173933.fb2 La buena muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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– Un hecho en el que raramente se repara (si exceptuamos a personas de mérito como un servidor) es que hoy en día apenas se discute la propiedad de un cadáver en términos legales, dado que por regla general los departamentos de anatomía disponen de un suministro adecuado de cuerpos para uso de los estudiantes de Medicina, cosa sumamente preferible al empleo de indigentes o cadáveres que nadie reclamaba, que era lo predominante en décadas pasadas. Naturalmente, unos pocos ejemplos notorios parecen querer desmentir nuestra reputación, por otro lado impecable, como individuos que persiguen la verdad médica, generosos y de miras elevadas. Se me vienen a la memoria los casos de Burke y Hare.

La voz de Kincaid retumbaba cuando se hallaba al mando de una audiencia de rehenes, era difícil saber si por la ingesta excesiva de alcohol o a causa, quizá, de la fanfarronería de su ego. En cualquier caso, su voz producía el resultado apetecido: lograba captar por entero la atención tanto de los investigadores posdoctorales como de los excedentes trasplantados de otros departamentos. Predominaban en los seminarios los matemáticos fallidos y los ingenieros que habían preferido cambiar de carrera a seguir luchando a brazo partido con la que habían elegido en un principio. Llevado por una especie de afán vengativo, Kincaid parecía disfrutar pinchando a aquellos infortunados, presumiblemente por no haber tenido «empaque» para escoger en primer lugar su disciplina, mucho más encomiable.

Desde el principio, había quedado claro que consideraba a Gaskell potencialmente digno de sus esfuerzos, aunque Madden nunca conseguía adivinar en qué sentido se manifestaría aquella predilección: algún comentario estimulante acerca de la contingencia de la ética o un desaire altanero respecto a las tendencias contemporáneas del pensamiento médico popular podían bastar para que uno u otro picaran en el anzuelo. Quizá la formación de Gaskell en filosofía tuviera algo que ver con ello. Tal vez la prosopopeya de Kincaid, desdeñosa y a menudo inflamada por el alcohol, fuera provocación suficiente. En cualquier caso, ambos disfrutaban por igual del combate.

En tales situaciones, Madden se contentaba con ocupar un segundo plano, en parte debido a su sentido de la propiedad respecto a Gaskell, en parte porque, pese a sí mismo, disfrutaba de aquellos pequeños rifirrafes, del ocasional topetazo que constituía en buena medida una característica de su relación. El hecho era que Gaskell se las ingeniaba para hacer entrar al trapo al buen doctor, cosa que si Madden hubiera atrevido a intentar, habría sido causa de expulsión.

– Creía que las universidades hacían la vista gorda con esas cosas -dijo Gaskell sin mirar a Kincaid mientras proseguía con el leve arañar de su lápiz sobre el papel del cuaderno. Su traje se hallaba en su estado habitual entre lavado y lavado, arrugado y sucio, y tanto su cara como su pelo tenían un aspecto lacio y desaliñado. Una mancha de tinta grande y oscura florecía en el lóbulo de su oreja izquierda.

– En efecto, señor Gaskell. La demanda de cuerpos era grande en aquellos tiempos y la oferta pequeña.

Madden miró de reojo al puñado de almas cautivas en el despacho, parecido a una cripta, de Kincaid. Solo Gaskell tomaba notas.

– Entonces, ¿podría decirse que apoya usted esa forma de connivencia?

Kincaid suspiró, irritado, y se sacudió la solapa de la chaqueta de tweed. Su corbata de lazo color carmesí era garbosa y llamativa. A Madden no le habría sorprendido que se hubiera presentado en el trabajo luciendo una boina.

– No creo que «apoyar» sea la palabra indicada.

– ¿Y «connivencia» sí lo es? -Gaskell seguía tomando notas sin mirar a Kincaid, que estaba sentado en una silla giratoria de madera, de espaldas a la ventana estrecha y arqueada que ese día servía como única fuente de luz a la habitación. A ambos lados de él, sobre las estanterías abarrotadas, se amontonaban papeles en una suerte de afectada desidia que (saltaba a la vista) atraía a alguien de una sensibilidad tan disparatadamente ludita como Kincaid. O quizá atrajera a la de Gaskell, aunque Madden estaba convencido de que ambos negarían en sí mismos un rasgo de carácter tan obvio y se apresurarían a señalar tal defecto en el otro.

