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Madden salió del despacho de Kincaid y se desvió hacia la derecha, tomó la avenida de la universidad y atajó luego por las torres cuadradas del vetusto edificio con intención de cruzar los patios, pero se tropezó con un grupo de estudiantes que salían por la escalera del Unicornio y el León y siguió en línea recta. Pasó por la verja de la derecha, abandonó luego la cima de la colina en dirección al mástil de la bandera, sin saber adónde se dirigía, pero consciente también de que no era así, de que sabía exactamente adónde iba y que ir allí era inútil, no arreglaría nada, no lo acercaría a lo que andaba buscando. Sufría una especie de fiebre; sudaba y le dolía la garganta. Lo había notado ya antes, ese día. Quizá lo hubiera sentido también la noche anterior. No lo recordaba. Todo era distinto ahora.
La luz de la tarde se había agriado y la bandera restallaba ferozmente contra el cielo, así que se quedó un rato junto a su base porque detenerse no era avanzar, aunque sabía que al final acabaría avanzando; iría allí otra vez de todos modos, con independencia de las medidas que pudiera tomar contra sí mismo entretanto. Flagelarse atado al mástil de la bandera, como mínimo. El rojo zigurat del museo de Kelvin Hall se agazapaba a sus pies, bajo el barrido de la sombra de un nubarrón, los jardines un cuidado mosaico compuesto de retazos de verde magullado, a través del cual discurría el Kelvin, que había guardado allí en secreto el cuerpo de Carmen Alexander por espacio de tres días, atrapado entre los bajíos de la ribera. Sabía que era la fiebre la que lo impulsaba a ir allí. De haberse encontrado bien, jamás habría vuelto. Jamás.
Bajó a trompicones por la ladera de la colina, en línea recta. Ignoró la ruta más directa que, siguiendo el sendero, salía al extremo del viejo edificio, o bien olvidó por completo su existencia. Aquella sensación febril lo envolvía, lo rodeaba con su halo acogedor. Estaba subido a la verja cuando cobró conciencia de lo que hacía y descubrió con sorpresa que se hallaba atascado.
La punta de un barrote había atravesado el agujero de la suela de su zapato derecho. Se agarraba a los barrotes de los lados y tenía la otra pierna atascada en el espacio por donde la había metido. Meneaba la pierna izquierda inútilmente como un insecto pisoteado, pero ni podía subirla hasta un lugar intermedio del travesaño de la verja, ni saltar al otro lado impulsándose con la pierna derecha sin lastimarse gravemente el pie con el pico del barrote. Al otro lado de la verja no había más que una densa arboleda, aunque él sabía que el camino hacia Kelvin Way estaba, a lo sumo, a cuarenta o cincuenta metros.
Una especie de estupor se apoderó de él: un agarrotamiento del lóbulo temporal del cerebro inducido por las endorfinas, como por influjo de algún opiáceo maligno, un aturdimiento estupefaciente. Se quedó allí colgado un rato, sin hacer nada ni experimentar urgencia alguna por remediar la situación, simplemente colgado de la verja, el peso del cuerpo equilibrado de tal modo que, de momento, se hallaba hasta cierto punto cómodo. Entonces le sobrevino el agarrotamiento: se sintió agachado en el rincón de su cuarto; su madre miraba mientras su padre le decía que, si quería comportarse como una puñetera niña, bien podía usar el orinal como una puñetera niña. Él empezaba a llorar y se esforzaba sobre el cuenco de loza, los muslos agarrotados por la postura forzada. Lo único que recordaba de aquellos incidentes era el estar agachado, el dolor de los muslos y las reprimendas de su madre.
– Así no, Hugh -le decía-, te estás saliendo del orinal.
Y después las rabietas de su padre, que lo obligaba a bajar la cara hasta la moqueta, donde la orina formaba un charco alrededor de sus pies. Y la súbita falta de miedo o de vergüenza; una serenidad extraña y fluida, como si el aire cálido le sirviera de cojín. Como morfina. El dios del sueño y de los sueños. Atascado en la verja, se sentía más lúcido que nunca en su vida. Naturalmente, no había nada de mágico en ello. Se trataba, desde luego, de un fenómeno científico. El hipotálamo, que reaccionaba al estrés. Y estaba estresado. ¿Quién no lo estaría? Alguien había muerto: muy bien podía ser él mismo sospechoso de su asesinato. O, si no él, sí probablemente alguien a quien conocía. La buena de la materia gris del periacueducto cerebral. La buena de la hormona ACTH, las buenas de las glándulas suprarrenales. Otra vez habían vuelto a sacarle las castañas del fuego.
Si no fuera por Carmen Alexander. Ella habría experimentado aquella misma sensación justo antes de morir estrangulada. Fue entonces, al pensar en ella, cuando Madden sintió los primeros pinchazos de un calambre en la pierna derecha, señal de que el mundo volvía a ser el de siempre, y sin vuelta de hoja. Al tiempo que cobraba conciencia del dolor, empezó a llover de nuevo, como había llovido cada día desde hacía una semana.
Su humillación era completa. El agua caía en gruesas gotas, y el dolor de la pierna y la imposibilidad de moverla le hacían gemir. Comenzó a balar como una oveja con la pata en un cepo, y se quitaba el agua de los ojos con violentas sacudidas de la cabeza. No podía haber modo más miserable de morir que aquel, crucificado sobre una reja oxidada. Ni la muerte de Carmen Alexander ni la de cualquier otra persona podían igualar aquello. ¡Ensartado por el culo en una valla!
– ¡Socorro!-comenzó a gritar-. ¡Socorro! ¡Estoy atascado como una niña!
Pero al mismo tiempo no quería que nadie lo descubriera allí, en aquel ignominioso estado, y dejó escapar un gemido de aflicción por sí mismo mientras agitaba nerviosamente el zapato empalado e intentaba aliviar el calambre de la pierna y aflojar la garra con que la verja sujetaba su suela. Tras repetidos arrebatos de agitación nerviosa, y gracias a que logró desplazar hacia delante la otra pierna por entre los barrotes que la retenían (había perdido casi toda la sensibilidad de la entrepierna para abajo), se descolgó y comenzó a jadear. Estaba empapado y empezaba a tiritar de forma incontrolable. Pidió socorro otra vez a gritos, pero no vio a nadie a través de los árboles oscuros que había delante, ni volvió la cabeza para que alguien que pasara junto al mástil de la bandera tuviera oportunidad de oírle. Luego, llevado por un grandioso espasmo que lo impelía a actuar, dio un tirón tan fuerte que sacó el pie del zapato y al mismo tiempo se sirvió de los músculos de la entrepierna para lanzarse hacia delante y resbalar por la verja. Cayó al suelo de golpe sobre el hombro izquierdo.
