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Garmisch, Alemania
Martes, 11 de diciembre, en la actualidad 13.40 horas
Cotton Malone odiaba los espacios cerrados.
Su actual desazón se veía incrementada por un remonte abarrotado. La mayoría de los pasajeros estaban de vacaciones y vestían ropa de vivos colores, bastones y esquís al hombro. Reparó en que había distintas nacionalidades: algunos italianos, unos cuantos suizos, un puñado de franceses, pero sobre todo alemanes. Había sido uno de los primeros en subir y, para aliviar su incomodidad, se había acercado a una de las escarchadas ventanas. A casi tres mil metros, y aproximándose, el Zugspitze se recortaba contra un cielo azul acero, la imponente cumbre gris envuelta en un manto de nieve de finales de otoño.
No había sido muy inteligente acceder a quedar allí.
El funicular continuaba su vertiginoso ascenso, dejando atrás uno de los varios caballetes de acero que se alzaban desde los peñascos.
Estaba nervioso, y no sólo por la cantidad de gente que había. En la cima de la montaña más alta de Alemania lo esperaban fantasmas. Llevaba casi cuatro décadas evitando ese encuentro. La gente como él, que enterraba el pasado con tanta determinación, no debería ayudarlo a salir de la tumba tan fácilmente.
Y sin embargo, allí estaba, haciendo precisamente eso.
Las vibraciones se redujeron cuando el remonte entró en la estación para detenerse después.
Los esquiadores salieron en tropel hacia otro remonte que los llevaría hasta un circo glaciar situado a una gran altitud, donde aguardaba una casa de montaña y varias pistas de esquí. Él no sabía esquiar, nunca lo había hecho, nunca le había apetecido.
Se abrió paso hasta el centro de información, que un letrero amarillo identificaba como Münchner Haus. Un restaurante ocupaba la mitad del edificio, mientras que el resto albergaba un cine, una cafetería, un mirador, tiendas de recuerdos y una estación meteorológica.
Empujó unas gruesas puertas de cristal y salió a una terraza protegida por una barandilla. El vigorizante aire alpino hizo que se le cortaran los labios. Según Stephanie Nelle, su contacto debía esperarlo en el mirador. No cabía duda de que estar a casi tres mil metros de altura en los Alpes confería al encuentro una mayor dosis de privacidad.
El Zugspitze se encontraba en la frontera. Una serie de riscos nevados se erguía por el sur en dirección a Austria; por el norte se extendía un valle con forma de cuenco festoneado por picos rocosos. Un velo de bruma helada envolvía la localidad alemana de Garmisch y su compañera, Partenkirchen. Ambas ciudades eran mecas del deporte, y en la región no sólo se practicaba el esquí, sino también el bobsleigh, el patinaje y el curling.
Más deportes que él evitaba.
En el mirador no había nadie a excepción de una pareja de ancianos y un puñado de esquiadores que al parecer habían hecho un descanso para disfrutar de las vistas. Malone había acudido allí para resolver un misterio, un misterio que lo obsesionaba desde el día en que unos hombres vestidos de uniforme fueron a decirle a su madre que su esposo había muerto.
Se perdió el contacto con el submarino hace cuarenta y ocho horas. Enviamos barcos de búsqueda y salvamento al Atlántico Norte, que han peinado la última posición conocida. Hace seis horas se encontró él pecio. Antes de comunicárselo a las familias hemos querido asegurarnos de que no había supervivientes.
Su madre no lloró. No era su estilo. Pero eso no quería decir que no estuviera desolada. Pasaron años antes de que su mente adolescente planteara preguntas. Aparte de los comunicados oficiales, el gobierno no dio muchas explicaciones. Cuando él entró en la Marina, trató de ver el informe que había redactado la comisión de investigación sobre el hundimiento del submarino, pero le dijeron que era material clasificado. Probó de nuevo cuando era agente del Departamento de Justicia, provisto de una acreditación que le permitía acceder a áreas restringidas: nada. Cuando Gary, su hijo, que a la sazón tenía quince años, fue a verlo durante el verano, él tuvo que hacer frente a nuevas preguntas. Gary no había conocido a su abuelo, pero quería saber más cosas de él, en particular, cómo había muerto. La prensa había cubierto el hundimiento del USS Blazek, que se produjo en noviembre de 1971, de forma que leyeron muchos de los viejos artículos en Internet. La charla reavivó sus propias dudas, lo bastante para decidirse a hacer algo al respecto.
Metió las manos en los bolsillos del tres cuartos y recorrió la terraza.
A lo largo de la barandilla había varios catalejos de monedas. Ante uno de ellos se encontraba una mujer con el oscuro cabello recogido en un moño poco favorecedor. Llevaba puesto un vistoso mono, había dejado los esquís y los bastones apoyados al lado, y escudriñaba el valle que tenía a los pies.
Malone se dirigió hacia ella como si tal cosa. Hacía tiempo que había aprendido a no apresurarse. Eso sólo creaba problemas.
– Menudas vistas -observó.
Ella se volvió.
– Sí, sin duda -repuso.
Su tez era color canela, lo cual, unido a lo que en su opinión eran una boca, una nariz y unos ojos egipcios, indicaba que procedía de Oriente Próximo.
– Soy Cotton Malone.
– ¿Cómo ha sabido que era yo la persona con quien tenía que reunirse?
Él señaló el sobre marrón que descansaba en la base del catalejo.
– Por lo visto, ésta no es una misión muy estresante. -Sonrió-. Haciendo un recado, ¿no?
– Algo parecido. Iba a venir a esquiar, a tomarme una semana libre, por fin. Siempre he querido hacerlo. Stephanie me preguntó si podía traer eso -dijo señalando el sobre. Luego volvió a mirar por el catalejo-. ¿Le importa si termino con esto? Cuesta un euro y quiero ver qué hay ahí abajo.
La mujer hizo girar el aparato, escrutando el kilométrico valle alemán.
– ¿Tiene nombre? -preguntó él.
– Jessica -contestó ella sin apartar los ojos del catalejo.
Malone se acercó para coger el sobre, pero la bota de ella se lo impidió.
– Un momento. Stephanie dijo que me asegurara de que entendía usted que ahora están en paz.
El año anterior él le había echado una mano a su antigua jefa en Francia. Entonces ella le había dicho que le debía un favor, y que lo usara sabiamente.
Y eso había hecho.
– De acuerdo. La deuda está saldada.
La mujer se separó del catalejo, el viento le enrojecía las mejillas.
– He oído hablar de usted en Magellan Billet. Es poco menos que una leyenda. Uno de los doce agentes iniciales.
– No sabía que fuera tan popular.
– Stephanie dijo que, además, era modesto.
Malone no estaba de humor para cumplidos. El pasado lo esperaba.
– ¿Puedo coger el expediente?
Los ojos de ella se encendieron.
– Claro.
Malone recuperó el sobre. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue cómo algo tan delgado podría responder tantas preguntas.
– Debe de ser importante -comentó ella.
Otra lección que había aprendido era pasar por alto aquello a lo que no se quiere contestar.
– ¿Lleva mucho en Billet?
– Un par de años. -Se bajó de la base del catalejo-. Pero no me gusta. Estoy pensando en dejarlo. Tengo entendido que usted también se fue pronto.
Teniendo en cuenta la despreocupación con la que actuaba, dejarlo no parecía una mala idea. Durante sus doce años de ejercicio, Malone sólo había tenido vacaciones tres veces, durante las cuales siempre había estado en guardia. La paranoia era uno de los muchos gajes del oficio que entrañaba ser agente, y dos años de baja voluntaria no habían conseguido curar aún ese trastorno.
– Disfrute del esquí -le dijo a la mujer.
Al día siguiente, él volvería a Copenhague. Ese día pensaba pasarse por unas cuantas tiendas de libros antiguos que había por la zona, un gaje de su nuevo oficio: librero.
Ella lo miró con fijeza mientras cogía los esquís y los bastones.
– Eso pretendo.
Dejaron la terraza y atravesaron el centro de información, prácticamente desierto. Jessica fue directa al remonte que la llevaría hasta el circo glaciar, mientras que Malone fue hacia el funicular que lo devolvería al nivel del suelo, casi tres mil metros más abajo.
Entró en el vacío remonte con el sobre en la mano. Lo satisfizo que no hubiese nadie. Sin embargo, justo antes de que se cerraran las puertas, entraron un hombre y una mujer cogidos de la mano. El empleado cerró las puertas por fuera y el remonte salió de la estación.
Malone se puso a mirar por las ventanas delanteras.
Los espacios cerrados eran una cosa; los espacios cerrados y estrechos, otra. No tenía claustrofobia, era más una sensación de falta de libertad. En el pasado la toleraba -se había visto bajo tierra en más de una ocasión- pero el malestar que experimentaba era uno de los motivos por los cuales años antes, cuando entró en la Marina, a diferencia de su padre no se decidió por los submarinos.
– Señor Malone.
Él se volvió.
La mujer lo apuntaba con un arma.
– Déme el sobre.
Baltimore, Maryland 9.10 horas
Al almirante Langford C. Ramsey le encantaba dirigirse a las multitudes. La primera vez que fue consciente de que disfrutaba con la experiencia había sido en la escuela naval y, a lo largo de una carrera que abarcaba ya más de cuarenta años, siempre había buscado la manera de alimentar su deseo. Ese día hablaba ante la reunión nacional del club Kiwanis, algo un tanto inusual para el jefe de los servicios de inteligencia de la Marina. El suyo era un mundo clandestino de datos, rumores y especulaciones, sus intervenciones públicas se limitaban a alguna comparecencia esporádica ante el Congreso. Sin embargo, de un tiempo a esa parte, con la bendición de sus superiores, se mostraba más accesible. Ni honorarios, ni gastos, ni restricciones de prensa; cuanta más gente, mejor.
Y había habido muchos interesados: ésa era su octava aparición en el último mes.
– Me encuentro aquí hoy para hablarles de algo de lo que, estoy seguro, no saben mucho, algo que ha sido un secreto durante largo tiempo: el submarino nuclear más pequeño de América. -Clavó la vista en la atenta multitud-. Ya sé lo que están pensando: «¿Se ha vuelto loco? ¿El jefe de inteligencia de la Marina va a hablarnos de un submarino ultrasecreto?» -Asintió-. Pues eso es exactamente lo que me dispongo a hacer.
– Comandante, tenemos un problema -informó el timonel.
Ramsey dormitaba tras la silla del primer oficial. El comandante del submarino, que iba sentado a su lado, despertó y miró las pantallas de vídeo.
Todas las cámaras externas mostraban minas.
– Dios santo -musitó el comandante-. Paren máquinas. Que esto no se mueva ni un centímetro.
El piloto obedeció la orden y accionó una serie de interruptores. Tal vez Ramsey sólo fuese teniente de navío, pero sabía que los explosivos se volvían hipersensibles cuando llevaban largos períodos de tiempo inmersos en agua salada. Navegaban por el fondo del Mediterráneo, frente a las costas francesas, rodeados de mortíferos restos de la segunda guerra mundial. Bastaba con que el casco rozara uno de los cuernos metálicos y el NR-1 dejaría de ser alto secreto para sumirse en el más completo olvido.
La embarcación era el arma más especializada de la Marina, idea del almirante Hyman Rickover, y había sido construida en secreto por la friolera de cien millones de dólares. Con menos de cincuenta metros de eslora por unos tres y medio de manga y una dotación de once hombres, se trataba de un submarino minúsculo según todos los estándares y, sin embargo, ingenioso. Capaz de sumergirse hasta casi mil metros, era impulsado por un reactor nuclear único. Tres portillas permitían efectuar una inspección ocular del exterior. La iluminación externa proporcionaba respaldo a numerosas cámaras de televisión, y una garra mecánica hacía posible la recuperación de objetos, un brazo articulado al que se podían acoplar herramientas de manipulación y corte. A diferencia de los submarinos de ataque y los estratégicos, el NR-1 contaba con una torreta de un vivo color naranja, una superestructura plana, una poco práctica quilla de cajón y numerosas protuberancias, incluidas dos retráctiles. Unas ruedas Goodyear rellenas de alcohol le permitían desplazarse por el lecho marino.
– Alineen hélices en tobera -ordenó el comandante.
Ramsey comprendió lo que estaba haciendo su comandante: mantener el casco asentado firmemente en el fondo. Bien. En las pantallas había más minas de las que se podían contar.
– Preparados para dar aire a los tanques de lastre principales -dijo el comandante-. Quiero subir en línea recta, no de lado a lado.
La sala de mando estaba tranquila, lo que amplificaba los silbidos de las turbinas, la ventilación, los chirridos del fluido hidráulico y los pitidos de los componentes electrónicos, los cuales, hacía tan sólo un rato, habían causado en él el mismo efecto que un sedante.
– Con pulso firme -observó el comandante-. Que no se mueva mientras subimos.
El piloto agarró los mandos.
El sumergible carecía de timón; en su lugar contaba con cuatro palancas de caza adaptadas. Típico del NR-1: aunque era lo último en potencia y diseño, la mayor parte de su equipamiento era de la Edad de Piedra, no de la era espacial. La comida se preparaba en un pobre remedo de horno que se utilizaba en aviones comerciales; el brazo articulado era una reliquia de otro proyecto de la Armada; el sistema de navegación, adaptado de aviones de pasajeros transatlánticos, apenas funcionaba bajo el agua. Unos habitáculos estrechos, un servicio que rara vez hacia otra cosa salvo atascarse y, para comer, platos precocinados comprados en un supermercado de barrio antes de salir del puerto.
– ¿El sonar no ha detectado esas cosas antes de que aparecieran? -quiso saber el comandante.
– No -respondió uno de los miembros de la dotación-. Salieron sin más de la oscuridad.
El aire comprimido irrumpió en los tanques de lastre principales y el submarino ascendió. El piloto mantenía ambas manos en los mandos, listo para usar los propulsores con el objeto de ajustar la posición.
Sólo tenían que ascender unos treinta metros para estar fuera de peligro.
– Como pueden ver, conseguimos salir de ese campo de minas -dijo Ramsey a la multitud-. Fue en la primavera de 1971. -Asintió-. Sí, desde entonces ha llovido mucho. Yo fui uno de los afortunados que sirvió en el NR-1.
Observó la cara de sorpresa de los allí reunidos.
– Son pocos los que saben de la existencia del submarino. Fue construido a mediados de los años sesenta en el más absoluto secreto, se ocultó incluso a la mayor parte de los almirantes de la época. Contaba con un equipamiento apabullante y podía sumergirse al triple de profundidad que cualquier otra embarcación. No tenía nombre, armas, torpedos ni dotación oficial. Sus misiones eran clasificadas, y muchas todavía lo son a día de hoy. Y, lo que es más asombroso si cabe: el submarino sigue en funcionamiento, en la actualidad es el segundo sumergible en servicio más antiguo de la Marina,, activo desde 1969. Ya no es tan secreto como antes, y hoy en día su uso es tanto militar como civil, pero cuando hacen falta ojos y oídos humanos en las profundidades del océano, se envía al NR-1. ¿Recuerdan todas esas historias según las cuales América pinchó los cables telefónicos transatlánticos y espió a los soviéticos? Pues fue cosa del NR-1. Cuando un F-14 equipado con un avanzado misil Fénix cayó al mar en 1976, el NR-1 lo recuperó antes de que pudieran hacerlo los soviéticos. Después del desastre del Challenger, fue el NR-1 el que localizó el cohete sólido con la junta tópica defectuosa.