– Supongo que «connivencia» no se aparta mucho de la verdad. Pero la connivencia, creo, no está tan lejana en el tiempo.

Gaskell levantó la vista por primera vez.

– ¿Y por qué no el asesinato? Eso era lo que pasaba, ¿no?

– Pudiera haber sido asesinato, señor Gaskell, pero no por parte de las facultades. Ellas simplemente se abstenían de investigar minuciosamente sus fuentes.

Se oyó un murmullo de risas suaves mientras Gaskell volvía a mirar su cuaderno y empezaba a garabatear otra vez, a la espera de que la pequeña victoria de Kincaid se disipara.

– Pero los estudiantes de medicina y los anatomistas participaban en el saqueo de tumbas y en otros… métodos, ¿no es cierto? ¿Cómo puede justificarse eso?

Kincaid se tiró del pelo que cubría su labio superior con los dedos índice y pulgar y afirmó lacónicamente:

– Por desgracia era necesario, a mi modo de ver, en aras del avance del conocimiento anatómico. En Londres y Edimburgo, durante quince años, entre 1805 y 1820, hubo cerca de doscientos estudiantes de Medicina y apenas setenta y cinco ejecuciones. Cifra muy escasa para satisfacer ambiciones incluso tan modestas como las de, pongamos por caso, nuestro querido señor Madden, aquí presente.

De nuevo se oyó un murmullo de risas. Madden se hundió en su silla y tosió quedamente en la palma de su mano. Gaskell le lanzó una mirada cortante, como si aquel comentario hiriente procediera de él. Madden se encogió de hombros y se miró las rodillas.

– Ahora, caballeros (y señoras), si me lo permiten, me gustaría señalar unos cuantos hechos muy simples que tal vez hayan escapado a la atención del señor Gaskell. Todo lo que hoy en día sabemos sobre el cuerpo humano, sobre la anatomía, se remonta a los resurreccionistas profesionales, como los señores Burke y Hare. Podríamos remontarnos más atrás, mucho más atrás, pero hasta Galeno necesitó un par de cadáveres a los que aplicar el escalpelo y tuvo que practicar sus disecciones con animales. ¡Animales, fíjense! Luego, nada. Nada hasta el siglo XV. El hecho es que necesitamos a los muertos. Los necesitamos para ayudar a vivir a los vivos. Si tal evidencia repugna a alguno de ustedes, les sugiero que se busquen otro campo de estudio. Tal vez la ingeniería de presas o la investigación epistemológica. Ambos son empeños dignos de mérito, según aseguran nuestros colegas de las facultades de Ingeniería y Filosofía, y sin embargo no están exentas de riesgos para los individuos que las practican. Particularmente, la última, muchas de cuyas infortunadas víctimas, estoy seguro de ello, han sido abiertas en canal aquí, sobre las mesas de operaciones de esta casa tan verde y querida para nosotros. Me temo, señor Gaskell, que es ley de vida. ¿No está de acuerdo?

– No, señor Kincaid…

– Doctor Kincaid, por favor.

– No, doctor Kincaid, no estoy de acuerdo. -Gaskell lo miraba fijamente mientras daba golpecitos con su pluma (una Parker de punta dorada, muy bonita) sobre su cuaderno, sin darse cuenta de que la punta dejaba gotas de tinta sobre sus garabatos-. En mi opinión, ningún conocimiento, ningún avance puede hacerse legítimamente si justifica el asesinato de personas. ¿Cómo podría ser de otro modo?

