al término del sermón, alguien comentó que tal vez las iglesias no deberían meterse tanto en política, comentario que topó con la desaprobación general. El hermano Ted contraatacó con una breve homilía sobre las guerras culturales y el valor que debían tener para luchar por Dios. Es hora de que los cristianos abandonen las bandas y entren en el campo de juego. Aquello condujo a una acalorada discusión sobre la pérdida de valores. Se echó la culpa a la televisión, a Hollywood y a internet. La lista se alargó y empezó a ser alarmante.

¿Qué estrategia debían seguir?, preguntó alguien. ¡Organización! Los devotos superaban a los infieles en el sur de Mississippi y debían movilizar las tropas. Necesitaban voluntarios para la campaña, para ir de puerta en puerta, para las mesas electorales. Debían difundir el mensaje de iglesia en iglesia, de casa en casa. Solo quedaban tres semanas para las elecciones. Su movimiento se extendía como un reguero de pólvora.

Al cabo de una hora, Denny Ott se había hartado. Se excusó, volvió en coche al despacho de la iglesia y llamó a Mary Grace.

Los directores de la ALM celebraron una reunión urgente dos días después de que la campaña de Fisk emitiera sus anuncios contra el matrimonio entre homosexuales. El estado de ánimo era sombrío. La pregunta era obvia: ¿cómo había podido salir a la palestra un tema como aquel? y ¿qué podía hacer la campaña de McCarthy para contrarrestar el ataque?

Nat Lester estaba presente y resumió sus planes para las tres últimas semanas. McCarthy contaba con setecientos mil dólares para seguir luchando, mucho menos que Fisk. La mitad del presupuesto ya estaba invertido en anuncios televisivos que empezarían a emitirse en veinticuatro horas. Lo que quedaba estaba destinado a la publicidad por correo y a algún que otro anuncio de último momento para la radio y la televisión. Después de eso, ya no tenían más dinero. Llegaban pequeños donativos de organizaciones laboralistas, conservacionistas, defensores del buen gobierno y algunos de los grupos de presión más moderados, pero el 92 por ciento de los fondos de campaña de McCarthy los aportaban los abogados litigantes.

Nat les resumió la última encuesta. Por ahora los dos candidatos estaban empatados con un 30 por ciento de los votos, y el mismo número de votantes indecisos. Coley seguía con un 10 por ciento. Sin embargo, la encuesta se había realizado la semana anterior, por lo que no reflejaba el efecto de los anuncios del matrimonio entre homosexuales, por culpa de los cuales tendría que realizar una nueva encuesta durante el fin de semana.

Como era de esperar, todos tenían opiniones distintas y fundamentadas sobre lo que había que hacer. Nat tuvo que recordarles una y otra vez que todas sus ideas eran caras. Les dejó discutir. Algunos tenían proposiciones sensatas, otras eran radicales. La mayoría daba por sentado que sabían más acerca de las campañas que los demás, y todos asumían que, decidieran lo que decidiesen, la campaña de McCarthy lo acataría de inmediato.

Nat no compartió con ellos algunos rumores que les habrían minado la moral. Un periodista del diario de Biloxi le había llamado esa mañana para hacerle algunas preguntas. Estaba investigando una historia acerca del tema candente del momento, el de los matrimonios entre personas del mismo sexo. Durante la conversación de diez minutos que mantuvieron, le contó a Nat que la mayor cadena de televisión de la costa había reservado un espacio a la campaña de Fisk en horario de mayor audiencia durante las tres semanas restantes por un millón de dólares. Se decía que nunca hasta entonces se había pagado aquella cantidad por un espacio de propaganda electoral.

Un millón de dólares en la costa equivalía a invertir lo mismo, como mínimo, en el resto de mercados.

La noticia era tan preocupante que Nat se planteó si comentárselo a Sheila. En esos momentos se inclinaba por guardárselo para sí y, desde luego, lo que no iba a hacer era compartirlo con los abogados litigantes. Aquellas sumas eran tan pasmosas que podían desmoralizar a Sheila.

El presidente de la ALM, Bobby Neal, al final consiguió acordar un plan, no con poco esfuerzo, que apenas requeriría inversión. Enviaría un correo electrónico urgente a los ochocientos miembros, en el que les detallaría la crítica situación y les solicitaría su colaboración. Se pediría a todos los abogados litigantes que 1) confeccionaran una lista de un mínimo de diez clientes que pudieran permitirse enviar un cheque de cien dólares y estuvieran dispuestos a hacerlo, y 2) que confeccionaran otra lista de clientes y amigos a los que pudiera convencerse para que trabajaran en la campaña, ya fuera yendo de puerta en puerta o para estar en las mesas electorales el día de los comicios. El apoyo de las bases era primordial.

Cuando ya la gente empezaba a dar la reunión por concluida, Willy Benton se puso en pie en uno de los extremos de la mesa y solicitó un momento de atención. Tenía un papel en las manos, escrito por delante y por detrás.

– Es un pagaré, una garantía de una línea de crédito del Gulf Bank de Pascagoula -anunció, y más de un abogado consideró la posibilidad de esconderse debajo de la mesa. Benton era conocido por pensar a lo grande y por el dramatismo de sus intervenciones-o Medio millón de dólares -dijo, lentamente, mientras la cifra resonaba por toda la habitación- a favor de la campaña para la reelección de Sheila McCarthy. Yo ya lo he firmado y voy a pasarlo por la mesa. Somos doce y se necesitan diez firmas para que sea efectivo. Cada uno responderá de cincuenta mil dólares.

Silencio sepulcral. Todos se miraban nerviosos. Algunos ya habían contribuido con más de cincuenta mil dólares, otros con mucho menos. Algunos se gastarían esa misma cantidad en combustible para su avión privado al mes siguiente, otros tenían que vérselas cada dos por tres con sus acreedores. Independientemente del estado de sus cuentas en esos momentos, a todos y cada uno de ellos les entraron ganas de estrangular a ese bastardo.

Benton tendió el pagaré al pobre desgraciado que tenía a su izquierda, uno de los que no tenían avión privado. Por fortuna, ese tipo de situaciones se darían pocas veces a lo largo de su carrera. Si firmaban, serían los tipos duros que no temían abandonarse a la suerte. Si lo pasaban sin firmar, más les valía largarse a casa y dedicarse al negocio de las inmobiliarias.

Firmaron los doce.

28

El nombre del pervertido era Darrel Sackett. La última vez que se le había visto tenía treinta y siete años y estaba en una prisión del condado a la espera de un nuevo juicio, acusado de abuso de menores. Desde luego parecía culpable: frente achatada, mirada inexpresiva, ojos saltones agrandados por unas gafas con cristales de culo de botella, barba irregular de una semana, una gruesa cicatriz en la barbilla… Un rostro que pondría en alerta a un padre o a cualquiera. Pedófilo con largo historial, había sido detenido por primera vez con dieciséis años. A esa primera detención le habían seguido muchas otras y había sido condenado al menos en cuatro ocasiones en cuatro estados diferentes.

Los votantes censados del sur de Mississippi conocieron a Sackett, con su rostro aterrador y sus antecedentes penales, a través de una llamativa publicidad por correo enviada por una nueva organización, esta vez una llamada Víctimas en Rebeldía. La carta de dos páginas era a la vez una biografía de un criminal y un resumen de los terribles errores del sistema judicial.

«¿Por qué está libre este hombre?», decía la carta. Respuesta:

Porque la jueza Sheila McCarthy revocó una condena de dieciséis cargos por abuso de menores. Hacía ocho años que un jurado había condenado a Sackett y el juez lo había sentenciado a cadena perpetua sin libertad condicional. Su abogado -pagado por los contribuyentes- apeló el caso, que llegó al tribunal supremo, donde «Darrel Sackett cayó en los comprensivos brazos de la jueza Sheila McCarthy». McCarthy condenó a los honrados y trabajadores agentes que le habían arrancado una confesión completa. Los reprendió por lo que ella consideraba incorrectos métodos de búsqueda e incautación de pruebas. Arremetió contra el juez que había presidido el juicio, una persona muy respetada y conocida por su mano dura con los delincuentes, por admitir como prueba la confesión y los objetos encontrados en el apartamento de Sackett. (El jurado quedó visiblemente afectado cuando se le obligó a ver el alijo de pornografía infantil de Sackett encontrado por la policía en un registro «legal».) McCarthy aseguró que sentía desprecio por el acusado, pero su excusa fue que no le quedaba más remedio que revocar la sentencia y exigir la repetición del juicio.

Sackett fue trasladado de la prisión estatal a la del condado de Lauderdale, de la que escapó una semana después. No se sabía nada de él desde entonces. Estaba ahí fuera, «un hombre libre», sin duda ejerciendo su violencia contra niños inocentes.

El último párrafo acababa con la habitual perorata contra los jueces liberales. En la letra pequeña se decía que el panfleto contaba con la aprobación de Ron Fisk.

Se habían omitido convenientemente varios hechos relevantes. Primero, que el voto del tribunal fue de ocho a uno a favor de la revocación de la sentencia y de la repetición del juicio. Las diligencias policiales habían sido tan chapuceras que cuatro jueces habían redactado dictámenes concurrentes incluso más duros que el de McCarthy para condenar la confesión forzada y el registro injustificado e inconstitucional. La única opinión disidente había sido la del juez Romano, un insensato que jamás había revocado una sentencia criminal y que en privado juraba no tener intención de hacerlo nunca.

Segundo, Sackett había pasado a mejor vida. Había muerto hacía cuatro años en una reyerta en un bar de Alaska. La noticia de su muerte no había llegado a Mississippi y cuando se archivó su expediente en el condado de Lauderdale, no hubo ningún periodista presente que diera fe de ello. Gracias a su investigación exhaustiva, Barry Rinehart sabía la verdad, aunque no Importara.

La campaña de Fisk estaba por encima de la verdad. El candidato estaba demasiado ocupado para preocuparse por los detalles y había depositado toda su confianza en Tony Zachary. La campaña se había convertido en una cruzada, una llamada de las alturas, y si algunos hechos se tergiversaban ligeramente o incluso se pasaban por alto, estaba justificado por la importancia de su candidatura. Además, se trataba de política, un mundo donde todo valía, y si algo sabían era que el otro bando tampoco estaba jugando limpio.

La verdad nunca había detenido a Barry Rinehart. Lo único que le preocupaba era que pillaran sus mentiras. La historia era más impactante si un loco como Darrel Sackett estaba ahí fuera, suelto, vivito y coleando y dedicándose a sus indecentes hazañas. Un Sackett muerto era una idea reconfortante, pero Rinehart prefería el poder del miedo. Además, sabía que McCarthy no podía contraatacar. Había revocado la condena, así de sencillo. Cualquier intento por explicar sus razones sería inútil en un mundo de anuncios de treinta segundos y citas cortas con gancho.

Después del impacto del anuncio, a McCarthy solo le quedaría intentar borrar a Sackett de su mente.

Sin embargo, después del impacto, se sintió obligada a revisar el caso. Vio el anuncio en internet, en la página de Víctimas en Rebeldía, después de recibir una llamada desesperada de Nat Lester. Paul, su letrado, encontró el caso y lo leyeron en silencio. Sheila lo recordaba vagamente. En los ocho años que habían pasado desde entonces, había leído cientos de escritos y redactado cientos de dictámenes.

– Hiciste lo que había que hacer--dijo Paul, cuando acabó.

– Sí, pero ¿por qué ahora parece una terrible equivocación? -dijo ella.

Había estado trabajando duro y tenía la mesa llena de libretas de media docena de casos. Estaba aturdida, desconcertada. Paul no contestó.

– Me pregunto qué será lo siguiente -dijo Sheila, cerrando los ojos.

– Seguramente un caso de pena de muerte, y volverán a escogerlo con sumo cuidado.

– Gracias. ¿Algo más?

– Por supuesto. Hay un montón de material en estos libros. Eres jueza. Cada vez que tomas una decisión, alguien pierde. A estos tipos no les importa la verdad, por eso pueden hacer que todo suene mal.

– Calla, por favor.

