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Rose decía que Madden tenía bastante buen ojo para los muertos. Desde esa pareja que celebraba sus bodas de plata y se estrelló con el coche (ninguno de ellos habría reconocido al otro de haber podido verse mutuamente) hasta su propio padre en decúbito supino sobre la camilla, resplandeciente con su particular forma de traumatismo. Había algo especial, algo diferente en todos y cada uno de ellos. Un capricho de la enfermedad o un rasgo peculiar de su dolencia producían un resultado enteramente único en cada cadáver en el que Madden había puesto los ojos.
Y, naturalmente, tenía sus favoritos. ¿Qué profesional no los tenía? ¿Qué anatomista, qué cirujano podía afirmar que nunca se había prendado de un ejemplar espectacular, toda una tesis por sí mismo, una revelación? Ninguno, al menos, que fuera serio, que estuviera comprometido con su oficio, con su ciencia. Madden no era distinto. No habría podido hacer su trabajo si no lo fascinaran todos ellos, cada uno a su modo. Ésa era la verdad. Era algo que había compartido con Kincaid, a pesar de que Kincaid no lo hubiera creído nunca. Y era Kincaid quien le había presentado al primero.
Fue un encuentro perverso. Madden perdió su virginidad con una niña de diez años cuyas entrañas, frescas, firmes y resbaladizas, no mostraban ni la lividez ni la hinchazón, ni la distensión ni la fealdad categórica que se asociaban con los órganos de los clientes más maduros. Sin duda, los tejidos internos de Madden reflejaban su edad con la misma exactitud que las tetillas, semejantes a bolsillos, que le habían ido apareciendo con el paso de los años o los pelos que brotaban de sus orificios nasales y de los lóbulos de sus orejas en proporción inversa a la alopecia gradual del resto de su cuerpo. Era por lo menos quince años más joven que Kincaid (era ya demasiado tarde para afirmar que tenía toda la vida por delante), pero no estaba listo aún para abandonar a hurtadillas la barahúnda de los mortales. No, Rose se iría antes que él. A menudo pensaba en morir solo, sin esposa ni familia de los que despedirse, pero aquella idea nunca le resultaba turbadora.
– Tú no necesitas a nadie -le había dicho Rose una vez-. Para el caso, podrías ser farero o astronauta.
Lo había dicho con intención de herirlo, pero Madden había mostrado una total indiferencia. No podría haber sido ninguna de esas cosas, le había dicho a Rose, porque se había hecho director de una casa de pompas fúnebres. Era una vocación.
Rose le dijo que ella creía que ser cirujano era una vocación. Que pensaba que lo de la funeraria era solo un trabajo.
Tenía razón, por supuesto. Pero el trabajo tenía sus incentivos. La aparición de Kincaid ese día era uno de ellos. Poca gente recalaba en las oficinas de Caldwell & Caldwell a hora tan temprana, así que Madden se sorprendió un poco al verlo por primera vez (debía de ser la primera) después de tanto tiempo. Los años transcurridos apenas lo habían cambiado. Tenía, quizá, menos pelo en la coronilla y su cintura se había ensanchado ligeramente. Aparte de eso, estaba muy bien conservado y su bigote recortado y teñido de amarillo por la nicotina seguía exactamente igual a como Madden lo recordaba. Tras reponerse de su sorpresa inicial, Madden volvió a adoptar el tono reconfortante que empleaba por norma con todo aquel que cruzaba el umbral de la funeraria, aunque era un placer extraño tener al gran Kincaid allí con él, en su puesto de trabajo.
– Doctor Kincaid -dijo-. ¿O debería llamarlo profesor Kincaid? Debo decir que ha pasado mucho tiempo. Como verá, estoy desvinculado de la profesión. Tal vez usted sea ahora decano de la facultad.
