173933.fb2 La buena muerte - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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12

– ¿Quién hay ahí?

Madden se incorporó en la oscuridad y se subió las gafas. Estaba conteniendo el aliento.

La voz de fuera llamó quedamente a la puerta.

– ¿Quién hay ahí he dicho?

Madden se levantó, se acercó a la puerta y escuchó. Respiraba a trompicones.

– No volveré a preguntarlo -dijo Gaskell-. Te lo advierto.

Madden se armó de valor, metió la llave en la cerradura. La oscuridad de la habitación solo lo reconfortaba levemente. Entornó la puerta y miró la cara de Gaskell, que bizqueaba, con la nariz todavía hinchada y un ojo morado. Con un solo movimiento abrió la puerta de golpe, agarró a Gaskell con ambas manos y lo metió en la habitación. Gaskell giró descontroladamente, fue a estrellarse contra el rincón del fondo y cayó al suelo con estruendo, al pie del ropero. Madden se colocó delante de él antes de que Gaskell tuviera tiempo de darse cuenta de lo que ocurría y le asestó una fuerte patada en la cara con el pie bueno. Sintió el crujido sordo de algo que cedía bajo su pie. Gaskell profirió un leve gemido.

Madden se inclinó hacia él y le metió la botella de whisky vacía en la boca destrozada.

Gaskell apartó la cabeza de la botella.

– ¿Qué quieres? -dijo. Madden se levantó, se acercó a la puerta y la cerró. Luego encendió la luz. Se cernió sobre Gaskell-. Tarado… -dijo Gaskell, y sus ojos inyectados en sangre se agrandaron-. ¿Tú?

Madden le dio un pisotón en la rodilla y Gaskell gritó.

– Será mejor que no hagas ruido -dijo Madden-. No queremos que Effie suba y nos interrumpa, ¿verdad? -Se incorporó. Sostenía la botella en la palma de la mano, como si fuera una piedra que se dispusiera a arrojar.

Gaskell tenía los ojos humedecidos por las lágrimas.

– Y no me llames eso -añadió Madden-. Te dije que no me gustaba.

Gaskell se limpió los ojos con la manga. Llevaba su traje, que parecía raído y trasnochado y tenía un desgarrón en la rodilla izquierda. Había sangre seca en las solapas, a la que se sumaban ahora manchas frescas.

– Mira -dijo Gaskell-, solo les dije lo del zapato para quitármelos de encima. ¿Qué querías que hiciera?

– Podrías haberles dicho la verdad -contestó Madden.

– ¿Y cuál es? ¿Qué verdad querías que les dijera? Cualquier cosa que les contara iba a meterme a mí en el marrón, ¿no crees?

Madden respiraba lentamente. Sus extremidades estaban vivas.

– Debiste decirles lo que viste.

Gaskell soltó una carcajada.

– ¿Qué? ¿Como hiciste tú? Porque supongo que ya has hablado con esos dos tipos.

– Si te refieres a la policía, sí. He hablado con ellos.

– Pero no les dijiste la verdad, ¿no? No, no creo. Decirles la verdad no te habría hecho ningún bien. Les dijiste que fuiste allí de paseo, que te sorprendió la lluvia y perdiste el zapato al saltar la verja para intentar refugiarte. ¿Se parece eso a la verdad, según tú? Una historia bastante floja, esa. Claro que tú también eres una historia bastante floja.

Madden levantó la botella como si fuera a golpearlo. Gaskell se sobresaltó.

– Mira, tenía que decirles algo. A ti no iban a empapelarte, Hugh. Pero mi caso es… distinto… como sabes.

Se arrimó a la pared y se sentó con la espalda apoyada en ella. Tenía el pelo grasiento y enmarañado y la cara pálida y blanca. Parecía asustado, pequeño y acabado.

– Yo no sé nada -dijo Madden-. ¿Distinto por qué? ¿En qué sentido es distinto tu caso? ¿Por qué no me lo dices? -Se sentó al borde de la cama, con la botella todavía en la mano, preparada.

Gaskell se señaló la cara con el dedo índice.

– ¿Ves esto? -dijo-. ¿Lo ves? Deberías dejar de pegarme, Hugh. En serio. Creo que no me lo merezco. Pero esto… -señaló su ojo morado-, esto me lo hizo nuestro mutuo amigo Dizzy. «Por Carmen», me dijo. «Por lo que le hiciste». Por lo visto me considera responsable de su triste fallecimiento. Y yo que pensaba que era por otra cosa completamente distinta.

Madden se encogió de hombros.

– ¿Por otra cosa? ¿Por qué si no iba a pegarte?

Gaskell dejó escapar un suspiro lastimero.

– Te acuerdas de cuando fuiste al cine, ¿no? ¿De eso te acuerdas? Eso es lo que marca la diferencia, ¿comprendes? Es lo que me hace distinto. -Miró a Madden con mordacidad-. Por eso estoy aquí, en esta puta ciudad, en este puto país. Lejos del seno familiar, ¿comprendes? Desde aquí no puedo avergonzarles. La universidad es… una excusa, si quieres. Un subterfugio conveniente para distraer la atención de mi auténtica naturaleza desviada…

Madden no dijo nada. Se había hurtado aquella idea a sí mismo tan eficazmente que tuvo que hacer un esfuerzo para comprender la verdad que se escondía tras la insinuación de Gaskell. Éste se metió la mano en la chaqueta, sacó un papel de fumar arrugado y echó en él unas cuantas hebras de tabaco que sacó, sueltas, del bolsillo de la pechera.

