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Cuatro noches antes de que Joe hijo prendiera fuego a la funeraria Caldwell, aquella voz volvió a hablar a Madden mientras esperaba de nuevo que la policía llamara a su puerta. Esta vez, le habló tan bajo que apenas pudo oírla. Era poco más que un borboteo. Madden se esforzó por distinguir las palabras que decía la voz, pero eran muy tenues, tanto que era como si las oyera pronunciar desde el fondo de un pozo. Estoy aquí, oyó que decía la voz, todavía estoy aquí.
No, decía la voz. No has estado escuchando. Hace mucho tiempo que no escuchas. Ya no podemos dejar de hablar. Es lo único que podemos hacer. Y seguiremos hablando y hablando y hablando y hablando y ha…
Basta, dijo Madden. Cállate ya. Vuélvete a dormir.
No podemos dormir. Estamos muertos. Los muertos no duermen ni despiertan. Los muertos ni siquiera pueden ser. No son. No somos. No soy. Un día, muy pronto, tú tampoco serás. Entonces podrás decir lo que quieras. Nosotros estaremos escuchando.
Madden se despertó. Estaba sentado en un sillón y se le había quedado el cuello agarrotado. Todavía sostenía en la mano el vaso, pero se había vertido en el regazo lo que quedaba del whisky. Se limpió los pantalones con un pañuelo de papel que llevaba en el bolsillo y se levantó. Veía entrar la luz de soslayo por el borde de la cortina. Era por la mañana.
Notó que era aún muy temprano. Unas nubes brillantes y doradas se extendían como guirnaldas por el cielo. Miró su reloj y volvió a frotarse la nuca. Las cinco de la mañana. Las gaviotas volaban en círculos sobre los tejados de las casas de vecinos. Invocaban entre chillidos la luz del día. Madden se preguntó por qué los pájaros se despertaban siempre tan temprano. ¿Qué esperaban con tanta ilusión cada día? Seguramente ya debían de estar hartos de volar.
Gaviotas. Lo más parecido a querubines que tendría aquella ciudad ese día o cualquier otro. ¿Se decía así en plural, querubines? ¿Qué eran los serafines? ¿Qué era un serafín?
Recorrió el pasillo para ir a ver cómo estaba Rose. Yacía en la misma posición en que la había dejado esa noche, la mano aún relajada. El espectro que montaba guardia junto a su cama había vuelto a perdonarla otra noche.
Madden entró en la cocina, donde los dos trozos de pan quemado seguían en el cubo de basura. La vida y la muerte de una rebanada de pan era algo que nunca antes le había preocupado mucho. Imaginaba que todo el mundo acababa (por usar una expresión juvenil) frito tarde o temprano. Carmen Alessandro llevaba así mucho tiempo, y también Gaskell, y Dizzy Newlands, que se ahorcó con su propia corbata la tercera noche que pasó en un calabozo policial. Nadie prestó atención a la confesión de Madden y él no la repitió. Hasta que se enteró de la noticia, estaba seguro de que Newlands sería puesto en libertad y de que irían a por él. Había esperado que así fuera, lo había creído y, en cierto modo, lo había deseado. Parecía imposible que pudiera hacer lo que había hecho y quedar impune. Y así había seguido su no vida. Había pasado sonámbulo de día en día, incapaz de sentir remordimientos o vergüenza o mala conciencia por sus actos porque, en realidad, nunca había tenido la impresión de que los hubiera cometido él. Los había cometido otro Hugh Madden, el que de niño había aprendido el juego de la estrangulación.
Volvió la cabeza y miró la cara desgastada de Rose. Se estaba deteriorando, no había duda. Llevaba años muriéndose. Desde hacía tiempo, su vida consistía en morirse, era una larga preparación para la muerte, causada no por el miedo a la muerte en sí misma, sino por el miedo a tener una muerte dolorosa.
El dolor, decía, le resultaba insoportable. Se había puesto muy seria. Si sufría, Madden tenía que ayudarla, dijo. Debía darle su palabra.
Él se lo había prometido debidamente, pero no estaba del todo seguro de que tuviera en realidad intención de ofrecerle la peculiar clase de ayuda que ella deseaba.
– Quiero una buena muerte, Hugh -decía-. Una muerte digna.
Bueno, le había dicho él. Haría lo que pudiera. No le había dicho, en cambio, que eso era imposible, que tal cosa no existía. No había salidas dignas. Ella había sido enfermera. Seguramente lo sabía, ¿no? Madden tenía la impresión de que, en el fondo, lo sabía perfectamente. Había muertes violentas y muertes lentas, y muertes casi apacibles (pero no del todo) y muertes horrendas, pero no había auténticas muertes dignas a la antigua usanza, muertes caseras y sencillas a carta cabal y sin vuelta de hoja.
Y ahora Madden estaba convencido de que la de Rose tampoco lo sería, fuera cual fuese el modo en que muriera. No había nada de digno en que él la asfixiara con una almohada, o le diera una sobredosis. Era injusto por su parte perdirle eso. Aun así, Madden se figuraba que no sería un suicidio. Muerte asistida, lo llamaban en algunos de los países más liberales del mundo. Asesinato, lo llamaban en otros. El egoísmo de su petición había horrorizado a Madden: por el amor de Dios, ¿qué imaginaba que sería de él (de su marido)? ¿Tan poco le importaba su vida que estaba dispuesta a arrojarla por la borda y acelerar su fin? ¿Qué prisa tenía de todos modos? ¿Es que no le gustaba él o qué?
Rose no lo deseaba, eso Madden lo sabía desde hacía muchos años. Al menos desde que perdió al niño. El niño que fue la razón de que se casaran. Qué ridiculez, pensar que alguna vez hubieran formado una pareja respetable. Era completamente risible. Incluso lo era la forma en que fue concebido el bebé, la misma noche que mató a Gaskell. Fue a ver a Rose al hospital con una erección dolorosa y ella echó fuera a Kathleen. ¿De qué eran esas manchas de sangre de su camisa?, le preguntó ella, pero Madden la tumbó en la cama y esa vez no hizo falta que nadie le enseñara el camino, sabía adónde iba y tenía la mente en blanco, su mente era un forúnculo y allí estaba él para sajarlo. Ella, naturalmente, también sangró un poco después. Eso era de esperar.
Pero aun así, Rose se había quedado con él: Madden había pensado que le gustaba o que lo respetaba lo suficiente como para no verlo en la cárcel.
Sin embargo, empezaba a ser evidente que algo habría que hacer. Si no respecto a Rose, sí respecto a Brian Spivey.
La noche anterior había comido muy poco y había consumido demasiado alcohol. Sentía la cabeza embotada y apelmazada, y en ella resonaban aún los ecos de las voces de la noche anterior. La señora Spivey y su hijo, Tess Kincaid, la noticia sobre el lago Ardinning, Catherine la Evadida. Y otras voces.
Carmen Alessandro. Owen Gaskell. Dizzy Newlands. Kincaid. La voz de un niño nonato, un niño que nunca fue, un fantasma, un espectro.
Todo aquello le había dejado en la barriga un hambre espantosa y lacerante, así que prescindió de su tostada de costumbre y llenó la sartén con morcilla, salchichas, tomate, pastel de patatas, champiñones y huevos, y hasta calentó un cacillo de alubias. Comió afanosamente, masticando cada bocado las cuarenta veces recomendadas. Llegó a la conclusión que el ritmo de una vida semejante sería demasiado lento. Él, ciertamente, nunca había sido un vividor (si tal expresión no violentaba en exceso el hígado [19]), ni muy dado a los excesos, pero había ciertas recomendaciones higiénicas que debían quedar proscritas a los monasterios.
