173933.fb2 La buena muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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10

La noticia de la muerte de Carmen Alexander había alterado el campus. Madden había evitado a Gaskell, pues notaba que éste eludía su presencia. Escudriñaba los escaparates de ferreterías y colmados en busca de anuncios de alquiler y prescindía de la biblioteca y el estudio: un período en blanco en el que a menudo tenía la impresión de que las horas pasaban sin dejar huella. Era una tarea interminable, una tarea que, por lo visto, le costaría el poco cuero que le quedaba en los zapatos y, de paso, posiblemente, un deterioro acelerado del pie herido. El tiempo iba empeorando en la misma medida en que aumentaba el número de estudiantes desposeídos que, como él, pateaban las calles bajo una lluvia implacable. En más de una ocasión vio a Aduman anotando algo en una libreta empapada, frente a una vidriera, con la lacia bufanda subida alrededor del cuello y colgando tristemente a cada lado. Con una mano se sujetaba las solapas sin botones de la chaqueta, en las calles lúgubres, a la lúgubre hora de la una o las dos de la tarde de algún lúgubre domingo, cuando no había para ninguno de ellos esperanza alguna de una cena con rosbif, sobre todo ahora que Madden evitaba encontrarse con Rose. Se sentía excluido de todo e imaginaba que entre Aduman y él existía una suerte de parentesco. Pero el senegalés, obviamente, no estaba de acuerdo.

Ni siquiera lo saludaba con una inclinación de cabeza, como si no hubieran compartido ni un solo seminario, ni una sola clase de laboratorio en todo el curso. Si no fuera porque sabía que no era así, Madden habría tenido la impresión de haber quedado «escindido». Pero sin duda no era así. No había motivo alguno para ello. Ciertamente, no había razón para que Aduman no pudiera dedicarle un saludo superficial, una breve flexión de las cejas, solo para recordarle que, en efecto, existía. Madden tenía a medias el propósito de irse derecho a él y decirle: «Oye, mira, sé que me reconoces. ¿A qué viene esto?».

Claro que tal vez Aduman hubiera oído rumores. Bueno. Hasta donde él sabía, no eran más que eso, rumores. La policía no había expresado especial interés (para usar las palabras de Kincaid) en él, ni había dado a entender que pudiera tener algo que ver con la chica muerta, fuera de un conocimiento de pasada. Y eso era literalmente lo que lo unía a Carmen Alexander: un conocimiento de pasada. Su relación con Gaskell era de interés más apremiante. A Madden le habían dejado un número de teléfono por si recordaba algo que le pareciera importante. De día o de noche, le había dicho el policía a su padre. Ninguna pista era insignificante, ningún detalle debía ser pasado por alto. Aquel tal Aduman tenía mucha cara por creerse las tonterías que hubiera oído por el campus medio vacío. Menuda jeta tenía el tío.

Madden no le hizo ningún reproche a Aduman, naturalmente. Siguió garabateando en su libreta mojada, con su pluma estilográfica (que resultaba ridícula en esas condiciones), y los lamentables borrones de la tinta, que se corría por el papel y manchaba, lo dejaban a oscuras respecto a la dirección a la que tenía que ir a preguntar a continuación. No tenía ni papel secante, ni sesera. Era incapaz de pensar por anticipado. Y seguía sin tener medios para sufragar aquella empresa aterradora. Se preguntaba vagamente qué comería y cómo carbonizaría los alimentos conforme mandaban los cánones, pero ahuyentaba aquella idea diciéndose que, dado que era incapaz de pensar por anticipado, de poco le iba a servir intentarlo. Comería o se moriría de hambre, según fuera el caso.

De momento estaba hambriento, ya que, por una cuestión de pundonor, se negaba a sentarse a la mesa con sus padres. Se metía algo en el bolsillo cuando su padre salía a tomar una pinta y su madre estaba de espaldas, y se iba rápidamente a pasar otra tarde recorriendo las calles en busca de alojamiento. Sospechaba a medias que su madre se compadecía de él y se mantenía de espaldas premeditadamente mientras él rebuscaba alguna sobra, y dejaba a mano algún que otro trozo de tocino frío o de carne, o un poco de fiambre. El hambre lo había obligado a considerar la posibilidad de ir a ver a Rose, pero se sentía extrañamente orgulloso de su abstinencia, y su cuerpo sería para ella una especie de escarnio físico. Como consecuencia de todo ello, se estaba quedando en nada, y los pantalones de cintura estrecha le colgaban como si los hubiera heredado de un hermano mayor. El hecho de que los pantalones fueran, en efecto, de segunda mano, solo corroboraba el estado en que se hallaba. Costaba imaginar que alguna vez hubieran pasado de una generación a la siguiente unos pantalones con el culo más lustroso que aquellos: dudaba que alguna vez pudiera apreciar plenamente la generosidad de su padre a ese respecto. Su padre los había comprado para tener al menos unos pantalones buenos de reserva, pero habían resultado demasiado estrechos para su constitución robusta. Aun así, había hecho falta que Madden se hallara prácticamente desnudo para que su padre se los cediera, y a regañadientes. La súplica silenciosa de su madre en favor de Madden lo había impulsado finalmente a ello. Los pantalones tenían ya, cosido toscamente por la parte de dentro de las posaderas, un parche de un color que no iba del todo a juego con el de la tela. Solo un observador tenaz e intencionado hubiera podido distinguir el signo delator de los puntos artesanales cuando Madden se agachaba para sentarse. Aun así, suponía que sus colegas del departamento de Medicina no se desvivirían por descubrir aquel secreto vergonzante. La mitad de ellos vestían como él y decían que era «la moda»; trajes y pantalones mal conjuntados, estrafalarias combinaciones de barba y tocados. Por entonces, la marea de los sesenta no se había llevado aún el peinado de los beatniks, y cuando se lo llevó, un par de años después, aquellos chicos se limitaron a dejarse crecer la melena y a poblarse la cara con otra barba zarrapastrosa.

Gaskell, por su parte, podía seguir llevando exactamente lo mismo que llevaba en aquel momento; si pasaba de moda, solo tenía que aguantar un poco y su atuendo volvía a estar en boga al cabo de uno o dos meses. Dizzy y su mote ridículo (un trompetista, por el amor de Dios, ¿o era un saxofonista?, Madden no se acordaba), sus cómodos jerseys y sus celos heridos. Gaskell, con sus ademanes y sus novelas baratas y sus rimas cargantes. Hector Fain, el socialismo y la Unión Soviética es un sitio genial, en serio, pero ojalá fueran también todos presbiterianos…

Carmen Alessandro con su nada de nada, ahora.