A pesar del dolor de las piernas y de la palpitación molesta de la parte izquierda de su tronco, en el instante en que cayó a tierra su gratitud fue infinita. Se arrodilló, chapoteando, se santiguó y, en una sola exhalación que se evaporó tan pronto intentó levantarse, dio las gracias al dios de los cristianos, al dios de los judíos, al Alá de los mahometanos, a Buda, a Vishnú, a John F. Kennedy y a Su Majestad la Reina por su sabiduría y misericordia infinitas; luego cayó de nuevo de espaldas. Entre su pie izquierdo (que ya no estaba allí) y su entrepierna (que había dejado de existir), danzaba un flujo de agujas y alfileres ardientes. El hombro le dolía atrozmente. Empezaba a temblarle otra vez todo el cuerpo. Le molestaba el estómago a causa de la presión de las puntas de flor de lis de la verja, que había logrado no clavarse manteniendo en vilo sobre ellas el peso del cuerpo, y tenía las palmas de las manos magulladas y manchadas de herrumbre. Por culpa del frío de la lluvia sentía la coronilla como si fuera de plomo. Su zapato seguía prendido en lo alto de la verja, como un fruto estrafalario. Allí, del lado de la pendiente de la colina, la verja era demasiado alta para que tuviera esperanzas de recuperarlo. Maldijo al dios de los cristianos, al de los judíos, al Alá de los mahometanos, a Buda, a Vishnú, a John F. Kennedy y a Su Majestad la Reina por su infinita perfidia, con un solo torrente de refinada bilis que lo sorprendió incluso a él, y ello restableció en parte su voluntad de seguir adelante con su existencia patética y desgraciada, al menos de momento.
A lo lejos resonaban truenos. La lluvia, que seguía cayendo en ráfagas, como una descarga de artillería, amainó un momento solo para precipitarse de nuevo sobre él con renovados bríos. Dios, qué frío tenía. Su tiritona era como un baile de san Vito compuesto de espasmos que recorrían los principales grupos de músculos de su cuerpo. Agarrado a los barrotes de hierro para no caerse, comenzó a ponerse en pie. Cuando estuvo derecho del todo, contuvo el aliento un momento y comenzó luego a bajar a trompicones por entre la hierba crecida de la ladera, dando bandazos de un árbol al siguiente. Cada vez que llegaba junto a uno, se refugiaba un momento de la lluvia, daba zapatazos y se frotaba las manos para devolver la sensibilidad a sus extremidades antes de precipitarse de nuevo hacia delante a trancas y barrancas, más lleno de esperanza que de expectación.
Al ver claramente delante de sí el camino que llevaba a Kelvin Way, se echó a llorar otra vez. Lo más espantoso que tenía en perspectiva era que cada desconocido que pasara por la calle reconociera en él al triste idiota, indefenso y desesperado, que sin duda parecía. Era lógico que fuera despreciado por ello, del mismo modo que él despreciaría semejante falta de dignidad si cambiaran las tornas. Así pues, se ciñó el cuello empapado de la chaqueta, se apartó el pelo de los ojos lo mejor que pudo y procuró mantenerse erguido y simular el noble porte de un caballero arruinado, en lugar de parecer un lisiado de guerra con la costumbre de ensuciarse la ropa cuando le sentaba mal la bebida.
Al llegar al borde, fue cojeando con el pie descalzo por el lado de la hierba (el barro rezumaba por entre sus dedos) y el otro sobre el camino empedrado. Escudriñaba la luz escuálida guiñando los ojos y se limpiaba la lluvia de la cara. No estaba ya lejos del camino principal (cuestión de cien metros) y, cuando finalmente llegó a él, se apoyó contra un árbol y se estuvo allí unos minutos, armándose de valor para la larga y penosa humillación de la caminata hasta casa.
Sus piernas casi habían vuelto a la vida, y era capaz de caminar más o menos normalmente, pero su tiritera no cesó ni siquiera cuando se vio obligado a revestirse de cierta apariencia de dignidad. Empezó a avanzar por la avenida flanqueada de árboles, de regreso a la universidad de la que había salido esa tarde, hacía mucho tiempo. Nadie pasó a su lado. Todos habían corrido a refugiarse de la súbita tormenta. Era una suerte.
En el cruce no había tráfico y pasó al otro lado sin mirar ni a izquierda ni a derecha, indiferente a su destino, siempre y cuando éste fuera solo cosa suya. Las luces del club de alumnos tiraban de él, le hicieron subir las escaleras de piedra. Cuando llegó a la puerta, descubrió que no le quedaban fuerzas para abrirla. Llamó dos veces. Luego se sentó en los escalones, bajo la lluvia que arreciaba, tiritando todavía, y rompió en un nuevo estallido de lágrimas.
Todo se había acabado ya, no le quedaba nada que dar. Moriría allí, en los escalones del club, a unos pocos pasos (aunque fueran pasos heroicos) de encontrar refugio.
Una voz preguntó tras él que qué quería. Se volvió a medias y miró al hombre con expresión implorante. Era el conserje, con su camisa blanca y su gorra negra. Tenía una golondrina tatuada en el dorso de la mano.
En aquella ciudad todo el mundo tenía la peste, le dijo Madden. Nadie era inmune, nadie estaba a salvo de la infección. Carmen Alexander había muerto de enfermedad, llevaba dentro la infección. Ella misma se la había buscado. Él no recordaba qué era lo que la había matado en realidad, la sífilis quizá. O la gingivitis. La había palmado de una enfermedad de las encías.
En aquella ciudad todo el mundo estaba enfermo. El conserje también. Tenía linfoma de Swallow [16], una variedad de la plaga en cuestión. ¿No lo sabía? ¿No lo entendía? Era absurdo ir al médico. Él mismo era médico y no podía curarlo.
¿Qué plaga era esa?, le preguntó el conserje. ¿De qué coño estaba hablando?
– Esa plaga -dijo Madden, y señalaba débilmente el tatuaje del conserje-. La plaga de tinta.
¿La plaga de tinta?
– Exacto -dijo Madden-, la plaga de tinta.
