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Pasó mucho tiempo antes de que se descubriera el cuerpo de Owen Gaskell. Y, entretanto, algo se había escabullido de algún lugar al fondo de su mente y se había puesto en marcha. Ahora esperaba que aquella cosa le diera alcance y le pusiera la soga al cuello.
Durante aquella época, esperaba con expectación la llamada a la puerta y escuchaba constantemente voces que le susurraban al oído. Seguía con sus estudios, con sus trabajos de clase, con los espacios en blanco de los que se componía el día. Y era siempre el mismo día que empezaba una y otra vez. Nunca volvió al piso de la calle Wilton. Estaba el horror perpetuo a ser descubierto, pero era un horror a verse expuesto públicamente como lo que era, fuera ello lo que fuese. No soportaba esa posibilidad. Se hallaba en una especie de limbo. Era imposible, lo sabía, escurrir el bulto después de lo que había hecho. Lo recordaba muy claramente, con detalle infinitesimal, y apacentaba su mente con los pormenores, repasaba las peculiaridades de lo ocurrido, buscaba su razón y su sinrazón. Sin embargo, todo formaba una amalgama; no había forma de separar una cosa de otra. Así que se quedaba en su habitación y llenaba de garabatos sus papeles, iba a clase y esperaba. Asistía a seminarios y evitaba la mirada de Kincaid, convencido de que el buen doctor también evitaba la suya. Se distraía con los que quedaban, los Dizzy y los Hector y los Aduman.
Hector Fain tenía ahora una novia. Una chica más bien rubicunda que guardaba un vago parecido con Carmen en todos los aspectos, excepto en el hecho de que era (cómo no) indeciblemente adocenada e insulsa. Y, para colmo, demasiado delgada. Madden imaginaba que se partiría en dos cuando Hector (un tipo recio, una especie de pala de cricket con gafas cuya cabeza en forma de bloque apenas le llegaba a ella al pecho plano) se subiera sobre ella con sus calzoncillos mugrientos. Una imagen espeluznante.
Luego estaba también el pobre y solitario Dizzy, que parecía no estar ya casi allí. La pena había desmedrado su apariencia de chico de catálogo, lo aplastaba hasta tal punto que costaba reconocer en él al hombre, o al chico, que había sido antes. Era la suya, además, una pena culpable que parecía no inspirar piedad. Todo el mundo lo evitaba. Hasta el propio Madden lo ignoraba, a pesar de las miradas implorantes que Dizzy le lanzaba a veces, unas miradas dolorosas y largas, como si quisiera desesperadamente hacerle ver que existía. Hizo a Madden algún comentario acerca de unos trabajos que quería que intercambiaran para revisarlos mutuamente. Madden aceptó. Su propio vacío facilitó la transacción. Cogió el trabajo que Dizzy le lanzó y prometió darle más tarde el que le había pedido. Pero, naturalmente, no lo hizo.
Hasta el mote parecía haberse desprendido de él con un ruido metálico. Nadie lo llamaba ya «Dizzy». Era simplemente «él» o «su ex novio», o bien se veía de cuando en cuando elevado, como por azar y de manera inconexa, a ser de nuevo «Newlands». Costaba imaginar que pudiera haber sobre la faz de la tierra alguien menos parecido a un trombonista de jazz (¿o era un trompetista?). Había llegado a encarnar un atolondramiento de índole completamente distinta, más parecido a un lamento desgarrado que a una nota aguda y desafiante.
Aduman seguía como siempre: Madden sabía tan poco de él como antes, si se exceptuaba el hecho de que la bufanda que arrastraba estaba aún más sucia y desgastada casi hasta la transparencia. Era dudoso que aquella bufanda pudiera procurar alguna defensa contra el frío y, dado que parecía llover casi todo el tiempo, servía más bien como esponja. Posiblemente, dedujo Madden, ésa era su finalidad. Con tiempo frío y seco resultaba inútil, pero, con humedad y bien liada alrededor del frágil cuello de su dueño, quizá procurara una especie de calor de segunda mano.
Madden empujaba hacia delante sus pensamientos: tenían que seguir moviéndose o quedarían embarrancados, como ramas muertas separadas del flujo de la corriente del río. El estancamiento lo molestaba.
