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Las patatas fritas estaban mustias y rancias y el aire frío de la noche había solidificado la grasa en las yemas de sus dedos cuando subió las escaleras del portal del bloque de sus padres. Retrocedió cuando salieron del edificio dos policías de uniforme. Uno era medio metro más alto que él sin contar la gorra: una altura que lo colocaba claramente en posición ventajosa. El policía le puso una mano en el hombro y aquel gesto llenó a Madden de espanto, como si estuviera a punto de ser arrastrado escaleras arriba y colgado del patíbulo allí mismo.
– ¿Hugh Madden? -dijo el policía en tono que no admitía discusión. Madden se habría dado pena a sí mismo si se hubiera visto obligado a decir: «No, agente, se equivoca usted de hombre». Pero asintió con la cabeza y procuró sofocar el impulso de gritar y echar a correr a oscuras, cojeando y sin mirar atrás. Seguiría simplemente hacia adelante hasta que se cayera por el borde del mundo-. Nos gustaría hablar un minuto contigo, hijo -dijo el agente. Tenía la cabeza grande y en forma de nabo, la nariz ancha y plana de un boxeador y las orejas de un jugador de rugby. Por su estatura y su corpulencia daba la impresión de poseer unas capacidades físicas impresionantes venidas hasta cierto punto a menos. Habría sido un atleta en la escuela, quizá demasiado aficionado ahora a su pinta de cerveza y su empanada.
El hombre más bajo que iba con él (obviamente, el que mandaba) se apoyó contra el capó del coche de policía mientras fumaba un cigarrillo. No había dicho nada aún, pero saltaba a la vista que intentaba producir cierta impresión.
– Sí, agente -dijo Madden. No costaba nada ser amable-, ¿en qué puedo ayudarles?
El más bajito tiró la colilla de su cigarrillo y la pisó.
– Nos preguntábamos si te apetecería dar una vuelta con nosotros, Hugh -dijo al tiempo que abría la portezuela de atrás del vehículo y le hacía una seña para que entrara. Madden notó que el asiento estaba cubierto de cajetillas de tabaco y botellas vacías. En la etiqueta de una botella se leía: «India Pale Ale».
– Tengo que estar pronto en casa de mi madre -dijo Madden, y al instante se dio cuenta de lo patético que parecía. A fin de cuentas, ya no tenía diez años.
– No te preocupes por tu mamá, hijo -dijo el alto con una sonrisa-. Seguro que no le importa que nos ayudes en nuestras investigaciones.
Madden montó en el asiento trasero del coche y apartó con desagrado los paquetes vacíos y las botellas. El policía grandullón se sentó en el asiento del conductor y el más bajo, cuya cara cruzaba una fea cicatriz entre el pómulo y la quijada, ocupó el asiento del acompañante. Madden esperó a que uno de los dos dijera algo. El bajito se volvió desmañadamente en el asiento.
– Bueno, Hugh -dijo, sonriendo con aire serio pero afable-, ya habíamos estado antes en casa de tu madre, pero debimos de perderte por los pelos. Da la casualidad de que al final dio lo mismo. Ya sabes por qué queríamos hablar contigo, ¿no?
– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó Madden.
– Estábamos investigando el asesinato de una conocida tuya -dijo el de la cicatriz. Madden se removió en su asiento: le picaban las piernas y las nalgas-. Solamente somos parte interesada, señor Madden. Tenemos ciertas pistas que seguir, cierta información…
El de la cicatriz parecía a disgusto en su uniforme de policía; la gorra, antes de que se la quitara para embutirse en el coche, le caía demasiado baja sobre las orejas y el bigote, que se había dejado crecer en un intento evidente por disimular la desfiguración de su cara, era ralo y estropajoso.
Se inclinó hacia Madden y lo miró con intensidad. Madden deseó por una vez estar arriba, en casa, encerrado a salvo en su habitación, con sus mapas y sus dibujos anatómicos y sus ratas, o recibiendo aún el sermón de Caldwell al amparo del cuarto frío. ¿Dónde estaba Gaskell? ¿Dónde estaba todo el mundo? Tenía ganas de llorar, el nudo se iba tensando en torno a su cuello.
El de la cicatriz notó su angustia y, alargando el brazo, puso una mano sobre su rodilla.