Le habría gustado mirar a Kincaid directamente a los ojos, pero algo se lo impedía. Algo que creía haber enterrado junto con el resto de su pasado. Obviamente, no era así. Allí estaba el buen doctor, tan capaz de turbarlo como siempre, de hacerle sentir incómodo en virtud de su sola presencia. Quizá Kincaid fuera siempre capaz de hacerle sentir así. Quizá sentirse así fuera ni más ni menos lo que se merecía. Bien. Ya verían. Después de todo, el mero hecho de tener allí a Kincaid, en Caldwell & Caldwell, denotaba cierto cambio en la dinámica de su larga relación. Kincaid estaba allí por una razón, y fuera lo que fuese lo que Madden sentía por él personalmente, como profesional no permitiría que tales sentimientos interfirieran en el desempeño de su tarea. Eso estaba fuera de toda duda. Los negocios eran los negocios y no había más que hablar.
Se obligó a fijar la mirada en los ojos de Kincaid. Las pupilas del doctor, completamente dilatadas, eran más negras que nunca. El blanco de los ojos resultaba casi invisible. Madden se sorprendió haciéndole un guiño ridículo. Aquel gesto le produjo un arrebato de eufórica rebeldía y una náusea suave.
– ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Té, café? ¿Un espresso? -preguntó-. Tenemos una máquina.
Kincaid guardaba silencio. Madden sonrió, cogió la mano del doctor como si fuera a estrechársela y luego se apartó, dejándola caer. No era apropiado: el reputado médico no le había ofrecido la suya. Kincaid, inmóvil, siguió mirando con ojos dilatados a nada en particular.
– No le importa que yo tome uno, ¿verdad? -Madden puso una taza bajo la cafetera y la encendió, y el vaso comenzó a llenarse de líquido oscuro; el ruido de la máquina resultaba reconfortante en medio del silencio de la mañana. Cuando el café estuvo listo, Madden lo dejó sobre un lateral de la camilla y la empujó a través de las cortinas, camino del ascensor que los llevaría al piso de abajo, donde se hallaba el depósito. Aquella camilla tenía una rueda con tendencia a atascarse, y Madden había dicho de vez en cuando a Caldwell padre que les iría mejor con un carrito de supermercado. Su queja, sin embargo, había caído en saco roto dado que Caldwell padre estaba ya más muerto que Kincaid, si tal cosa era posible.
Madden se figuraba que podía interpretar los últimos años de la vida de Kincaid como si fueran contornos en un mapa del Instituto Cartográfico. O, más concretamente, como síntomas en un diagnóstico. Así habría preferido llamarlos él. Era extraño verlo ahora, tan completamente muerto que casi quitaba el aliento. A Kincaid, desde luego, se lo había quitado. Madden encendió el fluorescente, cuyo parpadeo reflejaron las superficies de acero inoxidable y porcelana del depósito de cadáveres. Se quedó inmóvil (una mano en la cadera, la otra sujetando el espresso) y contempló el cuerpo que yacía sobre la mesa mortuoria. A la luz de laboratorio del depósito, podía leer el relato, ya conocido, que se desplegaba ante él sobre la plancha de la mesa. Un relato que algún otro embalsamador llegaría a leer tras la muerte del propio Madden: el desenlace era, por descontado, tan probable al menos como todo lo demás. Kincaid, que medía más de metro ochenta descalzo y con calcetines, había sido indudablemente un hombre robusto. Esa mañana, sin embargo, parecía un tanto disminuido, inferior a la suma de sus partes. Eso mismo podía decirse de todos los cuerpos que Madden había contemplado. Kincaid representaba una rareza en el sentido de que su manera de morir no le había venido dada. Si la progresión de la enfermedad no se hubiera visto interrumpida, habría sufrido algún tiempo más. (¿Cuánto? ¿Dos meses, dos meses y medio?). Pero Kincaid había tirado por la calle de en medio. Y todo ello apenas unos meses después de que sus trastornos intestinales lo indujeran a visitar a un gastroenterólogo.