Le era imposible estarse quieto un solo momento. Se quedaba parado, callado y abstraído en el cuarto frío de la funeraria Caldwell; luego, de pronto, su mente se veía empujada a un movimiento terrible y desesperado. En la habitación en la que vivía de alquiler, anónimo y solo, lejos de las calles Shakespeare y Wilton, se quedaba mirando sus manos, los zapatos de sus pies, un rincón, nada. O ponía a calentar la tetera y era incapaz de esperar a que el agua acabara de hervir y vertía la mitad del agua y volvía a poner la tetera en el infiernillo.
– Preocupado, ¿no, señor Madden? -le dijo el buen doctor un día, después de un seminario. Madden no dijo nada. El doctor lo observó, pero Madden tenía claro lo que esperaba que dijera. Su mirada era la de un hombre que evaluaba la situación, una mirada de sospecha que no comprendía con claridad qué era lo que sospechaba-. Preocupado, ¿no?
– No, señor -contestó Madden, y luego se corrigió-. No, doctor.
Kincaid pasó los dedos por el vello de encima de su labio superior.
– No quiero ponerle una mala nota por este… esfuerzo, señor Madden, pero no puedo evitar tener la impresión de que le pasa a usted algo. ¿Me equivoco?
Madden se sentía desgajado de la situación, como si pudiera ponerse de pie y orinar en un rincón sin que ello surtiera más efecto que si abría la boca.
– Me temo que trabajos como éste no son los que solemos esperar de usted -prosiguió Kincaid. Llevaba una especie de boina de terciopelo y fumaba una pipa. Se había puesto también una pajarita de terciopelo a juego con la boina. Las dos cosas de color verde lima. Qué empaque el de aquel hombre. Tenía un aspecto completamente ridículo. Habría parecido un patán aunque hubiera enseñado Bellas Artes en la escuela de Garnethill. Era totalmente propio de él el no ser consciente de haber cometido tal patinazo indumentario.- Esto no es más que un montón de tinta sobre papel. Su trabajo parece estar decayendo, muchacho. ¿Qué dice a eso?
Madden se encogió de hombros y miró por la ventana, más allá del hombro de Kincaid. Otro día gris, una llovizna constante que repiqueteaba en los canalones del torreón recubierto de pizarra de fuera del despacho. Se preguntaba qué guardaban allí. Quizá el buen gusto del doctor, o alguna otra manifestación de su psique encerrada en un armario.
– Bueno, últimamente me cuesta un poco dormir -dijo débilmente.
– ¿Problemas de insomnio, dice? Una cuestión peliaguda, esa. Tiene que solucionarlo enseguida, se lo digo yo. Sí. Cuanto antes, mejor. A menos que quiera repetir todo el curso desde el principio. Le sugiero que, sea lo que sea lo que le preocupa, bien la falta de sueño, bien cualquier otro asunto, se haga con ello inmediatamente, ¿de acuerdo? Antes de que caiga usted más aún en desgracia.
Madden asintió con la cabeza y se levantó para irse, cogió el trabajo que Kincaid blandía por encima de la mesa y lo cambió por otro en el que había estado trabajando la semana anterior. No se molestó en mirar la nota escrita al margen. Daba por sentado que, como ocurría últimamente, rondaría el cinco.
Kincaid resopló.
– Por cierto -dijo mientras mantenía fija en Madden una mirada calculada, como si lo desafiara a hacer algo al respecto-, ¿ha visto últimamente el pelo al señor Gaskell? Hace tiempo que no viene, ¿verdad? Sé que es usted su… amigo. Por eso se lo pregunto.
Madden permaneció callado y sacudió la cabeza.
– ¿Está seguro? Lo echamos de menos. No lo vemos ni en las clases ni en los seminarios desde hace bastante tiempo. No. Es solo que no… -el doctor bajó la mirada-… lo vemos.
Madden estaba a punto de decir algo, pero en ese momento fueron interrumpidos por una llamada impetuosa a la puerta.
Kincaid miró la puerta con irritación y bramó:
– ¡Espere fuera! Enseguida estoy con usted.
Madden hizo una mueca. Kincaid tosió y escupió en el lavabo un grueso pegote de algo marrón. Le hizo un gesto agitando la mano mientras se limpiaba la boca con un pañuelo de aspecto extrañamente desaseado, un pañuelo cuadrado y antaño blanco, ahora más bien de color amarillento.
La puerta se abrió indecisamente con un chirrido y por ella asomó una barbilla marcada con una cicatriz que Madden conocía bien. La gorra, que el policía se había quitado, había dejado al descubierto su cabello engominado, negro, lustroso y de impúdica abundancia, provisto de un lametazo de vaca por delante.