Todo el mundo la tenía. Estaba Gaskell con sus borrones y Fain con sus salpicaduras. Él mismo la tenía, dijo: arrojaba chorros de tinta mortíferos. Nadie se libraba.
El conserje le dijo que se fuera a paseo, que estaba borracho.
No, dijo Madden, no estaba borracho. Era miembro del club y había ido a beber algo. Algo caliente. Un té estaría bien, aunque preferiría chocolate caliente, buen hombre.
Si era miembro del club, ¿por qué llevaba solo un zapato?, dijo el conserje.
– Venga, lárgate.
Madden sacó del bolsillo de la chaqueta su carné del club y se lo dio al hombre mientras intentaba levantarse, pero cayó hacia delante y el conserje tuvo que agarrarlo.
– Quieto -dijo-. ¿Y a qué viene esa tiritona? Estás borracho.
Madden comenzó a sollozar otra vez. No, dijo, no estaba borracho. Pero no se encontraba muy bien.
Entonces le vomitó en los pantalones.
– Ahí lo tiene -dijo con aire triunfal-. ¡Tinta!
– ¡Fuera de aquí! -replicó el otro, y lo empujó con fuerza hacia atrás. Madden trastabilló y resbaló con el pie descalzo. Se deslizó bruscamente hacia atrás, el escalón desapareció bajo él, agitó los brazos en el aire intentando equilibrarse y se topó de nuevo con el suelo, tres escalones más abajo y en la calle otra vez.
– Vamos, piérdete -decía el conserje-. Largo de aquí antes de que llame a la policía.
Madden se quedó mirándolo, ristras de fluido y materia brotaban de su boca abierta, el sobresalto del vómito repentino le había causado una especie de espanto ebrio, aunque estaba seguro de no haber tomado una sola gota de alcohol ese día.
– ¡Largo! -gritó el hombre-. ¡Que llamo a la policía!
Madden levantó las manos lastimosamente, como si lo hubiera pillado in fraganti. Allí no tenía esperanzas de encontrar cobijo, como no fuera el de un coche patrulla. Estaba perplejo, no entendía qué había dicho que fuera tan ofensivo. La violencia del conserje parecía innecesaria, él solamente intentaba resguardarse de la lluvia. Todo el mundo merecía resguardarse de la lluvia. Si hubiera sido un caballero venido a menos, huelga decir que habría tenido asegurado un lugar junto al fuego. El conserje se habría llevado la mano al sombrero para saludarlo y habría dicho: «¡Coño!, qué alegría verlo, señor, y perdone mi lenguaje». Habría sacado viandas calientes y avivado las brasas. Habría habido caldo, una cesta de pan, carne recién salida de la cazuela. «Me temo que son solo las sobras de abajo, señor, pero se las ofrecemos encantados. No, no, no nos dé las gracias. Nos alegra tener compañía, señor, nos alegra de veras. Y poder hacer una obra de caridad con alguien como usted. Un señorito, señor, eso es lo que es usted, un señorito.»
Le habrían sacado mantas de lana, le habrían dado ropa para cambiarse. Colgarían su traje y su único zapato delante del fuego para que se secaran, y él vería alzarse el vaho y dormitaría hasta que le llevaran su ponche y una pipa. Pero no sería así. Habían vuelto a arrojarlo al páramo, donde enfermaría y se tumbaría en el suelo y sería pisoteado por todo el mundo hasta que quedara completamente aplanado y pudieran enrollarlo por fin como un papiro y usar su piel seca para vestir a los hijos de los pobres. Era insoportable. Era demasiado, sí, demasiado. Y el responsable de aquel atropello a la decencia, de aquel crimen contra la humanidad, aquel cerdo del club de alumnos de la universidad de Glasgow que tenía ante sí, sería aclamado como un héroe y muy probablemente nombrado rector. Gaudeamus igitur, iuvenes dum sumus. Bien hecho, buen hombre, un espectáculo de primera clase. «Eso es tener empaque.»
Lanzó al conserje una última mirada amenazadora y echó a andar otra vez, con una mano apoyada sobre el murete del club para no caerse. El cansancio había aflojado los espasmos repentinos de su estómago y los temblores parecían haber pasado de momento. Tenía el pie dolorido y en carne viva, y hacía una mueca cada vez que lo apoyaba en el suelo, pero aún le quedaba alguna esperanza: la lluvia parecía remitir al fin y, gracias a ello, podía distinguir a unas cuantas almas que pasaban por la calle Bank, allá delante, y oír el ruido del tráfico, de los coches o los autobuses. Donde se encontraba ahora, la calle se bifurcaba y él podía elegir, pero no estaba seguro de cuál sería la decisión correcta. Podía seguir colina abajo, donde sabía que, en una de las tabernas, había un teléfono, y llamar desde allí a alguien con las pocas monedas que tenía. O podía seguir derecho unos centenares de metros más, torcer a la izquierda y coger la artería principal de Great Western Road.
Ninguna de las dos alternativas tenía mucho atractivo. Ignoraba a quién podía llamar. Su padre no tenía teléfono. Se oponía a los teléfonos del mismo modo que se oponía al jabón perfumado y a que las mujeres fumaran en público.
– Esos chismes del demonio -decía-, una mariconada es lo que son. Hablar, hablar, hablar… Solo un hatajo de afeminados se pasaría la vida hablando a una puta máquina.
La lista de mariconadas era larga y desdichada. Su padre despreciaba el Servicio Nacional de Salud por ser un invento de afeminados. A fin de cuentas, solo los afeminados no sabían valerse por sí mismos.
Los teléfonos, el jabón perfumado y las mujeres que fumaban en público (e incluso las que no fumaban en público), todas esas cosas tenían en común el afeminamiento. Su padre, por tanto, eludía todo contacto con ellas, excepción hecha de la madre de Madden. Una vez llegó a casa hecho una fiera porque había una mujer sin acompañante en la barra. «¡En la barra!», gritaba. «¿Qué hacía esa tía en la barra? ¡El lugar de las mujeres está en el salón del bar!»
Había instituciones, invenciones y personas (con independencia de su género) que podían, al azar, ser tachadas de afeminadas sin explicación alguna. Todas aquellas cosas merecían el desprecio de su padre, con excepción del automóvil, invento que no podía permitirse y de cuya falta se dolía amargamente. La madre de Madden se había ofrecido a ayudar a pagar las letras de uno, pero su sugerencia había sido acogida con un silencio amenazador que ni ella ni Madden se sintieron inclinados a romper.