– El problema es que los iguales se buscan, ¿no es cierto? -dijo-. Así que, ¿qué se puede hacer? Uno sigue adelante, a pesar de los prejuicios de su madre y de su padre y de su familia, tan importante ella. Y también a pesar de las leyes del país. Uno va del rodapié a la puerta y de la puerta al rodapié. Uno se acobarda y se esconde en la oscuridad y debajo de la cama y espera a que la bota venga a aplastarlo. Y, mientras tanto, los iguales se buscan para robar unos pocos minutos aquí y allá, en sitios peligrosos donde es arriesgado congregarse, pero que aun así son más seguros que otros. ¿Comprendes adónde quiero ir a parar, Hugh? ¿Empiezas a entender? Pues claro que sí.

Madden frunció los labios y no dijo nada. Se limitó a asentir lentamente con la cabeza.

Gaskell acercó una cerilla al pitillo y le dio vida.

– Así que -prosiguió-, voy a sitios donde a veces uno como yo puede conocer a un semejante. Y a veces no tan semejante. Hay algunos que temen a los maricas como yo y como Kincaid, y esperan a que salgamos para partirnos la cara. Al menos, eso era lo que pensaba yo hasta que él me iluminó. ¿Entiendes la situación, tarado?

Madden levantó la botella otra vez, pero esta vez Gaskell no se asustó. Sus ojos lo desafiaron.

– ¿Kincaid? -preguntó Madden, y luego añadió-: ¿El doctor Kincaid?

Gaskell soltó un bufido y se atragantó un poco con el humo del tabaco.

– El mismo. El buen doctor.

– ¿Y él… él también es… homosexual? -Madden se sorprendió ante su propia falta de desenvoltura. Naturalmente, siempre lo había sabido. ¿Cómo, si no, podría haber escrito aquella nota?

– Sí, Hugh. Es maricón. Un sarasa. Dice que aprendió en el Ejército. Ya sabes, la intendencia.

– ¿Y dónde aprendiste tú?

– ¿Yo? Yo siempre lo he sabido. A mí nadie tuvo que enseñarme nada.

Guardaron silencio un rato. Luego Gaskell siguió hablando.

– Aun así, ¿qué se puede hacer, eh, Hugh? En esta sociedad se necesita una tapadera. La gente con tendencias como la mía necesita una coartada. Kincaid también. Maisie es su coartada, y creo que antes le funcionaba bastante bien. Hasta que decidió que lo quería para ella sola. Pero eso es imposible, ¿verdad?

– ¿Por qué?

– Porque no se puede controlar a un viejo marica, chaval. La cabra tira al monte. -Aspiró el humo de su cigarrillo y lanzó un anillo azul que cruzó la habitación. Un goteo de agua que caía del techo lo partió en dos.

– Mi tapadera era Carmen. ¿Entiendes cómo funciona? Yo no la conocía, ni me importaban ella ni su novio. Me pareció divertida para pasar el rato, una chica con la que podía tener una relación no muy seria. En aquel momento pensé que el hecho de que sus padres fueran italianos facilitaba las cosas. Creía que sería católica y casta, y se contentaría con ir a tomar un helado y al cine. No a los cines que frecuento yo, se comprende.

Madden estudiaba la cara de Gaskell como si fuera nueva para él.

– ¿Y qué pasó?

– Que se quedó preñada -dijo Gaskell sin rodeos-. La dejé embarazada.

– Pero… ¿cómo?

– ¡Joder, tarado! ¿Cómo crees tú? ¡Pues de la manera normal! Se me ofreció y le tomé la palabra. Un error, pero ¿qué quieres? El caso es que dijo que me quería y yo no soy un santo. Nunca he pretendido serlo. Pero ella conocía mis inclinaciones. Supongo que era su forma de afianzar su derecho sobre mí. Puede que pensara que podía convertirme. Pero ¿sabes?, eché un vistazo a esas tetitas tan monas y a ese culito redondo como un melocotón y pensé, mmm, esto no es para mí. No para mucho tiempo, por lo menos.

Madden se secó la frente. Otro goterón había caído sobre ella.

– Continúa -dijo.

– Me contó lo del embarazo. También se lo dijo a Dizzy. No sé si le dijo que era mío o suyo. Creo que también se lo contó a ese capullo de Fain. Puede que él también creyera que era suyo. A mí me daba igual. A Dizzy sí le importaba, creo. De todas formas, ella abortó. Se fue a Inglaterra a abortar. Cuando volvió, estaba bastante enfadada conmigo, creo. Sí, estaba bastante enfadada. Me amenazó. Dijo que iba a contar a todo el mundo lo que hacía. Imagínate, ¿eh, Madden? Iba a decir a todo el mundo lo que hacía. ¿Entiendes lo que significaba eso?

Madden lo miró, pero no pudo descifrar su expresión.

– Sí, creo que sí lo entiendes, ¿verdad? Por fin. Contigo siempre se estaba muy a gusto, tarado, era todo un placer. Nunca te enterabas de nada, ¿verdad? Era tan seguro, tan fácil ser tu amigo…

Madden sintió la boca reseca y se humedeció los labios.

– ¿Eso éramos? -preguntó-. ¿Amigos? Creo que nunca lo supe.

Gaskell echó la ceniza al suelo. Suspiró.

– Menuda habitación tienes -dijo-. La crème de la crème, en serio. Creo que todavía le debo una silla a esta habitación. Naturalmente, es tuya, si la quieres.

Madden habló lenta y deliberadamente.

