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Asheville 12 A 5 horas
Stephanie contempló con admiración el hotel de la mansión Biltmore, un amplio edificio de piedra vista y estuco que coronaba un promontorio herboso con vistas a la afamada bodega de la propiedad. El acceso de vehículos estaba restringido a los huéspedes, pero ellos se habían detenido en la entrada principal y habían comprado un pase general para recorrer el lugar, incluido el hotel.
Stephanie evitó el solicitado servicio de aparcacoches y dejó el automóvil en uno de los aparcamientos en pendiente. A continuación ascendieron por una cuesta ajardinada para llegar hasta la entrada principal, donde unos porteros uniformados los recibieron sonrientes. El interior daba una idea de lo que habría sido visitar a los Vanderbilt cien años antes: paredes revestidas de madera clara con una pátina color miel, pisos de mármol, arte elegante y ricos estampados florales en cortinas y tapicerías. Había abundantes plantas en macetas de piedra que aportaban una nota de calidez a una decoración ligera que se prolongaba en el siguiente piso, un techo artesonado a unos seis metros de altura. Al otro lado de las cristaleras y las ventanas, más allá de una veranda salpicada de mecedoras, se veían el bosque de Pisgah y las Great Smoky.
Stephanie se detuvo a escuchar un instante a un pianista que tocaba cerca de una chimenea de piedra. Una escalera bajaba hasta lo que sonaba y olía como el comedor, un continuo desfile de clientes entrando y saliendo. Preguntaron en recepción y les indicaron que atravesaran el vestíbulo, por donde estaba el pianista, y enfilaran un pasillo con ventanas que conducía a diversas salas de reuniones y a un salón de actos donde encontraron el mostrador para inscribirse en «Antiguos misterios desvelados».
Davis cogió un programa de un montón y estudió el plan del día.
– Scofield no habla esta tarde.
Una joven alegre, con el cabello negro azabache, lo oyó e informó:
– El profesor hablará mañana. Las sesiones de hoy son informativas.
– ¿Sabe dónde está el doctor Scofield? -le preguntó Stephanie.
– Ha estado por aquí antes, pero no lo veo desde hace un buen rato. -Hizo una pausa-. ¿También son ustedes de la prensa?
Ella reparó en el adverbio.
– ¿Es que hay otros?
La mujer asintió.
– Hace poco vino un hombre que quería ver a Scofield.
– Y ¿qué le dijo usted? -inquirió Davis.
Ella se encogió de hombros.
– Lo mismo: que no tengo ni idea.
Stephanie decidió estudiar uno de los programas y se fijó en la siguiente sesión, que daría comienzo a la una: «Sabiduría pleyadiana para los tiempos que corren.» Leyó el resumen:
Suzanne Johnson es una médium de renombre mundial y autora de varios éxitos de ventas. Únete a Suzanne y a los increíbles pleyadianos, incorpóreos viajeros en el tiempo, en dos estimulantes horas de comunicación con ellos en las que tendrán cabida preguntas reveladoras y respuestas a veces duras pero siempre positivas y edificantes. Entre los temas que despiertan el interés de los pleyadianos se encuentra la aceleración de energía, la astrología, las agendas políticas y económicas secretas, la historia planetaria oculta, los juegos de los dioses, los símbolos, el control mental, el desarrollo de las capacidades físicas, la sanación en el tiempo, el autofortalecimiento personal y muchos más.
El resto de la tarde ofrecía un sinfín de rarezas más que se centraban en los misteriosos círculos de los sembrados, el inminente fin del mundo, los lugares sagrados y una extensa sesión sobre el auge y la decadencia de la civilización, que incluía el movimiento binario, el cambio en las ondas electromagnéticas y el impacto de acontecimientos catastróficos, haciendo hincapié en la precesión de los equinoccios.
Stephanie sacudió la cabeza: entretenido a más no poder. Menuda pérdida de tiempo.
Davis le dio las gracias a la mujer y se apartó del mostrador sin soltar el folleto.
– No ha venido nadie de la prensa a entrevistarlo.
Ella no estaba tan segura.
– Sé lo que estás pensando, pero nuestro hombre no sería tanpoco sutil.
– Puede que tenga prisa.
– Puede que ni siquiera esté cerca de aquí.
Davis echó a andar de prisa en dirección al vestíbulo principal.
– ¿Adonde vas? -preguntó Stephanie.
– Es la hora del almuerzo. Veamos si Scofield come.
Ramsey volvió a su despacho y se dispuso a esperar a Hovey, que llegó poco después e informó:
– McCoy se fue de inmediato.
Él estaba furioso.
– Quiero todo lo que tengamos de ella.
Su interlocutor asintió.
– Lo hizo en solitario -apuntó éste-. Lo sabes, ¿no?
– Estoy de acuerdo, pero esa mujer siente la necesidad de grabarme. Y eso es un problema.
Hovey estaba al tanto de los esfuerzos que estaba realizando su jefe para asegurarse la entrada en la Junta de Jefes, pero no de los detalles. La larga relación con Charlie Smith era sólo cosa de Ramsey. A su mano derecha ya le había prometido que iría con él al Pentágono, incentivo más que suficiente para que Hovey se implicara a fondo. Por suerte para él, todos los capitanes querían ser almirantes.
– Tráeme esa información ahora mismo -ordenó de nuevo.
Cuando Hovey salió del despacho, Ramsey cogió el teléfono y marcó el número de Charlie Smith, que respondió después de que sonó cuatro veces.
– ¿Dónde estás?
– Tomando una deliciosa comida.
Ramsey no quería oír los detalles, pero sabía lo que se avecinaba.
– El comedor es precioso: una sala grande con chimenea, decorada con elegancia. La iluminación es tenue, el ambiente relajado. Y el servicio, excelente. La copa de agua nunca llega a bajar de la mitad y el cestillo del pan siempre está lleno. Hace un minuto incluso se ha pasado el gerente para asegurarse de que estaba disfrutando del almuerzo.
– Charlie, cierra el pico.
– Vaya, hoy estamos susceptibles.
– Escúchame: supongo que estás haciendo lo que te pedí.
– Como siempre.
– Te quiero aquí mañana, así que hazlo de prisa.
– Acaban de traer una selección de postres de créme brülée y espuma de chocolate. Deberías venir a este sitio.
Ramsey no tenía ganas de seguir escuchando.
– Charlie, hazlo y vuelve antes de mañana por la tarde.
Smith colgó y se centró de nuevo en el postre. Al otro lado del comedor principal del Inn de Biltmore Estate, sentado a una mesa con otras tres personas, almorzaba el doctor Douglas Scofield.
Stephanie bajó la enmoquetada escalera, entró en el espacioso comedor del hotel y se detuvo a la espera de que la jefa de sala los acomodara. En otra chimenea de piedra ardía un fuego crepitante. La mayoría de las mesas, vestidas con mantel blanco, estaban ocupadas. Ella se fijó en la delicada porcelana, las copas de cristal, las arañas de latón y la abundancia de tejidos en tonos granates, dorados, verdes y cremas: ciento por ciento sureño en apariencia y ambiente. Davis seguía con el folleto de la conferencia en la mano, y ella sabía lo que estaba haciendo: buscaba un rostro que encajara con la destacada fotografía de Douglas Scofield.
Stephanie lo vio primero, en una mesa junto a la ventana con otras tres personas. Al poco lo localizó Davis. Ella lo agarró por la manga y cabeceó.
– Ahora no. No podemos montar el número.
– No iba a hacerlo.
– Está acompañado. Nos sentaremos, esperaremos a que haya terminado y luego lo abordaremos.
– No tenemos tanto tiempo.
– Y eso, ¿por qué, si puede saberse?
– No sé tú, pero yo me muero de ganas de ver esa sesión con los pleyadianos de la una.
Ella sonrió.
– Eres un caso.
– Pero empiezo a gustarte.
Stephanie decidió rendirse y lo soltó. Davis echó a andar y ella fue tras él. Cuando se acercaron a la mesa, Davis dijo:
– Doctor Scofield, me preguntaba si podría hablar un instante con usted.
Scofield debía de tener unos sesenta y tantos años, era calvo, tenía la nariz ancha y unos dientes que parecían demasiado rectos y blancos para ser suyos. Su rollizo rostro traslució una irritación que los oscuros ojos confirmaron en el acto.
– Estoy almorzando.
Davis siguió mirándolo con cordialidad.
– Necesito hablar con usted. Es importante.
Scofield dejó el tenedor.
– Como puede ver, estoy con estas personas. Comprendo que ha venido hasta aquí y desea que le dedique un poco de atención, pero he de administrar bien el tiempo.
– ¿Por qué?
A Stephanie no le gustó cómo había sonado la pregunta. Por lo visto, Davis también había captado el «soy importante» en la explicación de Scofield.
El profesor suspiró y señaló el folleto que Davis sostenía.
– Hago esto todos los años con el objeto de estar a disposición de quienes se interesan por mis investigaciones. Soy consciente de que quiere usted intercambiar opiniones, y lo veo bien. Cuando haya terminado podemos hablar arriba, junto al piano, si le parece.
Su tono seguía denotando irritación. A los otros tres comensales también se los veía molestos. Uno de ellos dijo:
– Llevamos todo el año esperando esta comida.
– Y podrán disfrutar de ella -repuso Davis-. En cuanto haya terminado.
– ¿Quién es usted? -quiso saber Scofield.
– Raymond Dyals, oficial de la Marina retirado.
Stephanie vio que el nombre había hecho mella en Scofield.
– Muy bien, señor Dyals. Por cierto, debe de haber descubierto usted la fuente de la eterna juventud.
– Le sorprenderá saber lo que he descubierto.
Scofield parpadeó.
– En ese caso, usted y yo tenemos que hablar.
Ossau
Malone decidió actuar. Sacó la pistola y abrió fuego dos veces en dirección al jardín del claustro. No sabía dónde se encontraba su atacante, pero el mensaje era claro: estaba armado.
Una bala cruzó el umbral y lo obligó a retroceder.
Malone determinó su procedencia: el segundo pistolero, en su lado de la galería, a la derecha.
Alzó la vista: el tejado a dos aguas se sostenía mediante un entramado de toscas vigas tendidas a lo ancho de la habitación. Piedras rotas y cascotes inundaban el suelo y se apilaban contra uno de los deteriorados muros. Malone se metió el arma en el bolsillo del chaquetón y se subió como pudo a los pedruscos de mayor tamaño, ganando más de medio metro de altura. Después dio un salto, se agarró a una fría viga, elevó las piernas y se sentó a horcajadas en el madero. A continuación avanzó rápidamente hacia la pared: ahora estaba tres metros por encima de la puerta. Se puso de pie, se agachó y, manteniéndose en equilibrio sobre la viga, sacó la pistola, sus músculos como haces de tensa cuerda.
Se oyeron varios disparos en el claustro. ¿Se habría unido Henn a la refriega?
Oyó otro impacto, similar a cuando Wenier se había abalanzado sobre Moreno en la iglesia, además de gruñidos, resuellos y forcejeos. No veía nada salvo las piedras del suelo, en penumbra gracias a la tenue luz.
Apareció una sombra.
Malone se preparó.
Tras efectuar dos disparos, el hombre entró en la habitación.
Malone saltó desde la viga y cayó sobre él. Acto seguido rodó por el suelo de prisa y se preparó para la pelea.
El tipo era fornido y ancho de espaldas, el cuerpo duro, como si bajo la piel tuviera metal. Rehuyó el ataque rápidamente y se puso en pie; sin el arma, que se le había caído.
Malone le estampó la automática en la cara, lanzándolo contra la pared, aturdido. A continuación levantó la pistola con la intención de hacerlo prisionero, pero tras él se oyó un disparo y el hombre cayó en los escombros.
Él giró en redondo.
Allí estaba Henn, el arma en ristre, al otro lado de la puerta. Apareció Christl.
No hacía falta preguntar por qué había abierto fuego; lo sabía. Sin embargo, inquirió:
– ¿Y el otro?
– Muerto -informó Christl mientras cogía el arma del suelo.
– ¿Le importa si me la quedo? -preguntó Malone.
Ella trató de borrar la sorpresa de sus ojos.
– Es usted un tipo desconfiado.
– Es lo que pasa cuando la gente me miente.
Ella le entregó el arma.
Stephanie se sentó con Davis y Scofield arriba, donde el vestíbulo principal desembocaba en una salita con lujosas sillas y estanterías empotradas desde la que se disfrutaba de una vista panorámica. Había gente estudiando los volúmenes, y ella reparó en un pequeño letrero que informaba de que todo el material estaba a disposición de los huéspedes.
Un camarero se aproximó, pero Stephanie lo espantó con un movimiento de la mano.
– Puesto que es evidente que usted no es el almirante Dyals -empezó Scofield-, ¿quién es?
– Soy de la Casa Blanca, y ella, del Departamento de Justicia -explicó Davis-. Combatimos la delincuencia.
Scofield pareció reprimir un escalofrío.
– He accedido a hablar con ustedes porque creí que eran personas serias.
– Como toda esta patraña -repuso Davis.
Scofield se puso rojo.
– Ninguno de nosotros considera esta conferencia una patraña.
– ¿De veras? En este mismo instante hay, ¿cuántas?, cien personas en una habitación intentando contactar con una civilización muerta. Usted es antropólogo, un hombre al que el gobierno utilizó en su día para llevar a cabo una investigación secreta.
– Eso fue hace mucho tiempo.
– Le sorprendería saber lo importante que sigue siendo.
– Supongo que podrán identificarse.
– Podemos.
– A ver.
– La pasada noche alguien mató a Herbert Rowland -contó Davis-. Y la anterior asesinaron a un capitán retirado que guardaba relación con él. No sé si recordará a Rowland, pero trabajó con usted en Fort Lee, cuando sacó de las cajas toda esa mierda de la operación «Salto de altura». No estamos seguros de que vaya a ser usted el próximo en morir, pero cabe la posibilidad. ¿Le bastan estas credenciales?
Scofield rompió a reír.
– Eso fue hace treinta y ocho años.
– Por lo visto, da igual -apuntó Stephanie.
– No puedo hablar de lo que sucedió. Es información clasificada.
Pronunció las palabras como si fuesen una especie de escudo que lo protegiera del mal.
– Por lo visto, eso también da igual.
Scofield frunció el ceño.
– Me están haciendo perder el tiempo. Tengo que hablar con un montón de gente.
– A ver qué le parece esto -terció Stephanie-: cuéntenos lo que pueda.
Esperaba que una vez empezase a hablar ese idiota prepotente siguiera haciéndolo.
El profesor consultó el reloj y replicó:
– Escribí un libro: Mapas de antiguos exploradores. Deberían leerlo, ya que contiene numerosas explicaciones. Pueden comprar un ejemplar en la librería de la conferencia. -Señaló a su izquierda-. Es por ahí.
– Háganos un resumen -pidió Davis.
– ¿Por qué? Acaba de decir que estamos locos, así que, ¿qué importa lo que yo piense?
Davis se disponía a replicar, pero Stephanie se lo impidió.
– Convénzanos. Si hemos venido hasta aquí es por algo.
Scofield hizo una pausa, al parecer buscando las palabras adecuadas para decir lo que quería decir.
– ¿Han oído hablar de la navaja de Occam?
Ella negó con la cabeza.
– Es un principio que dice que las explicaciones no deben multiplicar las causas sin necesidad. Dicho de manera más simple: nada de soluciones complicadas si las sencillas sirven. Eso es aplicable a casi todo, incluidas las civilizaciones.
Stephanie se preguntó si no lamentaría haber pedido la opinión del hombre.
– Los primeros textos súmenos, incluido el famoso Poema de Gilgamesh, hablan repetidamente de un pueblo alto, divino, que vivía entre ellos. Los llamaban observadores. Antiguos textos judíos, entre los que se incluyen algunas versiones de la Biblia, hacen referencia a esos observadores súmenos, a los que se describe como dioses, ángeles e hijos del cielo. El Libro de Enoc cuenta que ese curioso pueblo envió emisarios al mundo para enseñarles a los hombres nuevas destrezas. A Uriel, el arcángel que enseñó astronomía a Enoc, se lo señala como uno de esos observadores. A decir verdad, en el Libro de Enoc se menciona a ocho observadores, al parecer expertos en encantamientos, raíces, astrología, constelaciones, meteorología, geología y astronomía. Hasta los Manuscritos del mar Muerto aluden a los observadores, incluido el episodio en el que al padre de Noé le preocupa que su hijo sea tan increíblemente guapo y cree que su mujer tal vez haya yacido con uno de esos observadores.
– Menudo disparate -espetó Davis.
Scofield reprimió una sonrisa.
– ¿Sabe cuántas veces he oído eso? Aquí tiene unos cuantos datos históricos: en México a Quetzalcóatl, el dios rubio, de piel blanca y barbado, se le atribuía haber enseñado a la civilización que precedió a la azteca. Vino por mar y lucía prendas largas bordadas con cruces. Cuando en el siglo XVI llegó Cortés, las gentes creyeron que era Quetzalcóatl. Los mayas contaban con un profesor similar, Kukulcán, que llegó por el mar desde poniente. Los españoles quemaron todos los textos mayas en el siglo XVII, pero un obispo anotó algo que sobrevivió: hablaba de unos visitantes que lucían vestimentas largas y acudieron en repetidas ocasiones, a la cabeza alguien llamado Votan. Los incas tenían al dios Viracocha, llegado del gran océano del oeste. También ellos cometieron el mismo error con Pizarro, al pensar que era el dios que volvía. Así que, señor Casa Blanca, quienquiera que sea usted, créame, no sabe lo que dice.
Stephanie no se había equivocado: al tipo le gustaba hablar.
– En 1936, un arqueólogo alemán encontró una vasija de arcilla que contenía un cilindro de cobre con una varilla de hierro en una tumba parta que databa del año 250 a. J.C. Al verter en ella zumo de fruta se generaba una corriente de medio voltio que duraba dos semanas; lo bastante para galvanizar, algo que sabemos se realizaba por aquel entonces. En 1837 se encontró una lámina de hierro en la Gran Pirámide que había sido fundida a más de mil grados Celsius. Contenía níquel, algo de lo más excepcional, y databa de dos mil años antes de la Edad del Hierro. Cuando Colón llegó a Costa Rica en 1502 fue recibido respetuosamente y conducido tierra adentro hasta la tumba de un personaje importante, una tumba que estaba decorada con la proa de un extraño barco. En la lápida aparecían representados unos hombres muy parecidos a Colón y los suyos. Hasta ese momento ningún europeo había pisado el país.
»China resulta especialmente interesante -prosiguió Scofield-. El gran filósofo Lao Tse hablaba de los antiguos, igual que Confucio. Según Lao, eran sabios, eruditos, poderosos, afectuosos y, lo más importante, humanos. Escribió sobre ellos en el siglo VII a. J.C., y sus escritos han llegado hasta nosotros. ¿Quieren saber qué dicen?
– Para eso hemos venido -dejó claro ella.
– «Los antiguos maestros eran sagaces, misteriosos, profundos, receptivos. Sus conocimientos son insondables. Dado que son insondables, lo único que podemos hacer es describir su aspecto: observadores, como quienes vadean un río en invierno; vigilantes, como quienes son conscientes del peligro; corteses, como los invitados; dúctiles, como el hielo a punto de fundirse; sencillos, como la madera sin tallar.» Palabras interesantes de hace mucho tiempo.