Adentrarse en Great Western Road parecía el envite más seguro. Desde allí podía llegar hasta Byres Road, y utilizar el dinero para el autobús: la línea que le convenía no tenía otra parada más cercana. Era una caminata desalentadora y se cruzaría con mucha gente por las calles. Cabía además la posibilidad de que cayera otro chaparrón, pero no le quedaba más remedio que arriesgarse.
A no ser que fuera a casa de Gaskell. La patrona le dejaría pasar a esperar, si Gaskell no estaba: conocía su cara, aunque Madden tenía la impresión de que le desagradaba. La suya no era una cara muy atractiva, según la opinión general, pero al menos a aquella mujer no le era desconocida, y le abriría la puerta. Si no, le suplicaría. No sabía con certeza qué hora era, pero tenía la impresión de que no era muy tarde. Sí. Podía ir a pie hasta allí, y habría menos gente en la calle si evitaba Great Western Road. Estaba posiblemente más lejos de la calle Wilton que de Byres Road y había que subir una tediosa cuesta por la calle Belmont y cruzar el puente. Pero la cosa parecía merecer la pena. Se preguntaba por qué no se le había ocurrido antes, aunque ya sabía la razón: durante todo el día, Gaskell había ocupado la corriente subterránea de sus pensamientos, lo mismo que Carmen Alexander. Pero ahora tenía tantas ganas de dormir que lo que hubiera pasado entre ellos en el Río Locarno le parecía irrelevante.
Echó a andar por la calle Bank, algo más animado. Un calor cada vez más intenso, que parecía ir ganando terreno a la hipotermia, infundía fuerzas a sus miembros exhaustos. Pero quizá se estuviera poniendo melodramático. No sentía ya, ciertamente, el delirio de un rato antes, sino solo un calorcillo agradable que hacía caso omiso de su ropa empapada y convertía su incontrolable tiritera en un recuerdo lejano. Era posible que recayera, pero estaba seguro de que no sería así. Llegaría a casa de Gaskell sin desmayarse. Ya no le dolía el pie al apoyarlo en el pavimento y del resto de su cuerpo vapuleado había desaparecido todo rastro de malestar. El calor se había extendido hasta sus orejas, y eran ellas las que estaban más calientes. De hecho, parecían picarle a causa del calor. Le ardían, incluso.
Lo único que le incomodaba un poco era la sed. Caminaba (no cojeaba, ni arrastraba los pies, sino que caminaba de verdad) por primera vez desde hacía muchísimo tiempo, y llegó a la calle principal en lo que le pareció un suspiro. La velocidad a la que se movía era impresionante, tenía que admitirlo. Dudaba de que pudiera avanzar más rápido sin echar a correr. Le habría gustado que su madre lo viera moverse así. En el colegio nunca se le habían dado bien los deportes. Su madre habría estado orgullosa de él. Y su padre también. Se habría quedado boquiabierto de orgullo (y no de desprecio, como solía) al ver lo buen atleta que era su único hijo. «Bien hecho, hijo», diría. «Bien hecho».
Madden apenas podía creer que, con aquel diluvio, no hubiera abierto simplemente la boca para beber. Y, cómo no, había empezado a sudar, de modo que, para cuando cruzó la calle principal (un flujo escaso de tráfico entre su lado de la vía y el de Gaskell), casi chorreaba sudor. Se detuvo y esperó a que se abriera un espacio entre el tráfico, pero los semáforos permanecían de un rojo estático, eludían resueltamente la posibilidad de cambiar. Se enjugó la frente con la manga empapada de la chaqueta y notó su calor. Era asombroso cuánto se había calentado en tan poco tiempo. A su lado, una señora mayor lo miraba con extrañeza, y Madden sonrió y le dijo que había perdido el zapato en el parque. La señora se apartó de él bajo su paraguas y él se encogió de hombros para sus adentros mientras se metía entre el tráfico. Entretanto, se lamía los labios y tragaba, intentando humedecerse la boca.
El cielo se estaba aclarando, veía aumentar la luz y se rió al pensar que había estado fuera toda la noche y lo rápidas que se le habían pasado las horas, no podía creer que hubieran volado de aquel modo. No había pasado el tiempo y allí estaba, el alba en camino y él todavía allí, todavía en la calle, a diez minutos andando de la universidad de la que había salido hacía un siglo. Y estaba bien, todo saldría bien si podía encontrar algo que beber, un vaso de agua fría, una cerveza, lo que fuera. Se chupó los labios. Oía ruido de pájaros a lo lejos, probablemente golondrinas que volvían de África, descansadas tras una noche de sueño, y que ahora cantaban a la aurora. Ellas sabrían dónde encontrar agua, podían guiarlo hasta allí. No, no eran cantos de pájaros, sino gente al otro lado de la calle: lo saludaban agitando las manos, lo animaban a seguir adelante, y reconoció una cara, una figura resplandeciente enfundada en un traje esmeralda, un brazo que se agitaba frenéticamente hacia él. Sonrió calurosamente y devolvió el saludo, y entonces se dio cuenta: lo sintió entre los dedos del pie descalzo. Un charquito atrapado en un bache de la carretera. Se agachó para coger un poco de agua en el cuenco de la mano y bebió; luego volvió a llenarse la mano. El agua era arenosa y sabía ligeramente a ceniza, pero no le importó, la sed lo dominaba. Al inclinarse a beber por tercera vez, vio que el agua era roja. La sangre que manaba de su pie la manchaba. Se enderezó y sintió que se quedaba pálido, y echó a andar derecho hacia el tráfico que venía en su dirección. Mientras cruzaba la calle, antes de que se desplomara en la cuneta, al otro lado, solo a medias fue consciente del chirrido de los frenos y de los bocinazos, y de los ojos espantados de Gaskell.
Durante largo rato se esforzó por convencer a la voz de su cabeza de que le dijera la verdad, o sea, que se estaba muriendo, y, más adelante, que estaba ya muerto. Señalaba las pruebas a favor de su argumento, pero la voz le interrogaba y no dejó correr el asunto ni siquiera cuando Madden le suplicó que parara, que lo dejara en paz, que lo abandonara en la tierra, donde estaba destinado a acabar si aquella voz le hacía caso. Una voz no escucha, le decía la voz, una voz no tiene oídos con ¡os que oír, ni ojos con ¡os que ver. Lo único que puede hacer una voz es hablar, y lo único que puede hacer quien la oye es escuchar. Y una voz que no puede oír es una voz que no puede razonar, así que no gastes saliva en una discusión ociosa.