Miró el artículo del Herald con vago interés: ya todo parecía tener muy poco que ver con él. Sin embargo, Brian Spivey lo sabía, había conseguido atar cabos de algún modo. ¿Pensaba chantajearlo? Sin duda era eso. ¿O quizá no había atado ningún cabo? Era posible que se refiriera a algún otro asunto completamente distinto. Sí, eso era mucho más probable. Spivey no podía saber nada, era imposible. Aquel muchacho lo estaba sondeando, simplemente, a ver hasta dónde podía apretarle las tuercas. Seguramente su madre estaba detrás de todo aquello, lo habría incitado ella.
Madden bebía té y comía mientras leía el periódico pulcramente doblado en cuatro. La comida no le estaba sentando bien. Sí, era demasiado temprano para desayunar. Pinchó una salchicha y apartó lo demás que había en el plato.
Había una fotografía en la que aparecían dos o tres policías y unas cuantas personas que, vestidas con monos protectores, metían una camilla en la parte de atrás de una ambulancia. Una sábana cubría la camilla: no se distinguía ninguna forma humana. Aquella fotografía en blanco y negro podía haber pertenecido a cualquier década, o proceder de cualquier país del mundo. Y el presunto cadáver de la camilla podría haber sido la víctima de cualquiera, el hijo de alguien arrojado al lago por una madre desesperada. Un querubín perdido. Un niño de agua.
«La policía confirma el hallazgo del cadáver de una mujer sin identificar en el lago Ardinning».
Se sentía extrañamente ausente. Ignoraba qué significaba lo que estaba leyendo. Todo esos años, todas esas voces. Y siempre otras voces que llegaban, voces nuevas. Cada día voces nuevas.
– ¿No te acostaste anoche? -dijo una voz algo más familiar, erosionada por el cansancio y la impaciencia. Madden dio la vuelta al periódico, puso la fotografía boca abajo, sobre el tablero de formica de la mesa y se llevó a la boca su taza de Glasgow 800, para retrasar la necesidad de responder.
Rose se movió por la cocina con sus muletas. Lo empujó a un lado de un codazo mientras llenaba de agua la tetera para ponerla a calentar otra vez. Hinchada por el sueño, su cara le habría recordado a Madden a un melocotón pocho, si no fuera porque su piel era demasiado oscura. Eran extraños, los cambios que se habían producido en sus respectivos cuerpos con el paso del tiempo. Kincaid apenas había cambiado, pese a estar muerto. Madden, en cambio, había envejecido. Rose también había envejecido. Entre los dos juntaban una auténtica cornucopia de achaques, todo un compendio de molestias y dolores. Rose le llevaba la delantera, obviamente, puesto que muchos de sus achaques podían atribuirse a su imaginación, o a una enfermedad de la cual no sufría. Aun así, aquella dolencia suponía infinitas visitas al médico de cabecera y una fortuna gastada en placebos que dejaban de funcionar tras varias dosis y eran abandonados en favor de lo más nuevo, de lo último. Entretanto, ella deambulaba por la casa entre chirridos, con unas muletas que Madden estaba convencido de que no necesitaba, y se quejaba de problemas en los que él había dejado de creer, pero a los que, por cansancio, ya no oponía resistencia alguna.
– Me quedé levantado -dijo dejando la taza sobre la mesa, y comenzó a describir círculos con su base mojada sobre el tablero de la mesa.
– Pareces agotado -dijo Rose. Aquella era una de las raras verdades que se decían en aquella casa. Madden estaba hecho añicos. Notaba cada uno de sus sesenta y tantos años.
– Entonces, ¿Ellen no va a volver? -preguntó Rose mientras metía dos rebanadas de pan fresco en el tostador. El pelo le colgaba en greñas deslustradas. Se lo apartó con una de sus manos de bebé, pero volvió a caerle sobre la cara.
– No -dijo Madden-, no va a volver. Esa mujer es una estafadora y, además, puede que sea peligrosa. Tendrás que andarte con ojo. Solo una temporadita. Tendré que ponerme en contacto con la agencia, pero dudo que tengan alguien disponible por lo menos hasta mañana. Y yo tengo que trabajar.
Dijo esto último con tono sarcástico, aunque sabía que su esposa no se daría cuenta. Hacía años que Rose no trabajaba. Madden pensaba a medias que todo aquel asunto de su enfermedad había sido desde el principio un modo de escaquearse del trabajo. Pero era una idea injusta y también cruel.
Rose se quedó mirándolo, boquiabierta y con los ojos como platos.
– No, no -dijo-, no quiero a nadie más. Ellen es mi amiga.
– No es tu amiga -dijo Madden. Se levantó, la rodeó con un brazo con gesto reconfortante y la atrajo hacia su hombro-. Era voluntad de Dios el que se fuera -añadió con la esperanza de que se contentara con aquello-. Verás, Ellen era como Judas Iscariote…
Rose se apartó de él.
– Ellen no se parecía en nada a Judas -dijo con voz crispada y dura-. Judas Iscariote traicionó a Nuestro Señor Jesucristo y como consecuencia de ello Pilatos hizo que lo clavaran en la cruz. Ellen salió a por una barra de pan y un litro de leche. No me trates con condescendencia, Madden, por favor.
– No, tienes razón, querida. Tienes toda la razón. No debería haber dicho eso. Eres muy sensible con ese tal… ¿cómo dices que se llama?
– ¿Quién?
– Ya sabes, el tío de la barba. El hijo de Kong. ¿Cómo se llama?
Rose suspiró y se tapó los oídos con las manos.
– No, no, no -dijo-. No quiero escucharte…
A Madden le entristecía aguijonearla de aquella manera. No solía hacerlo. Ahora bien, una parte de él, pequeña y fea, disfrutaba atormentándola y burlándose de sus creencias. Antes, aquellas creencias no lo molestaban tanto. Estaba seguro de ello. Las encontraba infantiles, anodinas incluso, pero no se preocupaba por ellas. Sencillamente, era incapaz de tomárselas en serio. Al principio, por lo menos. Cuando ella empezó a oír voces que le decían que iba a morir, en vez de decirle lo bonitas que eran sus piernas, la cosa cambió un poco.
– Mira -le dijo Madden en su momento-, claro que te vas a morir. Tú te vas a morir, yo me voy a morir, todas las cosas van a morirse. Es un hecho, simplemente. No tiene sentido preocuparse por eso.
Iba a morir, dijo ella, ¡y a él no le importaba! ¡Ay, Jesucristo! ¡Ay, Santa María Madre de Dios!
– Sé que me oyes, Rose -dijo él. Volvió a coger el periódico y bebió de su taza sin moverse del sitio. La tetera había iniciado su crescendo de pitidos y traqueteaba sobre el fogón. Quizá deberían comprar una eléctrica, como la que tenían en la funeraria. Rose se quitó las manos de los oídos y bajó el fuego. Madden se inclinó sobre ella, justo detrás de su oreja.
– Oí la voz de Jesús -dijo Rose.
– Eso ya me lo has dicho antes -contestó él con un suspiro.
Rose no le hizo caso y siguió hablando.
– Jesús me habló y me dijo que tenía buen corazón. Dijo que tenía un corazón puro. Como su madre, dijo. ¿Te acuerdas, Hugh?
Madden asintió con la cabeza.
– Sí, me acuerdo.
– Me dijo que tendría un pequeñín -dijo ella-. Y que sería todo nuestro. ¿Te acuerdas, Hugh?
Él no dijo nada.
Rose rió secamente.
– Debió de ser una prueba, ¿verdad? Debió de ser para probar mi fe. Pero fue cruel, ¿verdad? Probarme de esa manera, quiero decir.
Madden asintió lentamente con la cabeza y esquivó su mirada.
– Un pequeñín mío. Contigo -añadió. Se rió de nuevo sin alegría-. Seas lo que seas.