Hasta Aduman tenía su bufanda. Un hombre dueño de una bufanda decente podía esperar con toda razón gastar menos en calefacción, cuestión de suma importancia para un senegalés que probablemente tendría que soportar tres inviernos más en el oeste de Escocia antes de graduarse.

Madden caminaba por la calle detrás de su padre, a cierta distancia. La idea de que ambos compartieran sus respectivos trayectos era horripilante, al menos para él. Su padre parecía preferir las tabernas de Byres Road, la Curlers y la Tennents. Le gustaba, seguramente, el paseo hasta allí, o quizá la cercanía de la universidad, de la educación que nunca había tenido, ni necesitado, ni querido, pero que le parecía buena cosa o quizá no tan buena, dependiendo de lo afeminada que considerara la institución ese día.

Había innumerables habitaciones en alquiler que visitar, algunas de ellas poco más que armarios provistos de colchones húmedos y olor a moho. Madden se daba cuenta de que había sido en cierto modo un iluso al ir a ver primero las más baratas. Había cometido, en ese sentido, un error de cálculo, y perdido las habitaciones algo más caras en favor de estudiantes más avispados. La cosa, sin embargo, no tenía remedio. Él nunca había vivido fuera de casa. Aun así, los sitios más baratos lo habían llenado de espanto. Aquellas habitaciones no eran lugares donde se pudiera vivir. Nadie podía conseguir algo parecido a una vida en tales condiciones; podía, en cambio, contraer la tuberculosis, quizá, o una neumonía bronquial, e incluso cabía dentro de lo posible que padeciera diarrea o sarna. Madden no dudaba de que pudiera conseguirse una muerte bastante rápida si no se discriminaba, como era debido, con respecto a la higiene nutricional básica o el control de plagas. Creía firmemente que había nuevas cepas de enfermedades tropicales adaptadas al frío que podían florecer alegremente en tales pudrideros. Costaba creer que los señores y señoras de aquellas fincas tuvieran la desfachatez de ofrecerlas públicamente sin temor a la ley.

Al cabo de un tiempo, Madden comenzó a leer los anuncios de los escaparates con más atención. No obstante, seguía encontrando tales habitaciones con frecuencia alarmante, a pesar del número creciente de cautelas y cálculos que aplicaba a cada anuncio que veía, el primero de ellos, el monto del alquiler.

Ignoraba, en realidad, por qué se molestaba en seguir aquella norma, dado que no tenía empleo ni medios para pagar nada hasta que encontrara uno, pero se hacía ilusiones de que tendría más suerte con el trabajo que con el alojamiento. Y así resultó ser. Una tarde con Rose (casta de nuevo, puesto que así lo quería Dios) le dio mejores ideas respecto a esa cuestión. La Colville estaba descartada, le dijo ella.

– ¿Una acerería? ¿Tú? ¡Te morirías! -Se rió cáusticamente, sin molestarse siquiera en disimular su desprecio.

– Mi padre trabaja allí… -dijo él-. Si él puede, yo también. -Ni siquiera a él lo convencía aquel razonamiento-. Dice que así me endurecería.

– ¿Endurecerte? ¿Y tú te lo crees?

– Um. Él se endureció, ¿por qué no iba a endurecerme yo?

– ¿Tú estás acostumbrado al ejercicio físico, Madden? -Estaban sentados en una cafetería, bebiendo un café aguado, y ella lo miraba boquiabierta por encima de sus brazos cruzados. Madden se preguntaba si iba a dejarle. Confiaba en que no: casi le gustaba tener a alguien con quien hablar, aunque nunca hablaran de nada que le interesara. De haber sido sincero consigo mismo, habría dicho que Rose era su primera amiga de verdad, descontando a Gaskell, de quien no estaba seguro y al que temía por razones difíciles de concretar. Gaskell parecía ocupar buena parte de sus pensamientos. Había ciertas imágenes que asaltaban de pronto su cabeza: llamas, el cine ardiendo, una especie de infierno. Cuerpos que se retorcían, se contorsionaban y se fundían los unos con los otros. Gaskell. Kincaid. Otros. Carmen.

– Puedo acostumbrarme -dijo. Se llevó la taza a la boca y se puso a recoger con el dedo las migas de su galleta esparcidas por la mesa de formica.

– A lo mejor puedes acostumbrarte si lo has hecho toda la vida -contestó Rose. Miraba de vez en cuando la galleta a medio comer del plato de Madden. Éste puso mucho empeño en quitar la guinda confitada de encima de la galleta y en empujarla dándole despreocupadamente toques con los dedos, sin metérsela en la boca. Luego volvió a dejarla en su sitio con mucho cuidado.

– No me gustan mucho las guindas -dijo-. ¿A ti te apetece?

Rose miró más allá de su hombro.

– Ahora que la has sobado con esos dedos de carnicero, no.

– ¿Qué dedos de carnicero? ¿Qué significa eso?

– Nada. Solo eso. Ya sabes.

Madden no lo sabía. ¿Había oído algo Rose que él ignoraba? ¿Le había dicho alguien algo? Cabía dentro de lo posible.

– No, no lo sé -dijo-. No tengo ni idea.

– Pues lo de los cadáveres y todo eso. Ya sabes lo que quiero decir. Me hace pensar en el pobre Gaskell.

– ¿El pobre Gaskell?

– Ya sabes… Por lo de Carmen. Por cómo murió. Me dan escalofríos de pensar en cadáveres y saber que el suyo está por ahí, en alguna mesa, todo frío y con gente clavándole cosas.

Una leve oleada de alivio se abatió sobre él. Esperaba que no se le notara. Aun así, le sorprendió que Rose fuera tan escrupulosa. A fin de cuentas, era enfermera.

– Hace una semana que no toco un cadáver -dijo-. Estamos en vacaciones. No hay fiambres que tocar hasta que empiecen otra vez las clases.

– Es que no me gusta la idea, eso es todo. Es desagradable. No soporto pensar que me toques después de haberlos tocado a ellos.

– Antes no te molestaba -dijo él, malhumorado.

– Antes nunca me tocabas -contestó ella con una mirada tajante.

– Claro que sí. Siempre te estoy tocando.

– Sí, ya -dijo ella, y cogió la guinda de la galleta y la dejó caer con mucha intención en el redondo agujero de su boca-. Me tocas. Sigue repitiéndotelo. Dudo que te toques tú siquiera.

Aquellas conversaciones le daban náuseas. Claro que no se tocaba. Era una idea absurda. ¿Por qué iba a tocarse?

Sintió que un pie descalzo se metía entre sus piernas, bajo la mesa, y notó su calor cuando se apretó contra su bragueta. Intentó apartarse suavemente, pero no podía ir más allá del respaldo del asiento. Rose se fue deslizando poco a poco bajo la mesa, sin importarle quién les viera.