– Lo siento, pero esto no puede esperar, señor Kincaid -dijo el de la barbilla. Permanecía en la puerta. Madden pensó que era extraño que, siendo tan bajo, pudiera impedir el paso de la luz tenue del pasillo, y entonces se dio cuenta de que el alto estaba allí también, empequeñeciéndolo desde atrás.
– Ah -dijo Kincaid con un ligero temblor en la voz-, será mejor que pasen. Traen noticias sobre el caso Alessandro, supongo. Y es doctor Kincaid, por cierto.
Madden seguía allí parado con la boca ligeramente abierta, consciente de que, si no parecía culpable, debía de parecer al menos un imbécil.
– Imagino que ya conocen al señor Madden.
El policía de la cicatriz en la barbilla miró a Madden e inclinó luego la cabeza en un saludo al que él tardó un poco en responder. El comportamiento del cabello del agente, parecido al relleno de un sillón, no obedecía a ninguna ley terrenal: la gomina, independientemente de la liberalidad con que se la aplicara, no conseguía mantenerlo fijado por entero a la cubierta ósea de su cráneo. Era tan abundante y elástico como brillante, y Madden sabía (estaba convencido de ello) que aquel hombre era particularmente susceptible al respecto. Fijó la mirada en el pelo.
– ¿Alice qué? -dijo el oficial-. No, no hemos venido por ninguna Alice. Hemos venido por… ¿cómo se llama, grandullón?
El agente más alto se adelantó y sacó una libreta. Se había quitado la gorra y tuvo que inclinarse ligeramente para pasar bajo el marco de la puerta. Una vez dentro, se irguió en toda su estatura y abombó un pecho prodigioso. Levantó la libreta y fue pasando las hojas con gran alarde.
– Me refería a la chica muerta. Carmen Alexander.
– Ah, esa Alice. ¿Por qué no lo ha dicho antes, profesor? -dijo el de la cicatriz, no sin un asomo de agresividad en la voz.
– Sí, aquí está -dijo el más grande de los dos. Hizo una pausa, miró a Madden y a Kincaid y luego carraspeó de modo impresionante. Madden seguía concentrado en el pelo-. Nos hallamos frente al descubrimiento de una persona o personas fallecidas…
– Solo hay una persona -terció, irritado, el agente de la barbilla marcada-. Deja de copiar de mis notas.
El grandullón arrugó el ceño sin levantar la vista.
– Frente al descubrimiento de una persona fallecida de la que se cree era Owen Gaskell, penúltimamente alumno de esta institución.
Cerró la libreta y se la guardó en el bolsillo. Madden se preguntó si no habría sido más apropiado decir «últimamente». Pobre Gaskell.
Kincaid había recuperado el control de su voz. La velocidad con que se adueñó de la situación resultaba muy hábil.
– Owen Gaskell, dice usted. Vaya. Santo cielo. Me dejan de una pieza. Esto es una verdadera sorpresa. Y dígame, agente, ¿es usted libre de decirnos qué le aconteció?
Su voz no dejaba traslucir preocupación, sino solo su acostumbrada curiosidad académica.
El agente más alto pareció incómodo y se removió dentro de su uniforme. Parecía intentar rascarse un picor sin usar las manos. El más bajito, el de la cicatriz, se enjugó la frente con la gorra en la mano.
– ¿Acontecerle? No le aconteció nada -dijo-. Lo que le aconteció es que alguien le reventó los putos sesos. ¿Estamos? -El agente parecía sudar un poco: Madden se convenció de que era su mirada la que había logrado tal cosa.
Kincaid masculló algo acerca de que no quería crispar los nervios a los esbirros de la justicia, pero calculó mal el efecto de su tono sobre los dos hombres y comenzó a retractarse desesperadamente de lo que el policía más bajito pareció tomarse como un insulto.
– Nada de eso, agente. Solo pretendía quitar hierro al asunto.
El de la cicatriz señalaba a Kincaid con el dedo y su cómplice lo refrenaba agarrándolo estratégicamente del hombro. Madden comenzó a preguntarse si no habría malinterpretado por completo la situación: quizá el jefe fuera el más alto. Quizá estuviera mirando el pelo equivocado.
– ¿Quitarle hierro? ¿Y qué más? Escuche, profesor, esto es muy serio. ¿Entendido? Nosotros hacemos las preguntas y usted nos da las respuestas. ¡Respuestas directas, cojones! ¡Que no está hablando con un par de bolas de billar! A la vuelta de la esquina hay un tío con la cabeza machacada. Y estrangulado, además. ¡Y le falta casi toda la lengua! Era una de sus putas mascotas, ¿verdad?