Nada mejor para captar la atención de la audiencia que una anécdota, y él tenía muchas de su época en aquel sumergible único. Lejos de ser una obra maestra de la tecnología, el NR-1 había presentado numerosos fallos de funcionamiento, y en último término se había mantenido a flote gracias al ingenio de la dotación. Olvidarse del manual, innovar, era su lema. Casi todos los oficiales que habían servido en él habían ascendido en la cadena de mando, incluido él mismo. Le gustaba poder hablar ahora del NR-1, lo cual formaba parte del plan de la Armada para engrosar sus filas a base de airear los triunfos. Los veteranos, como él, podían contar las historias, y la gente, como la que escuchaba en ese momento mientras desayunaba en las mesas, repetiría cada palabra. La prensa, de cuya asistencia él había sido informado, garantizaría una difusión aún mayor. «El almirante Langford Ramsey, jefe de los servicios de inteligencia de la Marina, en un discurso pronunciado ante los miembros del club Kiwanis, contó a los asistentes…»
Tenía una opinión sencilla del éxito: le daba cien vueltas al fracaso.
Debería haberse jubilado hacía dos años, pero era el militar de color con mayor graduación de Estados Unidos, y el primer soltero empedernido que había ascendido a oficial superior de la Marina; unos planes acariciados desde hacía tiempo. Había sido muy cuidadoso. Su rostro era tan resuelto como su voz, el ceño sin fruncir, la sincera mirada amable e impasible. Había encauzado toda su carrera en la Armada con la misma precisión que el oficial de derrota de un submarino, sin permitir interferencias de ningún tipo, sobre todo cuando tenía a la vista un objetivo.
De modo que miró a la multitud y habló con aplomo cuando siguió contando historias.
Sin embargo, había algo que le preocupaba.
Un posible bache en el camino: Garmisch.
Garmisch
Malone clavó la vista en el arma y mantuvo la calma. Había sido un tanto duro con Jessica; al parecer, también él había bajado la guardia. Agitó el sobre.
– ¿Quiere esto? No son más que unos folletos de «Salvemos la montaña» que prometí mandar a mi sección de Greenpeace. El trabajo de campo nos proporciona puntos extras.
El remonte seguía descendiendo.
– Muy gracioso -respondió ella.
– Pensé en dedicarme a la comedia. ¿Cree que fue un error?
Malone lo había dejado debido precisamente a esa clase de situaciones. Sin descontar los impuestos, un agente de Magellan Billet ganaba 72.300 dólares al año; de librero sacaba más y no corría ningún riesgo.
O eso creía.
Era hora de pensar como antaño. Y de idear una jugada.
– ¿Quién es usted? -inquirió.
La mujer era baja y rechoncha, y su cabello, una mezcla nada favorecedora de castaño y rojizo. Tendría unos treinta y tantos años. Llevaba un abrigo de lana azul y un pañuelo dorado. Por su parte, el hombre vestía un abrigo carmesí y parecía obediente. Ella hizo un movimiento con el arma y ordenó a su cómplice:
– Cógelo.
Abrigo Carmesí avanzó tambaleante y le quitó el sobre.
La mujer miró un instante los peñascos que pasaban a toda prisa tras las empañadas ventanas, y Malone aprovechó el momento para hacer girar el brazo izquierdo y, con el puño cerrado, apartar el arma.
Ella abrió fuego.
La detonación hirió los oídos de Malone, y la bala atravesó una de las ventanas.
Entró un aire glacial.
Malone le propinó un puñetazo al hombre y lo derribó. A continuación agarró el mentón de la mujer con la enguantada mano y le golpeó la cabeza contra una ventana. El cristal se rompió dibujando una telaraña.
Ella cerró los ojos y Malone la arrojó al suelo.
Abrigo Carmesí se puso en pie y cargó contra él. Ambos fueron a parar al otro extremo del funicular y acto seguido cayeron al suelo mojado. Malone rodó para que el otro le soltara el cuello. La mujer farfulló algo, y él se dio cuenta de que pronto tendría que lidiar de nuevo con dos personas, una de ellas armada. Separó los brazos y golpeó las orejas del hombre con la palma de las manos. La instrucción en la Marina le había enseñado algunas cosas sobre los oídos, una de las partes más sensibles del cuerpo. Los guantes eran un problema, pero al tercer golpetazo el hombre profirió un grito de dolor y lo soltó.
Malone se quitó de encima a su agresor de una patada y se levantó de un salto pero, antes de que pudiera reaccionar, Abrigo Carmesí le echó un brazo al cuello de nuevo, sujetándolo con fuerza, el rostro contra un cristal, el frío helándole la mejilla.
– No se mueva -ordenó el hombre.
Malone tenía el brazo derecho torcido en un incómodo ángulo. Forcejeó para zafarse, pero Abrigo Carmesí era fuerte.
– He dicho que no se mueva.
Él decidió obedecer, por el momento.
– Panya, ¿estás bien?
Abrigo Carmesí intentaba llamar la atención de la mujer. Malone seguía con la cara pegada al cristal, la vista al frente, hacia el lugar adonde se dirigía el remonte.
– ¿Panya?
Malone reparó en uno de los caballetes de acero, a unos cincuenta metros, que se aproximaba de prisa. Entonces se percató de que su mano izquierda tocaba algo que parecía una manija. Por lo visto habían terminado la pelea contra la puerta.
– Panya, dime algo. ¿Estás bien? Busca el arma.
La presión que Malone sentía en la garganta era intensa, al igual que la llave que le aprisionaba el brazo. Pero Newton tenía razón: cuando una fuerza actúa sobre un cuerpo, éste ejerce una fuerza igual pero en sentido contrario, la ley de acción y reacción.
Casi tenían encima los delgados brazos del caballete de acero. El remonte pasaría lo bastante cerca para alargar la mano y tocarlo, de manera que tiró de la manija hacia arriba y abrió la puerta al tiempo que se asomaba al aire helador.
Abrigo Carmesí, pillado por sorpresa, salió despedido del funicular y se golpeó contra el borde anterior del caballete. Malone asió la manija con fuerza y su atacante cayó, aplastado entre el remonte y el caballete.
Su grito no tardó en desvanecerse.
Malone volvió a entrar entonces en el funicular. Cada respiración dejaba escapar una nube de vaho. Tenía la garganta completamente seca.
La mujer pugnaba por ponerse de pie, pero él le propinó una patada en la barbilla que la volvió a tumbar.
Malone se dirigió hacia la parte delantera haciendo eses y miró abajo: allí donde el remonte se detendría aguardaban dos hombres ataviados con sendos abrigos oscuros. ¿Refuerzos? Todavía estaba a irnos trescientos metros. A sus pies se extendía un denso bosque que serpenteaba por las laderas inferiores de la montaña; las ramas, de hojas perennes, estaban cargadas de nieve. Se fijó en un tablero de control: había tres luces verdes y dos rojas. Miró por las ventanas y vio que se acercaba otro de los imponentes caballetes. Extendió el brazo hacia el interruptor que indicaba «Anhalten» y lo accionó.
El remonte frenó con una sacudida pero no se detuvo por completo. Más Isaac Newton: la fricción acabará impidiendo el movimiento.
Cogió el sobre, que estaba junto a la mujer, y se lo metió debajo del chaquetón. Luego encontró el arma y se la guardó en el bolsillo. A continuación se acercó a la puerta y esperó a que el caballete estuviera cerca. El funicular avanzaba despacio, pero así y todo sería arriesgado saltar. Calculó la velocidad y la distancia, se situó en cabeza y se lanzó hacia una de las vigas transversales. Las enguantadas manos buscaron el acero.
Chocó contra la red, y el chaquetón de cuero amortiguó el golpe.
La nieve crujió entre sus dedos y la viga.
Se sujetó con firmeza.
El funicular continuó bajando y se detuvo unos treinta metros más abajo. Respiró unas cuantas veces y fue balanceándose hacia una escalerilla que subía por la viga auxiliar. La nieve seca volaba como si fuera talco mientras él continuaba avanzando con las manos. Ya en la escalerilla, apoyó las suelas de goma en un peldaño cubierto de nieve. Más abajo vio que los del abrigo oscuro salían corriendo de la estación. Problemas, como bien había intuido.
Bajó por la escalera y saltó al suelo.
Se hallaba en la boscosa ladera, a unos ciento cincuenta metros.
Echó a andar a duras penas entre los árboles y llegó hasta una carretera asfaltada que discurría paralela al pie de la montaña. Más adelante se alzaba un edificio con el tejado de tablillas marrones festoneado de arbustos nevados, algún puesto de control. Al otro lado se veía más asfalto negro, sin nieve. Se aproximó a la verja del cercado recinto; un candado impedía la entrada. Oyó el gruñido de un motor que se acercaba por la carretera en pendiente y, tras ocultarse detrás de un tractor parado, vio que un Peugeot oscuro doblaba una curva y aminoraba la marcha para examinar el recinto.
Pistola en mano, se dispuso a presentar batalla.
Pero el coche aceleró y siguió subiendo.
Malone vio otro camino, estrecho, de asfalto negro que discurría entre los árboles y llegaba al nivel del suelo y la estación. Se dirigió hacia él.
En lo alto, el funicular seguía detenido; en su interior, una mujer inconsciente con un abrigo azul. En la nieve, en alguna parte, yacía un hombre muerto con un abrigo carmesí.
Ni la una ni el otro eran de su incumbencia.
¿Problemas?
¿Quién estaba al corriente de lo que se traían entre manos él y Stephanie Nelle?
Atlanta, Georgia 7.45 horas
Stephanie Nelle miró el reloj. Llevaba trabajando en su despacho desde algo antes de las siete de la mañana, revisando informes de campo. De sus doce agentes abogados, ocho se hallaban cumpliendo una misión; dos en Bélgica, con un equipo internacional al que se había encomendado condenar a criminales de guerra; otros dos acababan de llegar a Arabia Saudí en una misión que podía complicarse, y los cuatro restantes estaban desperdigados por Europa y Asia.
Sin embargo, había uno de vacaciones. En Alemania.
Magellan Billet no contaba con mucho personal a propósito. Aparte de su docena de abogados, la agencia daba empleo a cinco auxiliares administrativos y tres ayudantes. Ella había insistido en que el grupo fuese reducido. Menos ojos y oídos equivalían a menos filtraciones, y a lo largo de los catorce años de existencia de Billet su seguridad nunca se había visto comprometida, que ella supiera.
Se apartó del ordenador y retiró la silla.
El despacho era sencillo y compacto. Nada lujoso, no habría encajado con su estilo. Stephanie tenía hambre. No había desayunado en casa cuando se había levantado, dos horas antes. Comer parecía ser algo de lo que cada vez se preocupaba menos. En parte por vivir sola; en parte porque odiaba cocinar. Decidió tomar algo en la cafetería. Cocina institucional, sin duda, pero las tripas le sonaban, tenía que echarse algo al estómago. Quizá se diera el capricho de almorzar fuera, una parrillada de marisco o algo por el estilo.
Dejó los seguros despachos y se dirigió a los ascensores. En la quinta planta del edificio se hallaba el Departamento del Interior, además de un contingente de Sanidad y Seguridad Social. Magellan Billet había sido arrinconada adrede -una placa anodina decía tan sólo: «Departamento de Justicia. Cuerpo de Abogados»-, y a ella le gustaba ese anonimato.
El ascensor llegó, y, cuando las puertas se abrieron, de él salió un hombre alto y desgarbado de cabello ralo y cano y serenos ojos azules.
Edwin Davis.
Le dirigió una breve sonrisa.
– Stephanie, justo la persona a la que quería ver.
Ella se puso en guardia. Uno de los viceconsejeros de Seguridad Nacional del presidente. En Georgia. De improviso. No podía ser nada bueno.
– Y da gusto no verte en la celda de una cárcel -añadió él.
Ella recordó la última vez que Davis había aparecido de sopetón.
– ¿Ibas a alguna parte? -preguntó éste.
– A la cafetería.
– ¿Te importa si te acompaño?
– ¿Acaso tengo elección?
Él sonrió.
– Tampoco es para tanto.
Bajaron a la segunda planta y se sentaron a una mesa. Ella tomaba sorbos de zumo de naranja mientras Davis bebía una botella de agua. A Stephanie se le había quitado el apetito.
– ¿Te importaría decirme por qué hace cinco días accediste al expediente de la investigación sobre el hundimiento del USS Blazek?
Ella disimuló la sorpresa que le había causado que él poseyera esa información.
– No sabía que con ello fuera a involucrar a la Casa Blanca.
– Es un expediente clasificado.
– No he infringido ninguna ley.
– Lo enviaste a Alemania, a Cotton Malone. ¿Tienes idea de lo que has puesto en marcha?
Ella se puso en alerta roja.
– Tu red de información es buena.
– Gracias a ella sobrevivimos todos.
– Cotton tiene autorización.
– Tenía. Ya no trabaja para ti.
Ahora Stephanie estaba nerviosa.
– Eso no te supuso ningún problema cuando lo metiste en todos esos líos en Asia Central. Seguro que también era material clasificado. Tampoco fue un problema cuando el presidente lo enredó en el asunto de la Orden del Vellocino de Oro.
La preocupación surcó de arrugas el terso rostro de Davis.
– No estás al tanto de lo que ha sucedido hace menos de una hora en el Zugspitze, ¿no?
Ella negó con la cabeza, y él se lanzó a contárselo. Le habló de un hombre que había caído del funicular, de otro que había saltado del mismo remonte y se había escabullido bajando por uno de los caballetes de acero y de una mujer a la que habían hallado semiinconsciente cuando el funicular por fin llegó al suelo, con un agujero de bala en una de las ventanas.
– ¿Cuál de esos hombres crees que es Cotton? -preguntó él.
– Espero que el que escapó.
Davis asintió.
– Encontraron el cuerpo: no era Malone.
– ¿Cómo es que sabes todo eso?
– Tenía vigilada la zona.
Ahora ella sentía curiosidad.
– ¿Por qué?
Davis se terminó la botella de agua.
– Siempre me ha extrañado que Malone dejara Billet tan bruscamente. Doce años y se marchó sin más.
– La muerte de esas siete personas en México, D. F., le afectó. Y fue tu jefe, el presidente, quien lo dejó marchar. Le debía un favor, si mal no recuerdo.
Davis parecía reflexionar.
– La moneda de la política. La gente cree que el motor del sistema es el dinero. -Negó con la cabeza-. Son los favores: uno a cambio de otro.
Stephanie percibió algo extraño en su tono.
– Le di el expediente a Malone porque le debía un favor. Quiere saber qué le pasó a su padre…
– No tenías por qué.
La agitación que ella sentía se convirtió en ira.
– Yo creí que sí.
Se terminó el zumo de naranja e intentó ahuyentar los miles de pensamientos alarmantes que pasaban por su cabeza.
– De eso hace ya treinta y ocho años -añadió.
Davis se metió la mano en el bolsillo y dejó un lápiz de memoria sobre la mesa.
– ¿Has leído el expediente?
Ella cabeceó.
– No lo tuve en mis manos. Mandé a uno de mis agentes para que lo recuperara y le enviara una copia.
Él señaló la memoria.
– Pues léelo.