Los primeros anuncios de la jueza McCarthy lograron contrarrestar los ataques hasta cierto punto. Nat decidió estrenarse con uno directo en el que se veía a McCarthy con una toga negra, sentada en el estrado, sonriendo con seriedad a la cámara. Sheila hablaba de su experiencia: ocho años en el juzgado del condado de Harrison, nueve años en el tribunal supremo. Odiaba darse ella misma palmaditas en la espalda, pero en los últimos cinco años había recibido en dos ocasiones el mayor reconocimiento que la revisión anual de la judicatura concedía entre todos los jueces de los tribunales de apelación. No era liberal, ni tampoco conservadora. No quería que la etiquetaran. Su responsabilidad consistía únicamente en hacer respetar las leyes de Mississippi, no en redactarlas. Los mejores jueces son aquellos que no se ciñen a ninguna agenda, los que no tienen ideas preconcebidas acerca de sus dictámenes. Los mejores jueces son aquellos con experiencia. Ninguno de sus oponentes había presidido un juicio, ni había emitido una sentencia, ni había estudiado informes complejos, ni había escuchado exposiciones orales, ni había redactado un dictamen final. Hasta el momento, ninguno de sus oponentes había mostrado el más mínimo interés en ser juez. Sin embargo, estaban pidiendo a los votantes que los colocaran en la cima de la carrera judicial. Terminaba diciendo, con una sonrisa: «El gobernador me nombró hace nueve años para este cargo y luego fui reelegida por ustedes, el pueblo. Soy jueza, no política, y no dispongo del dinero que algunos están destinando a comprar el cargo. Les pido a ustedes, los votantes, que contribuyan a hacer comprender al gran capital que los cargos del tribunal supremo de Mississippi no se compran. Gracias».

Nat invirtió muy poco dinero en las cadenas de J ackson y bastante más en las de la costa. McCarthy no podría emitir jamás una campaña de saturación como la de Fisk. Nat calculaba que Fisk y los ricachones que lo respaldaban estaban gastando unos doscientos mil dólares a la semana solo en anuncios en contra del matrimonio entre homosexuales.

La primera tanda de Sheila ascendía a la mitad más o menos, y la respuesta fue poco entusiasta. Su coordinador en el condado de Jackson lo tachó de «poco creativo». Un efusivo abogado litigante, experto sin duda en todo lo relacionado con la política, les envió un correo electrónico furibundo en el que arremetía contra Nat por haber sido tan blando. Había que pagarles con la misma moneda y responder al ataque con más de lo mismo. Le recordó a Nat que su bufete había contribuido con treinta mil dólares y que estaba planteándose no volver a enviar ni un centavo hasta que McCarthy sacara las garras.

El anuncio pareció gustar a las mujeres. Los hombres tueron más críticos. Después de leer unos cuantos correos más, Nat comprendió que estaba malgastando sus energías.

Hacía tiempo que Barry Rinehart esperaba con impaciencia los anuncios televisivos de los estrategas de McCarthy. Cuando por fin vio el primero, no pudo reprimir una carcajada. Menuda campaña: anticuada, pasada de moda, un patético intento; juez con toga negra, en el tribunal, gruesos tomos de Derecho de apoyo, incluso un mazo por si acaso. Ella parecía sincera, pero era jueza y no tenía presencia ante una cámara. Movía los ojos siguiendo el teleprompter y tenía el cuello tan rígido como un ciervo sorprendido por unos faros.

Era una respuesta débil, pero había que contraatacar. Había que enterrarla. Rinehart buceó en su video grafía, su arsenal, y escogió la siguiente granada.

Diez horas después de que McCarthy empezara a emitir su anuncio, el impacto de la bomba la lanzó lejos del televisor. El ataque publicitario dejó atónito hasta al más hastiado adicto a la política. Empezaba con el violento restallido de un disparo de rifle seguido por una fotografía en blanco y negro de la jueza McCarthy, sacada de la página web oficial del tribunal. A continuación se oía una voz poderosa y sarcástica que decía: «A la jueza Sheila McCarthy no le gustan los cazadores. Hace siete años escribió: "Los cazadores de este estado tienen un historial lamentable en cuestiones de seguridad"». La cita aparecía sobreimpresa en su cara. Luego iba otra foto, extraída de un periódico, en la que Sheila estrechaba manos en un mitin. La voz proseguía: «y a la jueza McCarthy no le gusta la gente que posee armas. Hace cinco años escribió: "Es de esperar que el incansable lobby de las armas cargue contra cualquier ley que de algún modo restringiera su uso en zonas vulnerables. Por sensata que fuera la ley propuesta, el lobby de las armas se ensañaría con ella"». Esta cita también apareció en la pantalla, sobreimpresa, palabra por palabra. Luego se oyeron más disparos, esta vez dirigidos a un cielo azul. A continuación aparecía Ron Fisk, pertinentemente ataviado como cazador que era. Bajaba el rifle y se dirigía a los votantes unos segundos para rememorar los momentos que había pasado cazando en aquel bosque con su abuelo, de niño, y para hablar del amor por la naturaleza y prometerles que protegería los sacrosantos derechos de los cazadores y de los que poseían armas. El anuncio terminaba con una imagen de Ron paseando por la linde del bosque seguido por una jauría de perros retozones.

Al final del anuncio se pasaban rápidamente los créditos, en letra pequeña, donde aparecía una organización llamada Asociación por el Respeto al Manejo de Armas (ARMA).

¿Qué había de verdad en todo ello? El primer caso que se mencionaba en el anuncio estaba relacionado con la muerte accidental de un cazador de ciervos. La viuda había demandado al hombre que le había disparado, a lo que había seguido un juicio muy desagradable. El jurado del condado de Calhoun la había indemnizado con seiscientos mil dólares, la mayor cantidad concedida en ese tribunal. El juicio fue tan sórdido como un divorcio, y se alegaron problemas con el alcohol, la marihuana y mal comportamiento. Ambos hombres eran miembros de una asociación de caza y llevaban una semana en el campamento. Durante el juicio, una de las cuestiones polémicas fue la seguridad, y se citó a varios expertos para que testificaran sobre las leyes relacionadas con las armas y la instrucción del cazador. Aunque las pruebas fueron acaloradamente discutidas, según las actas del juicio parecía que el grueso de los testimonios demostraba que, en cuanto a seguridad, el estado iba a la zaga de otros.

En el segundo caso, la ciudad de Tupelo, en respuesta a un tiroteo en el patio de un colegio durante el que no hubo víctimas mortales, pero en el que resultaron heridas cuatro personas, se aprobó una ordenanza que prohibía la posesión de armas de fuego a menos de cien metros de un colegio público. Los abogados a favor de las armas interpusieron una demanda y la Asociación Americana del Rifle intervino y presentó un escrito solemne y rimbombante como amicus curiae. El tribunal revocó la ordenanza apoyándose en la Segunda Enmienda, pero Sheila disintió y, al hacerlo, no pudo evitar la tentación de echarle un rapapolvo a la AAR.

Un rapapolvo que ahora se volvía contra ella. Sheila vio el último anuncio de Fisk en su despacho, sola y con la deprimente sensación de que sus posibilidades se volatilizaban. En un estrado tenía tiempo para justificar su voto y para arremeter contra los que sacaban sus palabras de contexto; pero en televisión solo disponía de treinta segundos. Era imposible, y los astutos manipuladores de Ron Fisk lo sabían.

Después de un mes en el Pirate's Cave, Clete Coley había abusado con creces de la hospitalidad del casino. El dueño estaba harto de regalar una suite del ático y de satisfacer el insaciable apetito de Coley. El candidato comía tres veces al día, muchas de ellas en la habitación. En las mesas de blackjack, bebía ron como si fuera agua y no había noche que no acabara borracho. Importunaba a los crupieres, insultaba a los demás jugadores y magreaba a las camareras. El casino se había embolsado unos veinte mil dólares por Coley, pero los gastos ascendían como mínimo a la misma cantidad.

Marlin lo encontró en el bar a media tarde, tomando una copa, calentándose para otra larga noche de mesas. Después de una pequeña charla, Marlin fue al grano.

– Nos gustaría que te retiraras de las elecciones -dijo-, y que cuando te despidas apoyes a Ron Fisk.

Clete entrecerró los ojos. Unas arrugas profundas surcaron su frente.

– ¿Cómo?

– Ya me has oído.

– No estoy seguro de haberte oído bien.

– Te pedimos que te retires y que apoyes a Fisk. Es sencillo.

Coley apuró su vaso de ron sin apartar la mirada de Marlin.

– ¿Y qué más? -preguntó.

– No hay mucho más que decir. Tus posibilidades son muy remotas, por decirlo suavemente. Has hecho un buen trabajo, has animado el catarro y has atacado a McCarthy, pero ha llegado el momento de echarle un cable a Fisk para ayudarle a salir elegido.

– ¿ Y si no me gusta Fisk?

– Estoy seguro de que tú tampoco le gustas a él, pero eso es irrelevante. La fiesta ha terminado. Te lo has pasado bien, has salido en los titulares, has conocido a gente muy interesante por el camino, pero has dado tu último discurso.

– Las papeletas ya están impresas y mi nombre aparece en ellas.

– Eso significa que tus cuatro fans se quedarán con un palmo de narices, jqué lástima!

Coley dio un nuevo trago al ron.

– Vale, cien mil por entrar, ¿cuánto por salir?

– Cincuenta.

Sacudió la cabeza y miró las mesas de blackjack a lo lejos. -N o es suficiente.

– No estoy aquí para negociar. Son cincuenta mil en efectivo. La misma maleta que antes, aunque no tan pesada. -Lo siento, mi precio es cien.

– Mañana estaré aquí, a la misma hora, en el mismo sitio.

Dicho esto, Marlin desapareció.

A las nueve de la mañana siguiente, dos agentes del FBI llamaron a la suite del ático con energía.

– ¿Quién coño es? -preguntó Clete, cuando consiguió acercarse a la puerta, tambaleante.

– FBI. Abra.

Clete abrió un resquicio, pero no descorrió la cadena.

Gemelos. Traje oscuro. El mismo peluquero. -¿Qué quieren?

– Nos gustaría hacerle unas preguntas, y preferiríamos no tener que hacerlo desde este lado de la puerta.

Clete acabó de abrirla y los invitó a pasar con un gesto de la mano. Llevaba una camiseta y unos pantalones cortos, estilo NBA, que le llegaban hasta las rodillas y le tapaban medio culo. Coley se devanó los sesos intentando recordar qué ley habría infringido, mientras los veía sentarse en la pequeña mesa del salón. No le vino nada reciente a la mente, aunque a esas horas del día poco podía venirle. Encajó como pudo la voluminosa barriga -¿cuánto peso habría ganado en el último mes?- en una silla y echó un vistazo a sus placas.

– ¿Le dice algo el nombre de Mick Runyun? -preguntó uno de ellos.

Desde luego que le sonaba, pero no estaba dispuesto a admitir nada.

– Tal vez.

– Traficante de metanfetamina. Le representó hace tres años en el tribunal federal. Le cayeron diez años, cooperó con el gobierno, un chico majo.

– Ah, ese Mick Runyun.

– Sí, ese. ¿ Le pagó sus honorarios?

– Mis archivos están en el despacho de Natchez.

– Genial. Tenemos una orden para llevárnoslos. ¿ Pode- mos encontrarnos allí mañana? -Será un placer.

– De todos modos, suponemos que sus archivos no nos dirán demasiado sobre los honorarios pagados por el señor Runyun. Una fuente fidedigna nos ha dicho que le pagó veinte mil dólares en efectivo y que usted nunca los declaró.

– jNo me diga!

– Si es cierto, habría cometido un delito al violar la ley RICO de asociación de malhechores y algunas otras federales.

– La vieja RICO. No tendríais trabajo sin ella.

– ¿Mañana a qué hora?

– Tenía pensado hacer campaña mañana. Solo faltan dos semanas para las elecciones.

Miraron a aquel mostrenco con cara de sueño, despeinado y con resaca y les resultó cómico que fuera candidato para el tribunal supremo.

– Mañana al mediodía estaremos en su oficina de Natchez. Si no aparece por allí, tenemos orden de detenerlo. Eso impresionaría a los votantes.

Salieron de la habitación y cerraron de un portazo. Entrada la tarde, Marlin apareció como había prometido.