– Vamos -dijo-, no se ponga nervioso aún, señor Madden. No hemos venido a acusarlo de nada, ¿de acuerdo? Se trata solo de un asuntillo que hay que aclarar, nada más. ¿Estamos?
Madden respiraba temblorosamente por la nariz.
– ¿Quiénes son ustedes? -repitió.
– ¿Que quiénes somos, señor Madden? Bueno, ¿quién cree usted que somos? -Miró a su colega del asiento del conductor y ambos se rieron como si compartieran una broma privada-. Estamos trabajando en el caso. Somos los que vigilamos las cosas. ¿Quién cree usted que somos?
Madden dijo que no lo sabía.
– Echa un vistazo a estos uniformes, Hugh. ¿Te importa que te llamemos Hugh? Porque nosotros somos lo único que se interpone entre la civilización y la anarquía -dijo el policía con un ademán-. Podría decirse que somos los representantes de la civilización. Somos los de la porra. ¿Verdad, Davie?
– Claro que sí, jefe -contestó el más alto, que miraba a Madden con dureza por el espejo retrovisor.
– Así que, como somos los de la porra, estamos aquí en misión oficial. O sea, que queremos hacerte unas preguntas, Hugh. Unas preguntas para ti, Hugh -añadió, dando a sus palabras un tono musical y riéndose para sí mismo. Dio a Davie, el más alto, una palmada juguetona en el hombro.
– ¿Qué es lo que quieren saber? -preguntó Madden mientras cerraba el puño. Tenía las yemas de los dedos ligeramente entumecidas de usar los instrumentos quirúrgicos con los que había estado practicando en la funeraria.
– Bueno, ¿qué queremos saber, Davie? Es una buena pregunta. Una pregunta de la leche. Porque, ¿qué hay que saber? En este caso, muchas cosas. Primero estás tú, Hugh, estás tú, claro… Tú la conocías, ¿no?
Madden negó con la cabeza.
– No la conocía -dijo-. Había oído hablar de ella, pero no la conocía.
El jefe arrugó el ceño.
– ¿Habías oído hablar de ella, pero no la conocías? Estaba saliendo con un amigo tuyo, ¿verdad? ¿Con Owen Gaskell? Otro estudiante de Medicina.
Gaskell era otro estudiante de Medicina, sí. Era un compañero, sí. Había salido con Carmen Alessandro, sí, todo eso era cierto. Pero Madden estaba ahora convencido de una cosa: Owen Gaskell no era amigo suyo.
– No es amigo mío -dijo.
– Claro que no es amigo suyo, señor Hugh -dijo el jefe.
Madden se encogió de hombros, confundido.
– No, señor, no es amigo suyo. Faltaría más.
– Claro que no -dijo Davie-. Amigos como esos son capaces de darte una puñalada por la espalda, ya lo creo que sí.
– Creo que ya te la ha dado -dijo el jefe mientras con un dedo trazaba pensativamente el reborde de su cicatriz a través del bigote.
Madden sintió una opresión en el pecho; notó que se mareaba, que el agarrotamiento descendía sobre él.
– ¿Qué quieren decir? -preguntó-. ¿Cómo que me ha dado una puñalada por la espalda?
– ¿No te acuerdas, Hugh? ¿No recuerdas que bajaste al Kelvin? Era una noche muy húmeda, Hugh. Yo me acordaría. Yo me habría preocupado…
Pero él no se acordaba de todo, ése era el problema. Veía todo aquello como fogonazos en la oscuridad. Reflejos parpadeantes, como lentes individuales del ojo compuesto de un insecto. Veía fragmentos, pero no el conjunto.
– Tenía fiebre -dijo-. No me acuerdo de todo.
– Bueno. Tu amigo Owen Gaskell…
– No es mi amigo.
– No, no lo es. Es la bota, en este caso. Es el pie que te ha dado una patada. Es la porra que te sacude en el coco.
Madden estaba desconcertado.
– ¿De qué están hablando? -preguntó con un grito agudo-. ¿Qué quieren decir?
El jefe de la cicatriz lo miró y echó el brazo hacia atrás buscando algo. Sacó un sobre marrón de buen tamaño en cuyo interior había un objeto abultado.