– ¿Qué significaba, entonces? Dilo de una vez.

– Significaba -dijo Gaskell- una pena de cárcel.

Madden asintió con la cabeza para sí mismo.

– Eso te da un móvil -dijo Madden-. Pudiste matarla para que no hablara.

Gaskell ignoró su comentario.

– Así que -prosiguió- pensé que podía ganar tiempo para pensar si les enseñaba tu zapato en la verja. No puedes despreciarme por eso.

Madden se quedó callado largo rato y Gaskell siguió fumando y limpiándose la sangre del labio con el dorso de la manga.

– No recuerdo todo lo que ocurrió -dijo Madden al fin-. Solo fragmentos, trozos y pedazos. Es como si le hubiera pasado a otro. Dímelo -le imploró-, dime qué pasó. Porque yo también estoy metido en esto. Y soy tu amigo.

Gaskell asintió con la cabeza.

– Está bien. Lo mismo da que te ahorquen por una oveja que por un cordero, ¿eh? -Se echó a reír.

– Yo solo… necesito hacerme una idea de por qué murió -dijo Madden-. No puedo explicarlo. Significa algo para mí.

Gaskell lo miró inexpresivamente.

– ¿Por qué murió quién? Ah, sí. Carmen. Me había olvidado de ella. Estaba distraído pensando en mí. -Se quedó pensativo, lió otro cigarrillo y luego dijo-: Te he hablado de mis… actividades, ¿no? Eso lo has oído, ¿verdad? Bueno, pues hay sitios donde la gente se encuentra y todo es clandestino, ¿comprendes? Porque nadie puede enterarse. Es una condición de la sociedad en la que vivimos. La moral pública y los actos íntimos deben coincidir.

»Bien. Los míos, por lo menos, tienen que parecer que coinciden. Naturalmente, lo que quiero hacer y lo que se me permite legítimamente hacer en mi vida privada no es lo mismo. Pero nadie se molestó en preguntarme al respecto. Ni tampoco a Oscar Wilde, el viejo maricón. Así que fue la historia de siempre, chico conoce a chico. Yo no tenía más de quince años. Iba a un colegio muy bueno, ¿entiendes?, uno de los mejores, en serio. Mis padres, Dios los bendiga, pensaban que estaba mejor interno. Para endurecerme y qué sé yo. Para hacer de mí un hombre. Supongo que mi madre se dio cuenta desde el principio. Pero era buena, siempre pude hablar con ella. Yo entonces era muy pegajoso, siempre andaba intentando llamar su atención. Lloré patéticamente cuando me mandaron al colegio. Pero, claro, un sitio así puede endurecerte de maneras distintas. Kincaid dice que a él le pasó lo mismo en el Ejército. Pero yo creo que se engaña, ¿tú no? Lo único que hace uno es esconder su verdadera naturaleza bajo la piel, donde no puedan herirla tan fácilmente. ¿Alguna vez te has preguntado por qué los antiguos alumnos se reúnen tanto? Es porque solo con sus antiguos compañeros pueden ser quienes son, porque pasado un tiempo el que uno es en la superficie y el que es bajo la piel se confunden. Ni siquiera ellos saben ya quiénes son. ¿Imaginas aunque sea por un segundo que ese viejo pollatorcida de Kincaid se considera un maricón o una loca o algo así? No, ni un poquito. Simplemente pasa de lo que le dice Maisie y se cree que solo tiene ciertas costumbres antisociales de las que por lo visto no puede librarse, como tomar rapé o darle al whisky todo el día. Y nadie se atrevería jamás a insinuar que eso sea algo poco viril, ¿verdad? Desde luego que no. Él está dispuesto a dar dinero a cambio de un jovencito. Caridad, cree que es. No le gusta hablar de ello en la Logia, con sus antiguos compañeros de estudios, todos ellos viejos maricones. Pero enseguida reconoce el talento, ¿eh? Enseguida ve a un tío bueno. Cada año, cuando los alumnos nuevos, los novatos, llenan las aulas y los laboratorios de la sacrosanta facultad de Medicina, ese viejo cabrón y muchos otros como él se relamen, babean por hacerse con una presa. Todas esas insinuaciones que dejan caer en laboratorios y seminarios son el cebo para novatos como yo, recién salidos del internado y sin blanca. Claro que estaba dispuesto a hacerle un trabajito al viejo torpón. Ni siquiera me daba asco. Te aseguro que en el colegio me quitaron el asco a golpes. Me golpearon, me azotaron, me hicieron pajas y me zurraron en el trasero, ja, ja. Así que dije que sí. Lo que quisiera, si me compraba un whisky como el que bebía él. Uno bueno. De malta puro. Nada de dinero, ¿comprendes?, siempre he sido un manirroto espantoso. La maldición de la clase media alta. Cuando te acostumbras al dinero, necesitas más. Es un hecho elemental de la economía. Y yo siempre parecía necesitar más. Así que empecé a hacer que soltara la pasta. Él y otros. Nunca podíamos vernos en casa de ninguno. Sus mujeres y sus hijos estaban allí. Y tampoco podíamos encontrarnos en lugares públicos.

»Así que, ¿dónde acabas? Ligando con desconocidos en cines y parques públicos. Un juego peligroso. Es muy fácil equivocarse y acabar en una celda, o muerto de una paliza en una cuneta. Pero ¿adónde si no se puede ir, tarado? ¿Dónde puede uno encontrarse con sus semejantes y relacionarse según sus propios términos? Así que ésa es la situación, tal y como se da legítimamente ahora. Y por legítimamente entiendo la forma en que se aplica la ley en esta época. Por mí que se vayan a la mierda. No voy demasiado deprisa, ¿verdad?