Fue entonces cuando dejó de resistirse y permitió que la voz continuara con su soliloquio ininterrumpido. La voz era la voz de su padre, luego la de su madre, después la de Gaskell y a continuación la de Kincaid. Finalmente, cuando se convirtió en la voz de Carmen Alexander, Madden dejó también de escucharla, de modo que la voz comenzó a perder la calma y a lanzarle insultos, a llamarlo «cerdo burgués» y a gritarle «¿qué ha sido de tu empaque?», pero él no oía los insultos, sino solo la voz. Ésta empezó entonces a gimotear, a implorar, a suplicar y, por último, a llorar con largos sollozos faltos de aliento, como si su silencio la silenciara, estrangulándola. Escúchame, decía la voz, tienes que escucharme, pero Madden hacía oídos sordos, cosa que le resultaba fácil porque era solamente una voz. Finalmente, la voz cesó por completo y él quedó abandonado en el silencio. Debía de haber ganado la discusión, pensó. Así que esto tiene que ser la muerte, después de todo.
– Tarado, ¿estás despierto?
Madden sintió que alguien tocaba su hombro.
– Estoy muerto -dijo-, déjame en paz.
La voz se rió.
– No estás muerto, chaval. Todavía no.
Madden abrió los ojos con cierta dificultad: los cubría una gruesa costra de sueño. Había una sola bombilla pelada que colgaba directamente sobre él; la escayola del techo se estaba levantando y una ampolla de buen tamaño parecía a punto de reventar encima de su cabeza. Era la habitación de Gaskell: estaba en la cama de Gaskell. Se incorporó sobre la almohada, cada vez más alarmado. Gaskell se hallaba sentado en la silla que él mismo había cogido prestada al inquilino de la habitación contigua. Obviamente, Gaskell no tenía intención de devolverla.
– Tienes una herida muy fea -dijo. Detrás de su largo cigarrillo blanco, su cara era inexpresiva. Estaba sentado con las piernas cruzadas y llevaba los vaqueros y la chaqueta de lana. La voz de Ella Fitzgerald sonaba en su tocadiscos Dansette, sofocada por los rayajos y el chisporroteo del polvo. La necrosis de las paredes se había extendido un poco más por el papel deslucido, como si la habitación se estuviera muriendo, putrefacta, pulgada a pulgada, de la enfermedad holandesa del olmo o de un lento impétigo. El estado de aquel sitio repugnaba más a Madden con cada visita. Sería preferible que el edificio entero se desplomara de una vez.
Gaskell arrugó el ceño.
– ¿Cómo te las apañaste? -preguntó.
Madden se frotó los ojos, sintió el pecho pegajoso por el sudor y se dio cuenta de que alguien lo había desvestido.
– ¿Cómo me las apañé para qué?
– Para hacerte ese boquete en el pie -dijo Gaskell-. Es del tamaño de media corona.
Madden apartó las mantas y sacó el pie. Lo tenía vendado por obra de un profesional. Se preguntó si habría sido Gaskell quien se lo había vendado.
– No me acuerdo -dijo-. Me subí a una verja, creo. ¿Cuánto tiempo he estado durmiendo?
– ¿Durmiendo? Eso no era dormir, tarado. Era un desvanecimiento. Un desmayo. Una fiebre de cojones, eso es lo que era. Has estado inconsciente dos días. Delirando, casi todo el tiempo. Hablabas en sueños y todas esas cosas. Tuviste suerte de no pillar una neumonía con esa lluvia y andando por ahí descalzo y sin un trozo de pie.
Madden notó que el suelo estaba cubierto de hojas de periódico extendidas. Algunas estaban manchadas de rojo, supuso que de la sangre de su pie. Gaskell advirtió dónde miraba, se levantó y se acercó al centro de la habitación. Hizo una pirueta, perdió ligeramente el equilibrio al dar la vuelta y clavó en el suelo una de sus botas de piel para no caerse. Tenía los ojos inyectados en sangre, el pelo revuelto y la cara manchada de borrones de tinta y adornada con un fino asomo de barba, rubia por la parte de las patillas y casi roja y muy fuerte alrededor del mentón.
– La fauna de la moqueta se estaba volviendo un problema -explicó-. En ella viven criaturas nunca vistas. Me siento aquí, en mi silla, y espero la caza mayor con la cerbatana lista. Te aseguro, tarado, que aquí a veces temo por mi vida.
Madden se apoyó en un codo.
– Yo temo por tu cordura -dijo Madden con voz queda, apoyándose en un codo.
Gaskell se acercó a la cama de una sola zancada. Agarró a Madden y le tiró del pelo con fuerza.
– Que no te vuelva yo a oír decir esa puta mierda, ¿entendido?
Madden asintió violentamente con la cabeza. Tenía las manos abiertas junto a las orejas y los dedos contraídos en gesto defensivo.
– Nunca más, ¿me has oído?
– Está bien -dijo Madden-. Lo siento, no lo decía en serio.
Gaskell soltó su pelo, le empujó la cabeza hacia atrás y se metió agresivamente un cigarrillo en la boca.
– De todas formas -dijo mientras se sentaba al borde de la cama. Su tono de voz se había calmado de nuevo instantáneamente-, no es conmigo con quien Kincaid quiere hablar de chicas italianas muertas, ¿no?
Madden se alisó el pelo hacia abajo. Lo notó grasiento.
– ¿A qué viene eso? -dijo, poniéndose a la defensiva-. ¿No quieren hablar también contigo?
Gaskell soltó un bufido y empezó a toser violentamente contra la manga de su tosca chaqueta de lana.
– Están hablando con todo el mundo. Supongo que pronto me tocará a mí. Pero no tengo nada que decir. Yo tengo mis asuntos en regla. -Se volvió y le lanzó una mirada penetrante-. ¿Verdad, tarado? -dijo.
Madden se miró las costillas pálidas, que asomaban por encima de las mantas, y se pellizcó distraídamente la carne enflaquecida.
– Ojalá no me llamaras así -dijo.
– Es simple rutina, claro -prosiguió Gaskell-. Espero que el asunto se desinfle pasado un tiempo. De todos modos, el que lo hizo era un aficionado y los aficionados siempre cometen errores. Al final siempre los cogen. ¿No?
Madden asintió con la cabeza.
– Sí -dijo-, les cogen.
Gaskell se levantó de la cama de un salto, se puso un dedo sobre el labio de arriba, simulando un bigote, y empezó a imitar a Kincaid.