– Esto -dijo metiendo la mano en el sobre- es lo que quiero decir.
Sostenía en la mano, con un dedo metido en el agujero de la suela, un zapato anodino de color marrón. En la puntera había una mancha oscura.
– Sí -dijo Davie, y su mirada buscó la de Madden en el espejo retrovisor-, te ha dado una buena puñalada trapera. Una buena patada en el culo, te ha dado.
Con eso no bastaba, le dijeron en comisaría. El zapato estaba allí por alguna otra razón. ¿En serio intentaba convencerles de que pretendía llegar a Kelvin Way saltando la verja? ¿Por qué iba a querer hacer eso? ¡Había una puerta a quince o veinte metros de allí! Podría haber pasado por la puerta y haberse ahorrado tantas molestias. Claro que si alguien hubiera querido salir de Kelvin Way, podría haber saltado la valla. Si alguien tuviera prisa, si necesitara salir de allí a todo correr, o si estuviera asustado, o si temiera a otra persona, entonces quizá hubiera perdido momentáneamente la cabeza y hubiera trepado por la verja en lugar de buscar la puerta. Y, además, era una noche tormentosa. En una noche así, cualquiera habría perdido el norte. Cualquiera. Porque todo era posible en una noche así.
Madden sacudió la cabeza y se apoyó en las manos. No se acordaba, no recordaba nada de aquello, les dijo. Fue más tarde cuando volvió, otra noche lluviosa, había tormenta, a decir verdad.
¿Volver? ¿Cómo que volver? Entonces, ¿había estado allí antes? ¿Había bajado antes por allí?
Sí, había bajado antes por allí, había estado allí muchas veces. ¡Llevaba toda la vida viviendo en la ciudad! ¡Claro que había ido allí otras veces!
Pero ¿por qué ir allí aquella noche? ¿Por qué en aquel momento?
No había vuelto allí esa noche, dijo. No había ido allí entonces. Era un error. Había trepado por la verja porque estaba enfermo. No se encontraba bien.
Sí, eso lo entendían. Entendían que no se encontrara bien, dijeron. Debía de estar muy mareado, en efecto. Debía de estar muy enfermo. Después de lo que había hecho, seguro de que estaba enfermo de cojones, pero de la cabeza. ¿No? Era un puto enfermo, hacerle eso a una chica. ¡Estrangularla hasta morir y luego echarle un polvo! Eso era estar como una chota, chaval, eso es lo que era.
Él no había estrangulado a nadie, dijo Madden. Y a la chica la habían violado antes de asfixiarla. Pero él no sabía cómo había sido.
Eso estaba muy bien, dijeron. Estaba de puta madre. ¡Claro que sabía cómo había sido, porque lo había hecho él, joder! Él era el puto loco que había bajado a Kelvin Way, había agarrado a la chica, la había estrangulado hasta dejarla medio muerta entre los matorrales y luego se había follado su cadáver. Menuda broma. Claro que sabía cómo había sido, lo sabía de cojones. Le convenía esforzarse un poco más por recordar algunos detalles más. Sería una idea cojonuda, para empezar.
Pero no se acordaba, dijo. En aquel momento no se encontraba bien. A veces tenía mala memoria. Si algo lo trastornaba, dijo. Si estaba disgustado. A veces se le olvidaban las cosas, como si las bloqueara. No todo. Solo trozos y fragmentos. Pero no siempre se acordaba de los detalles de todo. No sabía si había matado a la chica. Creía que no. Pero, si Gaskell decía que sí, entonces estaba todavía más seguro.
– ¿Por qué más seguro?
– Por eso.
– ¿Por qué?
– Por estar aquí.
– ¿Por qué por estar aquí?
Porque estaba allí por culpa de Gaskell. Gaskell era quien lo había puesto allí. Gaskell debía de haberles dicho lo del zapato, dónde encontrarlo. Debía de haberle oído decir que lo había perdido cuando estaba delirando. Debía de haber ido a buscarlo.
– ¿Y el estrangulamiento? ¿Qué hay de eso?
– Y hay otra cosa.
– Dínosla.
– Ella no se lo merecía, morir así.
– Nadie se lo merece. ¿Qué era esa otra cosa?
– Yo no lo hice.