Pidió un café, aunque no lo tocó. Clete pidió una copa de ron con soda, aunque olía como si no fuera la primera del día.

– ¿Cerramos el trato en cincuenta, Clete? -preguntó Marlin, después de mirar embrujado a la ajetreada camarera.

– Todavía estoy pensando.

– ¿Fueron buenos contigo esos dos federales esta mañana?

Clete ni se inmutó, no hizo ni un solo gesto que revelara asombro. De hecho, no le sorprendía en absoluto.

– Buena gente -dijo-. Supongo que el senador Rudd está entrometiéndose de nuevo. Quiere que Fisk gane porque son de la misma especie. Todos sabemos que Rudd es tío del fiscal federal de allí abajo, un imbécil redomado que solo consiguió el cargo gracias a sus contactos. Estoy seguro de que no encontraría trabajo en ningún otro sitio. Rudd se vale de su sobrino, que manda al FBI a retorcerme el brazo. Yo desaparezco, cantando las alabanzas de Ron Fisk, y él consigue una gran victoria. Él está contento. Rudd está contento. El gran capital está contento. La vida es maravillosa, ¿no?

– Te acercas bastante -admitió Marlin-. Y tú también te llevaste veinte mil en efectivo en concepto de honorarios de un traficante de droga y no los declaraste. Bastante estúpido por tu parte, pero no es el fin del mundo. No hay nada que el senador no pueda arreglar. Sigue el juego, coge el dinero, despídete con una graciosa reverencia y no volverás a oír hablar de los federales nunca más. Caso cerrado.

Clete clavó sus ojos enrojecidos en los azules de Marlin. -¿Prometido?

– Prometido. Un apretón de manos y puedes olvidarte de la reunión de mañana al mediodía en N atchez.

– ¿Dónde está el dinero?

– Fuera, a la derecha, en el mismo Mustang verde.

Marlin dejó las llaves sobre la barra, con delicadeza. Clete las recogió y desapareció.

29

A solo quince días de las elecciones, Barry Rinehart estaba invitado a cenar en el tugurio vietnamita de Bleecker Street. El señor Trudeau quería que lo pusiera al día.

Barry se regodeó con su última encuesta durante el vuelo desde Boca Ratón. Fisk le sacaba dieciséis puntos a McCarthy, una ventaja que era imposible que perdiera. La cuestión del matrimonio entre homosexuales lo había puesto cuatro puntos por delante, los ataques de la ARMA a McCarthy habían añadido tres más, la campaña en sí iba sobre ruedas. Ron Fisk era una bestia de carga que hacía todo lo que Tony Zachary le decía, había suficiente dinero, los anuncios de televisión aparecían con perfecta regularidad y la respuesta de la propaganda por correo era extraordinaria. La campaña había recaudado trescientos veinte mil dólares de pequeños donantes preocupados por los matrimonios entre homosexuales y las armas. McCarthy se esforzaba para intentar alcanzarlo, pero se quedaba muy atrás.

El señor Trudeau estaba más delgado y bronceado, y quedó entusiasmado con los últimos resúmenes. La ventaja de dieciséis puntos acaparó la conversación de la velada. Carl no dejaba de preguntar a Rinehart una y otra vez por las cifras. ¿Podían confiar en ellas? ¿Cómo lo habían logrado? ¿Qué predecían, en comparación con otras elecciones en las que hubiera participado Barry? ¿Qué debería ocurrir para que perdieran de golpe esa ventaja? ¿Había visto alguna vez evaporarse una ventaja como aquella?

Barry le garantizó la victoria.

Durante los primeros tres trimestres del año, Krane Chemical había obtenido ventas decepcionantes y escasos beneficios. La compañía arrastraba problemas de producción en Texas e Indonesia. Tres plantas habían cerrado para llevar a cabo reparaciones graves e imprevistas. Una planta en Brasil había cerrado por razones desconocidas y había dejado en la calle a dos mil trabajadores. No se satisfacían los grandes pedidos. Clientes de toda la vida se iban, descontentos. El departamento de ventas no conseguía colocar el producto. La competencia rebajaba los precios y les robaba sus clientes. La moral estaba por los suelos y corrían rumores de recortes y despidos maSIVOS.

Detrás del caos, Carl Trudeau manejaba los hilos con habilidad. No hacía nada ilegal, pero amañar los libros de contabilidad era un arte que había perfeccionado con los años. Cuando una de sus compañías necesitaba que los números fueran malos, Carl se encargaba de ello. Durante el año, Krane canceló inversiones destinadas a investigación y desarrollo, transfirió sumas de dinero inusualmente elevadas a reservas legales, se endeudó con líneas de crédito, saboteó la producción para hundir las ventas, infló los gastos, vendió dos divisiones que reportaban beneficios y consiguió perder la confianza de muchos de sus clientes. y mientras tanto, Carl se encargaba de filtrar suficientes noticias como para sacar a flote una imprenta. Desde la sentencia, Krane había estado en el punto de mira de los periodistas de economía y cualquier dato negativo hacía correr ríos de tinta. Evidentemente, todos los artículos hacían referencia a los problemas legales que arrastraba la compañía. Gracias a los cuidadosos chivatazos de Carl, incluso se había mencionado la posibilidad de declararse en quiebra.

Las acciones empezaron el año a diecisiete dólares. Nueve meses después estaban a doce con cincuenta. A dos semanas de las elecciones, Carl estaba preparado para el último asalto contra las vapuleadas acciones ordinarias de Krane Chemical Corporation.

La llamada de Jared Kurtin le pareció un sueño. Wes lo escuchó con atención y cerró los ojos. No podía ser cierto.

Kurtin le explicó que su cliente le había dado instrucciones para que tanteara la posibilidad de llegar a un acuerdo en el caso de Bowmore. Krane Chemical no levantaba cabeza y hasta que los litigios no terminaran, no podría concentrarse en volver a ser competitiva. Su propuesta era reunir a todos los abogados en una sala e iniciar las negociaciones. Sería complicado por los muchos demandantes y la multitud de cuestiones a debatir. Sería difícil por la cantidad de abogados que habría que controlar. Insistió en que Mary Grace y Wes actuaran como vocales y consejeros de los abogados de los demandantes, pero ya perfilarían los detalles en la primera reunión. De repente, el tiempo era crucial. Kurtin ya había reservado una sala de conferencias en un hotel de Hattiesburg. Quería que la reunión empezara el viernes y, en caso de ser necesario, que se alargara durante el fin de semana.

– Hoy es martes -dijo Wes, aferrando el auricular con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

– Sí, lo sé. Como ya le he dicho, mi cliente tiene prisa por iniciar el proceso. Puede que necesitemos semanas, o meses, para llegar a un acuerdo, pero estamos dispuestos a sentarnos a negociar.

Wes también estaba dispuesto a ello. Tenía una declaración el viernes, pero podía posponerla sin problemas.

– ¿Cuáles son las reglas? -preguntó.

Kurtin contaba con la ventaja de haber podido dedicar horas a la planificación. Wes reaccionaba impulsado por la sorpresa y la emoción. Además, Kurtin se había enfrentado a algo similar en más ocasiones que Wes. Ya había negociado acuerdos colectivos muchas veces, mientras que Wes tenía que conformarse con verlos en sueños.

– Voy a enviar una carta a los abogados de los demandantes de los que tenemos constancia -dijo Kurtin-. Échele un vistazo a la lista y dígame si me he dejado alguno. Como sabe, siguen apareciendo por todas partes. Todos los abogados están invitados, pero no hay modo más fácil de echar a perder este tipo de reuniones que dar el micrófono a los abogados litigantes. Mary Grace y usted hablarán por los demandantes. Yo hablaré en nombre de Krane. El primer reto es identificar a todas las personas que hayan interpuesto una demanda, da igual de qué tipo. Según nuestros informes, son unas seiscientas, e incluyen desde casos por fallecimiento hasta hemorragias nasales. En las cartas que enviaré, pido a los abogados que nos informen del nombre del cliente, tanto si ya han presentado la demanda como si no. Una vez sepamos quién espera conseguir un trozo del pastel, lo siguiente será clasificar las demandas. A diferencia de otros acuerdos colectivos por reclamación de daños con diez mil demandantes, este será manejable en tanto que podemos hablar de demandas individuales. Según las cifras de las que disponemos en estos momentos, tenemos sesenta y ocho fallecidos, ciento cuarenta y tres afectados con posible resultado de muerte y el resto con distintas afecciones que, con toda seguridad, no ponen en peligro su vida.

Kurtin fue repasando los números como un corresponsaJ de guerra que informa desde las trincheras. Wes no pudo reprimir una mueca de disgusto, ni un nuevo pensamiento siniestro sobre Krane Chemical.

– De todos modos, empezaremos estudiando estos números. El objetivo es llegar a una cifra y luego compararla con la cantidad que mi cliente está dispuesto a pagar.

– ¿Y qué cantidad es esa? -preguntó Wes, con una carcajada desesperada.

– Ahora no, Wes, tal vez más tarde. Voy a pedir a todos los abogados que rellenen un formulario estándar para cada cliente. Si nos los devuelven antes del viernes, eso que tendremos ganado. Me llevaré a todo mi equipo, Wes. Litigantes, ayudantes, expertos, contables, incluso habrá un tipo de Krane con bastante carácter. Además, cómo no, los habituales de las aseguradoras. Tal vez os iría bien alquilar una sala grande para los vuestros.

Wes estuvo a punto de preguntar con qué dinero. Estaba seguro de que Kurtin estaba enterado de su bancarrota. -Buena idea -acabó diciendo.

– Una cosa más, Wes, la privacidad es muy importante para mi cliente. No es necesario que haya publicidad. Si se filtra algo, los demandantes, sus abogados y todo el pueblo de Bowmore se harán ilusiones y ¿ qué ocurriría luego si las negociaciones no llegaran a ninguna parte? Lo mejor es llevarlo con la máxima discreción.

– De acuerdo.

Qué idiotez. Kurtin estaba a punto de enviar una carta a no menos de veinte bufetes. Babe, la de la cafetería de Bowmore, sabría lo de la reunión para llegar a un acuerdo antes de empezar a servir el desayuno.

A la mañana siguiente, The Wall Street Journal publicó un artículo de portada sobre el inicio de las negociaciones de Krane Chemical. Una fuente anónima que trabajaba para la compañía había confirmado los rumores. Los expertos metieron cuchara y cada uno expuso su opinión, pero en general se consideraba un paso positivo para la compañía. Los acuerdos son calculables, el pasivo es divisible. Wall Street entiende los grandes números y odia lo imprevisible. Existe una larga lista de compañías maltrechas que apuntalaron sus futuros financieros gracias a grandes acuerdos que, aunque costosos, consiguieron acabar con los procesos.

Krane abrió a doce con setenta y cinco y subió dos dólares con setenta y cinco en un día de gran volumen de operaciones.

A media tarde del miércoles, los teléfonos de Payton amp; Payton, así como los de otros bufetes, no dejaban de sonar. Tanto en la calle como por internet había corrido la voz de un acuerdo.

Denny Ott llamó y habló con Mary Grace. Un grupo de ciudadanos de Pine Grave se había congregado en la iglesia para rezar, cotillear y esperar un milagro. Le dijo que era como una vigilia. Como era de prever, circulaban versiones distintas de la verdad: que ya se había negociado un acuerdo y que el dinero estaba en camino; que no, que eso no sería hasta el viernes, pero que el viernes seguro; que no, que no había acuerdo que valiera, que solo era una reunión de abogados. Mary Grace le contó lo que sucedía y pidió a Denny que se lo transmitiera a los demás. Al final comprendió que o bien ella o bien Wes tendrían que acercarse por la iglesia para hablar con sus clientes.

Babe's estaba abarrotada de cafeteros nerviosos en busca de noticias. ¿Obligarían a Krane a limpiar los vertidos? Alguien que aseguraba saber muy bien de qué hablaba dijo que sí, que sería una de las condiciones del acuerdo. ¿A cuánto ascenderían las indemnizaciones por fallecimiento? Otra persona había oído que cinco millones por cada uno. La discusión se volvió acalorada. Los expertos salieron a la palestra, aunque pronto los hicieron callar a gritos.