«Curioso», hubo de reconocer Stephanie.
– ¿Saben qué cambió el mundo? ¿Qué alteró para siempre el curso de la existencia humana? -Scofield no esperó a que respondieran-. ¿La rueda? ¿El fuego? -Negó con la cabeza-. Por encima de ellos: la escritura. Ella fue la responsable. Cuando aprendimos a dejar constancia de nuestros pensamientos para que otros, siglos después, pudieran conocerlos, el mundo cambió. Tanto los sumerios como los egipcios dejaron tras de sí escritos de un pueblo que los visitó y les enseñó cosas. Un pueblo que tenía un aspecto normal y vivía y moría como ellos. No soy yo quien lo dice, se trata de un dato histórico. ¿Sabían que el gobierno canadiense está explorando actualmente un yacimiento submarino frente a las islas Queen Charlotte en busca de restos de una civilización de cuya existencia no se tenía noticia? Se trata de un campamento base que en su día se hallaba a orillas de un antiguo lago.
– ¿De dónde llegaron esos visitantes? -se interesó Stephanie.
– Del mar. Eran expertos marineros. No hace mucho se descubrieron frente a Chipre antiguos utensilios de navegación de hace doce mil años, algunos de los artefactos más antiguos que se han encontrado allí. Este hallazgo implica que alguien navegó por el Mediterráneo y ocupó Chipre dos mil años antes de lo que se pensaba. En Canadá, los marineros se habrían visto atraídos por los ricos bancos de quelpo. Es lógico que esas gentes buscaran lugares escogidos para procurarse alimento y comerciar.
– Lo que yo decía -intervino Davis-, pura ciencia ficción.
– ¿Ah, sí? ¿Sabía que la mezcla de profecía y benefactores divinos procedentes del mar constituye una parte importante de la cultura amerindia? Los documentos mayas hablan de Popol Vuh, una tierra donde convivían la luz y la oscuridad. Cavernas prehistóricas y pinturas rupestres en África y Egipto muestran a un pueblo no identificado procedente del mar. En las de Francia, de hace diez mil años, aparecen hombres y mujeres vestidos con ropas cómodas, no con las pieles y los huesos que suelen asociarse a los pobladores de esa época. Una mina de cobre hallada en Rodesia, cuya antigüedad se estima en cuarenta y siete mil años, al parecer fue abierta con un fin específico.
– ¿La Atlántida? -preguntó Davis.
– Eso no existe -repuso el profesor.
– Apuesto a que hay un montón de personas en este hotel que no opinan lo mismo que usted.
– Y se equivocan. La Atlántida es una fábula, un tema recurrente en numerosas culturas, igual que el diluvio universal forma parte de las religiones del mundo. Se trata de una idea romántica, pero la realidad no es tan fantástica. Se han encontrado antiguas construcciones megalíticas sumergidas en fondos marinos poco profundos, cerca del litoral, por todo el mundo: Malta, Egipto, Grecia, Líbano, España, India, China, Japón, en todos esos países las hay. Fueron construidas antes de la última glaciación, y cuando el hielo se derritió, alrededor de 10.000 a. J.C., el nivel del mar aumentó y las arrasó. Ésas son la verdadera Atlántida, y demuestran la verdad de la navaja de Occam: nada de soluciones complicadas si las sencillas sirven. Todas las explicaciones son racionales.
– Y ¿cuál es la racional en ésta? -inquirió Davis.
– Mientras los cavernícolas aprendían a cultivar la tierra con herramientas de piedra y vivían en toscas aldeas, existía un pueblo que construía embarcaciones aptas para navegar y cartografiaba el mundo con precisión. Parecían comprender cuál era su finalidad e intentaron enseñarnos cosas. Llegaban en son de paz, ni una sola vez se menciona la agresividad o la hostilidad. Sin embargo, sus mensajes se perdieron con el tiempo, sobre todo cuando los hombres modernos empezaron a considerarse el súmmum de la inteligencia. -Scofield miró a Davis con gravedad-. Nuestra arrogancia será nuestra perdición.
– La estupidez puede tener el mismo efecto -sentenció Davis.
El profesor parecía estar preparado para ese reproche.
– Ese antiguo pueblo dejó mensajes repartidos por todo el mundo en forma de artefactos, mapas o manuscritos, unos mensajes que no son ni claros ni directos, cierto, pero que sí constituyen un medio de comunicación, uno que dice: la vuestra no es la primera civilización ni las culturas que consideráis vuestras raíces son el verdadero comienzo. Hace miles de años nosotros ya sabíamos lo que vosotros habéis descubierto hace poco. Recorrimos vuestro joven mundo cuando las banquisas cubrían el norte y los mares del sur aún eran navegables. Dejamos mapas de los lugares que visitamos; dejamos constancia de vuestro mundo y el cosmos, conocimientos matemáticos, científicos y filosóficos. Algunos de los pueblos a los que visitamos conservaron esos conocimientos, lo que ha contribuido a construir vuestro mundo. Recordadnos. Davis no parecía impresionado.
– ¿Qué tiene esto que ver con la operación «Salto de altura» y Raymond Dyals?
– Mucho. Pero esa información, como ya le he dicho, es clasificada. Créame, me gustaría que no lo fuera, pero eso es algo que no depende de mí. Di mi palabra y la he mantenido todos estos años. Y ahora, dado que piensan que estoy chiflado (que, dicho sea de paso, es lo mismo que opino yo de ustedes), me voy.
Scofield se puso de pie, pero antes de irse vaciló.
– Puede que esto les dé que pensar. Hace una década un equipo de eruditos de renombre internacional realizó un estudio exhaustivo en la Universidad de Cambridge. ¿Cuál fue su conclusión? Hasta nosotros ha llegado menos del diez por ciento de los documentos de la Antigüedad. El noventa por ciento ha desaparecido, así que, ¿cómo saber si algo es de verdad un disparate?
Washington, D. C. 13.10 horas
Ramsey se dirigía por el Capitol Mall hacia el lugar en el que el día anterior se había reunido con el jefe de gabinete del senador Aatos Kane. Allí estaba el mismo joven, con el mismo abrigo de lana, moviendo los pies para combatir el frío. Ese día Ramsey lo había hecho esperar cuarenta y cinco minutos.
– Muy bien, almirante, ya veo por dónde va. Usted gana -dijo el joven cuando Ramsey se aproximó-. A aguantar tocan.
Él arrugó el entrecejo en señal de consternación.
– Esto no es una competición.
– Cierto. Yo se la metí doblada a usted la última vez, luego usted se la metió a mi jefe y ahora todos tan amigos. Es un juego, almirante, y usted ha ganado.
Ramsey sacó un pequeño dispositivo de plástico, del tamaño de un mando a distancia, y lo encendió.
– Disculpe.
El aparato no tardó en confirmar que allí no había ninguna escucha. Hovey se hallaba en el otro extremo del Malí, asegurándose de que no se estaban empleando dispositivos parabólicos. Sin embargo, Ramsey dudaba que eso fuese un problema: aquel subalterno trabajaba para un profesional que entendía que para recibir había que dar.
– Usted dirá -empezó.
– El senador ha hablado con el presidente esta mañana y le ha dicho lo que quería. El presidente quiso saber a qué venía nuestro interés y el senador respondió que lo admiraba a usted.
Ahora se confirmaba uno de los aspectos de la actuación en solitario de Diane McCoy. Ramsey, las manos en los bolsillos del abrigo, siguió escuchando.
– El presidente tenía algunas reservas. Ha dicho que no es usted el preferido de la administración, en la Casa Blanca se barajaban otros nombres. Pero el senador sabe lo que quería el presidente.
Eso despertó la curiosidad de Ramsey.
– Continúe.
– Va a quedar una vacante en el Tribunal Supremo, una dimisión. El presidente del Tribunal quiere que sea la administración actual la que elija; Daniels tiene un nombre en mente y quiere que nosotros consigamos su confirmación en el Senado.
Interesante.
– Presidimos el Comité de Judicatura y el candidato es bueno, así que no hay problema. Podemos hacerlo realidad. -El jefe de gabinete parecía orgulloso de formar parte del equipo local.
– ¿Tenía el presidente problemas graves conmigo?
El otro se permitió una sonrisa y luego rió abiertamente.
– ¿Qué es lo que quiere? ¿Una puñetera invitación? A los presidentes no les gusta que les digan lo que tienen que hacer ni tampoco que les pidan favores. Les gusta pedir a ellos. Pero Daniels parecía receptivo a todo. De todas formas no cree que la Junta de Jefes valga una mierda.
– Por suerte para nosotros, le quedan menos de tres años.
– No sé qué suerte es ésa. Daniels es un comerciante consumado, sabe dar y recibir. No hemos tenido problemas con él, y es tremendamente popular.
– Más vale lo malo conocido, ¿no?
– Algo por el estilo.
Tenía que sacarle todo lo que pudiera a ese hombre. Tenía que saber quién más, si es que lo había, estaba ayudando a Diane McCoy en su sorprendente cruzada.
– Nos interesaría saber cuándo se ocupará del gobernador de Carolina del Sur -dijo el jefe de gabinete.
– El día después de que tome posesión de mi nuevo despacho en el Pentágono.
– ¿Y si no puede librarse del gobernador?
– En tal caso, me cargaré a su jefe. -Ramsey se permitió que a sus ojos aflorara un placer casi sexual-. Lo haremos a mi manera, ¿está claro?
– Y ¿qué manera es ésa?
– Antes de nada quiero saber exactamente qué va a hacer para que me nombren, todos los detalles, no sólo lo que quiera contarme. Si pone a prueba mi paciencia, creo que aceptaré su sugerencia de la última vez: me jubilaré y veré cómo sus respectivas carreras se van al garete.
Su interlocutor alzó las manos en señal de rendición.
– Pare el carro, almirante. No he venido aquí a pelear, sino a informarle.
– Pues infórmeme, maldito imbécil.
El jefe de gabinete recibió el insulto encogiéndose de hombros.
– Daniels está a bordo. Dice que se hará. Kane puede conseguir los votos del comité de Judicatura, y Daniels lo sabe. Su nombramiento se producirá mañana.
– ¿Antes del funeral de Sylvian?
El otro asintió.
– No hay por qué esperar.
Él estaba de acuerdo. Pero todavía estaba lo de Diane McCoy.
– ¿Alguna objeción por parte de la Consejería de Seguridad Nacional?
– Daniels no ha mencionado nada, pero ¿por qué iba a hacerlo?
– ¿No cree usted que hemos de saber si la administración pretende sabotear lo que estamos haciendo?
El joven le dirigió una sonrisa pensativa.
– Eso no debería suponer ningún problema. Es decir, una vez Daniels haya subido a bordo. Él puede ocuparse de los suyos. ¿Qué problema hay, almirante? ¿Tiene enemigos allí?
No, tan sólo era una complicación. Pero empezaba a comprender lo poco importante que era.
– Dígale al senador que agradezco sus esfuerzos y que permanezca en contacto.
– ¿Es todo?
El silencio del almirante le indicó que sí. El joven pareció alegrarse de que la conversación hubiese terminado y se fue.
Ramsey siguió andando y se sentó en el mismo banco que ya había calentado antes. Hovey esperó cinco minutos antes de acercarse, tomó asiento a su lado y dijo:
– La zona está limpia. No hay nadie a la escucha.
– Con Kane no hay problema. Se trata de McCoy: va por libre.
– Puede que piense que pillarte es su pasaporte a algo más grande y mejor.
Era hora de averiguar cuántas ganas tenía su adlátere de conseguir algo más grande y mejor.
– Es posible que haya que eliminarla. Como a Wilkerson.
El silencio de Hovey fue más explícito que las palabras.
– ¿Qué sabemos de ella? -le preguntó Ramsey al capitán.
– Bastante, pero es un tanto aburrida. Vive sola, no se relaciona, es adicta al trabajo. Les cae bien a sus compañeros, pero la gente no se pelea por sentarse a su lado en las cenas oficiales. Probablemente esté utilizando esto para aumentar su valía.
Tenía sentido.
El móvil de Hovey sonó apagado bajo el abrigo de lana. La llamada fue breve y terminó de prisa.
– Más problemas.
Ramsey esperó a oír más.
– Diane McCoy acaba de intentar entrar en el almacén de Fort Lee.
Malone entró en la iglesia, detrás de Henn y Christl. Isabel había bajado del coro y permanecía junto a Dorothea y a Werner.
Decidido a poner punto final a aquella farsa, Malone se acercó a Henn, le puso el arma en el cuello y le quitó la suya.
A continuación retrocedió y apuntó con la pistola a Isabel.
– Dígale a su hombre que no se ponga nervioso.
– Y ¿qué hará usted, Herr Malone, si me niego? ¿Pegarme un tiro?
Él bajó el arma.
– No es necesario. Todo esto ha sido una pantomima. Esos cuatro tenían que morir, aunque es evidente que ninguno lo sabía. Usted no quería que hablara con ellos.
– ¿Qué le hace estar tan seguro? -inquirió la anciana.
– Presto atención.
– Muy bien. Yo sabía que estarían aquí, y ellos pensaban que éramos aliados.
– Entonces son más tontos que yo.
– Puede que ellos no, pero sin duda quien los envió sí lo es. ¿Podemos ahorrarnos el teatro, por ambas partes, y hablar?
– Soy todo oídos.
– Sé quién intenta matarlo -aseguró Isabel-. Pero necesito su ayuda.
Él captó los primeros rumores de la noche al otro lado de las desnudas ventanas; el aire se volvía cada vez más frío.
También captó lo que quería decir la anciana.
– ¿Una cosa a cambio de la otra?
– Le pido disculpas por el engaño, pero parecía la única forma de conseguir que colaborara.
– Debería haber preguntado.
– Probé a hacerlo en Reichshoffen. Pensé que tal vez esto funcionara mejor.
– Podría haber muerto.
– Vamos, Herr Malone, creo que yo confío mucho más en su talento que usted. Ya era suficiente.
– Me voy al hotel.
Hizo ademán de marcharse.
– Sé adonde se dirigía Dietz -contó Isabel-. Adonde lo llevaba su padre en la Antártida.
Que le dieran.
– En alguna parte de esta iglesia hay algo que a Dietz se le pasó por alto, algo que fue a buscar allí.
La vehemencia de Malone dio paso al hambre.
– Me voy a cenar. -Siguió caminando-. Estoy dispuesto a escuchar mientras como, pero si la información no es buena, me largo.
– Le garantizo, Herr Malone, que es más que buena.
Asheville
– Presionaste demasiado a Scofield -le dijo Stephanie a Edwin Davis.
Seguían sentados en la salita. Fuera, una tarde magnífica iluminaba los lejanos bosques invernales. A su izquierda, hacia el sureste, Stephanie divisó la mansión, a alrededor de un kilómetro y medio, encaramada a su propio promontorio.
– Scofield es imbécil -afirmó Davis-. Cree que a Ramsey le importa que haya mantenido la boca cerrada todo estos años.
– No sabemos qué le importa a Ramsey.
– Alguien va a matar a Scofield.
Ella no estaba tan segura.
– Y ¿qué propones que hagamos al respecto?
– Pegarnos a él.
– Podríamos detenerlo.
– Y perder el cebo.
– Si estás en lo cierto, ¿es eso justo para él?
– Cree que somos idiotas.
A ella tampoco le caía bien Douglas Scofield, pero eso no debía influir en sus decisiones. Sin embargo, había otra cosa.
– ¿Te das cuenta de que seguimos sin tener ninguna prueba de nada?
Davis consultó el reloj que había al otro lado del vestíbulo.
– He de hacer una llamada.
Dejó la silla, se acercó a las ventanas y se acomodó en un sofá de flores situado a unos tres metros, de espaldas a ella, mirando hacia afuera. Stephanie lo observaba: era inquieto y complicado. Interesante, aunque, al igual que ella, luchaba contra sus propias emociones. Y tampoco quería hablar de ellas.
Davis le indicó que se acercara.
Ella obedeció y se sentó a su lado.
– Quiere volver a hablar contigo.
Ella se llevó el móvil a la oreja, sabiendo perfectamente quién había al otro lado.
– Stephanie -dijo el presidente Daniels-, esto se está complicando. Ramsey ha manejado a Aatos Kane. El buen senador quiere que le dé la vacante de la Junta de Jefes a Ramsey, algo que no va a suceder de ninguna de las maneras, aunque no se lo dije a Kane. Una vez oí un viejo proverbio indio: si vives en el río, deberías hacerte amigo de los cocodrilos. Por lo visto Ramsey lo está poniendo en práctica.
– Puede que sea al revés.
– Que es lo que de verdad está complicando esto. Esos dos no se han aliado voluntariamente. Ha pasado algo. Puedo escurrir el bulto unos días, pero hemos de avanzar por vuestro lado. ¿Cómo está mi chico?
– Ansioso.
Daniels soltó una risita.
– Ahora ya sabes lo que tengo que aguantar contigo. Cuesta mantenerlo todo a raya, ¿eh?
– Por decirlo de alguna manera.
– Teddy Roosevelt lo dijo mejor: «Haz lo que puedas con lo que tengas, estés donde estés.» Sigue adelante.
– No creo que tenga muchas alternativas, ¿no es así?
– No, pero te regalo un cotilleo: han encontrado muerto en Múnich al jefe de la sección de Berlín de los servicios de inteligencia de la Marina, un capitán llamado Sterling Wilkerson.
– Y usted cree que no es una coincidencia.
– Ni por asomo. Ramsey trama algo aquí y allí. No puedo demostrarlo, pero lo presiento. ¿Qué hay de Malone?
– No sé nada de él.
– Dímelo sin rodeos: ¿crees que el profesor ese está en peligro?
– No lo sé, pero creo que deberíamos quedarnos aquí hasta mañana, para asegurarnos.
– Voy a decirte algo que no le he contado a Edwin. Necesito que pongas cara de póquer.
Ella sonrió.
– De acuerdo.
– Tengo mis dudas acerca de Diane McCoy. Hace mucho tiempo aprendí a prestar atención a mis enemigos porque son los primeros en conocer tus errores. La he estado vigilando, y Edwin lo sabe. Lo que no sabe es que hoy salió del edificio y fue a Virginia. En este mismo instante está en Fort Lee, examinando un almacén que el Ejército alquila al servicio secreto de la Marina. He hecho averiguaciones. El propio Ramsey estuvo allí ayer. Algo que ella ya sabía, gracias a los suyos.
Davis le dio a entender que iba por una bebida a una mesa habilitada a tal efecto próxima a la chimenea y le preguntó por señas si quería algo. Ella cabeceó.
– Se ha ido -dijo por teléfono-. Supongo que hay algún motivo para que me cuente esto.
– Por lo visto, Diane también se ha hecho amiga de los cocodrilos, pero me preocupa que vayan a devorarla.
– No podría pasarle a nadie mejor.
– ¿Sabes? Creo firmemente que eres mala.
– Soy realista.
– Stephanie, pareces preocupada.
– Por mucho que diga lo contrario, tengo la sensación de que nuestro hombre está aquí.
– ¿Quieres ayuda? -quiso saber Daniels.
– Yo sí, pero Edwin no.
– ¿Desde cuándo le haces caso?
– Ésta es su guerra. Tiene una misión.