Luego lo metieron en la celda para que reflexionara, dijeron. Allí solo había sitio para un camastro de metal con una manta de lana y un cubo de lata en el rincón.
– ¡Déjenme salir! -gritó-. ¡Déjenme salir!
Pero no lo dejaron salir. Iban a retenerlo allí. Y Madden imaginaba que podían retenerlo para siempre. Nadie sabía que estaba preso. Podía desaparecer sin más. Hacía frío y aquello estaba sucio, el colchón estaba mugriento y no podía echarse en él, sencillamente no podía. Se imaginaba a los mil hombres que se habían tumbado allí, los veía roncar y defecar y llorar y gemir y sufrir ataques de delírium tremens y morir. Y morir. Ahora querían que él también se muriera allí, anónimo y olvidado. ¡Pues no pensaba morirse para ellos! Si querían que se muriera, tendrían que ofrecerle un juicio ilegal justo y decente, una vista parcial de primer orden, y solo confesaría si algún personaje de alto rango, como el papa, se lo exigía.
Así que allí era donde sería hallado culpable. Allí era donde el viejo Caldwell tendría que bajarlo del patíbulo. La horca no era rápida, el nudo no era rápido. No siempre. A veces el cuello no se rompía limpiamente y te quedabas allí colgado una hora, asfixiándote lentamente. Si no te dabas prisa en morir, se columpiaban de tus piernas. ¡Tiraban de ti!
No podía soportar la idea y empezó a gritar y a sacudir los barrotes de la puerta, el cierre de cepo del otro lado frío, inexpresivo, inhumano. Nadie escuchaba.
– ¡Déjenme salir! ¡Soy inocente! ¡No pueden colgarme! ¡Soy inocente!
Pero nadie se acercó a la puerta y él la golpeó violentamente con el pie bueno y luego con el malo, que le dolía inmensamente, y sacudió los barrotes y gritó hasta quedarse ronco. Tenía la ropa empapada en sudor y de pronto el cepo se abrió y una cara le dijo que se callara. Después el cepo volvió a cerrarse. Chilló y lloró y vociferó durante no sabía cuánto tiempo. Horas.
Luego se sentó en el rincón, junto al cubo de latón y lloró y se meció adelante y atrás y después, finalmente, se echó en el colchón mugriento y se durmió. En sus sueños hubo arañas que tejían telas a su alrededor, que lo envolvían lentamente en sus redes. Una de ellas, gorda y achaparrada, avanzaba con movimientos infinitesimales mientras él luchaba por liberarse y, sin embargo, no podía mover su cuerpo paralizado. Intentó gritar, pero su boca guardó silencio, y cuanto más se acercaba la araña, menos se movía él. La araña estaba casi encima de él cuando se dijo: Esto es un sueño. Sal del sueño. Sal del sueño. Pero, cuando despertó, empapado en sudor, estaba en otra red, una red hecha de cemento y ladrillos, y las arañas estaban al otro lado de la puerta.
Luego oyó que la puerta retumbaba y se entreabría. Al otro lado estaba el tipo grandullón con nariz de boxeador, acompañado de un desconocido.
– ¿Quieres salir ya? -le preguntaron. Él asintió con la cabeza y le hicieron señas de que se levantara y, cuando se levantó, lo cogieron cada uno de un brazo y lo sacaron fuera y estuvo otra vez en la calle.
– Vete. Estás libre. Por ahora.
– ¿Libre?
– Por ahora.
Era otra vez por la mañana. La mañana se presentaba siempre últimamente, hasta cuando menos lo esperaba. No tenía que ir a ningún sitio, salvo, quizá, a casa de sus padres. No tenía clases. Rose estaba en el trabajo.
Caminaba evitando apoyar demasiado peso en el pie herido, que volvía a dolerle por haber dado patadas a la puerta de la celda. Al principio estuvo desorientado por la falta de sueño y la incongruencia radiante de la luz del día, y no supo de qué comisaría de policía lo habían dejado salir hasta que reconoció las grúas que asomaban por la espalda de los bloques de pisos y comprendió que estaba en Patrick. El fin del mundo. El aire frío atravesó su ropa mojada. Se estremeció. Siguió caminando hasta que vio a Caldwell entrando en la funeraria.