– Ah, la legitimidad. Bien, admito que tal vez también tenga usted razón en eso. Pero la mayoría de esos cadáveres llegó a nuestras mesas legítimamente, y con ello me refiero a la aplicación debida de la ley. Puede que sea desagradable, pero es un hecho que los ladrones de cuerpos y los saqueadores de tumbas se quedaron sin negocio al aprobarse leyes que permitían el uso de cadáveres no reclamados y cuerpos de indigentes para su disección. Y, en tiempos más recientes, se ha convertido más o menos en norma que algunos individuos donen sus cuerpos para que se practique con ellos la disección anatómica. Por otra parte, y por desagradable y cuestionable que sea, las prácticas de siglos pasados y culturas antiguas han desempeñado también su papel en este proceso. Porque, como sin duda le dirá el señor Madden, seguimos necesitando especímenes. ¿No es cierto, señor Madden?

Madden esquivó la mirada de Gaskell.

– Sí, creo que sí -dijo. Kincaid lo miró jocosamente.

– ¿Sí qué, señor Madden?

– Sí, doctor Kincaid.

– ¿Y puede explicarnos por qué razón? En palabras de pocas sílabas, si es tan amable.

Madden repasó mentalmente los epigramas médicos que había aprendido de memoria, sus tablas de verbos anatómicos y su provisión de réplicas.

– Porque nadie muere de viejo -contestó.

– Precisamente. Nadie muere de viejo. Ahora bien, usted, yo, el señor Gaskell y todos los demás aquí presentes sabemos que eso es una tontería y que es, no obstante, un hecho legal. Y ya que hablamos de legitimidad… -lanzó una mirada penetrante a Gaskell, que seguía llenando furiosamente de manchas su cuaderno-… hemos de aceptar el dictamen de la ley. Es la ley la que define la muerte, no los médicos ni los cirujanos. Los verdaderos mecanismos biológicos de la agonía y de la muerte no tienen nada que ver con cómo los definimos nosotros, los simples médicos. La muerte requiere un nombre. Requiere una enfermedad. Requiere un fallo cardíaco, un derrame cerebral, una neumonía para ella solita. Requiere un accidente; requiere el acto deliberado del ser o la intención de otro. Suicidio, asesinato, homicidio involuntario, enfermedad. Nadie se muere de viejo. Es la ley.

La campana del final de la clase cobró vida con estrépito y Madden se sobresaltó. Automáticamente, los alumnos del seminario empujaron sus sillas hacia atrás con un chirrido y recogieron sus cosas. Madden notó que Aduman se escabullía el primero por la puerta, como si se hubiera ido aproximando a ella poco a poco para escapar cuanto antes. Agitaba la sempiterna bufanda tras él como una cola antediluviana. Cuatro o cinco alumnos lo siguieron, entre ellos Hector Fain, sobre cuyo cuello, del lado izquierdo, se extendía con descaro un enorme chupetón. Si se hubiera desplomado allí mismo, no habría hecho falta un genio de la medicina para adivinar, a partir de aquel hematoma, que la noche anterior se había dado el lote con alguien. Sin embargo, aquel era el acontecimiento más improbable que Madden podía imaginar en el caso de un revolucionario temeroso de Dios como Hector. Quizá fuera mejor que se muriera en el acto. Sin duda el rayo no golpeaba nunca dos veces en suelo tan poco hospitalario. ¿Era posible que fuera Carmen quien le había dado aquel amoroso mordisco? ¿Como insignia honorífica en pago a sus leales servicios, por así decirlo? No. Semejante idea jamás cruzaría la mente de Carmen. Tenía que haber sido alguien más de la cuerda de Hector. Indudablemente, una chica más comprometida con la causa.

– Un momento, Hugh -dijo Kincaid cuando Madden se disponía a salir. Él se volvió para mirar a Gaskell, que pasó a su lado hoscamente, sin responder a su mirada. Se quedó parado donde estaba, sin saber si volver a sentarse o quedarse en pie.

– Cierre la puerta, señor Gaskell, si es usted tan amable. -Madden vio que la puerta se cerraba y apoyó el peso del cuerpo en el otro pie, sin saber qué protocolo se esperaba de él.

– Hay un asunto que quisiera discutir con usted.

Era de Carmen Alexander de quien Kincaid quería hablarle. Un chica de «pasmosa hermosura», para usar una de las frases preferidas por Gaskell. Una chica a la que Madden había observado el día después de su encontronazo en el club, sentada en un banco del jardín botánico: su última tarde viva.