Conclusiones de la comisión de investigación SOBRE EL USS BLAZEK
Tras la reunión celebrada en diciembre de 1971, y sin conocer aún el paradero del USS Blazek, la comisión se centró en el «¿Y en lugar de en el «¿Qué pudo ocurrir?». Si bien era consciente de la falta de pruebas materiales, puso todos los medios para impedir que cualquier idea preconcebida influyera en la búsqueda de la causa más probable de la tragedia. A ello hay que añadir la complicación que supone el carácter, eminentemente secreto, del submarino, y se ha hecho todo lo posible por proteger la naturaleza clasificada tanto de éste como de su última misión. La comisión, después de investigar todos los hechos y circunstancias conocidos en relación con la pérdida del Blazek, ha acordado lo siguiente:
Hechos
1. USS Blazek es un nombre falso. El submarino del que se ocupa esta investigación es el NR-1 A, puesto en servicio en mayo de 1969. El sumergible es uno de los dos que se construyeron como parte de un programa clasificado cuya finalidad era mejorar la capacidad de inmersión. Ni el NR-1 ni el NR-1A poseen un nombre oficial, si bien, en vista de la tragedia y de la inevitable atención pública que ésta ha atraído, les fue asignado un nombre ficticio. No obstante, oficialmente la embarcación sigue siendo NR-1 A. A efectos de público debate, el USS Blazek será descrito como un sumergible de última generación que está siendo sometido a prueba en el Atlántico Norte para realizar operaciones de salvamento bajo el agua.
2. Según estimaciones, la cota de inmersión del NR-1A es de mil metros. Su historial registra multitud de problemas mecánicos durante sus dos años de servicio activo, de los cuales ninguno se consideró fallo de ingeniería, sino tan sólo desafíos propios de un diseño radical, un diseño que ponía a prueba los límites de la tecnología de los sumergibles. El NR-1 ha experimentado dificultades de funcionamiento similares, lo que vuelve tanto más acuciante esta investigación, ya que el submarino sigue en servicio activo y es preciso identificar y corregir cualquier fallo.
3. El reactor nuclear en miniatura de a bordo se construyó exclusivamente para las dos embarcaciones de la clase NR. Aunque el reactor es revolucionario y problemático, no existen indicios de radiación tras el hundimiento, lo que indicaría que la causa del percance no fue un fallo irreversible del reactor. Naturalmente dicho hallazgo no excluye la posibilidad de un fallo eléctrico. Ambas embarcaciones de la clase NR informaron repetidamente de problemas con las baterías.
4. Había once hombres a bordo del NR-1 A en el momento del hundimiento: oficial al mando, capitán de fragata Forrest Malone; segundo de a bordo, capitán de corbeta Beck Stvan; oficial de derrota, capitán de corbeta Tim Morris; comunicaciones, técnico especialista en electrónica de primera clase Tom Flanders; control del reactor, técnico especialista en electrónica de primera clase Gordon Jackson; operador del reactor, técnico especialista en electrónica de primera clase George Turner; electricista, auxiliar de electricidad de segunda clase Jeff Johnson; comunicaciones interiores, electricista especialista en comunicaciones interiores de segunda clase Michael Fender; sonar y cocina, auxiliar de máquinas de primera clase Mikey Blount; división mecánica, electricista especialista en comunicaciones interiores de segunda clase Bill Jenkins; reactor, auxiliar de máquinas de segunda clase Dough Vaught, y especialista de campo, Dietz Oberhauser.
5. Se detectaron señales acústicas atribuidas al NR-1 A en estaciones de Argentina y Sudáfrica. En las páginas siguientes, bajo el título «Tabla de datos de incidentes acústicos», se ofrece una relación de cada una de las señales acústicas y las estaciones. En opinión de los expertos, el número de incidentes acústicos es el resultado de una emisión de alta energía rica en frecuencias bajas sin estructura armónica apreciable. Ningún experto ha sido capaz de manifestar si el incidente fue una explosión o una implosión.
6. El NR-1 A se hallaba bajo los témpanos antárticos. El mando de la flota desconocía cuáles eran su rumbo y su destino final, ya que su misión era alto secreto. A efectos de la presente investigación, la comisión ha sido informada de que las últimas coordenadas conocidas del NR-1 A fueron 73° S, 15° O, a aproximadamente trescientos kilómetros al norte del cabo Norvegia. Su presencia en aguas tan traicioneras y relativamente poco cartografiadas ha complicado el descubrimiento de cualquier prueba material. Hasta la fecha no se ha localizado rastro alguno del submarino. Por añadidura, el grado de monitorización acústica submarina en la región antártica es mínimo.
7. Una revisión del NR-1, realizada con el objeto de determinar si podían encontrarse defectos de ingeniería obvios en la embarcación gemela, reveló que las placas negativas de las baterías habían sido impregnadas de mercurio para alargarles la vida. El empleo de mercurio en sumergibles está prohibido. Se desconoce la razón por la cual se pasó por alto esa norma en este modelo, pero si las baterías a bordo del NR-1 A se incendiaron, lo cual, según los registros de incidencias, sucedió tanto en el NR-1 como en el NR-1 A, los vapores de mercurio resultantes habrían sido letales. Naturalmente, no hay pruebas de que se produjera ningún incendio ni fallo de las baterías.
8. El USS Holden, a cuyo mando se hallaba el capitán de corbeta Zachary Alexander, fue enviado el 23 de noviembre de 1971 a la última posición conocida del NR-1 A. Un equipo de reconocimiento especializado informó no haber hallado rastro alguno del NR-1 A. Tras realizar amplios barridos de sonar no se encontró nada. No se detectó radiación. No cabe duda de que una operación de búsqueda y salvamento a gran escala tal vez hubiese alcanzado resultados distintos, pero la dotación del NR-1 A firmó una orden antes de zarpar según la cual, en caso de producirse una catástrofe, no se dirigirían operaciones de búsqueda y salvamento. La autorización de dicha medida extraordinaria fue dictada directamente por el jefe de operaciones navales en una orden clasificada, cuya copia ha examinado esta comisión.
Pareceres
El hecho de que no se haya podido localizar el NR-1A no exime de la obligación de identificar y corregir cualquier práctica, condición o deficiencia susceptibles de ser corregidas que pudieran existir, dado que el NR-1 continúa en servicio. Tras sopesar detenidamente las escasas pruebas que se poseen, esta comisión concluye que no existe ninguna prueba de la causa o causas de la pérdida del NR-1 A. Es evidente que lo que quiera que ocurrió fue una catástrofe, pero el aislamiento del submarino y la ausencia de seguimiento, comunicaciones y apoyo en superficie hacen que cualquier conclusión a la que esta comisión pudiera llegar con relación a lo sucedido sea meramente especulativa.
Recomendaciones
Como parte de los esfuerzos realizados para obtener información adicional relativa a la causa de esta tragedia, y con el objeto de impedir otro incidente en el NR-1, se llevará a cabo una nueva revisión mecánica del mismo, como y cuando sea factible, utilizando las últimas técnicas de verificación. El propósito de dicha comprobación es determinar posibles mecanismos dañados, evaluar los efectos secundarios de los mismos, proporcionar datos no disponibles en la actualidad destinados a introducir mejoras de diseño y, si es posible, esclarecer qué le sucedió al NR-1 A.
Malone estaba en su habitación del Posthotel. La vista desde las ventanas de la segunda planta, más allá de Garmisch, incluía las montañas Wetterstein y el imponente Zugspitze, pero contemplar el distante pico no hizo sino recordarle lo que había sucedido dos horas antes.
Había leído el informe. Dos veces.
El reglamento de la Armada exigía la formación de una comisión de investigación inmediatamente después de una tragedia marítima, comisión de la cual formarían parte oficiales de alta graduación y que tendría por objetivo descubrir la verdad.
Sin embargo, dicha comisión había sido un camelo.
Su padre no se encontraba en una misión en el Atlántico Norte y el USS Blazek ni siquiera existía. Su padre se hallaba a bordo de un submarino secreto en la Antártida haciendo Dios sabía qué.
Recordaba lo que siguió a continuación.
Los barcos peinaron el Atlántico Norte pero no encontraron ningún naufragio. Según los informes, el Blazek, supuestamente un submarino nuclear que estaba siendo probado para realizar operaciones de salvamento en aguas profundas, había implosionado. Malone recordaba lo que el hombre uniformado -que no era un vicealmirante de la Fuerza Submarina, que sería quien por regla general le daría la noticia a la esposa de un comandante, como supo más tarde, sino un capitán del Pentágono- le dijo a su madre: «Estaban en el Atlántico Norte, a más de trescientos metros de profundidad.»
O éste había mentido o la Marina le había mentido a él. No era de extrañar que el informe siguiera siendo información clasificada.
Los submarinos nucleares americanos rara vez se hundían. Desde 1945 sólo había habido tres hundimientos: el Thresher, debido al reventón de una tubería; el Scorpion, debido a una explosión inexplicada, y el Blazek, por causas desconocidas. O, hablando con propiedad, el NR-1 A, por causas desconocidas.
Cada uno de los artículos que había releído con Gary a lo largo del verano hablaba del Atlántico Norte. La ausencia de restos se atribuía a la profundidad y a las características del fondo, similar a un cañón, algo que a él siempre le había extrañado. La profundidad habría roto el casco e inundado el submarino, de forma que al cabo de un tiempo habrían subido restos a la superficie. Además, la Marina tendía cables oceánicos para registrar sonidos. La comisión de investigación mencionaba que se habían oído señales acústicas, pero los sonidos no explicaban gran cosa y en esa parte del mundo eran demasiado pocas las personas que había a la escucha para que importara.
Mierda.
Había servido en la Marina, había entrado en ella voluntariamente, prestado y respetado un juramento. Ellos no.
Cuando el submarino se hundió en algún lugar de la Antártida, ninguna flotilla de barcos peinó la zona ni exploró las profundidades con un sonar; no abundaban los testimonios, cartas de navegación, dibujos, misivas, fotografías o directrices operativas relativos a las causas. Tan sólo un barco de mierda, tres días de investigación y cuatro páginas de un informe que no tenía ningún valor.
Se oyeron campanas a lo lejos.
Le entraron ganas de propinarle un puñetazo a la pared, pero ¿de qué serviría eso?
Prefirió echar mano del móvil.
El capitán de navío Sterling Wilkerson, de la Marina norteamericana, miró el Posthotel a través del ventanal cubierto de escarcha. Vigilaba discretamente al otro lado de la calle, resguardado en un concurrido McDonald's. Fuera, la gente iba y venia, bien abrigada para protegerse del frío y la incesante nieve.
Garmisch era una encrucijada de calles atestadas y barrios peatonales. El lugar parecía una de esas ciudades en miniatura de la juguetería FAO Schwarz, con casitas alpinas de madera pintada asentadas entre algodón y salpicadas generosamente de copos de nieve de plástico. Sin duda los turistas acudían allí por el ambiente y las cercanas laderas nevadas. El había ido por Cotton Malone y antes había sido testigo de cómo el ex agente de Magellan Billet devenido en librero en Copenhague había matado a un hombre, saltado de un funicular, conseguido llegar abajo y huido en su coche de alquiler. Wilkerson lo había seguido y, cuando Malone fue directo al Posthotel y desapareció en su interior, se situó al otro lado de la calle y disfrutó de una cerveza mientras esperaba.
Lo sabía todo acerca de Cotton Malone.
Oriundo de Georgia; cuarenta y ocho años; antiguo oficial de la Armada; licenciado en derecho por la Universidad de Georgetown; perteneció al JAG, el cuerpo de abogados de la Marina; agente del Departamento de Justicia. Hacía dos años Malone se había visto involucrado en un tiroteo en México, D. F., durante el cual recibió su cuarto disparo en acto de servicio y, al parecer, tocó fondo y decidió retirarse prematuramente, petición que le fue concedida por el mismísimo presidente. Después renunció a su cargo en la Marina y se trasladó a Copenhague, donde abrió una tienda de libros antiguos.
Todo eso Wilkerson lo podía entender.
Sin embargo, había dos cosas que le intrigaban.
En primer lugar, su nombre, Cotton. El expediente decía que el nombre legal de Malone era Harold Earl. En ninguna parte se ofrecía una explicación del extraño apodo.
Y, en segundo lugar, ¿por qué era tan importante el padre de Malone? O, para ser más precisos, su recuerdo. Ese hombre había muerto hacía treinta y ocho años.
¿Todavía importaba?
Por lo visto, sí, ya que Malone había matado para proteger lo que le había enviado Stephanie Nelle. Bebió un sorbo de cerveza.
Fuera soplaba una brisa que hacía bailar los copos de nieve. Apareció un vistoso trineo tirado por dos corceles que cabrioleaban. Sus ocupantes iban cubiertos con unas mantas de cuadros mientras el conductor asía las bridas.
Podía entender a un hombre como Cotton Malone.
Él era muy parecido.
Había servido en la Marina durante treinta y un años. Pocos llegaban a capitán, menos aún al almirantazgo. Había pasado once años destinado a inteligencia en la Marina, los últimos seis en el extranjero, donde había acabado siendo el jefe de la sección de Berlín. Su hoja de servicios estaba repleta de éxitos en misiones complicadas. Cierto, él nunca había saltado de un funicular a trescientos metros de altura, pero había arrostrado peligros.
Consultó el reloj: las 16.20.
La vida le sonreía.
Divorciarse de su segunda mujer el año anterior no le había salido caro. A decir verdad, ella se había marchado sin hacer mucho ruido. Después él perdió nueve kilos y añadió un toque de caoba a su cabello rubio, lo que le hacía aparentar diez años menos de los cincuenta y tres que tenía. Sus ojos destilaban más vida gracias a un cirujano plástico francés que le había estirado las arrugas. Otro especialista hizo que ya no tuviera que usar gafas, mientras que un amigo nutricionista le enseñó a incrementar la resistencia mediante una dieta vegetariana. Su poderosa nariz, sus mejillas tersas y su marcada frente jugarían a su favor cuando por fin llegara a lo más alto: almirante.
Ése era el objetivo.
Lo habían dejado de lado en dos ocasiones; por regla general, todas las oportunidades que concedía la Marina. Pero Langford Ramsey le había prometido una tercera.
Su móvil empezó a vibrar.
– A estas alturas, Malone ya habrá leído el expediente -dijo la voz cuando lo cogió.
– De cabo a rabo, estoy seguro.
– Haz que se ponga en movimiento.
– A los hombres como él no se les puede meter prisa -repuso.
– Pero sí se los puede encauzar.
Wilkerson no pudo por menos que decir:
– Ha tardado mil doscientos años en ser encontrado.
– Pues no permitamos que siga esperando.
Sentada a su escritorio, Stephanie había terminado de leer el informe de la comisión de investigación.
– ¿Todo es un camelo?
Davis asintió.
– Ese submarino ni siquiera estaba cerca del Atlántico Norte.
– ¿Qué sentido tenía?
– Rickover construyó dos submarinos de la clase NR, las niñas de sus ojos. Gastó una fortuna en ellos durante el apogeo de la guerra fría, y nadie lo pensó dos veces antes de destinar doscientos millones de dólares para aventajar a los soviéticos. Pero recortó gastos. La seguridad no era la principal preocupación, lo que importaba eran los resultados. Diablos, casi nadie sabía de la existencia de esos submarinos. Pero el hundimiento del NR-1A planteó problemas a muchos niveles: el submarino en sí, la misión. Montones de preguntas espinosas. Así que la Marina se escudó en la seguridad nacional e inventó una tapadera.
– ¿Sólo enviaron un barco para buscar supervivientes?
Davis asintió.
– Coincido contigo, Stephanie. Malone está autorizado a leerlo. La cuestión es: ¿debería?
En su respuesta no tenía cabida la duda:
– Por supuesto que sí.
Recordó el dolor que le causaron a ella los interrogantes sobre el suicidio de su marido y la muerte de su hijo. Malone la ayudó a resolver ambos suplicios, precisamente la razón de que estuviera en deuda con él.