– El amor es un asco, pero no dejes que sea su perdición. Lo necesito.
Smith disfrutaba del piano y del crepitante fuego de la chimenea. El almuerzo había sido estupendo; la ensalada y el entrante eran soberbios, y la sopa deliciosa, pero el cordero con verduritas de temporada había sido lo mejor con diferencia.
Había subido después de que el hombre y la mujer abordaron a Scofield y lo apartaron de la comida. No había podido oír lo que habían dicho ni abajo ni allí arriba. Se preguntó si serían los mismos de la noche anterior. Era difícil de decir.
Durante las últimas horas a Scofield se le había acercado una persona tras otra. A decir verdad, el simposio entero parecía un acto centrado en él. El profesor, que figuraba como uno de los primeros organizadores del evento, era quien pronunciaría el discurso de apertura al día siguiente por la noche. Y esa misma tarde también dirigía un recorrido a la luz de las velas por la mansión. La mañana del día siguiente se celebraba lo que el folleto llamaba «La aventura salvaje de Scofield», tres horas cazando jabalís con arco y flecha en un bosque cercano, dirigidas por el propio profesor. La mujer que se ocupaba de las inscripciones había dicho que esa excursión, que daba comienzo a primera hora de la mañana, era popular y todos los años participaban unas treinta personas. Que hubiese dos más interesadas por el doctor Douglas Scofield no era necesariamente motivo de alarma. De manera que Smith desechó la paranoia y no permitió que se apoderara de él. No quería reconocerlo, pero la noche anterior lo había dejado tocado.
Vio que el hombre se levantaba del sofá, se dirigía a una mesa vestida con un mantel verde próxima a la chimenea y se servía un vaso de agua con hielo.
Smith se levantó y se acercó a él con naturalidad, rellenando su taza de té de un recipiente plateado. Esos detalles eran agradables: refrescos para los huéspedes todo el día. Añadió un poco de edulcorante Splenda -odiaba el azúcar- y removió el líquido.
El hombre volvió a la salita, bebiendo sorbos de agua, hasta el lugar donde la mujer ponía fin a una llamada de móvil. El fuego del hogar era bajo, apenas chisporroteaba ya. Uno de los empleados retiró una pantalla de hierro y añadió unos troncos. Smith sabía que podía seguirlos a los dos para ver adónde llevaba aquello, pero por suerte ya había optado por algo más radical.
Algo innovador.
Con resultados garantizados.
Y a la altura del gran Douglas Scofield.
Malone entró en L'Arlequin y se dirigió al restaurante, donde vistosas alfombras vestían un suelo de madera de roble. Su séquito fue tras él, y todos se despojaron del abrigo. Isabel habló con el hombre que antes estaba en recepción, que se marchó y cerró las puertas del restaurante al salir. Malone se quitó el chaquetón y los guantes y se percató de que tenía la camisa sudada.
– Arriba sólo hay ocho habitaciones -aclaró la anciana-, y las he reservado todas para esta noche. El dueño está preparando la cena.
Malone se sentó en uno de los bancos que recorrían dos mesas de roble.
– Estupendo, tengo hambre.
Christl, Dorothea y Werner tomaron asiento frente a él. Henn permaneció de pie en un lateral, sosteniendo una cartera, e Isabel se acomodó en la cabecera de la mesa.
– Herr Malone, voy a ser sincera con usted.
– Lo dudo mucho, pero adelante.
Las manos de la anciana se tensaron y sus dedos empezaron a tamborilear con impaciencia sobre el mantel.
– No soy hijo suyo y tampoco estoy en el testamento, así que vaya al grano -espetó él.
– Sé que Hermann estuvo aquí dos veces -comenzó ella-. Una antes de la guerra, en 1937, y la otra en 1952. Mi suegra nos habló a Dietz y a mí de esos viajes poco antes de morir, pero no sabía lo que había hecho aquí Hermann. El propio Dietz vino alrededor de un año antes de desaparecer.
– Eso no nos lo habías dicho -apuntó Christi.
Isabel negó con la cabeza.
– No pensé que existiera una relación entre este sitio y la búsqueda. Sólo sabía que ellos dos habían venido. Ayer, cuando me hablaste de este lugar, supe de inmediato que existía un nexo.
El subidón de adrenalina de la iglesia había remitido, y Malone se sentía pesado y exhausto, pero tenía que centrarse.
– Así que Hermann y Dietz estuvieron aquí. Eso no sirve de mucho, ya que, al parecer, sólo Hermann encontró algo. Y no se lo dijo a nadie.
– El testamento de Eginardo deja claro que la búsqueda se resolverá «aplicando la perfección del ángel a la santificación del señor» -intervino Christi-. Eso nos trae de Aquisgrán aquí. «Pero sólo aquellos que sepan apreciar el trono de Salomón y la frivolidad romana hallarán el camino hacia el cielo.»
Dorothea y Werner guardaban silencio. Malone se preguntó qué hacían allí. Quizá ya hubiesen desempeñado su papel en la iglesia. Los señaló y preguntó:
– ¿Se han dado un beso y han hecho las paces?
– ¿Acaso importa? -quiso saber Dorothea.
Él se encogió de hombros.
– Me importa a mí.
– Herr Malone -interrumpió Isabel-, hemos de resolver este desafío.
– ¿Vio usted la iglesia? Es una ruina. Allí no hay nada de hace mil doscientos años. Los muros apenas se mantienen en pie y el tejado es nuevo, el suelo está agrietado y se desmorona, el altar se viene abajo. ¿Cómo pretende resolver nada?
A una señal de Isabel, Henn le entregó la cartera. Ella desabrochó las correas de cuero y sacó un mapa deteriorado, el papel de un color orín desvaído. Lo abrió con cuidado y lo puso sobre la mesa; medía unos sesenta por cuarenta y cinco centímetros. Malone vio que no era de un país o un continente, sino que se trataba de una sección de un litoral dentado.
– Éste es el mapa de Hermann, utilizado durante la expedición nazi de 1938 a la Antártida. Ésta es la zona que exploró.
– No hay nada escrito -observó él.
Los lugares estaban marcados mediante A, mientras que X parecía corresponder a montañas. □ señalaba algo importante, y se mostraba una ruta de llegada y salida, pero no había una sola palabra por ninguna parte.
– Mi marido dejó esto cuando fue a América en 1971. Se llevó consigo otro plano. Pero sé exactamente adonde se dirigía Dietz. -Sostuvo en alto otro mapa doblado que sacó de la cartera, más nuevo, azul, titulado «Mapa internacional de la Antártida. Escala 1:8.000.000»-. Toda la información está aquí.
La anciana metió la mano en la cartera y extrajo dos cosas más, ambas en sendas bolsas de plástico: los libros. Uno de la tumba de Carlomagno, el que le había enseñado Dorothea; el otro de la tumba de Eginardo, propiedad de Christl.
Dejó en la mesa el de Christl y cogió el de Dorothea.
– Esta es la clave, pero no somos capaces de interpretarla. La solución reside aquí, en el monasterio. Me temo que, aunque sepamos adonde hay que ir en la Antártida, el viaje sería infructuoso a menos que sepamos qué dicen estas páginas. Como decía Eginardo, hemos de tener plena comprensión del cielo.
– Su marido se fue sin tenerla.
– Ése fue su error -contestó la anciana.
– ¿Podemos comer ya? -preguntó Malone, cansado de escucharla.
– Comprendo que esté frustrado con nosotros -replicó ella-, pero he venido a hacer un trato con usted.
– No, ha venido a tenderme una trampa. -Clavó la vista en las hermanas-. Otra vez.
– Si descubrimos cómo leer este libro, si merece la pena emprender el viaje, como creo que será el caso, doy por sentado que irá usted a la Antártida, ¿verdad? -quiso saber Isabel.
– No me había parado a pensar en eso aún, la verdad.
– Quiero que se lleve a mis hijas, además de a Werner y a Ulrich.
– ¿Algo más? -inquirió él, casi divirtiéndose.
– Lo digo en serio. Es el precio que pagará usted por saber cuál es el lugar. Sin él, el viaje sería tan inútil como el de Dietz.
– En tal caso supongo que me quedaré sin saber cuál es, porque es una locura. No estamos hablando de retozar en la nieve, sino de la Antártida, uno de los sitios más hostiles de la Tierra.
– He hecho averiguaciones esta mañana: la temperatura en la base Halvorsen, el punto de desembarco más próximo al lugar, era de siete grados bajo cero. No está tan mal. Y el tiempo también era relativamente bueno.
– Y puede cambiar en diez minutos.
– Da la impresión de que ya ha estado usted allí -comentó Werner.
– He estado allí, y no es un buen sitio para pasar el rato.
– Cotton -dijo Christl-. Mi madre nos lo ha explicado antes. Se dirigían a un lugar concreto. -Señaló el mapa que descansaba sobre la mesa-. ¿Te das cuenta de que el submarino podría estar cerca de ese sitio?
Había jugado la baza que él se temía; eso mismo se le había pasado a él por la cabeza. El informe de la comisión de investigación recogía las últimas coordenadas conocidas del NR-1 A: «73° S, 15° O, a aproximadamente trescientos kilómetros al norte del cabo Norvegia.» Ahora podían cotejarlas con otro punto de referencia, lo cual tal vez bastara para permitirle encontrar la embarcación hundida. Pero para hacerlo tenía que colaborar.
– Supongo que si accedo a hacerme cargo de estos pasajeros no se me dirá nada hasta que estemos en el aire, ¿no?
– A decir verdad, hasta que esté en tierra -corrigió la anciana-. Ulrich sabe de orientación porque le enseñó la Stasi. El lo guiará una vez allí.
– Su falta de confianza en mí es abrumadora.
– Igual que la suya en mí.
– Es usted consciente de que no seré yo quien decida quién va. Necesitaré ayuda del Ejército estadounidense para llegar hasta allí, y puede que no permitan que vaya nadie más.
El rostro avinagrado de la anciana se iluminó con una sonrisa fugaz.
– Vamos, Herr Malone, eso es pan comido para usted. Tiene recursos, estoy segura.
Él miró a los que tenía enfrente.
– ¿Tienen idea de dónde se están metiendo?
– Es el precio que hemos de pagar -contestó Dorothea.
Ahora lo entendía: su juego no había terminado.
– Podré soportarlo -aseguró Dorothea.
– Yo también -coreó Werner.
Malone fijó la mirada en Christl.
– Quiero saber qué les pasó -dijo ella, bajando los ojos.
Igual que él. Debía de estar loco.
– Muy bien, Frau Oberhauser, si resolvemos la búsqueda, trato hecho.
Ramsey abrió la portezuela y bajó del helicóptero. Había volado directamente de Washington a Fort Lee en el aparato que los servicios secretos de la Marina tenían disponible en todo momento en la central. Lo estaba esperando un coche, que lo condujo hasta el lugar donde habían retenido a Diane McCoy. Ramsey había ordenado su detención en el mismo instante en que Hovey le informó de su visita a la base. Retener a una viceconsejera de Seguridad Nacional podía plantear un problema, pero él había asegurado al comandante de la base que asumiría toda la responsabilidad. Dudaba que fuera a tener repercusiones.
McCoy había ido de excursión por su cuenta, y no querría involucrar a la Casa Blanca, conclusión que se vio reforzada por el hecho de que no había efectuado llamada alguna desde la base.
Ramsey se bajó del coche y entró en el edificio de seguridad, donde un sargento mayor lo acompañó hasta donde estaba McCoy. Entró y cerró la puerta. Ella se había acomodado en el despacho privado del jefe de seguridad.
– Menos mal -espetó-. Han pasado casi dos horas.
Él se desabrochó el abrigo. Le habían dicho que la habían registrado y habían realizado un barrido electrónico. Se sentó en una silla a su lado.
– Creía que tú y yo teníamos un trato.
– No, Langford: tú tenías un trato que te beneficiaba a ti; yo no tenía nada.
– Te dije que me aseguraría de que formaras parte de la siguiente administración.
– Eso no lo puedes garantizar.
– Nada en este mundo es seguro, pero puedo aumentar las posibilidades. Que es lo que estoy haciendo, dicho sea de paso. Pero ¿grabarme? ¿Intentar hacerme admitir cosas? ¿Venir aquí? Eso no se hace, Diane.
– ¿Qué hay en ese almacén?
Había algo que él tenía que saber:
– ¿Cómo supiste de su existencia?
– Soy viceconsejera de Seguridad Nacional.
El almirante decidió contarle parte de la verdad.
– Contiene cosas que se encontraron en 1947 durante la operación «Salto de altura» y en 1948 durante la «Molino de viento», cosas poco comunes. También tuvieron que ver con lo que le ocurrió al NR-1A en el 71. Ese submarino realizaba una misión relacionada con dichos artefactos.
– Edwin Davis habló con el presidente acerca de la «Salto de altura» y la «Molino de viento». Lo oí.
– Diane, estoy seguro de que comprenderás el daño que podría causarse si se supiera que la Marina no buscó uno de sus submarinos después de que éste se hundió. No sólo no emprendió la búsqueda, sino que además se inventó una tapadera. Se mintió a las familias, se falsearon informes. Por aquel entonces tal vez habría sido posible salir impune, corrían otros tiempos, pero no hoy en día. Las consecuencias serían enormes.
– Y ¿cuál es tu papel en todo esto?
Interesante: McCoy no estaba tan bien informada.
– El almirante Dyals dio la orden de no buscar el NR-1A. Aunque la dotación aceptó las condiciones antes de zarpar, si eso saliera a la luz su reputación quedaría menoscabada. Le debo mucho a ese hombre.
– Entonces, ¿por qué matar a Sylvian?
Eso él no estaba dispuesto a admitirlo.
– Yo no he matado a nadie.
Diana se disponía a decir algo, pero Ramsey se lo impidió alzando una mano.
– Sin embargo, no voy a negar que quiero su puesto.
En la estancia aumentó la tensión, como la presión sobre una muda partida de póquer, que era a lo que se parecía ese encuentro en muchos sentidos. Ramsey clavó la vista en ella.
– Estoy siendo sincero contigo con la esperanza de que tú lo seas conmigo.
Sabía por el jefe de gabinete de Aatos Kane que Daniels se había mostrado receptivo a la idea de su nombramiento, contrariamente al teatro que había montado McCoy. Era vital contar con unos ojos y unos oídos en el despacho Oval. Las buenas decisiones siempre estaban basadas en buena información. Aunque McCoy fuera un problema, la necesitaba.
– Sabía que vendrías -afirmó ella-. Qué interesante que controles personalmente ese almacén.
Él se encogió de hombros.
– Lo controla el servicio secreto de la Marina. Antes de que yo dirigiera la agencia eran otros los que se encargaban de él. No es el único depósito que tenemos.
– Ya lo imagino, pero aquí está pasando mucho más de lo que quieres admitir. ¿Qué hay de tu hombre en Berlín, Wilkerson? ¿Por qué acabó muerto?
Ramsey supuso que el chisme terminaría siendo de dominio público, pero no era preciso confirmar la relación.
– Lo estoy investigando. Aunque es posible que los motivos fueran personales: estaba liado con una mujer casada. Los nuestros están trabajando en ello. Aún es demasiado pronto para decir que fue algo turbio.
– Quiero ver lo que hay en ese almacén.
Él observó su rostro: ni hostil ni desabrido.
– ¿Qué demostraría eso?
– Quiero ver de qué va todo esto.
– No lo creo.
Volvió a mirarla. Su boca dibujaba un mohín, el claro cabello enmarcaba, cual sendas cortinas vueltas hacia adentro, un rostro con forma de corazón. Era atractiva, y él se preguntó si el encanto funcionaría.
– Diane, escúchame. No tienes por qué hacer esto. Respetaré nuestro acuerdo, pero para ello he de hacerlo a mi manera. Tu presencia aquí lo compromete todo.
– No estoy preparada para dejar mi carrera en tus manos.
Ramsey conocía parte de su vida. Su padre era un político de Indiana que se había hecho a sí mismo tras salir elegido vicegobernador general y a continuación se había dedicado a enajenar medio estado. ¿Estaría viendo Ramsey esa misma vena rebelde? Tal vez. Sin embargo, debía dejar las cosas claras.
– En tal caso me temo que estás sola.
Vio que ella comprendía sus palabras.
– Y acabaré muerta, ¿no?
– ¿Acaso he dicho yo eso?
– No hacía falta.
No, cierto. Pero seguía existiendo el problema del control de daños.
– A ver qué te parece esto: diremos que se ha producido un desacuerdo. Viniste aquí en una misión de exploración, y la Casa Blanca y los servicios de inteligencia de la Marina han llegado a un acuerdo según el cual te será proporcionada la información que deseas. De esa forma, el comandante de la base se quedará satisfecho y no se harán más preguntas de las que se han hecho. Saldremos de aquí felices y contentos.
Vio la derrota escrita en los ojos de ella.
– No me jodas -espetó Diane.
– Yo no he hecho nada. Eres tú la que se ha adelantado a los acontecimientos.
– Te lo juro, Langford, acabaré contigo. No me jodas.
Él decidió que lo mejor era ser diplomático. Al menos, por el momento.
– Como ya te he dicho, mantendré mi parte del trato.
Malone disfrutó la cena, sobre todo porque no había comido mucho en todo el día. Interesante: cuando trabajaba en la librería, sentía hambre con una regularidad predecible, pero sobre el terreno, cuando trabajaba en una misión, el apetito parecía desaparecer por completo.
Había escuchado a Isabel y a sus hijas, además de a Werner Lindauer, hablar de Hermann y Dietz Oberhauser. La tensión entre Dorothea y Christi alcanzaba importantes cotas. Ulrich Herrn también había comido con ellos, y él lo había observado con detenimiento. El alemán del Este había permanecido en silencio, sin dar a entender en ningún momento que estaba escuchando, pero sin perderse una palabra.
Era evidente que la que mandaba era Isabel, y él había captado las oleadas emocionales del resto al surcar las inestables aguas de la matriarca. Ninguna de las dos hijas osaba llevarle la contraria: o se mostraban conformes o no decían nada. Y lo que aportaba Werner no era muy provechoso.
Malone no quiso tomar postre y decidió ir arriba.
En el vestíbulo ardía un fuego que desprendía un cálido brillo e inundaba la estancia de un aroma a resina. Se detuvo a disfrutar del fuego mientras observaba tres dibujos en lápiz del monasterio enmarcados que adornaban las paredes. Uno era del exterior de las torres, intactas, y reparó en que en una esquina figuraba una fecha: 1784. Los otros dos eran estampas interiores, una del claustro, los arcos y las columnas ornados: imágenes talladas surgían de las piedras con regularidad matemática. En el jardín central se alzaba la fuente en todo su esplendor, con el agua rebosando de su pila de hierro. Malone imaginó cogullas que entraban y salían por los arcos.
El último dibujo era del interior de la iglesia. Una vista en ángulo desde el pórtico, de cara al altar, desde el lado derecho, por donde había avanzado él entre las columnas hacia el matón. No se veían ruinas, sino piedra, madera y vidrio conformando una unión milagrosa, parte gótica y parte románica. Los pilares eran artísticos, pero de una modestia exquisita, nada llamativos, poco tenían que ver con el presente deterioro de la iglesia. Malone reparó en un enrejado de bronce que rodeaba el presbiterio, los arabescos y las volutas carolingios semejantes a los que había visto en Aquisgrán. El piso estaba intacto y presentaba toda clase de detalles, las distintas tonalidades de gris y negro indicativas de lo que sin duda había sido colorido y variedad. Ambos dibujos databan de 1772.