– Mucho madrugas, ¿no? -dijo Caldwell sin prestarle apenas atención. Llevaba un abrigo de espiguilla que le llegaba hasta las rodillas y había conocido mejores tiempos; claro que Madden tampoco era precisamente un figurín en materia indumentaria. Caldwell y él eran de esas personas que se ponían lo que tenían más a mano y, aunque hubieran sabido vestirse bien y hubieran tenido dinero para satisfacer el flaco sentido del estilo que poseyeran, ninguno de los dos se habría molestado en hacerlo de todas formas.
– He pasado la noche en comisaría -dijo Madden. Parecía absurdo intentar guardarlo en secreto.
Caldwell levantó sus cejas, ni viejas ni jóvenes, y siguió pasando con un tintineo el sinfín de llaves que colgaban de su enorme llavero metálico.
– No habrá sido por nada ilegal, supongo -dijo-. No puedo permitir que me metan al personal en la cárcel por cuestiones criminales, ¿eh? Lo demás no importa, ¿entiendes? Es puramente cuestión de principios.
– No sé si es legal o no -contestó Madden-. No tengo la sensación de haber hecho nada que vaya en contra de la ley.
Se estremeció otra vez y Caldwell se apartó para dejarlo entrar. En la sala de recepción hacía aún más frío que fuera.
– Entonces, enciende la tetera, hijo -dijo Caldwell-. Tienes pinta de que te vendría bien entrar un poco en calor.
Madden asentía profusamente con la cabeza, se soplaba las manos y golpeaba (muy suavemente) el suelo con los pies.
Cuando estuvo hecho el té y la estufa eléctrica de dos resistencias de la oficina se hubo calentado del todo, Caldwell fijó la mirada en él.
– Bueno, entonces, ¿qué es esa historia con la policía? ¿No eres ya un poco mayor para que te lleven a pasar la noche al calabozo? No me imaginaba que fueras de esos. -Sorbía ruidosamente el té y dejaba escapar un «aah» tras cada trago. Era lo que la madre de Madden habría llamado un «tetero». Cada cinco minutos, una taza recién hecha.
Madden no sabía cómo empezar y se quedó callado un momento mientras bebía de su taza.
– Suéltalo de una buena vez -dijo Caldwell. Después se llevó a los labios un cigarrillo liado y aspiró con entusiasmo, mientras se recostaba en el sillón viejo y raído, que tenía el asiento hundido.
– Soy sospechoso del asesinato de esa chica -dijo Madden, que no había encontrado forma más suave de decirlo-. La de abajo. -Tras hablar, bajó la cabeza en un gesto infantil de mala conciencia.
Caldwell carraspeó ruidosamente.
– ¿Que eres… que eres qué? ¿Sospechoso de un asesinato? ¿He oído bien?
– Alguien ha presentado pruebas contra mí.
– ¿Que ha hecho qué? ¡Qué putada te han hecho! ¿De qué clase de pruebas estamos hablando?
– Encontraron mi zapato junto al lugar del crimen. Estaba enganchado en una verja. Un amigo… un compañero de clase les dijo que estaba allí. No sé cómo lo encontró.
Caldwell arrugó el ceño, se acarició el penacho de pelo y echó la ceniza del cigarrillo en una taza sucia que había en el escurreplatos, junto al fregadero.
– Entonces, ese compañero tuyo… también andaba merodeando por allí, ¿no? ¿Y qué hacía tu zapato en esa verja?
Madden movió la cabeza de un lado a otro. Ignoraba por qué le estaba contando todo aquello a Joe, no estaba convencido de que fuera buena idea.
– Fui a echar un vistazo. Cuando ella ya estaba muerta. Tenía fiebre, no estaba del todo consciente, creo. -Sentía de pronto el impulso de hablar y quizá por eso había acudido a Joe. Joe, su jefe, que no esperaba nada de él. Que era indiferente. Al que nada le importaba aquello. -La policía cree que estuve implicado y yo recuerdo algunas cosas. Pero no sé qué significan, hasta qué punto son reales. Es como si no estuviera allí. O como si me estuviera viendo a mí mismo. -Miró para ver qué efecto surtía en Joe, pero Caldwell se limitaba a fumar y miraba a algún punto más allá del rincón del ventanuco grasiento que daba luz a la habitación-. Siento como si me estuviera observando a mí mismo o como si hubiera más de un yo, y no sé cuál es el auténtico. -Notó que le temblaban las manos y se las metió en los bolsillos del pantalón-. Tengo una novia, ¿sabe?