Con sus antecedentes familiares, debía de saber ya entonces cuál sería el resultado probable. Grave obstrucción de la pared intestinal. Tumor con metástasis. Bloqueo del tracto. Cirugía. Un tercio del colon extirpado. Diarrea espontánea. Quimioterapia sin resultados. El hígado, un amasijo encarnado de carcinoma. Negación. Ira. Negación. Tristeza. Negación. Negación. Negación. Septicemia. Una larga y enajenada caminata hacia esa dulce noche. El bueno de Kincaid jamás se resignaba. Sin duda, había percibido con agudeza la ironía de la situación. Un neuropatólogo, un astro curtido en las aulas estudiantiles y los discursos de sobremesa en la logia. Pásate media vida horadando el cerebro de los demás para cagarte luego en público hasta morir.
No, aquel no era destino para el bueno de Kincaid. En vez de esperar un final doloroso e indigno, el buen doctor había optado por «la buena muerte».
Madden también había visto muchos suicidios a lo largo de su vida. Era, lo reconocía, algo que nunca había comprendido. Siempre se había imaginado aguantando hasta el amargo final, fuera cual fuese. Lo que más le espantaba era el acto en sí mismo, los arrestos que hacían falta. Le acobardaba la idea de que su mano pudiera desviarse en el último momento. Que pudiera volarse media cara con la pistola y seguir viviendo; o arrojarse al paso del metro y rebotar, y tener que pasar el resto de sus días en una silla de ruedas, incapaz de masticar la comida.
No, gracias. La vida no se reducía a eso. Y quizá no fuera en absoluto cuestión de valentía, sino solo de tragarse las últimas píldoras, de echarse al coleto el arsénico, del crujido con sabor a almendras confitadas de la cápsula de cianuro.
Miró a Kincaid: los ojos dilatados, el tenue color azulado de la asfixia que solo el labio inferior delataba. Cosa rara, tenía roja la punta de la nariz. Claro que siempre le había gustado tomar una copita. Madden bebió un sorbo de café mientras sopesaba por un momento la idea de añadirle un chorrito de alcohol. Guardaba una botella en el maletín negro de médico que nunca usaba para otra cosa.
Se imaginó a Kincaid paseándose por delante de la tarima del aula, sus aspavientos al señalar la pizarra, en la que algún alumno reclutado a tal efecto habría garabateado anotaciones en un latín o un griego vulgares. Hasta en aquellos días, cuando los trajes eran negros y marrones, y de las chimeneas de la ciudad brotaban nieblas carcinógenas, Kincaid (cuyos ademanes teatrales y bons mots eran el resultado de la práctica rutinaria de su oficio y del servilismo de unos alumnos siempre dispuestos a reírle las gracias) parecía de otro tiempo: un funcionario del Raj, todo él quinina y patillas en forma de chuleta. Madden recordaba sus bromas con los cadáveres en clase de anatomía, repetidas año tras año en atención a los estudiantes novatos, los «ya basta de fingimientos» y «siéntese usted derecho cuando le hablo». Él, al principio, se había reído como los demás. Por los nervios. Se sentaba lo más cerca que podía de la puerta, listo para salir pitando si notaba que su desayuno pedía paso. Era curioso pensarlo ahora, después de ver tantos fiambres en sus respectivas bolsas. Kincaid, escalpelo en mano, estrafalario como un mago en el escenario del King's, dispuesto a sustituir a otro cirujano. Tan ducho en detritus cardiovasculares como en cuestiones más neurológicas. Madden recordaba su estilo retórico, incisivo como un proyectil. Había olvidado las fórmulas, pero recordaba los pormenores: aorta, vena cava superior, arteria coronaria derecha, arteria pulmonar, arteria coronaria principal izquierda, arteria coronaria circunfleja, arteria descendente anterior izquierda… Se aprendía los términos de memoria, como en la escuela los verbos del francés.
Era extraño que el lenguaje de la biología resultara tan funcional una vez pasado por el filtro del idioma anglosajón. Quizá ésa fuera otra cosa que compartía con Kincaid: su gusto por el latín y el griego. Tal vez ésa fuera una de las razones por las que ya entonces Kincaid parecía formar parte de un orden pretérito, un orden del que el propio Madden se sentía partícipe. ¿Cómo podía describirse el corazón en toda su tierna belleza sin recurrir al lenguaje del amor?