– Rose…
Ella levantó la mano (la palma hacia fuera) para mandarlo callar.
– ¿Qué eres, Madden? Dímelo. ¿Qué es lo que eres?
Pero él no tenía respuesta. No había nada que él pudiera decir o hacer para satisfacer a su mujer. Nunca lo había habido. Nunca había sido capaz de darle lo que ella quería y, por alguna razón, Rose lo había aceptado. Se casaron por lo civil el verano que él dejó la universidad, el mismo verano que siguió a las muertes de Carmen Alessandro, Gaskell y Dizzy Newlands. Ahora parecía que de eso hacía una eternidad. Kincaid y los mandamases de la facultad le habían pedido que considerara la posibilidad de marcharse: si no se hubiera ido, lo habrían expulsado bajo la grave acusación de plagio.
El hecho de que hubiera copiado uno de los trabajos de Newlands (ya fallecido) agravaba el asunto y lo hacía, naturalmente, con un añadido de muy mal gusto. Kincaid había fruncido el labio, asqueado, y le había dicho que no lograba entender su actitud. Le avergonzaba admitir que Madden había sido uno de sus alumnos favoritos, junto con Gaskell. Se había convencido de que podía llegar lejos en el campo de la Medicina. Tenía talento natural con el escalpelo. Aunque nada se dijo abiertamente, hubo entre ellos una suerte de acuerdo tácito según el cual, las (digamos) inclinaciones recreativas de Kincaid no se mencionarían.
Madden tenía la impresión, en cierto modo, de que al menos había conseguido redimirse respecto a Newlands, aunque no respecto a Carmen y Gaskell. Había sido indirectamente responsable de la muerte de aquel chico. Era correcto y prudente aceptar la acusación de plagio y marcharse discretamente. Era mejor irse que ser expulsado.
Y así habían empezado sus muchos años en la funeraria Caldwell. Se había casado con Rose en una ceremonia civil. Rose ya estaba embarazada de muchos meses. El padre de Madden había asistido a la boda. De la familia de Rose, en cambio, no había ido nadie: se oponían firmemente a un matrimonio no religioso y, además, no se fiaban de él. Pero el bebé murió y Madden no fue capaz de repetir el horrible procedimiento que condujo a su concepción. El sexo con Rose le habría resultado indescriptible. Las cosas que deseaba le repugnaban y le horrorizaban aún más. Solo había tenido relaciones un par de veces en toda su vida y siempre le habían resultado penosas. Sentía que, de alguna forma, había logrado sofocar con éxito cualquier deseo sexual que le quedara. Hasta hacía poco. Nunca lo había entendido. Tal vez a Rose le parecía inconcebible abandonarlo porque estaba enferma o a causa de sus tendencias maníacas. Madden no lo sabía porque nunca se lo había preguntado.
Kincaid se había quedado en la facultad y había seguido con sus actividades clandestinas. Mientras tanto, Madden trabajaba para Joe padre. Y así habían pasado los años y las décadas y ahora era viejo y su vida no había sido gran cosa, en absoluto. Había sido, por el contrario, una especie de estancamiento, una suerte de rigor mortis del espíritu. Había tenido la impresión de que Joe quizá le hiciera socio del negocio, pero Joe había muerto y se lo había dejado todo a Joe hijo. Madden se sintió desairado, pero no logró acumular resentimiento alguno contra el viejo. Le había tenido bastante aprecio. Suponía que era natural que un padre quisiera que su hijo siguiera sus pasos. Pero el chico era un zopenco sin remedio y había desaprovechado la oportunidad de hacer de la funeraria Caldwell algo realmente especial. Madden sí lo habría hecho. La habría convertido en un lugar especial. Algo un poco por encima de la media. Ese habría sido su legado. Pero no surgió la ocasión y ahora era ya demasiado tarde.
Hacía una mañana tan agradable y un tiempo tan fresco que decidió ir andando en vez de coger el coche. Además, todavía era temprano y los pájaros, en su ignorancia, seguían volando en círculos. El conocimiento, suponía, era en efecto la maldición de la humanidad. Mientras caminaba por Dumbarton Road solo había en las calles, aparte de él, un puñado de almas desganadas. Al final, la capacidad de aburrirse era lo que acababa con todo el mundo. Las personas tomaban drogas por aburrimiento, bebían hasta entontecerse por aburrimiento, saltaban de aviones por aburrimiento. Se mataban, mataban a otros, obtenían licenciaturas universitarias, se aficionaban al golf o al kung fu o al adiestramiento de caballos o se hacían masajistas, todo ello por incapacidad para quedarse tranquilamente sentadas en una silla. Aquello decía algo sobre el mundo.
Su mujer se había convertido en una inválida profesional por aburrimiento, pensó. Por miedo a la muerte. Por miedo a no tener hijos. Por miedo al dolor. Pero, en realidad, había sido porque necesitaba una afición. Algo para pasar el rato, una forma de vivir las horas del día. No dudaba de que aquel tal Brian Spivey había encontrado en él una especie de pasatiempo novedoso. Un juego fácil, por lo que a Brido se refería. Intimidar a un viejo para que le diera dinero. Nada más simple. Madden se mordía las uñas mientras cruzaba la calle. Gaskell habría sido capaz de manejar la situación mucho mejor que él. Incluso ese zote de Hector Fain. ¡Incluso él!
– ¿Dónde os habéis ido todos? -dijo en voz alta, con la vista fija en las gaviotas-. ¡Me aburro!
Siguió caminando, ajeno al buen tiempo, al placer del sol, al silencio de las calles expectantes. En su cabeza se agolpaban ideas sobre el pasado, ideas sobre el futuro. Había voces que le hablaban, que le decían cosas, y esta vez se hallaba perdido entre su cacofonía. Habría hecho falta un hombre con un martillo para arrancarlo de ellas.
Joe hijo tardó el tiempo de costumbre en llegar al trabajo. Entró enérgicamente a eso del mediodía, sin dar explicaciones. Claro que, ¿por qué iba a tener que darlas? Él era el dueño y Madden un simple lacayo. Ahora que Catherine se había ido para siempre, el único que quedaba era él. Y su jefe parecía tener intención de hundir y enterrar el negocio.
Era una lástima que se hubiera peleado con la chica la última vez que fue a trabajar. Pero, a decir verdad, se le había agotado completamente la paciencia. Imaginaba que su reacción a las pullas de Catherine había sido exagerada, pero la cosa ya no tenía remedio.
Últimamente reinaba en Caldwell & Caldwell una atmósfera de desesperanza, una especie de resignación. A Joe, sin embargo, aquello no parecía importarle. Iba y venía como siempre había hecho (excepto en vida de su padre) y seguía comportándose como si la falta de trabajo o la escasez de personal le trajeran sin cuidado.
Madden miraba benévolamente al pobre Eugenio Bustamante. No era capaz de concentrarse del todo. La falta de sueño, o el estrés, o ambas cosas. Había llamado a la agencia a primera hora, pero solo confirmaron sus suposiciones. No habría nadie disponible para Rose al menos hasta pasados un par de días. Le daban tentaciones de llamar a la señora Spivey para ofrecerle otra vez el trabajo, pero era poco probable que las relaciones entre ellos mejoraran después de lo ocurrido la víspera, y lo principal era Rose. No, sería mejor esperar hasta que la agencia encontrara a otra persona. Además, no se fiaba del hijo de la señora Spivey. Todo aquello le hacía mucho más difícil trabajar: por alguna razón, no había sido capaz de enfrentarse a Kincaid, a pesar de lo mucho que había insistido Joe hijo en que lo preparara el primero.
El señor Bustamante, por otra parte, planteaba un desafío mucho más bello. Había sufrido un corte poco frecuente. Vertical, en lugar de horizontal. Eugenio, imaginaba Madden, había sido toda su vida un cliente difícil. Tenía pinta de eso.