Kincaid estaba alterado, se quitó la ridícula boina y la usó para enjugarse la frente.
Tartamudeó ligeramente, comenzó a decir algo y se detuvo.
– Ya. Davie, los detalles principales, si eres tan amable. -El agente escupió esto último en tono sarcástico, parodiando a Kincaid.
El grandullón abrió otra vez la libreta y se echó hacia atrás la gorra.
– Owen Gaskell -dijo-, heridas en la mollera, los riñones y las costillas. Dos rotas. Um, la cabeza aplastada con un objeto romo. Varios dientes rotos, la nariz rota, un pómulo fracturado, el orbital roto y, si hubiera vivido, habría necesitado varios puntos en un corte que tenía entre la ceja y la nariz. Y además fue ahogado. La cosa no es muy agradable.
– Asfixiado -puntualizó el de las cicatrices mientras asentía enérgicamente con la cabeza. Tenía los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho, como si escuchara la recitación de un poema-. Alguien debía de tenerle mucha manía a ese chico.
– Ah -dijo Kincaid, incorporándose en su silla-, asfixiado. Como esa tal Alexander. Carmen. ¿Cuándo ocurrió eso?
– De momento no lo sabemos. La casera fue a cobrarle el alquiler, pero él no estaba en su habitación. Estaba en la de al lado. Ella dice que se la alquiló a otro joven que pagó una semana de alquiler y luego no volvió. Dice que le dan escalofríos solo de pensarlo: haber acogido a un asesino bajo su techo. Dice que ese tipo le puso los pelos de punta. Pero en la primera ronda de identificación no reconoció a nadie. Es cegata como un murciélago. No sirvió de nada. Así que el chaval muerto tenía que conocer al tipo que se lo cargó. Creemos que el muerto, Owen Gaskell, tenía relaciones íntimas con la tal Alexander. Así que ahí está el móvil.
Se había calmado un poco y el alto apartó la mano de su hombro y comenzó a asentir con la cabeza a todo lo que decía su amigo (¿eran amigos?).
– ¿El móvil? -dijo Kincaid como si nunca hubiera oído pronunciar aquella palabra-. Siempre he pensado que los móviles eran cosa de novelas baratas. Pudiera ser -prosiguió, sacudiendo la cabeza, y volvió a calarse la boina-. No puedo creer que alguien quisiera hacer daño a ese chico. Sí, era un muchacho muy brillante. Podría haber llegado lejos. -Siguió sacudiendo la cabeza.
– Sí, bueno, ya no irá a ninguna parte -contestó el policía-. En cuanto a por qué querían cargárselo, puede que esa chica, la Alexander, tuviera algo que ver con eso.
Madden contuvo el aliento. Se sentía a punto de desmayarse.
Kincaid cogió su pipa y echó la ceniza en una taza que había sobre la mesa. Estaba otra vez mirando a Madden fijamente.
– ¿Qué quieren decir?
– Queremos decir -dijo el más alto- que hemos detenido al principal sospechoso. Barajamos un poco a los tipos de la ronda de reconocimiento, dejamos que la vieja lo intentara unas cuantas veces más. Lo identificó después de un par de intentos. Creo que ese dato nos los saltaremos cuando tengamos que testificar ante el tribunal, ¿eh?
El agente de la barbilla marcada le dijo que cerrara el pico, cosa que el otro hizo con una mirada de disculpa.
– Lo que mi compañero quiere decir es que diremos la verdad en el estrado de los testigos, naturalmente.
Kincaid asintió con la cabeza mientras fumaba su pipa.
– ¿Y cuál es la verdad, si no les importa que se lo pregunte? -dijo.
El agente de la cicatriz se rascó la coronilla e intentó alisarse el pelo rebelde.
– Lo más probable es que lo hiciera su novio. Por celos, seguramente. La chica había abortado. Así que ahí lo tiene. Se cargó a la chica por lo del aborto y luego se cargó a Gaskell porque creía que el niño era suyo y que se habían librado de él. Caso cerrado.
– ¿Su ex novio? ¿Se refieren a Newlands, ese muchacho de aspecto inofensivo? ¿Ese al que llaman «Dizzy»? Seguro que no. -Kincaid volvió a volcar su pipa y miró a Madden con indiferencia. La habitación se iba encogiendo a su alrededor, se oscurecía. Se sentía ahogado, asfixiado.