»Bien. Bueno. Así que ahí estaba yo, sacando algunos pavos a esos viejos colegiales en cines y parques, en cualquier sitio donde pudiéramos estar diez minutos a salvo de la pasma. ¡Diez minutos, nada más! El tiempo justo para hacer el trabajo a mano, como si dijéramos. Y a veces, cuando no tengo nada mejor que hacer y hay cosas que empiezan a darme asco, como el afecto del buen doctor, tengo que largarme y buscar a alguien que me guste. Debes comprender, tarado, que ni siquiera yo tengo el corazón de piedra. A veces pienso en mi padre y en cuánto le gustaría verme azotado por las calles y en cómo pensaría después lo mucho que los golpes habían mejorado mi cara. Cosas como esa son las que llevan a un hombre a empinar el codo, como se dice corrientemente. ¡Hay que darse a la botella! Así que, cuando pensaba en esas cosas, era refrescante ver a Carmen, ¿sabes? A fin de cuentas, cualquiera habría dicho que era, en fin, preciosa, ¿no es cierto? ¿No lo habrías dicho incluso tú, Madden, con tu sexualidad dudosa?

Madden se sintió aguijoneado. No tenía ni idea de qué quería decir Gaskell con «dudosa». Había algunas cosas con las que le resultaba difícil comprometerse, eso era todo.

– Si tú lo dices. Continúa.

– Yo habría dicho que era preciosa -dijo Gaskell-. De una belleza trágica y sin mácula. Habría dicho que era extraordinaria. Y en muchos sentidos, además. Ya nadie habla de ella, ¿verdad? Salvo para decir cómo murió. Eso también me parece extraordinario. Me preguntó qué fue de ella después de morir. Ya no es Carmen, ¿sabes? Ha dejado de ser lo que era hasta en las mentes de aquellos que la conocieron. Salvo, quizá, para sus padres. Hasta a mí me cuesta recordar cómo era. Y no era perfecta. No era un ángel. Pero tenía cosas extraordinarias que ya nadie entenderá. En los años venideros, la gente verá fotografías de ese bello rostro suyo y le será imposible imaginar que haya vivido siquiera. Así que…

Hizo una pausa para aspirar el humo de su cigarrillo.

– Siempre me sorprende, cuando leo un libro o veo una película, que muera alguien. No puedo superarlo. Si es Anna Karenina, pienso en lo cruel que fue Tólstoi. Si es L'Assomoir, culpo a Zola por la muerte de Gervais. No puedo creer que lo haya hecho y lo odio por ello. ¿Es extraño? Yo no creo que lo sea. Pero no quiero que Carmen sea una obra de ficción, del mismo modo que no quiero que su aborto sea una ficción, que no haya existido nunca en algún sentido. Supongo que Carmen tuvo al menos dieciocho o diecienueve años. Imagino que ése fue el tiempo que vivió, porque, claro, ya he olvidado cuántos años tenía en realidad. Ya se está disolviendo y convirtiéndose en algo que nunca fue.

»¿Alguna vez te fijaste en sus encías, tarado? -le preguntó Gaskell. Madden sonrió y dijo que sí-. Eran más bien feas, supongo. Demasiado grandes y anchas, y hacían que sus dientes parecieran muy pequeños. Era un poco raro. Si no hubiera abierto nunca la boca para hablar, habría parecido una diosa imposible. Su talón de Aquiles eran esas encías, sí. Esas encías daban una oportunidad a capullos como Dizzy. ¡Hasta a idiotas como Fain! Esas encías la hacían mortal y puede que incluso la mataran al final. Lo creo sinceramente. ¿Te parece raro, Hugh? A mí no. Lo siento, me estoy yendo por las ramas…

– Estabas hablando de buscar a alguien que te gustara.

– Sí, eso era, ¿no? Bueno, ella me gustaba, hasta cierto punto. Pero sexualmente, en fin, ya sabes, no era lo mío. A veces, cuando miraba su cuerpo, pensaba: «Tal vez si…» Pero nunca duraba. Era más probable que hasta ese viejo verde de Kincaid me gustara más. Otro que iba en busca del amor <sup><sup>[18]</sup></sup>. Pero allá abajo, en Kelvin Way, yo a veces encontraba lo que iba buscando. De hecho lo encontraba a menudo. No puedo negar que fuera excitante. Mucho, a veces. Revolcarse entre los arbustos con camioneros, ¿qué puede haber mejor, eh? Así que iba allí después de trabajarme un poco los cines. Iba a despejarme la cabeza.

»Bueno, pues bajé allí esa noche. Carmen y yo no nos hablábamos y me preocupaba lo que pudiera hacer Dizzy. Me preocupaba lo que pudiera hacer ella, lo que podía ocurrir. Lo último que me hacía falta era que me echaran de otro departamento por mala conducta. Salí de la universidad y me di una vuelta por ahí, a ver si ligaba con alguien. «¿Por qué no?», pensé. No había gente, estaba lloviendo, pero no mucho. Y, de todos modos, por qué iba a acobardarse nadie por la lluvia, ¿eh, Madden?

Gaskell le guiñó un ojo con coquetería, pero Madden no respondió.

– Quiero decir que, cuando uno lleva algún tiempo de sequía, es probable que un poco de humedad siente bien, ¿no?

Madden no dijo nada y, tras volver a encender su pitillo liado, Gaskell habló de nuevo.