– Y nunca me tocas con eso -dijo mientras masticaba la guinda con la boca abierta, como si fuera un chicle.

Madden le apartó el pie con la pierna y ella volvió a enderezarse en el asiento. Él casi esperaba que empezara a hacer globos. Rose se inclinó hacia delante y dijo:

– ¿Vas a comerte eso o no, dedos de muerto?

Él negó con la cabeza y ella cogió la galleta y se la metió entera en la boca. Se arrepentiría de aquello, pensó Madden. Aquellas galletas eran muy secas. Rose, mientras tanto, masticaba con aire desafiante, la boca cubierta de migajas harinosas y trocitos de azúcar glas.

– Ací que -ceceó-, zi en Coviz no, ¿dónde, endonces?

Él le pasó su café, ya frío.

– Toma -le dijo-. Podemos empezar otra vez cuando hables mi idioma.

Rose bebió y masticó unos instante más y luego se limpió la boca con una servilleta del dispensador metálico.

– Ah -dijo-. Entonces, si en Colville no puede ser, ¿dónde vas a trabajar?

– No tengo ni idea. ¿En el matadero?

– Qué risa. Como si fueras capaz de matar una mosca. No tienes fuerza en las muñecas ni para hacerte una paja.

Él dejó pasar aquel comentario.

– ¿Y en una funeraria? -dijo ella-. Tus dedos de carnicero serían ideales para eso.

– ¿Una funeraria?

– Sí, una funeraria. Estás acostumbrado a manipular cadáveres. ¿Por qué no cobrar por ello? Hasta podría servirte como repaso.

Madden se quedó pensando unos segundos mientras asentía con la cabeza para sí mismo.

– ¿Y bien?

– Una funeraria. Es una idea -dijo-. Sí, desde luego, es una idea… Pero no sé nada del negocio…

Rose suspiró.

– Joder, ¿y qué hay que saber? Metes el cadáver, le limpias el culo y vuelves a sacarlo.

– Seguro que es más que eso… -dijo Madden, y le lanzó una sonrisa de suficiencia con la mayor sagacidad de la que fue capaz.

Ella no hizo caso.

– No mucho más -dijo-. Solo se les da una mano de pintura. Se les pone el traje del domingo. Se charla un poquito con ellos sobre su vida amorosa. Y, si hay algo más, seguro que te las apañas. Anda -añadió-, ve a pedirle la guía al de la barra. Puedes buscar las funerarias, a ver si en alguna necesitan un ayudante.

Madden volvió a asentir con la cabeza. Empezaba a hacerse a la idea. En todo caso, estaba más cualificado para aquel trabajo que la mayoría de los candidatos que se presentaran al puesto. Y hasta podía ser divertido.

«Hace falta un interés especial en los muertos para trabajar en un sitio como éste», le había dicho Joe Caldwell padre después de la entrevista. Su parsimonia resultaba desagradable. Era como si siempre estuviera esperando que ocurriera algo más importante. Quizá a que la gente se muriera, aunque Madden revisaría más adelante esta opinión. Caldwell medía el tiempo por los minutos que pasaban entre sus delgados cigarrillos liados a mano. Casi se veía el lento discurrir de los segundos por su cabeza, la conciencia de cuánto tardaban en pasar los días que iban desgastándolo, la tosca frente eternamente preparada para que el reloj que no necesitaba (tal era su habilidad para contar el tiempo) marcara el paso de otro segundo doloroso.

Madden, dijo, había pasado la entrevista con nota. El mejor candidato al que había entrevistado, y también el único.

– A la mayoría de la gente no le gusta este trabajo -dijo-. Tenemos mala reputación. He tenido aprendices que echaban la pota. Tú no te marearás, ¿no?

Miraba furtivamente a Madden, que negó con la cabeza.

– Sí, bueno. Eso ya lo veremos, ¿eh? -Caldwell padre se subió las mangas de la americana de director, que le venía grande, y dejó que volvieran a resbalar por sus brazos tatuados.

Madden intentaba reponerse aún de la brevedad de la entrevista, que había transcurrido más o menos así: «¿Tú eres el que quiere ser aprendiz? ¿Sí? ¿Cuándo puedes empezar?»

Una vez despachadas las formalidades, Caldwell lo llevó a recorrer lo que ahora se llamaba «el cuarto frío». Era bastante viejo, dijo, pero funcional. Además, el trabajo era dinero regalado.

– Los metes aquí, les limpias el culo y vuelves a sacarlos -dijo-. Y listo. Aunque a veces te tocan algunos hechos polvo. Yo he llegado a tirarme aquí un par de días, cosiendo y dando puntos. Siempre hay gente así de egoísta.

Madden no sabía qué quería decir.

– ¿Cómo? -preguntó.

– ¡Bah! Lo mejor es que se mueran en la cama, o en el hospital. Esos suelen estar de una pieza. Pero luego están todos esos cretinos que se caen de los andamios. -Le guiñó un ojo-. He perdido la cuenta de los que se caen de los andamios -añadió. Luego se subió las mangas torvamente y volvió a dejarlas caer. Tenía una buena mata de pelo gris, con una especie de penacho por delante, aunque Madden no adivinaba qué edad podía tener-. Los quemados también tienen lo suyo -dijo-. Un abuso, eso es lo que es. Esperar que yo me las vea con eso. ¿Sabes cuál es mi lema, hijo? No, claro. Mi lema es: si el cretino está ya quemado, a la hoguera con él. -Se rió con un silbido lento, como si nunca se cansara de oírse decir aquello, y Madden se fijó en que la parte de arriba de su dentadura postiza se deslizaba un poco cuando se reía, de forma que Caldwell tenía que mover bruscamente la mandíbula para colocarla en su sitio.

Madden sonrió demasiado tarde, como de costumbre.

– Total, ya que están achicharrados, que los quemen, ¿no?

Madden sonrió otra vez, no del todo convencido de que fuera lo correcto. Se estaba preguntando si habría algo más que aquel viejo lunático pudiera enseñarle. Seguramente muchas cosas.

– Bueno -dijo Caldwell-. Hay otro chaval que viene media jornada, un tal Teuchter, estudiante, como tú, así que somos tres. Esto es muy importante. -Levantó una lata vieja para guardar té a granel-. Ésta es la lata del dinero para el té. Todos aportamos algo. Esta semana me toca a mí, así que invito yo. ¿Qué te apetece?

– ¿De beber?

– Eso he dicho, ¿no?

– Eh, té, por favor. Si se va a hacer usted una taza.

– Yo no voy a hacer nada. El nuevo eres tú. Así que empieza con la tetera.

Lanzó a Madden otra larga mirada.