F.Clyde Hardin se acercó hasta allí, después de salir de su despacho, e inmediatamente pasó a ser el centro de atención.

Mucha gente del lugar se había burlado de su demanda conjunta y lo habían acusado de montarse en el carro de los Payton con un puñado de clientes oportunistas. Él y su amiguito de Filadelfia, Sterling Bintz, aseguraban que su demanda conjunta incluía a cerca de trescientos «afectados de manera grave y permanente». Desde que la habían presentado en enero, no había ido a ninguna parte. Sin embargo, ahora, F.Clyde se había convertido en alguien importante de la noche a la mañana. Cualquier acuerdo tendría que incluir a «su gente». El viernes tendría un asiento en la mesa, explicó a la silenciosa multitud. Estaría allí sentado junto a Wes y Mary Grace Payton.

Jeannette Baker estaba detrás del mostrador de una pequeña tienda al sur de Bowmore cuando recibió la llamada de Mary Grace.

– No te emociones -le recomendó su abogada, muy seria-. Puede que sea un proceso lento y largo, y la posibilidad de llegar a un acuerdo es remota.

Jeannette tenía muchas preguntas, pero no sabía por dónde empezar. Mary Grace estaría en la iglesia de Pine Grave a las siete de la tarde para discutir lo que quisiera y verse con los demás clientes. Jeannette le prometió que allí estaría.

Con una sentencia de cuarenta y un millones, el caso de Jeannette Baker sería el primero que se pondría sobre la mesa.

La noticia del acuerdo se extendió descontroladamente por Bowmore. En las pequeñas oficinas del centro, agentes inmobiliarios, de seguros y secretarias no hablaban de otra cosa. El lánguido comercio de Main Street se detuvo en seco puesto que a amigos y vecinos les resultaba imposible pasar por el lado de alguien sin detenerse a comparar lo que sabía cada uno. Los secretarios judiciales del juzgado del condado de Cary recogían rumores, los corregían, embellecían unos, reducían otros y luego volvían a ponerlos en circulación. En los colegios, los docentes se reunían en la sala de profesores e intercambiaban información. Pine Grave no era la única iglesia donde los fieles y los esperanzados se congregaban en busca de oración y guía. Muchos pastores de la ciudad se pasaron la tarde al teléfono escuchando a las víctimas de Krane Chemical.

Un acuerdo cerraría el capítulo más desgraciado de la ciudad y le permitiría empezar de nuevo. La inyección de dinero compensaría a los que habían sufrido. El dinero se gastaría una y otra vez en la ciudad e impulsaría la moribunda economía. Krane estaría obligada a limpiar lo que había contaminado y una vez que se hubieran eliminado todos los vertidos, tal vez el agua volvería a ser segura. Bowmore con agua limpia… Un sueño casi imposible de creer. La comunidad por fin podría quitarse la etiqueta de condado del Cáncer.

Un acuerdo era un final rápido y definitivo a la pesadilla. Nadie quería repetir un litigio largo y desagradable. Nadie quería otro juicio como el de Jeannette Baker.

Nat Lester llevaba un mes despotricando de los directores de periódicos y los periodistas. Estaba furioso por la publicidad engañosa que había inundado el sur de Mississippi y aún más con los directores de esas publicaciones por no haber arremetido contra ella. Redactó un artículo en el que recogía los anuncios de Fisk -enviados por correo y publicados en la prensa, radio, internet y televisión- y los diseccionaba; destacaba las mentiras, las medias verdades y todo lo que estuviera manipulado. También estimó, tomando como referencia el coste de los anuncios en los medios de comunicación y la publicidad por correo, la cantidad de dinero que entraba en la campaña de Fisk. Calculaba que rondaba los tres millones y predecía que la gran mayoría procedía de fuera del estado. No había modo de comprobarlo hasta después de las elecciones. Envió el artículo por correo electrónico de un día para el otro a todos los periódicos del distrito, seguido de vehementes llamadas telefónicas. Lo actualizaba a diario, volvía a enviarlo y se hacía aún más odioso por teléfono. Al final surtió efecto.

Para su asombro, y gran satisfacción, los tres periódicos más importantes del distrito le informaron, por descontado extraoficialmente, de que tenían planeado publicar editoriales incisivos sobre la campaña de Fisk en las ediciones dominicales.

La suerte de Nat continuó. La cuestión del matrimonio entre personas del mismo sexo atrajo la atención de The New York Times y enviaron a un periodista a Jackson para investigar. Se llamaba Gilbert y no tardó en presentarse en el cuartel general de la campaña de McCarthy, donde Nat lo puso al día, extraoficialmente. Además, le proporcionó el teléfono de dos estudiantes gays de Derecho que estaban siguiendo a Meyerchec y Spano.

Los estudiantes, extraoficialmente, se lo contaron todo a Gilbert y le enseñaron el expediente de la pareja. Se habían pasado cuatro días en Chicago y habían averiguado muchas cosas. Se habían visto con Meyerchec en su bar cerca de Evanston, le habían dicho que eran nuevos en la ciudad y que querían conocer gente. Se pasaron allí horas, acabaron borrachos como cubas junto con los habituales del local y en ningún momento oyeron mencionar ni una sola palabra acerca del juicio de Mississippi. En las fotos del periódico de Jackson, Meyerchec llevaba el cabello rubio y gafas modernas. En Chicago, tenía el pelo más oscuro y no necesitaba gafas. Aparecía en una de las fotos que habían sacado en el bar, sonriente. En cuanto a Spano, habían visitado el estudio de diseño en el que trabajaba asesorando a compradores de pisos con bajo presupuesto. Fingieron ser los nuevos inquilinos de un viejo edificio de por allí cerca y pasaron dos horas con él. Spano se fijó en su acento y en cierto momento les preguntó de dónde eran. Cuando le dijeron que de Jackson, Mississippi, ni se inmutó.

– ¿Has estado allí alguna vez? -le preguntó uno de ellos.

– He pasado por allí un par de veces -contestó Spano.

Aquella había sido la respuesta de un votante censado, con carnet de conducir del estado y que había presentado una demanda en el tribunal supremo. Aunque no habían visto a Spano por el bar de Meyerchec, por lo visto sí eran pareja. Compartían la misma dirección, una casa de una planta en Clark Street.

Los estudiantes de Derecho habían seguido llamando y acercándose hasta el piso medio vacío de Jackson sin respuesta alguna. Unos cuarenta días atrás, mientras llamaban, habían introducido un folleto de propaganda en la rendija de la puerta, cerca del pomo, y allí seguía; no la habían abierto. El viejo Saab no se había movido, y uno de los neumáticos se había deshinchado.

A Gilbert le cautivó la historia y quiso investigarla por su cuenta. Intentar casarse en Mississippi olía a cínico ardid para hacer saltar el tema del matrimonio entre homosexuales al primer plano de la campaña McCarthy- Fisk, aunque solo perjudicaba a McCarthy.

Gilbert estuvo dando la lata al abogado radical que representaba a Meyerchec y Spano, pero no llegó a ninguna parte. Persiguió a Tony Zachary durante dos días pero no le sacó ni una palabra. No le devolvieron las llamadas que hizo a Ron Fisk y a la oficina central de campaña. Habló por teléfono con Meyerchec y Spano, que le colgaron en cuanto sacó a relucir su vínculo con Mississippi. Reunió para citarlas algunas frases de Nat Lester y comprobó los datos que habían recabado los estudiantes de Derecho.

Gilbert acabó el reportaje y lo envió.

30

La primera discusión fue sobre quién iba a estar presente en la habitación. Por parte de la defensa, Jared Kurtin tenía el mando absoluto de su batallón y no había problemas. La bronca estaba en el otro bando.

Sterling Bintz llegó temprano, llamativamente acompañado de un séquito de hombres jóvenes de los cuales la mitad parecían abogados y la otra mitad matones. Alegó que representaba a más de la mitad de las víctimas de Bowmore y que, por tanto, tenía derecho a llevar la voz cantante en las negociaciones. Hablaba con su apocopada voz nasal y con un acento tan extraño por aquellos lugares que se ganó de inmediato el recelo de todo el mundo. Wes consiguió bajarle los humos, aunque por poco tiempo. F. Clyde Hardin, que masticaba un bollito y observaba desde un rincón, disfrutaba con la trifulca y rezaba para que se alcanzara pronto un acuerdo. El fisco había empezado a enviar cartas certificadas.

Un experto nacional en casos de responsabilidad civil por vertidos contaminantes de Melbourne Beach, Florida, apareció con su propio equipo y se unió al debate. Él también aseguraba que representaba a cientos de personas afectadas y, teniendo en cuenta su experiencia en acuerdos de reclamación de daños, suponía que debía ser él quien negociara con la parte demandada. Los dos abogados de demandas conjuntas no tardaron en enzarzarse en una pelea sobre quién robaba clientes a quién.

Había diecisiete bufetes más disputándose un puesto en la mesa. Unos cuantos eran firmas de prestigio expertas en daños personales, pero la mayoría estaba formada por abogados de pequeñas ciudades más acostumbrados a llevar casos de accidentes de tráfico, que habían conseguido hacerse con un par de clientes mientras husmeaban por Bowmore.

La tensión era alta antes del inicio de la reunión y, una vez que empezaron los gritos, se hizo evidente la posibilidad de llegar a los puños. Cuando la discusión estaba en pleno apogeo, Jared Kurtin les llamó la atención, muy tranquilo, y anunció que Wes y Mary Grace decidirían quién se sentaba dónde. Si alguien tenía algún problema con ello, su cliente, la compañía de seguros y él saldrían por la puerta con el dinero. Esto calmó los ánimos.

A continuación le llegó el turno a la prensa. Como mínimo, había tres periodistas pululando por allí para cubrir la reunión «secreta» y cuando se les pidió que salieran, se mostraron bastante reacios a obedecer. Por suerte, Kurtin había contratado guardias de seguridad armados, que finalmente acompañaron fuera del hotel a los periodistas.

Kurtin también había propuesto la presencia de un árbitro, incluso se había ofrecido a pagarlo él, una persona ecuánime y con experiencia en litigios y acuerdos. Wes había accedido y Kurtin había encontrado a un juez federal retirado en Fort Worth, que trabajaba de mediador a tiempo parcial. El juez Rosenthal asumió el control con toda calma después de que los abogados litigantes se hubieron sosegado. N ecesitó una hora para negociar la disposición de los representantes. Él ocuparía la cabecera al final de la larga mesa. A la derecha, hacia la mitad, estaría el señor Kurtin, flanqueado por sus socios, asociados, Frank Sully, de Hattiesburg, dos ejecutivos de Krane y otro de la compañía aseguradora. Un total de once personas para la defensa, y otros veinte apiñados detrás.

A su izquierda, los Payton se sentarían en el centro, delante de J ared Kurtin, y estarían flanqueados por Jim McMay, el abogado litigante de Hattiesburg con cuatro casos de fallecimiento de Bowmore. McMay había ganado una fortuna con el litigio de los comprimidos de fentormina para adelgazar y había participado en varias reuniones para llegar a acuerdos en casos colectivos. Le acompañaba un abogado de Gulport, con una experiencia similar. Las demás sillas estarían ocupadas por abogados de Mississippi con casos legítimos de Bowmore. Los tipos de la demanda conjunta habían quedado relegados al fondo. Sterling Bintz manifestó su descuerdo con el lugar que le había sido asignado y Wes, enfadado, le dijo que se callara. Al ver la reacción de los matones, J ared Kurtin anunció que las demandas conjuntas eran la última prioridad para Krane y que si él, Bintz, tenía esperanza de ver algún céntimo, más le valía seguir calladito y no interrumpir.

– Esto no es Filadelfia -dijo el juez Rosenthal-. ¿Esas personas son guardaespaldas o abogados?

– Ambas cosas -contestó Bintz, con sequedad.

– Pues contrólelos.

Bintz tomó asiento, refunfuñando y lanzando improperios.

Eran las diez de la mañana y Wes parecía agotado. En cambio, su mujer estaba lista para empezar.

Estuvieron repasando la documentación durante tres horas sin descanso. El juez Rosenthal dirigía el tráfico mientras se aportaban los expedientes de los clientes, se llevaban a una sala contigua para fotocopiarlos, se revisaban y luego se clasificaban según el sistema arbitrario del juez: fallecimiento, Clase Uno; cáncer diagnosticado, Clase Dos; y todos los demás, Clase Tres.