– El caso es que la lluvia iba y venía y yo no tenía muchas esperanzas de encontrar a alguien allá abajo. Dejé Kelvin Way y bajé hacia el río. Solo caminaba y procuraba despejarme. Como te decía, estaba preocupado. Preocupado por Carmen y por lo que pudiera hacer o decir. Era una noche fría y húmeda. Y oscura, también. ¿Crees que quizá quería alejarme de la gente y que me encontré con ella allí para poder matarla? Bueno, en este caso los hechos son muchos más sencillos… si es que puede decirse así. Yo quería encontrarme con alguien primero. Quería compañía. Puedes elegir el eufemismo que quieras, Hugh. La verdad es que deseaba la compañía furtiva de mis semejantes en la húmeda intimidad de la maleza. Kincaid lo habría expresado así.

A Madden no le agradaba el tono sarcástico de Gaskell, ni las insinuaciones que ocultaba, pero permaneció sentado sin moverse, con la botella a su lado.

– Y, naturalmente, fue a Kincaid a quien me encontré allí abajo. Qué mala pata, ¿eh? Él también estaba buscando chicos. Normalmente no habría ido a ese sitio, tan cerca de la universidad y todo eso. Me había echado de menos en el cine, dijo. Quería verme, dijo, así que se arriesgó a bajar. Otro eufemismo, Hugh. Por si acaso no lo pillas. Nos encontramos, buscamos compañía, nos vemos… Todo eso no son más que eufemismos de lo inefable, de lo prohibido. No tienes ni idea de lo que es la vida vivida como una estrategia de evasión, ¿verdad, Madden? En absoluto.

Madden, sin embargo, entendía cómo era aquella vida. Todo cuanto había hecho, o dicho, a lo largo de su vida era una evasión de una u otra clase. Se limpió de la cara una gota caída del techo. Se había estrellado contra su frente, fría y dura como un hecho.

– Continúa -dijo-. Cuéntame lo demás.

– Claro que te lo voy a contar -dijo Gaskell mientras apagaba su pitillo en el suelo-. No tenemos secretos el uno para el otro, ¿verdad? Aunque, ¿cómo sabes que te estoy diciendo la verdad? ¿Cómo sabes que no te estoy contando medias verdades, que no me dejo nada en el tintero, que no te cuento cosas que quiero que creas porque me conviene?

– Porque los amigos no se hacen esas cosas los unos a los otros -contestó Madden-. Y porque te partiré la cara con esta botella si creo que me estás mintiendo.

Gaskell asintió con la cabeza.

– Sí, eres capaz de hacerlo, ¿verdad? Harías lo que fuera necesario. Matarías, ¿no es cierto? Y luego… -Gaskell chasqueó los dedos-. ¡Olvidarías que ha ocurrido! Eso es muy conveniente, tengo que decírtelo. Y yo que pensaba que eras tan desvalido, tan… en fin, perdóname por decirlo, pero estamos hablando con franqueza ¿no?, tan incapaz.

Madden sintió que los músculos de su mandíbula se tensaban ante aquel desprecio y se inclinó hacia delante sobre la cama.

– Pero yo no tenía móvil -dijo-. No tenía móvil para hacer una cosa así.

Gaskell soltó un bufido.

– ¿Móvil? -dijo-. ¿Para qué necesita un móvil un loco? Seamos sinceros, en todas partes desaparece gente cada día. Cada minuto que pasa, en todo el mundo, hay alguien que apuñala, dispara, envenena y mata a otro. ¿Cuáles son sus móviles? «Móvil» es una palabra sacada de una mala historia de detectives. Un móvil supone celos, o codicia, o el hecho de que no te guste el color de la corbata de otro. Un móvil implica una razón. Pero los locos no necesitan razones. Lo que distingue a locos y lunáticos es que son, por naturaleza, irracionales.

Madden sentía calor, tenía los labios secos.

– Yo no estoy loco -dijo-. No estoy loco.

– Quieres decir que no estás tan loco, ¿no? Si es así, ¿por qué esa noche te encontré delirando, sin un zapato y farfullando no sé qué sandeces sobre la tinta? ¿No es así como se comporta un loco?

– No estaba bien -dijo Madden-. Estaba enfermo.

– Ah, sí, estabas indispuesto. Enfermo. Más eufemismos, más evasivas. ¿No es «enfermo» otro modo de decir «desequilibrado» o «inestable»? ¿No es «enfermo» un eufemismo de un eufemismo?

– Dime qué pasó -dijo Madden-. Cuéntame toda tu historia.

– ¿Es mi historia, tarado? Creía que era la tuya la que querías oír.

Madden recorrió el corto espacio que los separaba y lo golpeó violentamente en la sien con la botella. Le sorprendió que no se rompiera.

Gaskell se llevó las manos a la cabeza en un gesto reflejo y las dejó suspendidas, sin tocar el lugar donde había recibido el golpe, como si esperara a recoger sus sesos al caer desde su cráneo.

Madden volvió a sentarse y esperó. Envidia, celos. Cosas que había sentido. Palabras estrechamente emparentadas, unidas en cierto modo. Eufemismos. Evasivas. Sus manos temblaban. Era inaceptable y jamás lo reconocería, nunca actuaría en consecuencia. ¿Lo sabían todos menos él? Su madre debía saberlo. Y luego estaba su padre.