El dueño se afanaba tras la recepción.
– ¿Son originales? -le preguntó Malone.
El aludido asintió.
– Llevan ahí mucho tiempo. El monasterio era magnífico en su día; ya no.
– ¿Qué ocurrió?
– La guerra, la desidia, los elementos… Se lo cargaron entre todos.
Antes de levantarse de la mesa había oído que Isabel enviaba a Henn a ocuparse de los cuerpos que yacían en la iglesia. Ahora éste se ponía el abrigo para desaparecer en la noche.
A Malone lo alcanzó una fría ráfaga de aire procedente de la puerta principal cuando el dueño le entregó una llave. Subió la escalera de madera que conducía a su habitación. No había llevado ropa consigo, y la que vestía necesitaba un lavado, en particular la camisa. Ya en la habitación, arrojó el chaquetón y los guantes sobre la cama y se quitó la camisa. Acto seguido entró en el minúsculo cuarto de baño, lavó la camisa en una pila esmaltada con algo de jabón y la tendió en el radiador para que se secara.
Se quedó en camiseta y se miró en el espejo. Utilizaba esa prenda desde que tenía seis años, una costumbre que le había sido inculcada. «Andar con el pecho al aire es feo -solía decir su padre-. ¿Quieres que la ropa te huela a sudor?» Él nunca había cuestionado a su padre, sino que se había limitado a imitarlo y siempre llevaba camiseta interior: con un pronunciado escote en pico, ya que «una cosa es llevar camiseta y otra muy distinta que se vea». Qué curiosa la facilidad con que podían desencadenarse los recuerdos de la infancia. Habían pasado muy poco tiempo juntos, él recordaba unos tres años, de los siete a los diez. Todavía conservaba la bandera que se había exhibido en la ceremonia conmemorativa en honor de su padre, en una vitrina de cristal junto a la cama. Su madre se negó a aceptar ese recuerdo en el funeral, aduciendo que estaba harta de la Marina. Sin embargo, ocho años después, cuando él le dijo que se iba a alistar, ella no puso objeciones. «¿Qué otra cosa iba a hacer el hijo de Forrest Malone?», le preguntó.
Y él coincidió. ¿Qué otra cosa iba a hacer?
Oyó que alguien llamaba con suavidad a la puerta y salió del servicio para abrir. Era Christl.
– ¿Puedo pasar? -inquirió.
Él asintió y cerró la puerta sin hacer ruido.
– Quiero que sepas que no me ha gustado lo que ha pasado hoy allí arriba. Por eso fui en tu busca. Le dije a mi madre que no te engañara.
– Como si tú no lo hubieras hecho.
– Seamos francos, ¿de acuerdo? Si te hubiese contado que ya había establecido la relación que existía entre el testamento y la inscripción, ¿habrías ido a Aquisgrán?
«Probablemente, no», se dijo, si bien no respondió.
– Pensé que no -continuó ella, leyendo su rostro.
– Corréis un montón de riesgos absurdos.
– Hay mucho en juego. Mi madre quería que te dijese algo cuando no estuvieran delante Dorothea o Werner.
Él se había estado preguntando cuándo cumpliría Isabel su promesa de proporcionarle información de primera.
– Muy bien, ¿quién ha estado intentando matarme?
– Un hombre llamado Langford Ramsey. A decir verdad, ella habló con él. Fue él quien envió a los tipos que iban a por nosotros en Garmisch, en Reichshoffen y en Aquisgrán. También envió a los de hoy. Te quiere muerto. Es el jefe de los servicios secretos de la Marina. Mi madre le hizo creer que era su aliada.
– Vaya, esto sí que es nuevo: poner en peligro mi vida para salvarla.
– Intenta ayudarte.
– ¿Contándole a Ramsey que hoy iba a estar aquí?
Ella asintió.
– Montamos el numerito de los rehenes con su ayuda para que murieran los dos. Con los otros dos no contábamos, se suponía que tenían que quedarse fuera. Ulrich cree que los atrajeron los disparos. -Titubeó-. Cotton, me alegro de que estés aquí. Sano y salvo. Quería que lo supieras.
Se sentía como el que va camino de la horca después de haberse puesto él mismo la soga al cuello.
– ¿Y tu camisa? -se interesó ella.
– Cuando se vive solo, uno mismo se lava la ropa.
Christl esbozó una sonrisa cordial que suavizó la tensión existente.
– He vivido sola durante toda mi vida adulta.
– Creía que habías estado casada.
– No llegamos a vivir juntos. Uno de esos errores que no tardé en rectificar. Pasamos algunos fines de semana estupendos, pero eso fue todo. ¿Cuánto tiempo estuviste casado?
– Casi veinte años.
– ¿Hijos?
– Un varón.
– ¿Se llama como tú?
– Gary.
Una sensación de paz se entremezcló con el silencio.
Christl llevaba unos vaqueros, una camisa color piedra y una chaqueta de punto azul marino. Él todavía la veía atada a la columna. Que las mujeres le mintieran no era ninguna novedad, naturalmente. Su ex mujer le había mentido durante años en lo tocante al padre de Gary; Stephanie mentía una y otra vez cuando era necesario; hasta su madre, una mujer reservada, que rara vez expresaba sus sentimientos, le había mentido acerca de su padre. A ella le bastaba con el recuerdo, pero él sabía que no era así. Él quería conocer al hombre a toda costa; ni el mito, ni la leyenda, ni el recuerdo, tan sólo al hombre.
Estaba cansado.
– Es hora de acostarse.
Christl caminó hasta la lámpara que había junto a la cama. Él había apagado la luz del cuarto de baño cuando había salido a abrir, de manera que cuando ella tiró de la cadenita y apagó la luz, la habitación quedó sumida en la oscuridad.
– Eso mismo pienso yo -repuso.
A través de la puerta entreabierta, Dorothea vio que su hermana entraba en la habitación de Cotton Malone. Había visto a su madre hablar con Christl después de cenar y se preguntaba qué se habrían dicho. También había visto salir a Ulrich y sabía cuál era la tarea que le había sido encomendada. Se preguntó cuál sería su propio papel. Por lo visto, congraciarse con su marido, ya que les habían dado una única habitación con una cama pequeña. Cuando le preguntó al dueño por otra, éste le dijo que no había más.
– No está tan mal -aprobó Werner.
– Eso depende de lo que cada uno entienda por «mal».
Lo cierto es que a Dorothea la situación le hacía gracia. Ambos se comportaban como dos adolescentes en su primera cita. Por una parte, el aprieto en que se hallaban parecía cómico; por otra, trágico. La estrechez le impedía escapar del familiar tufo de su loción para después del afeitado, su tabaco de pipa y el chicle de clavo que le gustaba mascar. Y esos olores le recordaban en todo momento que él no era uno de los muchos hombres con los que había disfrutado últimamente.
– Esto es demasiado, Werner. Y va demasiado de prisa.
– No creo que tengas mucha elección.
Él se hallaba cerca de la ventana con las manos entrelazadas a la espalda. Dorothea seguía aún perpleja después de su actuación en la iglesia.
– ¿De verdad creías que ese matón me iba a disparar?
– Las tornas cambiaron cuando le pegué el tiro al otro. Estaba enfadado y podría haber hecho cualquier cosa.
– Lo mataste con suma facilidad.
Él negó con la cabeza.
– Con facilidad, no, pero había que hacerlo. No es muy distinto de abatir un ciervo.
– No era consciente de que fueras así.
– A lo largo de los últimos días he descubierto un montón de cosas sobre mí mismo.
– Los tipos de la iglesia eran unos idiotas, tan sólo pensaban en el dinero. -«Como la mujer de la abadía», se dijo-. No tenían ningún motivo para fiarse de nosotros, y sin embargo lo hicieron.
Las comisuras de los labios de él se curvaron hacia abajo.
– ¿Por qué evitas lo obvio?
– No creo que éste sea el lugar ni el momento para hablar de nuestra vida privada.
Werner enarcó las cejas con incredulidad.
– Qué mejor momento. Estamos a punto de tomar algunas decisiones irreversibles.
La distancia que habían mantenido durante esos últimos años le había hecho perder la capacidad, otrora perfecta, de saber a ciencia cierta cuándo la engañaba su marido. No le había hecho ningún caso durante mucho tiempo, sencillamente había dejado que obrara a su antojo. Ahora maldecía esa indiferencia.
– ¿Qué es lo que quieres, Werner?
– Lo mismo que tú: dinero, poder, seguridad. Tu herencia.
– Eso es mío, no tuyo.
– Qué interesante, esa herencia tuya. Tu abuelo era nazi, un tipo que idolatraba a Adolf Hitler.
– No era nazi -aseguró ella.
– Tan sólo contribuyó a extender el mal, a facilitar que asesinaran a gente.
– Eso es absurdo.
– ¿Esas ridículas teorías sobre los arios? ¿Nuestro supuesto legado? ¿Que éramos una raza especial procedente de un lugar especial? A Himmler le encantaba esa basura. Alimentó directamente la feroz propaganda de los nazis.
Por la cabeza de Dorothea pasaron pensamientos perturbadores, cosas que su madre le había contado, cosas que había oído de pequeña. La reconocida filosofía de derechas de su abuelo, su negativa a hablar mal del Tercer Reich, la insistencia de su padre en que Alemania no estaba mejor después de la guerra que antes, en que una Alemania dividida era peor que todo cuanto había hecho Hitler. Su madre tenía razón: la historia de la familia Oberhauser debía permanecer sepultada.
– Ándate con cuidado -musitó Werner.
Había algo inquietante en su tono. ¿Qué era lo que sabía?
– Puede que alivie tu conciencia creer que soy idiota -añadió él-. Tal vez justifique el rechazo que te producen nuestro matrimonio y yo.
Dorothea recordó que era un experto en provocarla.
– Pero no soy idiota.
Ella sentía curiosidad.
– ¿Qué sabes de Christl?
Él señaló la puerta.
– Que está ahí con Malone. ¿Sabes lo que eso significa?
– Dímelo tú.
– Que está forjando una alianza. Malone se relaciona con los americanos. Tu madre escogió con cuidado a sus aliados: Malone puede poner en marcha cosas cuando sea necesario. ¿Cómo si no podríamos llegar a la Antártida? Christl está cumpliendo las órdenes de tu madre.
Tenía razón.
– Dime, Werner, ¿te divierte la posibilidad de que yo fracase?
– De ser así, no estaría aquí. Simplemente te dejaría fracasar.
Algo en su tono casual disparó las alarmas: estaba claro que sabía más de lo que le estaba diciendo, y Dorothea odiaba sus rodeos.
Reprimió un escalofrío repentino al darse cuenta de que aquel hombre, más un desconocido que su marido, la atraía.
– Cuando mataste al tipo de la cabaña, ¿sentiste algo? -quiso saber él.
– Alivio. -La palabra se le escapó.
Él permanecía impasible, aparentemente rumiando la confesión.
– Hemos de imponernos, Dorothea. Si eso significa tener que colaborar con tu madre y con Christl, adelante. No podemos permitir que tu hermana domine esta búsqueda.
– Mi madre y tú lleváis trabajando algún tiempo juntos, ¿no es cierto?
– Echa de menos a Georg tanto como nosotros. Él era el futuro de esta familia, ahora toda su existencia es incierta. Ya no hay más Oberhauser.
Ella captó algo en su tono y lo vio en sus ojos: lo que quería de verdad.
– Es una broma, ¿no? -inquirió.
– Sólo tienes cuarenta y ocho años. Todavía puedes tener hijos.
Werner se acercó a ella y la besó con ternura en el cuello. Dorothea le cruzó la cara, y él se echó a reír.
– Emociones intensas, violencia. Así que eres humana, después de todo.
El sudor perló la frente de Dorothea, aunque en la habitación no hacía calor. No estaba dispuesta a seguir escuchándolo. Se dirigió a la puerta.
Él se abalanzó hacia ella, la cogió por el brazo y la obligó a volverse.
– No vas a apartarte de mí, esta vez no.
– Suelta -dijo ella débilmente-. Eres un cabrón despreciable, me das asco.
– Tu madre ha dejado claro que si tenemos un hijo te lo dará todo a ti. -La acercó más-. ¿Me has oído? Todo será tuyo. Christl no quiere hijos ni tampoco un marido, pero puede que le hayan hecho la misma oferta. ¿Dónde está ahora mismo?
Werner estaba cerca, pegado a ella.
– Párate a pensar -prosiguió-. Tu madre os ha enfrentado para saber qué le pasó a su marido, pero, sobre todo, quiere que su familia no se extinga. Los Oberhauser tienen dinero, prestigio y bienes. Sólo le hacen falta herederos.
Dorothea se zafó. Su marido tenía razón: Christl estaba con Malone y su madre no era de fiar. ¿Le habría hecho la misma oferta a su hermana?
– Vamos por delante de ella -aseguró él-. Nuestro hijo sería legítimo.
Dorothea se odió, pero aquel hijo de puta tenía razón.
– ¿Nos ponemos manos a la obra? -preguntó.
Asheville 17.00 horas
Stephanie estaba algo desconcertada: Davis había decidido que pasarían allí la noche y había reservado una única habitación para los dos.
– Por lo general, no soy de esa clase de chicas -le dijo ella cuando él abrió la puerta-. Ir a un hotel en la primera cita…
– No sé, tenía entendido que eras fácil.
Ella le propinó un pescozón.
– Qué más quisieras.
Davis la miró a los ojos.
– Aquí estamos, en un romántico hotel de cuatro estrellas. La otra noche lo pasamos estupendamente, primero muertos de frío y luego haciendo de diana. Estamos creando lazos afectivos.
Ella sonrió.
– No me lo recuerdes. Y, por cierto, me encanta lo sutil que has sido con Scofield. Ha funcionado. Te has ganado su simpatía.
– Es un sabelotodo arrogante y egoísta.
– Que estuvo allí en 1971 y sabe más que tú y que yo.
Davis se dejó caer sobre el cubrecama de vivas flores. La habitación entera parecía sacada de la revista Southern Living: mobiliario exquisito, cortinas elegantes, decoración inspirada en las casas solariegas inglesas y francesas. A Stephanie le apetecía probar la amplia bañera. No se daba un baño desde la mañana del día anterior, en Atlanta. ¿Era eso lo que experimentaban habitualmente sus agentes? ¿No se suponía que ella era la jefa?
– Una habitación superior -observó él-. La única que tenían disponible. El precio supera con mucho las dietas del gobierno, pero qué demonios: tú lo vales.
Stephanie se acomodó en una butaca y apoyó los pies en un escabel a juego.
– Si tú puedes soportar tanto compañerismo, yo también. De todas formas, tengo la sensación de que no vamos a dormir mucho.
– Está aquí -dijo Davis-. Lo sé.
Ella no estaba tan segura, pero no podía negar el mal presentimiento en las tripas.
– Scofield está en la suite Wharton, en la sexta planta. La misma de todos los años -informó él.
– ¿Todo eso te lo contó la recepcionista?
Davis asintió.
– Tampoco le cae bien Scofield.
Davis sacó del bolsillo el folleto de la conferencia.
– Dentro de un rato dirigirá un recorrido por la mansión Biltmore. Luego, mañana por la mañana, irá a cazar jabalís.
– Si nuestro hombre está aquí, se le abren un sinfín de posibilidades, eso sin contar el tiempo que Scofield pase esta noche en su habitación.
Stephanie observó el rostro de Davis. Por lo general nunca traslucía nada, pero la máscara iba perdiendo fuerza; estaba nervioso. Ella sentía una sombría reticencia mezclada con una gran curiosidad, de manera que preguntó:
– ¿Qué vas a hacer cuando por fin lo encuentres?
– Matarlo.
– Eso sería asesinato.
– Puede, pero dudo que nuestro hombre caiga sin presentar batalla.
– ¿Tanto la querías?
– Los hombres no deberían pegar a las mujeres.
Ella se preguntó con quién estaba hablando Davis: ¿con ella? ¿Con Millicent? ¿Con Ramsey?
– Antes no podía hacer nada -prosiguió él-, ahora sí puedo. -Su rostro se oscureció de nuevo, ocultando sus emociones-. Y ahora dime qué es lo que el presidente no quería que supiera.
Ella había estado esperando que se lo preguntara.
– Tiene que ver con tu compañera. -Le contó adonde había ido Diane McCoy-. Daniels confía en ti, Edwin, más de lo que crees. -Stephanie vio que él captaba lo que no había dicho: no le falles.
– No lo defraudaré.
– No puedes matar a ese tipo, Edwin. Lo necesitamos con vida para coger a Ramsey. De lo contrario, el verdadero problema se quedará tan campante.
– Lo sé.
La derrota empañó su voz. Se levantó.
– Hemos de irnos.
Se pasaron por el mostrador de inscripciones y se apuntaron a lo que quedaba de conferencia antes de ir arriba. En su poder tenían dos entradas para el recorrido a la luz de las velas.
– Tenemos que pegarnos a Scofield -afirmó él-. Tanto si le gusta como si no.
Charlie Smith entró en la mansión Biltmore siguiendo los pasos del grupo que efectuaba el recorrido privado. Después de inscribirse en la conferencia sobre Antiguos misterios desvelados con otro nombre le ofrecieron una entrada para dicho evento. Una lectura rápida en la tienda de regalos del hotel le informó de que desde principios de noviembre hasta Año Nuevo la residencia ofrecía las denominadas veladas mágicas, en las que los visitantes podían disfrutar de una mansión iluminada con velas, chimeneas encendidas, decoración festiva y música en directo. Las horas de entrada se reservaban, y la de esa noche era más que especial, ya que se trataba del último recorrido del día, disponible únicamente a quienes asistieran a la conferencia.
Se habían desplazado desde el hotel en dos autobuses de Biltmore, unas ochenta personas, según sus cálculos. Él vestía como los demás, con colores invernales, abrigo de lana, zapatos oscuros. Durante el trayecto había entablado conversación con otro asistente sobre «Star Trek». Habían hablado de cuál era la serie que les gustaba más, él arguyendo que «Enterprise» era la mejor con diferencia, aunque su interlocutor prefería «Voyager».
– Síganme -decía Scofield mientras permanecían de pie en la heladora noche ante la puerta principal-. Les espera una agradable sorpresa.
La multitud cruzó una intrincada verja de hierro. Él había leído que todas las habitaciones tendrían decoración navideña, como había hecho George Vanderbilt desde 1885, fecha en que se abrió por primera vez la propiedad.
Se moría de ganas de ver los espectáculos.
Tanto el de la casa como el suyo propio.
Malone se despertó. Christl dormía a su lado, el desnudo cuerpo pegado al suyo. Consultó el reloj: las 0.35. Había empezado otro día, viernes, 14 de diciembre.
Había dormido dos horas.
Lo invadía una cálida sensación de satisfacción.
Llevaba algún tiempo sin hacerlo.
Después había llegado el descanso dentro de una oscuridad en tierra de nadie plagada de imágenes minuciosas.
Como los dibujos enmarcados que colgaban en la planta de abajo. De la iglesia, de 1772.