Debía de haber terminado las clases que tenía ese día, estaba completamente sola y daba de comer a las palomas. Invisible para ella, Madden se había sentido extrañamente conmovido por su aspecto de desolada inconsciencia. Tenía los ojos rojos como si hubiera estado llorando. Arrancaba pellizcos de un bollo de pan y esparcía las migajas por el suelo. Desde que Madden la había visto con Gaskell en el club, sus gestos habían adquirido una nueva dureza. Madden suponía que, en otro tiempo, debía de haber compuesto una bonita postal playera de Largs o Dunoon: una chica italiana muy guapa, la primera generación nacida en Escocia, no quería pasarse la vida trabajando detrás del mostrador de un bar, como habían hecho sus padres. Madden casi notaba el olor a grasa de patatas fritas que despedía, patatas hechas en la freidora con manteca auténtica, como se hacían en casa, en Barga, en algún sitio de las montañas lo bastante remoto como para que Mussolini les dejara un respiro. Se imaginaba sus amistades superficiales y desenfadadas de antes de conocer a Gaskell, sus encuentros triviales en cafés y sus visitas al cine, sus castos bailes los sábados por la noche en el Cosmo y sus furtivos manoseos en portales camino de casa, para estar de vuelta en su habitación a las once y media, ni un minuto más tarde, faltaría más. Cómo vivía la otra mitad. Y cómo moría. Ella habría encontrado cierta libertad en aquellas banalidades, como no les sucedía nunca a las chicas menos agraciadas. Su pasmosa hermosura suponía una inmensa diferencia. Ella lo sabía, desde luego. Las Carmen Alexander siempre sabían esas cosas.

Cuando Carmen se levantó para irse, Madden la siguió. Se mantuvo a cierta distancia, de modo que pudiera alcanzarla de una carrera, mientras ella pasaba junto al Kibble Palace y seguía colina arriba hasta la puerta de Kirklee, con un porte que era en sí mismo una señal de decoro, una advertencia de que no se trataba de «una chica de esas».

Al llegar a lo alto de la colina, Madden dejó de verla al otro lado. Había poca gente en el sendero: una pareja joven que hacía carantoñas a un niño montado en un cochecito, una anciana con el pelo como un nido de pinzones, dos críos que se peleaban ruidosamente sobre la hierba, junto a los árboles. Entonces la vio, tapada momentáneamente por las verjas de hierro forjado del pie de la colina, cogida de la mano de él.

Y allí estaba otra vez ese día, más al oeste, en la ciudad, y a lo grande: muerta como la que más.

– Es simple rutina, desde luego -dijo Kincaid, una extraña manera de formular la frase, dadas las circunstancias. Pero para él los cadáveres eran pura rutina, por supuesto. Simplemente daba la casualidad de que a aquel lo había conocido cuando hablaba y caminaba. Hinchó las aletas de su nariz, sacó del bolsillo de su chaleco una cajita de caoba no más grande que la concha de un mejillón y decorada con madreperla, abrió la tapa y ofreció a Madden su contenido.

– ¿Rapé? -preguntó. Madden negó con la cabeza y el buen doctor arrugó el ceño, visiblemente defraudado-. Yo el tabaco lo prefiero al estilo de los pioneros -dijo. Tomó una pizca del polvillo negro, lo apelmazó sobre la palma de la mano y se lo metió bajo el labio superior-. Dicen que da cáncer. Pero usted no se cree una sola palabra, ¿verdad, muchacho? Un tipo joven como usted, ¿por qué iba a creerse esas cosas? Usted nunca morirá. Espero que ella creyera lo mismo.

– ¿Se refiere a Carmen?

– Sí, a Carmen, eso es. Su familia era italiana, creo. Alessandro. Fue ella quien cambió la ortografía del apellido, según me han dicho. -El doctor metió un dedo bajo su labio para colocarse bien el tabaco-. ¿Le apetece una copita, Hugh?