– Era una broma. -Guiñó un ojo-. Ten -dijo, y se sacó del bolsillo de la chaqueta una botella de cuarto de litro-. Esto asienta el estómago. -Dio un tiento a la botella y se la pasó a Madden, que también bebió, aunque no le hacía gracia la idea de compartir ningún espacio bucal con aquel sucio personaje.

– Por nosotros -dijo Caldwell. Después cogió la botella otra vez y se la llevó a los labios-. Son cuatro gatos y están todos muertos.

Joe Caldwell padre era un verdadero pozo de información dudosa, opiniones, conjeturas, mitos y datos por contrastar. Poseía cierta clase de genio como receptáculo de disparates apócrifos y sin gracia. Era entretenido en pequeñas dosis y administraba su sabiduría en cantidades del tamaño de pepitas, a lo largo de muchos años. Madden se puso una bata y, como no supo ofrecer ninguna excusa razonable para no empezar a trabajar en el acto, se unió a Caldwell inmediatamente después de la entrevista. Aquel primer día, en el cuarto frío, Caldwell guardó silencio. Pisaba con sigilosa reverencia y la brutalidad despreocupada de su forma de hablar y de sus actos parecía reconcentrada por la atmósfera de aquel lugar, semejante a la de un templo. Mostró a Madden la sala y le indicó con voz queda dónde estaban los armarios de los utensilios, el fregadero, el lavabo y la mesa para autopsias (una mesa excelente, de acero inoxidable, hecha a medida: el objeto más moderno del establecimiento). Caldwell pareció sentir la necesidad de poner las manos sobre ella y miró a Madden con una especie de sonrisa culpable, como si lo hubieran sorprendido robando dinero de su propia lata de té. Todas aquellas mesas tenían cuatro rasgos en común, dijo en voz baja mientras sus manos revoloteaban sobre la superficie inmaculada de la mesa. Alargó luego el brazo como si fuera a coger un melocotón particularmente suculento del árbol de un huerto vecino, y volvió a retirarlo.

– Están las dimensiones, muchacho. Todas las mesas miden lo mismo: dos metros quince de largo por… ¿a que no lo adivinas? Uno con cinco de ancho. Uno con cinco, imagínate. ¿Tienes idea de por qué? -Caldwell se rascó el penacho de pelo, se subió las mangas y dejó al descubierto el azul desvaído de sus tatuajes marineros.

– No -dijo Madden-. ¿Por qué un metro cinco? ¿Por algo en particular?

– Ni puta idea -respondió Caldwell-. Creía que tú podrías decírmelo; como vas a la universidad y todo eso…

Madden sacudió la cabeza. No había nada en su limitado conocimiento del temario de la facultad que explicara por qué aquellas mesas medían lo que medían. Con dos metros quince había de sobra para un escocés medio. Aunque supuso que, si les llegaba algún noruego, quizá tuvieran problemas.

– Creo que es por las gordas -dijo Caldwell-. Para pájaros más anchos de lo normal y eso. Para que no rebosen por los lados. Claro que yo también estoy bien alimentado. -Arrugó el ceño y se puso a buscar su botella. Madden declinó el ofrecimiento-. Mi mujer, esa sí que estaba bien gorda. Rolliza y eso… ya sabes…

Trazó una especie de silueta en el aire mientras buscaba la palabra o la frase justa.

– ¿De formas generosas? -dijo Madden.

– Eso mismo. De formas generosas. A mí me gustan así. Que haya donde agarrarse, ¿eh?

Madden le dio la razón. No solo parecía lo correcto, sino que aquella opinión tampoco estaba muy lejos de la suya. Una mujer debía ser gorda, o al menos no flaca. Una mujer malnutrida podía ser proclive a la enfermedad o el agotamiento, podía enfermar y morir, y entonces, ¿quién cuidaría de los niños? No estaba seguro de qué había de verdad en sus convicciones, pero estas tenían a su favor el basarse en la lógica y la ciencia. Además, era lo que creía su padre, y, con independencia de las otras cosas que pudiera sentir por la hembra de la especie, Madden sentía que, en aquel aspecto, su padre tenía razón. Las mujeres flacas, decía su padre, eran «afeminadas». Parecían chicos. «Masculinas», se abstenía de decir Madden, «las mujeres flacas parecen masculinas».

– Todas las mesas tienen una cubierta horizontal falsa, para extender los cuerpos -continuó Caldwell. Saltaba a la vista que los dientes postizos lo incomodaban. Se masajeaba la mandíbula con aire pensativo, y Madden se preguntó si la dentadura sería nueva y si aún se estaba acostumbrando a ella-. Y tienen una cubierta de verdad, inclinada y cóncava, para el drenaje. Y viene de perlas -añadió-. Porque la gente no deja de mearse y de cagarse porque la haya palmado. Con esta cosa, se le mete un manguerazo y listo. Como nueva. Es una maravilla, te lo digo yo. Una maravilla del siglo XX.

»Todas las mesas tienen además un desagüe, o en el centro o a los pies. Otra cosa muy útil, me parece a mí. A mí nadie me pide mi opinión, pero si me dijeran, «Señor Caldwell, teniendo en cuenta su experiencia, ¿qué diría usted que ha hecho un poco más fácil el trabajo de un embalsamador de lo que lo era antes?», yo le diría lo que te acabo de decir a ti.

En el cuarto frío, Caldwell hablaba tan bajo que Madden no estaba seguro de qué le había dicho.

– Diría: «La mesa de autopsia moderna, de acero inoxidable, con un desagüe en la parte central o a los pies por el que se van el agua y los gases, y con un enchufe a mano». Y también podría recomendar ciertos instrumentos. Eso si alguien me preguntara, claro.

Hizo una pausa y miró a Madden. Tras un momento de silencio, Madden dijo:

– ¿Y qué… instrumentos… le parecen más útiles en su profesión…?

La pregunta pareció agradar a Caldwell, porque alzó ligeramente la voz, se recostó contra la mesa y comenzó a acariciarla distraídamente con la mano.

– Bueno, aquí usamos muchos instrumentos y muy variados. Los hay de toda clase y todos tienen su uso. El mejor de los instrumentos posibles en la mejor de las operaciones posibles: eso es para ti el depósito de cadáveres.

Se acercó al armario de la pared, lo abrió y comenzó a colocar herramientas sobre una mesa de instrumental portátil. Con un gesto de la cabeza, indicó a Madden que se uniera a él en la contemplación del esplendor de aquellos utensilios.

– Esto -dijo levantando un instrumento parecido a una espátula- es un escalpelo. También sirve para aplastar cosas. Y para quitar el papel de la pared. Pero -añadió con un guiño lúgubre- nosotros nunca lo usamos para tal propósito. ¿A que no, eh?