Extraña manera de dar con la solución, la respuesta se había desplegado en su cabeza como los naipes boca arriba de un solitario. Lo mismo había ocurrido dos años antes, en el castillo de Cassiopeia Vitt. Pensó en Cassiopeia. Últimamente sus visitas cada vez eran menos y más espaciadas, y a saber dónde andaría. En Aquisgrán se había planteado llamarla para pedirle ayuda, pero al final decidió que aquello era cosa suya. Y allí estaba ahora, tumbado, pensando en la multitud de opciones que ofrecía la vida. La rapidez de su decisión con respecto a los avances de Christl lo ponía nervioso.
Pero al menos había sacado algo más en claro: la búsqueda de Carlomagno.
Ahora sabía cómo terminaba.
Asheville
Stephanie y Davis entraron con los demás en el grandioso recibidor de Biltmore, entre paredes vertiginosas y arcos de piedra caliza. A su derecha, en un invernadero con el techo de cristal, una ristra de flores de Pascua rodeaba una fuente de mármol y bronce. El caldeado aire olía a plantas y a canela.
Durante el trayecto en autobús, una mujer les había contado que el recorrido a la luz de las velas se presentaba como un festival de luces a la vieja usanza, decoración fastuosa, la recreación de una auténtica postal victoriana. Y, conforme a lo prometido, un coro cantaba villancicos en alguna habitación distante. Dado que no había guardarropa, Stephanie se había dejado el abrigo desabrochado mientras permanecían atrás del todo, sin estorbar a Scofield, que parecía disfrutar de su papel de anfitrión.
– Tenemos la casa para nosotros -afirmó el profesor-. Es una tradición que forma parte de la conferencia. Doscientas cincuenta habitaciones, treinta y cuatro dormitorios, cuarenta y tres cuartos de baño, sesenta y cinco chimeneas, tres cocinas y una piscina cubierta. Me sorprende que lo recuerde todo. -Rió con su propia ocurrencia-. Yo seré su guía durante todo el recorrido y les señalaré algunos aspectos interesantes. Terminaremos de nuevo aquí, y a continuación dispondrán de media hora aproximadamente para vagar a su antojo por la mansión antes de que los autobuses nos lleven de vuelta al hotel. -Hizo una pausa-. Empecemos.
Scofield guió al gentío por una larga galería de unos treinta metros llena de tapices de seda y lana que, según explicó, fueron tejidos en Bélgica alrededor de 1530. Vieron la magnífica biblioteca, con sus veintitrés mil volúmenes y su techo veneciano, y el salón de música, que albergaba un espectacular grabado de Durero. Por último entraron en un imponente comedor de gala que atesoraba más tapices flamencos, un órgano y una enorme mesa de roble macizo con capacidad para sesenta y cuatro comensales, contó Stephanie. Velas, chimeneas y titilantes luces navideñas iluminaban el conjunto.
– La estancia más grande de la casa -anunció Scofield en el comedor de gala-. Veinte metros de largo por doce de ancho coronados por una bóveda de cañón que se alza a veinte metros de altura.
Un enorme abeto de Douglas, que llegaba hasta medio camino del techo, lucía juguetes, adornos, flores secas, abalorios dorados, ángeles, terciopelo y encaje. La música festiva de un órgano inundaba la habitación de alegría navideña.
Al ver que Davis se dirigía a la mesa de comedor, Stephanie se acercó a él y musitó:
– ¿Qué ocurre?
Él señaló la triple chimenea, flanqueada por una armadura, como si la estuviese admirando, y repuso:
– Hay un tipo bajo y delgado que lleva unos chinos azul oscuro, camisa de loneta y tres cuartos con cuello de pana. Detrás de nosotros.
Ella sabía que no debía volverse para mirar, de manera que se concentró en la chimenea con el altorrelieve en la parte superior, que parecía sacado de un templo griego.
– No ha perdido de vista a Scofield.
– Como todo el mundo.
– No ha hablado con nadie y ha mirado por la ventana dos veces. En una ocasión lo miré a los ojos para ver qué pasaba y él apartó la mirada. Demasiado nervioso para mi gusto.
Stephanie señaló otros adornos que decoraban las inmensas arañas de bronce que colgaban del techo. Había banderines por toda la estancia, réplicas de banderas, oyó decir a Scofield, de la revolución americana, de las trece colonias originales.
– No tienes ni idea, ¿no? -preguntó ella.
– Llámalo presentimiento. Está comprobando otra vez las ventanas. Aquí se viene por la casa, no por lo que hay fuera.
– ¿Te importa si lo compruebo por mí misma? -inquirió Stephanie.
– Adelante.
Davis siguió mirando boquiabierto la sala mientras ella cruzaba como si tal cosa el piso de madera noble hasta el árbol de Navidad, donde el flaco de los chinos se hallaba cerca de un grupo. Ella no vio nada amenazador, tan sólo que el hombre parecía prestar mucha atención a Scofield, aunque su anfitrión había trabado una animada conversación con otras personas.
Stephanie lo vio apartarse del fragante árbol y aproximarse con naturalidad a una puerta, donde arrojó algo a una pequeña papelera y se marchó para entrar en la siguiente estancia.
Ella esperó un minuto y lo siguió, asomando la cabeza por la puerta.
Chinos se paseó por una masculina sala de billar que parecía un club de caballeros del siglo XIX, las paredes revestidas de exquisito roble, un ornamental techo de escayola y alfombras orientales de ricos colores. Reparó en que el tipo miraba los grabados enmarcados de la pared, pero no con atención.
Stephanie echó un vistazo a la papelera y vio algo en la parte de arriba. Se agachó, lo cogió y volvió al comedor.
Miró lo que tenía en la mano: cerillas de un asador Ruths Chris.
De Charlotte, Carolina del Norte.
Malone, incapaz de seguir durmiendo y con la cabeza dándole vueltas, se deslizó de debajo del pesado edredón y se levantó de la cama. Tenía que ir abajo a estudiar otra vez el grabado enmarcado.
Christl se despertó.
– ¿Adónde vas?
Él cogió los pantalones del suelo.
– A ver si tengo razón.
– ¿Has visto algo? -Ella se incorporó y encendió la luz que había junto a la cama-. ¿De qué se trata?
Parecía de lo más cómoda desnuda, y él se sentía de lo más cómodo contemplándola. Se subió la cremallera del pantalón y se puso la camisa sin preocuparse de los zapatos.
– Espera -dijo Christl al tiempo que se levantaba y daba con su ropa.
La planta baja estaba tenuemente iluminada por dos lámparas y el rescoldo de la chimenea. En recepción no había nadie, y Malone no oyó sonido alguno procedente del restaurante. Encontró el grabado y encendió otra lámpara.
– Es de 1772. Es evidente que entonces la iglesia se encontraba en mejor estado. ¿Ves algo?
Él la miró mientras ella estudiaba el dibujo.
– Las ventanas estaban intactas. Vidrieras, estatuas, las rejas del altar parecen carolingias. Como en Aquisgrán.
– No es eso.
Malone estaba disfrutando: por fin iba un paso por delante de ella. Admiró su estrecha cintura, las esbeltas caderas y los cerrados rizos de su largo cabello rubio. Christl no se había metido la camisa por dentro, de manera que él reparó en la curva de la desnuda espalda cuando ella levantó un brazo y trazó la silueta del dibujo en el cristal.
Se volvió hacia él.
– El suelo.
Sus claros ojos castaños brillaban.
– Di -pidió Malone.
– Hay un dibujo. Se ve mal, pero lo hay.
Tenía razón. El grabado era una vista en ángulo, más orientada a los altos muros y los arcos que al suelo, pero él lo había visto antes: unas líneas oscuras que discurrían por losas de un color más claro, un cuadrado dentro de otro, que a su vez encerraba otro conformando un dibujo familiar.
– Es un tablero del juego del molino -afirmó Malone-. No podemos estar seguros hasta que vayamos a echar una ojeada, pero creo que es el dibujo que presentaba el suelo en su día.
– Va a ser difícil de decir -apuntó ella-. Gateé por él y apenas quedaba nada.
– ¿Fue parte del espectáculo?
– Idea de mi madre, no mía.
– Y a mamá no se le puede decir que no, ¿eh?
Una sonrisa asomó á los finos labios de Christl.
– Cierto.
– «Pero sólo aquellos que sepan apreciar el trono de Salomón y la frivolidad romana hallarán el camino hacia el cielo» -citó él.
– Un tablero en el trono de Aquisgrán y otro aquí.
– Esta iglesia la levantó Eginardo -prosiguió él-. Y años después ideó la búsqueda utilizando la capilla de Aquisgrán y este sitio como puntos de referencia. Al parecer, el trono se hallaba en la capilla de Aquisgrán por aquel entonces. Tu abuelo estableció la relación, y nosotros también podemos hacerlo. -Señaló algo-. Mira la esquina inferior derecha. En el suelo, cerca del centro de la nave, alrededor de donde se extendería el tablero del juego del molino. ¿Qué ves?
Christl inspeccionó el dibujo.
– Hay algo grabado en el suelo. Se ve mal, las líneas son confusas. Parece una cruz pequeña con letras. Una «R» y una «L», pero el resto está liado.
Malone vio que ella caía al completar mentalmente lo que había habido en su momento.
– Forma parte de la firma de Carlomagno -dijo Christi
– No se puede decir con seguridad, pero sólo hay un modo de averiguarlo.
Ashevitle
Stephanie dio con Davis y le enseñó las cerillas.
– Demasiadas coincidencias para mi gusto -dijo él-. No ha venido por la conferencia: está controlando a su objetivo.
Sin duda el asesino era un gallito confiado. Estar allí, abiertamente, sin que nadie supiese quién era sin duda resultaría atractivo a una personalidad osada. Después de todo, a lo largo de las últimas cuarenta y ocho horas se las había apañado para liquidar impunemente a al menos tres personas.
Con todo y con eso…
Davis echó a andar.
– Edwin.
El aludido continuó hacia la sala de billar. El resto del grupo se hallaba desperdigado por el comedor de gala. Scofield empezó a reunirlos para llevarlos al lugar donde estaba Chinos.
Stephanie sacudió la cabeza y fue tras ellos…
Davis se disponía a rodear las mesas de juego para acercarse hasta donde se encontraba Chinos, cerca de una chimenea engalanada con una guirnalda de pino y una piel de oso que vestía el piso de madera. En la habitación ya había más gente del grupo, el resto llegaría en breve.
– Disculpe -llamó Davis-, usted.
Chinos se volvió, vio quién le hablaba y retrocedió.
– Necesito hablar con usted -dijo Davis con voz firme.
Chinos se abalanzó hacia adelante y apartó a Davis al tiempo que su mano derecha desaparecía bajo el tres cuartos desabrochado.
– ¡Edwin! -gritó Stephanie.
Davis, que al parecer también lo vio, se metió bajo una de las mesas de billar.
Ella sacó su arma, apuntó y chilló:
– ¡Alto!
Los de la habitación vieron la pistola. Una mujer gritó.
Chinos salió disparado por una puerta.
Davis se puso en pie de un salto y corrió tras él.
Malone y Christl salieron del hotel. El silencio envolvía el frío y límpido aire. Las estrellas despedían un brillo imposible que bañaba Ossau en una luz incolora.
Christl había encontrado dos linternas tras el mostrador de recepción. Aunque Malone andaba como atontado por el cansancio, una maraña de ideas combativas le habían infundido vitalidad. Acababa de hacer el amor con una mujer guapa de la que, por un lado, no se fiaba y que, por otro, le resultaba irresistible.
Christl se había recogido los rizos en la parte alta de la cabeza, despejando la nuca y dejando sueltos unos zarcillos que enmarcaban su dulce rostro. Las sombras bailoteaban en el desigual suelo y el aire olía a humo. Subieron el nevado camino en pendiente a duras penas y se detuvieron a la puerta del monasterio. Malone reparó en que Henn, que se había ocupado del desaguisado de antes, había vuelto a colocar la cadena para que diera la impresión de que la puerta estaba cerrada.
Quitó la cadena y entraron.
Un silencio oscuro, que no interrumpían ni la noche ni los años, se cernía por doquier. Encendieron las linternas y se abrieron paso en la negrura desde el claustro hasta la iglesia. Era como caminar por un congelador, el reseco aire cortando los labios de Malone.
Antes no se había fijado atentamente en el suelo, pero ahora barría el musgoso piso con la luz. La mampostería era tosca y de juntas anchas, muchas de las piedras o bien estaban hechas pedazos o faltaban, dejando a la vista la helada y endurecida tierra. El terror le invadió el cuerpo. Llevaba consigo el arma y los cargadores extra, por si las moscas.
– Mira -dijo-, hay un dibujo. Cuesta distinguirlo con lo poco que queda. -Alzó la vista al coro, donde anteriormente habían estado Isabel y Henn-. Vamos.
Malone dio con la escalera y subieron. Mirar desde arriba sirvió de ayuda: ambos se percataron de que el suelo, de haber estado completo, habría formado un tablero del juego del molino.
Malone dirigió el haz de luz hacia lo que según sus cálculos sería el centro del tablero.
– Hay que admitir que Eginardo era minucioso: está en el centro de la nave.
– Qué emocionante -exclamó Christl-. Esto es exactamente lo que hizo mi abuelo.
– Bajemos a ver si encontramos algo.
– Todos ustedes, escúchenme -dijo Stephanie con la intención de recuperar el control.
Las cabezas se volvieron y al poco el silencio inundó la estancia. Scofield entró a la carrera desde el comedor de gala.
– ¿Qué está pasando aquí?
– Doctor Scofield, lleve a esta gente de vuelta a la entrada principal, allí habrá seguridad. El recorrido ha terminado.
Seguía con el arma en la mano, lo que parecía conferir un halo adicional de autoridad a su orden. Sin embargo, Stephanie no podía quedarse a esperar para ver si Scofield obedecía.
Salió disparada tras Davis. A saber qué estaría haciendo.
Abandonó la sala de billar y entró en un pasillo débilmente iluminado. Un letrero anunciaba que se trataba del «Ala del soltero». A su derecha se abrían dos pequeñas habitaciones, mientras que a su izquierda había una escalera de bajada, nada recargada, probablemente para el uso de la servidumbre. Oyó pasos abajo.
Veloces.
Fue tras ellos.
Malone inspeccionó el suelo del centro de la nave, que conservaba la mayor parte del pavimento, las juntas rellenas de tierra y rebosantes de líquenes. Descendieron a la planta baja y él iluminó la piedra central y a continuación se agachó.
– Mira -dijo.
No quedaba mucho, pero en la piedra se distinguían unas líneas tenues, tramos aquí y allá de lo que en su día formó parte de un triángulo y los restos de las letras «K» y «L».
– ¿Qué otra cosa podría ser salvo la marca de Carlomagno? -inquirió ella.
– Necesitamos una pala.
– Hay un cobertizo de mantenimiento más allá del claustro. Lo encontramos ayer por la mañana, cuando llegamos.
– Ve a echar un vistazo.
Christl obedeció.
Malone clavó la vista en la piedra, incrustada en la congelada tierra, mientras le daba vueltas a algo. Si Hermann Oberhauser siguió la misma pista, ¿por qué iba a haber algo allí a esas alturas? Isabel había dicho que su suegro acudió por primera vez a finales de los años treinta, antes de viajar a la Antártida, y luego volvió a principios de los cincuenta. Su marido lo hizo en 1970.
Y, sin embargo, ¿nadie sabía nada?
Fuera de la iglesia danzaba una luz cada vez más intensa. Christl volvió, pala en mano.
Él asió el mango, dejó la linterna e introdujo la hoja metálica en una junta. Como bien sospechaba, el suelo era como cemento. Alzó la pala y clavó la punta con fuerza, moviéndola adelante y atrás. Después de varios golpes empezó a hacer progresos y el terreno cedió.
Hundió de nuevo la pala en la junta y consiguió meterla debajo, utilizando el mango de madera a modo de fulcro y desprendiendo la piedra del abrazo del suelo.
Retiró la pala y repitió la operación en los lados restantes.
Finalmente la losa comenzó a temblar. Malone hizo palanca con el mango y la levantó.
– Sujeta la pala -le pidió a ella mientras se agachaba y metía las enguantadas manos debajo, liberando los bordes.
A su lado descansaban ambas linternas. Cogió una y vio que allí sólo había tierra.
– Déjame probar -se ofreció Christl.
Y comenzó a trabajar la dura tierra con golpes cortos, retorciendo la hoja, ahondando cada vez más. Entonces golpeó algo. Retiró la pala, y Malone apartó la tierra suelta y se puso a escarbar hasta que vio la parte superior de lo que en un principio parecía una piedra, pero después resultó ser algo plano.
Retiró la fría tierra restante.
Tallada en el centro de un rectángulo, clara y nítidamente, se veía la firma de Carlomagno. Tras despejar los laterales, Malone cayó en la cuenta de que tenía delante un relicario de piedra de unos cuarenta centímetros de largo por veinticinco de ancho. Metió las manos por ambos lados y descubrió que medía quince centímetros de alto.
Lo sacó.
Christl se agachó.
– Es carolingio. Por el estilo, el diseño. De mármol. Y por la firma, claro.
– ¿Quieres hacer los honores? -preguntó él.
Una media sonrisa de dicha afloró a la boca de ella al tiempo que agarraba los lados y sacaba el relicario, que se abría por la mitad, la parte inferior sirviendo de marco a algo envuelto en hule.
Malone cogió el envoltorio y aflojó los cordones.
A continuación abrió con sumo cuidado la bolsa mientras Christl alumbraba con la linterna.
Asheville
Stephanie descendió la escalera, que giraba a la derecha y llevaba hasta el sótano de la mansión. Davis aguardaba al pie.
– Has tardado lo tuyo, ¿eh? -Le arrebató el arma-. La necesito.
– ¿Qué vas a hacer?
– Ya te lo dije, matar a ese capullo.
– Edwin, ni siquiera sabemos quién es.
– Me vio y echó a correr.
Stephanie tenía que hacerse con el control, como le había pedido Daniels.
– ¿Cómo iba a conocerte? Nadie nos vio la otra noche, y nosotros no lo vimos a él.
– No lo sé, Stephanie, pero así fue.
El hombre había salido corriendo, lo cual era sospechoso, pero ella no estaba dispuesta a condenarlo a morir.
Oyeron pasos a sus espaldas y apareció un guarda de seguridad uniformado. Al ver el arma que sostenía Davis, reaccionó, pero Stephanie estaba preparada y le mostró sus credenciales de Magellan Billet.
– Somos agentes federales y estamos interesados en una persona que anda por aquí abajo. Ha huido. ¿Cuántas salidas hay en esta planta?
– Hay otra escalera en el otro extremo y varias puertas que dan al exterior.
– ¿Puede cubrirlas?
El hombre titubeó un instante y al parecer decidió que iban en serio, ya que cogió la radio que llevaba sujeta a la cintura e indicó a otros lo que tenían que hacer.
– Hemos de coger a ese tipo si sale por una ventana. Por donde sea. ¿Entendido? -inquirió Stephanie-. Ponga hombres fuera.
El aludido asintió y, tras dar más instrucciones, dijo:
– El grupo se encuentra fuera, ha subido a los autobuses. La casa está vacía, a excepción de ustedes dos.
– Y de él -puntualizó Davis, que se puso en marcha.