– Cómo no, Eugenio -masculló en voz alta-. ¿Acaso no es propio de ti decidirte por el corte menos ortodoxo?
Le recordaba a algo que había oído contar acerca de que los samuráis usaban a los prisioneros condenados a muerte para probar con ellos el filo de sus espadas: debía de habérselo dicho Joe padre, que siempre tuvo debilidad por los samuráis. Un samurái se disponía a practicar un corte horizontal a través de las caderas, un corte muy difícil. Cuando informó al condenado de sus intenciones, el prisionero dijo: «De haber sabido que iba a intentar ese golpe, esta mañana habría comido piedras».
Tal y como pensaba. Allí no serviría de nada una inyección arterial: la cabeza de Eugenio requería un trabajo de inmersión. Dos o tres horas, como mínimo. Pero podía inyectar el resto del cadáver a través de la arteria carótida derecha y drenarlo por la vena yugular derecha.
– ¿Qué cojones estás haciendo? -preguntó Joe hijo. Madden no lo había oído bajar. Suspiró, se quitó las gafas y se las guardó en el bolsillo de la pechera de la bata.
– Mira, estaba a punto de ponerme con él… -dijo.
– ¡Olvídate de ese tío! -replicó Joe-. Deja que se pudra, joder. ¿Qué te dije ayer? ¿Qué te dije ayer que era tan importante? -Joe tenía la cara acalorada y sudorosa, a pesar de que en el cuarto frío la temperatura era muy baja. Por alguna razón, llevaba puesto un jersey de cuello alto de color mostaza. Quizá, al vestirse, había olvidado el calor que había hecho el día anterior. Era un jersey extremadamente poco favorecedor, que marcaba sus contornos fofos y dejaba al descubierto una franja de unos siete centímetros de tripa blanquísima.
– Lo sé -dijo Madden, y dio gracias por haberse quitado las gafas al ver que Joe se echaba mano al culo de los pantalones-. Enseguida me pongo con ello.
– Necesitamos ese cuerpo vivito y coleando lo antes posible -siguió Joe-. Te lo dije ayer. ¿Es que no me estabas escuchando? Le he dicho a su mujer que puede verlo ya mañana.
Joe hijo se sacó la mano del trasero y se pasó la ofensiva extremidad por la nariz con aire distraído, fingiendo que se rascaba un picor. No haría falta tratar el orificio de entrada de la bala antes del embalsamamiento, una vez hubiera matado a Joe de un disparo. A fin de cuentas, el orificio ofrecería un punto de drenaje muy conveniente. Claro que quizá debiera dispararle en la sien. No, eso sería una lástima. La hinchazón y el subsiguiente ennegrecimiento del párpado serían un engorro que habría que subsanar. Y, además, había que pensar en su pobre madre. Tendría que matarla a ella también si quería evitar que se pusiera a berrear encima de su pobre hijo masacrado.
– Este tío va en un ataúd cerrado. Ya te lo dije. Para lo que va a importar a nadie, podrías meterlo en la picadora de carne.
Al oírle decir aquello, Madden se sobresaltó visiblemente, pero Joe se limitó a fruncir el ceño.
– Te lo repito -dijo-, ponte en marcha con el otro cabrón o nos encontraremos con una demanda en cuanto su mujer le eche un vistazo. ¿Entendido?
Se pasó una mano por el pelo rubio para ver si lo tenía bien puesto.
– De acuerdo -dijo Madden-. Me pondré enseguida con él.
Joe se apaciguó ligeramente.
– Hoy tenemos otra vez para rato -dijo-. ¿Podrás apañártelas?
– Qué remedio me queda, ¿no? -contestó Madden.
– Así me gusta. Por lo menos no vas a aburrirte, ¿eh? -Joe le guiñó un ojo y se dirigió a la escalera. Madden se fijó en una mancha oscura de sudor que se extendía por su jersey color mostaza, entre los omóplatos, y reparó en sus andares un tanto zambos. Su padre también andaba así. De tal palo, tal astilla. Era extraño que nunca antes se hubiera fijado en el parecido: las piernas combadas y raquíticas eran el rasgo más prominente y visible de Joe Caldwell padre. ¿Era hereditario el raquitismo? Madden no se acordaba. Joe Caldwell padre tenía también un chascarrillo sobre su propia dolencia, aunque su única gracia procedía de su repetición: «Ya está aquí el arquero», solía decir.
Era de esperar que cualquier interlocutor que no hubiera oído antes aquella broma le preguntara por qué se llamaba a sí mismo «el arquero». Con impertérrita chabacanería, Joe se señalaba las rodillas y decía simplemente: «El del arco». Y luego esbozaba su sonrisa ligeramente tristona, esa sonrisa que parecía decir: «No pasa nada, sé lo que te parezco, sé lo que estás pensando…».
– Será mejor que me vaya a ver lo de las flores -dijo Joe mientras subía las escaleras.
– Creía que te habías ocupado de eso ayer -respondió Madden alzando un poco la voz. Joe se volvió.
– Sí, bueno. Al final no me decidí por las de plástico.
– ¿Y eso por qué?
– Las de plástico están bien y todo eso, pero no huelen a nada. No tienen aroma.
Un motivo muy razonable, Madden tuvo que reconocerlo. Las flores sí que olían. Y quizá recordaban a los allegados del difunto, aunque solo fuera inconscientemente, que lo que le había sucedido a su ser querido era natural. Formaba parte de un ciclo infinito, y así tenía que ser. La visión y el olor de las flores era el símbolo más simple y más obvio de ese proceso. Y, además, eran muy bonitas. Madden, sin embargo, había visto tantas flores, tantas coronas, que no podía evitar que le parecieran ligeramente aburridas.
– ¿Por qué no nos olvidamos de las flores? -dijo pensando en voz alta-. ¿Por qué, en lugar de las flores, no hacemos una ofrenda a los dioses?
Joe lo miró.
– ¿Intentas hacerte el gracioso?
– No, no -dijo Madden, y volvió a ponerse las gafas-. Lo digo en serio. Sería un incentivo para el negocio. Entierros con un plus y esas cosas. Para dar cabida a la diversidad étnica del mercado. ¿Qué te parece?
Joe suspiró y se frotó los ojos con una mano.
– Olvídalo -dijo. Se volvió y siguió subiendo las escaleras para dejar Madden en su habitación blanca, su delicatessen.
La idea no carecía de mérito, se dijo Madden. Podían engalanar los féretros con tocados incas de plumas de cóndor, ofrecer hojas de coca, pelo y dientes de leche. Podían enfundarlos en seda blanca, servir copones de cerveza y matar osos, colocar un perro alsaciano a los pies del finado, leal hasta la muerte, eternamente fiel. Podían adornar un poco las cosas.
Pero no, siempre aquellas flores. Cuando él muriera, no quería flores, ni símbolos. Estaría muerto y se acabó. Rose podía hacer lo que quisiera con él. Podía enterrarlo, podía quemarlo, podía hacerlo disecar y ponerlo en una montura. A él lo mismo le daba. Sabía, sin embargo, que todo aquello era hablar por hablar. Rose sin duda moriría antes que él. Sin duda.
Y si había vida después de la muerte, si existía la eternidad, no le importaría llevarse un libro para pasar el rato. La beatitud eterna parecía tan condenadamente aburrida. Seguramente estaría mejor en una sima ardiente: al menos no sería tedioso.
Kincaid estaba destapado y tenía un aspecto bastante plácido. Sus ojos estaban abiertos. Había sabido en qué se estaba metiendo. Por eso, indudablemente, se había tomado una copita de despedida. Un pequeño deoch an dorus <emphasis><strong>[20]</strong></emphasis>. Antes de palmarla. Y con toda razón además, decidió Madden. Echó mano de su maletín negro de médico y sacó la petaca de peltre que el buen doctor le había legado hacía cuarenta años, justo antes de que Madden se desmayara en su despacho.