– Sí, bueno, todos parecen inofensivos. Se lo vio discutiendo con Gaskell y con la chica. Hay testigos que dicen que lo vieron pegar a Gaskell en el club de alumnos. ¡Menudo teatro ha montado! Tanto lamentarse y decir que la quería. Nosotros creemos que fue él. Un psicópata, eso es lo que es.
Kincaid y los dos agentes sacudieron la cabeza en silencio. El sudor brotaba en la piel de Madden. Se tambaleaba ligeramente.
– No -dijo-, se equivocan. Se equivocan del todo. No pudo ser Dizzy. No pudo ser él.
– ¿Te encuentras bien, hijo? -oyó decir a Kincaid. La habitación se cerraba alrededor de la cara del doctor, que echaba humo y fuego. Parecía un demonio. Era un demonio. Bobadas. Un perfecto disparate. Madden no creía en demonios. No había ningún demonio. Se habían extinguido todos. La razón, la Ilustración, la economía, la medicina, la física, la Revolución Industrial, todas esas cosas habían provocado la extinción de los demonios. Los demonios existían únicamente en países extranjeros, entre los ignorantes y los salvajes. Y sin embargo allí había uno, uno que exhalaba fuego a su lado. ¡Y dos más junto a la puerta! ¡Con rabos y caras rojas!
Solo cabía hacer una cosa: la evidencia empírica zanjaría la cuestión. Pidió que todos se quitaran los zapatos y le enseñaran los pies. Quería ver sus pezuñas.
– Eh, será mejor que tomes un trago de esto -dijo el demonio que había ocupado el lugar de Kincaid. Sonreía y sacaba su lengua negra y curvada. De ella salía humo. Madden tomó la petaca de peltre y bebió de ella, pero no era agua, era veneno, había bebido veneno de la petaca. Enroscó el tapón y se guardó la petaca en el bolsillo.
– Es un error -dijo-. Dizzy no ha matado a nadie. No pueden castigarlo. Fui yo, yo lo hice. Yo la maté.
Los tres demonios menearon las cabezas. Se reían de él.
– Pero ¿qué tenemos aquí? ¿Un criminal que confiesa? No -dijo el demonio de las cicatrices-. Fue Newlands quien lo hizo. Pero usted nos despistó un poco, señor Madden. Pensamos que estaba implicado por ese asunto del zapato. Pero cuando Gaskell nos enseñó dónde estaba el zapato…, en fin, digamos que nos dio una idea de qué hacía rondando por allí. Así que no tenemos más remedio que levantar las manos y decir que nos equivocamos de hombre.
– Pero fui yo, yo la maté -dijo Madden.
– Mira, hijo, sabemos a qué vais allí -continuó el demonio con la cara hinchada, a punto de reventar-. Y, si no fuera por este asunto, caeríamos sobre ti como una tonelada de ladrillos. No voy a decirte lo que opino de los de tu calaña, pero sí te digo que es un puto delito y que, si por mí fuera, os haría azotar a todos. -Suspiró y se secó la frente, en cuyos frunces se había incrustado en negras arrugas la carbonilla.
El gran diablo rojo también rió.
– Éste no está bien de la azotea, ¿eh? Tenemos a muchos como él en jefatura. No pueden remediarlo, no pueden. Esta misma semana tuvimos una mujercita que confesó que había sido ella. Lee el periódico, se planta allí y confiesa lo que haya leído. Está completamente chiflada.
– Les digo que fui yo -dijo Madden. Le estallaba la cabeza-. ¡Fui yo! ¡Estrangulé a la chica y golpeé a Gaskell en la cabeza con una botella de whisky! ¿Por qué no me creen?
Los tres sacudían la cabeza.
– Asúmalo, señor Madden -estaba diciendo Kincaid-, usted tiene buena mano con el escalpelo, pero no es un asesino. ¡Valiente idea!
– Mira, chaval -dijo el demonio de la cicatriz-, el caso está cerrado, fin de la historia. Newlands es un tipo grandote, tenía fuerza suficiente y un móvil. El caso es que recibió entrenamiento militar y sabe un par de cosas sobre cómo liquidar a alguien en un santiamén. Y eso fue lo que hizo con esos dos. No te ofendas, pero ¿has abierto alguna vez una lata de carne picada sin tener que pedir ayuda a mamá?
Madden les oía reírse, se reían de él. Y allí estaba, dispuesto a hacerse detener por el bien de la ciudadanía. Lo último que recordaba era que, antes de desmayarse, quiso hacer una demostración de la llave de estrangulamiento con el diablo policía bajito. Pero para entonces ya se había vuelto todo negro.