El guarda no iba armado. Una lástima. Sin embargo, ella vio en el bolsillo de la camisa uno de los folletos que había visto en manos de algunas personas del grupo. Lo señaló y quiso saber:
– ¿Hay un plano de esta planta?
El guarda asintió.
– De las cuatro plantas. -Se lo entregó-. Éste es el sótano: juegos, cocinas, cuartos del servicio, almacenamiento. Hay un montón de sitios donde esconderse.
Eso era algo que ella no quería oír.
– Llame a la policía local, hágala venir y después cubra esta escalera. El tipo podría ser peligroso.
– ¿No está segura?
– Ése es el problema, que no sabemos una mierda.
Malone vio que en la bolsa había un libro del que asomaba un sobre azul claro cerca del centro. Metió la mano y lo sacó.
– Deja la bolsa en el suelo -pidió al tiempo que apoyaba el libro encima con delicadeza y cogía la linterna.
Christl extrajo el sobre, lo abrió y encontró dos hojas. Las desdobló: ambas estaban repletas de una pesada caligrafía masculina -alemán- en tinta negra.
– Es la letra de mi abuelo. He leído sus cuadernos.
Stephanie salió corriendo detrás de Davis y le dio alcance en una encrucijada: un pasillo seguía por la izquierda y el otro en línea recta. En este último se abrían unas puertas con cuarterones de cristal, seguramente despensas. Stephanie se apresuró a consultar el plano: en el extremo del pasillo identificó la cocina principal.
Oyó un ruido. A su izquierda.
Según el plano del folleto, el corredor que tenían delante conducía a los dormitorios del servicio y no se comunicaba con ninguna otra parte del sótano: era un callejón sin salida.
Davis enfiló el largo pasillo que quedaba a su izquierda, en dirección al ruido.
Pasaron por un gimnasio equipado con barras paralelas, pesas, balones medicinales y una máquina de remo. A su derecha encontraron la piscina cubierta, donde todo, incluida la bóveda, estaba revestido de azulejos blancos. Allí no había ventanas, tan sólo una intensa luz eléctrica. En el profundo y reluciente vaso no había agua.
Una sombra pasó por delante de la otra salida de la piscina. Dieron la vuelta por la pasarela, provista de una barandilla, con Davis a la cabeza. Ella miró el plano.
– Ésta es la única salida desde las habitaciones que hay al otro lado. Aparte de la escalera principal, pero esperemos que los guardas de seguridad la hayan cubierto.
– Entonces lo tenemos. Tiene que volver por aquí.
– O él nos tiene a nosotros.
Davis miró de reojo el plano y acto seguido cruzaron una puerta y bajaron unos peldaños. Le entregó la pistola a Stephanie.
– Espero yo. -Señaló hacia la izquierda-. Ese pasillo da toda la vuelta y muere aquí.
A Stephanie la invadió una sensación de malestar.
– Edwin, esto es una locura.
– Tú empújalo hacia aquí. -Su ojo derecho tembló-. He de hacer esto. Envíamelo hacia mí.
– ¿Qué vas a hacer?
– Estaré preparado.
Ella asintió, buscando las palabras adecuadas, pero comprendía el vehemente deseo que sentía él.
– De acuerdo.
Davis subió la escalera por la que habían bajado. Stephanie avanzó por la izquierda y, en la escalera principal, que conducía a la planta superior, vio a otro guarda de seguridad, que negó con la cabeza para decirle que por allí no había pasado nadie. Ella asintió y le indicó por señas que se dirigía a la izquierda.
Dos sinuosos pasillos sin ventanas la llevaron hasta una larga habitación rectangular repleta de piezas históricas y fotografías en blanco y negro. Las paredes estaban pintadas con un cottage de vistosas imágenes: la sala Halloween. Stephanie recordaba haber leído en el folleto que en una fiesta de Halloween que se celebró en la década de 1920 los invitados pintaron las paredes.
Entonces vio a Chinos en el extremo opuesto, sorteando las piezas camino de la otra salida.
– ¡Alto! -gritó.
Él no se detuvo.
Stephanie apuntó y abrió fuego.
El eco hirió sus oídos. La bala se incrustó en uno de los letreros de los objetos. Ella no intentaba darle al hombre, tan sólo asustarlo, pero Chinos atravesó la puerta a la carrera, sin parar.
Ella fue detrás.
Sólo lo había visto de refilón, de forma que era imposible saber si iba armado.
Cruzó una sala de juegos y entró en una bolera con dos pistas, bolos y bolas, el piso de madera. Algo muy práctico a finales del siglo XIX.
Stephanie decidió probar algo.
– ¿Qué sentido tiene correr? -dijo a voz en grito-. No tiene adonde ir, la casa está rodeada.
Silencio.
A su izquierda se abrían pequeñas casetas, una puerta tras otra. Imaginó a recatadas damas y caballeros de hacía cien años cambiándose de ropa. Ante ella el pasillo finalizaba donde aguardaba Davis, cerca de la piscina. Stephanie ya había dado la vuelta.
– Salga -dijo-. No conseguirá escapar de aquí.
Presentía que el tipo no andaba lejos.
De repente, a unos seis metros, algo salió despedido de uno de los vestuarios.
Le habían lanzado un bolo, que hendía el aire como si fuera un bumerán.
Stephanie se agachó y el bolo se estrelló con gran estrépito contra la pared detrás de ella. Chinos emprendió la huida.
Ella recuperó el equilibrio y salió a la carrera. Al llegar al final del pasillo echó un vistazo: nadie a la vista. Corrió hacia los peldaños y subió a la piscina. Chinos se hallaba enfrente, en la parte menos profunda, donde se abría la puerta del gimnasio, alejándose.
Ella alzó el arma y le apuntó a las piernas, pero antes de que pudiera disparar, Davis salió por la puerta y se abalanzó sobre él. Chocaron contra la barandilla de madera que rodeaba la piscina, que cedió en el acto, los dos cuerpos cayendo desde un metro de altura al vacío vaso.
Carne y huesos golpearon con fuerza los azulejos.
A mi hijo:
Puede que éste sea mi último acto cuerdo. Mi mente se desliza de prisa en una densa niebla. He intentado resistir, pero ha sido en vano. He de hacer esto antes de que la razón me abandone por completo. Si estás leyendo estas palabras es que has concluido con éxito la búsqueda de Carlomagno. Dios te bendiga. Has de saber que estoy orgulloso. También yo busqué y descubrí el eterno legado de nuestros grandiosos antepasados arios. Sabía que existían. Se lo dije a mi Führer; intenté convencerlo de que su visión de nuestro pasado no era precisa, pero él no quiso escuchar. El más grande de todos los reyes, el primer hombre que anticipó un continente unificado, Carlomagno, conocía bien nuestro destino. Supo apreciar lo que le enseñaron los santos. Sabía que eran sabios y escuchó sus consejos. Aquí, en este suelo sagrado, Eginardo escondió la clave para descifrarla lengua del cielo. Eginardo, que fue instruido por el mismísimo gran consejero, protegió todo cuanto tuvo el privilegio de conocer. Imagina mi embeleso, más de mil años después, al ser el primero en saber lo que Eginardo sabía, lo que Carlomagno sabía, lo que nosotros, los alemanes, hemos de saber. Sin embargo, ni una sola persona supo apreciar lo que yo descubrí. Antes bien, fui tildado de peligroso, considerado inestable y silenciado para siempre. Después de la guerra a nadie le importaba nuestro legado alemán. Pronunciar la palabra ario equivalía a invocar recuerdos de atrocidades de las que nadie quería acordarse. Me ponía enfermo. Si ellos supieran…, si hubiesen visto lo que yo había visto… Hijo mío, si has llegado hasta aquí es gracias a lo que te conté sobre la búsqueda de Carlomagno. Eginardo dejó claro que ni él ni los santos son pacientes con la ignorancia. Tampoco yo, hijo mío. Has demostrado que yo tenía razón y que tú eres honorable. Ahora puedes conocer la lengua del cielo. Disfrútala, admira el lugar del que vinimos.
– Tu madre dijo que Hermann vino aquí por segunda vez a principios de la década de 1950 -dijo Malone-. Tu padre tendría unos treinta años, ¿no?
Christl afirmó con la cabeza.
– Nació en 1921, murió a los cincuenta.
– Así que Hermann Oberhauser trajo lo que encontró y lo dejó aquí para que su hijo pudiese retomar la búsqueda.
– Mi abuelo era un hombre con ideas raras. En sus últimos quince años de vida no salió nunca de Reichshoffen. Cuando murió no nos conocía a ninguno. Apenas hablaba conmigo.
Malone recordó más de lo que le había contado Isabel.
– Tu madre dijo que Dietz vino aquí después de que Hermann murió, pero por lo visto no encontró nada, ya que el libro está aquí. -Comprendió lo que eso significaba-. De modo que fue a la Antártida sin saber nada.
Ella cabeceó.
– Tenía los mapas de mi abuelo.
– Ya los viste: en ellos no ponía nada. Como dijiste en Aquisgrán, los mapas no sirven de nada sin notaciones.
– Pero tenía los cuadernos de mi abuelo, y contienen información.
El señaló el libro que descansaba sobre el hule.
– Tu padre necesitaba esto para saber lo que sabía Hermann.
Se preguntó por qué la Marina había accedido a realizar un viaje tan absurdo. ¿Qué había prometido Dietz Oberhauser? ¿Qué esperaban sacar ellos?
Tenía las orejas dormidas a causa del frío.
Clavó la vista en la tapa: grabado en ella se podía ver el mismo símbolo de la tumba de Carlomagno.
Malone abrió el antiguo volumen. En forma, tamaño y colorido era casi idéntico a los dos que ya había visto. Dentro advirtió la misma extraña escritura con adiciones.
– Los arabescos del otro libro son letras -afirmó, y reparó en que cada página contenía un método para convertir el alfabeto al latín-. Es una traducción de la lengua del cielo.
– Podemos hacerla -aseguró ella.
– ¿A qué te refieres?
– Mi madre mandó escanear el libro de Carlomagno. Hace un año contrató a unos lingüistas para que intentaran descifrarlo. No lo consiguieron, claro, dado que no está escrito en ningún idioma conocido. Yo me lo olí, comprendí que fuera lo que fuese lo que hubiera aquí debía ser una forma de traducir el libro. ¿Qué otra cosa podía ser? Ayer, mi madre me dio el texto escaneado, y tengo un programa de traducción que debería funcionar. Lo único que habríamos de hacer es escanear estas páginas e introducirlas en él.
– Dime que has traído el portátil contigo.
Ella asintió.
– Me lo trajo mi madre de Reichshoffen. Eso y un escáner.
Por fin algo salía bien.
Stephanie no podía hacer gran cosa. Davis y Chinos rodaban por la piscina vacía, deslizándose por los impecables azulejos blancos hacia la parte profunda, de suelo recto, casi dos metros y medio por debajo ella.
Se toparon contra la parte inferior de una escalerilla de madera que subía hasta una plataforma que debía de quedar sumergida cuando la piscina estuviese llena. Otros tres peldaños unían la plataforma con el nivel en que ella se encontraba.
Davis se quitó a Chinos de encima, se puso de pie y giró para impedirle escapar. El otro, que pareció sufrir un instante de indecisión, movió la cabeza a derecha e izquierda y se dio cuenta de que se hallaban dentro de un insólito cuadrilátero.
Davis se quitó el abrigo.
Chinos aceptó el desafío e hizo lo propio.
Ella quería detenerlo, pero sabía que Davis no se lo perdonaría jamás. Chinos aparentaba unos cuarenta años, frente a los casi sesenta de Davis, pero la ira podía equilibrar el marcador.
Stephanie oyó cómo un puño se estrellaba contra un hueso: Davis le dio a Chinos en todo el mentón y este salió disparado contra los azulejos. No obstante, se recuperó en el acto y le estampó un pie en el estómago a su atacante.
Ella vio que Davis se quedaba sin resuello.
Chinos se movía adelante y atrás, propinando rápidos golpes certeros que remató con uno directo al esternón.
Davis perdió el equilibrio y giró sobre sus talones. Justo cuando lograba coordinar de nuevo sus movimientos e intentaba volverse, Chinos se abalanzó sobre él y le propinó un golpe en la nuez. Davis lanzó un puñetazo al aire con la derecha.
Chinos esbozó una sonrisa de orgullo.
Davis cayó de rodillas y se inclinó hacia adelante como si rezara, la cabeza gacha, los brazos contra los costados. Su contrincante permanecía en pie, listo para continuar. Al ver que Davis estaba sin aliento, a Stephanie se le secó la boca. Chinos se acercó más, con la intención de poner fin al combate, pero Davis hizo acopio de fuerzas, se levantó y cayó sobre su oponente, hundiéndole la cabeza en las costillas.
Se oyó un crujir de huesos.
Chinos dejó escapar un alarido de dolor y cayó desplomado sobre los azulejos.
Davis empezó entonces a propinarle una paliza.
A Chinos le manaba sangre de la nariz, que salpicaba las baldosas. Sus brazos y sus piernas cedieron mientras Davis no paraba de asestarle duros golpes con el puño cerrado.
– Edwin -medió Stephanie.
Pero él no pareció escuchar.
– ¡Edwin! -gritó.
El se detuvo, con la respiración sibilante, pero no se movió.
– Basta -pidió ella.
Davis le dirigió una mirada asesina, pero al cabo se apartó de su rival y se puso en pie, si bien las piernas le fallaron de inmediato y se tambaleó. Estiró un brazo y se apoyó, procurando permanecer erguido, pero no fue capaz.
Y se desplomó contra los azulejos.
Ossau 3.00 horas
Malone vio que Christl sacaba un portátil de su bolsa de viaje. Habían vuelto al hotel sin ver u oír a nadie. Fuera había empezado a nevar y el viento formaba esponjosos remolinos. Christl encendió el ordenador y a continuación sacó un escáner portátil, que conectó a uno de los puertos USB.
– Esto me llevará un rato -advirtió-. No es precisamente el escáner más rápido del mundo.
Malone sostenía el libro que habían rescatado en la iglesia. Habían ojeado todas las páginas, que parecían una traducción completa de cada una de las letras de la lengua del cielo a su equivalente en latín.
– Eres consciente de que esto no será exacto, ¿verdad? -dijo ella-. Alguno de los caracteres podría tener dos significados, es posible que no exista una letra o un sonido correspondiente en latín y cosas por el estilo.
– Tu abuelo lo consiguió.
Ella lo miró con una extraña mezcla de enfado y gratitud.
– También puedo pasar en el acto el latín al alemán o al inglés. La verdad es que no sabía qué esperar. Nunca estuve del todo segura de si había que creer al abuelo. Hace unos meses mi madre me permitió ver algunos de sus cuadernos, y también los de mi padre, pero no me dijeron gran cosa. Es evidente que ella se quedó con lo que consideraba importante. Los mapas, por ejemplo, o los libros de las tumbas de Eginardo y Carlomagno. Así que siempre me asaltó la duda de si mi abuelo no sería más que un loco.
A Malone le sorprendió su franqueza: era reconfortante, pero también sospechosa.
– Ya viste toda esa parafernalia nazi que coleccionaba; estaba obsesionado. Lo curioso del caso es que se libró de los desastres del Tercer Reich, pero parecía lamentar no haber caído con él. Al final sólo era un hombre amargado. Casi fue una bendición que perdiera la cabeza.
– Pero ahora tiene otra oportunidad para demostrar que estaba en lo cierto.
La máquina pitó, indicando que estaba lista. Christl cogió el libro.
– Y pretendo concederle todas las oportunidades. ¿Qué vas a hacer mientras trabajo?
Malone se tumbó en la cama.
– Intentar dormir. Despiértame cuando hayas terminado.
Ramsey se aseguró de que Diane McCoy abandonaba Fort Lee y regresó a Washington. No volvió a entrar en el almacén para no llamar más la atención, y al comandante de la base le explicó que había sido testigo de una disputa territorial sin importancia entre la Casa Blanca y la Marina. La explicación pareció satisfacer las preguntas que pudieran haber suscitado las repetidas visitas de alto nivel durante los últimos días.
Consultó el reloj: las 20.50.
Se sentó a una mesa de una pequeña trattoria situada a las afueras de Washington. Buena comida italiana, marco sencillo y una bodega excelente, aunque nada de eso le importaba esa noche.
Bebió un sorbo de vino.
Una mujer entró en el restaurante. Vestían su alta y delgada figura un abrigo de terciopelo pespunteado y unos vaqueros oscuros vintage; llevaba al cuello una bufanda de cachemir color beis. Rodeó las apretadas mesas y tomó asiento con él.
La mujer de la tienda de mapas.
– Hiciste un buen trabajo con el senador -aprobó él-. Diste en el clavo.
Ella aceptó el cumplido asintiendo con la cabeza.
– ¿Dónde está? -quiso saber Ramsey, que había ordenado que vigilaran a Diane McCoy.
– Esto no le va a gustar.
Un nuevo escalofrío le recorrió la espalda.
– Se ha citado con Kane. Hace nada.
– ¿Dónde?
– Dieron un paseo por el Monumento a Lincoln y después fueron caminando hasta el Monumento a Washington.
– Hace una noche fría para pasear.
– A mí me lo va a decir. Tengo a un hombre con ella. McCoy se ha ido a su casa.
Inquietante. El único nexo entre McCoy y Kane era él. Ramsey creía que la había apaciguado, pero tal vez hubiese subestimado su determinación.
El móvil vibró en su bolsillo. Comprobó la pantalla: Hovey.
– Tengo que cogerlo -se excusó-. ¿Te importaría esperar cerca de la puerta?
Ella lo comprendió y se alejó.
– ¿Qué hay? -contestó Ramsey.
– La Casa Blanca está al teléfono. Quieren hablar contigo. Nada fuera de lo común.
– ¿Y bien?
– Es el presidente.
Eso sí era fuera de lo común.
– Pásamelo.
Al cabo de pocos segundos oyó la atronadora voz conocida en el mundo entero.
– Almirante, espero que esté pasando usted una buena noche.
– Hace frío, señor presidente.
– Ya lo creo. Y más que va a hacer. Lo llamo porque Aatos Kane lo quiere en la Junta de Jefes. Dice que es usted el hombre adecuado para el puesto.
– Eso depende de si usted está conforme, señor. -Hablaba en voz queda, por debajo de las apagadas conversaciones que se desarrollaban a su alrededor.
– Lo estoy. He estado pensando en ello todo el día, pero estoy conforme. ¿Le gustaría aceptar el cargo?
– Iría a donde usted me mandara.
– Ya sabe lo que opino de la Junta de Jefes, pero seamos realistas: nada va a cambiar, así que lo necesito allí.
– Será un honor. ¿Cuándo se haría público?
– Daré a conocer su nombre en el plazo de una hora. Será el protagonista de las noticias matutinas. Prepárese, almirante, esto no tiene nada que ver con los servicios de inteligencia de la Marina.
– Así lo haré, señor.
– Me alegro de tenerlo a bordo.
Daniels colgó.
Tras un momento tenso, Ramsey bajó la guardia. Sus temores se desvanecieron; lo había conseguido. Fuera lo que fuese que estuviera haciendo Diane McCoy carecía de importancia.
Había sido designado para ocupar el cargo.
Dorothea descansaba en la cama, temblorosa, en ese estado entre el sueño y la vigilia en que los pensamientos a veces podían controlarse. ¿Qué había hecho, volver a acostarse con Werner? Era algo que ya no creía posible, una parte de su vida que sin duda había terminado.