Madden movió la cabeza de un lado a otro.

Estaba familiarizado con la mayor parte del instrumental, lo había visto, al menos, aunque no lo hubiera manejado, pero había también allí algunos utensilios peculiares, como los que se encontraban siempre en los oficios especializados en una sola tarea.

Había relucientes tijeras (rectas, curvas y de doble filo) y tijeras corrientes (con punta) colocadas en pulcras hileras sobre un lienzo sencillo de hilo, expuestas en toda su bruñida desnudez. Había tenazas para cortar hueso como pinzas de escorpión y cizallas para las costillas con cabeza roma de escarabajo. Había sierras y gubias para los huesos, elevadores periosteales y agujas de autopsia. Había escoplos y pinzas y raquítomos Luer de sierra doble. Caldwell fue pronunciando los nombres de aquellas cosas en tono vagamente reverencial mientras las levantaba a la luz, como habría hecho un sumo sacerdote antes de abrir el pecho a un inca. Después volvió a depositarlas sobre sus ropajes sacrificiales y cerró la puerta del armario.

– Todas estas las tenemos hace años -dijo-. La mayoría. Porque, claro, las que se desgastan hay que cambiarlas. Pero si un cuchillo de amputar se embota, lo afilas y listo. Siempre hay alguna cosa que se rompe o que se mella, claro. En eso es en lo que más gastamos. En las herramientas que se rompen. Y es una pena, además, porque son cosas bonitas y eso.

Caldwell tenía una expresión levemente estúpida en el rostro liso como una losa y se masajeaba la mandíbula tímidamente.

– Quiero decir que hubo gente que se tomó muchas molestias para fabricar estas cosas. Artesanía, eso es lo que son. Yo prefiero mirar esas herramientas que mirar la Mona Lisa. Porque, ¿qué es la Mona Lisa? Solo una tía con dolor de muelas.

– ¿Con dolor de muelas?

– Sí. ¿Cómo te lo explicas, si no? No está sonriendo, está gruñendo. A esa la estaban haciendo una endodoncia. O eso, o tenía un flemón. Aceite de clavo es lo que necesita esa, te lo digo yo.

Caldwell parecía hablar en serio.

– Para mí eso no es arte -añadió-. No es más que pintura. Pero el tipo que hizo esto… -Abrió otra vez la puerta del armario, sacó unas cizallas para cortar costillas y las levantó hacia la luz-. Ese sí que era un artista. -Dio la vuelta a las cizallas, cuyos dientes reflejaron la luz con un brillo frío y nítido-. ¿Qué te parece? -dijo a Madden-. Sí, ya sé que no es una espada de samurái, nadie dice lo contrario. Seguramente no cambiaron el curso de la historia. Ni tampoco las demás herramientas que hay en el armario. Pero, verás, son como un hombre corriente, como un obrero.

Madden asintió con la cabeza, a pesar de que no seguía el razonamiento del mayor de los dos.

– ¿No lo pillas?

Madden no lo pillaba.

– Pues tenemos por un lado las espadas de samurái y por otro el instrumental quirúrgico. A la una se la forja, se la doblega, se la fragua con el martillo y se la vuelve a forjar y a doblegar, una y otra vez. Se tardan meses en enderezar la hoja, en hacer los adornos y acabar el filo. Y son muy caras de fabricar, así que solo los nobles pueden poseerlas, y no están al alcance de la gente corriente y todo eso. Sus hojas son tan afiladas que cortan de un tajo la cota de malla y, cuando los samuráis se metían en líos con los europeos con sus floretes y sus espadines y sus «en garde» y sus vete tú a saber qué más, ¿sabes qué ocurría?

– No. ¿Que a todos les pegaban un tiro?

Caldwell se rió.

– Bueno, sí, puede ser. Pero ésa es otra historia. No, lo que pasaba era que los europeos, con sus espadines y sus floretes, agujereaban a los samuráis, los perforaban como si fueran bolsitas de té.

Caldwell hizo una pausa para beber un trago de su botella y se pasó una mano por su penacho de pelo.

– Al samurái podían hacerle cinco, seis, hasta siete agujeros, y seguir vivo. Lo más probable es que estuviera un tiempo fuera de combate, claro, o que muriera después, pero el caso es que podía sobrevivir y hasta seguir luchando. Pero a los europeos, a los portugueses o a quienes fueran, a los holandeses… si un samurái les daba un solo corte limpio, uno solo, se acabó. Se acabó lo que se daba. La espada de un samurái podía llevarse un brazo o atravesar la barriga de un tío hasta la columna de un solo tajo. Un solo golpe y el enemigo incapacitado. Eso sí que es una equipación de las que marcan la diferencia. Y para el samurái la espada no era simplemente una obra de arte o una pieza de artesanía fina: era su alma, la esencia del hombre, del guerrero. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Madden seguía sin entender, pero asintió con la cabeza de todos modos.

– No, no lo entiendes. Pero no te lo reprocho. Es un asunto difícil. Pero es así. La espada es el alma del samurái y su honor está ligado a ella. Si un campesino la rozaba, lo lógico era que el noble lo dejara seco en el acto. Es una obra de arte, esa espada. Pero también es un artilugio que una casta usaba para masacrar y oprimir a otra. Así que la espada representa a una casta, o a una clase de personas. Y el trocito de historia que se recuerda es la espada del samurái. Nadie se acuerda de los pobres diablos a los que los médicos tuvieron que coser (si tuvieron suerte) con sus herramientas fabricadas en serie. Con esas mismas herramientas y esos instrumentos se cosía al samurái y al portugués y a los marineros holandeses llenos de agujeros. Muy bien, dirás tú, apuesto a que no había muchos obreros o campesinos que se beneficiaran de esas herramientas, y puede que tengas toda la razón. Pero eran los obreros y los artesanos los que las producían. Eran los obreros y los artesanos los que templaban sus hojas y las hacían lo más baratas posible. Eran tipos de otra clase (médicos y cirujanos) los que las usaban, claro. Pero el caso es que, a pesar de todo, podría decirse que esas herramientas representan al obrero, al hombre corriente y al campesino, del mismo modo que la espada representa a la nobleza, a todo un sistema feudal. ¡A un régimen atrasado y opresor!

Madden lo miró, se preguntó si se esperaba de él que dijera algo o no, y llegó a la conclusión de que sí.

– Entonces, está diciendo que estos instrumentos son… ¿qué?