– ¿Ya qué se debe, señor Madden? -dijo-. Explíquenoslo con la mayor parquedad posible.
La imitación era pasable, y Madden comenzó a reírse con nerviosismo.
– A que el crimen perfecto no existe.
– Exactamente, señor Madden. A que el crimen perfecto no existe. Y comportarse como un aficionado es lo único que no puede permitirse un asesino. -Gaskell hizo una amplia reverencia, se irguió y siguió fumando afectadamente-. Siempre se dejan algo en la escena del crimen, ¿no? Algún detalle insignificante que pasan por alto. Una pisada, un jirón de tela. Hasta un zapato.
Madden empezó a levantarse de la cama, avergonzado de su desnudez, pero las piernas temblorosas apenas lo sostenían, y volvió a sentarse, encogido.
– Oh, oh -dijo Gaskell-, nuestro querido tarado no va a ir a ninguna parte durante un tiempo. Vuelve a meterte en la cama. -Se acercó, puso una mano bajo las piernas de Madden, se las alzó de lado y volvió a ponerlas sobre la cama. Luego las cubrió con las mantas. Madden lo miraba inquisitivamente. Gaskell levantó las manos y retrocedió un poco-. Deberías quedarte en la cama. Estás muy débil. Quédate aquí. Yo iré a ver si puedo conseguir algo de comer.
– Pero tengo que irme a casa. Mi padres…
– Yo les llamaré.
– No puedes. No tienen teléfono.
– Entonces me pasaré por allí. De todas formas no estás en condiciones de moverte todavía. No te preocupes por eso. Estoy seguro de que lo entenderán.
Madden lo dudaba, pero sabía que no estaba de momento en situación de llevarle la contraria. La voz había hablado y lo único que él podía hacer era escuchar. El silencio se impondría al fin.
Gaskell se abrochó los botones y se subió el cuello de la chaqueta de lana.
– Está bien, entonces, todo arreglado. Tú te quedas aquí y yo voy en busca de víveres. Seguramente me dará tiempo a llegar a la cooperativa si me doy prisa. -La expresión de su cara, una rara mezcla de miedo y súplica, inquietó a Madden, que asintió lentamente y volvió a recostarse en la cama.
– De acuerdo -dijo-. A lo mejor duermo un poco más. ¿Qué hora es, por cierto?
Gaskell levantó la muñeca y fingió mirar un reloj inexistente.
– Son las cinco y media de la tarde del jueves.
– Entonces fue el miércoles cuando me encontraste. Había luz, de eso me acuerdo. Llevaba fuera toda la noche y había amanecido.
Gaskell soltó un bufido burlón.
– No había amanecido ni nada por el estilo. Y era martes por la tarde.
Madden frunció el ceño.
– Pero recuerdo perfectamente el amanecer. Oí los pájaros…
– Puede que oyeras pájaros, pero eso no significa que estuvieran cantando porque amanecía. La tormenta se había despejado y volvía a haber luz. ¿Cómo lo llamáis en vuestra habla de paletos? Ah, sí. La atardecida. Ibas vagando por ahí a la atardecida. Pero no había ninguna chica a tu lado [17].
Madden estaba levemente perplejo.
– ¿Y?
Gaskell lo saludó tocándose un sombrero invisible.
– No pasa nada, viejo amigo, viejo camarada. Se te vio por última vez saliendo de la universidad a las dos y media. Yo te encontré a las cinco. Así que… No se me da muy bien la aritmética, tarado, pero no parece que hayas pasado cuarenta días y cuarenta noches en el desierto. Dos horas y media, ¿no? -Pasó por debajo del techo inclinado agachando la cabeza y abrió la puerta. Miró hacia atrás mientras la cerraba y Madden desvió la vista, temeroso por un momento de encontrarse con su mirada.
Gaskell se equivocaba en una cosa. Había una chica con él esa noche, o esa tarde, o lo que fuera. Un recuerdo, un fantasma. Se llamaba Carmen Alexander.
Oyó alejarse los pasos de Gaskell por la escalera, notó que se paraba y que hablaba en voz baja con alguien y que luego seguía adelante. Otros pasos iban y venían. ¿Sería la patrona? ¿Otro inquilino? Imposible saberlo. Cuando estuvo seguro de que Gaskell había salido del edificio, se levantó y, apoyado en la cama, comenzó a buscar su ropa. Su chaqueta, todavía húmeda, colgaba del respaldo de la silla. Debajo estaban sus pantalones y sus calzoncillos. Todo mojado. Se rió de la falta de consideración de Gaskell, que, aunque había cedido su cama a un amigo (si es que eran eso, amigos), no había tenido en cuenta que aquel mismo amigo enfermo necesitaría ropa seca que ponerse una vez recuperado. Madden se acercó al único armario, una puerta que se abría directamente al muro de la fachada de piedra de aquella desvencijada habitación del ático y que contenía una sola prenda: el traje de pana verde de Gaskell, que, lavado y planchado, colgaba de una percha. Madden se llevó la manga de la chaqueta a la nariz y la olfateó. Olía a moho.
Ella Fitzgerald cantaba Gimme a Pig Foot and a Bottle of Beer, el disco crepitaba una y otra vez en los roncos acordes del final. Madden se acercó al Dansette y colocó la aguja otra vez al principio de la canción. Abrió el cajón de arriba de la cómoda y miró dentro. Un puñado de monedas, un billete de una libra y las llaves de la Norton. Tres pares de calcetines en diversas fases de deterioro. El pie le dolía cuando se apoyaba en él, pero no mucho. Quien se lo había curado había hecho un buen trabajo. Metió la mano hasta el fondo del cajón y rebuscó, pero no encontró nada de interés y apartó la mano bruscamente al sentir que algo vivo la tocaba y se escabullía. Gaskell no exageraba al decir que allí temía por su vida. La moqueta no era lo único que estaba infestado. Suspiró y se sentó en la silla solitaria. Había apuntes de medicina y montones de novelas abandonados por todas partes, así que se puso a rebuscar entre aquellas cosas con la esperanza de encontrar algo con que distraerse: la idea de que hubiera allí ratas o ratones no le inquietaba, pero sí el hecho de estar solo en aquel cuchitril. Sobre todo, la certeza de que había dormido dos noches en la cama mugrienta de Gaskell.