Su humor mejoró instantáneamente, así que echó otro trago. Quizá no fuera mala idea estar como una cuba cuando Brian Spivey se decidiera por fin a hacer acto de aparición.
Se había acordado, ¿verdad?, preguntó la voz. Sí, dijo Madden, se había acordado. La oía como con sordina, a través de un estupor alcohólico, y no le ofrecía más que signos de asentimiento con la laringe, gruñidos silábicos aislados.
Brian Spivey dijo que iba de camino a Caldwell & Caldwell y que sería mejor que Madden estuviera solo. Tenían que hablar de ciertas cosas. Madden le dijo que Joe se había ido ya a casa, que tendrían la funeraria para ellos solos, y colgó. Estaba de pie en la sala de recepción con una porción de tarta de Madeira y procuraba no hacer planes de antemano. El whisky le había ayudado en ese aspecto, aunque, de todos modos, no tenía ningún plan. Solo necesitaba tener los sentidos abotargados, disminuidos uno o dos grados. Bebió un sorbo de café, hizo subir el nivel de la taza con el whisky y dejó la botella junto a la cafetera exprés. La radio seguía con su salmodia, pero al alcohol había embotado sus nervios y escuchaba las noticias sin asociarlas consigo mismo. De todos modos, no había novedades.
Nada interesante allí tampoco. Y nada que lo relacionara con el caso, a menos que Brido tuviera otra opinión al respecto. Cosa que, presumiblemente, estaba a punto de averiguar.
Apagó la radio y las luces y se quedó esperando junto a la ventana hasta que vio pararse los faros de un coche a unos metros de la entrada de Caldwell & Caldwell. Bebió otro trago de whisky y giró la llave de la puerta sin llegar a abrirla; luego volvió a sentarse a oscuras y esperó.
La voluminosa figura de Spivey estaba ya fuera. Tocó ligeramente a la puerta. Madden no se movió enseguida.
Intuía que sería preferible hacerle esperar. La figura volvió a llamar. Madden se levantó despacio del sillón, se acercó y abrió la puerta el ancho de una rendija, con la cadena todavía puesta.
– Es usted, señor Madden, ¿no?
– Soy yo.
– ¿Cómo va eso? ¿No va a dejarme pasar?
– No sé. ¿Voy a dejarte?
– Sí, señor Madden. Va a dejarme pasar.
Madden cerró la puerta, quitó la cadena y retrocedió hacia la oscuridad. Pasaron unos segundos antes de que Brian Spivey se diera cuenta de que debía abrir la puerta. Cuando entró, Madden solo pudo ver su silueta de proporciones enormes. Sintió una opresión en el pecho, una rigidez que volvía a paralizarlo, y cerró una mano en la oscuridad, a sabiendas de que, de momento, Brian no podía verlo. Era incluso posible que no estuvieran solos, que Madden tuviera un cómplice, quizá varios. No los tenía, pero eso Brian no lo sabía.
– Venga, señor Madden, ¿a qué está jugando? -La silueta basculó sobre un pie y Madden esperó. Brian estaba buscando el interruptor de la luz.
Madden encendió la lámpara de la mesa y lo observó mientras los ojos de Brian se acostumbraban a la luz repentina. Brian permaneció allí parado, guiñando los ojos, y Madden dijo:
– Vamos a la sala de recepción. Allí nos dejarán tranquilos.
– ¿Cómo, es que está esperando a alguien? -preguntó Brian.
Madden volvió a apagar la luz y se levantó. Vio manchas anaranjadas bailotear ante sí. Brian también las vería. Madden se permitió el lujo de cogerlo por el hueco del brazo y lo condujo a través de las cortinas, al interior del otro cuarto.
– Es solo que no quiero que nos interrumpan, si vamos a hablar de negocios. Allí nadie nos molestará. No te importa, ¿verdad?
Encendió las luces y quedaron el uno enfrente del otro. Brian Spivey paseó la mirada por la habitación pintada en tonos reconfortantes, todo en ella de madera oscura y manchada, casi del mismo estilo que cuando Madden empezó a trabajar allí. A lo largo de los años solo había habido alteraciones menores y todo se había integrado tan bien que Madden había olvidado hacía mucho tiempo qué aditamentos y arreglos se habían hecho en fecha posterior y cuáles no. Levantó la mirada hacia Brian.
– Bueno, querías hablar -dijo cruzando los brazos.
Brian sonrió y se rascó el pelo rojo, cortado casi al cero. Llevaba la misma cazadora de aviador y tenía la cara cubierta de minúsculos alfilerazos.
– Sí. Para hablar, para eso he venido. -Le guiñó un ojo y al mismo tiempo dobló el índice y el pulgar de la mano izquierda y le apuntó como si empuñara una pistola.
– No tengo nada que hablar contigo -dijo Madden-. Ya te dije anoche todo lo que tenía que decir.
Brian sacudió la cabeza.
– Vamos, señor Madden, usted no tiene que decir una palabra. Ya hablo yo por los dos. ¿No lo prefiere?
– Depende mucho de lo que vayas a decir.
– ¿No tiene nada de beber por aquí? -preguntó Brian-. Me vendría bien un trago, si lo hay. ¿Lo hay? -Se acomodó en el sillón en el que con frecuencia Madden se quedaba dormido escuchando la radio. Madden intentó mantener la calma. Aquella sensación de inflexibilidad se iba extendiendo por su cuerpo. Respiró despacio y profundamente por las fosas nasales. Sacó la botella y un par de tazas de café de la zona de recepción y sirvió a Brian un par de dedos de whisky.
– Tú dirás cuánto.
– Ya -dijo Brian, arrebatándole la botella. Se bebió de un trago una taza llena de whisky y volvió a llenarla. Madden bebía de la suya a sorbos comedidos. No quería pasarse de la raya y acabar borracho perdido.
Brian se recostó en su sillón. Observaba a Madden con frialdad. Madden luchó por no devolverle una mirada demasiado enérgica. No quería provocarlo.
El silencio se aposentó en la habitación y Brian se sirvió otro trago. Por lo visto, no tenía prisa por discutir ni aquel asunto ni ninguna otra cosa. Al cabo de un rato se inclinó hacia delante y dijo simplemente:
– Necesito dinero. -Luego volvió a reclinarse y se quedó mirando a Madden.
– Todos necesitamos dinero -dijo Madden-. Es uno de los hechos inmutables de la vida.
Brian rompió a reír bruscamente.
– ¿De dónde saca esas palabrejas, Madden? Inmu… ¿qué? Hay que joderse. Eso sí que es tener clase. -Se rascó la cabeza-. Bueno, lo que tú digas, tío. El caso es que necesito pasta y tú vas a conseguírmela. Tienes una casa muy bonita. Y aquí ganas una pasta gansa, ¿eh? Rellenando muertos o lo que coño hagas con ellos. Muertos siempre ahí, ¿no? Ingresos regulares y tal. Es de locos, tío. Ya te digo.
Madden respiró otra vez.
– Brido… Brian… no sé cuánto dinero necesitas, pero no puedo dártelo. No me queda nada. Mi mujer necesita ayuda profesional. Eso cuesta dinero. Y yo tengo que trabajar aquí para conseguirlo. Eso requiere tiempo. No tengo más que…
– ¿Alguna vez habéis tenido aquí una estrangulación, Madden? -dijo Brian. Bebía de su whisky y lo miraba fijamente-. ¿No os han traído nunca un tío estrangulado? ¿No?
Madden guardó silencio. Brian bebió de nuevo.