Incluso Rose. Era como si hubiera otra parte de él clara y visible a ojos del mundo entero, una parte que le causaba horror y repugnancia, hasta tal punto que incluso en ese momento sabía que su conciencia ni siquiera la aceptaría como posibilidad. Durante un instante vio su cuarto, el mismo que había ocupado desde que tenía uso de razón. Durante un instante, sintió la constricción en su garganta, el fondo de sus ojos, la luz que los dejaba, la luz estrangulada, su forcejeo inútil, su cuerpo que se disolvía en la nada, la luz que se apagaba. Se había sentido morir. No había nada, ni olvido, ni conciencia, ni otra luz. Ningún estado que tuviera nombre, ninguna Gracia. No había palabras para ello, ni había nombre que pudiera escribirse que lograra hacerlo suyo.

Intentó recordar por qué. Naturalmente, ya lo sabía. El mareo le hacía sudar. Se enjugaba la sien con el brazo, respiraba a duras penas por la nariz, temiendo que, si abría la boca, saliera de ella un grito que no acabaría nunca, un lamento tan intenso que lo borraría todo.

Se levantó, se acercó a Gaskell y le propinó una fuerte patada en las costillas. Gaskell profirió poco más que un gruñido al recibir el golpe. Apenas parecía consciente. Madden volvió a golpearlo con más fuerza.

Gaskell levantó la cabeza, sus ojos se desatornillaron despacio. Uno se abrió y miró a Madden vidriosamente. Sobre el otro, todavía cerrado, había una hinchazón púrpura. Se rió y de sus labios brotó sangre.

– Dime qué pasó -siseó Madden. Le dio otra patada. Era aquel el acto de alguien a quien ya no reconocía. Se observaba actuar y veía un ser en posesión de su apariencia, pero que no era ya él, no era un solo ser sino una quimera, dos criaturas uncidas en una misma yunta por la violencia, una metáfora para un hombre que no existía.

Gaskell levantó la cabeza y abrió el otro ojo. Ya casi no parecía tener miedo.

– Decirte qué ocurrió -dijo-. Sí, te lo diré.

Era insoportable para Madden, aquella espera, pero se obligó a adoptar una actitud mental que lo hiciera posible.

– Tómate el tiempo que te haga falta -dijo. Pensó vagamente en lo mucho que se parecía a su padre al hablar.

– Te lo diré -repitió Gaskell, y se llevó una mano trémula a la hinchazón de su cabeza, que crecía rápidamente-. Pero ya lo sabes. -Le sonrió con la boca llena de dientes rotos. Sus ojos, de algún modo, no parecían estar allí. Su cabeza se mecía, y cada respiración parecía costarle extraordinario esfuerzo.

– No somos tan distintos, tú y yo -dijo-. Nada distintos, en realidad. Ja. Pero tú eso ya lo sabías, ¿no? Siempre lo has sabido. Y nunca lo has sabido. Y esa chica…

– Rose -dijo Madden-. Se llama Rose.

– Sí, Rose -dijo Gaskell, de cuyo labio inferior caía un largo hilo de saliva sanguinolenta-. Ella también lo sabe. Pero es como tú. Nunca lo reconocerá. Igual que Maisie Kincaid. Lo sabe, pero no lo acepta. Las dos lucharán siempre y, al final, esa lucha será su perdición.

Madden tenía necesidad de oírselo decir a su amigo en voz alta. Luego, él también lo sabría. Su respiración daba saltos y latía erráticamente.

– ¿Luchar contra qué? -gimió el otro ser, y volvió a golpear la cabeza de Gaskell con la botella. Gaskell profirió un gemido bajo, pero no se movió, ni se sobresaltó. Su cabeza oscilaba.

– Los semejantes se buscan entre sí -dijo. Levantó la cabeza y fijó en él un ojo azul y brumoso.

A Madden comenzaba a dolerle la cabeza. La hormona ACTH, se dijo, solamente una droga para drogar la droga que se había desatado ya en sus pensamientos, un miedo y un asco que se dejaban llevar entre sí. Dio otra patada a Gaskell en las costillas y, esta vez, Gaskell gritó. Su camisa y sus solapas estaban cubiertas de sangre.

– Yo la vi -dijo Gaskell pasado un tiempo. Su voz era ronca y apenas se oía. Sus ojos se abrían y se cerraban, a veces durante largos intervalos, y su boca colgaba, abierta.

Madden seguía esperando, pero en realidad no estaba ya allí.

Retrocedía el tiempo. Su padre estaba encima de él, lo aplastaba. Su padre estaba tras él, ahogándolo. Madden oía el sonido de su cinturón cuando se lo desabrochaba y luego un bufido, y palabras en voz baja. Y luego el dolor. El dolor era silenciado. Era estrangulado hasta el silencio por una almohada, o una mano, o el cinturón de su padre, o su peso insoportable que le aplastaba los pulmones. Mientras tanto, la voz gruñona que decía que se estuviera quieto, que se callara, que no se moviera, que no hablara. «Chist. Silencio. Calla.» La luz de su cabeza desaparecía, todo se apagaba. Y luego había otro silencio. Y, cuando despertaba, había otro silencio distinto del anterior, y ya no recordaba exactamente qué había pasado. Estaba solo, era un solitario. «Culpa tuya», decía la voz. «Culpa tuya.»