– Muy sencillo -contestó Caldwell con suavidad-. Estas herramientas, fuera cual fuese su uso en el pasado, son herramientas igualitarias. Son una historia perdida. Mientras los nobles mataban y mutilaban, estas herramientas se usaban para una buena causa: en nombre del aprendizaje y de la ciencia, beneficiaban a todos, aunque ellas no lo sintieran (y, en mi opinión, no lo sienten). Y aunque sean instrumentos muy toscos comparados con la espada del samurái, son infinitamente más preciosos y bellos por su simplicidad. No están grabados, ni decorados. Hoy en día se fabrican por millares, pero aun así… aun así…

Caldwell miró pensativamente las cizallas y volvió a dejarlas en el armario.

– Estas cosas son un tesoro. Y no hay más que hablar.

Suspiró y paseó la mirada por la habitación, aunque por su expresión resultaba imposible saber si se enorgullecía de los pertrechos del negocio que había fundado (y que en aquellos tiempos, en los que Joe hijo no había aparecido aún en escena, se llamaba simplemente «Servicios funerarios Caldwell») o si sentía una insatisfacción difusa por la vida que le había tocado en suerte. Madden se preguntaba si aquella extraordinaria perorata no sería en realidad una especie de justificación que Caldwell sentía la necesidad de hacer ante sí mismo, una letanía que repetía a quienquiera que se prestara a oírla: un discurso que, más concretamente, venía a decir: «No soy lo que crees que soy». Sus ocurrencias, sus bromas bastardas, eran quizá su forma de encarar el comercio siniestro al que se dedicaba, y los iconos del cuarto frío eran elevados a una nueva significación por su deseo de cumplir con su tarea y, por tanto, de dotar de sentido su existencia. Madden comprendió entonces que, pese a sus modales, Joe padre tenía el alma de un romántico, aunque fuera un romántico proletario. En cuanto a sí mismo, Madden ignoraba si estaba de acuerdo con Joe padre o no. ¿Eran los servicios funerarios una ocupación propia de la clase media? Seguramente no: el trabajo era demasiado práctico. Se trataba casi siempre de una labor manual, estaba convencido de ello. Así que Joe tenía razón.

– Bueno -dijo Joe-. Así que aquí es donde hacemos las autopsias y el embalsamamiento, aunque no hay tanta demanda de esas cosas como podría pensarse. La mayoría de la gente quiere el ataúd cerrado. Pero, de vez en cuando, te viene uno que quiere echar un ojo al muerto. Las mujeres y eso, los hijos y las hijas. Así que hay que poner un poco de atención. Los cadáveres los tenemos ahí, en ese almacén del fondo. -Hizo una seña a Madden y abrió la pesada puerta, cerrada con llave.

– Tiene que estar entre nueve y cinco grados y medio. Ése es el límite, y te aconsejo que no te olvides de cerrar bien la puerta cuando acabes aquí. Hace uno o dos años tuve un ayudante que se dejó la puerta abierta un par de noches. Y algunos cadáveres se… eh… infestaron un poco.

– ¿Se infestaron? ¿De qué? -preguntó Madden.

Caldwell se rascó la cabeza y movió la mandíbula.

– De gusanos -dijo-. De gusanos, principalmente.

– Ah.

– Los cuerpos tienen que estar tendidos horizontalmente sobre las repisas -prosiguió tranquilamente-. Con un bloque de madera debajo de la cabeza. Después, se les echa una sábana limpia por encima y ya está. Uno encima del otro.

Madden vio un par de cadáveres allí dentro.

– Pero aquí nunca hay mucho lío -dijo Caldwell-. Ya te digo, se les limpia el culo y se los vuelve a sacar. Aunque ahora mismo tengo uno para una autopsia. ¿Quieres echarle un vistazo?

– Ah, sí -dijo Madden, más interesado-. ¿Quién es?

Caldwell se acercó a un cajón del armario y sacó una carpeta. Pasó las páginas, se puso el bolígrafo detrás de la oreja y canturreó un poco.

– Uno reciente -dijo-. Llegó hace un par de días. Está allí, en aquella repisa. Eso es, puedes sacarlo. Sí. Retira la sábana.

Madden hizo lo que le decía.

Caldwell se acercó y ambos miraron la cara desdibujada del cadáver.

– Sí. A esta la mató alguno -dijo Caldwell-. La policía la tuvo unos cuantos días, para las pruebas forenses y todo eso. Suele llevarles una tarde o así, pero a esta la asesinaron. A veces se quedan los cuerpos hasta que están a punto de reventar. Un poco flacucha, para mi gusto. Pero guapa, la chica. Dulces sueños, pajarito -dijo, y miró a Madden-. Creía que ibas a aguantar -añadió-. ¿Vas a potar o qué?

Madden negó con la cabeza.

– Estoy bien -dijo-. Es solo que… la conocía.

– ¿Ah, sí? -preguntó Caldwell, levantando las cejas, y volvió a subirse las mangas.

Madden asintió, pero declinó añadir nada más. El cuerpo de la repisa pertenecía a una chica italiana de segunda generación cuya familia era posiblemente de la zona de Barga, emigrantes, dueños de una cafetería en la costa oeste. En Ayr, en Troon, en algún sitio así.

Caldwell dijo que le explicaría algunos rudimentos: podía quedarse con él a echar un vistazo a aquel caso de asfixia. Se refería, por supuesto, a Carmen Alexander. El patólogo de la policía le había dado ya un repaso, naturalmente, le dijo a Madden, que escuchaba con admiración asqueada sus explicaciones sobre la autopsia. Carmen ostentaba ese rictus del que Madden había oído hablar muchas veces, pero que solo había visto en una ocasión.

No era una visión agradable. Ya no. Las encías, de las que tanto se avergonzaba, se habían vuelto de un tono azulado, y los labios estaban tensados hacia atrás. La lengua no sobresalía, como en el caso de un ahorcado o un ajusticiado por garrote vil, sino que estaba limpiamente metida dentro de la boca, escondida casi con timidez. Quedaba en su rostro, sin embargo, cierto resto de belleza. El espectro de una hermosura perdida ya, solo una sombra en alguna parte, junto a los ojos o la frente. En sus puños, cruzados sobre el pecho y lastimosamente apretados.

Estaba desnuda. Madden miró sus pechos, las grandes areolas rosadas de sus pezones, sus puntas erizadas. Bajo la superficie de su piel se perdían venas de un azul pálido, como ríos subterráneos. Madden empezó a sudar. Intentaba no verla, pero la imagen estaba ya allí:

Cogida por los brazos, sus boqueadas y sus gemidos acallados ya eternamente.

Madden no pudo evitar mirar su vello púbico, y se sorprendió de que no fuera castaño o rubio, ni siquiera pelirrojo. Pero era lógico. El color de su pelo era de bote. El vello de entre sus piernas delataba sus orígenes mediterráneos tan claramente como su apellido. Sin embargo, se había cambiado el apellido por Alexander. Era sorprendente, por tanto, que no se hubiera molestado en llevarlo todo a juego.