– Son curiosos, los estrangulamientos. Bueno, tú ya lo sabes, ¿no? Has visto alguno. Seguro que has tenido unos cuantos desde que estás aquí. ¿Sabes lo que te digo? Lo he estado mirando. Es horrible, tío, de verdad. Tan descoloridos, tío. Es muy feo. Aunque creo que tú sabes un poco de eso. Asfixia, lo llaman. Se dice así, ¿no?
Madden asintió con la cabeza.
– Mira, Madden, sé lo tuyo. Y sería una lástima que se corriera la voz, ¿no crees? Sería una vergüenza que se enterara tu mujer. Una putada, ¿eh? ¿Qué crees que pensaría? No creo que se pusiera muy contenta. No, no se pondría muy contenta… Y luego está la policía.
Madden sintió que la rigidez se extendía lentamente hacia su tórax, sintió que el frío descendía sobre él. Su boca no funcionaba como debía. Temía hablar, temía que la rigidez lo delatara, lo condenara. Tenía la cara entumecida. Apuró la taza de café y flexionó la mano izquierda. Tenía los dedos dormidos.
– Bah, no importa -dijo Brian alegremente-. Es uno de los hechos inmateriales de la vida, ¿eh? Siempre hay cosas que es mejor que la parienta no sepa. Ni nadie más. Así son las cosas y punto. ¿No tengo razón? Claro que tengo razón, joder.
Recostado en la silla con las piernas cruzadas, levantó la taza hacia Madden y la apuró de un trago.
– Así que creo que querrás echarme un cable, ¿eh, Madden? Querrás echarme una mano como puedas.
Madden sonrió y dijo:
– Si me lo pones así, supongo que no tengo otro remedio, ¿no?
– No, en eso tiene razón. Ha dado en el clavo. ¿No tiene nada más de beber? Esta botella está punto de acabarse.
Madden se levantó y levantó la botella vacía de la mesa.
– Creo que hay otra abajo, en el cuarto frío -dijo mientras se alisaba la bata-. Una ración de emergencia, por decirlo así. Solo para uso medicinal.
– Conque para uso medicinal, ¿eh?
– Sí -dijo Madden-. Se supone que no podemos tener alcohol en el establecimiento, pero de todas formas abajo hay un poco. En una botella.
Brian palideció. Casi imperceptiblemente, pero palideció. Lo justo.
– ¿Alcohol? ¿Bajando las escaleras?
– ¿Dónde va a ser, si no? En el cuarto frío. Allí es donde trabajo. Allí es donde guardamos los licores. ¿No estarás… nervioso?
Brian se levantó del sillón y se irguió en toda su estatura. Debía de medir un metro noventa y dos o noventa y cuatro. En todo caso, se cernía como una torre por encima de Madden.
– Estás de coña, ¿no? Ve tú delante.
Madden lo condujo con una mano apoyada en el hueco de su codo, como había hecho antes.
– Nada de eso -dijo-. Tú primero. Cuidado con esos escalones. Ojo con la cabeza al bajar. La escalera no fue diseñada pensando en hombres de tu estatura. -Madden reunió las fuerzas que el alcohol había inducido en él, dio un paso atrás y golpeó con la botella vacía la parte trasera de la cabeza de Brian Spivey. La cabeza cayó hacia delante bruscamente y golpeó contra el techo bajo. Brian dejó escapar un ruido semejante a un gruñido y se tambaleó ligeramente, en pie sobre el escalón de arriba. Madden le asestó otro golpe. Esta vez, la botella se rompió.
Brido se volvió y le sonrió.
– ¿Sabes?, mi madre me contó lo tuyo, Madden -dijo-. Tenía razón, ¿verdad?
Madden se quedó inmóvil, paralizado y lleno de espanto, mientras la sangre comenzaba a manar por detrás de la oreja izquierda de Brian Spivey. Tocó la sangre y se miró los dedos. Había mucha. La cara de Brian Spivey se volvió del color de la ceniza fría y Madden comprendió que, si no se hubiera caído de espaldas por las escaleras, habría muerto desangrado en cuestión de diez minutos.
Brian quedó tumbado al pie de las escaleras, con la cabeza torcida. Todavía sonreía. Madden se inclinó sobre él, acercó la mano a su cuello para buscarle el pulso y solo por la familiaridad de aquel gesto comprendió que Brian Spivey nunca había sabido nada del hallazgo del cuerpo de Catherine en el largo Ardinning. Brian -menudo imbécil- se había creído lo mismo que había pensado su madre: que esta lo había sorprendido a punto de estrangular a Rose, su propia esposa. ¡Pobre Brian! Un error, un malentendido. Por eso estaba ahora muerto, todavía caliente, sobre las baldosas de la funeraria.
Madden se quedó en pie unos minutos y respiró hondo, incapaz de mirar la cosa rota que yacía al pie de las escaleras. Después se acercó al lavabo, llenó un vaso de agua fría, bebió dos sorbos y vomitó en la pila, como una niña, un delicado pegote de papilla que olía a agrio. Cuando se hubo enjuagado la boca, se irguió y se limpió el vaho de las gafas con el puño de la bata de laboratorio.
– ¿Nada que decir, doctor? ¿Algún sabio consejo, quizá? -dijo.
No, dijo la voz, tan cerca que notaba su aliento, ningún consejo por hoy. No tenemos nada que decir. Estamos muertos, ¿recuerdas? Las nuestras no fueron muertes buenas. Fueron muertes feas, feas y míseras. Tú nos mataste. ¿Recuerdas?
– Sí -dijo Madden. Se acordaba. No siempre se había acordado, pero esta vez sí. Sí.
Abrió la cerradura del armario del instrumental y sacó su sierra para huesos preferida. Era uno de los pocos útiles que les había dejado el bueno de Joe Caldwell padre al morir. Los demás, en su mayoría, habían sido desechados hacía años. La sierra tenía un peso agradable, los dientes aún servían, eran afilados y fiables. El viejo sabía lo suyo de instrumentos de disección. Más que la mayoría. Madden dejó la sierra sobre la mesa del instrumental y se acercó al pie de las escaleras, donde yacía aún el cuerpo de Brian Spivey. Midió a ojo aquel bulto informe y retorcido y suspiró sonoramente. El reloj digital de Brido marcaba las doce y media de la noche.
Sí. Decididamente, iba a ser una noche muy larga.
Cuando llevaba más de una hora metido en faena, Madden comenzó a reconocer en su propia cara los síntomas de una especie de agarrotamiento, de cierta falta de flexibilidad. La notaba como masa, como si pudiera darle alguna forma útil a fuerza de amasarla, de estrujarla y golpearla con los puños hasta conferirle una apariencia completamente nueva y posiblemente más satisfactoria. Era una sensación que conocía ya de otras veces y que normalmente se manifestaba en las yemas de sus dedos o en sus articulaciones. No era del todo desagradable, pero aquel no era momento para experimentarla: tenía un trabajo importante entre manos. Lo mejor era siempre reservarse los placeres para la noche, en privado. Una pequeña libación para aliviar los dolores y las tensiones del nuevo día.
El doctor no estaba muy hablador aquella hermosa y soleada mañana. Parecía, de hecho, haberse enfurruñado. Madden bebió otro trago de la botella y se inclinó sobre el cuerpo. Comprendió por el embotamiento de sus sentidos que estaba ya del todo borracho. Al doctor no le importaba, de todos modos. Quizá incluso le habría parecido bien: él siempre había sido muy amigo de la botella. En aquellos tiempos la bebida no se consideraba aún un hábito tan antisocial, a no ser que fuera muy evidente. En la intimidad del hogar, hasta era alentado por las viejas redes de la camaradería: una costumbre viril, propia de hombres hechos y derechos. ¿Cuántas veces había oído farfullar ligeramente a Kincaid, o le había oído gesticular de forma quizá demasiado desinhibida? Ese había sido su problema: la falta de discreción. Pero incluso cuando los rumores de sus actos más ingenuos habían circulado por el campus, cuando sus hábitos habían sido más o menos de dominio público, Kincaid había seguido comportándose del mismo modo y con aparente despreocupación. Se sabía, por ejemplo, que en más de una ocasión había recibido una reprimenda de su propio departamento.