El teléfono de la mesa sonó, y un empleado le dijo que Cotton Malone quería hablar con ella.
Stephanie y Davis intercambiaron una mirada de perplejidad.
– A mí no me mires -dijo Davis-. No fui yo quien le dio el expediente.
Stephanie cogió el teléfono, pero Davis señaló el manos libres. A ella no le hizo gracia, pero lo activó para que él pudiera escuchar la conversación.
– Stephanie, será mejor que sepas que ahora mismo no estoy de humor para gilipolleces.
– Hola, yo bien.
– ¿Leíste el expediente antes de mandármelo?
– No.
Era la verdad.
– Hace mucho que somos amigos, y agradezco que hagas esto, pero necesito otra cosa y sin preguntas.
– Creía que estábamos en paz -tanteó ella.
– Añádelo a mi cuenta.
Ella ya sabía lo que quería.
– Un barco de la Marina -dijo Malone-, el Holden. Lo enviaron al Antártico en noviembre de 1971. Quiero saber si su comandante aún sigue con vida, un hombre llamado Zachary Alexander. Y si es así, ¿dónde está? Si ha muerto, ¿vive alguno de sus oficiales?
– Supongo que no vas a decirme por qué.
– ¿Has leído ya el expediente? -inquirió él.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Lo noto en tu voz, así que sabes por qué quiero saberlo.
– Hace un rato me han contado lo del Zugspitze, y ha sido entonces cuando he decido leer el expediente.
– ¿Tenías a alguien allí? ¿Sobre el terreno?
– Yo no.
– Si has leído el expediente, sabrás que esos hijos de puta mintieron. Dejaron allí al submarino. Mi padre y aquellos diez hombres podrían haber estado esperando en el fondo del mar a que alguien fuera a salvarlos. Pero ese alguien no llegó. Quiero saber por qué la Marina hizo eso.
Era evidente que estaba cabreado. Como ella.
– Quiero hablar con uno o más de los oficiales del Holden -contó Malone-. Averigua su paradero.
– ¿Vas a venir?
– En cuanto hayas dado con ellos.
Davis asintió con la cabeza en señal de aprobación.
– Muy bien. Los localizaré.
Stephanie empezaba a cansarse de tanta payasada; Edwin Davis estaba allí por algún motivo. Era evidente que se la habían jugado a Malone. Y, de rebote, también a ella.
– Una cosa más, dado que ya sabes lo del funicular -añadió él-. La mujer, le di un fuerte golpe en la cabeza, pero necesito encontrarla. ¿La han detenido, la han soltado, o qué?
«Ya lo llamarás tú», dijo Davis moviendo mudamente los labios.
Hasta ahí habían llegado. Malone era su amigo, había estado a su lado cuando lo necesitaba, así que era hora de decirle lo que estaba pasando. Que le dieran a Edwin Davis.
– Da igual -dijo de pronto Malone.
– ¿Cómo dices?
– Acabo de encontrarla.
Garmisch
Malone estaba ante la ventana de la segunda planta, observando el ajetreo de la calle. La mujer del funicular, Panya, se dirigía tranquilamente hacia un aparcamiento cubierto de nieve que había delante de un McDonald's. El restaurante se encontraba en una construcción de estilo bávaro, y tan sólo un discreto letrero con la «M» amarilla y algunos adornos en el ventanal anunciaban su presencia.
Soltó las cortinas de encaje. ¿Qué hacía ella allí? ¿Se habría escapado? ¿O acaso la había soltado la policía?
Malone cogió el chaquetón de cuero y los guantes y se metió la pistola que le había quitado a la mujer en un bolsillo. Acto seguido salió de la habitación y fue abajo, moviéndose con cuidado pero caminando con naturalidad.
Fuera, el aire era como el del interior de un arcón congelador. Tenía el coche que había alquilado a escasos metros de la puerta. Al otro lado de la calle vio el Peugeot oscuro hacia el que se había encaminado la mujer, listo para salir del aparcamiento con el intermitente derecho encendido.
Malone se metió en su coche y la siguió.
Wilkerson apuró su cerveza. Había visto que las cortinas de la ventana de la segunda planta se habían abierto cuando la mujer del funicular pasó por delante del restaurante.
Ciertamente, elegir el momento adecuado lo era todo.
Pensaba que no habría forma de encauzar a Malone.
Pero se equivocaba.
Stephanie estaba furiosa.
– No pienso formar parte de esto -le espetó a Edwin Davis-. Voy a llamar a Cotton. Despídeme, me importa una mierda.
– Ésta no es una visita oficial.
Ella lo miró con suspicacia.
– ¿El presidente no está al corriente?
Él negó con la cabeza.
– Es personal.
– Pues tendrás que decirme por qué.
Sólo había tratado directamente con Davis en una ocasión, y no se había mostrado muy comunicativo; a decir verdad, la había puesto en peligro. Sin embargo, al final se había dado cuenta de que el tipo no era tonto: tenía dos doctorados -uno en historia norteamericana y el otro en relaciones internacionales-, además de excelentes dotes organizativas. Siempre era cortés y campechano, como el propio presidente Daniels. Ella había visto que la gente tendía a subestimarlo, incluida ella misma. Tres secretarios de Estado lo habían utilizado para meter en cintura a sus renqueantes departamentos. En la actualidad trabajaba en la Casa Blanca, ayudando a la administración a concluir los últimos tres años de su segundo mandato.
Sin embargo, ahora, el burócrata de carrera estaba quebrantando reglas abiertamente.
– Creía que yo era la única disidente aquí -observó ella.
– No deberías haber puesto ese expediente en manos de Malone, pero cuando supe que lo habías hecho, decidí que necesitaba un poco de ayuda.
– ¿Para qué?
– Para una deuda que tengo.
– Y que ahora estás en situación de saldar, ¿no? Con tu poder y tus credenciales de la Casa Blanca.
– Algo por el estilo.
Ella suspiró.
– ¿Qué quieres que haga?
– Malone tiene razón: tenemos que averiguar qué fue del Holden y de sus oficiales. Si alguno sigue con vida, es preciso dar con él.
Malone siguió al peugeot. Montañas dentadas veteadas de nieve se alzaban hacia el cielo a ambos lados del camino. Se dirigía hacia el norte, alejándose de Garmisch, por una carretera que ascendía en zigzag. Altos árboles con el tronco negro formaban un pasillo majestuoso, sin duda a Baedeker le habría encantado describir el pintoresco paisaje. Tan al norte y en invierno oscurecía pronto: ni siquiera eran las cinco y la luz ya declinaba.
Cogió un mapa de la región del asiento del acompañante y reparó en que más adelante se encontraba el valle alpino de Ammerge-birge, que se extendía a lo largo de kilómetros a partir de los pies del Ettaler Mandl, un respetable pico de más de mil quinientos metros de altitud. Cerca del Ettaler Mandl había un pueblecito, y Malone redujo la velocidad cuando entró en él siguiendo al Peugeot.
Vio que su presa aparcaba de repente en un hueco ante un sólido edificio blanco de dos plantas regido por la simetría y lleno de ventanas de estilo gótico. En su centro se erguía una imponente cúpula flanqueada por dos torres de menor tamaño, todas ellas rematadas con cobre ennegrecido e inundadas de luz.
Un letrero de bronce anunciaba: «Monasterio de Ettal.»
La mujer se bajó del coche y desapareció tras un arco.
Malone aparcó y fue detrás de ella.
El aire era mucho más frío aquí que en Garmisch, lo que confirmaba que se hallaban a mayor altitud. Debería haber cogido un abrigo más grueso, pero no soportaba esa clase de prendas. La imagen estereotipada del espía con gabardina era ridícula; demasiado restrictiva. Se metió las enguantadas manos en los bolsillos del chaquetón y asió con la derecha la pistola. La nieve crujía bajo sus pies mientras seguía un camino de hormigón que conducía hasta un claustro del tamaño de un campo de fútbol rodeado de más edificios barrocos. La mujer subía a buen paso por un sendero empinado que desembocaba a las puertas de una iglesia. La gente entraba y salía.
Malone echó a correr para alcanzarla, hendiendo un silencio interrumpido únicamente por el golpeteo de las suelas contra el helado pavimento y la llamada de un cuco lejano.
Entró en la iglesia por un portal gótico coronado por un intrincado tímpano en el que se distinguían escenas bíblicas. Sus ojos se clavaron de inmediato en la cúpula, en unos frescos que representaban lo que a todas luces era el cielo. Los muros interiores cobraban vida con estatuas de estuco, querubines y complejos motivos, todos ellos en vivas tonalidades doradas, rosas, grises y verdes, que titilaban como si se hallasen en continuo movimiento. Ya había visto iglesias de estilo rococó antes, la mayoría tan recargadas que el edificio se perdía, pero no era ése el caso: allí lo ornamental parecía supeditado a la arquitectura.
La gente pululaba por el lugar, en los bancos había algunas personas sentadas. La mujer a la que seguía estaba a unos quince metros a su derecha, al otro lado del púlpito, y se dirigía hacia otro tímpano esculpido.
Entró y cerró una pesada puerta de madera tras de sí.
Él se detuvo a sopesar sus opciones.
No tenía elección.
Avanzó hacia la puerta y agarró la manija de hierro. Su mano derecha se aferraba a la pistola, que mantenía oculta en el bolsillo.
Accionó la manija y abrió con cuidado la puerta.
Tras ella se abría una estancia más pequeña, cuyo techo abovedado sostenían esbeltas columnas blancas. Las paredes lucían más decoración rococó, si bien no tan llamativa. Tal vez fuera la sacristía. Una pareja de altos armarios y dos mesas eran los únicos muebles. Junto a una de las mesas había dos mujeres: la del funicular y otra.
– Bienvenido, Herr Malone -saludó la desconocida-. Le estaba esperando.
Maryland 12.15 horas
La casa estaba desierta, en los bosques circundantes no había una alma, y sin embargo el viento seguía susurrando su nombre.
«Ramsey.»
Se detuvo.
No era una voz, sino más bien un murmullo que arrastraba el invernal viento. Había entrado en la casa por una puerta trasera que estaba abierta y se hallaba en un espacioso salón salpicado de muebles con la tapicería de un color marrón sucio. Las ventanas de la pared opuesta enmarcaban un paisaje de extensos prados. Seguía teniendo las piernas heladas, el oído fino. Se dijo que no había oído su nombre.
«Langford Ramsey.»
¿De verdad era una voz o tan sólo su imaginación, que se embebía del espeluznante entorno?
Había ido en coche a la campiña de Maryland directamente desde la reunión del club Kiwanis, solo y sin uniforme. Su puesto de jefe de inteligencia de la Marina requería una apariencia más discreta, razón por la cual solía evitar la vestimenta y el conductor oficiales. Fuera, nada en la fría tierra indicaba que alguien hubiese puesto un pie en ella recientemente, y la alambrada se había oxidado hacía tiempo. La casa era un laberinto con añadidos evidentes, muchas de las ventanas tenían los cristales hechos añicos, y en el tejado había un boquete que no tenía pinta de que lo estuvieran reparando. Siglo XIX, supuso él. Sin duda en su día la estructura había sido una elegante casa de campo que ahora estaba condenada a convertirse en una ruina.
El viento seguía soplando. Según los partes meteorológicos, la nieve por fin se dirigía al este. Escrutó el piso de madera para ver si había alguna huella en la mugre, pero tan sólo distinguió sus propias pisadas.
Algo se rompió o cayó en el otro extremo de la casa. ¿Un cristal? ¿Algo metálico? Era difícil de decir. Ya bastaba de tonterías.
Se desabrochó el abrigo, sacó una Walther automática y se dirigió hacia la izquierda. El pasillo que tenía delante estaba a oscuras, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Caminó despacio hasta el final del corredor.
Volvió a oír algo. Arañazos. A la derecha. Luego algo más. Metal contra metal. Procedía de la parte trasera de la casa.
Al parecer, eran dos.
Enfiló el pasillo con cautela y decidió que un ataque relámpago tal vez le diera ventaja, sobre todo teniendo en cuenta que, quienquiera que fuese, seguía anunciando su presencia con un continuo tap-tap-tap.
Tomó aire, amartilló el arma e irrumpió en la cocina. En la encimera, a unos tres metros, había un perro. Se trataba de un cruce de gran tamaño, las orejas redondeadas, el pelaje pardo, de un color más claro por debajo, el morro y el cuello blancos.
El animal soltó un gruñido. A la vista quedaron unos colmillos puntiagudos. Mantenía los cuartos traseros en tensión.
Se oyó un ladrido procedente de la parte de delante de la casa. ¿Dos perros?
El que estaba en la encimera se bajó de un salto y salió disparado por la puerta de la cocina.
Él corrió a la parte delantera de la casa y llegó justo cuando el otro animal salía por una ventana abierta. Exhaló un suspiro. «Ramsey.»
Fue como si la brisa se hubiese tornado vocales y consonantes que a continuación pronunciara. No claramente ni en voz alta, tan sólo allí.
¿O tal vez no?
Se obligó a pasar por alto algo tan absurdo y salió del salón delantero, enfiló un pasillo y dejó atrás más habitaciones con muebles cubiertos con fundas y papel pintado abombado debido al paso del tiempo. Vio un viejo piano sin tapar. Los cuadros proyectaban un vacío fantasmagórico desde sus fundas de tela. Se preguntó cómo serían y se detuvo para echar un vistazo a unos cuantos: grabados en sepia de la guerra civil. Uno era de Monticello; otro, del monte Vernon.
En el comedor vaciló e imaginó a grupos de hombres blancos dos siglos antes dándose un atracón de filetes y bizcocho templado. Tal vez después se sirvieran whiskies con soda en el salón y se jugara una partida de bridge mientras un brasero caldeaba el aire dejando un olor a eucaliptus. Naturalmente, los antepasados de Ramsey estarían fuera, congelándose en los barracones de los esclavos.
Recorrió con la mirada un largo pasillo y se sintió atraído por una estancia del fondo. Comprobó el suelo, pero el polvo era lo único que cubría la madera.
Se detuvo al llegar al final, ante la puerta.
Por una lúgubre ventana se disfrutaba de otra vista de la desnuda pradera. Los muebles, al igual que en las otras habitaciones, estaban todos tapados a excepción de un escritorio. Madera de ébano, vetusta y deslucida, la marquetería recubierta de una capa de polvo gris azulado. De las paredes color topo colgaban cornamentas de ciervos, y unas sábanas marrones protegían lo que al parecer eran estanterías. En el aire flotaban motas de polvo.
«Ramsey.»
Pero no lo decía el viento.
Tras identificar el origen, fue directo a una silla y le quitó la funda, levantando otra nube neblinosa. En el ajado asiento vio una grabadora con una cinta a la mitad.
Agarró la pistola con más fuerza.
– Ya veo que has encontrado mi fantasma -dijo una voz.
Ramsey se volvió y descubrió a un hombre en la puerta. De baja estatura, cuarenta y tantos años, el rostro redondo y la tez tan blanca como la nieve que se avecinaba. El cabello, negro y ralo, alisado, lucía mechones plateados.
Y sonreía. Como siempre.
– ¿A qué viene tanto teatro, Charlie? -preguntó Ramsey mientras se guardaba el arma.
– Es mucho más divertido que decir «hola», y me encantaron los perros. Creo que les gusta esto.
Llevaban quince años trabajando juntos y Ramsey ni siquiera sabía cuál era su verdadero nombre. Sólo lo conocía como Charles C. Smith hijo, con énfasis en lo de «hijo». Una vez preguntó por Smith padre y el otro le largó una historia familiar durante media hora que sin duda era una patraña.