Él movió la cabeza de un lado a otro, avergonzado porque Kincaid se hubiera servido de su nombre de pila. Era aquella una rémora de su educación: rara vez se dirigía nadie a él por otro apelativo que no fuera «Madden». Solo su madre usaba con alguna frecuencia su nombre de pila. Rose lo utilizaba casi del mismo modo que ella, con un resabio maternal, como si estuviera a punto de castigar a Madden por algo o lo llamara para que se sentara a la mesa. Si Kincaid le hubiera dicho «Llámame Lawrence, por favor», ello le habría resultado más insoportable que si le pidiera que se pusiera a cantar.

– Bueno, creo que yo voy a darme ese gusto. -Kincaid abrió un cajón de su escritorio, sacó una petaca de peltre y desenroscó el tapón. Bebió rápidamente, sin el chasquido de dientes que hacían los bebedores novatos al sorber-. La policía estuvo aquí ayer -dijo-. Encontraron su cuerpo en el Kelvin, no muy lejos de aquí. De esto ni una palabra a nadie, por supuesto. Nos han pedido que lo mantengamos en secreto de momento. No quieren que venga a meter las narices todo hijo de vecino. Confío en que será usted… discreto en este asunto.

Madden asintió con la cabeza.

– Dicen que llevaba en el río tres o cuatro días. -Miró a Madden como si aguardara una respuesta-. ¿La conocía usted?

Madden negó con la cabeza. No pensaba con claridad. «No», quería decirle. «No la conocía, no tenía ni idea de quién era».

– Pero ¿había oído hablar de ella? Era alumna aquí, en la facultad. Debe de haberla visto por ahí. -Kincaid sacudió la cabeza-. No creo que haya muchos por aquí que no se hayan fijado en una chica como esa.

– Sabía quién era. Quiero decir que no la conocía personalmente, pero sabía quién era.

Kincaid asintió con la cabeza. Ladeó la petaca y bebió otro trago.

– Eso es tener empaque -dijo.

Madden se sentía presionado para que dijera algo más.

– Los padres están destrozados, claro. Absolutamente desolados. Era italiana, ¿se lo he dicho ya? -Kincaid asintió con la cabeza a sus propias palabras, recogió un montón de papeles que había sobre su atestada mesa y se puso a hojearlos distraídamente-. ¿Se ahogó? -preguntó Madden con voz melancólica. Estaba mareado.

– Bueno, veamos. Sus trabajos son muy buenos, ¿sabe usted? -dijo Kincaid mientras se abanicaba con ellos a la altura del hombro-. Tenemos un cadáver. Una chica. De diecinueve años. Tres días en el Kelvin, posiblemente más. ¿En qué estado diría usted que se encontraba el cuerpo en el momento de ser hallado?

Madden se encogió de hombros.

– Dependiendo de la temperatura y del estado del agua estaría… irreconocible.

– ¿Irreconocible? ¡Vamos, muchacho! ¡Estaría hinchado por los gases! ¡Estaría putrefacto! ¿Qué ha sido de su empaque?

El estallido del doctor sobresaltó a Madden. Sintió que sus manos se alzaban como para defenderse de un golpe.

– La chica se ahogó, sí. Pero no en el Kelvin.

– No entiendo…

– Murió asfixiada. Pero casi no había agua en las cavidades corporales. Alguien mató a esa chiquilla y luego la tiró al río. Fue estrangulada.

Madden empezaba a sentir náuseas y pidió un vaso de agua del lavabo del doctor, que estaba en la pared, frente a su escritorio, bajo una estantería alta llena de apuntes desordenados sobre casos clínicos. Kincaid dejó correr el agua unos segundos. Después le pasó una taza de porcelana llena. Madden se bebió el agua de un trago y le devolvió la taza.

– No irá a marearse, ¿verdad, señor Madden? -dijo Kincaid, y un vago desprecio arrugó su frente-. Vamos, muchacho. Lo he visto en la sala de disección. Ahí dentro está usted como pez en el agua, ¿no es cierto? ¿Qué le pasa?

– Nada, señor Kincaid…

Kincaid dejó pasar el desliz.