Las negociaciones llegaron a un punto muerto cuando Mary Gracesolicitó que se concediera prioridad al caso de Jeannette Baker y, por tanto, más dinero, teniendo en cuenta que ella había ido a juicio. ¿Por qué su caso tenía más valor que los demás casos de fallecimiento?, preguntó un abogado.

– Porque ella fue a juicio -contestó Mary Grace, sin vacilar, fulminándolo con la mirada.

En otras palabras, los abogados de Baker habían tenido las agallas de enfrentarse a Krane mientras los demás habían optado por sentarse y mirar. En los meses anteriores al juicio, los Payton habían acudido a cinco de los abogados litigantes presentes, como mínimo, incluido Jim McMay, y prácticamente les habían suplicado ayuda. Todos se la habían denegado.

– Reconocemos que el caso Baker merece mayor compensación -dijo Jared Kurtin-. Sinceramente, no puedo pasar por alto un veredicto de cuarenta y un millones de dólares.

Mary Grace le sonrió por primera vez en años. Incluso lo habría abrazado.

A la una, hicieron una pausa de dos horas para comer. Los Payton y Jim McMay se retiraron al restaurante del hotel e intentaron analizar el desarrollo de la reunión hasta el momento. Para empezar, les preocupaban las verdaderas intenciones de Krane. ¿ De verdad quería llegar a un acuerdo? ¿ O no era más que una maniobra que convenía a los planes de la empresa? El hecho de que los diarios financieros nacionales estuvieran tan informados de las charlas secretas sobre el acuerdo hizo sospechar a los abogados. Sin embargo, hasta ese momento, el señor Kurtin había dado muestras de ser un hombre con una misión. Ni los ejecutivos de Krane ni los de la aseguradora habían sonreído y tal vez eso fuera una señal de que estaban a punto de despedirse de su dinero.

A las tres de la tarde, en Nueva York, Carl Trudeau filtró la noticia de que las negociaciones iban bien en Mississippi. Krane era optimista sobre llegar a un acuerdo.

Las acciones cerraron la semana a dieciséis con cincuenta: habían subido cuatro dólares.

A las tres de la tarde, en Hattiesburg, los negociadores ocuparon de nuevo sus asientos y el juez Rosenthal volvió a poner en marcha la fábrica de papel. Tres horas después, las estimaciones iniciales habían finalizado. Sobre la mesa había las reclamaciones de setecientas cuatro personas. Sesenta y ocho personas habían muerto de cáncer y sus familias culpaban a Krane. Ciento cuarenta y tres tenían cáncer. Las demás sufrían un amplio abanico de enfermedades y afecciones menos graves, supuestamente causadas por el agua de boca contaminada de la estación de bombeo de Bowmore.

El juez Rosenthal felicitó a ambas partes después de un día tan duro y productivo y levantó la sesión hasta la mañana del sábado a las nueve en punto.

Wes y Mary Grace volvieron directamente al despacho e informaron a los demás. Sherman había estado en la sala de negociación todo el día y compartieron sus observaciones. Coincidieron en que Jared Kurtin había vuelto a Hattiesburg con el objetivo de llegar a un acuerdo y que su cliente parecía decidido a ello. Wes les advirtió que todavía era demasiado pronto para celebrarlo. Solo habían conseguido identificar las partes y el primer dólar no estaba en absoluto encima de la mesa.

Mack y Liza les suplicaron que los llevaran al cine. A la mitad de la sesión de las ocho, Wes empezó a cabecear. Mary Grace miraba la pantalla sin verla, comía palomitas y desmenuzaba mentalmente cifras relacionadas con gastos médicos, dolor y sufrimiento, pérdida de compañía humana, pérdida de ingresos, pérdida de todo. Ni se atrevió a considerar la posibilidad de ponerse a calcular honorarios de abogados.

El sábado por la mañana hubo menos trajes y corbatas sentados a la mesa. Incluso el juez Rosenthal vestía de manera más informal con un polo negro bajo una chaqueta sport.

Una vez que los impacientes abogados estuvieron en su sitio y se hizo el silencio, dijo con una voz imponente que debía de haber presidido muchos juicios:

– Propongo empezar con los casos de fallecimiento y dejarlos listos.

A la hora de negociar un acuerdo, no había dos casos de fallecimiento iguales. El deceso de un niño valía menos porque el menor no tenía capacidad de ahorro; en cambio, se valoraba más el de padres jóvenes por la pérdida de ingresos futuros. Algunos de los fallecidos habían sufrido durante años; a otros la enfermedad se los había llevado rápidamente. Todos aportaban cifras distintas para los gastos médicos. El juez Rosenthal propuso un nuevo baremo -arbitrario, pero que al menos era un punto de partida- por el que cada caso se clasificaría dependiendo del valor que tuviera. Los de mayor valía recibirían un cinco y los de menor (los de los niños) un uno. Se hicieron varios recesos mientras los abogados de los demandantes discutían la propuesta. Cuando por fin llegaron a un acuerdo, empezaron con Jeannette Baker. Se le otorgó un diez. El caso siguiente era el de una mujer de cincuenta y cuatro años que trabajaba a tiempo parcial en una panadería y que había fallecido después de estar luchando tres años contra la leucemia. Se le concedió un tres.

Fueron avanzando lentamente a lo largo de la lista. En cada caso, al abogado se le permitía hacer la presentación correspondiente y pedir una clasificación mayor. No obstante, en ningún momento a lo largo de todo el proceso, Jared Kurtin dejó entrever cuánto estaba dispuesto a pagar por los casos de fallecimiento. Mary Grace lo observaba con atención mientras los abogados hablaban. Lo único que revelaban su rostro y ademanes era una profunda concentración.

A las dos y media habían terminado con los de Clase Uno y pasaron a la lista siguiente, más larga y más complicada de clasificar, la de demandantes que seguían vivos, aunque luchando contra el cáncer. Nadie sabía cuánto tiempo más vivirían o cuánto sufriría cada uno. Nadie podía predecir la probabilidad de muerte. Los afortunados superarían el cáncer y seguirían con sus vidas. El debate se desintegró en varias discusiones acaloradas y hubo momentos en que el juez Rosenthal perdió los nervios y se vio incapaz de hacerles llegar a un acuerdo. Hacia el final del día, Jared Kurtin empezó a mostrar señales de cansancio y frustración.

Cerca ya de las siete de la tarde, y cuando la sesión empezaba a tocar a su fin, Sterling Bintz no pudo contenerse.

– No sé cuánto tiempo vaya poder seguir aquí sentado, contemplando este espectáculo -anunció, con brusquedad, acercándose al extremo de la mesa, en la otra punta del juez Rosenthal-. Llevo dos días aquí y todavía no se me ha permitido hablar, lo que evidentemente significa que se ha despreciado a mis clientes. Ya es suficiente. Represento una demanda conjunta de más de trescientas personas afectadas y ustedes parecen dispuestos a darles por el culo.

Wes iba a reprenderle, pero se lo pensó mejor. Que divagara lo que quisiera, de todos modos estaban a punto de levantar la sesión.

– Mis clientes no serán menospreciados! -insistió, a punto de ponerse a gritar, y todo el mundo se puso tenso. Había un atisbo de desesperación en su voz, mucho más evidente en su mirada, y tal vez era mejor dejarlo despotricar un poco-. Mis clientes han sufrido mucho y siguen sufriendo, pero parece que eso no les importa. No puedo quedarme aquí eternamente. Mañana por la tarde me esperan en San Francisco para negociar otro acuerdo. Tengo ocho mil casos contra Schmeltzer por sus compnmIdos laxantes y, vIendo que aquí la gente prefiere charlar de todo menos de dinero, permítanme informarles de mis condiciones.

Eran todo oídos. Jared Kurtin y los chicos del dinero levantaron la cabeza y se pusieron un poco tensos. Mary Grace estudiaba hasta la última arruga del rostro de Kurtin. Si aquel chiflado iba a lanzar una cifra sobre la mesa, ella no iba a perderse la reacción de su adversario.

– No voy a aceptar un acuerdo por menos de cien mil para cada uno --dijo Bintz, con sorna-. Tal vez más, según el cliente.

Kurtin se mantuvo impasible; es decir, como siempre. Uno de sus asociados sacudió la cabeza; otro sonrió estúpidamente, divertido. Los dos ejecutivos de Krane fruncieron el ceño y se removieron en sus asientos, rechazando la propuesta por absurda.

Mientras la cifra de treinta millones de dólares pendía en el aire, Wes hizo unos cálculos sencillos. Bintz seguramente se llevaría una tercera parte, echaría unas migajas a F.Clyde Hardin y luego iría a por el siguiente filón colectivo.

F.Clyde estaba encogido en un rincón, en el mismo lugar que había ocupado durante horas. El vaso de papel que llevaba en la mano contenía zumo de naranja, hielo picado y dos dedos de vodka. Al fin y al cabo casi eran las siete de la tarde de un sábado. Los cálculos eran tan sencillos que los podría haber hecho hasta dormido. Se llevaba una tajada del 5 por ciento del total de los honorarios, o quinientos mil dólares si aceptaban la más que razonable petición que su coasesor había propuesto con tanto atrevimiento. Según el acuerdo privado entre ellos, también le correspondían quinientos dólarés por cliente, y con trescientos clientes debería de haber recibido ya ciento cincuenta mil dólares. Sin embargo, no era así. Bintz le había entregado un tercio de esa cantidad, pero no parecía demasiado dispuesto a discutir el pago del resto. Era un abogado muy ocupado y costaba encontrarlo por teléfono. Estaba seguro de que acabaría cumpliendo, como le había prometido.

F.Clyde dio un trago al tiempo que la declaración de Bintz resonaba en la sala.

– No vamos a aceptar una miseria e irnos a casa -amenazó Bintz-. Espero que en algún momento de la negociación, y cuanto antes mejor, se pongan los casos de mis clientes encima de la mesa.

– Mañana por la mañana a las nueve -dijo de repente el juez Rosenthal, con brusquedad-. Se levanta la sesión por hoy.

«Una pésima campaña» era el titular del editorial del domingo de The Clarion- Ledger de J ackson. Apoyándose en una de las páginas del informe de Nat Lester, los redactores condenaban la campaña de Ron Fisk por su sórdida publicidad. Acusaban a Fisk de aceptar millones procedentes del gran capital y de utilizarlos para engañar a los electores. Sus anuncios estaban plagados de medias verdades y afirmaciones sacadas completamente de contexto. El miedo era su arma: miedo a los homosexuales, miedo al control de armas, miedo a los delincuentes sexuales. Se le condenaba por tildar a Sheila McCarthy de «liberal» cuando, de hecho, su trayectoria profesional, que los redactores habían estudiado, únicamente podía ser valorada de moderada. Arremetían contra Fisk por prometer que votaría esto o aquello en casos que todavía tenía que presidir como miembro del tribunal.

El editorial también censuraba todo el proceso electoral.

Ambos candidatos estaban recaudando e invirtiendo tal cantidad de dinero que se ponía en entredicho su futura imparcialidad a la hora de tomar una decisión. ¿Cómo podía esperarse de Sheila McCarthy, que hasta el momento había recibido un millón y medio de dólares de los abogados litigantes, que olvidara esa aportación cuando esos mIsmos abogados se presentaran ante el tribunal supremo?

Acababa con un llamamiento a abolir las elecciones judiciales y abogaba por el nombramiento por méritos, llevado a cabo por un jurado independiente.

El Sun Herald de Biloxi se ensañaba aún más. Acusaba a la campaña de Fisk de engaño flagrante y se valía del mailing sobre Darrel Sackett como principal ejemplo. Sackett estaba muerto, no huido y al acecho. Llevaba muerto cuatro años, algo que Nat Lester había averiguado con un par de llamadas.

El Hattiesburg American invitaba a la campaña de Fisk a retirar aquellos anuncios engañosos y a desvelar la procedencia de los grandes contribuyentes antes del día de las elecciones. Exigía a ambos candidatos que dignificaran el proceso electoral y no mancharan la honrosa institución del tribunal supremo.