O quizá no.
Dos horas antes había oído que la puerta de la habitación de Malone se abría y se cerraba. Un murmullo de voces se coló a través de las finas paredes, pero no pudo descifrarlo. ¿Qué hacía su hermana en mitad de la noche?
Werner yacía pegado a ella en la estrecha cama. Él tenía razón: estaban casados y su heredero sería legítimo. Pero ¿tener un hijo a los cuarenta y ocho años? Tal vez fuera el precio que tuviera que pagar. Por lo visto, Werner y su madre habían forjado alguna clase de alianza, lo bastante fuerte para que Sterling Wilkerson tuviera que morir, lo bastante fuerte para convertir a Werner en una especie de hombre.
Llegaron más voces procedentes del cuarto de al lado.
Dorothea se levantó de la cama y se acercó al tabique, pero no entendió nada. Se acercó a la ventana sin hacer ruido caminando sobre la fina moqueta. Gruesos copos de nieve caían en silencio. Había vivido toda su vida entre montañas y nieve; había aprendido a cazar, a disparar y a esquiar a una edad temprana. No le tenía miedo de muchas cosas, tan sólo del fracaso y de su madre. Apoyó el desnudo cuerpo en el frío alféizar, frustrada y pesarosa, y miró fijamente a su marido, aovillado bajo el edredón.
Se preguntó si la amargura que sentía hacia él no sería más que dolor por la muerte de su hijo. Durante mucho tiempo después de que Georg falleció, los días y las noches se habían convertido en una pesadilla, en un seguir adelante que no tenía ningún sentido ni llevaba a ninguna parte.
La habitación, y su valor, se enfriaron.
Cruzó los brazos sobre los desnudos pechos.
Le daba la impresión de que con cada año que pasaba aumentaba su amargura, su insatisfacción. Echaba de menos a Georg. Pero quizá Werner tuviera razón. Quizá hubiera llegado la hora de vivir, de amar, de ser amada.
Flexionó las piernas para desentumecerlas. En la habitación contigua reinaba el silencio. Dorothea se volvió y se puso a mirar por la ventana la oscuridad, acribillada por la nieve.
Se acarició el plano vientre.
Otro hijo.
¿Por qué no?
Asheville 23.15 horas
Stephanie y Edwin Davis volvieron al Inn de Biltmore Estate. Davis había salido de la pelea dolorido y con el rostro magullado, pero con el ego intacto. Chinos estaba detenido, aunque inconsciente, en un hospital de la localidad con una conmoción cerebral y contusiones múltiples como consecuencia de la paliza. La policía había escoltado la ambulancia y permanecería allí hasta que llegara el servicio secreto, lo que sería en el plazo de una hora aproximadamente. Los médicos ya le habían dicho a la policía que el hombre no podría ser interrogado hasta la mañana siguiente. Habían cerrado la mansión a cal y canto y más policías peinaban el interior para descubrir qué había dejado atrás Chinos, si es que había dejado algo. Las cintas de las cámaras de seguridad que había repartidas por toda la casa se estaban revisando a conciencia para obtener más información.
Davis no había dicho gran cosa desde que había subido de la piscina. Una llamada a la Casa Blanca confirmó la identidad y la acreditación de ambos, de manera que no se vieron obligados a responder preguntas. Lo que era una suerte: Stephanie veía que Davis no estaba de humor.
El jefe de seguridad de la finca los había acompañado de vuelta al hotel. Se acercaron al mostrador de inscripciones y el administrador encontró lo que quería Davis, después de lo cual le entregó un papel.
– El número de la suite de Scofield.
– Vamos -dijo Davis.
Localizaron la habitación en la sexta planta y Davis aporreó la puerta.
Scofield abrió. Llevaba puesto un albornoz cortesía del hotel.
– Es tarde y mañana he de levantarme temprano. ¿Qué es lo que quieren ahora? ¿Es que no han causado ya bastantes trastornos?
Davis apartó al profesor e irrumpió en la habitación, que gozaba de una amplia sala de estar con un sofá y sillas, una barra de bar y unas ventanas desde las que sin duda se disfrutaría de magníficas vistas de las montañas.
– Esta tarde soporté su estúpida actitud porque no tenía más remedio -espetó Davis-. Pensaba que estábamos locos. Pero acabamos de salvarte el pellejo, así que a cambio nos gustaría obtener algunas respuestas.
– ¿Alguien quería matarme?
Davis le enseñó los moratones.
– Mire mi cara. Él está en el hospital. Es hora de que nos cuente algunas cosas, profesor, información clasificada.
Scofield pareció tragarse parte de su insolencia.
– Tiene razón. Hoy me he comportado como un cretino con ustedes, pero no sabía…
– Un hombre vino a matarlo -dejó claro Stephanie-. Aunque hemos de interrogarlo para asegurarnos, todo apunta a que tenemos a la persona en cuestión.
Scofield asintió y los invitó a tomar asiento.
– No acierto a imaginar por qué soy una amenaza después de todos estos años. He mantenido el juramento que hice. No he dicho nunca nada, aunque debía haberlo hecho. Podría haberme hecho famoso.
Ella esperó a que se explicara.
– Desde 1972 me he pasado la vida intentando demostrar de otras maneras lo que sé que es cierto.
Stephanie había leído un resumen del libro de Scofield, que su despacho le había enviado por e-mail el día anterior. Supuestamente, el profesor había demostrado la existencia de una avanzada civilización en todo el mundo miles de años antes que la del Antiguo Egipto. Como prueba había esgrimido una reevaluación de ciertos mapas que los eruditos conocían desde hacía tiempo, como el famoso mapa de Piri Reis, todos los cuales habían sido trazados, concluía Scofield, utilizando mapas más antiguos que no habían llegado hasta nuestros días. Scofield creía que quienes habían trazado esos mapas antiguos estaban mucho más avanzados desde el punto de vista científico que las civilizaciones de Grecia, Egipto, Babilonia e incluso los europeos que vinieron después, ya habían cartografiado todos los continentes, trazando el mapa de América del Norte miles de años antes que Colón y el de la Antártida cuando sus costas no estaban cubiertas por el hielo. Ningún estudio científico serio avalaba ninguna de sus afirmaciones, pero, tal y como apuntaba el correo electrónico, tampoco habían refutado su teoría.
– Profesor -empezó Stephanie-. Para que sepamos por qué lo quieren muerto, hemos de saber qué hay en juego. Tiene que hablarnos del trabajo que realizó para la Marina.
Scofield inclinó la cabeza.
– Esos tres tenientes me trajeron cajas llenas de piedras. Las habían recogido durante las operaciones «Salto de altura» y «Molino de viento», en la década de los cuarenta, y se hallaban en un almacén no sé dónde. Nadie les había prestado atención. ¿Se lo imagina? Unas pruebas así y a nadie le importaban.
»Yo fui el único al que permitieron examinar las cajas, aunque Ramsey podía entrar y salir a su antojo. Las piedras tenían grabado algo, unas letras únicas similares a arabescos. No correspondían a ningún idioma conocido. Y lo más impresionante, si cabe, era que procedían de la Antártida, un lugar que ha estado bajo el hielo durante miles de años, y sin embargo, las encontramos. O, para ser más exactos, las encontraron los alemanes, que fueron a la Antártida en 1938 y dieron con los yacimientos originales. Nosotros volvimos en 1947 y 1948 a recogerlas.
– Y en 1971 -apuntó Davis.
La incredulidad asomó al rostro de Scofield.
– ¿Ah, sí?
Stephanie vio que de verdad no lo sabía, así que decidió darle algo de información.
– Fue un submarino, pero se perdió. Por eso ha empezado todo esto ahora. Hay algo en esa misión que alguien no quiere que se sepa.
– Nunca me hablaron de ella, pero no es de extrañar: yo no tenía necesidad de saberlo. Me contrataron para analizar la escritura, para ver si se podía descifrar.
– Y ¿se pudo? -quiso saber Davis.
Scofield negó con la cabeza.
– No me dejaron terminar. El almirante Dyals puso fin al proyecto sin más, yo juré que guardaría el secreto y fui despedido. El día más triste de mi vida. -Su semblante encajaba con sus palabras-. Teníamos la prueba de la existencia de una primera civilización. Incluso teníamos su lenguaje. Si podíamos llegar a entenderlo, lo sabríamos todo de ella, sabríamos a ciencia cierta si eran ellos los antiguos reyes de los mares. Algo me decía que lo eran, pero no me dejaron averiguarlo.
Sonaba entusiasmado y desconsolado a un tiempo.
– ¿Cómo habría aprendido a leer ese idioma? -se interesó Davis-. Sería como apuntar palabras al azar e intentar averiguar lo que dicen.
– Ahí es donde se equivoca. Verá usted, en esas piedras también había caracteres y palabras que reconocí, tanto en latín como en griego. Incluso algunos jeroglíficos. ¿Es que no lo entiende? Esa civilización se relacionó con nosotros, hubo contacto. Esas piedras eran mensajes, avisos, declaraciones. ¿Quién sabe? Pero se podían leer.
El enfado de Stephanie por su propia estupidez dio paso a una extraña incertidumbre, y pensó en Malone y en lo que le estaba ocurriendo.
– ¿Ha oído alguna vez el apellido Oberhauser?
Scofield asintió.
– Hermann Oberhauser. Fue a la Antártida en 1938 con los nazis. En parte él es la razón de que volviéramos nosotros con la «Salto de altura» y la «Molino de viento». Al almirante Byrd le entusiasmaban las opiniones de Oberhauser sobre los arios y las civilizaciones perdidas. Naturalmente, por aquel entonces, después de la segunda guerra mundial, no se podía hablar de esas cosas demasiado alto, de modo que Byrd realizó una investigación privada mientras estaba allí con la «Salto de altura» y encontró las piedras. Dado que tal vez hubiese confirmado las teorías de Oberhauser, el gobierno dio carpetazo al asunto, y al final sus hallazgos cayeron en el olvido sin más.
– ¿Por qué iba a querer nadie matar por esto? -se preguntó Davis en voz alta-. Es ridículo.
– Todavía hay algo más -dijo Scofield.
Malone despertó sobresaltado al tiempo que oía decir a Christl:
– Vamos, arriba.
Se sacudió el sueño y consultó el reloj: había estado durmiendo dos horas. Cuando sus ojos se adaptaron a la luz de las lámparas de la habitación vio que Christl lo miraba con aire triunfal.
– Lo tengo -anunció ella.
Stephanie esperó a que Scofield terminara.
– Cuando uno contempla el mundo a través de un prisma distinto, el centro de atención de las cosas cambia. Definimos la localización de un lugar mediante la latitud y la longitud, pero estos conceptos son relativamente modernos. El meridiano cero atraviesa Greenwich, Inglaterra, porque ése fue el punto que se eligió arbitrariamente a finales del siglo XIX. Mi estudio de mapas antiguos reveló algo distinto y bastante extraordinario.
Scofield se puso en pie y cogió una libreta y un lápiz del hotel. Stephanie lo vio dibujar un tosco mapa del mundo al que añadió coordenadas de latitud y longitud por todo el perímetro. A continuación trazó una línea por el centro a partir de los treinta grados longitud Este.
– No está hecho a escala, pero bastará para que vean de qué hablo. Créanme, aplicado a un mapa con escala todo lo que voy a enseñarles se ha demostrado que es cierto. Esta línea central, que correspondería a los treinta y un grados, ocho minutos Este, pasa justo por la Gran Pirámide de Giza. Si se convierte en la línea de longitud cero, miren lo que sucede. -Señaló un punto que correspondería a Bolivia, en Sudamérica-. Hahuanaco, levantada en torno a 15.000 a. J.C., la capital de una civilización preincaica desconocida próxima al lado Titicaca. Hay quien dice que podría ser la ciudad más antigua del planeta. Se sitúa a cien grados al oeste de la línea de Giza. -Señaló México-. Teotihuacán. Igual de antigua. Su nombre significa «lugar donde nacen los dioses». Nadie sabe quién la construyó. Una ciudad mexicana sagrada, a ciento veinte grados al oeste de la línea de Giza. -A continuación el lápiz descansó sobre el océano Pacífico-. La isla de Pascua. Repleta de monumentos que no podemos explicar. A ciento cuarenta grados al oeste de la línea de Giza. -Avanzó hacia el Pacífico Sur-. El antiguo centro polinesio de Raiatea, sacrosanto. A ciento ochenta grados al oeste de la línea de Giza.
– ¿Funciona también hacia el otro lado? -preguntó ella.
– Naturalmente. -Localizó Oriente Próximo-. Iraq. La ciudad bíblica de Ur de los caldeos, cuna de Abraham. A quince grados al este de la línea de Giza. -Movió el lápiz-. Lasa, la ciudad santa tibetana, increíblemente antigua. A sesenta grados al este. Hay muchos más monumentos que se sitúan a intervalos regulares a partir de la línea de Giza, todos ellos sagrados, la mayoría erigidos por pueblos ignotos, casi todos con alguna pirámide o estructura elevada. No puede ser coincidencia que se encuentren en puntos precisos del globo.
– Y usted cree que quien grabó la escritura en las piedras fue el responsable de todo ello, ¿no es así? -inquirió Davis.
– Recuerde que todas las explicaciones son racionales. Y si se para a pensar en la yarda megalítica, la conclusión es inevitable.
Stephanie no sabía qué era eso.
– Desde la década de los cincuenta hasta mediados de los ochenta, Alexander Thom, un ingeniero escocés, llevó a cabo un análisis de cuarenta y seis círculos de piedras del Neolítico y la Edad del Bronce. Llegó a estudiar más de trescientos yacimientos y descubrió que todos ellos compartían una unidad de medida, a la que denominó yarda megalítica.
– ¿Cómo es posible, teniendo en cuenta que se trataba de distintas culturas? -preguntó Stephanie.
– La idea fundamental es bastante sólida. Monumentos como Stonehenge, que existen por todo el planeta, no eran más que antiguos observatorios. Sus constructores descubrieron que si se situaban en el centro de un círculo de cara al sol naciente y señalaban la posición de dicho fenómeno a diario, al cabo de un año tendrían 366 marcas en el suelo. La distancia entre esas señales siempre era de 83 centímetros.
»Claro está que esos pueblos antiguos no medían en centímetros -puntualizó Scofield-, pero ése fue el equivalente moderno que se obtuvo al reproducir la técnica.
»Después, esos mismos pueblos aprendieron que un astro tardaba 3,93 minutos en pasar de una marca a la siguiente.
»Ellos tampoco utilizaban los minutos, pero así y todo observaron y anotaron una unidad de tiempo constante. -Scofield hizo una pausa-. Aquí viene lo interesante.
»Para que un péndulo oscile 366 veces a lo largo de 3,93 minutos, la distancia entre ambos extremos del péndulo ha de ser de 83 centímetros. Increíble, ¿no creen? Y no se trata de una coincidencia. Por eso los antiguos constructores determinaron que la yarda megalítica medía 83 centímetros. -Scofield pareció captar su incredulidad-. No es tan extraordinario -añadió-. En su momento se propuso un método similar como alternativa para calcular la longitud del metro estándar. En último término, los franceses decidieron que sería mejor emplear una división del cuadrante del meridiano, ya que no se fiaban de sus relojes.
– ¿Cómo podían saber estas cosas los pueblos primitivos? -inquirió Davis-. Requeriría un elevado grado de conocimiento de matemáticas y mecánica orbital.
– De nuevo, la arrogancia moderna. Esas gentes no eran cavernícolas ignorantes, sino que poseían una inteligencia intuitiva. Tenían conciencia de su mundo. Nosotros estrechamos nuestros sentidos y estudiamos pequeñeces, mientras que ellos ampliaban sus percepciones y se interesaban por el cosmos.
– ¿Hay pruebas científicas que lo demuestren? -terció Stephanie.
– Acabo de darles datos de física y matemáticas, ciencias estas que, dicho sea de paso, ese pueblo de navegantes comprendían. Alexander Thom postulaba que podrían haberse utilizado varas de medición de madera de una yarda megalítica de largo con fines topográficos, y que éstas debían de salir de un lugar central para mantener la coherencia que él observó en los monumentos. Ese pueblo supo transmitir sus enseñanzas a estudiantes voluntariosos.
Stephanie se dio cuenta de que Scofield creía todo cuanto decía.
– Existen algunas coincidencias numéricas con otros sistemas de medición utilizados a lo largo de la historia que respaldan la yarda megalítica. Cuando estudiaba la civilización minoica, el arqueólogo J. Walter Graham postuló que los cretenses empleaban una medida estándar, que él denominó pie minoico. Existe una correlación: trescientas sesenta y seis yardas megalíticas equivalen exactamente a mil pies minoicos. Otra coincidencia asombrosa, ¿no creen?
»También existe una relación entre la antigua medida egipcia del codo real y la yarda megalítica. Un círculo con un diámetro de medio codo real tendrá una circunferencia equivalente a una yarda megalítica. ¿Cómo podría ser posible esa correlación directa sin un denominador común? Es como si los minoicos y los egipcios conocieran la yarda megalítica y la hubieran adaptado a su propia situación.
– ¿Por qué nunca he leído nada al respecto ni he oído hablar de ello? -preguntó Davis.
– Los científicos convencionales no pueden ni confirmar ni desmentir la yarda megalítica. Arguyen que no hay pruebas de que se utilizaran péndulos, e incluso que el principio del péndulo no se conocía con anterioridad a Galileo. Pero, una vez más, eso no es más que arrogancia. De alguna manera siempre somos los primeros en saberlo todo. También aseguran que los pueblos neolíticos no tenían un sistema de comunicación escrita capaz de recoger información sobre órbitas y movimientos planetarios pero…
– Las piedras -interrumpió Stephanie-. Contenían escritura.
Scofield sonrió.
– Exactamente. Una escritura antigua en un idioma desconocido. Y, sin embargo, hasta que puedan ser descifradas o se encuentre una vara de medición neolítica, esa teoría seguirá sin poder demostrarse. -Scofield guardó silencio, y Stephanie esperaba ese algo más-. Sólo me permitieron trabajar con las piedras -aclaró él-. Todo acabó en un almacén de Fort Lee, pero dicho almacén contaba con una zona refrigerada, cerrada a cal y canto, donde sólo entraba el almirante. El contenido ya estaba allí cuando yo llegué, y Dyals me dijo que si resolvía el enigma del lenguaje me dejaría echar un vistazo.
– ¿No tiene idea de lo que había? -inquirió Davis.
Scofield cabeceó.
– Al almirante le volvía loco el secretismo. Yo siempre tenía a esos tenientes pegados al culo, nunca estuve a solas en el edificio. Pero presentía que lo importante se hallaba en ese congelador.
– ¿Llegó a conocer a Ramsey? -quiso saber Davis.
– Ah, sí. El preferido de Dyals. Era evidente que estaba al mando.
– Ramsey anda detrás de esto.
La pesadumbre y el enfado de Scofield parecían ir en aumento.
– ¿Acaso sabe lo que yo podría haber escrito sobre esas piedras? Deberían haber sido mostradas al mundo, confirmarían todo cuanto he investigado. Una cultura desconocida con anterioridad, de navegantes, que existió mucho antes que nuestra civilización, con un idioma propio. Es algo revolucionario.