– ¿De quién es este sitio? -inquirió Ramsey.
– Ahora, mío. Lo compré hace un mes. Pensé que un refugio en el campo sería una buena inversión. Me estoy planteando acondicionarlo y alquilarlo. Lo voy a llamar «Bailey Mill».
– ¿Acaso no te pago lo suficiente?
– Hay que diversificar, almirante. No se puede vivir dependiendo sólo de un cheque. Bolsa, propiedades, ésa es la manera de estar preparado para la vejez.
– Arreglar esto costará una fortuna.
– Ya que lo mencionas, debido a una subida anticipada del precio del carburante, a unos gastos de desplazamiento más altos de lo previsto y a un incremento general de los costes, vamos a experimentar un ligero aumento de tarifas. Aunque es nuestra firme intención impedir que se disparen los gastos y seguir proporcionando un extraordinario servicio de atención al cliente, nuestros accionistas exigen que mantengamos un margen de beneficios aceptable.
– Vaya una sarta de gilipolleces, Charlie.
– Además, este sitio me ha costado una fortuna, y necesito más dinero.
Sobre el papel, Smith era un asalariado que realizaba servicios de vigilancia especializada en el extranjero, donde la legislación en materia de intervenciones telefónicas era laxa, en particular en Asia Central y Oriente Próximo, así que a Ramsey le importaba un bledo lo que cobrara.
– Mándame la factura. Y ahora, escucha: ha llegado el momento de actuar.
Se alegraba de que todo el trabajo preliminar se hubiese realizado a lo largo del año anterior. Los informes estaban listos; los planes, desarrollados. Sabía que acabaría presentándose la oportunidad, no cuándo ni cómo, tan sólo que se presentaría.
Y así había sido.
– Empieza por el objetivo principal, tal y como hemos hablado, y luego ve al sur por los dos siguientes.
Smith se cuadró, burlón.
– Entendido, capitán Sparrow, nos haremos a la mar y navegaremos viento en popa.
Ramsey no le hizo el menor caso al muy idiota.
– No nos pondremos en contacto hasta que estén todos liquidados. Limpiamente, Charlie. Limpiamente.
– Si no queda satisfecho, le devolvemos su dinero. La satisfacción del cliente es nuestra máxima prioridad.
Algunas personas sabían componer canciones, escribir novelas, pintar, esculpir o dibujar. Smith mataba, y lo hacía con un talento inigualable. Y si no fuera porque Charlie Smith era el mejor asesino que conocía, Ramsey se habría cargado a ese imbécil hacía tiempo.
Con todo, decidió dejar absolutamente clara la gravedad de la situación, de manera que amartilló la Walther y encañonó a Smith al rostro. Le sacaba más de quince centímetros, así que Ramsey bajó la mirada y espetó:
– No la fastidies. Me trago tus bobadas y te dejo desvariar, pero no se te ocurra fastidiarla.
Smith levantó las manos fingiendo rendirse.
– Por favor, señorita Escarlata, no me pegue. Por favor, no me pegue… -dijo en un tono agudo y coloquial, un burdo remedo de Butterfly McQueen.
A Ramsey no le hacía gracia esa clase de humor, así que siguió apuntándolo con la pistola.
Smith rompió a reír.
– Vamos, almirante, anímate.
Ramsey se preguntó qué haría perder la calma a ese tipo mientras se metía el arma bajo el abrigo.
– Tengo una pregunta -dijo Smith-. Importante. Algo que debo saber.
Su interlocutor quedó a la espera.
– ¿Bóxers o slips?
Ya había tenido bastante. Ramsey dio media vuelta y salió de la habitación. Smith volvió a reír.
– Venga, almirante, ¿bóxers o slips? ¿O acaso eres de esos a los que les gusta ir sueltos? La CNN dice que el diez por ciento de los hombres no usa ropa interior. Ése soy yo: siempre suelto.
Ramsey siguió andando hacia la puerta.
– Que la fuerza te acompañe, almirante -gritó Smith-. Un caballero Jedi no fracasa jamás. Y no te preocupes, todos estarán muertos antes de que te des cuenta.
Malone recorrió la habitación con la mirada; cualquier detalle era decisivo. Una puerta abierta a su derecha lo puso en alerta, en concreto, la oscuridad inexplorada que había al otro lado.
– Sólo estamos nosotras -afirmó la anfitriona. Su inglés era bueno, si bien estaba teñido de un leve acento alemán.
A una señal suya, la mujer del funicular se acercó a él. Al hacerlo, Malone la vio tocarse el cardenal del rostro, allí donde él le había dado la patada.
– Quizá algún día tenga ocasión de devolverle el favor -dijo.
– Creo que ya lo ha hecho. Por lo visto, me la han jugado.
Ella esbozó una sonrisa de satisfacción y salió. La puerta se cerró ruidosamente tras ella.
Malone escrutó a la otra mujer: era alta y tenía buen cuerpo, el cabello rubio ceniza corto dejaba a la vista un cuello estilizado. Nada afeaba la pátina lechosa de su rosada tez. Su ojos eran color café con leche, una tonalidad que él nunca había visto, e irradiaban un encanto al que le resultaba difícil sustraerse. Llevaba un jersey con el cuello de canalé, unos vaqueros y una americana de lana.
Todo en ella anunciaba privilegios y problemas. Era espectacular y lo sabía.
– ¿Quién es usted? -preguntó Malone mientras sacaba el arma.
– Le aseguro que no soy ninguna amenaza. Me he tomado muchas molestias para conocerlo.
– Si no le importa, la pistola me hace sentir mejor.
Ella se encogió de hombros.
– Como guste. Respondiendo a su pregunta, soy Dorothea Lindauer. Vivo cerca de aquí. Mi familia es bávara, nuestros orígenes se remontan a los Wittelsbach. Somos Oberbayern, de la Alta Baviera, nos une una estrecha relación con las montañas y también estamos muy vinculados a este monasterio. Tanto que los benedictinos nos conceden ciertas libertades.
– ¿Como matar a un hombre y llevar al responsable a su sacristía?
Lindauer frunció el entrecejo.
– Entre otras. Pero habrá de admitir que ésa es una gran libertad.
– ¿Cómo sabía que yo estaría hoy en esa montaña?
– Tengo amigos que me mantienen informada.
– Déme una respuesta mejor.
– El asunto del USS Blazek me interesa. Yo también quiero saber qué pasó en realidad. Supongo que a estas alturas ya habrá leído usted el expediente, así que, dígame, ¿le resultó informativo?
– Me largo.
Malone dio media vuelta con la idea de marcharse.
– Usted y yo tenemos algo en común -dijo ella.
Él continuó andando.
– Su padre y el mío iban a bordo de ese submarino.
Stephanie pulsó un botón del teléfono. Seguía en el despacho con Edwin Davis.
– Es la Casa Blanca -informó su ayudante por el altavoz.
Davis no dijo nada, y ella descolgó en el acto.
– Al parecer, ya estamos otra vez -retumbó la voz por el auricular que ella sostenía y por el altavoz por el que escuchaba Davis.
El presidente, Danny Daniels.
– ¿Qué es lo que he hecho esta vez? -inquirió ella.
– Stephanie, ir al grano facilitaría las cosas. -Una voz distinta, de mujer: Diane McCoy, otra viceconsejera de Seguridad Nacional, como Edwin Davis, con la que Stephanie no hacía migas.
– ¿Cuál es el grano, Diane?
– Hace veinte minutos te bajaste un archivo sobre el capitán de corbeta Zachary Alexander, Marina de Estados Unidos, jubilado. Lo que queremos saber es por qué los servicios de inteligencia de la Marina ya están haciendo preguntas sobre el objeto de tu interés y por qué, al parecer, hace unos días autorizaste una copia de un expediente clasificado sobre un submarino que se perdió hace treinta y ocho años.
– Creo que tengo una pregunta mejor -contestó ella-: ¿qué diablos le importa a inteligencia? Eso ya es historia.
– En eso estamos de acuerdo -medió el presidente-. A mí también me gustaría saberlo. Le he echado un vistazo al archivo personal que acabas de conseguir y no hay nada. Alexander era un buen oficial que sirvió durante veinte años y después se jubiló.
– Señor presidente, ¿por qué está implicado en esto?
– Porque Diane ha venido a mi despacho a decirme que teníamos que llamarte.
Y una porra. Nadie le decía a Danny Daniels lo que tenía que hacer. Había sido gobernador durante tres mandatos y senador durante uno antes de salir elegido presidente de Estados Unidos en dos ocasiones. No era tonto, aunque algunos lo pensaran.
– Discúlpeme, señor, pero, a juzgar por todo lo que he visto, usted siempre hace exactamente lo que quiere.
– Es una de las ventajas del cargo. En cualquier caso, dado que no quieres responder a la pregunta que te ha hecho Diane, a ver qué te parece la mía: ¿sabes dónde está Edwin?
Davis negó con la mano.
– ¿Se ha perdido?
Daniels soltó una risita.
– Se las hiciste pasar canutas al hijo de puta de Brent Green y probablemente me salvaras el pellejo entremedias. Pelotas, eso es lo que tú tienes, Stephanie. Pero ahora tenemos un problema: a Edwin se le ha metido algo entre ceja y ceja. Me huelo que se trata de algo personal. Cogió unos días de permiso y se fue ayer. Diane cree que fue a verte.
– Ni siquiera me cae bien. Por su culpa casi me matan en Venecia.
– El registro de seguridad de abajo indica que en este momento se encuentra en tu edificio -aseguró McCoy.
– Stephanie -intervino Daniels-, cuando yo era pequeño, un amigo mío le contó a la profesora que él y su padre se habían ido de pesca y habían pescado una perca de treinta kilos en una hora. La profesora, que no era tonta, respondió que eso era imposible y, para darle una lección a mi amigo sobre la mentira, le contó que un oso salió del bosque y la atacó, pero fue repelido por un chucho enano que hizo retroceder al oso soltando un ladrido. «¿Lo crees?», preguntó la profesora. «Claro», respondió mi amigo, «porque era mi perro».
Stephanie sonrió.
– Edwin es mi perro, Stephanie. Lo que hace me afecta directamente, y ahora mismo está metido en un lío. ¿Qué me dices de esto: por qué te interesa el capitán Zachary Alexander?
Ya era suficiente. Había ido demasiado lejos al creer que sólo estaba ayudando, primero a Malone y después a Davis, así que decidió decirle la verdad a Daniels.
– Porque Edwin me lo dijo.
La derrota asomó al rostro del aludido.
– Déjame hablar con él -pidió Daniels.
Y ella le tendió el teléfono a Davis.
Malone se volvió y esperó a que Dorothea Lindauer se explicara.
– Mi padre, Dietz Oberhauser, estaba a bordo del Blazek cuando éste desapareció.
Malone reparó en que ella usaba el nombre de pega del submarino; por lo visto, no sabía mucho, o se la estaba jugando. Sin embargo, se quedó con una cosa: el informe de la comisión de investigación mencionaba a un especialista de campo, Dietz Oberhauser.
– ¿Qué hacía su padre allí? -quiso saber él.
El atractivo rostro de ella se suavizó, pero sus ojos de basilisco siguieron captando la atención de Malone. Le recordaba a Cassiopeia Vitt, otra mujer por la que se había interesado.
– Mi padre estaba allí para descubrir los orígenes de la civilización.
– ¿Eso es todo? Creía que se trataba de algo importante.
– Herr Malone, soy consciente de que el humor es una herramienta que se puede utilizar para desarmar a la gente, pero con el tema de mi padre no me gusta bromear, y estoy segura de que a usted debe de sucederle lo mismo.
Él no se dejó impresionar.
– Responda a mi pregunta: ¿qué hacía allí?
Un ramalazo de ira cruzó el rostro de ella al instante, pero desapareció de prisa.
– Lo digo en serio: fue a hallar los orígenes de la civilización, se pasó toda la vida intentando resolver ese enigma.
– No me gusta que me la jueguen. Hoy he matado a un hombre por su culpa.
– Fue culpa de él, por poner demasiado celo. O tal vez lo subestimara a usted. Sin embargo, su forma de actuar confirmó todo cuanto me habían dicho de usted.
– Matar es algo que usted parece tomarse a la ligera. Yo no.
– Pero no le resulta ajeno, a juzgar por lo que me han contado.
– ¿Más información de esos amigos suyos?
– Están bien informados. -Señaló la mesa. Malone ya se había fijado en que sobre la picada madera de roble descansaba un mamotreto antiguo-. Usted es librero, échele una ojeada a esto.
Él se acercó y se metió el arma en el bolsillo del chaquetón. Decidió que si la mujer quisiera matarlo, ya lo habría hecho.
El libro debía de medir unos quince centímetros por veinte y cinco de grosor. La mente analítica de Malone se puso a funcionar para dar con su procedencia: encuadernación de becerro color marrón, gofrado sin oro ni color, trasera sin adornos, lo que desvelaba su antigüedad: los libros surgidos antes de la Edad Media se guardaban tumbados, no de pie, de modo que la parte posterior era Usa.
Lo abrió con cuidado y observó las gastadas páginas de oscurecido pergamino. Después de examinarlas reparó en los extraños dibujos de los márgenes y en un texto indescifrable escrito en una lengua que no supo identificar.
– ¿Qué es esto?
– Permita que le responda contándole lo que sucedió al norte de aquí, en Aquisgrán, un domingo de mayo mil años después de Cristo.
Otón III vio cómo se hacían añicos los últimos impedimentos para su destino imperial. Se hallaba en la antecapilla del palacio, un edificio sagrado erigido doscientos años antes por el hombre en cuya tumba estaba a punto de entrar.
– Listo, sire -afirmó Von Lomello.
El conde era un hombre irritante que se aseguraba de mantener debidamente el palatinado real en ausencia del emperador, que, en el caso de Otón, era la mayor parte del tiempo. Al emperador nunca le habían importado los bosques alemanes ni las aguas termales, los fríos inviernos y la falta absoluta de urbanidad de Aquisgrán. Prefería el calor y la cultura de Roma.
Los obreros se llevaron los últimos pedazos de las destrozadas losas.
No sabían dónde excavar exactamente. La cripta había sido sellada hacía tiempo y no había nada que indicase el lugar preciso. La idea era esconder a su ocupante de las invasiones vikingos que se avecinaban, y la treta dio resultado; cuando los normandos saquearon la capilla en 881 no encontraron nada. Sin embargo, Von Lomello había organizado una misión de reconocimiento antes de que llegara Otón, y se las había ingeniado para aislar una ubicación prometedora. Por suerte, el conde estaba en lo cierto. Otón no tenía tiempo para errores.
A fin de cuentas, aquél era un año apocalíptico, el primero de un nuevo milenio durante el cual, como muchos creían, llegaría el día del juicio final.
Los obreros se pusieron manos a la obra mientras dos obispos observaban en silencio. La tumba en la que estaban a punto de entrar no se abría desde el 29 de enero de 814, el día en que murió el «muy sereno Augusto, coronado por Dios, gran emperador pacífico, que rige el Imperio romano, rey de los francos y los lombardos por la gracia de Dios». Para entonces ya era el más sabio de los mortales, inspirador de milagros, protector de Jerusalén, clarividente, hombre de hierro, obispo de obispos. Un poeta proclamó que nadie se acercaría más al grupo apostólico que él. En vida se llamaba Carolus, y en un principio le fue añadido Magnus en referencia a su elevada estatura, si bien ahora indicaba grandeza. Sin embargo, el que se utilizaba habitualmente era el resultado de unir Carolus y Magnus en un apelativo que ya se usaba inclinando la cabeza y en voz baja, como si se hablase de Dios: Carlomagno.