Joe asintió con un gruñido y expelió el humo del pitillo.
– Rose -dijo-. Dijiste que era simpática y gordita. Así es como me gustan a mí.
– Sí, Rose. Pero no sé qué quiere de mí. No lo entiendo. Me veo con ella y no entiendo por qué o cómo ocurrió. Me veo entregando trabajos en la facultad y recuerdo haberlos escrito, pero es como si no los hubiera hecho yo. ¿Entiende lo que le digo?
Miró a Joe con aire implorante, pero su jefe solamente asentía con la cabeza.
– No me acuerdo. Tengo la mente en blanco, la vida en blanco. No sé cómo llegué aquí. No recuerdo haber ido de A a B. Sé que debería seguir la C, pero no veo las relaciones entre unas cosas y otras. No hay ninguna relación, si no puedo verla. ¿Usted las ve, Joe? ¿Ve lo que le estoy diciendo?
Se daba cuenta de que le castañeteaban los dientes, era consciente de una suerte de intensidad que rara vez sentía y quería que aquella sensación durara un poco más. Era una especie de toma de poder. Una especie de acción. Si había matado a Carmen Alessandro, quizá ése fuera el porqué. Era una decisión. Una elección.
Cogió su taza y bebió un trago de té tibio.
Joe Caldwell se removió en su asiento y lo miró.
– Hijo, creo que necesitas dormir un poco. Eso es lo que creo. -Apagó su cigarrillo en la taza y se levantó-. No sé cómo puedo ayudarte -dijo-, pero me parece que ese amigo tuyo te ha hecho una putada. Tú no mataste a la chica. Si lo hubieras hecho, me habría dado cuenta ayer. No eres un asesino, así que no tienes de qué preocuparte. Puede que te tropezaras con algo que no te esperabas y que sufrieras una pequeña conmoción. A lo mejor fue eso lo que pasó.
Le dio una palmada en el hombro y volvió a poner la tetera en el hornillo.
– Otra taza para los dos -dijo-. Luego deberías dar una cabezadita. Te puedes echar aquí, en el sofá, mientras no estorbes a los clientes. ¿Qué te parece?
Madden dijo que le parecía buena idea y aceptó enseguida. Pero no sabía si se dormiría, dijo.
– Para eso tengo el remedio perfecto -dijo Joe, y metió la mano en el bolsillo de la pechera-. Ten -dijo, dándole su botella-. Cortesía de la casa. Lo que necesitas es calentarte un poco por dentro. Te dejo para que te pongas con ello.
Joe Caldwell padre salió tranquilamente para ir a echar un vistazo al piso de abajo, donde Carmen Alessandro yacía aún, casi lista para su gran despedida. Madden se sentó en un sillón hundido y se adormiló un momento, hasta que el pitido de la tetera lo hizo volver en sí, amodorrado. Se envolvió la mano en un paño de cocina sucio, apartó la tetera del hornillo y entonces se acordó de que antes tenía que poner en la taza un chorro de whisky y un par de cucharadas de azúcar de grano fino que sacó de una bolsa sucia que había al lado del fregadero. Sirvió el agua caliente y la removió largo rato antes de volver a recostarse en el sillón. Tomó un sorbo y sintió cómo el calorcillo agradable de la bebida cauterizaba sus sentidos. Bebió tres o cuatro tragos más, saboreando su dulzura y su calor, y el modo en que podía seguirse el rastro de cada sorbo desde el gaznate a la boca del estómago. Luego se levantó, se tendió en el sofá y se echó por encima la chaqueta. Oyó la radio en la otra habitación y se sintió casi en casa, casi cómodo. Después se quedó dormido.