– A Ramsey le importa un comino -aseguró Davis-. A él sólo le interesa su persona.
Stephanie sentía curiosidad.
– ¿Cómo supo que se trataba de un pueblo de navegantes?
– Por los relieves de las piedras: barcas largas, modernas embarcaciones, ballenas, icebergs, focas, pingüinos, y no de los pequeños, sino de los grandes, del tamaño de un hombre. Ahora sabemos que en la Antártida habitaba una especie así, pero lleva extinguida decenas de miles de años. Sin embargo, yo los vi tallados.
– Entonces, ¿qué fue de esa cultura perdida? -preguntó ella.
El profesor se encogió de hombros.
– Probablemente lo mismo que les ocurre a todas las sociedades creadas por el hombre: nos borramos a nosotros mismos de la faz de la Tierra, ya sea a propósito o por descuido. En cualquier caso, desaparecemos.
Davis miró a Stephanie.
– Tenemos que ir a Fort Lee para ver si eso aún sigue allí.
– Todo es clasificado, ni siquiera podrán acercarse -advirtió Scofield.
Tema razón, pero ella vio que no habría manera de detener a Davis.
– No esté tan seguro.
– ¿Puedo irme ya a la cama? -preguntó Scofield-. Tengo que levantarme dentro de unas horas para la cacería anual: jabalís, con arcos y flechas. Todos los años llevo al bosque a un grupo de la conferencia.
Davis se puso de pie.
– Claro. Nosotros también tenemos que marcharnos por la mañana.
Stephanie lo imitó.
– Escuchen -dijo el profesor con voz resignada-, lamento haber adoptado esa actitud. Agradezco lo que han hecho.
– Debería plantearse no salir de caza -recomendó ella.
Él negó con la cabeza.
– No puedo defraudar a los participantes, año tras año están deseando hacerlo.
– Usted verá -dijo Davis-, pero creo que estará a salvo. Ramsey sería un idiota si fuera por usted otra vez, y es de todo menos eso.
Baco me dice que se han comunicado con muchos pueblos y respetan todas las formas de lenguaje, las consideran hermosas todas ellas, cada una a su manera. La de esta tierra gris es una lengua fluida que cuenta con un alfabeto perfeccionado hace tiempo. En cuanto a la escritura, se hallan enfrentados; es necesaria, pero advierten que la escritura favorece el olvido y no estimula la memoria, y están en lo cierto. Deambulo libremente entre ellos sin temor alguno. La delincuencia no es frecuente y se castiga con el aislamiento. Un día me pidieron que ayudara a colocar la piedra angular de un muro. Baco estaba encantado con mi participación y me instó a que irritara los vasos de la tierra, ya que destilan un extraño vino que crece bajo mi mano y cubre el firmamento entero. Baco dice que deberíamos adorar esta maravilla, pues es fuente de vida. Aquí el mundo es azotado por poderosos vientos y voces que gritan en una lengua que los mortales desconocen. Con los sonidos de esta dicha primigenia entro en la casa de Hator y ofrezco cinco gemas que deposito en un altar. El viento silba con fuerza, tanto que todos los presentes parecen extasiados y yo creo con toda justicia que estamos en el cielo. Ante una estatua nos arrodillamos y cantamos nuestras alabanzas. En el aire flota el sonido de una flauta. Las nieves son perpetuas y humea un extraño perfume. Una noche, Baco comenzó a pronunciar un discurso monstruoso que no fui capaz de apreciar. Le pedí que me enseñara la manera de entenderlo, y él accedió y yo abracé de buena gana la lengua del cielo. Me alegro de que mi rey me haya permitido venir a este agreste país del sol menguante. Estas gentes desvarían y chillan, destilan locura. Durante un tiempo tuve miedo de estar solo. Soñaba con cálidas puestas de sol, flores de vivos colores y densas parras, pero ya no. Aquí el alma está ebria, la vida es plena. Mata y satisface, pero nunca decepciona.
He reparado en una extraña constante: todo lo que gira lo hace de forma natural hacia la izquierda. Quienes se pierden se mueven hacia la izquierda. La nieve se arremolina hacia la izquierda. Las huellas que dejan los animales en la nieve tuercen a la izquierda. Las criaturas marinas nadan en círculos hacia la izquierda. Las bandadas de pájaros se aproximan desde la izquierda. En verano el sol se mueve todo el día por el horizonte, siempre de derecha a izquierda. A los jóvenes se los anima a conocer la naturaleza que los rodea. Se los enseña a predecir una tormenta o un peligro, crecen despiertos, en paz consigo mismos, preparados para la vida. Un día me uní a una caminata. Andar goza de popularidad, si bien es una empresa peligrosa; es preciso tener un buen sentido de la orientación y unos pies ágiles. Reparé en que, incluso cuando el guía giraba deliberadamente a la derecha, la suma de todos los giros siempre era hacia la izquierda, de forma que, sin puntos de referencia, que es algo de lo que esta tierra carece por completo, resulta casi imposible no regresar al punto de partida desde un lugar que no sea la izquierda. Hombres, aves y animales marinos se hallan integrados. Este mecanismo de giro a la izquierda parece estar en el subconsciente de todos ellos. Ninguno de los habitantes de esta tierra gris es consciente de este hábito, y cuando hago esta observación ellos se limitan a encogerse de hombros y sonreír.
Hoy Baco y yo fuimos a ver a Adonai, a quien habían referido mi interés por las matemáticas y la arquitectura. Es un profesor competente y me enseñó unas varas de medición que se utilizan tanto en el diseño como en la construcción. Ser coherente es sinónimo de ser preciso, según me han dicho. Le cuento que el diseño de la capilla real de Aquisgrán se ha visto muy influido por sus alumnos y él se muestra encantado. En lugar de ser temerosos, desconfiados o desconocedores del mundo, Adonai insiste en que deberíamos aprender de la naturaleza. Los contornos de la tierra, la ubicación del calor subterráneo, el ángulo del sol y el mar son factores que se tienen en cuenta a la hora de decidir la ubicación de una ciudad y un edificio. La sabiduría de Adonai es sólida, y le agradezco la lección. También me muestran un jardín. Muchas plantas se han conservado, pero muchas más han perecido. Las plantas crecen en el interior, en una tierra rica en ceniza, pumita, arena y minerales. También cultivan plantas en el agua, tanto de mar como dulce. Rara vez se come carne. Me dicen que merma la energía del cuerpo y lo hace a uno más propenso a la enfermedad. Tras llevar una alimentación a base principalmente de plantas, con algún plato de pescado de vez en cuando, me siento mejor que nunca.
Cuán placentero es volver a ver el sol. La larga oscuridad invernal ha finalizado. Las paredes de cristal cobran vida con destellos de luz de colores. Un coro entona un canto grave, dulce, rítmico. El nivel va en aumento a medida que el sol asciende por un cielo nuevo. Las trompetas dan la nota final y todos inclinan la cabeza en agradecimiento por el poder de la vida y la fuerza. La ciudad da la bienvenida a la estación estival. La gente practica juegos, asiste a charlas, se visita y disfruta del Festival del Año. Cada vez que el péndulo central de la plaza se detiene, todo el mundo mira hacia el templo para ver cómo un cristal baña en color la ciudad. Después del largo invierno, se trata de un espectáculo muy valorado. Es la época de los enlaces, y son muchos los que juran amor y lealtad. Cada cual acepta un brazalete promisorio y expresa su lealtad al otro. Esta época es de gran dicha. Según me han contado, el objetivo es vivir en armonía, pero esta vez tres enlaces se han tenido que disolver. De dos de ellos nacieron niños y los padres accedieron a compartir la responsabilidad, aunque ya hacía tiempo que no estaban juntos. El tercer enlace se negó: ninguno quería a los hijos, de modo que éstos les fueron entregados a otros que deseaban ser padres desde hacía tiempo, y de nuevo reinó una gran alegría.
Vivo en una casa en la que cuatro habitaciones rodean un patio. No hay ventanas en ninguna de las paredes, pero las estancias están magníficamente iluminadas desde arriba gracias a un techo de cristal y siempre están bien caldeadas y son luminosas. Unas tuberías recorren la ciudad y pasan por todas las casas, como raíces que treparan por el suelo, proporcionando un calor que nunca remite. Sólo hay dos reglas que rigen la casa: no comer y no asearse. Las habitaciones no se pueden profanar comiendo, según me han dicho. Las comidas se toman conjuntamente en los comedores. Lavar, bañarse y demás aspectos relacionados con la higiene se lleva a cabo en otras estancias. Cuando me intereso por dichas reglas, me dicen que toda materia impura es enviada en el acto de los comedores y las salas de higiene a un fuego que nunca se apaga, donde es consumida. Eso es lo que mantiene el Tártaro limpio y sano. Esas dos reglas constituyen los sacrificios que hace cada uno en pro de la pureza de la ciudad.
Esta tierra gris se divide en nueve cuarteles, cada uno de los cuales cuenta con una ciudad que se extiende en torno a una plaza central que parece un lugar de reunión. Cada uno de estos cuarteles es administrado por un consejero que es elegido por los habitantes del cuartel mediante una votación en la que participan tanto hombres como mujeres. Las leyes son promulgadas por los nueve consejeros y grabadas en las Columnas de los Justos de la plaza central de cada ciudad para que todo el mundo tenga conocimiento de ellas. Los acuerdos solemnes han de cumplir la ley. Los consejeros se reúnen una vez, durante el Festival del Año, en la plaza central del Tártaro, para escoger entre ellos al gran consejero. Sus leyes están regidas por una única norma: tratar la tierra y al prójimo como le gustaría ser tratado a uno. Los consejeros reflexionan sobre el bien global bajo el símbolo de la justicia. En la parte superior se encuentra el sol, un semicírculo resplandeciente y esplendoroso. Luego viene la tierra, un simple círculo, y los planetas, representados mediante un punto dentro del círculo. La cruz les recuerda a la Tierra, mientras que debajo ondea el mar. Perdona este pobre dibujo, pero éste es el aspecto que tiene.
Asheville
A Stephanie la despertó el teléfono que había junto a la cama. Echó un vistazo al reloj digital: las cinco y diez de la mañana. Davis dormía a su lado, también completamente vestido. Ninguno de los dos se había molestado tan siquiera en abrir la cama antes de tumbarse.
Levantó el auricular, escuchó un instante y se incorporó.
– Repite eso.
– El detenido se llama Chuck Walters, lo hemos comprobado cotejando las huellas dactilares, llene antecedentes, asuntos de poca monta en su mayor parte, nada que guarde relación con esto. Vive y trabaja en Atlanta. Hemos verificado su coartada: hay testigos que afirman haberlo visto en Georgia hace dos noches. No hay dudas. Hemos hablado con todos ellos y cuadra.
Stephanie trató de despejar la mente.
– ¿Por qué echó a correr?
– Dijo que un hombre se abalanzó hacia él. Estos últimos meses se ha estado acostando con una mujer casada y pensó que era el marido. Hablamos con la mujer y confirmó la aventura. Cuando Davis se le acercó, se asustó y salió corriendo. Cuando tú le disparaste le entró el pánico y te arrojó el bolo. No sabía lo que estaba pasando. Luego Davis se lió a golpes con él. Dice que va a demandarlo.
– ¿Cabe la posibilidad de que esté mintiendo?
– No, que nosotros creamos. Ese tipo no es un asesino profesional.
– ¿Qué estaba haciendo en Asheville?
– Su mujer lo echó de casa hace dos días, así que decidió venir aquí. Eso es todo, no hay nada siniestro.
– Y supongo que la mujer lo ha corroborado.
– Para eso nos pagan.
Ella sacudió la cabeza. «Mierda.»
– ¿Qué quieres que haga con él?
– Soltarlo, ¿qué otra cosa podemos hacer?
Stephanie colgó y dijo:
– No es él.
Davis estaba sentado a su lado, en la cama. Ambos pensaron lo mismo a la vez: «Scofield.»
Y salieron disparados hacia la puerta.
Charlie Smith llevaba encaramado al árbol casi una hora. El invierno envolvía las ramas en aromática resina, las gruesas agujas ofrecían una protección ideal entre un grupo de altos pinos. A tan temprana hora, el aire era frío y cortante, y la elevada humedad no hacía sino aumentar la incomodidad que sentía. Por suerte llevaba ropa de abrigo y había elegido el sitio con cuidado.
El espectáculo que había montado la noche anterior en la mansión Biltmore era clásico: había organizado la farsa a lo grande y había visto que la mujer no sólo picaba, sino que además se tragaba el anzuelo, la caña, el carrete y la barca entera. Necesitaba saber si le habían tendido una trampa, así que llamó a Atlanta y dio con el agente al que había contratado en otras ocasiones. Sus instrucciones fueron claras: esperar a que él le hiciera una señal y llamar la atención sobre su persona. Smith se fijó en el hombre y la mujer que había visto antes en el vestíbulo cuando subieron al autobús que llevaría al grupo del hotel a la mansión. Sospechaba que podían ser un problema, pero, ya en la casa, lo había confirmado sin lugar a dudas. De manera que, a una señal suya, su hombre realizó una actuación digna de un Oscar. Él se situó al otro extremo del enorme árbol de Navidad, en el comedor de gala, y se dedicó a observar cómo se desataba el caos.
Las órdenes que le dio al agente fueron claras: nada de armas, no hacer nada salvo comer, dejarse coger y aducir desconocimiento. Se había asegurado de que el tipo tuviera una buena coartada que justificase su paradero dos noches antes, pues sabía que todo sería contrastado a conciencia. El hecho de que además tuviera problemas conyugales y se estuviera acostando con una mujer casada contribuía a reforzar la coartada y proporcionaba el motivo ideal para huir.
En resumidas cuentas, el espectáculo había sido perfecto.
Y ahora él había ido a terminar el trabajo.
Stephanie empezó a aporrear la puerta de la coordinadora de la conferencia hasta que su llamada fue finalmente atendida. Recepción les había facilitado el número de la habitación.
– ¿Quién coño es…?
Stephanie le mostró su acreditación.
– Agentes federales. Necesitamos que nos diga dónde es la cacería de esta mañana.
La mujer vaciló un instante y luego repuso:
– En la finca, a unos veinte minutos de aquí.
– Un mapa -pidió Davis-. Dibújelo, por favor.
Smith observaba a la partida de caza con unos prismáticos que había comprado el día anterior en una tienda Target cercana. Se alegraba de haber conservado el rifle que se había llevado de casa de Herbert Rowland. Tenía cuatro balas, más que suficiente. A decir verdad, sólo le hacía falta una.
Cazar jabalís no estaba hecho para todo el mundo. El sabía algo al respecto: los animales eran malos y peligrosos y solían vivir sólo en zonas de vegetación densa, lejos de lugares transitados. El informe sobre Scofield indicaba que le encantaba cazar jabalís. Cuando el día anterior Smith se enteró de lo de la cacería, su cerebro no tardó en dar con la forma perfecta de eliminar a su objetivo.
Echó un vistazo: el entorno era ideal. Muchos árboles, ninguna casa, kilómetros de densos bosques, espirales de niebla en torno a las arboladas cimas. Por suerte, Scofield no llevaba perros, que habrían planteado un problema. Había sabido por los organizadores de la conferencia que los participantes siempre se reunían en un punto situado a unos cinco kilómetros del hotel, cerca del río, y seguían una ruta bien señalizada. Nada de armas, tan sólo arcos y flechas. Y no volvían necesariamente con un jabalí. Aquello suponía pasar más tiempo a solas con el profesor, charlar, disfrutar de una mañana de invernó en el bosque. Así que él había llegado hacía dos horas, mucho antes de que amaneciera, había enfilado el sendero y al final se había decidido por el lugar más elevado y mejor, próximo al arranque de la caminata, con la esperanza de que se le presentara la oportunidad.
En caso contrario, improvisaría.
Stephanie se puso al volante mientras Davis le daba indicaciones. Salieron a toda velocidad del hotel en dirección oeste y se adentraron en las más de tres mil hectáreas de Biltmore Estate. La carretera era un estrecho camino asfaltado sin marca alguna que acababa cruzando el río French Broad y se internaba en el denso bosque. La coordinadora de la conferencia había dicho que el punto de encuentro se hallaba pasado el río, no muy lejos, y el sendero del bosque era fácil de seguir.
Stephanie vio los coches.
Después de aparcar en un claro, se bajaron del automóvil a toda prisa. El alba empezaba a despuntar en el cielo. Stephanie tenía la cara helada debido a la humedad del aire.
Vio la senda y echó a correr.
Smith divisó algo naranja entre el invernal follaje, a unos cuatrocientos metros. Estaba cómodamente instalado en una rama, apoyado en el tronco de un pino. Debajo, el viento barría lo que poco a poco empezaba a ser un cielo azul celeste de diciembre, vivificante y glacial.
A través de los gemelos vio que Scofield y el grupo se dirigían al norte. Se la había jugado con respecto a cuál sería la ruta que tomarían, esperando que no abandonaran el sendero. Ahora, al ver Scofield, dicha posibilidad se confirmaba.
Tras colgar los prismáticos de una rama que sobresalía, cogió el rifle y apuntó con la ayuda de la mira telescópica de largo alcance. Habría preferido hacer las cosas con más discreción, utilizando un silenciador potente, pero no había llevado ninguno consigo y comprarlo era ilegal. Asió la culata de madera y aguardó pacientemente a que se acercara su presa.
Sólo unos minutos más.
Stephanie corría, oleadas de pánico invadiendo su cuerpo. Miraba al frente, escudriñando el follaje en busca de movimiento. Respirar le desgarraba los pulmones.
¿Acaso no llevaban todos chalecos fosforescentes?
¿Andaría por allí el asesino?
Smith captó movimiento tras la partida de caza. Cogió los prismáticos y vio a los dos de la noche anterior corriendo por el sinuoso sendero a unos cuarenta y cinco metros.
Por lo visto, la treta sólo había funcionado en parte.
Imaginó lo que pasaría después de que Scofield muriera: pensarían inmediatamente que había sido un accidente de caza, aunque aquellas dos almas intrépidas que cerraban la comitiva gritarían a los cuatro vientos que se trataba de un asesinato. El despacho del sheriff de la localidad y la comisión estatal de recursos naturales abrirían una investigación, y los investigadores llevarían a cabo mediciones, sacarían fotografías y peinarían la zona, tomarían nota de ángulos y trayectorias. Cuando se dieran cuenta de que la bala se había disparado desde arriba, escrutarían los árboles. Pero había decenas de miles.
¿En cuáles buscarían?
Scofield se hallaba a unos cuatrocientos cincuenta metros, sus dos salvadores aproximándose. En breve doblarían un recodo del sendero y verían a su objetivo.
Volvió a utilizar la mira.
Los accidentes son muy habituales: los cazadores confunden a los suyos con la presa.
Trescientos cincuenta metros.
Aunque lleven chalecos naranja fosforito.
El objetivo se situó en el centro de la mira del rifle.
Tenía que acertarle en el pecho, aunque la cabeza eliminaría la necesidad de efectuar un segundo disparo.
Doscientos cincuenta metros.
Que aquellos dos estuviesen allí era un problema, pero Ramsey esperaba que el doctor Scofield muriera ese día.
Apretó el gatillo.
El estruendo resonó por el valle, y la cabeza de Scofield estalló.
Así que habría de correr el riesgo.