Algunos apuntes tenían dibujados garabatos infantiles, platillos volantes y coches de carreras. Otros, penes erectos en el acto de eyacular. Había también una caricatura muy gráfica y elaborada en la que aparecía un hombre penetrando a otro con un artilugio mecánico dibujado con gran detalle, lleno de pinchos y aristas, y armado en cada rincón concebible con toda clase de mecanismos para cortar y perforar.
Había además una lista de la compra al lado de un nombre y un signo de interrogación. El nombre era «Dizzy».
Madden se levantó y se acercó otra vez a la parte abuhardillada del techo, debajo de la cual se hallaba el armario que contenía un único traje. Registró el bolsillo de la parte exterior izquierda, pero solo descubrió un paquete de chicles y los restos arrugados de uno o dos cigarrillos. En el bolsillo interior había una etiqueta con un número: el recibo de la lavandería. Había también una fotografía en blanco y negro de un hombre con la cabeza cortada por el margen superior. El hombre abrazaba a dos personas, una a cada lado, un chico y una chica. El chico tenía la cabeza cortada justo por debajo de la boca. Y la chica sonreía. La suya era la misma sonrisa de grandes encías que había visto ya antes en alguna parte, la sonrisa de una chica italiana de diecinueve años, ya fallecida. Su pelo, rubio de bote, se alzaba en un escorzo lacado. Tenía los ojos densamente maquillados y se había pintado los labios con un carmín muy claro, posiblemente blanco. A Madden le recordó a alguien que no pudo identificar. Sí, eso era. Priscilla Presley. Parecía una Priscilla Presley rubia.
Posaban los tres de espaldas a una especie de cortina afelpada y de aspecto lujoso. Era una foto muy mala, nada más que una instantánea, en realidad. Madden le dio la vuelta, pero no había nada escrito al dorso. Volvió a guardarla en el bolsillo de la chaqueta de Gaskell y cerró la puerta del armario.
Se puso la ropa mojada y dejó que el disco siguiera dando vueltas lentamente, entre chasquidos. Cogió un trozo de papel de un montón de apuntes y escribió una nota para Gaskell con el bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la chaqueta calada. Sacó luego el billete de una libra del cajón de la cómoda y cerró éste.
Puso la nota junto al tocadiscos, salió del cuarto diminuto y bajó las escaleras.
Había poca luz en el pasillo: solo el rellano de tres pisos más abajo parecía iluminado. Madden distinguió movimiento allá abajo, sombras humanas que se inclinaban de un extremo al otro. Esperó en la oscuridad un momento, sin saber si avanzar o no. Si era Gaskell, que volvía, no tenía ganas de encontrárselo. Si era la patrona, lo mismo. Pasado un rato la luz de abajo se apagó y él habría tenido que buscar a tientas el interruptor del descansillo de no ser porque la claraboya le ofrecía un aguafuerte difuso de la escalera, suficiente al menos para no tropezar y romperse el cuello. Bajó con los ojos entornados, apoyado en la barandilla, sin cargar el peso en el pie malo.
Al llegar al portal, vislumbró a la patrona en las escaleras, por encima de él, y se apresuró a abrir la puerta. Salió a la calle Wilton. Mientras se dirigía cojeando hacia Maryhill Road, un escalofrío de dolor le atravesó la pierna derecha de parte a parte. Se quedó en medio de la calle y llamó con señas desesperadas al primer taxi que pasó por allí. Sin remordimiento alguno, dio su dirección al taxista y le dijo que lo llevara a casa a toda prisa.
– ¿Dónde has estado? -preguntó su madre mientras sacaba brillo a un plato con un paño de cocina. Su cara tenía el mismo aire herido que de costumbre, y el pelo, castaño y canoso, le caía en mechones escapados del moño prieto en que se lo recogía. Madden pasó a su lado cojeando, entró en la cocina y se sirvió un vaso de agua del grifo. Se bebió el agua fresca a sorbos, no engulléndola, sino deteniéndose entre traguito y traguito como si quisiera recordarse su sabor.
– Tuve un accidente -dijo con el vaso en la mano-. Me hice daño en el pie. -Levantó unos centímetros la extremidad vendada, a sabiendas de lo tonto que debía de parecer con el vendaje blanco y almohadillado, por cuyo extremo asomaban los dedos de su pie. Su madre hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
– ¿Dónde está papá? -le preguntó él.
– Ha salido.
– ¿A buscarme?
– Al bar.
– Ah.
– Pensó que debías de haber matado a alguien y te habías escondido -dijo ella mientras seguía pasando el paño alrededor del plato con un chirrido.
Madden bebió más agua.
– Lo pensó después de que viniera la policía.
Madden se quedó callado, a la espera de que se le presentara una solución. El paño seguía rechinando alrededor del plato.
– ¿Has matado a alguien, hijo? -le preguntó ella.
– No. Tuve un accidente, ya te lo he dicho.
– Sí, te hiciste daño en el pie. Ya lo veo. ¿Qué te pasó?
Madden dejó el vaso.
– ¿Cuándo estuvo aquí la policía? -preguntó-. ¿Qué querían?
Su madre cogió otro plato del escurridor.
– Dijeron que querían hablar contigo. Con relación a un asunto muy serio. ¿Te has metido en un lío?
– ¿Qué asunto? -Madden sentía en el pecho un vago agarrotamiento; el latido palpable de su corazón-. ¿De qué querían hablar conmigo?
– ¿Has ido a algún sitio adonde no debías ir, Hugh? Eso es peligroso. Ya lo sabes. No debes ir a ninguna parte con extraños. Fue una de las cosas que te enseñamos cuando eras pequeño. -Su madre soltó de pronto una risita y se tapó con la mano los dientes ennegrecidos-. Ya sabes -dijo-. Las niñas sin pololos no deben subirse a los árboles… ¿Te has subido a un árbol, Hugh? ¿Has estado be-su-que-án-do-te con alguien?
El agarrotamiento empeoraba; se iba extendiendo a sus labios, a sus músculos faciales.
Su madre se tambaleó levemente al colocar el plato en el escurridor.
Madden dio un paso hacia ella, la agarró por las solapas y la zarandeó con fuerza.
– ¿Dónde está? -dijo, y su madre se deslizó hacia el suelo, bajo él. Se negaba a registrarla: se quedaría allí hasta que le diera la botella- ¡Dámela! -dijo, y ella empezó a reírse otra vez-. Dámela, mamá. -El pie le dolía ahora, sentía su pálpito-. Mira -dijo con toda la calma que pudo-, dame la botella antes de que venga papá. Ya sabes lo que pasa si te encuentra así. Ya lo sabes.