Había una habitación libre en la calle Wilton, en el mismo edificio donde vivía Gaskell, y decidió subir a verla aunque ya sabía qué podía esperar. Era un sitio lúgubre, ennegrecido por el hollín y amarillento en los rincones que, por alguna razón inexplicable, no se habían recubierto de una capa de carbonilla, como el resto del edificio. Las partes amarillentas parecían darse aquí y allá como extraños afloramientos que conferían a la superficie del edificio una apariencia picada e irregular, parecida a un paisaje lunar. Se quedó esperando en la puerta a que la patrona abriera, y habría dado media vuelta y se habría ido de no ser porque estaba decidido y hambriento, y no tenía ganas de irse a casa o de hablar con Rose, todo lo cual zanjaba la cuestión. Sabía que los varones normales y menos afeminados se pasarían una hora o dos en un bar, leyendo un periódico y bebiendo una pinta de cerveza, en lugar de deambular por las calles para matar el tiempo, pero tales alternativas no parecían posibles en su caso. Así que esperó a que la mujer abriera la puerta.
Ella pareció inquieta al verlo, como si fuera una cara conocida a la que no lograba poner nombre. Eso Madden lo entendía. Él tampoco sabía qué nombre darse. ¿Quién era quien le había preguntado qué era?
¿Era esa siquiera la pregunta correcta? ¿Qué, por qué, y si era…? Cualquiera podía haberlo hecho. La siguió por la escalera a oscuras mientras ella le señalaba de pasada las habitaciones vecinas situadas a ambos lados de los rellanos.
Era una mujer baja y rechoncha, con un casquete de rulos de caniche que le abarcaba todo el cráneo. Llevaba una redecilla sobre los rulos y la cara que colgaba debajo era completamente redonda, plana y desprovista de rasgos discernibles. Madden sabía que tenía nariz (se la había visto otras veces), pero esta parecía haberse hundido en su rostro. En el lugar que había ocupado se veían ahora dos orificios negros. La boca había quedado también absorbida por la masa esponjosa de su carne. Había dejado por completo de ser una boca; era una especie de músculo prensil.
La patrona subía con andar lento y pesado, y con cada paso que daba dejaba escapar un silbido trabajoso.
Aquellas escaleras iban a matarla, dijo, pero Madden estaba distraído mirando las puertas cerradas que había en torno a él. Intuía ojos en las mirillas, ojos que lo observaban por entre las grietas de las paredes. La única bombilla del pasillo oscilaba ligeramente en el aire, sobre él, mecida por una brisa imperceptible. Hacía frío y, sin embargo, la humedad del aire podía sentirse en los pulmones, en el pecho.
Ella señaló una puerta con su mano infantil.
– Esto antes eran pisos, pero los dividimos en habitaciones separadas. Aquí vive un estudiante de Medicina, lo conoces, ¿no? -dijo-. Un tipo raro. Lleva un traje de pana verde. Menuda ocurrencia. A lo mejor te gustaría ver la habitación de al lado de la suya. Hay dos para alquilar. Puedes ver las dos. O solo una. Como prefieras.
Madden dijo que prefería ver solo una.
Ella abrió una puerta exterior que se cerró por sí sola tras ellos. Había una hilera de pequeñas habitaciones con sus pequeñas puertas y, al final del pequeño corredor, la pequeña habitación de Gaskell en la buhardilla, a la que se llegaba subiendo dos escalones y que se parecía mucho a la madriguera de una alimaña monstruosa. No brillaba luz bajo la puerta. Gaskell debía de haber salido. Quizá a una matiné en el Río Locarno.
La casera flexionó el ano de su cara (Madden vio dentro uno o dos dientes solitarios) y estiró el brazo hacia la puerta de una de las habitaciones de la izquierda, la abrió y dejó que él pasara antes que ella. Encendió la luz principal y Madden se encontró en un cuarto de decrepitud casi inverosímil.
– Un cuartito muy apañado -dijo ella-. Estupendo para un estudiante, ¿eh? Ahí tienes la cama, con su cabecero de hierro y todo, una cómoda y un ropero… y hasta una cocinita para calentar el té. El contador del gas está ahí, detrás de la puerta. Y el precio es muy razonable, además. ¿Qué te parece?
Madden recorrió con la mirada la habitación, toda ella de un marrón tirando a amarillento. No había papel en las paredes: estaban cubiertas de hojas de periódico sobre las que se habían aplicado sucesivas capas de pintura. Los titulares comenzaban a adivinarse a través de la pintura. Madden supuso, al menos, que no le faltaría qué leer si decidía quedarse con la habitación. Podía redecorarla, si estaba permitido; con apuntes de medicina y casos clínicos. Disecciones, patologías.