Los obreros se apartaron del boquete que se abría en el suelo, y Von Lomello inspeccionó su labor. Un extraño olor inundó la antecapilla: dulzón y empalagoso, a humedad. Otón sabía a qué olían la carne corrompida, la leche cortada y los excrementos humanos, pero aquella vaharada era distinta, como vetusta, de aire que hubiese estado vigilando cosas no destinadas a ser vistas por los hombres.
Encendieron una tea y uno de los trabajadores metió el brazo en el agujero. Cuando asintió, trajeron una escalerilla de madera de fuera.
Ese día se celebraba Pentecostés, y antes la capilla se había llenado de fieles. Otón estaba de peregrinación. Acababa de regresar de la tumba de su viejo amigo Adalberto, obispo de Praga, enterrado en Gniezno, ciudad a la que, en su calidad de emperador, había conferido la dignidad de arzobispado. Y había ido a ver los restos mortales de Carlomagno.
– Yo iré primero -les dijo Otón.
Tan sólo tenía veinte años y era muy alto, hijo de un rey alemán y madre griega. Coronado emperador del Sacro Imperio romano a los tres años, gobernó bajo la tutela de su madre los ocho primeros años, y de su abuela durante tres más. Los últimos seis lo había hecho en solitario. Su objetivo era restablecer un Renovatio Imperii, un Imperio romano cristiano que englobara a teutones, latinos y eslavos, como durante la época de Carlomagno, bajo el reinado común del emperador y el papa. Lo que yacía abajo tal vez contribuyera a hacer realidad ese sueño.
Puso los pies en la escalera y Von Lomello le dio una antorcha. Ocho peldaños desfilaron ante sus ojos hasta que tocó la dura tierra. El aire era suave y tibio, como el de una cueva, el extraño tufo casi abrumador, pero se dijo que no era más que el aroma del poder.
La tea reveló una cámara revestida de mármol y mortero, de dimensiones similares a la antecapilla de arriba. Von Lomello y los dos obispos bajaron por la escalera.
Entonces lo vio: debajo de un palio, en un trono de mármol, aguardaba Carlomagno.
El cuerpo se hallaba envuelto en púrpura y sostenía un cetro en la enguantada mano izquierda. El rey estaba sentado como si tuviera vida, un hombro apoyado en el trono, la cabeza erguida mediante una cadena de oro unida a la diadema. Un fino paño le cubría el rostro. El deterioro era evidente, pero ninguna de las extremidades se había desprendido, tan sólo le faltaba la punta de la nariz.
Otón se arrodilló en señal de veneración, y los otros se sumaron a él sin perder tiempo. Estaba embelesado, no esperaba ver algo así. Había oído historias, pero nunca les había hecho mucho caso, ya que los emperadores necesitaban leyendas.
– Dicen que en la diadema se incrustó un pedazo de la cruz -susurró Von Lomello.
Otón también lo había oído. El trono descansaba sobre un bloque de mármol tallado, y las tres caras visibles estaban ornamentadas con relieves: hombres, caballos, una cuadriga, un Cancerbero bicéfalo, mujeres con cestas de flores. Todo romano. Otón había visto otros ejemplos de esa magnificencia en Italia. Consideró su presencia allí, en una tumba cristiana, una señal de que su visión del imperio era acertada.
A un lado había un escudo y una espada. Conocía la historia del escudo: lo había consagrado ni más ni menos que el papa León el día que Carlomagno fue coronado emperador; doscientos años antes, y ostentaba el sello real. Otón había visto el símbolo en documentos de la biblioteca imperial.
Otón se levantó.
Uno de los motivos por los que había ido allí eran el cetro y la corona, pues no esperaba encontrar más que huesos.
Sin embargo, las cosas habían dado un giro.
Reparó en unas hojas unidas que descansaban en el regazo del emperador. Se aproximó al estrado con cautela y vio un pergamino iluminado, la escritura y la decoración desvaídas, pero todavía legibles.
– ¿Alguien sabe latín? -preguntó.
Uno de los obispos asintió, y Otón le indicó que se acercara. Dos dedos de la enguantada mano izquierda del cuerpo señalaban un pasaje de la página.
El obispo ladeó la cabeza y lo estudió:
– Es el Evangelio de san Marcos.
– Leedlo.
– «¿Y qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo y perder su alma?»
Otón dirigió una penetrante mirada al cuerpo. El papa le había dicho que los símbolos de Carolus Magnus serían las herramientas ideales para recuperar el esplendor del Sacro Imperio romano. Nada dotaba al poder de más mística que el pasado, y él tenía delante un pasado glorioso. Eginardo había descrito a ese hombre como imponente, atlético, cuadrado de hombros, el pecho ancho como el de un corcel, de ojos azules, cabello castaño, semblante rubicundo, tremendamente activo, inmune a la fatiga, con una energía y unas dotes de mando que incluso estando en reposo, como era el caso, intimidaban al tímido y al inactivo. Ahora entendía la verdad que encerraban esas palabras.
Se le pasó por la cabeza la otra razón de su visita.
Echó un vistazo a la cripta.
Su abuela, que había fallecido hacía unos meses, le contó la historia que su abuelo, Otón I, le había relatado a ella. Algo que sólo sabían los emperadores: que Carolus Magnus había ordenado que lo enterrasen con ciertos objetos. Muchos estaban al tanto de la espada, el escudo y el fragmento de la Santa Cruz, pero lo del pasaje de san Marcos constituía una sorpresa.
Entonces lo vio. El verdadero motivo de su visita. En una mesa de mármol.
Se acercó, le tendió la antorcha a Von Lomello y clavó la vista en un pequeño libro cubierto de polvo. La tapa lucía un símbolo, uno que le había descrito su abuela.
Abrió el volumen con cuidado. En las páginas vio símbolos, dibujos extraños y un texto indescifrable.
– ¿Qué es, sire? -preguntó Von Lomello-. ¿Qué lengua es ésa?
Por regla general, no habría permitido semejante interrogatorio; los emperadores no admitían preguntas. Sin embargo, la dicha de haber encontrado aquello de cuya existencia le había hablado su abuela le produjo un inmenso alivio. El papa pensaba que las coronas y los cetros conferían poder, pero, de creer a su abuela, esas extrañas palabras y símbolos eran más poderosos incluso. De manera que le dio al conde la misma respuesta que su abuela le había dado a él:
– Es la lengua del cielo.
Malone escuchaba con escepticismo.
– Dicen que Otón le cortó las uñas, le sacó un diente, hizo sustituir la punta de la nariz por oro y después selló la tumba.
– Da la impresión de que no se cree usted la historia -observó él.
– A esa época no se la llamó los años oscuros en vano. ¿Quién sabe?
En la última página del libro Malone vio el mismo motivo que, según le había descrito ella, aparecía en el escudo encontrado en la tumba: una curiosa combinación de las letras «K», «R», «L» y «S», pero con algo más. Le preguntó al respecto.
– Es la firma completa de Carlomagno -contestó ella-. La «A» de Carolus se halla en el centro de la cruz. Un escriba añadiría las palabras a izquierda y derecha. Signum Caroli gloriosissimi regis: «La marca del más glorioso rey Carlos.»
– ¿Es éste el libro de la tumba?
– Sí.
Atlanta, Georgia
Stephanie vio que Edwin Davis se revolvía en su silla, a todas luces incómodo.
– Dime, Edwin -se oyó a Daniels por el altavoz-, ¿qué está pasando?
– Es complicado.
– Fui a la universidad, estuve en el Ejército, ejercí como gobernador y senador de Estados Unidos. Creo que podré con ello.
– Necesito hacer esto solo.
– Si de mí dependiera, Edwin, te diría que adelante, sin problemas, pero Diane está de los nervios y los servicios de inteligencia de la Marina hacen preguntas que no podemos responder. Normalmente dejaría que los niños resolvieran esto a porrazo limpio en el cajón de arena, pero ya que me han hecho salir al jardín a poner orden, quiero saberlo. ¿De qué va todo esto?
Por el trato que Stephanie había tenido con el viceconsejero de Seguridad Nacional, que no era mucho, Davis siempre parecía transmitir tranquilidad y placidez, pero no en ese momento. Tal vez a Diane McCoy le habría gustado ser testigo del nerviosismo que mostraba, pero Stephanie no estaba disfrutando con el espectáculo.
– Operación «Salto de altura» -dijo Davis-. ¿Qué sabe al respecto?
– Muy bien, me has pillado -admitió el presidente-. Primer asalto para ti.
Davis guardaba silencio.
– Estoy esperando -añadió Daniels.
1946 fue un año de victoria y recuperación. La segunda guerra mundial había terminado y el mundo no volvería a ser el mismo. Los que antes eran enemigos pasaron a ser amigos; los que eran amigos, rivales.
Norteamérica cargó con una nueva responsabilidad, tras tornarse líder mundial de la noche a la mañana. La ofensiva soviética dominaba el panorama político y había comenzado la guerra fría. Sin embargo, desde el punto de vista militar, la Marina norteamericana estaba siendo desmantelada, pieza a pieza. En las grandes bases de Norfolk, San Diego, Pearl Harbor, Yokosuka y Quonset Point todo era pesimismo; destructores, acorazados y portaaviones iban a parar a aguas mansas de puertos remotos. La Armada americana se estaba convirtiendo de prisa en la sombra de lo que había sido tan sólo un año antes.
En medio de semejante caos, el jefe de operaciones navales firmó una increíble serie de órdenes destinadas a forjar el Proyecto de Expansión en la Antártida, que se desarrollaría durante el verano antártico de diciembre de 1946 a marzo de 1947. El nombre en clave era «Salto de altura» y la operación requería que doce barcos y varios miles de hombres se dirigieran al círculo polar antártico para entrenar personal y probar materiales en zonas frías; consolidar y extender la soberanía norteamericana sobre la mayor zona aprovechable del continente antartico; determinar si era factible establecer y mantener bases en el Antártico e investigar posibles emplazamientos; desarrollar técnicas para establecer y mantener bases aéreas en el hielo, prestando especial atención a la aplicabilidad de dichas técnicas a operaciones en Groenlandia, donde, según decían, las condiciones físicas y climatológicas se parecían a las de la Antártida, y ampliar los conocimientos existentes sobre aspectos hidrográficos, geográficos, geológicos, meteorológicos y electromagnéticos.
Los contralmirantes Richard H. Cruzen y Richard Byrd, este último el afamado explorador al que se conocía como el almirante del Antártico, fueron nombrados comandantes de la misión. La expedición se dividiría en tres secciones. El grupo central incluía tres cargueros, un submarino, un rompehielos, el buque insignia de la expedición y un portaaviones, la embarcación a bordo de la cual iba Byrd, y establecería la Pequeña América TV en la plataforma de hielo de la bahía de las Ballenas. A ambos lados se hallaban los grupos este y oeste. El grupo este, constituido en torno a un petrolero, un destructor y un buque nodriza de hidroaviones, avanzaría hacia la longitud cero. El grupo oeste contaría con una composición similar y se dirigiría hacia las islas Balleny para después continuar hacia el oeste rodeando la Antártida hasta unirse con el grupo este. Si todo salía según lo previsto, rodearían la Antártida y al cabo de unas pocas semanas se sabría más de ese gran continente desconocido de lo que había aportado un siglo de exploración previa anterior.
En agosto de 1946 se hicieron a la mar 4.700 hombres, y la expedición logró cartografiar más de ocho mil kilómetros de litoral, de los cuales más de dos mil no se conocían, y descubrir 22 cordilleras desconocidas, 26 islas, 9 bahías, 20 glaciares y 5 cabos. Se sacaron 70.000 fotografías aéreas.
Se pusieron a prueba aparatos. Cuatro hombres murieron.
– Todo ello volvió a insuflar vida a la Marina -comentó Davis-. Fue todo un éxito.
– ¿A quién le importa?
– ¿Sabía que regresamos a la Antártida en 1948? Operación «Molino de viento». Supuestamente las setenta mil fotos que se tomaron durante la «Salto de altura» no servían para nada, porque a nadie se le ocurrió poner cotas en tierra para interpretar las imágenes. Eran como hojas en blanco, así que volvieron para poner las cotas.
– Edwin -intervino Diane McCoy-, ¿adonde quieres ir a parar? Nada de esto tiene sentido.
– ¿Gastamos millones de dólares enviando barcos y hombres a la Antártida para sacar fotografías, a un lugar que sabemos que está cubierto de hielo y, sin embargo, no determinamos las cotas de las fotografías una vez allí? ¿Ni siquiera previmos que ello podría ser un problema?
– ¿Estás diciendo que «Molino de viento» tenía otro objetivo? -inquirió Daniels.
– Ambas operaciones lo tenían. Una parte de cada una de las expediciones era un pequeño grupo: tan sólo seis hombres, con adiestramiento e instrucciones especiales. Se adentraron en tierra firme varias veces. Lo que hicieron es la razón de que en 1971 enviaran a la Antártida el barco del capitán Zachary Alexander.
– En su expediente personal no figura nada relacionado con esa misión -apuntó Daniels-. Tan sólo que estuvo al mando del Holden durante dos años.
– Alexander fue a la Antártida en busca de un submarino que había desaparecido.
Más silencio al otro lado de la línea.
– ¿El submarino de hace treinta y ocho años? -preguntó Daniels-. El informe de la comisión de investigación al que accedió Stephanie.
– Sí, señor. A finales de la década de los sesenta construimos dos submarinos secretos, el NR-1 y el NR-1A. El NR-1 continúa en funcionamiento, pero el NR-1 A desapareció en la Antártida en 1971. De su fracaso no se supo nada, se ocultó. El Holden es el único barco que fue en su busca. Señor presidente, al mando del NR-1 A iba el comandante Forrest Malone.
– ¿El padre de Cotton?
– Y ¿a qué viene tu interés? -preguntó Diane sin ninguna emoción.
– Uno de los miembros de la dotación del submarino era un hombre llamado William Davis, mi hermano mayor. Me dije que si alguna vez me hallaba en situación de averiguar qué le sucedió, lo haría. -Davis hizo una pausa-. Por fin estoy en esa situación.
– ¿Por qué están tan interesados los servicios de inteligencia de la Marina? -quiso saber Diane.
– ¿Acaso no es evidente? Ocultaron el hundimiento facilitando información falsa, dejaron que se perdiera. Tan sólo el Holden fue en su busca. Imagina lo que el programa de la CBS «60 minutos» haría con eso.
– Muy bien, Edwin -dijo Daniels-. Has unido los puntos perfectamente. Segundo asalto para ti. Puedes continuar, pero no te metas en líos. Y te quiero de vuelta dentro de dos días.
– Gracias, señor. Le agradezco la libertad.
– Un consejo -añadió el presidente-. Es verdad que a quien madruga Dios le ayuda, pero no por mucho madrugar amanece más temprano.
Colgaron.
– Supongo que Diane estará furiosa -dijo Stephanie-. Es evidente que no tenía ni idea de esto.
– No me gustan los burócratas ambiciosos -musitó Davis.
– Hay quien diría que tú entras en esa categoría.
– Y se equivocaría.
– Parece que estás solo en esto. Yo diría que el almirante Ramsey, de inteligencia de la Marina, ha entrado en modo de control de daños, para proteger a la Marina y demás. Hablando de burócratas ambiciosos, él es el paradigma.
Davis se puso en pie.
– Tienes razón en lo de Diane. No tardará mucho en enterarse, y los servicios de inteligencia de la Marina no le irán a la zaga. -Señaló las copias impresas de lo que habían descargado-. Por eso hemos de ir a Jacksonville, Florida.