No había visto a Kincaid. Había seguido a Carmen como había hecho desde que la vio por primera vez tomar el sendero desde la puerta de Kirklee, con Gaskell. Pero esta vez iba sola y dentro de él había algo y ese algo encajaba en un espacio negativo. Había sido otra tarde muerta, la de aquel día. Todo en ella estaba muerto. Pero luego había seguido a Carmen y ahora ella también estaba muerta. No era el mismo después de que empezara la lluvia. Carmen, que se alejaba de él. Incluso entonces se había negado a admitirlo. No permitiría (conscientemente) que aquello se manifestara. ¿Cómo lo había llamado Gaskell? Su verdadera naturaleza, su naturaleza desviada. Todos los celos y las humillaciones que había sentido. Se había esforzado tanto, además. Había creído llevar la invisibilidad a su perfección. Eso había creído. Y luego había conocido a Gaskell en el baile y había perdido parte de sí mismo por culpa suya. Luego Gaskell fue alejado de su lado y él se encontró perdido, completa e irremediablemente perdido. No había vuelta atrás a la vista, y volvía a tener aquellos lapsos, aquellos momentos que se esfumaban. El pasado, el futuro. El presente. ¿Dónde estaban las fracturas? ¿Dónde estaban las junturas que volvían a unir todo? Ja. Se reía en silencio para sus adentros, los ojos fijos en la cabeza ensangrentada de Gaskell. ¿Por qué no le había correspondido?, quería saber. ¿Por qué no?

Porque eres un monstruo, se dijo. Los monstruos son por naturaleza imposibles de amar.

Tus pensamientos ya son legión. Tus pensamientos son ya epidémicos. Tus pensamientos son una enfermedad para la que no hay cura, ni salvaguarda. Los pensamientos que conoces y los que no conoces. Búscate a ti mismo. Tus pensamientos se vuelven reales mientras estás aquí sentado, dudando de ellos, entre la sangre de otros hombres. Ya lo has escrito.

Gaskell respiraba suavemente, como un bebé dormido, un sonido como el estallido de una burbuja de saliva, un ligero pop. Madden sabía ahora que había seguido antes a Gaskell hasta las orillas del Kelvin. Había llevado a Rose al Río Locarno (sin reconocérselo a sí mismo) como si caminara sonámbulo hacia él. Allá adonde iba (ahora lo veía claramente) llevaba su cacería. En busca de Gaskell y luego en busca de Carmen, porque ella le había quitado a Gaskell y porque la odiaba.

Había seguido a Carmen esa noche, en medio de la llovizna, y la había encontrado esperando a Gaskell junto al puente. Ella se había dado cuenta de que alguien la seguía y lo había esperado con el paraguas cerrado y empuñado como un arma. Al reconocerlo, resopló.

– Ah, tarado -dijo-, solo eres tú.

Y entonces se abalanzó sobre ella y ella intentó gritar. La arrastró hacia los matorrales (el suelo mojado y la muerte), se acordaba, se acordaba de todo. Su otro yo intentaba demostrar que era un hombre, un hombre de verdad, y no podía, no era capaz de hacérselo a ella. Estaba avergonzado.

Y ella se quedaba sencillamente allí tumbada, sin moverse, callada, como una cosa que esperara la muerte. Bueno. Así sea. Él le daría muerte. Sería una buena muerte. Ella no se resistió, ni siquiera cuando le dio la vuelta y se puso tras ella, ni siquiera cuando le rodeó la garganta con el brazo izquierdo y lo trabó con el otro por detrás, una técnica con la que estaba familiarizado desde la infancia. ¿No era acaso el niño de papá? Solo entonces, cuando la mano de ella aleteó a su lado, se excitó y la penetró (ella ni siquiera gimió) y comenzó a golpear, y a asfixiarla y a empujar y…

Todo acabó. Se arrodilló jadeando en el barro, empapado hasta los huesos, y empezó a temblar. Su otro yo se subió los pantalones y se quedó mirando pasmado la cosa que yacía boca abajo sobre la tierra. Nadie había visto nada. Allí no había nadie. O eso había creído él.

Carmen Alexander yacía inmóvil.

Y entonces ya no se acordó. Pasaron minutos o quizá segundos.

No sabía nada del encuentro de Gaskell con Kincaid allá abajo. ¿Había visto algo el viejo? ¿Guardaba silencio para salvar el pellejo? Madden se acercó a Gaskell. Le abofeteó con fuerza la cara y volvió a abofetearlo al ver que no reaccionaba. Gaskell levantó la cabeza lentamente.

– Solo estaba ganando tiempo -dijo despacio con la voz sofocada por la sangre-. Tenía miedo. ¿Qué más quieres de mí? -Sollozaba ahora, incapaz de mirar a Madden.

Madden dijo:

– ¿Por qué?

– Ya te lo he dicho. Tenía miedo de lo que ella pudiera hacer… y luego la encontré muerta. Me entró el pánico. Yo había estado allí otras veces, ¿recuerdas? La gente, los hombres, conocían mi cara.

– ¿Con quién estabas?

– Con… uno. Con nadie.

– ¿Con Kincaid?

– Eso fue antes. Él tenía miedo de que lo vieran, así que lo hicimos deprisa y se fue. Había también otro hombre. Ya lo había visto antes. Sabía que no tendría ningún problema en denunciarme. Kincaid no me preocupa. -Sonrió suavemente-. Kincaid no permitiría que nada se interpusiera entre su trabajo y él. Para él, los muertos no son más que muertos. Aunque sepa algo de cómo murieron. Pero parte de razón tiene, ¿no crees? ¿Qué sentido tiene preocuparse por cómo murieron? A ellos no les sirve de nada.

Madden respiraba acompasadamente. Aún sostenía la botella en la mano.

– Pero no me viste allí, ¿verdad? ¿Cómo sabías que tenía algo que ver con ella?

– ¿Con quién? Ah, con Carmen. Lo siento, me duele un poco la cabeza, tarado.