«La esencia de la futilidad», se imaginaba que decía Kincaid, como solía antaño. «Lo mismo da comer cordero que cebada. Puede que un defecto congénito se agrave por tal motivo, pero es improbable que mejore. ¿Moraleja? A vivir, que son dos días».
Madden retiró la sábana que cubría el cuerpo de Kincaid y rodeó lentamente la camilla. De cuando en cuando, se inclinaba para inspeccionar el cadáver o se detenía a beber un sorbo de café. Kincaid era delgado y anguloso. Sus brazos, cruzados sobre la tripa, abarcaban casi por completo la redondez que asomaba en aquella parte, como si quisieran proteger sus delicados intestinos. Madden miró atentamente su cara. Apenas tenía arrugas, solo algunos surcos junto a los ojos y, sobre ellos, la frente perpetuamente fruncida, con aquella expresión ceñuda que ostentaba desde que Madden lo conocía. No producía, en general, la impresión de ser un anciano (una impresión de marchitamiento). Suscitaba más bien una sensación de intemporalidad, como si, una vez muerto, su cuerpo hubiera sufrido una regresión hacia la infancia. Rose tenía esa misma cualidad, que no era privativa de las caras de los muertos.
Kincaid se había tomado, ciertamente, algunas molestias para la ocasión. Llevaba puesto un traje azul oscuro impecablemente planchado. Madden, que no entendía mucho de ropa, no logró identificar el tejido. ¿Lana virgen? ¿Mohair? Era costoso, en cualquier caso. Bajo la chaqueta llevaba un chaleco y, bajo éste, una camisa rosa claro y gemelos de oro en los puños con sus iniciales grabadas.
L. K.
Lawrence Kincaid.
En la muñeca derecha lucía un reloj con esfera de oro blanco y una sencilla correa de piel marrón, muy agrietada. Su sentimentalismo hizo sonreír a Madden. Sin duda Kincaid conservaba la correa para no olvidar sus orígenes humildes, el lugar de donde procedía. Era un detalle muy suyo. No llevaba zapatos, solo unos calcetines de algodón sencillos, de color gris oscuro. Su cuerpo se había descubierto sentado, muy tieso, sobre la colcha de la cama que había compartido con su esposa durante más de cincuenta años. Era ella quien lo había encontrado. Con mucha calma, había aflojado la bolsa de plástico que envolvía su cabeza y su cuello y, antes de llamar al servicio de emergencias, había pasado un rato allí sentada, con él. Aparte de retirar la bolsa, solo había tocado a Kincaid para cepillarle el pelo ligeramente. Quería que tuviera un aspecto digno cuando los sanitarios y la policía fueran a buscarlo. Eso le dijo a Joe hijo cuando el cadáver fue enviado a la funeraria.
Kincaid tenía entre las manos una fotografía tomada el día de su boda, pero de ella no quedaba ya ni rastro.
Madden comenzó a desvestir al doctor. Le desabrochó primero la camisa y luego los pantalones, con cuidado de no arrugarlos ni dañarlos en modo alguno. No le resultaba difícil desnudar a un cadáver sin ayuda. Kincaid era grande, aunque no especialmente pesado, ni corpulento. Y, de todos modos, a Madden no le quedaba otro remedio. Joseph (el muy ruin) quizá no apareciera hasta pasada una hora o más, y Catherine había vuelto a faltar. No entendía a aquella chica. Últimamente faltaba tanto al trabajo que Madden se preguntaba si alguna vez lo había asumido. No todas las chicas de diecisiete años podían. Y, tras su último encontronazo, Madden estaba seguro de que no volvería.
Decidió no preocuparse por eso. Era muy posible que Joe no apareciera hasta la tarde y, de todos modos, no serviría de gran cosa. A Catherine, por supuesto, nunca le había interesado mucho aquel trabajo. Madden no creía que fueran a echarla mucho de menos, aunque su ausencia le ocasionara nuevos inconvenientes.