Ella se sentó en el suelo, encogida, con las rodillas al aire.
– Tu padre tenía razón, ¿sabes? -dijo sin hacerle caso-. Eres un… un afeminado…
Madden sintió que la rabia saltaba a su frente. La miró y soltó su delantal para que se deslizara por completo hasta el suelo. Estaba temblando. Cogió un plato del escurridor y lo sostuvo sobre su cabeza.
Ella miró el plato y empezó a reírse otra vez.
– Vamos -dijo, sobria de pronto-. ¡A que no te atreves!
Madden temblaba. El plato temblaba también. Lo sostenía sobre la cabeza de su madre y ella clavaba sus ojos en él, despreocupada del plato, y sus ojos lo desafiaban. Madden podía hacerlo; podía golpearla con el plato. Habría sido una solución. Pero lo bajó lentamente, hasta que quedó colgando de su mano, a su lado.
– Espera a que vuelva tu padre -dijo su madre con bastante calma-. Espera y verás.
Madden se apartó de ella y se acercó a la ventana de encima del fregadero. Algo dentro de él se precipitaba hacia la oscuridad, sin ver nada.
– ¿Qué quería la policía? -preguntó, con el cuerpo apoyado sobre la pila de loza-. ¿Para qué querían verme?
Ella se agarró al armario con una mano, estiró una pierna, se impulsó hacia arriba y empezó a levantarse. Madden vio lo pequeña que se había vuelto la habitación: en otro tiempo había sido para él del tamaño del mundo. Había sido una inmensa caverna, la habitación más grande de todas. Allí, detrás de su madre, estaba el entrante de la pared que una vez había sido su lugar de recreo. Era un entrante muy pequeño y la mesa grande que lo ocupaba (heredada de un vecino de aquel mismo portal, ya muerto) hacía que pareciera casi minúsculo. Eran tan generosos los muertos, tan considerados. Madden se preguntaba si habrían conseguido todos los muebles de la casa del mismo modo. Posiblemente. Un día, su madre se fue a pedir una taza de leche y volvió con una mesa de caoba. Una ganga. La leche, sin embargo, faltaba. Los demás vecinos debieron llevarse lo que quedaba de los despojos.
– Querían hablar contigo -dijo otra voz. Madden se dio la vuelta. Era su padre. Estaba de pie, con la gorra todavía puesta, más grande que cualquier otra cosa que hubiera en la cocina, a pesar de su estatura. Su madre se puso a trastear por allí con nerviosismo-. Querían hablar contigo sobre un asunto policial -dijo su padre-. La desaparición de no sé quién.
– Trae, deja que te quite la chaqueta -dijo su madre, cuya cara se había puesto muy colorada-. Ay, está empapada…
El padre de Madden la miró con furia y le apartó la mano cuando intentó desabrocharle los botones.
– ¡Déjalo! -dijo.
Madden se encontró sin nada que decir. Su padre fijó la mirada en él y él no pudo hacer otra cosa que bajar los ojos y quedarse mirando su pie herido.
Su padre lo miraba con ira apenas reprimida.
– Te hace gracia, ¿eh? -dijo-. ¿Te divierte que la policía haya venido a mi casa (¡a mi propia casa!) a hacerme preguntas sobre mi hijo (¡mi puñetero hijo!) en mi propia casa?
Madden no tenía respuesta. Se estaba imaginando un zapato, plantado como una bandera en un palo clavado en tierra, y se distraía observando los dibujos del cuero troquelado.
– ¡Di algo! -gritó su padre, dándose una palmada en la pierna. Tenía el cuerpo rígido y tieso como un sargento de instrucción en un desfile.
– Ay, papá, no pasa nada… -dijo su madre.
– ¡Cállate! -bramó él a menos de un palmo de su cara. Madden y ella dieron un leve respingo. Ella se quedó callada en el acto. Su padre alargó el brazo de pronto y la cogió, tiró de su delantal y ella retrajo los brazos para defenderse y forcejeó con él por la posesión del objeto que escondía, pero él era muy fuerte. Encontró la botella pequeña y chata. Quedaba en ella poco más de un dedo de ginebra. El semblante de su madre se hundió, derrotado. Se llevó las manos a la cara y se la tapó como si fuera una niña jugando al «cucu tras». No lloraba.
– Vete a la cama, mamá -dijo el padre de Madden-. Vete a la cama ahora mismo.
Ella se dio la vuelta, salió de la habitación y cerró calladamente la puerta a su espalda. El padre de Madden lo miraba y respiraba trabajosamente por la nariz. Durante largo rato, se quedó allí parado, respirando. Cuando volvió a hablar, su voz sonó firme y parsimoniosa.
– No me importa lo que hayas hecho, ni dónde hayas estado, ¿me entiendes, hijo? Me trae sin cuidado. Pero no permitiré que traigas otra vez a la policía a mi casa. No lo permitiré. ¿Entendido?
Madden asintió con la cabeza.
– Ésta ha sido la primera y la última vez. Así que te doy un mes. -Esperaba, al parecer, que sus palabras surtieran algún efecto visible sobre Madden.
– ¿Un mes? -repitió éste, perplejo.
– Un mes -dijo su padre, y solo entonces se quitó la gorra y comenzó a desabrocharse la chaqueta-. Después, te quiero fuera de aquí.
Madden estaba atónito.
– Pero no tengo dinero -dijo.
– Entonces tienes un mes para encontrar trabajo. Siempre está la Colville. Y si no es de tu gusto, puedes buscarte otra cosa.
Colgó la chaqueta detrás de la puerta de la cocina y se agachó para sacar del armario su botella de whisky.
– Si no te has ido dentro de un mes, te echaré yo mismo a la calle.
Sirvió el poco whisky que quedaba en la botella en un vaso que cogió del escurridor, tan limpio que casi relumbraba cuando le daba la luz. Luego se lo llevó a los labios y bebió.
– Tómate una copa si quieres, hijo -dijo. Madden fijó una mirada triste en la botella-. Ya tienes más de dieciocho años. Eres un hombre. Vamos. Tómate una copa con tu padre.
Parecía bastante contento cuando Madden levantó la botella y cogió otro vaso.
<a l:href="#_ftnref16">[16]</a> «Swallow» significa «golondrina» en inglés. (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref17">[17]</a> Referencia a una canción popular escocesa, Roaming in the Gloaming with a Lassie by my Side («Vagando a la atardecida con una muchacha a mi lado»). (N. de la T.)