En la página tres de la sección A de The New York Times, la exposición de Gilbert iba acompañada de fotos de Meyerchec y Spano, así como de Fisk y McCarthy. Cubría las elecciones en general y a continuación se centraba en la cuestión del matrimonio entre homosexuales creado e introducido en las elecciones por los dos hombres de Illinois. Gilbert había realizado un trabajo concienzudo y había acumulado pruebas que demostraban que ambos residían en Chicago desde hacía tiempo y que prácticamente nada los vinculaba a Mississippi, aunque no mencionaba que pudieran estar siendo utilizados por políticos conservadores para sabotear a McCarthy. No hacía falta. E1 remate aparecía en e1 último párrafo, donde se citaba a Nat Lester: «Esos tipos son una pareja de títeres que Ron Fisk y quienes lo respaldan utilizan para crear una polémica que no existe. Su objetivo es caldear los ánimos entre los cristianos de la derecha y hacerlos desfilar hasta las urnas».

Ron y Doreen Fisk estaban sentados en la cocina, echando humo, enfrascados en la relectura del editorial de J ackson, con el café del desayuno intacto delante de ellos. La campaña había ido muy bien, sin contratiempos, iban por delante en las encuestas y solo faltaban nueve días para saborear la victoria. Entonces, ¿por qué el mayor periódico del estado de repente describía a Ron como una persona embustera y deshonesta? Era un bofetón doloroso y humillante, y además de no esperárselo, tampoco se lo merecían. Eran personas honradas, íntegras y buenos cristianos. ¿Por qué les hacían aquello?

Sonó el teléfono y Ron contestó.

– ¿Has visto el periódico de Jackson? -preguntó Tony, con voz cansada.

– Sí, lo estamos leyendo ahora.

– ¿Habéis visto el de Hattiesburg, el Sun Herald?

– No, ¿por qué?

– ¿ Leéis The New York Times?

– No.

– Leedlo por internet. Llámame dentro de una hora.

– ¿Es malo?

– Sí.

Lo leyeron, estuvieron echando humo otra hora y al final decidieron saltarse los oficios religiosos de ese día. Ron se sentía traicionado, avergonzado y no estaba de humor para salir de casa. Según los últimos números enviados por sus encuestadores de Atlanta, disfrutaba de una ventaja considerable. Sin embargo, en esos momentos creía que la derrota era segura. Ningún candidato podía sobrevivir a una paliza como aquella. Culpó a la prensa liberal, culpó a Tony Zachary y a los que controlaban la campaña, y se culpó a sí mismo por ser tan inocente. ¿Por qué había depositado tanta confianza en unas personas a las que apenas conocía?

Doreen le aseguró que él no tenía la culpa. Se había entregado tanto a la campaña que había tenido muy poco tiempo para preocuparse de nada más. Todas las campanas son caótIcas. Nadie puede controlar lo que hacen los trabajadores y los voluntarios.

Ron se descargó con Tony durante una larga y tensa conversación telefónica.

– Me has dejado en una situación muy comprometida-dijo Ron-. Me has humillado a mí ya mi familia hasta tal punto que no tengo fuerzas para salir de casa. Estoy pensando en abandonar.

– No puedes abandonar, Ron, has invertido demasiado en esto -contestó Tony, intentando controlar el pánico que sentía y tranquilizar a su hombre al mismo tiempo.

– Ese es el problema, Tony. Os he dejado generar demasiado dinero y se os ha ido de las manos. Detén los anuncios televisivos ahora mismo.

– Eso es imposible, Ron. Ya están en la parrilla.

– Entonces no poseo ningún control sobre mi propia campaña, ¿es eso lo que me estás diciendo, Tony?

– No es tan sencillo.

– No voy a salir de casa, Tony. Retira los anuncios ahora mismo. Detenlo todo. Vaya llamar a los directores de esos periódicos y voy a admitir mis errores.

– Ron, vamos, por favor.

– Mando yo, Tony, es mi campaña.

– Sí, y puedes dar las elecciones por ganadas. No lo jodas todo a nueve días del final.

– ¿Sabías que Darrel Sackett estaba muerto?

– Bueno, no puedo…

– Contesta, Tony. ¿Sabías que estaba muerto?

– No estoy seguro.

– Sabías que estaba muerto y emitiste un anuncio falso deliberadamente, ¿verdad?

– No, yo…

– Estás despedido, Tony. Estás despedido y me retiro.

– No exageres, Ron. Cálmate.

– Estás despedido.

– Estaré ahí en una hora.

– Hazlo, Tony. Ven lo más rápido posible, pero hasta entonces estás despedido.

– Salgo inmediatamente. No hagas nada hasta que haya llegado.

– Voy a llamar a los directores ahora mismo.

– No lo hagas, Ron, por favor, espera a que llegue.

Los abogados no tuvieron tiempo para leer el periódico el domingo por la mañana. Se reunieron a las ocho en punto en el hotel para lo que seguramente sería el día más importante de todos los que llevaban reuniéndose. Jared Kurtin no había especificado en ningún momento cuánto tiempo estaría negociando antes de volver a Atlanta, pero todo el mundo daba por sentado que ese asalto se acabaría el domingo por la tarde. Aparte de la petición de treinta millones de dólares presentada por Sterling Bintz la tarde anterior, no se había hablado de dinero yeso tendría que cambiar el domingo. Wes y Mary Grace estaban decididos a irse ese día con una idea general del valor de los casos de Clase Uno y Clase Dos.

A las ocho y media, todos los abogados de los demandantes estaban en sus puestos, la mayoría de ellos formando corrillos, enfrascados en conversaciones serias y dando la espalda a Sterling Bintz, quien a su vez les daba la espalda a ellos. Su séquito estaba intacto. No se hablaba con el otro abogado que llevaba una demanda conjunta, el de Melbourne Beach. El juez Rosenthal llegó a las nueve menos cuarto y comentó lo raro que era que todavía no hubiera aparecido ningún miembro de la defensa. Los demás abogados no se habían dado cuenta. No había ni un alma sentada enfrente de ellos. Wes llamó a Jared Kurtin al móvil, pero saltó el contestador.

– Quedamos a las nueve de la mañana, ¿verdad? -preguntó Rosenthal, cinco minutos antes de la hora convenida.

Todo el mundo estuvo de acuerdo en que las nueve era la hora mágica. Esperaron, y el tiempo de repente empezó a pasar más despacio.

A las nueve y dos minutos, Frank Sully, el asesor local de Krane, entró en la sala tímidamente, como si estuviera avergonzado.

– Mi cliente ha decidido suspender las negociaciones hasta próximo aviso. Siento mucho las molestias -anunció.

– ¿Dónde está Jared Kurtin? -preguntó el juez Rosenthal.

– Ahora mismo vuela hacia Atlanta.

– ¿Cuándo tomó esa decisión vuestro cliente?

– No lo sé. Se me ha informado hace una hora. Lo siento mucho, juez. Por favor, acepten mis disculpas.

La sala pareció ladearse al tiempo que una de sus partes se hundía bajo el peso del repentino giro de los acontecimientos. Los abogados, que estaban emocionados ante la posibilidad de llevarse su trozo del pastel, dejaron caer sus plumas y se miraron boquiabiertos los unos a los otros, sin saber qué decir. Se oyeron profundos suspiros y juramentos apenas musitados. Muchos quedaron vencidos de hombros. Le hubieran arrojado algo a Sully, pero no era más que un tipo del lugar y hacía tiempo que sabían que no tenía ninguna clase de influencia.

F.Clyde Hardin se limpió el sudor de la cara húmeda e hizo grandes esfuerzos para no vomitar.

De repente todo el mundo tenía prisa por irse, por salir.

Era desesperante estar allí sentado y mirar las sillas vacías, sillas que habían ocupado hombres que podrían haberlos hecho ricos. Los abogados litigantes recogieron sus pilas de papeles sin perder tiempo, volvieron a llenar sus maletines y se despidieron con un brusco adiós.

Wes y Mary Grace no abrieron la boca durante el trayecto de vuelta a casa.

31

El lunes por la mañana, The Wall Street Journal publicó la noticia de la ruptura de las negociaciones de Hattiesburg. El artículo, en la segunda página del diario, estaba firmado por un periodista que aseguraba contar con fuentes fiables dentro de Krane Chemical y que, además, culpaba a los abogados de los demandantes. «Sus exigencias eran muy poco realistas. N osotros acudimos de buena fe y no llegamos a ninguna parte.» Otra fuente anónima añadía: «No hay nada que hacer. Por culpa de la indemnización, todos los abogados creen que su caso vale cuarenta millones de dólares». El señor Watts, ejecutivo de Krane, decía: «Estamos muy decepcionados. Queríamos dejar el litigio atrás y seguir adelante. Ahora nuestro futuro es incierto».

Carl Trudeau leyó el artículo en internet a las cuatro y media de la mañana, en su ático. Se echó a reír y se frotó las manos en previsión de una semana muy provechosa.

Wes estuvo llamando a Jared Kurtin toda la mañana, pero don importante estaba de viaje y no se le podía localizar. El móvil tenía conectado el buzón de voz. La secretaria acabó mostrándose bastante grosera, pero Wes había hecho otro tanto. Mary Grace y él dudaban que las desmedidas exigencias de Sterling Bintz hubieran ahuyentado a Jared Kurtin. En términos relativos, cualquier acuerdo factible tendría que considerar esos tremta mIllones de dólares como una tracCIón de la cantidad final.

En Bowmore, la noticia fue recibida como una nueva plaga.

En las oficinas generales de campaña de McCarthy, N at Lester había trabajado toda la noche y todavía seguía conectado cuando Sheila llegó a las ocho y media, su hora habitual. Nat había enviado el reportaje del Times por correo electrónico a todos los periódicos del distrito y estaba llamando a directores de diarios y periodistas cuando ella entró con una sonrisa descansada y pidió un zumo de piña.

– jTenemos a esos payasos comiendo de la mano! -anunció Nat, alborozado-. Se han pillado los dedos con sus sucios

Jueguecltos.

– Felicidades. Es magnífico.

– Enviaremos los artículos y el reportaje del Times a todos los votantes censados.

– ¿Cuánto cuesta eso?

– ¿Y qué más da? A una semana de las elecciones, no podemos andarnos regateando. ¿Estás lista?

– Salgo en una hora.

Los siguientes siete días la llevarían a realizar treinta y cuatro paradas en veinte condados, y todo gracias al King Air que les había prestado uno de los abogados litigantes y a un pequeño jet de otro. Nat había organizado el desembarco, que se orquestaría con la ayuda de maestros de escuela, dirigentes sindicales, líderes de la comunidad negra y, por descontado, abogados litigantes. Sheila no volvería a Jackson hasta poco antes de las elecciones. Durante la campaña, la última tanda de anuncios televisivos inundaría el distrito.

Sus fondos para la campaña se quedarían a cero en el momento del recuento de votos. Sheila rezaba para que, al menos, no hubiera deudas.

Finalmente, Ron Fisk salió de casa el lunes por la mañana, aunque en vez de realizar el trayecto habitual hasta la oficina, Doreen y él viajaron a Jackson, a las oficinas de Visión Judicial para mantener una nueva, larga y estresante reunión con Tony Zachary. La tarde del domingo, habían estado cuatro horas intentando decidir cómo salir de aquella pesadilla, guarecidos en el hogar de los Fisk, y no habían sacado nada en claro. Ron había suspendido todas las actividades de campaña hasta que pudiera limpiar su buen nombre. Había despedido a Tony al menos en cuatro ocasiones, pero seguían en contacto.

A lo largo del día, y ya entrada la noche del domingo, Tedford, en Atlanta, había estado realizando encuestas sin parar y hacia el mediodía del lunes obtuvieron algunos resultados. A pesar del vapuleo de las críticas, Ron Fisk seguía tres puntos por delante de Sheila McCarthy. La cuestión del matrimonio entre homosexuales había hecho mella en los votantes, la mayoría de los cuales seguían decantándose por el candidato más conservador.

Ron ya no sabía si podía confiar en la gente que trabajaba en su campaña, pero la nueva encuesta consiguió levantarle algo el ánimo.

– Ya lo tienes ganado, Ron -no dejaba de repetir Tony-, no lo eches a perder.