Pero no tenía intención de quedarse allí. No por mucho tiempo, en todo caso.
Tampoco había moqueta, solo un trozo de linóleo verde mal ajustado, con una cenefa de flores de lis. Una galaxia entera de quemaduras de cigarrillos salpicaba su superficie, y aquí y allá se veían pequeñas tormentas de polvo y cúmulos de moho. La habitación parecía estar en cierto modo elevada: el techo dividía en dos partes iguales la única ventana, y aquí y allá la condensación formaba en su superficie bulbosa unas gotas de color pardo. Una de ellas cayó sobre la coronilla de Madden mientras estaba allí parado.
– El alquiler se paga por adelantado -dijo la mujer rechoncha-. Semanalmente.
– Entonces, ¿le pago una semana por adelantado? -preguntó Madden. En aquella habitación se sentía como una especie de gigante a causa del techo bajo y de hallarse en el último piso.
– Dos semanas por adelantado -respondió la mujer mientras se rascaba con la espinilla la parte de atrás de la otra pierna. Madden intentó no fijarse en la carne desnuda de aquellos miembros que se frotaban el uno contra el otro-. Pero la casa tiene algunas normas -prosiguió ella-. Nada de compañía femenina después de las seis de la tarde. Nada de jugar a las cartas, de beber o de reuniones de más de tres. No se permiten en el edificio perros, ni gatos, ni mascotas de ninguna clase. Y lo mismo le digo de las ventanas -añadió mirándolo duramente con sus ojos negros y acuosos.
Él se acercó a la cómoda que había junto a la cama y abrió un cajón. No tenía fondo. Volvió a cerrarlo, abrió el postigo mugriento de la ventana e intentó mirar hacia abajo por el cristal, opaco por la suciedad. El naranja de las farolas iluminaba su cara con una borrosidad difusa. No había más que dar uno o dos pasos para tenerlo todo al alcance de la mano.
– ¿Alguna otra norma? -preguntó. La mujer emitió una especie de canturreo, titubeó y luego dijo:
– Hay una lista de muebles que los inquilinos deben reemplazar si alguno desaparece, sufre daños o… -Buscó la palabra adecuada-… abusos.
– ¿Abusos? -repitió Madden, dejando escapar aquella palabra antes de que le diera tiempo a refrenarse.
– Eso he dicho, ¿no? -replicó la mujer, y echó la cabeza hacia delante-. El inquilino tiene que pagar de su bolsillo cualquier abuso. Y no hay más que hablar. -Se echó hacia atrás con los brazos cruzados y su boca se convirtió en una línea tensa que parecía plegar y descomponer todos sus rasgos.
Madden estiró el brazo y se manchó la palma de la mano al pasarla por las gotas de rocío del techo.
– Aquí hay condensación. No es bueno para la salud.
La mujer permaneció inmóvil.
– Es agua, ¿no? -dijo-. El agua es sana. La gente se la bebe.
– Si me rebajara unos chelines el alquiler…
– O lo tomas o lo dejas -replicó ella.
– ¿Cuándo puedo mudarme? -preguntó Madden.
– Aquí están las llaves -dijo ella-. Dame el alquiler y ya es tuya.
Madden suspiró y le entregó el dinero, pero logró persuadirla de que en ese momento solo podía pagarle una semana por adelantado. Cosa que era cierta. Effie, la patrona, abandonó su tono malicioso en cuanto vio dinero contante y sonante y se ofreció a llevarle una taza de té caliente, pero él rehusó diciendo que era muy amable, pero que había comido y tomado té hacía cosa de una hora. La echó de la habitación lo más amablemente que pudo, cerró la puerta con llave y se sentó en la cama. Todo en el cuarto parecía húmedo, mojado, espeso. Sacó la botella de Caldwell y la dejó sobre la cómoda, junto a la cama. Luego sacó su cuaderno y un bolígrafo y empezó a escribir. Lo que escribió rezaba: «Estoy en la puerta de al lado si quieres hablar de la chica».
Cuando hubo acabado, abrió la puerta, cogió la nota y la metió por debajo de la puerta de la habitación vecina.