Era tarde para iniciar el procedimiento. Kincaid llevaba ya muchas horas muerto. En la parte baja de su abdomen se veía el principio de una decoloración verdosa de la piel. Joe hijo tenía razón. Madden debería haberse puesto manos a la obra mucho antes, al llegar el cadáver. Kincaid se estaba pudriendo. Madden lo había dejado fuera de la cámara toda la noche. Un acto de vandalismo premeditado, hecho con todo cálculo. Venganza, despecho, celos. Era indiscutible. Sí. Aquel tinte verdoso comenzaba a florecer sobre su pecho y (¡maldición!) sobre la parte alta de sus muslos. Sin duda los gases sulfurosos empezaban a acumularse en los intestinos, grávidos de hemoglobina liberada y desgajados por fin de las paredes abdominales. Pronto estaría maduro y podrido, grande y supurante como un mango a punto de reventar.
En la funeraria Caldwell no deberían molestarse con las flores para los funerales: deberían rodear el cuerpo con montones de fruta podrida. Un símbolo mucho más elocuente. Las flores parecían llenas de vida, incluso estando muertas. La fruta pasada parecía podrida como la muerte. Santo Dios, el olor, el aspecto, el sabor de la fruta podrida… Era un enfoque mucho más honesto, y alguien debía tener la valentía de obligar a la gente a reconocerlo. ¿Qué sentido tenía todo lo que estaba haciendo?, se preguntaba. ¿Consolar a la familia? Que le dieran por saco a la familia. Kincaid no iba a ir a ningún sitio mejor, no iba a revivir (ja, ja) en el espléndido más allá. No iría a ninguna parte ya.
Lo mejor para todos aquellos cabrones sentimentales sería mirar cara a cara a los muertos y verlos como lo que realmente eran. «¡Mire! ¡Aquí está su Lawrence, señora! Puede que quiera recordarlo mejor de lo que está… pero, ¿acaso no se trata de eso? El hecho es que, por más que hagamos por él aquí, en Caldwell & Caldwell, por más que se lo acicalemos, está acabado.
»Recuérdelo como era cuando estaba vivo. Esto no es más que un facsímil de viveza. ¿Y si yo le dijera, señora, que incluso mientras hablamos y contemplamos su cuerpo, está todavía vivo en cierto modo? ¡Absoluta y completamente vivo! ¡Ése es el verdadero prodigio del universo, señora! No busque dioses, ni eternidades, ni reinos espirituales que nunca podrá alcanzar ni comprender. Tales cosas no son sino ilusiones, mitos, la tinta con que ciega la metáfora, un espejismo. No. Por el contrario, contemple esto, señora, el mundo bajo la piel, que incluso ahora empieza a hincharse y a abrirse como una serpiente que se desprendiera de su coriáceo atuendo. Al cabo de una semana o dos, las bacterias, las creaciones más ubicuas de la naturaleza (¿y acaso no son ellas también prodigiosas a su manera?), invadirán todo el cuerpo de su difunto esposo, lo desharán, lo devolverán al polvo del que procede. Con el tiempo, el proceso de putrefacción lo devorará todo. Ahora bien, si hubiera un día del Juicio Final, ¿es así como piensa resucitar a su Lawrence su Dios invisible, su Dios indiferente e incognoscible?
»En realidad, señora Kincaid, el cuerpo de su marido no es meramente una flor cortada que conserva su forma durante unos pocos y breves días. Desde luego que no. ¡En este mismo instante se halla consumido por las acciones combinadas y presurosas de esporas invasoras, y por su propia fauna natural! ¿No hay acaso más razones para el asombro en todo cuanto usted misma podría ver con un microscopio que en todo cuanto imagina que hay más allá de la muerte? Esto es la muerte, y está muy viva, si se decide usted a observar su maravilla. Este universo microscópico es la verdadera Resurrección, señora.
Contempla nuestra obra, Maisie, ¡y muere!»
Pero se le estaba yendo la cabeza. No era Maisie quien iría a ver cómo había quedado su marido, sino su nueva esposa, Tess.
Madden destapó la petaca, la levantó hacia el doctor y bebió otro trago. Tenía la vista nublada y recordó que debía quitarse las gafas. Mejor guiñar los ojos eficazmente que no atinar con las distancias y los objetos, los escalpelos y las pinzas, por entre la luz que refractaban las lentes de sus gafas y su propia estupefacción. Seguramente no estaba en condiciones de pasar una prueba de alcoholemia, pero todavía no estaba prohibido emborracharse y hacerse cargo de un cadáver.
Madden se dejó caer en una silla y se frotó los ojos. ¿Merecía la pena dejar un poco en paz el whisky, hasta que hubiera visto a Tess Kincaid? Seguramente no. Había decidido que ese sería su último día en Caldwell & Caldwell, pasara lo que pasase con ella o con Joe hijo, o incluso con Brian Spivey, que ahora yacía en su eterno reposo al lado de Eugenio Bustamante y el buen doctor. Sencillamente, ya no le importaba. Ni lo que le ocurriera a él, ni lo que le ocurriera a Rose. Estaba demasiado cansado.
El interfono lo despertó con un suave estribillo de Mozart, un alegro para clarinete, violín, viola y violonchelo. Aquella música, una pieza ligera y sutil, le había parecido apropiada para reemplazar el áspero timbrazo que antes se usaba en la funeraria. Lo dejó pitar (seguramente una palabra equivocada para el caso) unos instantes mientras se quitaba con los dientes la saliva que se había acumulado en las comisuras de su boca pegajosa. Por fin contestó. Era Joe hijo, naturalmente. Madden cerró los ojos y se representó su imagen, oyó su acostumbrado sorbido entre palabra y palabra.
– ¿Estás despierto? ¿Por qué tardabas tanto?
– Um, tengo algo difícil entre manos.
– ¿Ah, sí? Pues tienes visita. El gallo con faldas.
Madden movió las mandíbulas, confuso.
– ¿Quién? ¿A qué te refieres?
– Ya sabes. El travestí. La novia del muerto.
¿Se refería a Eugenio Bustamante? Madden no había conocido aún a los parientes de aquel desgraciado. Más bien confiaba, como siempre, en ahorrarse aquel trago.
Oyó reír a Joe al otro lado de la línea. Un chisporroteo nasal.
– No me digas que no te fijaste -dijo.
A Madden le fastidiaba ligeramente haber pasado por alto algún dato crucial que fuera evidente para otros. Sobre todo, para Joe hijo.
– ¿Fijarme en qué? -preguntó a regañadientes, arrancándose las palabras con desgana casi insuperable.
– El tío de la mesa de disección -dijo Joe sin dejar de reír-. Por eso las hijas del viejo no quieren tener nada que ver con ella. Debí darme cuenta nada más verla. O verlo. Lo que sea.
– Mira -dijo Madden-, no sé de qué estás hablando. ¿A quién te refieres?
– ¿Que a quién me refiero? -repitió Joe hijo-. Me refiero, señor mío, a la tal Tess Kincaid, la esposa del difunto Lawrence Kincaid.
– ¿Va a bajar ya? -preguntó Madden.
– Por ella ya estaría ahí. Pero es él el que va a bajar. Madden miró a Kincaid, que seguía sobre la mesa de autopsias.
– ¿Insinúas que…? ¿Qué es lo que insinúas?
Joe soltó un bufido burlón.