Al final llegaron a un acuerdo, y Ron insistió en dejarlo por escrito, como si hubieran negociado un contrato. Primero, Ron seguiría en la carrera electoral. Segundo, Tony conservaría su puesto como director de campaña. Tercero, Ron se reuniría con los directores de los periódicos, admitiría sus errores y les prometería unas elecciones limpias durante los ocho días que quedaban. Cuarto, no habría propaganda de ningún tipo, ni anuncios televisivos, ni publicidad por correo, ni anuncios de radio, nada que no recibiera previamente el visto bueno de Ron.

Una vez restablecida su amistad, disfrutaron de una comida rápida en el Cápitol Grill y luego Ron y Doreen volvieron a casa. Estaban orgullosos de no haber cedido terreno y ansiosos por retomar la campaña. Ya olían la victoria.

Barry Rinehart llegó a Jackson el mediodía del lunes y estableció su base en la suite más grande de un hotel del centro. No se iría de Mississippi hasta después de los comicios.

Esperó impaciente a que Tony llegara con la noticia de que todavía tenían un candidato en las elecciones. Para un hombre que se vanagloriaba de mantener la calma por mucha presión a la que estuviera sometido, las últimas veinticuatro horas habían puesto a prueba sus nervios de acero. Barry apenas había dormido. Si Fisk se retiraba, la carrera de Rinehart no se vería gravemente afectada, sino arruinada por completo.

Tony entró en la suite con una amplia sonrisa y ambos por fin rieron. Poco después repasaban los espacios reservados de publicidad y sus planes para seguir anunciándose. Contaban con el dinero para saturar el distrito con anuncios televisivos, y si el señor Fisk solo quería los positivos, que así fuera.

La reacción del mercado en relación con el anuncio de la ruptura de las negociaciones del acuerdo fue rápida e implacable. Krane abrió a quince dólares con veinticinco y al mediodía se cotizaba a doce con setenta y cinco. Carl Trudeau seguía la caída, satisfecho, mientras su valor neto se desplomaba. Por si el miedo y el caos no fueran suficientes, organizó una reunión entre la cúpula directiva de Krane y los abogados de la compañía especializados en quiebras y luego filtró la noticia a un periodista.

El martes por la mañana, la sección de economía de The New York Times publicaba un artículo donde se citaba a uno de los abogados: «Seguramente presentaremos una solicitud de declaración de quiebra esta semana». Las acciones cayeron en picado hasta los diez dólares y acabaron cotizándose a alrededor de los nueve con cincuenta por primera vez en veinte años.

Meyerchec y Spano llegaron a Jackson en un jet privado el mediodía del martes. Los recogió un coche con conductor que los llevó al despacho de su abogado, donde se encontraron con un periodista de The Clarion-Ledger de Jackson. En una entrevista de una hora, criticaron el artículo de Gilbert, reafirmaron su nueva ciudadanía y hablaron largo y tendido de la importancia de su caso, el cual todavía estaba pendiente de celebrarse en el tribunal supremo de Mississippi. No se soltaron la mano durante toda la entrevista y posaron para un fotógrafo del periódico.

Mientras tanto, Barry Rinehart y Tony Zachary estudiaban minuciosamente los resultados arrojados por la última encuesta. La ventaja de dieciséis puntos de Fisk había quedado reducida a cinco, la caída más brusca en setenta y dos horas que Barry había visto en toda su vida. Sin embargo, estaba demasiado curtido para dejarse dominar por el pánico. Por el contrario, Tony era un manojo de nervios.

Decidieron reorganizar los anuncios televisivos. Descartaron el de Darrel Sackett, que había servido de ataque, y otro en el que aparecían inmigrantes ilegales cruzando la frontera. Durante los siguientes tres días se concentrarían en el matrimonio entre homosexuales y en la glorificación de las armas. El fin de semana pasarían a los anuncios reconfortantes y dejarían a los votantes con una sensación amable y difusa sobre Ron Fisk y su imagen de persona honrada.

Entretanto, los ajetreados carteros del sur de MississippI entregarían varias toneladas de propaganda de Fisk cada día hasta que la campaña acabara de una vez por todas.

Todo con la aprobación previa del señor Fisk, por supuesto.

Denny Ott dio por finalizada la carta después de varios borradores y le pidió a su mujer que la leyera. Cuando esta le dio el visto bueno, Ott la llevó a la estafeta de correos. La carta decía:

Apreciado hermano Ted:

He escuchado una grabación de tu sermón del pasado domingo, emitido por la emisora de radio WBMR durante tu hora de predicación. N o sé si llamarlo sermón pues se parecía más a un discurso electoral. N o dudo que la condena a los homosexuales forme parte de tus prédicas habituales desde el púlpito, y nada tengo que decir al respecto. Sin embargo, tu ataque contra los jueces liberales, a nueve días de las elecciones, no fue más que una diatriba contra Sheila McCarthy, cuyo nombre, por descontado, no se mencionó en ningún momento. Atacándola a ella, es evidente que apoyabas a su oponente.

La ley prohíbe expresamente este tipo de discursos políticos, específicamente las regulaciones de Hacienda. Como organización sin ánimo de lucro recogida por el epígrafe 501 (C) (3), Templo de la Cosecha no puede dedicarse a actividades políticas. De hacerlo, se arriesga a perder su designación como tal, algo catastrófico para cualquier iglesia.

He oído de fuentes fidedignas que otros pastores del lugar, miembros de tu Coalición de Hermanos, están participando en esta campaña, tanto ellos como sus iglesias. Estoy convencido de que todo forma parte de un intento bien coordinado para ayudar a la elección de Ron Fisk y no dudo de que este domingo, tanto tú como los demás, utilizaréis el púlpito para animar a vuestros feligreses a votar por él.

El señor Fisk está siendo utilizado a favor de los intereses del gran capital para llenar nuestro tribunal supremo con jueces que protejan a los empresarios que cometan algún delito, mediante la limitación de su responsabilidad. Solo sufrirán los que nada poseen: tu gente y la mía.

Deseo hacerte saber que este domingo estaré atento a tu sermón y no vacilaré en avisar a Hacienda si prosigues con tus actividades ilegales.

Que el Señor esté contigo,

DENNY OTT

El jueves al mediodía, el bufete de los Payton se reunió después de una comida rápida para dar un último repaso a su contribución tardía a la campaña. En una de las paredes de pladur del Ruedo, Sherman había dispuesto en orden cronológico la propaganda impresa que Fisk había utilizado hasta la fecha. Había seis anuncios a toda página insertados en diarios y cinco folletos de publicidad por correo. Últimamente, la colección se actualizaba a diario porque las imprentas de Fisk trabajaban a destajo.

La exposición era imponente y bastante deprimente. Ayudándose de un callejero de Hattiesburg y de una lista de votantes censados, Sherman repartió los barrios que rodeaban la universidad. Él iría con Tabby de puerta en puerta, Rusty con Vicky y Wes con Mary Grace. Tenían doscientas puertas por delante a las que llamar durante los próximos cinco días. Olivia accedió a quedarse en el despacho para responder al teléfono. Tenía demasiada artritis para patear las calles.

Los demás grupos, muchos de ellos de las oficinas de abogados litigantes del lugar, harían campaña por el resto de Hattiesburg y por las urbanizaciones de la periferia. Además de repartir material de McCarthy, la mayoría de los voluntarios distribuirían folletos del juez Thomas Harrison.

La idea de llamar a cientos de puertas fue muy bien recibida, al menos por Wes y Mary Grace. El ánimo en el despacho era fúnebre desde el lunes. El fiasco del acuerdo había minado los ánimos. Los constantes rumores de que Krane podría incoar un procedimiento concursallos asustaba. Estaban distraídos e irritables y ambos necesitaban unas vacaciones.

Nat Lester organizó el último empujón. Todos los distritos electorales de los veintisiete condados estaban asignados y Nat tenía los números de móvil de todos los voluntarios. Empezó a llamarlos el jueves por la tarde y los perseguiría hasta entrada la noche del lunes.

La carta del hermano Ted se entregó en mano en la iglesia de Pine Grove. Rezaba así:

Apreciado pastor Ott:

Me conmueve tu preocupación y me complace que te hayas interesado por mis sermones. Escúchalos con atención y algún día llegarás a apreciar a Jesucristo como a tu salvador. Hasta entonces, continuaré rezando por ti y por todos los que descarrías.

Hace catorce años Dios levantó nuestra casa de culto y luego redimió la hipoteca. El Señor me condujo hasta el púlpito, desde el que todas las semanas habla a su amado rebaño a través de mis palabras.

Cuando escribo los sermones, solo escucho Su voz. Él condena la homosexualidad, a aquellos que la practican y a quienes la defienden. Está en la Biblia, a cuya lectura te aconsejo que dediques más tiempo.

Además, no pierdas el tiempo preocupándote por mí y por mi iglesia. Estoy seguro de que ya tienes suficientes problemas en Pine Grave.

Predicaré lo que yo decida. Envía a los federales, nada he de temer con Dios de mi parte.

Alabado sea el Señor,

HERMANO TED

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Hacia el mediodía del viernes, Barry Rinehart había consolidado lo suficiente los resultados de sus encuestas como para llamar tranquilo al señor Trudeau. Fisk iba siete puntos por delante y parecía haber recuperado ímpetu. Además, Barry no tenía escrúpulos para redondear los números ligeramente y hacer que el gran hombre se sintiera mejor. De todos modos, llevaba mintiendo toda la semana. El señor Trudeau jamás sabría que habían estado a punto de perder una ventaja de dieciséis puntos.

– Vamos diez puntos por delante -dijo Barry, sin vacilar, desde su suite del hotel.

– Entonces, ¿ya está?

– No sé de ninguna elección en la que el candidato favorito haya perdido diez puntos en la última semana. Además, con todo el dinero que estamos invirtiendo en los medios de comunicación, creo que ganaremos.

– Buen trabajo, Barry -dijo Carl, y cerró la tapa del móvil.

Mientras Wall Street esperaba la noticia de la presentación de la solicitud de incoación de procedimiento concursal de Krane Chemical, Carl Trudeau compró cinco millones de acciones de la compañía mediante una transacción privada. El vendedor era un administrador de fondos que se encargaba de una cartera de acciones para la jubilación de los empleados públicos de Minnesota. Carl había estado vigilando las acciones durante meses, y el administrador de fondos por fin se había convencido de que Krane estaba desesperado. Se deshizo de los valores por once dólares la acción y se consideró afortunado.

Carl lanzó un plan para comprar otros cinco millones de acciones tan pronto abriera el mercado. La identidad del comprador no se desvelaría hasta diez días después, cuando tuviera que rendir cuentas ante la SEC, la comisión de vigilancia y control del mercado de valores.

Para entonces las elecciones ya habrían acabado.

En el año que había pasado desde el veredicto, había incrementado su participación en la compañía de manera secreta y metódica. Mediante fundaciones en el exterior, bancos panameños' dos compañías fantasma con sede en Singapur y el experto asesoramiento de un banquero suizo, en estos momentos el Trudeau Group poseía el 60 por ciento de Krane. La súbita incorporación de diez millones de acciones más convertiría a Carl en dueño del 77 por ciento.

A las dos y media del mediodía del viernes, Krane publicó un breve comunicado en la prensa en el que anunciaba que «se ha pospuesto indefinidamente la incoación de procedimiento concursal».

Barry Rinehart no seguía las noticias de Wall Street y los asuntos financieros de Krane Chemical no le interesaban lo más mínimo. Tenía cerca de tres docenas de cuestiones importantes de las que preocuparse durante las siguientes setenta y dos horas y no podía dejar nada al azar. Sin embargo, después de cinco días en la suite del hotel, necesitaba moverse.