– ¿Ves dónde han hecho la incisión? -dijo Caldwell. No se había molestado en vestirse para la ocasión: la autopsia ya estaba hecha. Solamente se la estaba explicando a Madden. El cadáver iba a ser embalsamado, y el ataúd estaría abierto: Carmen había sido una chica muy guapa. Sus padres querían darle el último adiós. Además, eran católicos, dijo Caldwell. Los católicos se inclinaban más por los ataúdes abiertos y los velatorios públicos. Y, como solo era una niña, le harían alguna ceremonia especial en la universidad donde estudiaba. Una vergüenza, la verdad. A Caldwell no le sorprendería que se presentaran cientos de personas, gente que nunca la había conocido en vida.

– Esas cosas pasan -dijo-. Cuando la palma un chaval, se presenta todo dios.

Por eso, en parte, no la habían enterrado aún: aquellas cosas había que organizarías decorosamente, dar a todo el mundo ocasión de ir a echar un vistazo. Bueno, por eso y por el forense de la policía.

– Nosotros a veces también tenemos que hacer una autopsia completa, como ha hecho aquí el forense. ¿Sabes lo que quiere decir eso?

– ¿Examinar el cuerpo por dentro y por fuera?

– Sí, eso es. Por dentro y por fuera. El tórax, el cuello, el abdomen, la pelvis y la cabeza. Hay que examinarlo todo con mucho tiento, ¿eh? -Sonrió a Madden-. A esta chica la han cosido muy bien, sí, señor. Eso lo hice yo, cuando llegó. ¿Ves lo iguales que son los puntos? A coser me enseñó mi mujer. A mí, personalmente, me habría gustado tener una máquina de coser, pero ya ves, eso no lo han inventado aún. No son como los puntos con que se cosen las heridas de la gente viva, por cierto. Puedes hacerlos así simplemente, como los he hecho yo aquí, como si estuvieras metiendo el bajo a un par de pantalones.

Madden siguió la línea del corte entre los pechos de Carmen, a lo largo de su abdomen, hasta su entrepierna y la sínfisis del pubis. Bajo el cuello, los puntos corrían a derecha e izquierda, hacia las clavículas.

– Hay que cerrarle bien el culo y el chocho, claro -dijo Caldwell.

– ¿Eh? -preguntó Madden-. ¿El qué?

Caldwell se puso inexplicablemente rojo.

– Bah -dijo-, ya sabes lo que quiero decir.

Madden comprendió que el pobre hombre se aturullaba con la terminología médica.

– Una ligadura en el orificio anal y el genitourinario -prosiguió Caldwell con los ojos fijos en el cuerpo, lejos de los de Madden-. Para que no haya escapes -añadió-. Yo creo que, con una sutura de cuatro puntos, es suficiente.

– Ah -dijo Madden.

– Sí. A esta… bueno, ya le han sacado el cerebro. Casi no se ve por dónde le quitaron la cara. Lo único que tenemos que hacer es ponerle bien la expresión.

A Madden le impresionó la pulcritud del trabajo y le sorprendió que la cara de Carmen hubiera conservado su última expresión a pesar de haber sido enrollada y bajada por el cráneo como un jersey de cuello vuelto.

– ¿Podría alterar la expresión de cualquiera… eh… a voluntad? -preguntó Madden.

Joe Caldwell se irguió y se rascó la parte de atrás de la cabeza.

– Bueno… es complicado. A veces sí y a veces no. En este caso habría que dejarla bien, lo bastante para que se vea, pero como evidentemente era una chica muy guapa, no va a haber modo de hacer un trabajo satisfactorio, ¿me explico?

Madden dijo que sí.

– Quiero decir que si es una chica, entonces en cierto modo es mejor que te toque un auténtico feto -añadió Joe mientras miraba intensamente la cara de la chica-. Pero ésta es un bombón. Aunque no le vendría mal un poco de carne de caballo. Demasiado flaca para mi gusto. Si fuera un verdadero callo, nadie se molestaría en ver si has hecho un buen trabajo. Menos trabajo, menos atención a los detalles. Lógico, ¿no?

– ¿En qué sentido?

– Bueno, para qué nos vamos a engañar, nadie se fija mucho en los feos, ¿no? Ni siquiera sus padres. No van a venir a decirme: «Vale, ya sé que mi Marie era tirando a basta, pero ¿no cree usted que podría haberle dejado la nariz un poco mejor?». ¿Entiendes lo que quiero decir? Los detalles se pierden si el cliente tiene una cara como el escroto de un rinoceronte.

– Entiendo -dijo Madden.

– Para empezar, si son parientes cercanos, lo normal es que no se paren mucho a mirar. Y tampoco quieren que se preste mucha atención a esas cosas. Esta de aquí no debería quedar mal. Depende. -Caldwell padre dio unos golpecitos en la nariz de Carmen con el dedo índice y se recostó luego en la mesa de autopsias, apoyando la barbilla sobre los brazos. Suspiró lentamente-. A esta la estrangularon -dijo-. Un asesinato. La asfixiaron y luego la tiraron al río para despistar a la poli.

Madden estaba otra vez junto a las riberas del Kelvin, el golpeteo brusco de su áspera respiración en los oídos, el repiqueteo constante de la lluvia en las hojas de los árboles.

– Pero no engaña a nadie. Murió asfixiada, no ahogada. Échale un vistazo, casi no tiene agua por dentro. No hay prácticamente gas en los tejidos. -Sacudió la cabeza lentamente. Madden no dijo nada-. El caso es -prosiguió Caldwell- que el que hizo esto o no tenía ni idea de cómo se comporta un cuerpo después de la muerte, o quiere que todo el mundo crea que no tiene ni idea. Esta chica también estudiaba Medicina. Eso me hace sospechar. ¿A ti no? -Miró a Madden, que se sentía mojado por debajo de la camisa.

– Supongo que sí -dijo, y se imaginó sus medias rotas y colgando de la pierna, sus labios replegados hacia atrás por el rictus de la muerte. Los matorrales y el mal tiempo, siempre una constante. Su asesino que se asegura de que están solos. La penumbra lúgubre de la humedad, el follaje inclemente. Barro, helechos, poner un pie tras otro. Esquisto y guijarros y el susurro del agua. Un dique no muy lejos, la rama de un árbol caído hace mucho tiempo. Berreras gigantes por todas partes.

– ¿Sabes qué te digo? -dijo Caldwell más animado-, que el cabrón que hizo esto sabía hacer bien las cosas. Estos hematomas del cuello, aquí… -Madden miró las marcas azuladas a ambos lados de la garganta, tenues y en nada parecidas a las huellas producidas por el estrangulamiento manual cara a cara-. No son las marcas típicas. De hecho, no es verdaderamente un estrangulamiento en el sentido corriente.