– Estoy diciendo que la mujer del viejo mea de pie, eso es lo que estoy diciendo. Es un tío.
– Un tío.
– Como te lo digo. Por lo visto la conoció en unas vacaciones. Vivieron juntos los últimos seis meses. Se casaron un par de semanas antes de que él estirara la pata. Nadie en el juzgado sabía que era un hombre. Imagínate, ¿eh? Ahora andan de líos legales. Ella dice que es transexual y que está a punto de operarse. Kincaid le dejó la casa y una bonita suma de dinero. Para las hijas, nada. Un desaire, por no haber tragado con el asunto. Dicen que, si la esposa es un transexual a punto de operarse, legalmente era un hombre cuando se casaron. Así que de boda legal, nada de nada. Una historia cojonuda, ¿eh? Ni inventada, tú.
Madden se rascó la cabeza. Se sentía obligado a reír, pero no podía. Por alguna razón, el chiste sobre Tess Kincaid (o como se llamara en realidad) parecía atañerlo a él también.
– ¿Madden? ¿Sigues ahí?
Madden suspiró, se frotó los ojos y volvió a ponerse las gafas sobre la nariz.
– Estoy aquí -dijo-. Dile que baje.
Quitó el dedo del botón y cogió otra vez la botella, pero la encontró vacía. Daba igual. Siempre guardaba dos o tres en el maletín negro de médico. Cogió otra. Se acercó a Kincaid y lo miró de arriba abajo. Luego le tapó la cara con la sábana. El dramatismo del momento que se avecinaba exigía un desvelamiento para mostrar en todo su esplendor el trabajo que había hecho con el cuerpo. Bebió un trago de la botella y oyó los pasos de la mujer de Kincaid bajando por la escalera. Obviamente, Tess compartía su desagrado por los ascensores, lo cual resultaba muy poco femenino, supuso Madden.
Joe hijo extendió una mano para conducirla al interior de la sala y ella evitó premeditadamente encontrarse con la mirada de Madden al entrar. Las gafas tintadas de rosa seguían velando sus ojos. Madden la veía ahora bajo otra luz, una luz teñida por el whisky, una especie de torvo resplandor que embrutecía lo que antes había tomado por belleza, que la hacía parecer demasiado grande, desgarbada incluso, con sus mallas apretadas de terciopelo color turquesa y sus zapatos de tacón de corcho. Todo en ella era de pronto una aberración: desde sus pies demasiado grandes hasta su ligera torpeza de movimientos y la nuez casi imperceptible de su garganta, que le daba el aire de una serpiente enorme en el acto de deglutir a algún infortunado mamífero.
Joe hijo lo miraba implorante, como si temiera que dijera algo horrible, o contara un chiste subido de tono.
– Tess, ya conoce al señor Madden -dijo-. Queríamos disculparnos por el malentendido del otro día. No sabe cuánto lo sentimos…
Tess Kincaid levantó una mano y Joe cerró la boca.
– No sé si lo dice de verdad -dijo ella-. Puede que fuera un error. Se preguntarán ustedes por qué salía con un hombre tan mayor, claro. Es natural, supongo. Ya está todo olvidado. Solo quiero ver el cuerpo de mi marido una vez más.
– Desde luego -dijo Madden, consciente de la mirada de Joe y de la ligera pastosidad de su voz, que no intentaba ocultar-. Si hace el favor de acompañarme a la mesa de autopsias, puede verlo ahora mismo.
Mientras la conducía a la mesa, fue consciente por un instante de que Joe se rascaba el sobaco y se olía rápidamente los dedos.
– He estado trabajando en él todo el día -dijo Madden- y creo que le gustará mucho el resultado. Es una de mis mejores obras, creo. Sí, eso creo.
Joe se acercó también y los tres se detuvieron ante el cuerpo tapado con una sábana. Madden dejó que pasara un momento solemne antes de carraspear y decir:
– ¿Quiere verlo ya, Tess?
Ella se subió las gafas sobre el puente de la nariz y tomó aliento.
– Sí -dijo-. Ahora es buen momento, ¿no? Déjeme verlo.
Madden dejó pasar otro momento dramático y a continuación retiró la sábana mientras observaba las caras de Joe hijo y Tess Kincaid para ver su reacción.
– Santo cielo -dijo Joe en voz muy baja. Miró hacia otro lado, cruzó un brazo sobre el pecho y se llevó la otra mano a la boca.
– Tiene buen aspecto, ¿verdad, Tess? -preguntó Madden con una amplia sonrisa. Ella también se había llevado una mano a la boca-. Bonito como un cuadro, ¿no es cierto?
De la boca de Tess Kincaid escapó un pequeño gemido. Luego se dio la vuelta y se dirigió a las escaleras. Iba sollozando audiblemente cuando llegó a ellas, y subió los peldaños de dos en dos, como haría un hombre.
– ¡Tendrán noticias de mi abogado por esto! -dijo, volviéndose-. ¡Y esta vez va en serio!
Madden miró amorosamente la cara de Kincaid: las mejillas enrojecidas por el colorete, el pintalabios aplicado al tuntún, las pestañas cargadas de rímel. No le quedaba más remedio que admitir que algunas de las pinturas con las que tenía que trabajar no estaban muy de moda últimamente, pero tenía la sensación de que eso carecía de importancia. Le había costado algún trabajo pintarle las uñas de las manos y los pies, y no había podido hacer casi nada por disimular la decoloración que se iba extendiendo por la parte de arriba de los muslos y el vientre. Quizá debería haberlo vestido.
Joe hijo se volvió hacia él. No dijo nada durante un rato.
– Está bastante guapo, ¿no te parece? -dijo Madden tranquilamente mientras limpiaba un poco de pintalabios que se había salido del labio superior del buen doctor y había manchado los bordes de su bigote.
Joe sacudió la cabeza.
– Se acabó -dijo-. Te vas de aquí. Has acabado en Caldwell. Si no has acabado tú primero con Caldwell. Si no nos has arruinado tú primero de una puta vez.
Su rictus reflejaba en silencio el del doctor: Madden le había cosido la boca y los labios en una mueca burlona, una especie de sonrisa maliciosa y torcida.
– Vamos -dijo con ligereza-. ¿Nunca te ha conmovido el arte, Joe? ¡Esta podría ser mi obra maestra!
– Estás loco -contestó Joe, y sacudió la cabeza otra vez-. Completamente loco, como una puta cabra. Pues ya puedes recoger tus cosas y largarte de aquí. ¿Me has oído, Madden? Quiero que te vayas.
Madden negó con la cabeza y supo que Joe hijo no discutiría su decisión.
– No -dijo-. Voy a acabar hoy. Tengo que atar unos cuantos cabos sueltos antes de irme a casa. Algunas cosillas. Luego me iré.
Joe hijo levantó las manos.
– Está bien -dijo-. Haz lo que quieras. Pero no quiero que estés aquí por la mañana.
– No estaré -contestó Madden-. No te preocupes por eso. No estaré.
– El puto lunático -masculló Joe en voz baja mientras se dirigía a las escaleras-. Está como una puta cabra. -Al llegar a las escaleras se volvió y miró a Madden-. ¿Quién eres tú, Madden? -dijo-. ¿Qué es lo que eres?
Luego dio media vuelta y subió las escaleras del mismo modo que las había subido la mujer de Kincaid, de dos en dos. Madden suspiró y abrió otra vez la botella. Sabía que, cuando llegara a casa, todavía tendría que ocuparse de Rose.
<a l:href="#_ftnref19">[19]</a> Juego de palabras intraducible: en inglés «liver» significa «vividor» y también «hígado». (N. de la T.)
<a l:href="#_ftnref20">[20]</a> Expresión del dialecto de las Tierras Altas de Escocia que significa «una copa más antes de partir». (N. de la T.)