Madden le dio una patada en las costillas y Gaskell cayó de lado y lloró en voz baja.

– Te he dicho que no me llames así.

– Por favor, no me hagas más daño… -suplicó Gaskell.

– Está bien -dijo Madden-. Dejaré de hacerte daño cuando me digas cómo sabías que fui yo.

El rostro de Gaskell palideció.

– ¿No sabías que era yo? -preguntó Madden-. ¿No me viste?

– Vi el cuerpo. La vi a ella. Fui yo quien llamó a la policía. El zapato lo encontré después. Obviamente, no llevaba tu nombre. Dijiste que habías perdido allí el zapato cuando estabas delirando. Fui a ver si podía encontrarlo. ¡Lo hice por ti!

– Entonces, ¿por qué se lo has dicho a la policía?

– Ya te lo he dicho. Para ganar tiempo. Por mí.

– ¿No han vuelto a por ti aún?

Gaskell escupió sangre en el suelo.

– No, todavía no.

Madden se levantó, la botella lista en la mano. Gaskell empezó a suplicar.

– No se lo diré a nadie, Hugh -decía-. No sabía que estabas allí. Creía que ibas a buscar chicos, como yo, como Kincaid. Pensaba que por eso habías estado allí la noche que perdiste el zapato. Eso no se lo diría a nadie… ¿cómo iba a hacerlo? Somos amigos.

Madden sacudía la cabeza.

– Los amigos no se denuncian entre sí a la policía. -Levantó la botella.

– Por favor, Hugh, no lo hagas… Lo siento, lo siento, lo siento.

Madden volvió a golpearse la palma de la mano con la botella.

– No, no, no, no, por favor, tarado, por favor, no lo hagas, por favor, no se lo diré a nadie, tarado, por favor…

– No me llames así -dijo Madden-. No me gusta.

La cara de Gaskell era una máscara de miedo, de estulticia y abyección. Madden sintió asco. Aquella cara no era ni remotamente humana. Golpeó a Gaskell con la botella lo más fuerte que pudo: hizo un ruido frío y sordo, como un entrechocar de huesos. De pronto, Gaskell se puso de rodillas e intentó agarrarlo. Madden lo golpeó de nuevo y Gaskell cayó de espaldas, con la panza al descubierto, como un perro. Se retorcía en el suelo, miraba hacia arriba con lascivia, sacaba la lengua por entre los dientes y la agitaba obscenamente. Madden le dio una patada bajo la mandíbula y su amigo gruñó, ensangrentado, y su lengua se partió limpiamente y resbaló por su cuello hasta el suelo. Se oyó un ruido extraño, como un chillido bajo y desesperado, y Gaskell volvió a ponerse de rodillas, echó mano del trozo de lengua e intentó agarrarlo. El trozo de carne sanguinolenta se había curvado, llevado por una especie de reflejo: Madden había oído hablar de aquel fenómeno, pero nunca lo había presenciado, salvo en las colas cortadas de las lagartijas. Estaba absorto mientras Gaskell intentaba en vano coger el trozo de lengua. Luego volvió en sí y el otro Madden golpeó el cráneo de Gaskell con la botella. Gaskell cayó de bruces y quedó completamente inmóvil.

Madden se inclinó y tocó su cuello para buscarle el pulso. Tenía aún, pero leve. Se sentó en la cama y se sacudió distraídamente la chaqueta. Luego se agachó, arrastró a Gaskell por las axilas hasta dejarlo sentado y lo sostuvo derecho sirviéndose de las rodillas. No había casi sangre en las heridas que le había hecho con la botella de whisky, solo un montón de moratones y bultos violáceos. Los tenía por toda la cabeza. Madden se preguntó cuántas veces lo había golpeado su otro yo, pero no se acordaba. Ya no importaba.

Le limpió la sangre de la cara con su propio pañuelo y luego se lo metió en la boca.

Gaskell miraba hacia otro lado. Madden le rodeó el cuello con el brazo izquierdo y lo cruzó sobre su tráquea. Luego enlazó con la mano el hueco de su codo derecho. Besó suavemente la coronilla del pelo enmarañado y largo de Gaskell, que olía a humo de cigarrillos.

– Adiós, Gaskell -dijo-. Adiós, amigo.

Colocó la palma de la mano derecha contra su cráneo y empezó a apretar. Mantuvo la llave bien trabada por espacio de diez o quince minutos, hasta que, a pesar de su excitación, no pudo seguir. Aguantó la llave mucho más tiempo del necesario para que se produjera la muerte cerebral. Gaskell no mostró reacción alguna, salvo una aspereza repentina de la respiración y luego, tras el primer minuto, una especie de oclusión glotal definitiva.

Madden dejó caer su cuerpo y se echó de espaldas sobre la cama. Respiraba trabajosamente. Quizá incluso se quedara dormido unos instantes. Pasado un rato, empezó a cobrar conciencia de dónde estaba. Se incorporó lentamente. Gaskell había caído de lado, de espaldas a él, y Madden le clavó el dedo en el hombro con cautela un par de veces. Gaskell no se movía. Un nuevo hormigueo de excitación, una náusea suave y una sensación de pánico comenzaban a apoderarse de Madden. La sangre zumbaba en sus venas. Se levantó y se sacudió el polvo, consciente de su dolorosa erección. Se preguntó distraídamente qué estaría haciendo Rose en ese momento. Decidió hacerle una visita.


  1. <a l:href="#_ftnref18"> [18] </a>En español en el original. (N. de la T.)