Madden levantó la cabeza. Solo escuchaba vagamente. El cuerpo que flotaba, escondido por las ramas de los árboles. El agua hasta la rodilla. El cuerpo que giraba en semicírculo como un reloj, volteado por la corriente.

– ¿Qué es, entonces? -preguntó sin especial interés.

– Presión sobre el flujo de sangre a la cabeza. Nada de oxígeno. El que lo hizo tenía que saber lo que hacía. Tuvo que aplicar una forma de estrangulación determinada.

Madden lo miró.

– ¿Y qué clase de persona podría tener los conocimientos necesarios para hacer eso? -preguntó. Caldwell dejó escapar un silbido.

– Ahora nos entendemos. Pues mucha gente. Gente con entrenamiento militar. Alguien que sepa luchar. Puede que médicos, incluso. Y también gente que conozca el combate cuerpo a cuerpo. Yo mismo aprendí unos cuantos trucos en la Marina…

– Enséñeme cómo cree que fue -dijo Madden.

Caldwell lo miró y se encogió de hombros con aire resignado.

– Bah, ya no me acuerdo de casi nada. Había toda clase de maneras de hacerlo. A esta tuvieron que estrangularla desde atrás, creo. Ya te digo que no soy un experto. -Cruzó las manos por delante de su cara para ofrecerle una vaga impresión de lo que quería decir-. El tío de la policía estaba de acuerdo.

– ¿Cómo sabe que fue desde atrás?

– Bueno… -Caldwell se rascó la cabeza, azorado de nuevo por tener que explicar lo que quería decir. Como maestro habría sido un inútil-. Por la posición de los hematomas y por el hecho de que no haya marcas de dedos. En un estrangulamiento corriente, lo normal es que se vean hematomas alrededor de la tráquea, y posiblemente también que la tráquea esté dañada. Aplastada. Pero aquí no hay nada de eso…

– ¿Y eso qué indica?

– Indica que el que hizo esto probablemente la estranguló por la espalda -dijo-, usando una especie de llave de estrangulamiento, o de presión, para cortar el flujo de sangre al cerebro, como te decía. Puede que usara el antebrazo. Lo que recuerdo de esa clase de llaves es que la víctima se desmaya enseguida. Y me refiero literalmente a segundos, cuando se hace la llave. Un momento y zas, luces fuera. Y tampoco es especialmente desagradable. Si mantienes la llave el tiempo suficiente…

– ¿Cuánto?

– No sé, veinte o treinta segundos. Si la mantienes ese tiempo, la víctima muere. Una muerte fácil. Y ya digo, adiós muy buenas.

– ¿Y cree usted que eso fue lo que pasó en este caso?

Caldwell parecía incómodo, no le gustaba que lo tomaran demasiado en serio.

– No tengo ni idea, la verdad -dijo. Se subió otra vez las mangas y se rascó el penacho de pelo-. Es posible. Pero también hay otros modos. Qué coño, yo no soy poli. Que se ocupen de averiguarlo ellos.

Madden se concentró en Carmen, pensativo. Su cabello había perdido su brillo y estaba enmarañado y embadurnado de alguna sustancia viscosa, seguramente el contenido de la poza de agua estancada en la que había sido descubierto su cadáver, junto a los bajíos del Kelvin. Madden había oído decir que la policía recibió una llamada anónima.

– Enséñeme esa llave -dijo-. Enséñeme cómo cree que lo hicieron.

Caldwell cruzó el antebrazo sobre el hueco del otro brazo, por la parte del codo.

– Ya te lo he enseñado. Es así -dijo-. Quizá.

– No -dijo Madden-. ¿Podría hacer una demostración conmigo? Quiero decir usándome como maniquí.

Caldwell se encogió de hombros y se colocó los dientes en su sitio.

– Siéntate, entonces. Puedo intentarlo -contestó, y le indicó que se acercara-. Será muy rápido, si lo hago bien -dijo-. Y sin dolor. -Se situó detrás de Madden, puso el antebrazo izquierdo cruzado sobre su tráquea y lo trabó en el hueco del codo del otro brazo.

Madden sintió en la nuca la palma de su mano derecha y luego una opresión, no pudo respirar y tosió, levantó las manos hacia el miembro que lo ahogaba, un horror súbitamente recordado se apoderó de él. Pero luego negras luciérnagas flotaron ante sus ojos y ya no hubo nada.

Se frotó la garganta dolorida. La asfixia había llegado tan rápidamente que le había producido solo un malestar sumamente pasajero. Luego había perdido el conocimiento. Era tal y como decía Joe. Luces fuera. Zas. Se acabó lo que se daba.

No tenía ninguna noción del instante en que había ocurrido. No recordaba nada.

Después, Joe se disculpó profusamente, dijo que no debería haberlo hecho, que era peligroso. Y, de todos modos, quizá no hubiera sucedido así. Madden, sin embargo, sabía que sí. No le cabía ninguna duda de que era así como se había hecho. Podía verlo suceder delante de él. La chica que caminaba por el sendero junto al río; el asaltante que salía de entre los matorrales, una mano que se cruzaba sobre su garganta. El brazo que se trababa en el hueco del codo y los ojos de ella que se volvían vidriosos antes de que tuviera tiempo de emitir algún sonido. Luego, el cuerpo arrastrado hasta la maleza, donde fue violada mientras aún le duraban los espasmos. Si tal cosa era posible. ¿Podía violarse a un cuerpo muerto? Ciertamente no era probable que ofreciera mucha resistencia.

Había sido un día muy largo y aún no había acabado, pero Madden decidió renunciar a la acostumbrada rebusca de comida en casa de sus padres y darse un festín. Se había ganado una cena a base de pescado: podía considerarlo un sustituto de su salario. Atajó hasta Dumbarton Road a través de las casas de vecinos y siguió las luces brillantes, dejando que lo guiaran hasta las patatas fritas y el bacalao rebozado. Estaba hambriento. El olor a fritura lo invadió como una ola caliente y le sonaron las tripas en señal de reconocimiento, hacía mucho tiempo que no tomaba una comida decente. Ningún hombre en período de crecimiento podía vivir indefinidamente de sobras de fiambre y galletas. Estaba muerto de hambre. Los resucitados como él, aquellos que tenían la suerte de dar otro mordisco a la manzana, necesitaban sustento. Quizá más incluso que los que aún tenían que morir por primera vez. Y, en lo tocante a muertos, se había portado mejor que la mayoría. Si alguna vez se le concedía el derecho a elegir la forma de su ejecución, aquel sería el modo que escogería. Limpio y rápido. Prácticamente indoloro. Una buena muerte.