Únicamente con los obesos tenía verdaderas dificultades y, dependiendo del estado del cuerpo, normalmente podía esperar hasta que lograba dar con Joe. Kincaid no dio problemas, y Madden dobló su ropa y la colocó, cuidadosamente etiquetada, junto con la de los demás en el ropero destinado a los difuntos. Le quitó el reloj, el grueso sello de oro y la alianza, que se deslizaron suavemente por sus dedos sin necesidad de recurrir al lubricante. ¿Se decía así? «Lubrificante» era la palabra que se le venía a la cabeza. Una vez etiquetadas las joyas y guardadas con las demás, solo le quedó el cuerpo: literalmente, dos tercios del hombre. El tercio restante se había esfumado ya. ¿Sería a eso a lo que se refería la gente cuando hablaba de los «ausentes»?
Quitando el pecho, Kincaid era casi lampiño, y el vello que conservaba alrededor de los genitales era ralo y de un blanco grisáceo. Un cardenal descolorido se extendía desde debajo de la costilla inferior de su costado izquierdo hasta su entrepierna. Naturalmente. Le habían rasurado la zona del pubis para la operación intestinal y el pelo apenas había empezado a asomar en el momento de su muerte. Era probable que hasta en la vejez hubiera conservado un vello abundante y viril, de haberlo consentido los hados. Madden sonrió. Los genitales del difunto se habían replegado y huían de la frigidez cadavérica con un arrebol seráfico. Solo las manos del buen doctor revelaban su edad. Estaban apergaminadas y tenían arrugas profundas. Los dedos eran largos, hábiles y esqueléticos; las uñas, casi luminosas en su blancura antinatural; los nudillos aparecían deformados por la artritis. Aunque decir que las uñas parecían antinaturales era un error. Tenían un aspecto, desde luego, completamente acorde con la naturaleza. El dedo índice y la yema del pulgar de la mano derecha estaban duros y encallecidos. Eran dedos de profesor, aunque quizá el empuñar instrumentos quirúrgicos también hubiera dejado en ellos su huella. Madden acabó su café y se dispuso a iniciar el drenaje del cuerpo.
No había duda de que, incluso muerto, Kincaid era un hombre atractivo. Había querido asegurarse de que la tarea de Madden fuera sencilla, despojarla de toda dificultad. Solo sería necesario sellar los orificios, dar un punto de sutura entre el septo nasal y el labio inferior para mantener la boca cerrada y aplicar una pizca de maquillaje. Un poco de base aquí, algo de colorete allá para darle un aire saludable, y quedaría como nuevo. Todo lo nuevo que podía quedar a esas alturas. Madden se puso a mezclar una crema exfoliante para el cuerpo.
Poco a poco, fue cobrando conciencia de algo que le inquietaba. Después de tanto tiempo, Kincaid no confiaba en que fuera capaz de cumplir con eficacia aquella sencilla tarea. Madden casi había olvidado esa sensación. Pero no la había olvidado del todo. Kincaid se las había ingeniado para hurtar su cuerpo a los peores estragos de la enfermedad. Se había conservado en buen estado para la tumba. Para ello, había bastado con un puñado de somníferos y una bolsa de plástico con que cubrirse la cabeza. De paso, había quedado con muy buen aspecto. Cuando menos, había ahorrado a Madden el esfuerzo de asumir aquella tarea.
Se asomó de nuevo a sus pupilas dilatadas, que empezaban a nublarse. Kincaid llevaba muerto diecisiete horas. La presencia del rigor mortis era ya tenue, pero no había abandonado del todo sus miembros. Madden acercó su cara a la de Kincaid y aspiró. Tabaco y whisky. Seguramente whisky de malta solo, si no se equivocaba con el buen doctor, aunque por desgracia no le era posible adivinar de qué marca. Un whisky de las Tierras Bajas, quizá. Antes de erguirse, Madden posó los labios sobre la boca y la besó. Quedaba en ella, posiblemente, la dulzura del whisky de los llanos. Miró su reloj y decidió seguir adelante. Esperaba otras dos entradas esa misma mañana, a última hora. Un coma diabético y un accidente laboral con decapitación. Ignoraba de dónde iba a sacar tiempo. El día no tenía horas suficientes.