– Nadie se interesa por usted en particular, señor Madden. Pero, obviamente, tenemos un problema entre manos. La policía ha solicitado que todos los jefes de departamento (de todas las facultades, por supuesto) hagan algunas… averiguaciones por su cuenta. Así que nosotros, los modestos profesores, estamos simplemente tanteando un poco el terreno. Aquí, en Medicina, somos unos auténticos sabuesos. Hablaremos con todo el mundo a su debido tiempo. Le pregunto qué sabía sobre esa chica porque ha compartido con ella clases, laboratorios y hasta algún seminario de vez en cuando. Su trabajo está mejorando, ¿sabe usted? Es usted un muchacho que promete. Pero hay también muchos otros que han compartido clases y quizá relaciones más íntimas con esa joven, así que si sabe algo, lo que sea…

Madden asintió con la cabeza. Una sensación de extrañeza empezaba a diluir su mareo. Le escocía un poco que Kincaid hubiera asumido automáticamente que él no podía haber tenido «relaciones íntimas» con una chica de las evidentes cualidades de Carmen Alessandro. Pero el doctor tenía razón. Ella no estaba a su alcance. Estaba hecha para los Gaskell de este mundo.

– Así que le quedaríamos muy agradecidos si pudiera mantenernos informados. Ello solo puede redundar en su beneficio.

– Sí, doctor Kincaid -dijo Madden.

– Muy bien, entonces. Eso es todo por ahora. Puede irse.

Madden hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se dispuso a marcharse, pero al final se volvió para preguntar algo a Kincaid. El doctor estaba quitando de nuevo el tapón de su petaca de peltre. Antes de beber, se inclinó sobre el lavabo, gargajeó y escupió una hilacha excrementicia de jugo de tabaco.

– ¿Qué ocurre? -preguntó mientras se limpiaba la boca con un pañuelo blanco doblado que volvió a guardarse en el bolsillo del pantalón. Iba impecable, como siempre, aunque tenía un aspecto un tanto excéntrico, ataviado con su chaleco de tweed a juego con la chaqueta y una pajarita carmesí cuyo contraste con su cuello blanco como el de un pollo resultaba algo indecente. Como de costumbre, Madden se sintió avergonzado en presencia de un hombre tan atildado.

– ¿Podría ver el cuerpo en algún momento? -preguntó.

Kincaid chasqueó la lengua.

– Lo dudo, señor Madden, lo dudo mucho. Éste no es para la mesa pública. Lo entenderá usted, estoy seguro. -Tenía un aire tan imperioso que Madden basculó un poco hacia atrás sobre sus talones-. Sufrió abusos sexuales, por cierto. Creo que permitir que uno de sus compañeros la vea ahora sería añadir el oprobio a la crueldad física.

– Sí, por supuesto -dijo Madden-. Disculpe. No he debido preguntar.

– De todos modos, no la tenemos nosotros. En este momento está con el forense de la policía. Más adelante se harán los preparativos para el entierro.

Madden se volvió una vez más para marcharse.

– ¿Sabe usted si salía con alguien, Madden? -Kincaid cruzó los brazos-. Con un chico, quizá.

Un chico. Claro que había un chico. Siempre había chicos.

Él la había visto cruzar la verja, tomar la bajada hacia Kelvin Way (el balanceo infantil de su mano, un andar a brincos, como el de una niña). Él mismo era solo un niño entonces, como Rose le recordaba constantemente. Un bobo larguirucho y torpón, no muy atractivo.

Él no estaba a la altura de Carmen Alexander. Había buscado un banco en el parque y se había sentado, había cerrado los ojos y se había sentido a sí mismo como el lento goteo de una repulsión física, como un pozo de asco celular. No quería pararse a pensar en ello. Empezaba a llover a mares. La vio desplegar sobre su cabeza un paraguas de plástico de color claro y levantarse del banco.

– ¿Un chico, doctor Kincaid? -preguntó.

Kincaid asintió con la cabeza.

– Efectivamente, señor Madden, eso he dicho, ¿no? Más concretamente, un novio.

Madden se pasó una mano por la nuca.

– Nadie que yo conozca, señor.

Kincaid hizo un gesto de asentimiento.

– Muy bien, Hugh. Pero, si algo despierta su interés de forense, nos avisará, ¿no?

– Por supuesto, doctor. De lo que sea.

– Entonces, eso es todo por ahora. Márchese, pues. No podemos permitir que llegue tarde a su siguiente clase, ¿no le parece?