Ella había leído el archivo, así que sabía que allí era donde vivía Zachary Alexander, pero había algo que quería saber:
– ¿Por qué yo?
– Porque Scot Harvath me dijo que no.
Stephanie esbozó una sonrisa.
– Hablando de un llanero solitario…
– Stephanie, necesito tu ayuda. ¿Recuerdas esos favores? Te deberé uno.
Ella se levantó.
– Me parece bien.
Sin embargo, no era ésa la razón de que hubiese accedido tan de buena gana, y él sin duda se daba cuenta. El informe de la comisión de investigación; ella lo había leído porque Davis se había empeñado.
No había ningún William Davis entre la dotación del NR-1A.
Monasterio de Ettal
Malone admiró el libro que descansaba sobre la mesa.
– ¿Salió de la tumba de Carlomagno? ¿Tiene mil doscientos años? Si es así, está en muy buen estado.
– Es una historia complicada, Herr Malone, una historia que abarca todos esos años.
A esa mujer le gustaba eludir las preguntas.
– Póngame a prueba.
Ella señaló el libro.
– ¿Reconoce el alfabeto?
Malone escrutó una de las páginas: estaba repleta de una extraña escritura y de dibujos de mujeres desnudas que retozaban en bañeras conectadas entre sí mediante intrincadas tuberías de apariencia más anatómica que hidráulica.
Examinó más páginas y se fijó en lo que parecían mapas con objetos astronómicos vistos por un telescopio, células vivas observadas a través de un microscopio, vegetación con enrevesadas raigambres, un extraño calendario de signos zodiacales lleno de personas diminutas desnudas dentro de lo que parecían cubos de basura. Numerosas ilustraciones. La ininteligible escritura daba la impresión de ser casi un añadido.
– Es como observó Otón III -apuntó ella-: la lengua del cielo.
– No sabía que el cielo necesitara una lengua.
Ella sonrió.
– En la época de Carlomagno, el concepto de cielo era muy diferente.
Malone pasó el dedo por el símbolo que aparecía en la cubierta.
– ¿Qué es? -preguntó.
– No lo sé.
Malone no tardó en caer en la cuenta de lo que no estaba en el libro: ni sangre, ni monstruos, ni animales míticos; ni conflictos, ni tendencias destructivas; ni símbolos religiosos, ni del poder secular. A decir verdad, nada que indicase una forma de vida reconocible: ni herramientas, ni muebles, ni medios de transporte familiares. En su lugar, las páginas transmitían una sensación como de otro mundo y otro tiempo.
– Hay algo más que me gustaría enseñarle -anunció ella. Malone titubeó.
– Vamos, está acostumbrado usted a lidiar con esta clase de situaciones.
– Vendo libros.
La mujer señaló la puerta que se abría al otro extremo de la oscura estancia.
– En ese caso, coja el libro y sígame.
Él no estaba dispuesto a ponérselo tan fácil.
– ¿Qué le parece si usted coge el libro y yo la pistola?
Sacó el arma de nuevo y ella asintió.
– Si le hace sentir mejor…
Y cogió el libro de la mesa y él la siguió. Al otro lado de la puerta, una sinuosa escalera de piedra se adentraba en la negrura; al fondo aguardaba otra habitación inundada de luz.
Bajaron.
Abajo se abría un pasillo de unos quince metros de longitud con puertas de madera a ambos lados y una más al final.
– ¿Una cripta? -inquirió Malone.
Ella negó con la cabeza.
– Los monjes entierran a sus muertos arriba, en el claustro. Esto forma parte de la antigua abadía, que data de la Edad Media. Ahora hace las veces de almacén. Mi abuelo pasó mucho tiempo aquí durante la segunda guerra mundial.
– ¿Escondido?
– Por así decirlo.
La mujer enfiló el pasillo, iluminado por potentes bombillas incandescentes. Al otro lado de la puerta del fondo, que estaba cerrada, había un cuarto que parecía un museo, con curiosos artefactos de piedra y tallas, unos cuarenta o cincuenta. Todo estaba expuesto bajo vivos haces de luz de sodio. En el extremo había una serie de mesas alineadas, también iluminadas desde arriba. Empotrados en la pared se veía un par de armarios de madera pintados al estilo bávaro.
La mujer señaló las tallas, una mezcla de arabescos, medias lunas, cruces, tréboles, estrellas, corazones, diamantes y coronas.
– Se desprendieron de hastiales de granjas holandesas. Hay quien las llamaba arte popular; mi abuelo creía que eran mucho más, que su significado se había perdido a lo largo del tiempo, así que las coleccionaba.
– ¿Después de dejar la Wehrmacht?
A Malone no se le escapó el momentáneo enfado de ella.
– Mi abuelo era científico, no nazi.
– ¿Cuántos han dicho eso mismo?
La mujer pareció pasar por alto la provocación.
– ¿Qué sabe de los arios?
– Lo bastante como para afirmar que la noción no empezó con los nazis.
– Esa memoria eidética suya, ¿no?
– Ya veo que se ha informado bien sobre mí.
– Como estoy segura de que hará usted conmigo si decide que merece la pena dedicarle su tiempo a esto. Indudablemente.
– La noción del pueblo ario, una raza alta, delgada, musculosa, de cabello rubio y ojos azules, se remonta al siglo XVIII -contó ella-. Fue entonces cuando (y usted debería valorar este dato) un abogado inglés que ejercía en el Tribunal Supremo de la India observó que existían similitudes entre diversas lenguas antiguas. Tras estudiar sánscrito y darse cuenta de que ese idioma se parecía al griego y al latín, acuñó una palabra del sánscrito, cuya, que significa «noble», para describir esos dialectos indios. Otros eruditos que empezaron a ver semejanzas entre el sánscrito y otros idiomas comenzaron a utilizar la palabra aryan para describir ese grupo de lenguas.
– ¿Es usted lingüista?
– Ni mucho menos, pero mi abuelo sabía esas cosas. -Apuntó con el dedo una de las losas: arte rupestre, una figura humana sobre unos esquís-. Es de Noruega, tendrá unos cuatro mil años de antigüedad. Esas otras piezas que ve son suecas. Círculos, discos, ruedas talladas. Para mi abuelo, éste era el lenguaje de los arios.
– Eso es un disparate.
– Cierto, pero la cosa empeora todavía más. Le habló de un gran pueblo de guerreros que vivía apaciblemente en un valle del Himalaya. Un acontecimiento que no recogían las páginas de la historia los impulsó a abandonar sus pacíficas costumbres y volverse belicistas. Algunos avanzaron hacia el sur y conquistaron la India; otros pusieron rumbo al oeste y dieron con los fríos y lluviosos bosques del norte de Europa. Por el camino adaptaron su lengua a la de las poblaciones nativas, lo que explicaba las similitudes posteriores. Estos invasores del Himalaya no tenían nombre, y en 1808 un crítico literario alemán acabó dándoselo: arios. Después, un escritor también alemán, que no era ni historiador ni lingüista, vinculó los arios a los nórdicos y llegó a la conclusión de que eran los mismos. Escribió una serie de libros que fueron éxitos de ventas en Alemania en la década de 1920.
– Un auténtico disparate -opinó ella-. Carente de base real. Así que los arios son, en esencia, un pueblo mítico con una historia ficticia y un nombre prestado. Sin embargo, en los años treinta los nacionalsocialistas supieron sacar partido de tan romántica noción. Las palabras «ario», «nórdico» y «alemán» acabaron usándose indistintamente, y todavía es así. La visión de los rubios conquistadores arios tocó la fibra sensible de los alemanes: era un llamamiento a su vanidad. De manera que lo que empezó siendo una inofensiva investigación lingüística se convirtió en una mortífera herramienta racial que costó millones de vidas y movió a los alemanes a hacer cosas que de otra forma jamás habrían hecho.
– Eso ya es historia -observó él. -Deje que le enseñe algo que no lo es.
La mujer fue sorteando las piezas hasta llegar a un pedestal que servía de apoyo a cuatro piedras rotas que exhibían profundas marcas. Malone se agachó para ver las letras.
– Son como las del manuscrito -dijo-. Los mismos caracteres.
– Exactamente iguales -confirmó ella.
Malone se irguió.
– ¿Más runas escandinavas?
– Esas piedras llegaron de la Antártida.
El libro. Las piedras. El alfabeto desconocido. Su padre. El padre de ella. El NR-1A. La Antártida.
– ¿Qué es lo que quiere?
– Mi abuelo las encontró allí y las trajo; mi padre se pasó la vida entera intentando descifrar estas piedras y -levantó el libro- estas palabras. Ambos eran unos soñadores incorregibles, pero si quiero entender por qué murieron, si usted quiere saber por qué murió su padre, tenemos que resolver lo que mi abuelo denominó la «Karl der GroBe Verfolgung».
Malone tradujo para sí: «La búsqueda de Carlomagno.»
– ¿Cómo sabe que esto guarda relación con ese submarino?
– Mi padre no estaba allí por casualidad, formaba parte de lo que estaba pasando. En realidad, él era la razón de que estuviera pasando. Llevo décadas intentando hacerme con el informe clasificado del Blazek, en vano. Pero ahora está en su poder.
– Y usted todavía no me ha dicho cómo se ha enterado.
– Tengo mis fuentes en la Marina. Me contaron que su antigua jefa, Stephanie Nelle, había conseguido el informe y se lo había enviado.
– Sigue sin explicar cómo sabía usted que yo estaría hoy en esa montaña.
– ¿Y si dejamos eso a un lado por el momento?
– ¿Envió a esos dos para que lo robaran?
Ella asintió.
A Malone no le gustaba su actitud, pero, ¡qué diablos!, estaba intrigado. Se hallaba bajo una abadía bávara, rodeado de una colección de piedras antiguas con extrañas marcas, y tenía delante un libro, supuestamente de Carlomagno, que no se podía leer. Si lo que decía Dorothea Lindauer era verdad, tal vez estuviera relacionado con la muerte de su padre.
Pero tratar con esa mujer era una locura.
No la necesitaba.
– Si no le importa, prefiero pasar. Dio media vuelta para salir.
– Buena idea -dijo ella mientras él se dirigía a la puerta-. Usted y yo no podríamos trabajar juntos.
Malone se detuvo, se volvió y espetó:
– No vuelva a jorobarme.
– Guten Abend, Herr Malone.
Füssen, Alemania 20.30 horas
Wilkerson estaba bajo las nevadas ramas de una haya, vigilando la librería. El establecimiento se hallaba hacia la mitad de una galería comercial de vistosas boutiques, a la salida misma de la zona peatonal, no muy lejos de un bullicioso mercadillo navideño donde las apreturas y el calor de los focos aportaban cierta calidez a la ventosa noche de invierno. En el seco aire flotaba un olor a canela, pan de jengibre y almendras garrapiñadas que se entremezclaba con el de escalopes chisporroteantes y salchichas. De lo alto de una iglesia escapaban compases de Bach interpretados por un conjunto de metal.
Unas luces tenues iluminaban el escaparate de la librería e indicaban que su propietario esperaba obedientemente. La vida de Wilkerson estaba a punto de cambiar. Su actual comandante de la Marina, Langford Ramsey, le había prometido que volvería de Europa con un ascenso.
Sin embargo, tenía sus dudas con respecto a Ramsey.
Eso era lo que sucedía con los negros: no eran de fiar. Todavía se acordaba de cuando tenía nueve años y vivía en una pequeña localidad del sur de Tennessee donde la industria de las alfombras proporcionaba un medio de vida a hombres como su padre. Allí donde antaño blancos y negros vivían separados, un cambio en la legislación y en la actitud había empezado a imponer la convivencia de las razas. Una noche de verano él estaba aovillado sobre una alfombra, jugando. La cocina, al lado, estaba llena de vecinos, y él se había acercado a la puerta y oído a gente que conocía hablar del futuro. Le había costado entender por qué estaban disgustados, así que la tarde siguiente, mientras él y su padre se hallaban en el jardín trasero, se lo preguntó.
– Acaban con todo un vecindario, hijo. A los negros no se les ha perdido nada aquí.
Él se armó de valor e inquirió:
– Pero ¿no fuimos nosotros quienes los trajimos de África?
– ¿Y? ¿Acaso les debemos algo por eso? La culpa la tienen ellos, hijo. En la fábrica no hay ni uno solo capaz de conservar el empleo. No les importa nada, se conforman con lo que les dan los blancos. Nosotros, gente como yo y el resto del barrio, nos pasamos la vida trabajando, y ellos se plantan aquí sin más y se lo cargan.
Él recordó la noche anterior y lo que había oído.
– ¿Los vecinos y tú vais a comprar la casa de más abajo para echarla abajo y que no se vengan a vivir aquí?
– Es lo mejor.
– ¿Vais a comprar todas las casas de la calle para echarlas abajo?
– Si es necesario, sí.
Su padre tenía razón. «No se puede confiar en ninguno de ellos.» Sobre todo en uno que había llegado a almirante de la Marina estadounidense y jefe de los servicios de inteligencia de la Marina.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer él? El camino hacia el almirantazgo pasaba directamente por Langford Ramsey.
Consultó su reloj. Un Toyota cupé descendió la calle despacio y aparcó dos establecimientos más abajo de la librería. Una ventanilla bajó y el conductor hizo una señal.
Él se puso unos guantes de piel y se acercó a la puerta de la librería. Llamó suavemente y el propietario abrió. El tintineo de una campanilla anunció su presencia al entrar.
– Guten Abend, Martin -saludó a un hombre rechoncho con un poblado bigote negro.
– Me alegro de volver a verlo -dijo el aludido en alemán.
El dueño llevaba la misma pajarita y los mismos tirantes de tela que cuando se conocieron, algunas semanas antes. La tienda era una ecléctica mezcla de libros antiguos y nuevos, con los de ocultismo ocupando un lugar destacado, y él tenía fama de ser un intermediario discreto.
– ¿Has tenido un buen día? -se interesó Wilkerson.
– A decir verdad, ha sido lento. Pocos clientes, porque con la nieve y el mercadillo navideño de esta tarde la gente no piensa en los libros.
Martin cerró la puerta con llave.
– En ese caso puede que tu suerte esté a punto de cambiar. Ha llegado la hora de que cerremos el negocio.
Durante los últimos tres meses, el alemán había actuado como intermediario, adquiriendo distintos libros y documentos antiguos de diferentes fuentes, todos ellos sobre el mismo tema y. Dios lo quisiese, sin que nadie se diera cuenta.
Siguió al hombre a la trastienda, al otro lado de una andrajosa cortina. En su primera visita se había enterado de que en su día, a principios del siglo XX, el edificio había albergado un banco; de ahí la existencia de una cámara acorazada. Wilkerson observó mientras el alemán hacía girar el volante, desactivaba los dispositivos de bloqueo y abría una pesada puerta de hierro.
Martin entró y tiró de una cadena que encendía una bombilla.
– Llevo con esto casi todo el día.
En medio había cajas apiladas. Wilkerson examinó el contenido de la que estaba en lo alto: ejemplares de Germanien, una publicación mensual de arqueología y antropología editada por los nazis en la década de 1930. Otra caja contenía volúmenes encuadernados en piel titulados Sociedad para la investigación y enseñanza, la Ahnenerbe: evolución, filosofía, resultados.
– Ésos fueron un regalo de Heinrich Himmler a Adolf Hitler por su cincuenta cumpleaños -informó Martin-. Dar con ellos fue un golpe de suerte. Y además no salieron muy caros.