Con Tony al volante, salieron de Jackson y fueron a Hattiesburg, donde Barry realizó una rápida visita por los lugares más importantes: los juzgados del condado de Forrest -donde se leyó el veredicto que lo empezó todo-, el centro comercial medio abandonado que los Payton llamaban su despacho -con Kenny's Karate a un lado y una licorería al otro- y un par de urbanizaciones donde los carteles de Ron Fisk duplicaban a los de Sheila McCarthy. Cenaron en un restaurante del centro llamado 206 Front Street y a las siete aparcaron junto al Red Green Coliseum, en el campus de la Universidad de Mississippi. Estuvieron en el coche durante media hora observando cómo llegaba la gente en furgonetas, autobuses escolares reconvertidos para la ocasión y autocares de primera calidad, todos con el nombre de su iglesia pintado con trazos vigorosos en los laterales. Venían de Purvis, Poplarville, Lumberton, Bowmore, Collins, Mount Olive, Brooklyn y Sand Hill.

– Algunas de esas poblaciones están a una hora de aquí -dijo Tony, satisfecho.

Los feligreses llegaban a raudales a los aparcamientos que rodeaban el coliseo y se apresuraban a entrar. Muchos llevaban carteles idénticos, azules y blancos, donde se leía: «Salvemos la familia».

– ¿De dónde has sacado esos carteles? -preguntó Tony.

– De Vietnam.

– ¿Vietnam?

– Los conseguí por un dólar con diez, cincuenta mil en total. La compañía china pedía un dólar con treinta.

– No está mal saber que algo ahorramos.

A las siete y media, Rinehart y Zachary entraron en el coliseo y se abrieron paso hasta los asientos de la ultimísima fila, tan lejos como les fuera posible de la multitud exaltada que quedaba abajo. El escenario estaba situado en uno de los extremos, con unas enormes pancartas de «Salvemos la familia» colgadas detrás. Un cuarteto de gospel muy conocido, cuyos miembros eran todos blancos (a cuatro mil quinientos dólares la noche, quince mil por un fin de semana), animaban el ambiente. La pista estaba cubierta de perfectas hileras de sillas plegables, miles de ellas, ocupadas por personas de un humor excelente.

– ¿De cuánto es el aforo? -preguntó Barry.

– Ocho mil para un partido de baloncesto -dijo Tony, mirando a su alrededor. Varias gradas detrás del escenario estaban vacías-. Con las sillas de la pista, yo diría que se acerca a nueve mil.

Barry pareció satisfecho.

El maestro de ceremonias era un predicador del lugar, que consiguió que los asistentes guardaran silencio con una larga oración, hacia el final de la cual muchos de los feligreses empezaron a levantar las manos, como si quisieran tocar el cielo. Se alzó un audible murmullo durante el fervoroso rezo. Barry y Tony se limitaban a observar, complacidos en su aptitud pasiva.

El cuarteto volvió a enardecer los ánimos con otra canción y, a continuación, un grupo de gospel integrado por componentes negros (a quinientos dólares la noche) hizo vibrar al público con una animada interpretación de «Born to Worship». El primer orador era Walter Utley, de la Alianza de la Familia Americana de Washington, y, al verlo en el estrado, Tony recordó la primera reunión que habían tenido hacía diez meses, cuando Ron Fisk hizo la ronda. Parecía que hubieran pasado años. Utley no era un predicador, ni tampoco un buen orador. Aburrió a los asistentes con una lista aterradora de todos los males que se estaban proponiendo en Washington. Despotricó contra los tribunales, los políticos y otras malas personas. Cuando terminó, la gente aplaudió y enarboló los carteles.

Más música. Otra oración. La estrella del mitin era David Wilfong, un activista cristiano que siempre se las arreglaba para aparecer en todas las tertulias de importancia relacionadas con Dios. Veinte millones de personas escuchaban su programa de radio a diario. Muchas le enviaban dinero. Muchas compraban sus libros y cintas. Era un pastor culto, de voz imperativa y vibrante, que en cinco minutos consiguió que los asistentes lo ovacionaran de pie. Condenó la inmoralidad de cualquier tipo, pero se guardó la artillería pesada para los gays y las lesbianas que querían casarse. La gente no podía permanecer en su asiento o en silencio. Aquella era su oportunidad de expresar verbalmente su postura contraria y de hacerlo de manera muy pública. Cada tres frases, Wilfong tenía que esperar a que cesaran los aplausos.

Iba a cobrar cincuenta mil dólares por el fin de semana, dinero que se había originado meses atrás en algún lugar de los misteriosos abismos del Trudeau Group, aunque nadie podría seguirle la pista.

Tras veinte minutos de actuación, Wilfong se detuvo para hacer una presentación especial. Cuando Ron y Doreen Fisk subieron al escenario, el recinto pareció a punto de hundirse. Ron habló cinco minutos. Les pidió que fueran a votar el martes y que rezaran. Doreen y él se acercaron al borde del escenario acompañados de una rotunda ovación, con todo el mundo en pie. Saludaron y agitaron los puños en señal de victoria, y luego se pasearon hasta el otro lado del escenario mientras la gente pateaba el suelo con los pies.

Barry Rinehart consiguió reprimir su entusiasmo. Ron Fisk era la más perfecta de todas sus creaciones.

Al día siguiente y a lo largo del domingo, salvaron a la familia por todo el sur de Mississippi. Utley y Wilfong atraían a mucha gente, y, por descontado, la multitud adoraba a Ron y a Doreen Fisk.

Los que prefirieron no subir a un autobús parroquial para asistir al mitin, fueron bombardeados sin compasión con anuncios de televisión, y el cartero siempre estaba cerca, arrastrando hasta los hogares sitiados más propaganda electoral.

Mientras la campaña seguía adelante públIcamente en un frenesí aturdidor, uno de sus aspectos más oscuros tomó forma durante el fin de semana: bajo la dirección de Marlin, una docena de agentes se repartieron por el distrito y saludaron a viejos contactos. Visitaron a alcaldes rurales en sus tierras, a predicadores negros en sus iglesias y a dirigentes políticos comarcales en sus cabañas de caza. Se revisaron los censos de votantes, se llegó a un acuerdo sobre la cifra y el dinero cambió de manos. La tarifa era veinticinco dólares por voto. Algunos lo llamaban «dinero para gasolina», como si pudiera justificarse como un gasto legaL

Los agentes trabajaban para Ron Fisk, aunque él jamás sabría de sus actividades. Las sospechas aumentarían tras el recuento, después de que Fisk recibiera un número increíble de votos de los distritos electorales negros, pero entonces Tony le aseguraría que solo se trataba de gente prudente que había comprendido lo que le convenía.

El 4 de noviembre, dos tercios de los votantes censados en el distrito sur emitieron su voto.

Cuando los colegios electorales cerraron a las siete de la tarde, Sheila McCarthy se dirigió derecha en coche al Biloxi Riviera Casino, donde sus voluntarios se preparaban para una fiesta, en la que no se admitían periodistas. Los primeros resultados fueron hasta cierto punto satisfactorios. Había ganado en el condado de Harrison, su hogar, con el 55 por ciento de los votos.

Nat Lester supo que estaban acabados cuando vio la cifra en J ackson, en las oficinas electorales centrales de McCarthy. Fisk se llevaba casi la mitad de los votos del condado que menos les preocupaba del distrito. Las cosas empezaron a empeorar muy poco después.

Ron y Doreen estaban comiendo pizza en la abarrotada oficina de campaña en el centro de Brookhaven. Se estaba llevando a cabo el recuento de los votos del condado de Lincoln al otro extremo de la calle y cuando les anunciaron que sus vecinos habían acudido en masa a las urnas y les habían dado el 75 por ciento de los votos, empezó la fiesta. En el condado de Pike, alIado de casa, Fisk obtuvo el 64 por ciento de los votos.

Tras perder el condado de Hancock, en la costa, Sheila dio por finalizada la noche, así como su carrera en el tribunal supremo. En un lapso de diez minutos perdió el condado de Forrest (Hattiesburg), el de Jones (Laurel) y el de Adams (Natchez).

A las once de la noche se había hecho el recuento en todos los distritos electorales. Ron Fisk se anotaba una holgada victoria con el 53 por ciento de los votos. Sheila McCarthy había obtenido el 44 por ciento y Clete Coley había logrado conservar suficientes admiradores como para obtener el3 por ciento restante. Era una contundente paliza, Fisk solo había perdido en los condados de Harrison y Stone.

Había batido a McCarthy incluso en el condado del Cáncer, aunque no en los cuatro distritos electorales dentro de los límites de la ciudad de Bowmore. Sin embargo, en las zonas rurales, donde los pastores de la Coalición de Hermanos habían trabajado el campo sin descanso, Ron Fisk había sacado casi el 80 por ciento de los votos.

Mary Grace lloró al ver las cifras definitivas del condado de Cary: Fisk, 2.238; McCarthy, 1.870; Coley, 55.

La única buena noticia fue que el juez Harrison había sobrevivido, aunque por poco.

Las cosas volvieron a la normalidad durante la semana posterior a las elecciones. Sheila McCarthy mostró su cara más digna de buena perdedora en varias entrevistas. Sin embargo, también añadió: «Será interesante ver cuánto dinero recaudó y gastó el señor Fisk».

El juez Jimmy McElwayne fue menos magnánimo. Se le citaba en varios artículos: «No me entusiasma trabajar con un hombre que pagó tres millones por un puesto en el tribunal».

Sin embargo, cuando se presentaron las cifras, esos tres millones se quedaron cortos. La campaña de Fisk presentó facturas por un total de cuatro millones cien mil dólares, con la friolera de dos millones novecientos mil recaudados durante los treinta y un días de octubre. El 91 por ciento de ese dinero provenía de fuera del estado. En el informe no aparecía ni una sola contribución procedente de grupos como Víctimas Judiciales por la Verdad, Víctimas en Rebeldía o ARMA, ni de pagos realizados a estos. Fisk firmó el informe, tal como exigía la ley, pero tenía muchas preguntas sobre la financiación. Presionó a Tony para obtener respuestas sobre sus métodos de recaudación de fondos y cuando dichas respuestas fueron vagas, intercambiaron duras palabras. Fisk lo acusó de ocultar dinero y de aprovecharse de su inexperiencia. Tony le respondió exaltado que le habían prometido fondos ilimitados y que no era justo protestar a aquellas alturas.

– ¡Deberías agradecérmelo en vez de estar quejándote por el dinero! -le gritó, durante una larga y acalorada reunión.

Sin embargo, no tardarían en recibir los ataques de los periodistas y para entonces tendrían que presentar un frente unido.

La campaña de McCarthy había recaudado un millón novecientos mil dólares y había gastado hasta el último centavo. Tardarían años en liquidar el pagaré de quinientos mil dólares presentado por Willy Benton y firmado por doce de los directores de la ALM.

Una vez que estuvieron disponibles las cifras definitivas, estalló una tormenta en los medios de comunicación. Un equipo de periodistas de investigación de The Clarion- Ledger fue tras Tony Zachary, Visión Judicial, Ron Fisk y muchos de los contribuyentes de fuera del estado que habían enviado cheques de cinco mil dólares. Los grupos empresariales y los abogados litigantes intercambiaron palabras airadas a través de varios periódicos. Los editoriales reclamaron airadamente la necesidad de una reforma. El secretario de Estado persiguió a Víctimas Judiciales por la Verdad, Víctimas en Rebeldía y ARMA por algunos detalles como los nombres de los miembros y las cifras totales invertidas en publicidad. Sin embargo, las investigaciones toparon con una férrea oposición por parte de los abogados de Washington con amplia experiencia en cuestiones electorales.

Barry Rinehart lo contemplaba todo desde la comodidad de su magnífico despacho en Boca Ratón. Aquellas bufonadas postelectorales eran la norma, no la excepción. Los perdedores siempre se quejaban de la ausencia de juego limpio. En un par de meses, el juez Fisk habría tomado posesión del cargo y la mayoría de la gente ya habría olvidado la campaña que lo había llevado hasta allí.

Barry ya estaba por otros asuntos, negociando con nuevos clientes. Un juez del tribunal de apelaciones de minois había estado fallando en contra de las aseguradoras durante años y había llegado el momento de pararle los pies. Sin embargo, todavía estaban discutiendo sobre los honorarios de Barry, los cuales se habían disparado sustancialmente tras la victoria de Fisk.

Casi siete de los ocho millones de dólares que Carl Trudeau había hecho llegar por distintos medios a Barry y a sus «unidades» afines, seguían intactos y a buen recaudo.

Dios, gracias por la democracia, se repetía Barry varias veces al día.

– ¡Que vote la gente!