En el resto de las cajas había más revistas, correspondencia, tratados y documentos de antes, durante y después de la contienda.
– Afortunadamente, encontré compradores que querían efectivo. Cada vez cuesta más dar con ellos. Lo que nos lleva a lo mío.
Wilkerson sacó un sobre del abrigo y se lo entregó al otro.
– Diez mil euros, lo convenido.
El alemán pasó el pulgar por los billetes, claramente satisfecho, y ambos salieron de la cámara y echaron a andar hacia la tienda.
Martin, el primero en llegar a la cortina, se volvió de pronto, apuntando con una arma a Wilkerson.
– No soy ningún aficionado, pero quienquiera que sea su jefe debe de tomarme por uno.
Él trató de borrar el desconcierto de su rostro.
– Esos hombres de fuera, ¿por qué están ahí?
– Para ayudarme.
– Hice lo que me pidió, compré lo que quería y no dejé pistas que llevaran hasta usted.
– En tal caso no tienes de qué preocuparte. Sólo he venido por las cajas.
Martin agitó el sobre.
– ¿Es el dinero?
Wilkerson se encogió de hombros.
– Yo diría que no.
– Dígale a quienquiera que financie esta compra que me dejen en paz.
– ¿Cómo sabes que no soy yo quien la financia?
Martin lo escrutó.
– Alguien lo está utilizando. O peor aún, usted se está vendiendo. Tiene suerte de que no le pegue un tiro.
– ¿Por qué no lo haces?
– No tiene sentido desperdiciar una bala. Usted no supone ninguna amenaza, pero dígale a su benefactor que me olvide. Y ahora coja sus cajas y lárguese.
– Necesito que me echen una mano.
Martin negó con la cabeza.
– Esos dos se quedan en el coche, sáquelas usted solo. Y nada de trucos o es hombre muerto.
Monasterio de Ettal
Dorothea Lindauer clavó la vista en las lustrosas piedras color gris azulado que supuestamente había llevado allí su abuelo desde la Antártida. En todos aquellos años, ella no había ido muchas veces a la abadía; esas obsesiones no le decían gran cosa. Y mientras acariciaba la áspera superficie, los dedos recorriendo las extrañas letras que su abuelo y su padre habían pugnado por entender, lo supo a ciencia cierta.
Habían sido unos tontos. Los dos. Sobre todo, su abuelo.
Hermann Oberhauser nació en el seno de una familia aristocrática de políticos reaccionarios, apasionados de sus creencias, incompetentes a la hora de hacer algo por ellas. Se unió al movimiento antipolaco que azotó Alemania a principios de la década de 1930 y recaudó fondos para combatir la odiada República de Weimar. Cuando Hitler subió al poder, Hermann adquirió una empresa de publicidad, vendió espacio editorial a los nacionalsocialistas a precios de ganga y contribuyó a que los camisas pardas pasaran de ser terroristas a líderes. Después puso en marcha una cadena de periódicos y dirigió el DNVP, el Partido Popular Nacional Alemán, que acabó alineándose con los nazis. También engendró tres hijos, dos de los cuales no llegaron a ver el final de la guerra, pues uno murió en Rusia y el otro en Francia. El padre de ella sobrevivió sólo porque era demasiado joven para luchar. Tras firmar la paz, su abuelo se convirtió en una de las innumerables almas desilusionadas que habían hecho de Hitler lo que era y sobrevivió para soportar la vergüenza. Perdió los periódicos, pero por suerte conservó las fábricas, las papeleras y la refinería de petróleo, que eran de utilidad a los aliados, de modo que sus pecados, si no perdonados, fueron convenientemente olvidados.
Su abuelo también sentía un orgullo irracional por su herencia teutónica. Estaba embelesado con el nacionalismo alemán y llegó a la conclusión de que la civilización occidental se hallaba al borde del colapso y su única esperanza residía en recuperar verdades perdidas hacía tiempo. Como ella le había dicho a Malone, a finales de la década de 1930, Oberhauser reparó en los extraños símbolos que decoraban los hastiales de algunas granjas holandesas y terminó creyendo que, junto con el arte rupestre de Suecia y Noruega y las piedras de la Antártida, eran un tipo de jeroglífico ario. La madre de todos los alfabetos. La lengua del cielo.
Un auténtico disparate, pero a los nazis les encantaban esas ideas románticas. En 1931 ya había diez mil hombres en las SS, que Himmler transformó en una élite de jóvenes varones arios. Su Oficina Central para la Raza y el Asentamiento, la RUSHA, decidía con meticulosidad si un aspirante era genéticamente apto para formar parte de ella. Después, en 1935, Himmler dio un paso más y creó un grupo de expertos consagrado a reconstruir el glorioso pasado ario.
La misión de dicho grupo era doble: descubrir pruebas de los antepasados alemanes remontándose al Paleolítico y hacer llegar esos hallazgos al pueblo alemán.
Un largo nombre confería credibilidad a su supuesta importancia: Deutsches Ahnenerbe-Studiengesellschaft für Geistesurgeschichte, Sociedad para la Investigación y Enseñanza de la Herencia Ancestral Alemana o, sencillamente, Ahnenerbe. Algo heredado de los antepasados. 137 eruditos y científicos y 82 cineastas, fotógrafos, artistas, escultores, bibliotecarios, técnicos, contables y secretarias. A cuya cabeza se hallaba Hermann Oberhauser. Y mientras su abuelo se entregaba a la ficción, millones de alemanes morían. Al final, Hitler lo despidió de la Ahnenerbe y humilló públicamente tanto a él como a toda la familia Oberhauser. Fue entonces cuando se retiró allí, a la abadía, a salvo tras los muros protegidos por la religión, e intentó rehabilitarse. Pero no lo consiguió. Ella recordaba el día de su muerte.
– Abuelo.
Se arrodilló junto a la cama y agarró su frágil mano. Los ojos del anciano se abrieron, pero él no dijo nada; hacía tiempo que su nieta se había borrado de su memoria.
– No hay que rendirse nunca -añadió ella.
– Déjame desembarcar.
Las palabras salían con un hilo de voz, y ella tenía que hacer un gran esfuerzo para oírlo.
– Abuelo, ¿qué dices?
Sus ojos se vidriaron; el aceitoso brillo era inquietante. Sacudió la cabeza despacio.
– ¿Quieres morir? -preguntó ella.
– He de desembarcar. Díselo al comandante.
– ¿De qué estás hablando?
El sacudió la cabeza de nuevo.
– Su mundo. Ha desaparecido. Tengo que desembarcar.
Ella empezó a hablar para tranquilizarlo, pero la mano de su abuelo se relajó y su pecho se agitó. Luego el anciano abrió la boca lentamente y dijo:
– Heil… Hitler.
Un cosquilleo le recorría la espalda cada vez que recordaba esas últimas palabras. ¿Por qué se había sentido obligado su abuelo a proclamar lealtad al diablo cuando exhalaba el último suspiro?
Por desgracia, ella nunca lo sabría.
Las puertas de la habitación subterránea se abrieron para dar paso a la mujer del funicular. Dorothea la vio pasearse con confianza entre las piezas. ¿Cómo habían llegado las cosas a ese punto? Su abuelo había muerto siendo nazi; su padre, un soñador.
Ahora ella estaba a punto de repetir todo el proceso.
– Malone se ha ido -informó la mujer-. Se ha marchado en su coche. Quiero mi dinero.
– ¿Qué ha pasado hoy en la montaña? Tu colega no tenía que morir.
– El asunto se nos ha ido de las manos.
– Has llamado la atención sobre algo que debía pasar inadvertido.
– Ha funcionado: Malone ha venido y usted ha podido mantener con él la charla que quería.
– Has podido ponerlo todo en peligro.
– He hecho lo que me pidió y quiero mi dinero. Y la parte de Erik. Se la ha ganado, con creces.
– ¿Es que su muerte no significa nada para ti? -quiso saber Dorothea.
– Se ha extralimitado y eso le ha costado la vida.
Dorothea había dejado de fumar hacía diez años, pero había vuelto a contraer el vicio recientemente. La nicotina parecía calmarle los siempre crispados nervios. Se acercó a uno de los armarios pintados, sacó una cajetilla y le ofreció un cigarrillo a su invitada.
– Danke -dijo ésta al aceptarlo.
Ella sabía que la mujer fumaba por la primera vez que se vieron. Cogió uno a su vez, encontró unas cerillas y encendió ambos pitillos. La mujer dio dos caladas profundas.
– Mi dinero, por favor.
– Claro.
En primer lugar, Dorothea Lindauer vio cómo le cambiaban los ojos: la mirada pensativa fue reemplazada por miedo galopante, dolor, desesperación. Los músculos del rostro de la mujer se tensaron, reflejo de su agonía; los dedos y los labios soltaron el cigarrillo y las manos agarraron el cuello. La lengua se le salió de la boca y se atragantó, necesitaba aire, pero no lo encontró.
De la boca le salieron espumarajos.
La mujer respiró por última vez, tosió e intentó hablar. Luego su cuello se relajó y su cuerpo cayó pesadamente.
En su último aliento se percibía un olor a almendras amargas: cianuro, mezclado hábilmente con el tabaco.
Qué interesante que la mujer que acababa de morir hubiese trabajado para alguien de quien no sabía nada; no había hecho una sola pregunta. Dorothea, por su parte, no había cometido ese mismo error, había investigado a conciencia a sus aliados: la muerta era simple, su motivación era el dinero, pero ella no podía arriesgarse a que se fuera de la lengua.
¿Cotton Malone? Ése podía ser otro cantar.
Porque algo le decía que no había terminado con él.
Washington, D. C. 13.20 horas
Ramsey volvió al Centro de Inteligencia Marítima Nacional, que albergaba los servicios de inteligencia de la Marina. En su despacho lo recibió su mano derecha, un ambicioso capitán llamado Hovey.
– ¿Qué ha pasado en Alemania? -quiso saber de inmediato Ramsey.
– El expediente del NR-1A ha llegado a manos de Malone en el Zugspitze, como estaba previsto, pero cuando el funicular bajaba se ha armado la de San Quintín.
Ramsey escuchó la explicación de Hovey acerca de lo sucedido y luego preguntó:
– ¿Dónde está Malone?
– Según el GPS del coche que alquiló, anda de acá para allá: primero ha pasado un rato en su hotel, luego ha ido hasta un lugar llamado monasterio de Ettal, a unos quince kilómetros al norte de Garmisch. El último informe lo situaba en la carretera, de vuelta a Garmisch.
Habían tomado la precaución de colocar un dispositivo de seguimiento en el coche de Malone, con lo que podían permitirse controlarlo vía satélite. Se sentó ante su mesa.
– ¿Qué hay de Wilkerson?
– Ese hijo de puta se cree muy listo -contestó Hovey-. Ha seguido a Malone de lejos, ha esperado un tiempo en Garmisch y después ha ido a Füssen a reunirse con el dueño de una librería. Tenía a dos hombres esperando fuera. Se han llevado unas cajas.
– Te saca de quicio, ¿eh?
– Causa muchos más problemas de lo que vale. Tenemos que deshacernos de él.
Ramsey ya había captado cierta aversión.
– ¿Dónde se cruzaron vuestros caminos?
– En la sede de la OTAN. Por su culpa casi pierdo los galones de capitán. Menos mal que mi comandante también odiaba a ese capullo lameculos.
El no tenía tiempo para celos estúpidos.
– ¿Sabemos qué está haciendo Wilkerson ahora?
– Probablemente decidiendo quién puede resultarle más útil, si nosotros o ellos.
Cuando Ramsey supo que Stephanie Nelle se había hecho con el informe de la comisión de investigación sobre el NR-1A y cuál era su destino final, envió inmediatamente mercenarios al Zugspitze sin informar a Wilkerson de su presencia a propósito. El jefe de la sección de Berlín pensaba que era el único que se hallaba allí, y había recibido instrucciones de vigilar a Malone e informar.
– ¿Ha llamado Wilkerson?
Hovey negó con la cabeza.
– No.
Se oyó el zumbido del intercomunicador y su secretaria le informó de que la Casa Blanca estaba al teléfono. Ramsey despachó a Hovey y lo cogió.
– Tenemos un problema -aseguró Diane McCoy.
– ¿Cómo que «tenemos»?
– Edwin Davis anda desatado.
– ¿Acaso no lo puede frenar el presidente?
– No, si no quiere hacerlo.
– ¿Te da esa impresión?
– He logrado que Daniels hablara con él, pero lo único que ha hecho ha sido escuchar no sé qué perorata de la Antártida, desearle un buen día y colgar.
Él pidió detalles y McCoy le explicó lo que había sucedido. Después Ramsey preguntó:
– ¿El presidente no le ha dado importancia a nuestras preguntas sobre el archivo de Zachary Alexander?
– Por lo visto, no.
– Puede que haga falta aumentar la presión. Precisamente ésa era la razón por la que había enviado a Charlie Smith.
– Davis ha hecho piña con Stephanie Nelle.
– No es una persona de peso.
A Magellan Billet le gustaba pensar que era alguien dentro del espionaje internacional. De ninguna manera. ¿Doce abogaduchos? Por favor. Ninguno valía un carajo. ¿Cotton Malone? Ese había sido otra cosa, pero ahora estaba retirado, lo único que le preocupaba era su padre. A decir verdad, en ese preciso instante estaría cabreado, y nada ofuscaba más que la ira.
– Nelle no será un estorbo.
– Davis fue directo a Atlanta. No es impulsivo.
– Cierto, pero así y todo…
– No conoce el juego, las reglas ni las apuestas.
– Eres consciente de que probablemente haya ido en busca de Zachary Alexander, ¿no?
– ¿Alguna cosa más?
– No metas la pata.
Ella sería la viceconsejera de Seguridad Nacional, pero él no era ningún subalterno al que dar órdenes.
– Lo intentaré.
– También es mi pellejo, no lo olvides. Que tengas un buen día, almirante.
Y colgó.
Aquello iba a ser arriesgado. ¿Cuántos globos podía mantener bajo el agua a la vez? Miró el reloj.
Al menos uno de los globos estallaría en breve.
Echó un vistazo al New York Times del día anterior, que tenía sobre la mesa, y a un artículo de la sección nacional relativo al almirante David Sylvian, cuatro estrellas y vicepresidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Treinta y siete años de servicio en el Ejército, cincuenta y nueve años de edad. En la actualidad, hospitalizado tras sufrir un accidente de moto hacía una semana en una carretera helada de Virginia. Era de esperar que saldría de ésa, pero su estado revestía gravedad. La Casa Blanca le deseaba una pronta recuperación al almirante. Sylvian era un defensor de la eficacia y había reescrito por completo los presupuestos y los procedimientos de adjudicación de contratos del Pentágono. Submarinista. Querido. Respetado. Un obstáculo.
Ramsey no sabía cuándo llegaría su momento, pero ahora que era así, estaba preparado. A lo largo de la semana anterior todo había ido encajando. Charlie Smith se ocuparía de todo allí.
Era hora de pensar en Europa. Cogió el teléfono y marcó un número internacional. Al otro lado sonó cuatro veces antes de que lo cogieran.
– ¿Qué tiempo hace? -preguntó.
– Nublado, frío y deprimente.
La respuesta adecuada. Estaba hablando con quien debía.
– Esos paquetes navideños que pedí, me gustaría que los envolvieran bien y los enviaran.
– ¿Servicio urgente o correo normal?
– Urgente. Las vacaciones están a la vuelta de la esquina.
– Si quiere puede tenerlos antes de una hora.
– Estupendo.
Colgó.
Sterling Wilkerson y Cotton Malone pronto estarían muertos.